Regis, después de coger de la larga fila de cestas alineadas junto al muro de la galería una que ostentaba unida al asa un pequeño caracol agujereado, ocupó su sitio entre dos gruesos pilares y se dispuso a satisfacer el voraz apetito que cinco horas de ruda labor habíanle despertado.
Eran las doce del día. Los obreros de aquella sección de la mina iban llegando en pequeños grupos; y las luces de sus lámparas fijas a las viseras de sus gorras, brillaban como extrañas luciérnagas en los negros y tortuosos túneles.
Cada cual, llegado a la fila de cestas, tomaba la que le pertenecía y se retiraba a su rincón a despachar en silencio la merienda.
Durante un largo cuarto de hora sólo se oyó bajo la negra bóveda el sordo chocar de las mandíbulas y el sonoro tintineo de los platos y cucharas manejados por manos rudas e invisibles. De pronto, una voz aislada se dejó oír a la que contestaron muchas otras, estableciéndose animados diálogos en la oscuridad. En un principio, la conversación versó sobre el trabajo, mas, poco a poco, fue ampliándose el campo de la charla. Mientras que en un lado se discutía en voz baja, con gravedad, en otro se bromeaba y se reía celebrándose los dicharachos de los bufones que hacían blanco de sus burlas al más viejo de la cuadrilla, un pobre hombre que siempre llegaba retrasado buscando afanoso su cesta que los bromistas ocultábanle de continuo para gritarle según se aproximaba o no al escondrijo:
—¡Caliente!
—¡Frío, como el agua del río!
—¡Que se chamusca, que se quema don Lupe! —todo esto en medio de grandes risotadas.
Regis, compadecido del viejo que aturdido por la algazara iba y venía infructuosamente, se levantó y puso en sus manos trémulas la cesta desaparecida, lanzando al mismo tiempo un enérgico apóstrofe a los malignos burladores.
Los aludidos contestaron acremente y, por un instante, hubo de un extremo a otro del lóbrego recinto un bombardeo de gruesos vocablos que terminó, después de una frase proferida por una voz burlona, en una carcajada general.
El semblante de Regis, en la obscuridad, y bajo la espesa máscara de polvo de carbón que lo cubría, palideció intensamente y su primer impulso fue abalanzarse sobre el calumniador y castigar como merecía la mentirosa especie que acababa de proferir; pero un rápido pensamiento lo inmovilizó al recordar, de pronto, un diálogo que oyera al pasar esa mañana por delante de una “labor”.
—¿... Con que Ramón tampoco ha bajado hoy?
—¡No puede ser!
—Te digo que sí. Don Pedro preguntó por él en la garita y le dijeron que no había estado a recoger los “tantos”.
Y la sospecha germinó y arraigó en su cerebro con la celeridad del relámpago. ¿Cómo, sería cierto, acaso, lo que le lanzó al rostro tan brutalmente aquel infame? ¿Le engañaría ella con Ramón? Su rostro se contrajo, una sombría llama iluminó sus pupilas y nerviosamente se puso de pie.
Regis era un muchacho de veinte años. De estatura mediana, sus miembros delgados y su pálido semblante denotaban la amarga tristeza de una infancia pasada en lo profundo de los túneles, sin juegos, sin risas, sin aire, sin sol. Enamorado apasionadamente de Delfina, la muchacha más linda y coqueta de todo el contorno, había vencido a numerosos rivales que se disputaban aquella conquista. Uno de los más tenaces y de los últimos en abandonar el campo, había sido Ramón, un mozo de su edad, rival temible, por cierto, porque a su físico atrayente reunía otras cualidades que lo hacían irresistible entre las muchachas.
A pesar de su victoria, Regis vivía desconfiado y receloso, pues su enemigo, despechado por la derrota, habíase jactado públicamente de que tarde o temprano obtendría la revancha.
Solo, en la galería, el obrero trató en vano de tranquilizarse diciéndose que todo aquello no era sino la obra de un envidioso, y que la ausencia de Ramón podía tener origen en una causa muy distinta de la que el calumniador le atribuía, Mas, sus celos despertados tan bruscamente ahogaron estos razonamientos y sólo pensó en abandonar la mina cuanto antes. Tomada esta resolución, y sin cuidarse de la cesta tirada en el suelo, echó a andar presuroso hacia la salida. Mientras caminaba iba elaborando un plan para conseguir le permitieran abandonar el trabajo, cosa en verdad bastante difícil, pues el reglamento de la mina era en este punto terminante.
El único medio sería fingirse enfermo, pero, además de la repugnancia que le inspiraba la mentira, había otro inconveniente: el de ser enviado arriba custodiado por un capataz cuya consigna era llevar a la enfermería a los que alegaban alguna dolencia, donde eran examinados por el médico o el practicante. (Sabia medida adoptada por los jefes contra los perezosos). Y a esto había que agregar la demora consiguiente que le privaría caer de sorpresa sobre los culpables.
Cuando desesperado por estas dificultades buscaba inútilmente la manera de evitarlas, se detuvo de pronto iluminado por una idea salvadora.
Con el entrecejo fruncido permaneció un instante inmóvil y, luego, girando sobre sus talones volvió atrás, desandando el camino recorrido. Marchaba por una amplia galería de arrastre sorteando las invisibles traviesas que sujetaban los delgados carriles de acero. De súbito torció a la derecha y se internó en una “revuelta” estrecha empinada y bajísima. Encorvado hasta tocar con las manos el suelo fangoso, remontó trabajosamente el pasadizo, y se encontró en una galería paralela a la que acababa de abandonar. Era un viejo túnel fuera de servicio que comunicaba con el pique por una abertura situada a treinta metros encima de la entrada de la galería principal.
Después de algunos minutos de marcha se encontró delante del pozo.
De pie en el reborde saliente de la roca, sondeó la negra profundidad, de la que subía un vago murmullo de voces apagadas que indicaban la presencia de obreros en la puerta del corredor. Regis apagó la lámpara para que el reflejo de la luz no lo denunciase, e inclinándose un tanto y alargando la diestra al vacío, pudo tocar con la punta de los dedos uno de los cables niveles a lo largo de los cuales se deslizaba el ascensor. Su plan, aunque audaz y peligroso en extremo, era, sin embargo, facilísimo de ejecutar. Dentro de algunos minutos, terminada la hora de comida, la mina entera reanudaría su labor. Puesta la máquina en movimiento, mientras que el ascensor que estaba ahí, debajo de sus pies, llevaba a lo alto su carga mineral, en el otro, que estaba arriba, descendería el capataz mayor. Como la máquina trabajaría entonces en el mínimo de velocidad, podía, maniobrando con viveza y sangre fría, tomar a su paso por delante de él el ascensor, cogiéndose de una de las barras transversales del aparato. A esa hora estaba seguro de no encontrar arriba a ninguno de los jefes, y su escapada, salvo para unos pocos compañeros, pasaría desapercibida.
Resuelto a llevar a cabo la tentativa y fijados en su cerebro los detalles del procedimiento, esperó, aguzando la vista y el oído, el instante de obrar.
Un débil resplandor brotaba de abajo permitiéndole descubrir la brillante superficie del delgado cable a cuya extremidad hallábase inmóvil el ascensor. De súbito, un ligerísimo rumor partió del pozo. Regis hizo un movimiento y se estremeció. Su oído ejercitado adivinó en aquellas vibraciones las sacudidas del hilo de señales que transmitían a la máquina el aviso de que, abajo, la maniobra para izar estaba lista.
Reteniendo la respiración aguardó con el corazón palpitante. Pasaron algunos segundos y una leve oscilación del cable le anunció que el momento de emprender el viaje aéreo había llegado. Asentó lo más sólidamente que pudo los pies en la saliente de la roca y alargó ambos brazos. No tuvo mucho que aguardar. Surgiendo del abismo vislumbró de un modo confuso la techumbre del ascensor y bruscamente se echó adelante. Sus manos chocaron contra una superficie dura y lisa, resbalaron por ella un corto trecho y, encontrando un obstáculo, hicieron presa de él. Instantáneamente se halló suspendido en el vacío envuelto en tinieblas impenetrables.
Mas el plan no había salido bien del todo, pues, habiendo calculado mal la velocidad del aparato, en vez de asirse de la barra transversal, sus manos sólo alcanzaron a rozar las tablas de la vagoneta, deteniéndose en el borde inferior de la plataforma de la jaula, una especie de riel a cuya pestaña se aferraron sus dedos como tenazas.
En un segundo analizó Regis su situación, y con infinito espanto vio que era desesperada. Sobrecogido de terror, sus cabellos se le erizaron y la voz se le estranguló en la garganta. La conformación de aquella ranura sólo le permitía introducir en ella las dos primeras falanges de sus crispados dedos. Toda la sangre se le agolpó al corazón cuando tras algunos segundos sintió que empezaban a resbalar sobre el metal, a impulso de la violenta tracción de su cuerpo, balanceándose como un péndulo en el abismo. Lanzó un alarido hondo y penetrante, estremeciéndose de angustia y de pavor. Ya bajo la terrible energía desarrollada por sus músculos, incrustóse la carne en el duro hierro soldándose con él; y el ascensor, levando tras sí aquel vívido apéndice, continuó su marcha ascendente, lenta y uniforme, a lo largo del tubo vertical.
Transcurrieron así algunos instantes brevísimos, y Regis, que sentía zumbar la sangre en sus oídos y martillarle el corazón dentro del pecho, empezó a calcular mentalmente la distancia recorrida. ¿A qué altura se encontraba? ¿Cuántos metros faltaríanle aún para alcanzar el brocal? Con los dientes apretados, la faz convulsa, los ojos fuera de las órbitas, sacudido por espasmo de agonía y bañado en frío sudor, parecíale una eternidad cada décimo de segundo.
De súbito a su lado, tocándolo casi, el minero entrevió fugazmente algo informe que caía de lo alto como una piedra. Una luz viva lo deslumbró y le pareció distinguir un rostro pálido con dos grandes ojos muy abiertos brillando siniestramente en la oscuridad. Las dos jaulas al cruzarse, sumando sus contrarias velocidades, señalaron el punto de contacto con un silbido característico, silbido que en el cerebro de Regis retumbó como si los cuatro arcángeles del Apocalipsis le gritaran a la vez: ¡Estás en la mitad del camino! ¡Falta aún un minuto, es decir un siglo, para que el ascensor recorra los ciento cincuenta metros que te separan de la superficie donde está la vida, la salvación! ¡Cada segundo que pasa no hace sino alargar el trayecto que en breve recorrerá tu cuerpo en su vertiginosa caída mortal!
Mas era joven y vigoroso, y su ser entero en la plenitud de la vida se rebeló contra el implacable destino. ¡No, no quería morir! Y a medida que el instante fatal se precipitaba, su espíritu adquiría una potencia de visión extraordinaria. Todos los acontecimientos de su vida desfilaron ante él en un segundo. Y comprendiendo que se aproximaba lo inevitable, que de un momento a otro iba a soltarse y caer, quiso terminar de una vez aquella espantosa agonía. Pero, el recuerdo del puente que obstruía el pozo a más de doscientos metros debajo de él, arrancóle un rugido desesperado de terror. Como si estuviese de pie sobre ellas, veía las gruesas planchas de hierro erizadas de clavos, de rieles y de pernos prontas a recibirle y resistir el espantoso choque de su cuerpo, precipitándose de una altura de doscientos cincuenta metros con la velocidad de una bala de cañón.
De súbito sintió que los dedos de su mano izquierda resbalaban unos tras otros por la dura superficie del metal. El ascensor subió otros veinte metros lento, silencioso, invisible en la oscuridad; y, de pronto, Regis experimentó la horrible sensación de que las yemas de los dedos de su mano derecha se hundían y pasaban a través del hierro como si el metal se hubiese fundido de repente, y se halló, por espacio de un décimo de segundo, inmóvil en el vacío. Acto continuo estalló bajo su cráneo un trueno formidable y una tromba de viento le azotó el rostro y le cortó la respiración.
Medio minuto después, los obreros del brocal del pique extraían de la plataforma suplementaria que se cuelga a veces debajo de la jaula para introducir en la mina objetos voluminosos, a un obrero con la cabellera blanqueada a trechos, los ojos muy abiertos y las pupilas enormemente dilatadas, el cual jamás recobró la razón e ignoró siempre que mientras se creía suspendido sobre un abismo insondable, había a veinte centímetros de la planta de sus pies, una sólida plataforma de roble de dos y media pulgadas de espesor.