Ángel Guerra

Benito Pérez Galdós


Novela



Primera parte

Capítulo I. Desengañado

I

Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Ángel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿a qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero, y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.

—Mira como vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!

El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.

¡Querido, ay —exclamó al fin—, bien te lo dije!... ¡Para qué te metes en esas danzas?

Dejose caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su, boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió sus ojos por todo el ámbito de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Mas no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida, tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristales, y nos atormentan con su murmullo grave y monótono, expresión musical del tedio infinito.

—¿Tienes árnica? —dijo Guerra mirándose la ensangrentada, mano.

—Sí; la que traje cuando la perrita se magulló la pata. Mira, hijo, lo mejor será llamar ahora mismo a un médico.

—No, médico no —replicó él con viva inquietud—. Temo la policía, aunque no creo que nadie me haya visto entrar aquí... Si avisas a la Casa de Socorro, me comprometerás... La herida no es grave. No creo me haya interesado el hueso. La bala entró por esta parte y salió por aquí, ¿ves?... superficial... mucha sangre... alguna vena rota, y nada más... Entre tú y yo nos curaremos, digo, me curaré. Soy algo médico: me luciré siendo mi propio enfermo, y tú mi practicante.

Con exquisito cuidado procedió Dulcenombre a quitarle la cazadora, descubriendo la manga y puño de la camisa, tan anegados en sangre, que se podían torcer. Temerosa de lastimarle, cortó con tijeras, por encima del codo, la tela de la camisa y elástica, y trayendo en seguida una jofaina con agua, en la cual vertió gran cantidad de árnica, empezó a lavar las heridas, que eran dos, la entrada y salida de la bala, distantes como seis pulgadas una de otra.

Guerra no se quejaba, y apretando los dientes, repetía: —No es nada, y si es, que sea, ¡caramba! No llamaría médico, sino en el caso extremo de tener que cortar el brazo.

—¿De veras no te duele? —preguntaba Dulce poniendo en sus dedos toda la delicadeza posible. —No... ¡ay! Te digo que no... ¿Y qué te importa a ti que duela o no duela?... Ahora que sale menos sangre, ponme paños bien empapados en árnica, que renovarás cada poco tiempo. Luego me traes de la botica un emplasto cuyo nombre te escribiré en un papel... ¡ay! Tengo una sed horrible. Dame agua. ¿Hay coñac en casa?

—No; te pondré vino.

—Lo mismo da. Venga pronto, que me abraso.

Mientras: bebía, el abejorro volvió a entonar su insufrible canto de una sola nota, estirada y vibrante como el lenguaje de un hilo telegráfico que se pusiera a contar su historia. Echole Guerra tremendas maldiciones, pero como sintiese ruido en la escalera, atendió a él sobresaltado y receloso.

—¿Qué tienes? —le dijo Dulce—. Esos pasos son de alguno que baja del tercero. Aquí no viene nadie. En la vecindad no nos conocen ni las moscas. Échate a descansar sin miedo.

—No sé... ¡Maldita suerte! —replicó Ángel gesticulando con el brazo hábil—: Si vienen a prenderme que vengan. Todo perdido por falta de dirección y sobra de pusilanimidad... A la hora crítica, los leones de club se vuelven corderos y se meten debajo de la cama, y los traidores se disfrazan de prudentes. La mayor parte de las tropas comprometidas se asustan de la calle como las monjas, y no se atreven a salir del cuartel. ¡Qué noche! Tengo fiebre. ¿Sabes una cosa? La claridad del día me incomoda... Cierra las maderas y enciende luz, a ver si duermo. No, imposible que yo descanse... Por vida de... ¡cuánto me molesta ese bicharraco estúpido!

—Déjalo —dijo Dulce, riendo de los insultos que Ángel siguió dirigiendo al pobre insecto—; ya procuraré yo quitarle de en medio. Verás... Acuéstate ahora.

Cerró las maderas y encendió luz, figurando la noche en la reducida sala, y acto continuo pasó a la alcoba para arreglar la cama, que era grande, dorada, la mejor pieza de todo el mueblaje. Después ayudó al herido a quitarse la ropa. Mejor será decir que le desnudó; condújole al lecho, le acostó, arreglando los almohadones de modo que pudieran sostener el busto en posición alta, y colocándole el brazo sobre un cojín de la manera menos incómoda.

—Antes que se me olvide —le decía Guerra al acostarse—: recoge toda la ropa ensangrentada y lávala de prisa y corriendo... Otra cosa. Cuando salgas a la compra, tráeme periódicos, aunque sean monárquicos. ¿Qué hora es? ¿Dices que la vecindad no nos conoce? Bien puede ser, porque sólo hace ocho días que habitamos en este escondrijo, y nadie lo sabe más que tu familia, de la cual, acá para entre los dos, no me fío ni me fiaré nunca.

—No pienses mal de mis pobrecitos hermanos ni del infelizote de papá.

¡Pobrecitos, sí! (Con cruel ironía.) Serían capaces de venderse a sí propios el día en que no pudieran vender a los demás. Más tranquilo estaría yo si supiera que ignoran donde me encuentro... ¡Ay, Dulce de mi vida, procura matar a ese moscardón del infierno, o yo no sé lo que va a ser de mí! Mis nervios estallan, mi cabeza es un volcán; yo reviento, ya me vuelvo loco, si ese condenado no se va de aquí. Acéchale, ponte en guardia con una toalla o cualquier trapo... Aguantas el resuello, te vas aproximando poquito a poco, para que él no se entere, y cuando le tengas a tiro ¡zas! le sacudes firme.

Procedió Dulcenombre, bien instruida de esta táctica, a la cacería del himenóptero; pero él le ganaba, sin duda, en habilidad estratégica, porque en cuanto la formidable toalla (graves autores sostienen que no era toalla, sino un delantal bien doblado y cogido por las cuatro puntas, formando uno de los más mortíferos ingenios militares que pueden imaginarse) se levantó amenazando estrellarse contra la pared, el abejón salió escapado hacia el techo burlándose de su perseguidora.

La cual, desalentada por la ineficacia de su primer ataque, volvió al lado de su amigo, diciéndole: —Pues no debes temer nada de los míos. A tu casa irá probablemente la policía, y tu madre dirá que no sabe donde estás... como que, en efecto, no lo sabe ni lo puede saber.

Al oír nombrar a su madre, obscureciose el rostro de Guerra. De lo que murmuraron sus labios, hervor del despecho y la ira que rescoldaban en su alma, solo pudo entender Dulce algunas frases sueltas.

«¡Pobre señora!... Disgusto horrible cuando sepa...» Y luego, queriendo descargar con un suspiro forzado, que parecía golpe de bomba, la pesadumbre y opresión que dentro tenía, añadió esto: «Despedime de ella hace cuatro días, diciéndole que iba de caza a Malagón... ¡No es mala cacería... Cazado yo».

Tan abstraído estuvo, que el zángano pasó dos veces por encima de las almohadas, reforzando su infernal trágala, y Guerra no se dio cuenta de ello. Fue preciso que por tercera vez pasara el maldito, casi tocándole la punta de la nariz, con lo cual se evidenció que la burla rayaba en procaz insolencia, para que el otro lo notara y se revolviera airado contra la fiera, gritándole: «Canalla, trasto, indecente, si yo no estuviera amarrado en esta cama, verías». Poco faltaba para que en la excitada imaginación de Guerra se representase el zumbador insecto como animal monstruoso que llenaba todo el aposento con sus alas vibrantes. Emprendió Dulce de nuevo la persecución, y eran de ver su agilidad y tino, las cualidades estratégicas que en la desigual lucha iba desarrollando; cómo se aproximaba quedamente; cómo blandía el arma formidable; cómo seguía el vuelo curvo del enemigo en sus rápidos quiebros, adivinándole las retiradas y anticipándose a ellas; cómo, en fin, se prevenía contra su astucia, embistiéndole por el flanco menos peligroso, que era aquel en que no la delataba su propia sombra... Por último, uno de los muchos disparos con el lienzo insecticida fue tan certero, que el monstruo, sin exhalar un ay, cayó al suelo con las patas dobladas, las alas rotas.

—Pereció —dijo Dulce con la emoción de la victoria, inclinándose para verlo hecho un ovillo negro y peludo. En su agonía, parecía comerse sus propias patas y hundir la cabeza en la panza turgente.

—¡Maldita sea su alma! —exclamó Guerra con júbilo—. Así quisiera yo ver a otros que zumban lo mismo, y merecen también un toallazo... Ahora, paréceme que dormiré.

Vencido del cansancio, no tardó en caer en un sopor, que más bien parecía borrachera.

II

De la cual salió súbitamente, y como de un salto, media hora después, porque no vale que el cuerpo tome la horizontal, cuando las ideas se obstinan en ponerse en pie; ni vale que los músculos fatigados se relajen y apetezcan la quietud, cuando la sangre se desboca y los nervios se encabritan. Lo primero de que el herido se hizo cargo fue de la soledad en que se encontraba, pues Dulcenombre había salido. Sintió en torno suyo la impresión triste de la ausencia del ser que a todas horas llenaba la casa con su tráfago, diligente y amoroso.

«¡Qué buena es esta Dulce —pensó—, y qué vacías; qué solas, qué huérfanas quedan las cosas cuando ella se va!». Al pensar esto, como volviera a sentir el zumbido del insecto, se inflamó de nuevo en ira y deseos de destrucción. «O ha resucitado ese miserable —se dijo—, o ha venido otro a ocupar la plaza». Mas era un ruido puramente subjetivo, efecto de la debilidad y de la excitación de los nervios acústicos. El reloj de San Antón dio las ocho, y Ángel, después de contar cuidadosamente las campanadas, quedase con la duda de haber acertado en la cuenta. Los rumores de la calle se desfiguraban y acrecían monstruosa mente en su cerebro: el paso de un carro se le antojaba rodar de artillería, y los pregones alaridos de combate, los pasos de los vecinos en la escalera, movimiento de tropas que subían a ocupar el edificio. Felizmente, el chirrido del llavín en la puerta anuncié el regreso de Dulce. Alegrose Guerra al oírlo como niño abandonado que se ve de nuevo en brazos de la madre.

—Hija mía —la dijo al verla entrar con su pañuelo por la cabeza y su mantón obre los hombros—. Si no vienes pronto, no sé qué es de mí. Me abrumaba la soledad.

—Te dejé, dormido, monín —replicó ella, abalanzándose sobre la cama para acariciarle con ternura—. ¿Por qué has despertado? ¿Qué tal te encuentras? Y el bracito, ¿te duele?

—El brazo está como dormido, como muerto; no siento más que unas cosquillas... que suben hasta el hombro... y la sensación de que la parte herida es grande, tan grande como todo mi cuerpo. Tengo fiebre y bastante alta, si no me equivoco.

En el mismo instante, una galguita esbelta cuyas patas parecían de alambre, saltó sobre el lecho. Y empezó a acariciar al herido. Dulce cuidó de que el inquieto animal no lastimara el brazo enfermo, para lo cual le dirigió una admonición muy expresiva y graciosa. Por segunda vez apuntó la idea de traer un médico; pero Guerra se opuso terminantemente, quitando importancia a su herida. En cambio, pudo convencerle de que aquella fingida noche en que estaba, con las maderas cerradas y la luz encendida, más propicia era a la tristeza lúgubre que al descanso reparador. Y se apagó la vela y se abrieron las maderas; pero con la claridad solar, Guerra se excitó más, mostrando ganas de levantarse y apetito insaciable de charla. Mucho le contrariaba que Dulce no le hubiese traído periódicos, y ella prometió bajar más tarde, en cuanto los sintiera vocear. La pobrecilla se hubiera partido en dos de buena gana para poder atender a la cocina y a la alcoba, al puchero y al hombre. Iba y venía con celeridad no inferior a la de la galguita, y después de trastear allá dentro, volvía, para engolosinar a su amigo con una palabra cariñosa, para arroparle y acomodar el brazo sobre el cojín. Al pasar por la salita, no dejaba de dar un empujón a las butacas y sillas, poniéndolas en su sitio; de arreglar lo que desde la noche anterior permanecía revuelto; de pasar rápidamente un paño por lo más cargado de polvo, y sintiendo mucho no poder hacer limpia general, corría a la cocina, donde diversas faenas la reclamaban. Dígase de paso que la habitación era pequeñísima, que no tenía gabinete, sino tan sólo sala de un balcón, y alcoba separada de aquélla por puerta de cristales; que estas dos piezas uníanse por pasillo nada corto a la cocina y comedor, cuyas ventanas daban al corredor del patio. La casa era de estas que pueden llamarse mixtas, pues en la fachada había cuartos de mediana cabida, de ocho a diez duros de inquilinato; en el fondo, patio con corredores de viviendas numeradas, de cincuenta a ochenta reales. Una sola escalera servía el exterior como el interior de la finca, situada en la corta y solitaria calle de Santa Águeda, que comunica la de Santa Brígida con la de San Mateo.

Dulcenombre consiguió de Ángel que consintiese en estar encerrado un rato para poder abrir el balcón de la sala, y barrer, limpiar y ventilar ésta. Concluida la operación en un periquete, la joven, escoba en mano, fue a dar un poco de palique a su amante:

—¡Ay, hijo mío, qué cosas decían en la plazuela! que habéis sido unos tontos, y que no sabéis hacer revoluciones.

—Dicen la verdad; unos por inocentes, otros por traidores, todos merecemos el desprecio de las placeras.

—Pues anoche, a eso de las diez y media, toda la vecindad del patio salió de los cuartos, como las hormigas en tiempo de calor, porque se corrió la voz de que había gran trifulca. Yo me asomé a la escalera, y uno decía que verdes, otro que maduras. Contó no sé quién que la caballería sublevada había pasado por la calle de la Puebla dando gritos, con un oficial a la cabeza, que, revólver en mano, se desgañitaba diciendo que viviera la República. ¿Es verdad esto? Pues luego cada persona que llegaba a la casa traía una papa muy gorda. Uno que Palacio estaba ardiendo por los cuatro costados, otro que diecisiete generales se habían echado a la calle...

—¡Diecisiete rayos! —exclamó con furor el enfermo—. Alguno había comprometido, es verdad; pero estos comodones se quedan detrás de la puerta viendo la función, y si sale bien se llaman a la parte, si sale mal corren a presentarse al ministro de la Guerra.

—En medio de aquel barullo, yo me hacía la tonta, como si nada supiera, y me asombraba de cuanto me decían. Hoy, en la plazuela, he oído que fracasasteis antes de empezar, y que no habéis hecho más que chapucerías.

¡Chapucerías! Voy creyendo que en la plazuela nos juzgan como merecemos. Mira, Dulce, si no nos hubieran faltado los de los Docks, qué sé yo...

—El tío Pintado, el escarolero... tú no le conoces... aquel vejete que tiene su cajón al lado de San Ildefonso... Pues me contó que él ha sido, tremendo para estas cosas de revoluciones, y que el cincuenta y tantos y el no sé cuantos, él solo con cuatro amigos cortó la comunicación de la Cava Baja con la calle de Toledo, y que la tropa tuvo que romper por dentro de las casas. En fin, te mueres de risa si le oyes ponderar lo héroe que es. En su cajón había esta mañana un corro muy grande, y él, con ínfulas de maestro, os criticaba, porque en vez de encallejonaros en la estación de Atocha, debisteis iros a la Puerta del Sol y apoderaros del Principal.

—Tiene razón. ¡Si es de sentido común...!

—Dijeron allí también que habíais matado tontamente a dos generales o no sé qué, y que los patriotas de hoy no servís más que para ayudar a misa.

—También es verdad. Merecíamos ser apaleados por los de Orden Público, o que los barrenderos de la Villa nos ametrallaran con las mangas de riego. ¡Desengaño como éste...! Paréceme que despierto de un sueño de presunción, credulidad y tontería, y que, me reconozco haber sido en este sueño persona distinta de lo que soy ahora... En fin, el error duele, pero instruye. Treinta años tengo, querida mía. En la edad peligrosa, cogíame un vértigo político, enfermedad de fanatismo, ansia instintiva de mejorar la suerte de los pueblos, de aminorar el mal humano... resabio quijotesco que todos llevamos en la masa de la sangre. El fin es noble; los medios ahora veo que son menguadísimos, y en cuanto al instrumento, que es el pueblo mismo, se quiebra en nuestras manos, como una caña podrida. Total, que aquí me tienes estrellado, al fin de una carrera vertiginosa... golpe tremendo contra la realidad... Abro los ojos y me encuentro hecho una tortilla; pero soy una tortilla que empieza a ver claro.

Al llegar a este punto, sintió el herido gran debilidad, que reparó con un poco de café. Como sintiese también alguna molestia en el brazo, no quiso diferir la aplicación del emplasto. Dulce salió en busca de la medicina, tardando como una media hora, y al volver se trajo un rimero de periódicos, que Ángel desfloró, recorriéndolos con ansiosa y superficial lectura, para cazar la noticia verdadera en aquella selva de informaciones precipitadas. Como tenía más fiebre que apetito, y parecía natural que al enfermo le sentara mejor el buen caldo que los periódicos, Dulce cortó la ración de estos y activó el puchero, que era substancioso, riquísimo, con su poco de gallina, su jamón y vaca con hueso. Deslizose toda la mañana, sin que nada ocurriese de particular. Después de recorrer ligeramente parte de la prensa, sintiose Ángel fatigado; mas sus intentos de dormir fueron inútiles. Cerraba los ojos, y en vez de aletargarse, el cerebro reproducía fielmente las escenas de la tarde anterior, precursoras de la descabellada intentona de la noche. Veíase en el cafetín de Nápoles, concertando con el capitán Montero ciertos detalles del plan, fijando la hora exacta. Él, Guerra, secreteaba a su amigo las órdenes del brigadier Campón, que había de ponerse al frente de los sublevados. Montero respondía de los sargentos; pero ponderaba la dificultad de sacar del cuartel las tropas, burlando al coronel y a los oficiales.

Todo dependía de la temeridad y arrojo del capitán, que era de la piel del diablo.

Abría Guerra los ojos, y de la representación del hecho pasaba su pensamiento bruscamente al desairado fin de su aventura. «Todo es humillante —decía—, en este fracaso, hasta la herida que he recibido. La muerte o una herida grave hubiera correspondido a la intención; pero esta puntada en el brazo no me permite considerarme víctima, ni héroe, ni nada. Para que todo resulte chabacano, hasta mi herida... apenas me duele... Y ahora se me ocurre: ¿que habrá sido de aquel desdichado Campón? Los periódicos dicen que abandonó el tren, al saber que tampoco los de Alcalá respondían, y a estas horas andará fugitivo, dado a todos los demonios, hasta que le cacen los monárquicos. Le fusilarán, por no haber sabido escurrir el bulto cuando vio venir la mala. ¡Pobre Campón! No me atrevo ya a decir que es glorioso dar la vida por esta idea; no me atrevo a clamar venganza. La idea está tan derrengada como sus partidarios, y no puede tenerse en pie».

III

La debilidad de su cuerpo y la ebullición mental se manifestaron de improviso en el terreno de la ternura. Llamaba a su compañera para decirle con pueril afán: «Dulcísima, ¿me quieres? ¿Pero me quieres de verdad?» Ella respondía que sí con efusión del alma, añadiendo a la palabra demostraciones materiales que restallaban en la alcoba, porque entre otras particularidades fisiológicas, tenía la de besar de una manera ruidosa y descompasada. Queriendo arrancarle confesiones de más valía, Ángel la interrogaba así: «¿Me quieres por encima de todos y de todo? ¿Me perdonas que te arrancara a tu familia, juntándote con un hombre que está fuera de la ley y que puede dar con sus huesos en el destierro o en el patíbulo?»

Dulcenombre se echó a reír, diciendo que para ella no había más familia que él ni más leyes que la voluntad del hombre amado, y que lo seguiría a cuantas aventuras se quisiera lanzar. Agregaba que el dejar a su familia no era un mérito, pues cualquier género de vida, aun el más deshonroso, valía más que vivir con sus padres y hermanos.

—En eso estamos conformes —dijo Guerra—, y al sacarte de tu casa, te saqué de una leonera; pero si allí no eras más honrada, estabas más libre.

—No me gusta la libertad —se apresuró a decir Dulce—: Me siento mejor sometida, y con el cuello bien amarrado al yugo de un hombre que me gusta por el alma y por el cuerpo. Obedecer queriendo es mi delicia, y servir a mi dueño, siendo también por mi parte un poco dueña de él, quiero decir, esclava y señora... Pero déjame ir un momento a la cocina, que se nos quema el puchero.

Al quedarse solo, Ángel reflexionaba diciéndose: «En medio de tantas desgracias y caídas tengo el consuelo de poseer esta leal amiga, dechado de fidelidad, paciencia y adhesión, que cogí como con lazo en una selva obscura. Mi vida no es tan triste y desastrada como he podido creer, porque esta mujer me la ennoblece, y me colma de consuelos espirituales». Acordábase al punto de su madre y de su hija, y si el recuerdo de la primera causábale cierto terror, al pensar en la segunda se desbordaba en su alma la ternura. Urge decir que Ángel Guerra era viudo, y tenía una niña de siete años llamada Encarnación, a quien amaba con delirio. Su mayor pena en la encerrona a que se veía condenado, y a la cual probablemente seguiría larga proscripción, era verse alejado por tiempo incalculable de su inocente hija; y también le inquietaba la idea de una definitiva ruptura con su madre, a quien respetaba y quería, no obstante la infranqueable diferencia de opiniones entre ambos. Almorzó aquel día sin gana, fumó más de lo conveniente, pidió sus libros, en los cuales leyó algunas páginas sin enterarse de nada, y hastiado del tabaco y de las letras, renegó de su suerte y de los motivos de tan fastidiosa esclavitud. Dulce le consolaba desde la sala con palabras festivas, y amorosas mientras se peinaba sentada frente al armario de luna. Conviene ahora decir que Dulcenombre era bonita, y que lo habría sido más si su natural belleza hubiera tenido el adorno de las carnes lozanas, que por sí solas decoran y visten una figura de mujer. ¡Lástima que fuese más que delgada, flaca, y tan esbelta, que la comparación de su cuerpo con un junco no resultaba hipérbole! Era su rostro de una nobleza indiscutible; el perfil muy acentuado en el corte de la distinción y espiritualidad, cara y silueta dignas de lucir en un teatro con trajes históricos, dignas también de un bajo relieve de alabastro ahumado por el tiempo. Por esto Ángel Guerra bromeaba con su querida, diciéndole que parecía una princesa borgoñona o italiana, sacada de su sarcófago y rediviva por conjuros del diablo. Su mal color, como de leche, y miel de caña mezcladas en buena proporción, abonaba aquel juicio. Tenía entonces veinticuatro años, y representaba treinta, señal de que su hermosura y su juventud tendían a consumirse pronto, como candelas con doble pábilo, y antes de que se acabara en ella la mujer, ya se estaba anunciando la momia.

Nadie pareció por la casa en todo el día. La soledad y abandono en que vivía la pareja fueron de grandísimo consuelo para el revolucionario, que empezó a tener confianza en la impunidad. Su mayor recelo era que Arístides y Fausto, hermanos de Dulcenombre, llamasen a la puerta.

—No vendrán —dijo ella— ¿A qué cuento habrían de venir ahora, si no vienen casi nunca?

—No conoces a tus hermanos, hija mía. Vendrán sólo por el gusto de fisgonear, de molestarme y de venderme, si hubiera quien les diese algo por mí.

—Estate tranquilo. Sólo vendrían en el caso de que yo tardara muchos días en ir allá. Para evitar que nos visiten, pasaré esta noche o mañana si te parece.

—Sí, sí. Y llévales algo para que el mal humor, hermano gemelo de la penuria, no les ponga en ese estado particular del espíritu que engendra el dolo y las traiciones.

Quedó convenido esto, y Guerra descansó largo rato hasta la tarde. Ya de noche, después de comer cuando Dulce había encendido la lámpara, disponiéndose a emplear un par de horas en el arreglo de su ropa, el herido se animó considerablemente. No podía estarse quieto; sus ganas de hablar rayaban en frenesí, y como era aquella la hora de la cháchara y de las disputas con los amigos en el café, o en algún círculo más o menos público, la costumbre imponía su fuero, y el hombre habría charlado consigo mismo, si no tuviera a su querida para componerse un auditorio. Hízola pasar de la sala a la alcoba, llevando la luz, la silla baja, la cesta de ropa y una caja en que tenía los chismes de costura, la cual puso sobre la cama por no haber sitio más apropiado. A la cama saltó también la perra; la lámpara fue puesta sobre la mesa de noche, para que dominara con su claridad todo el grupo, que resultaba simpático. Ángel sentía febril apetito de contar las ocurrencias de la noche anterior, en las cuales había sido actor o testigo, y añadir los comentarios propios de sucesos tan graves. Por momentos se figuraba tener delante a su trinca del Círculo Propagandista Revindicador, y que alguien le contradecía, excitándole más. Cuando un hombre ha presenciado sucesos que pasan a la Historia, aunque sea de contrabando, y que acaloran la opinión, natural es que sienta el prurito de contarlos, de rectificar errores, y de poner cada cosa y cada persona en su lugar. En Guerra hablaban aquella noche el orgullo del testigo que sabe lo que los oyentes ignoran, el amor propio del narrador bien informado, y el coraje del revolucionario sin éxito.

Atención.

—Mira tú, querida, yo te aseguro que el general Araña estaba comprometido, aunque con reservas. Un amigo suyo, paisano, fue a nuestras reuniones de la calle de la Estrella y de la calle de la Fe, y nos dijo: «Señores, si el general Araña, al estallar el movimiento, se presentara ¿qué harían ustedes?» A lo que respondió Campón: «Pues nos pondríamos todos a sus órdenes». A pesar de este ofrecimiento, no contábamos con el general Araña, ni con el general Socorro, a no ser que desde el primer momento tuviéramos asegurado un triunfo indiscutible.

Pues verás otra cosa. Los periódicos censuran el movimiento por descabellado, fíjate bien, y dan por cierto que lo realizaron los ochenta hombres a caballo de Simancas y las dos compañías de infantería de Cerinola. Lo que hay es que estos infelices fueron los únicos que tuvieron arranque para cumplir lo pactado. Yo te aseguro, como si lo hubiera visto, que en un patio del cuartel de la Montaña estuvo formado el batallón de Andujar. Los sargentos y los oficiales nuestros lo habían arreglado bien; pero... lo que pasa en estos casos... entra el coronel, y ya tienes perdida toda la fuerza moral de los sargentos. «¿Qué es esto, voto al rayo?» «Nada, mi coronel, que supimos que había jarana, y estábamos preparando a los chicos para salir a sostener el orden». (Estupefacción de Dulce.) Pues verás otra mejor. En los Docks, teníamos conquistada la artillería. ¿Recuerdas que, cuando vivíamos en la calle de San Marcos, fue un domingo por la tarde a casa un muchacho, militar, y al otro día otro? A ti te chocó que habláramos solos más de una hora, y te enojaste porque no te quise decir de qué habíamos hablado. Pues eran sargentos de artillería. Yo les trabajé lo mejor que pude. Otros había que de meses atrás venían catequizados por amigos nuestros. Me consta que desde las diez, los sargentos habían hecho vestir a los chicos, y les tenían acostados en sus camas, bien tapaditos con las mantas, esperando la hora. Pero... la de siempre, hija mía, resultó lo mismo que en la Montaña, los oficiales se impusieron, y allí no se movió nadie.

—Pero dime —le preguntó Dulce—, ¿estabas tú en todas partes para saber lo que en todas partes pasaba?

—Lo que yo cuento a ustedes, señores —dijo Guerra con solemnidad, desvariando—, es el Evangelio... Perdona, hija, creí que hablaba con... aquellos. ¡Cómo me echarán de menos esta noche... y qué de mentiras se contarán en el corrillo!

Dio un gran suspiro, para volver de nuevo a su febril y desordenada relación del suceso.

IV

¿Que dónde estaba yo? ¡Caramba! En donde estar debía... Por la tarde, en la redacción de El Palenque; al anochecer, conferenciando con Montero, el cual me dijo que necesitaba redoblar su audacia para sacar las tropas de San Gil, porque ayer mismo le dejó el Gobierno de reemplazo. La suerte suya... ahora bien podré decir la desgracia... pues la suerte suya fue que, no habiéndose corrido ayer las órdenes para quitarle el mando, podía entrar en el cuartel cuando quisiera. A las siete comimos en el café de Nápoles; Montero no tomó más que media chuleta de cerdo y una botella de vino, sin probar el pan. Yo, que no pierdo el apetito en ninguna ocasión, comí bien, y luego tomamos un coche de alquiler para ir a avistarnos con Campón, que vive en la calle de Silva. Le encontramos dispuesto a salir, risueño y con esperanzas. Vestía de paisano, llevando el fajín de brigadier tapado con el chaleco, y nos dijo que pensaba ir al café de Aragón, donde tenía la tertulia, para que su ausencia no despertara sospechas. En la reunión que tuvimos por la mañana, se había determinado que las tropas de San Gil y las de la Montaña atravesarían por Madrid en dirección a los Docks. Allí se unirían los artilleros, y... ¿Qué? ¿Te parece descabellado este plan? (Dulce no decía nada.) A mí también me lo pareció. Reunirse en Atocha, para subir luego a dar el ataque a las tropas monárquicas, o esperarlas en aquella hondonada, parecíame a mí una gran pifia. Pero no me atreví a contradecir a los militares. Campón nos dijo: «En cuanto yo me entere de que los de San Gil se han echado... y todo Madrid ha de saberlo al instante, porque la noticia correrá como un relámpago... me despido de mis amigos del café, como que voy a curiosear, y me bajo tan tranquilo por mi calle de Atocha. En la estación tomaré el mando, si no se presenta el amigo Araña, como algunos creen, y yo también». Sobre esto bromeamos un instante. «Usted cuídese de que todo vaya bien, y entonces tendremos general Araña y cuantos generales queramos. Pero si se nos tuerce, créame usted, querido Campón, que nos harán fu, llamándonos la hidra demagógica y la ola revolucionaria... Bajábamos los tres, y en la escalera encontramos a Díaz del Cerro. Hablamos brevemente los cuatro, y acordamos no salir juntos. Montero y yo salimos los primeros, y allá se quedaron los otros dos, que, según supe después, trataron de lo que debían hacer los paisanos armados... ya puedes figurártelo... pues situarse en las inmediaciones de los Docks, para impedir a los jefes de artillería llegar al cuartel.

—Me parece —dijo Dulce— que hablas demasiado, y que te excitas, hijo mío, te encandilas más de lo conveniente. Lo que queda me lo contaras otra noche.

—Cómo quieras; pero cuando uno ha tomado parte en hechos tan graves, cuando tiene uno la verdad metida en la mollera, como algo que le congestiona, o revienta o ha de vaciarla. Esto no lo contaría yo a nadie más que a ti, porque sé que no has de venderme.

—Lo demás me lo figuro. Que fuisteis Montero y tú a sacar a los de San Gil...

—¿Ves, ves como adulteras los hechos? (Exaltándose.) Eres como la prensa, que toma las cosas a bulto... y así traen los periódicos cada buñuelo...! Yo no fui a San Gil, porque no tenía para qué. No quiero atribuirme glorias que no me corresponden... ¿A qué sostienes que fui a San Gil...?

—No, hombre —replicó Dulce, dando a entender en el tono y en la sonrisa que el hecho en cuestión carecía de importancia—; si yo no sostengo nada. Ten por cierto que cuando se escriba la historia de esta tracamundana... pues yo creo que algún desocupado ha de escribirla... no te han de nombrar para nada. Que fueras tú a San Gil o no fueras, lo mismo da.

—Convengo en que no han de nombrarme. Mejor. Pero conste que Montero se separó de mí en la Plaza del Callao para ir a San Gil, a eso de las ocho y media. Fui entonces en busca de Gallo, que ya estaba esperándome en la puerta de la redacción, y...

—¿Quién es ese? ¿El rubito, de anteojos, ese que habla tanto y todo lo encuentra fácil?

—Gran corazón, muchacho excelente: Si hubiera muchos Gallos como éste, otro gallo nos cantara... Pues nos fuimos hacia el Prado... hacia el Prado, fíjate bien. Conste que no estuve en San Gil, y que si sé lo ocurrido allí, fue porque me lo contó Montero en cuatro palabras, cuando le llevamos a la calle del Peñón para esconderle, porque se estropeó un pie y no pudo seguir a los compañeros... ¿Ves? Tampoco sabías este detalle. ¡Si te digo que no se puede juzgar un caso como el de anoche sin estar en todos los pormenores!...

Dulce sonreía, fijando más los ojos en su costura que en la expresiva cara del historiador, el cual daba lumbre y vida al relato con la animación fulgurante de su cara.

«Pues al Prado fuimos Gallo y yo, y allí nos encontramos a otros. Cuidando de no formar grupos numerosos, nos dividimos en parejas. Paseo arriba, paseo abajo, acechábamos a una y otra parte. Ojo a la Carrera de San Jerónimo y a la calle de Atocha, pues por una o por otra habían de aparecer los de San Gil. Ojo a los Docks, y más que ojo, oído por si algún rebullicio sonaba allí. Pero no puedes figurarte qué silencio tan dormilón envolvía el condenado cuartel. Yo me desesperaba, y empecé a recelar que los artilleros se llamaban Andana. También nos corrimos del lado de la Ronda de Embajadores, para comunicarnos con otros paisanos, que debían soliviantar los barrios del Sur en cuanto el movimiento estallase... Pues señor, en una de aquellas vueltas, cuando Gallo y yo nos replegábamos hacia acá, sentimos un rum rum hacia la Carrera de San Jerónimo. Era como el viento que precede a la lluvia, un no sé qué, chica, un hálito... «Ya están ahí». ¡Qué emoción! Pocas veces he tenido una alegría semejante... ¡Ay de mí! En efecto, el tumulto bajaba hacia el Prado, y nosotros, con un instinto de organización adquirido por la fuerza de las circunstancias, corrimos a prevenir a los de los Docks. «Los artilleros no se mueven —me dijo Gallo—, hasta que no vean llegar la caballería y la infantería. No hay tal traición; es que esta primera piedra es muy pesada de tirar. Verás cómo ahora salen...» Pues señor, llegamos... ¿No lo dije? La puerta del cuartel cerrada a piedra y barro. Gallo, con un coraje que le envidié y le envidio, aplicó la boca al agujero de la llave y gritó: «¡Gaspar, Gaspar!» Este Gaspar es un sargento machucho, a quien habíamos metido de hoz y de coz en la conspiración, muy amigote de Gallo, hombre bien dispuesto para todo, pero que...

—No sigas —dijo Dulce—. Me figuro el resto. Ni la puerta se abrió, ni ese Gaspar respondió desde dentro.

—¿Qué había de responder?... Sordo como un cañón... Llegó Montero con los de San Gil, y como si nada... Yo fui el primero que perdí las ilusiones de contar con la artillería. Campón, que ya se había presentado, llamó también a la puerta; pero los de dentro le hicieron el mismo caso que a Gallo y a mí. Empieza el desaliento... el barullo... el pánico... «A la estación, a la estación». El uno gruñe, el otro jura, éste bufa, trinan muchos... Aún esperaba alguien que los artilleros salieran a unirse con los caballos de Simancas y la infantería de Cerinola. ¡Qué inocencia! La revolución era ya un verdadero adefesio. Tú dirás que a qué iban los sublevados a la estación. Te lo explicaré, te lo explicaré, para que concuerdes conmigo en que plan más disparatado no podía imaginarse. ¿Quién de los que me escuchan se atreverá a sostener que en el plan había siquiera asomos de sentido común?

Dulce le miró alarmada, porque en aquel punto el narrador llevaba trazas de trastornarse. Movía los pies entre las sábanas, como si quisiera pasearse por ellas. Se embriagaba con el vapor dramático que de los hechos referidos se desprendía, y como si alguien sostuviese delante de él que el plan era un modelo de habilidad estratégica, se enardeció más, sosteniendo y recalcando su acerbo juicio.

Al que me defienda el plan —añadió—, le declaro caballería. Fíjate tú bien para que juzgues, porque, sin entender de estas cosas, tienes bastante buen sentido para apreciarlas. «Contamos, decían ellos, con tales y cuales regimientos de Madrid y tales y cuales de Alcalá. En Madrid damos la batalla al Gobierno, y si la perdemos, trincamos el tren en Atocha para trasladarnos a Alcalá, donde nos reuniremos con los sublevados de allí para volver juntos sobre Madrid». Esto es desconocer la influencia decisiva de la fuerza moral en los casos de sedición. Derrotados aquí, no había que contar con apoyo en ninguna parte. En estos casos, todo lo que no se haga en un momento y por sorpresa, con esa improvisación de la temeridad y del fanatismo, es trabajo perdido. La sublevación militar, o triunfa en media hora apoderándose de los centros de autoridad, o en media hora se deshace. ¡Ay! Creíamos tener una bandera entre las manos, y nos encontramos con que sólo teníamos un estropajo.

Dulce convino en ello sin ningún esfuerzo, insistiendo en que, pues la intentona había fracasado, a nada conducía devanarse los sesos por si las cosas pasaron de este o del otro modo. ¡Ay! La pobre Dulce, mujer sencilla y casera, no comprendía el interés de la Historia, la filosofía de los hechos graves que afectan a la colectividad, interés a que no puede sustraerse el hombre de estudio, máxime si ha intervenido en tales hechos. Dulce creía que era más importante para la humanidad repasar con esmero una pieza de ropa, o freír bien una tortilla, que averiguar las causas determinantes de los éxitos y fracasos en la labor instintiva y fatal de la colectividad por mejorar modificándose. Y bien mirado el asunto, las ideas de Guerra sobre la supremacía de la Historia no excluían las de Dulce sobre la importancia de las menudencias domésticas, pues todo es necesario; de unas y otras cosas se forma la armonía total, y aún no sabemos si lo que parece pequeño tiene por finalidad lo que parece grande, o al revés. La humanidad no sabe aún qué es lo que precede ni qué es lo que sigue, cuáles fuerzas engendran y cuáles conciben. Rompecabezas inmenso: ¿el pan se amasa para las revoluciones o por ellas?

V

«Pues como te decía —continuó Guerra—, el pobre Campón, viendo que los de los Docks no daban lumbre determinó marchar a Alcalá a por almendras, como decía un soldado de Cerinola que con instinto seguro veía claro el fracaso y la desbandada. Los paisanos ¿qué hacíamos? ¿No te lo dije ya? Impedir que los oficiales de artillería acudieran al cuartel. —Temíamos que los cañones que no quisieron salir para ayudarnos, salieran para ametrallar a los sublevados antes de coger el tren. Yo no bajé a la estación. ¿A santo de qué? Gallo y Mediavilla lleváronme hacia donde estuvo la fuente de la Alcachofa, a punto que veíamos las tropas descender en tropel hacia el ferrocarril. Cuando llegamos, un grupo detenía a un jefe de alta graduación. Me parece que le estoy viendo: no muy alto, moreno, bigote negro, perilla entrecana, uniforme de artillería. Paréceme que veo aún las granadas de oro bordadas en el cuello. Atrás... ¡Que sí, que no! Diga usted viva la República... que no... Canallas... pim, pam... fuera... Hombre al suelo... boca abajo.

—¿Tú...? —preguntó Dulce sin atreverse a formular redondamente la interrogación.

—¿Yo? No sé decir que sí ni que no. Admitamos que sí... Recuerdo haber hecho fuego con un revólver que pusieron en mi mano... El delirio en que estábamos no nos permitía ver la atrocidad del hecho. Éramos los menos ocho contra aquel hombre que no llevaba más arma que su espada. Pero las luchas civiles, las guerras políticas ofrecen estos desastres, que no pueden apreciarse aisladamente. El pueblo se engrandece o se degrada a los ojos de la Historia según las circunstancias. Antes de empezar, nunca sabe si va a ser pueblo o populacho. De un solo material, la colectividad, movida de una pasión o de una idea, salen heroicidades cuando menos se piensa, o las más viles acciones. Las consecuencias y los tiempos bautizan los hechos haciéndolos infames o sublimes. Rara vez se invoca el cristianismo ni el sentimiento humano. Si los tiempos dicen interés nacional, la fecha es bendita y se llama Dos de Mayo. ¿Qué importa reventar a un francés en medio de la calle? ¿Qué importa que agonice pataleando, lejos de su patria y de los suyos?... Si los tiempos dicen política, guerra civil, la fecha será maldita y se llama 19 de Septiembre. Considera que, en el fondo, todo es lo mismo. No quiero decir que yo disculpe... Acaso puedo decir que fuera yo. Mi conciencia oscila... Realmente, no fui yo solo, y aunque lo hubiera sido... Aun ahora, no me doy cuenta de cómo fue. Yo estaba ciego de coraje... El toro huido, derrotado por su semejante, arremete con furia contra lo primero que encuentra... Un vértigo de sangre, de odio, de venganza, me sobrecogía.. Lo peor fue que entre aquel chaparrón de disparos contra un solo hombre, una bala del revólver de Mediavilla me atravesó al antebrazo... Creo que ni siquiera entendí que estaba herido hasta mucho tiempo después, al sentir escozor y la humedad de la sangre que me corría por la muñeca. No me hacía cargo del tiempo que transcurría, ni de la hora... Noche obscura, cortísima... Recuerdo de una manera confusa que Mediavilla me dijo que debíamos huir y ocultarnos, que somos todos unos grandes majaderos, y que el mayor disparate que podía haber hecho Campón era empaquetarse en un tren... Hacia la Ronda de Embajadores, nos encontramos a Montero, que se había estropeado un pie, y se retiraba con Zapatero y otros, para esconderse en una casa de la calle del Peñón. Faltaba, pues, el hombre arrojado, el loco de la sublevación, y ya tú has reconocido que estos actos de temeridad no se realizan sino por la iniciativa de un demente.¡Lo mismo que la broma de sacar las tropas de San Gil!... Te lo contaré tal como lo oí, de boca del mismo Montero, cuando le llevábamos cojeando... cojeando él, digo... ¡Hombre de más temple!... Tan exaltado estaba, que no podíamos conseguir que hablase bajito. Pues fue un acto de esos que se llaman insensatos cuando salen mal, y heroicos cuando salen bien. Figúrate que, hallándose la tropa en las cuadras, y no pudiendo salir por la puerta...

—Salió por la ventana.

—Por la ventana, no; por un boquete que abrieron precipitadamente, horadando el muro que da al patio. De este modo evitó Montero que el coronel y los oficiales contuviesen a los soldados. Figúrate: la oficialidad les encerraba... el coronel, avisado del peligro, llegaría por momentos. Ganando minutos, fue abierto el boquete, y se precipitaron en el patio, y de aquí a la calle, antes de que los jefes pudieran evitarlo. Esto se llama empuje. Con muchos como este Monterito, pronto dábamos cuenta de toda la farsa legal. Pero no son todos así. ¿Ves al Mediavilla que tanto charla, y se quiere comer las instituciones crudas? Pues no vale para nada. Mucha fe, mucho optimismo, cándida confianza en los demás, y la falsa idea de que todos van de buena fe como él. Habla, proyecta, divaga, delira... y después nada. Cuando pierde las ilusiones, cae como en un pozo, y echa la culpa a la casualidad. De estos hay muchos, casi todos... ¡Ah, qué prueba esta, y cómo nos abre los ojos! ¡Cuánta ineptitud, cuánta miseria y qué desproporción entre las ideas y los hombres!

Creyendo que debía poner término a la charla febril de su hombre, levantose Dulce y entre abrazos y caricias le pidió por todos los santos del cielo que procurara tranquilizarse. Pero como no había llegado el agotamiento de la fuerza espasmódica, Ángel se rebelaba contra su cariñosa amiga, y en vez de aquietarse, la emprendió con los apocados y traidores que no habían querido pronunciarse, y les amenazó y vituperó tan a lo vivo cual si se hallaran presentes. Poco después, incorporándose, abiertos los ojos, hablaba y gesticulaba cual si estuviera soñando. «Señor coronel —decía—, aquí no hay más honor que el de la República. Envaine usted esa espada, o le levantamos la tapa de los sesos». Y después: «Mírale, mírale en el suelo, los ojos en blanco, la boca fruncida... Aprieta los dientes, como si tuviera entre ellos a uno de nosotros. La maldición que echó al caer se le ha quedado entre los labios negros, media palabra dentro, medía palabra fuera... ¡Llamarnos canallas! Servimos a la patria, y si matamos, también nos exponemos a que nos maten. Millares de hombres como nosotros han perecido por capricho de tu amo... Nosotros no reconocemos más amo que la idea... ¿Qué querías tú? ¿Sacar los cañoncitos del cuartel para ametrallarnos? Fastídiate, muérete... no vayas diciendo a la muy puta de la Historia que te hemos asesinado. Grita lo que gritamos nosotros, y te haremos ministro de la Guerra...»

Sosegábase un poco, cerrando los ojos como si se aletargara, y de improviso despertaba inquieto, azoradísimo; se inclinaba sobre un costado, alargando el cuello como para buscar en el suelo algo que se le hubiera caído, y con voz descompuesta decía: «Dulce, por Dios, hazme el favor de quitar de ahí ese cadáver».

—¿Qué cadáver? Pero tú estás soñando... Despierta.

—¿No lo ves tú...? El de las granadas en el cuello. La cabeza no la veo, porque cae debajo de la cama; veo el cuello con las granadas, el cuerpo de paño azul, y luego las piernas, las piernas larguísimas con franjas rojas, y los pies con espuelas, que caen junto a la puerta de cristales. Arrástralo. Me incomoda, me pone triste. No es que yo le tenga miedo. Yo no lo maté, ¡caramba! Fuimos varios, muchos; y no es justo que siendo de todos la culpa, el cadáver se meta en mi casa. Yo, si pudiera, te lo digo con sinceridad, si pudiera devolverle la vida, se la devolvería. No gusto de matar a nadie, ni al abejón que tanto me mortificaba... (Volviendo a mirar al suelo y asombrandose de no encontrar lo que creía.) Pero ya no está. Le has arrastrado fuera, tirando de los pies... ¡Ay! hija, no hemos adelantado nada con sacarle de aquí. Ya le siento en la sala; ha remontado el vuelo, y zumba chocando en las paredes y dándose testarazos contra el techo. Mira, mira lo que tienes que hacer: coges una toalla o una chambra o un pañuelo grande, y lo agarras por un extremo... También puedes emplear una zapatilla. No hay arma más terrible. Con ella aplastaremos otro día a todos los coroneles monárquicos que se nos pongan por delante... Pues te preparas bien, el arma levantada, hasta que veas que el cadáver se posa; te vas acercando poquito a poco sin respirar, y cuando estés a tiro ¡fuego! le descargas el golpe, y verás cómo no le valen ni las granadas que lleva en el pescuezo ni las espuelas que lleva en los pies.

Por fin tuvo Dulce que hacer la comedia de perseguir al abejón, dando zapatazos en las paredes, hasta que en una de éstas figuró haber alcanzado la victoria, y que el enemigo pataleaba en el suelo, con espuelas y todo. No se dio por convencido Guerra, y poco después murmuraba: «Verás, verás tú cómo resucita... Sus labios fruncidos, sus ojos echando chispas, la perilla negra con puntas blancas, la mano nerviosa empuñando la espada andan por dentro de mis ojos, y cuanto más los cierro, más veo... Supongo que a estas horas Campón habrá pegado fuego a media España. ¿Qué piensas tú? Tonta, no te interesas por estas cosas tan graves. Ni siquiera se te ha ocurrido traerme los periódicos de la noche.

—Los periódicos de la noche dicen que no ha pasado nada.

—Nada, nada. Un poco de ese bálsamo consolador, la nada, me vendría bien ahora, el santo sueño que nos da los consuelos de una muerte temporal. ¿Crees tú que no descanso yo porque no quiero? Mientras las ideas están despiertas y sublevadas dentro del cerebro, no hay que pensar en dormir. Si ellas se durmieran o se echaran a la calle, descansaría yo. Pero verás tú cómo no se van las muy perras. Sería cosa de echarlas... ¿sabes cómo? Metiendo en el cerebro un sinfín de números. Las ideas son enemigas de los números, y en cuanto los ven salen pitando.

—Eso es —dijo Dulce con esperanza—. Ponte a contar hasta una cifra muy alta, y verás cómo te duermes. Yo lo he probado. También es bueno rezar.

—Yo no rezo. Se me han olvidado las oraciones todas. Mejor será meter guarismos... Vengan cantidades. Busquemos el número de reales que tienen once onzas y media... Andando. En cuanto empiece a multiplicar, será como si me rociara los sesos con ácido fénico: Las cucarachas, o sean las ideas, saldrán de estampía y me dejarán en paz.

VI

Hasta hora muy avanzada de la noche duró esta fatigosa lucha; pero la fiebre remitió al fin, y Guerra pudo descansar. No así Dulce, a quien el trastorno moral, más que el estado físico de su amante, ponía en grandísima inquietud, robándole en absoluto el sueño. Ya le veía perseguido por la policía y embarcado para Filipinas en rueda de presos; ya se imaginaba que era condenado a muerte y fusilado junto a las tapias del Retiro, como los sargentos del 66, hecatombe que había oído referir al propio Ángel. Toda la mañana se la pasó en estas cavilaciones, junto al lecho del herido, observándolo y poniendo especial atención en su manera de respirar; y no parecía sino que las ideas expulsadas del cerebro del revolucionario desengañado se habían pasado al de ella, porque despierta, y bien despierta, no veía más que fusilamientos, sangre, y escenas de destrucción y venganza, el castigo y las represalias del pronunciamiento vencido. Tales imágenes, encendiendo en su mente recelos mil, y desconfianza y temor, tuviéronla desvelada hasta el romper del día, hora en que silenciosamente, para no molestar a Guerra, que dormía, se recostó vestida en el lecho, y se durmió también.

Avanzado el día, despertaron ambos, y se saludaron pon gozo y cariño, como si no se hubieran visto en mucho tiempo. En la voz, en la animación de su cara revelaba el enfermo que iba mejorando y que el sueño había reparado en gran parte su debilidad. Casi limpio de fiebre, quería levantarse, lo primero que hizo fue tomar un buen desayuno, y curarse el brazo. Mandó a Dulce a la botica por una disolución fenicada, y lavando con ella la herida para evitar la supuración, se volvió a poner el aglutinante. Dulce le hizo cabestrillo con un pañuelo de seda; y después de mucho discutir, convinieron en que no debía levantarse, porque la enorme pérdida de sangre le tenía extenuadísimo, como lo demostraba la blancura mate de su rostro, haciendo resaltar la barba y cabello, que parecían más negros por el vivo contraste.

Era Guerra uno de esos tipos de hombre feo que revelan, por no sé qué misteriosa estampilla etnográfica, haber nacido de padres hermosos. Bien se veía en sus facciones la mezcla de dos hermosuras de distinto carácter. Nariz, ojos y boca carecían en conjunto: de belleza, a causa sin duda de que la nariz pertenecía a una cara, y los ojos a otra. La unión no resultaba, y algunas partes se habían quedado muy hundidas, otras demasiado salientes. A primera vista, no ganaba las voluntades, pues era el rostro ceñudo, áspero y de ángulos muy enérgicos. Pero el trato disipaba la prevención, y mi hombre se hacía simpático en cuanto su palabra calurosa y su leal mirada encendían y espiritualizaban aquel tosco barro. El cabello no era menos áspero y rebelde que la barba, las manos fuertes, velludas y de admirable forma, la figura bien plantada y varonil, aunque algo rechoncha, el andar resuelto, la voz metálica y sonora, con toda la variedad de timbres para expresar desde la ira ronca a la más suave modulación de ternura.

Aquel día, la fuerte impresión de desengaño que había en su alma, le llevó, por ley de compensación espiritual, a fomentar y estimular el sentimiento, método inconsciente de consolarse en los fracasos del amor propio. Como sucede siempre, el alma, combatiente rechazado en una empresa de la vida pública, buscaba el desquite de su derrota en la ternura y alegría de la privada, por lo cual Ángel Guerra se recreó todo aquel día en Dulce, en ponderar su mérito y en congratularse de poseerla. No cesaba de echarle requiebros ni de manifestarle su amor de la manera más hiperbólica.

—Ya sé yo por qué te da tan fuerte —le dijo ella. Me quieres tanto más cuanto más desgraciado eres en lo que emprendes lejos de mí. Debo alegrarme de que las revoluciones salgan mal, y del que eso que llaman la cosa pública te ponga la cara fea, para que te guste más la mía. Yo, como no tengo nada que ver con la cosa pública ni me importa, te quiero y te querré siempre lo mismo.

—Bendita sea tu boca —replicó Guerra con calor—. A veces pienso que debo tenerme por muy feliz con poseerte. El día que te pesqué fue sin duda el más afortunado de mi vida.

—No exageres, no exageres —decía ella, tomándolo a broma—. Tengo miedo a tu impresionabilidad.

—No hay exageración. Eres tan modesta, que aún no te has enterado de lo mucho que vales. ¿Quieres que te lo diga? A ti se te pueden echar flores sin tasa, porque no tienes vanidad... hasta eso. Crees que eres como todas, y no hay ninguna como tú, al menos yo no he conocido a ninguna.

—No te fíes, no te fíes. (Tomándolo a broma).

—Me fío, y me fiaré. Quiero cegarme contigo. Si me salieras mala, creería que todo el orden del Universo se había alterado.

—¡Ave María Purísima! No hay que correrse tanto en la confianza, no valgo yo lo que tú crees. Lo que hay es que me ha dado por quererte... debilidad... el sino con que nacemos. Y tan segura estoy de no poder querer a ningún otro hombre, que le pido a Dios que me muera yo primero que tú. Así estoy más descansada, porque si tú te murieras, quedándome yo, viva... me faltaría razón para vivir.

Guerra tuvo que callarse, conmovido y meditabundo: Un año hacía que vivía con aquella mujer, tiempo quizá bastante para apreciar la firmeza de su cariño y su adhesión incondicional, probada de mil modos decisivos, de esos que no dejan lugar a ninguna duda. En aquel año, los dos amantes habían sufrido adversidades, por motivos que más adelante se dirán, y en los días adversos, Dulce fue siempre la misma que en los prósperos. Igualdad de ánimo más perfecta no se vio nunca, ni conformidad más santa con las cosas de la vida, vinieran como viniesen. Para ella no había más familia ni más mundo que él, fenómeno inaudito, no hallándose unida la pareja por el lazo matrimonial. Algún malicioso que observara la paz envidiable de aquella casa y la fidelidad sin par de Dulce, podría creer que el comportamiento de ésta obedecía al cálculo más que al amor, como un plan habilidoso para conseguir que Guerra se decidiera a casarse. Pero quien tal creyese no acertaría, porque si bien es cierto que al principio de aquel vivir ilegal, Dulce tuvo aspiraciones matrimoñescas, estas ideas se borraron pronto de su mente, y rarísima vez se acordaba de que hay bodas en el mundo. Las ideas revolucionarias de Guerra sobre este particular se habían ido infiltrando en ella, y el trajín de la vida, siempre llena de ocupaciones, no le dejaba tiempo para pensar en lo que aquella situación tenía de anómalo. Que Ángel estuviese contento, que fueran de su gusto las comidas que ella le hacía, que no se recogiera tarde, que tuviese salud, y guardase a su mujer postiza los miramientos y la fidelidad que ella se merecía, era lo que privaba en su mente. La verdad es que si Guerra vivía contento de su compañera, ésta no se hallaba menos satisfecha de él.

Los días que siguieron al del fracaso de la revolución, hallándose Guerra imposibilitado de salir, a causa de su herida y del miedo a los polizontes, hubo instantes placenteros, horas de común alegría. Pasaba él algunos ratos leyendo, y la reclusión llegó a serle grata. El desengaño de las cosas políticas labraba surco profundo en su alma, que se sentía corregida de ilusiones falaces. Solía coger a Dulce por la cintura, sentarla a su lado, hacerle mil caricias, diciéndole: «Mientras te tenga a ti, ¿qué me importa que al país se lo lleven los demonios? Bien mirado, es tontería apurarse por esa entidad obscura y vaga que llamamos el país y que no se cuida de los que se sacrifican por él».

El temor a las indagaciones policíacas fue disipándose cuando pasaron algunos días, y Guerra hablaba con desprecio de la autoridad gubernativa, pero haciendo propósito de no mostrarse de día en la calle durante algún tiempo. Comunicación con sus amigos y compinches de jarana no la tuvo entonces, y su fanatismo se había enfriado tanto, que apenas se inquietaba por la suerte de sus cómplices. A veces decía: «¿Qué habrá sido de Mediavilla? ¿En dónde se habrá metido el bueno de Gallo? Sin duda estará ya en Portugal o en Francia». Con mayor interés siguió las peripecias de la captura, encierro y procesamiento del desdichado Campón; y al pensar en el trágico fin que a tener iba su aventura, clamaba contra la ordenanza histórica, estableciendo amargas comparaciones entre el diverso término de las rebeldías militares, pues las hay en nuestra historia, para todos los gustos, algunas castigadas, premiadas las otras, y con el premio gordo por añadidura. Pensamientos de un orden muy distinto le intranquilizaban a ratos, turbando la placidez soñolienta de su encierro. Siempre que nombraba a su madre, tanto él como Dulce sentían que su espíritu se nublaba, porque la tal señora era severísima con su hijo, y muy contraria a la manera de proceder de éste, así en el terreno público como en el privado. Dulce, por su parte, no ignoraba la antipatía ardiente que inspiraba a su suegra, la cual, sin conocerla, hacíala responsable de todos los extravíos de Ángel.

—Deseo ver a mi madre —dijo éste sombríamente, y me aterra la idea de presentarme a ella. Tardaré todo lo que pueda en ir allá, para que el tiempo desgaste su enojo. Iré preparando lo que he de decirle, y las razones con que debo disculparme.

—Tu mamá —indicó Dulce, que sabía por referencias el genio que gastaba la buena señora—, cuando te presentes a ella, te tirará a la cabeza lo primero que tenga a mano, y te maldecirá, como acostumbra, desahogando su ira conmigo, a quien tiene por la más mala mujer del mundo, causa de tu perdición y de la perdición de todo el linaje humano... Pero como quiera que sea, allá tienes que ir, y vete aprendiendo la lección.

VII

Al duodécimo día, Guerra, sin fuerzas aún para arrostrar la presencia de su terrible mamá, deseaba tener noticias de ella, porque la última vez que la vio padecía la buena señora un fuerte ataque de su asma crónica. Al propio tiempo anhelaba ver a su hija, que con la abuela vivía, o al menos, ya que verla era difícil, saber de ella y hablar con alguien que la hubiese visto. Dulce se encargó una tarde de esta comisión, que no era la primera vez que desempeñaba, y se puso a rondar el caserón de los Guerras, en la calle de las Veneras. No estaba tranquila la joven, pues aunque no había tratado nunca a doña Sales, temía que ésta la conociese por adivinación y le soltara alguna inconveniencia. Pero no la vio entrar ni salir en toda la tarde. Aguardó un poquito, esperando ver a la niña, y en esto fue más afortunada, pues al anochecer pasó con su haya. A Dulce se le iban los ojos detrás de la chiquilla, y la hubiera detenido para comérsela a besos, porque era preciosísima y muy salada; pero no se atrevió. No queriendo volver al lado de Ángel sin llevarle alguna noticia concreta de su madre, siguió rondando, con esperanza de ver entrar o salir a Lucas, criado de la señora de Guerra, y la única persona de la casa a quien trataba, por haberle utilizado Ángel secretamente en varias ocasiones para comunicarse con su querida. Lucas recaló al fin, presuroso, llevando una botella que parecía ser de botica. Dulce le detuvo para preguntarle por la señora, añadiendo, por vía de precaución, que el señorito Ángel andaba por el extranjero desde la tremolina del día 19; y de boca del criado supo que doña Sales estaba en cama, aunque no de gravedad. Volvió corriendo la joven a su casa, y contó a Guerra el resultado de sus averiguaciones: la señora enferma, la niña buena y sana.

—¿Reparaste bien si tenía buen color?

—Como el de una manzana. Iba tan risueña y saltona, que bien a las claras se veía su perfecta salud. ¡Se me pasaron unas ganas de detenerla y darle un par de besos...! ¡Qué mona es!

—¡Ay, no lo sabes tú bien! —dijo Guerra con efusión, abrazando a su querida—. Dime: si alguna vez la traigo a vivir con nosotros, la querrás como la quiero yo?

—Lo mismo que si fuera hija mía, puedes creerlo. La adoro sin haberla tenido nunca en mis brazos, ni haber oído de cerca su vocecita, que parece el gorjeo de un ángel.

—¡Qué me gusta oírte hablar así! Mi Ción te querrá seguramente como si fueras su madre. No puedes formar idea de lo encantadora que es esa chiquilla ni del talento que tiene. Dime ¿iba con ella su maestra?

—Sí, y se reía de algo que la pequeña le contaba.

—¡Pobre Leré!, su verdadero nombre es Lorenza; pero como mi hija la llama Leré, así se ha quedado, y en la casa nadie la nombra de otro modo. Es una infeliz, y sabe muy bien su obligación. Ay, Dulce, siento un afán loco por abrazar a la niña, por oír su charla deliciosa y verla enredar al lado mío. No tienes idea de su precocidad, ni del donaire de sus travesuras. Mi vida está incompleta, y para redondearla necesito que mi Ción venga aquí, con nosotros. A entrambos nos hace falta, ¿verdad?

Dulce suspiraba, y no decía nada. Guerra, por natural engranaje de las, ideas, pensó luego en su madre, y sombríamente dijo:

—Ay, mamá sí que no se reconciliará jamás contigo. No la conoces; no puedes comprender, sin haberla tratado, su intransigencia, su temple varonil, y la rigidez con que se encastilla en sus ideas. Me quiere y la quiero. Pero no logramos ponernos de acuerdo en muchas cosas de la vida. Lo intenté mil veces... Imposible, imposible. ¿Y qué te dijo Lucas? ¿que está en cama?

—Sí; pero sin gravedad.

—Eso sí que no puede ser. ¿Mi madre en cama, y sin gravedad? ¡Qué absurdo! Eso lo creerá quien no conozca su tesón, su resistencia, su desprecio del mal físico. Mi madre se morirá en pie mandando y haciéndose obedecer de cuantos viven a su lado. Si guarda cama, sin duda su enfermedad es gravísima...

Con las noticias que le trajo Dulce aquella tarde, cesó la tranquilidad que Guerra disfrutaba en su forzada reclusión. El deseo de ir a su casa se confundía en angustioso enredijo con el temor de ir, no sólo por el peligro de abandonar la madriguera, sino porque la idea de presentarse ante su madre llenaba su espíritu de turbación. En los últimos años, su única defensa contra el despotismo materno había sido la fuga, la ausencia temporal del hogar; pero sus correrías de hijo pródigo tenían siempre un término preciso dentro de corto plazo, por ley de la necesidad quiero decir, que en cuanto se le acababa el cumquibus, no tenía el hombre más recurso que acudir a la casa materna y afrontar los rigores del tirano que en ella moraba. La penuria, como al lobo el hambre, le expulsaba de su cueva, lanzándole en busca de carne. En la ocasión que aquí se describe, en aquel caso grave de emancipación y de aventuras revolucionarias, cuando la penuria empezó a manifestarse, se defendió Guerra algunos días, ya con el admirable arreglo y la casi milagrosa economía de Dulce, ya empeñando lo menos indispensable. Pero al fin las energías se agotaban, y pronto había de sonar la hora de la rendición. La lectura que en otro tiempo era su encanto, ya le causaba hastío. Sus autores favoritos, yacían olvidados sobre la cómoda. Leía tan sólo periódicos, para seguir en ellos todos los trámites del proceso de Campón, y si cuando le creyó condenado irremisiblemente a morir, se encendió en ira y deseos de venganza, al saber lo del indulto su alegría fue grande, y su fanatismo, por la acción antipirética de la alegría en la física revolucionaria, se enfrió hasta llegar a cero.

Algunas noches iba Dulce a casa de sus padres, más que por gusto de verse entre su familia, por tomar el pulso a la opinión de aquella gente, y ver de qué pie cojeaba, pues sólo por aquel lado había desconfianza y el recelo de una delación. La familia de Dulce, padre, madre, hermanos, tío y primos, es digna de pasar a la Historia; pero el narrador necesita curarse en salud, diciendo que los Babeles (que así se llama aquella chusma), son del todo punto inverosímiles, lo cual no quita que sean verdaderos. Queda, pues, el lector en libertad de creer o no lo que se le cuenta, y aunque esto se tache de impostura, allá va el retrato con toda la mentira de su verdad, sin quitar ni poner nada a lo increíble ni a lo inconcuso.

Capítulo II. Los Babeles

I

Residencia: Molino de Viento, 32 duplicado, cuarto que llamaban segundo con efectividad de quinto, escalera sucia y menos obscura de noche que de día, casa nueva, de estas que a los diez años de construidas parecen pedir que las derriben. El interior resultaba digno molde de la inverosímil familia, porque al entrar lo primero que daba el quién vive era la cocina. La sala hacía de comedor, y el comedor de alcoba, y una de las alcobas habría parecido despensa si tuviera víveres.

Jefe supremo de la casa de Babel: D. SIMÓN GARCÍA BABEL, nacido en Madrid, del 20 al 23, y criado en humildes pañales, bien conservadito en sus sesenta y pico de años, de rostro más simpático que venerable, bigote militar prolongado, como el del general León, de insinuante palabra, y muy dispuesto a familiarizarse con toda persona con quien trabase conocimiento; tan expansivo y pegajoso en sociedad, que a veces había que huir de él como de la peste; excomisionado de apremios, ex investigador del subsidio industrial y del timbre, ex delegado de policía; hombre de ideas extremadas en todos sentidos, hacia atrás y hacia adelante según los casos, y el mayor fantasmón que han visto los siglos.

Esposa: DOÑA CATALINA DE ALENCASTRE, descendiente en línea recta, pero muy recta, de un hermano de la reina doña Catalina, mujer de D. Enrique III de Castilla, de dulce memoria... Aquí surge el temor de que esto no ha de creerlo nadie; más presentado el caso en otra forma se entenderá mejor. El verdadero apellido de doña Catalina era Alonso Castro, y había nacido la tal señora de padres hidalgos en Vargas, pueblo de la provincia de Toledo. En su casa hubo mucho trigo, pero mucho, y dieciséis pares de mulas empleadas en la labranza. Además poseía su padre dos molinos, y una cantidad de cabezas de ganado que variaba según el estado psíquico de doña Catalina en el momento de contarlo. Cómo pasó de tantas grandezas a la mezquindad de su entroncamiento con García Babel es cosa que se ignora. Lo cierto es que cuando pasó de los cuarenta y cinco, y sus hijos fueron hombres y sus hijas mujeres, doña Catalina mostró una lamentable propensión a chiflarse, lo que ocurría en ocasiones de disgusto grave o de altercado, es decir, casi todos los días del año. Entrábale a la buena señora una vibración epiléptica, un impulso de risas con lágrimas, y un braceo y un bailoteo tales que parecía la estampa del movimiento continuo. Siempre que D. Simón le llevaba la contraria, estallaba el trueno gordo entre marido y mujer, y después de tirarse recíprocamente a la cabeza lo que más a mano habían, fuese copa o tijeras, zapatilla o tubo de quinqué, Babel salía bufando por un lado, y doña Catalina saltaba con su manía nobiliaria, echando con gritos desaforados el siguiente pregón: «Yo soy descendiente de Reyes; yo me llamo doña Catalina de Alencastre, y mi tía está enterrada en la capilla de Reyes Nuevos, al lado del tío Enrique y otros tales, coronados. ¡Qué mengua para mi linaje haberme casado contigo, que eres un pelele, un sopla—ollas, un mendigo... Zape de aquí, mequetrefe, que me apestas la casa...» Dicho esto, doña Catalina solía ponerse una toquilla encarnada por la cabeza, del modo más carnavalesco, y salía de refilón por los pasillos, chillando y braceando, hasta que sus hijas la volvían a la razón haciéndole tomar tila y dándole friegas por el lomo.

Añádase que doña Catalina había sido una real moza, y conservaba en su edad madura rasgos de belleza y aún de cierta distinción nativa. En Toledo tenía parientes, y desmantelados restos de hacienda, ruinas de castillos, alcázares, o cosa por el estilo, y todo su afán era que destinaran a D. Simón a la ciudad imperial para trasladarse a ella con toda la familia, y ver de reconstruir el patrimonio de los Alencastres. Acompañada de alguno de sus hijos, solía pasar allí breve temporada al amparo de parientes que no nadaban en la abundancia, pero que a los ojos exaltados de doña Catalina eran poco menos que príncipes y princesas de una dinastía cesante. Reíase don Simón de los disparates de su consorte sin caer en la cuenta de que los suyos no eran de inferior calibre, pues cuando estaba de vena solía decir: «Si no es por mí, no llama la Reina a O'Donnell el 56... porque, verán ustedes... Estábamos Escosura y yo en Gobernación, cuando...» y en seguida lo contaba, si había cristiano con bastante paciencia para oírlo.

Hijos: I. ARÍSTIDES, primogénito, de treinta y seis años en la época a que refiriéndome voy, bien parecido, de tipo noble, que era, aunque parezca mentira, el tipo de toda la familia. De muchacho, su perfil fue comparado por alguien al de un heraldo de los que se ven en los escudos de la casa de Austria, o en los monumentos de la época Isabelina, entre yugos y flechas. Envejecido antes de tiempo, peinaba canas en la barba y pelo, y habría llevado el hábito de Calatrava o de Santiago mejor que muchos que lo ostentan como si se cubrieran con una sábana. Que la vida de este hombre fue siempre algo misteriosa, vida de aventurero y de frustradas ambiciones, revelábase en su rostro, marcado con un sello de melancolía y cansancio, como de quien ha consumido sus fuerzas en estériles batallas. Contrastes horribles dejaba ver a cada instante en su ser moral o intelectual, pues si a veces desplegaba en la conversación entendimiento soberano y un ingenio agudísimo, de repente caía en las mayores simplezas y estulticias que es dado imaginar. Su juventud sería sin duda materia curiosa para quien pudiera estudiarla con datos seguros, porque otra más accidentada, más movida y dramática no creo que exista. Sin oficio, profesión ni carrera, obedeciendo en esto a la ley de todos los Babeles de tres generaciones, que siempre hicieron ascos al estudio, había huido muy joven de la casa paterna, afiliándose a una compañía de cómicos; volvió inopinadamente titulándose Contratista de forrajes para la caballería portuguesa. Obtuvo un empleo, fue a Cuba, se casó y enviudó a los cinco meses; huyó por causa de un desfalco, y ha poco fundaba un periódico en Costa Rica. Sus alternativas de riqueza y miseria fueron extremadas: una vez se presentó en Madrid poseyendo valiosísimas alhajas; otra tuvo que salir perseguido por la justicia, a causa de haber cedido en Bolsa una letra, que resultó ser más falsa que Judas. Como detalle revelador de la vanidad heredada de su madre, conviene indicar que en Costa Rica usó tarjetas que decían textualmente:

ARÍSTIDES GARCÍA BABELLI

Barón de Lancaster.


Existe la muestra, y al que no crea esto, se le restregará en los hocicos la cartulina. Hay más, en el periódico que tuvo por allá solía firmar: D. García de Lancaster.

II. FAUSTO, de tipo un poco menos noble que su hermano mayor, pero más fino, es decir, más afilado, tirando algo al hocico del zorro, muy inteligente, aunque sin puntos de vista generales, como Arístides, sino concretando, ciñéndose a los hechos, observador sagaz, burlón en ocasiones, de mirada penetrante y oído muy sutil. Su juventud entrañaba también algún misterio. Había servido en Correos; pero le echaron por actos de infidencia. Los pormenores de esto eran muy conocidos; no así la causa de su cojera, semejante a la de Lord Byron, pues ni su familia ni sus amigos supieron nunca de dónde le vino aquella deformación del pie, ni él supo dar explicación razonable de ella, cuando le preguntaban. Durante breves temporadas vivió en Toledo oscuramente, o en Madrid, separado de sus padres, metido en trabajos de caligrafía superior, que era su principal habilidad. Hacía ejecutorias de nobleza, diplomas y Mesas Revueltas, y remedaba con primor toda clase de caracteres, antiguos y modernos, de donde le vino su desgracia, porque un día le acusaron de haber desplegado sus talentos en la imitación de todos los perfiles y rúbricas de un billete de Banco, y el infeliz lo pasó muy mal, pues aunque nunca se le pudo probar el delito, ello es que por sí o por no estuvo a la sombra como unos tres años, y el sobreseimiento le dejó en situación harto dudosa. Desengañado de la industria caligráfica y con inclinaciones a otros ramos del saber, por ejemplo, la Química, empezó a estudiarla experimentalmente, pasando largas horas en descubrir reactivos que sirvieran para borrar lo escrito, dejando el papel como nuevo y virgen. De este modo daba realidad a su aborrecimiento de la escritura, causa de su deshonor y de los malos ratos que pasó en la cárcel. Últimamente se daba también a lo que podríamos llamar la cábala lotérica, o sea el cálculo de las probabilidades de premio, armando unos rompecabezas capaces de trastornar al Verbo.

Hijas: I. CESÁREA, muy guapa, inteligente, hacendosa. A los veinte años se cansó del desorden de su casa, de las estulticias hueras de su papá, de oír en boca de su madre la lista de los soberanos de que descendía y obedeciendo, aunque parezca fábula, a un secreto estímulo de formalidad y honradez, se fugó con un cochero, digo, con un joven, cuyos padres tenían el servicio de coches de Buitrago, y se casó con él, constituyendo una familia decente. Esposa fiel y madre de no sé cuantos chiquillos, se trataba con sus padres lo menos posible. Figura poco en este relato.

II. DULCENOMBRE, más joven que Cesárea, y menos que Fausto, la más morena y la más flaca de los cuatro, pero acentuando muy bien en sus facciones el tipo noble, que, por un sarcasmo etnográfico, era el cuño de aquella singularísima raza. Doña Catalina, que siempre fue opuesta a que en su familia hubiese nombres vulgares, y aborrecía los Pepes y Juanes por su tufillo plebeyo, estuvo muchos días vacilando acerca del nombre que pondría a su hija. Ocurriósele Diana, Fedra, Berenice, Violante, sin decidirse por ninguno, hasta que, la noche anterior al día del bautismo, soñó que se le aparecía un ángel con borceguíes colorados, enaguas de encaje y dalmática con collarín, como los clérigos que cantan la epístola, y encarándose con ella de la manera más familiar, le recomendó que pusiera a la niña el Dulce Nombre de María. Doña Catalina no necesitó que se lo dijera dos veces, y con entusiasmo aceptó la idea, haciendo de las cuatro palabras una sola. En aquella época, la buena señora, tan inconstante como vehemente en sus aficiones, se había dado un poquitín a la religión, rezaba más de lo ordinario y leía vidas de santos. Muy satisfecha se quedó del nombre de su hija, el cual le parecía a un tiempo místico y romántico, nombre que por su sola virtud habría de traer felicidades mil a la persona que lo llevaba.

II

Desde el día de su bautizo hasta que cumplió los veinte años, nada nos ofrece en su existencia Dulcenombre que digno sea de ser contado, salvo algunos accidentes de su educación. Tuvo la suerte de que la alcanzara, allá por los catorce o quince años, una de las etapas más florecientes de la carrera administrativa de D. Simón, quien, investigando el Timbre o el Subsidio Industrial, traía bastante dinero a casa; y gracias a esto la muchacha concurrió algún tiempo a la escuela de Institutrices, donde le enseñaron porción de cosas que no saben la generalidad de las niñas. Pero como las rachas favorables duraban poco, a lo mejor tenía que suspender sus estudios por no ser posible atender al gasto de libros y matrículas, ni tener traje y calzado con que presentarse en la clase. Por esto su saber era incompleto y de retazos; lástima grande, porque disposiciones no le faltaban, ni ganas de instruirse, con la noble ilusión de obtener título y procurarse algún día posición independiente y honrada.

Pero su torvo destino se gozó en echar por tierra aquella ilusión y pisotearla cruelmente, porque tras las breves temporadas de prosperidad vinieron otras larguísimas de miseria y angustia. Hubo meses de espantosa escasez, días de hambre Ugolina, horas terribles en que doña Catalina invocó bramando y corriendo por los pasillos, a todos los Reyes de su tronco dinástico. La familia navegaba por el mar de la vida en medio de un deshecho huracán, y a cada instante tenía que arrojar al agua parte del contenido de la nave para que ésta no se hundiera. Tras de los muebles menos útiles, iban camas, colchones, sábanas, y tras la ropa de abrigo, la que sin serlo sirve para cubrirnos y diferenciarnos de los animales. Ofrecía la casa un cuadro de miseria y desastre, cuyas tintas siniestras y accidentes luctuosos traían a la memoria las ruinas de ciudades, las pestes y hambres épicas cantadas por la musa antigua, sin que faltaran, en medio de tan lúgubres episodios, rasgos cómicos de esos que hacen llorar. Llegaron días en los cuales, habiendo los Babeles vendido o empeñado hasta las camisas, ya no les restaba nada que empeñar o vender. En aquella progresión pavorosa, después de la última prenda de ropa, que por ser la última es la primera guardiana del pudor, ya no quedaba más que el pudor mismo. «Gran cosa es la honra» —pensaba en silencio D. Simón y doña Catalina, aunque no se comunicaban su atrevida idea—. Pero ante la materialidad del vivir, ante el terrible clamor de la sangre, de los huesos, del tejido, pidiendo nutrición, ¿qué significaba la ley aquella indecisa y cuestionable de la honra, adorno, lujo más bien, de las personas cuyos estómagos no están nunca vacíos?

Sucedió, pues, lo que por un fenómeno de gravedad tenía que suceder. Lo moral hubo de sucumbir ante lo físico. La egregia doña Catalina lloró mucho, justo es declararlo, el día en que no tuvo más remedio que acceder a ciertas proposiciones que se le hacían referentes a Dulce, y doliéndose con medio corazón de lo que ésta perdía, con el otro medio saboreaba el alivio de sus angustias, pagando al panadero, a toca teja, tres meses de suministro, al carnicero cuatro, y rescatando algunas ropas cautivas.

Etapa de relativo desahogo. Emperegiladita con ropas tomadas a plazo, que poco a poco iban siendo suyas, Dulce salía de casa algunas tardes y noches, como quien va a su negocio, a veces con cara sombría, a veces contenta. La familia vivía, y la nutrición dejó de ser un concepto teórico en aquel grupo de seres infelices. Días hubo en que hasta se notaban en la casa señales de abundancia, porque, eso sí, los Babeles (era en ellos vicio constitutivo, incapaz de reforma), en cuanto tenían un respiro, echaban la casa por la ventana.

Imposible fijar lo que duraron estos tratos y estos trotes. Lo qué sí se sabe es que una noche entró don Simón en su casa con Ángel Guerra, el cual iba a tratar con él (no conociéndole todavía como le conoció más tarde) de ciertos detalles de conspiración, pues García Babel y su hijo Arístides hallábanse entonces muy metidos en la política rabiosa y desesperada, por no serles posible arrimarse a ninguna otra. Vio Guerra a Dulcenombre, y recíprocamente se agradaron; volvieron a verse a la noche siguiente en otra parte, y la simpatía recíproca se avivó más. El amor, como rara vez sucede, nació de la simiente del vicio, y a los dos días de conocimiento, Ángel propuso a Dulce irse con él, abandonando un modo de vivir que no cuadraba a su complexión moral. Propuesto y aceptado. La joven desapareció de la casa paterna con gran consternación de los Babeles, que la estuvieron buscando desatinados por todo Madrid durante una semana. Por fin, la fugitiva, que al lado de Guerra tenía lo que puede llamarse una posición, tendió la mano a su familia; restableciose la cordialidad entre el raptor y los Babeles, gracias a lo cual éstos recibían los socorros indispensables para matar el gusanillo. Pasó un año en esta conformidad, y al cabo de él, a poco de mudarse los dos tórtolos de la calle de San Marcos a la de Santa Agueda, ocurrió la absurda intentona revolucionaria, la herida de Guerra, su reclusión, etc.... Adelante con los Babeles.

III

Rama segunda.


Hermano del D. Simón: DON PITO, hombre muy pasado por agua, más joven que su hermano, pero con apariencias de más viejo, por los grandes trabajos que sufrido había en empresas arriesgadas de mar y costa. Su nombre era Luis Agapito; pero nadie, ni aun su familia, le llamaba sino con la mitad del segunda nombre. A muy diferentes destinos parecían llamados Simón y Pito, porque ya desde el nacer se marcó en la vicia de ambos dirección distinta. Simón vio la luz en Madrid, Pito en Cádiz, en ocasión que fueron allá sus padres con objeto de establecer una pastelería. El uno, nacido al amparo de Cibeles, debía ser memorable en las cosas terrestres, el otro, encomendado al movible Neptuno, en las marítimas. Recogiole de corta edad un tío suyo que hacía viajes a América, y marino fue de vocación decidida y de gran resistencia física y moral para las fatigas de oficio tan rudo. No se ha escrito ni se escribirá la historia de sus hazañas y sufrimientos como capitán de derrota en innumerables expediciones a las Américas, a las Áfricas y a las desparramadas islas de Oceanía, y tan hiperbólico era él como cronista de sí propio, que resultaba el mundo mayor de lo que es, y con un par de continentes más. Llena está, en efecto, su vida, de los veinte a los cincuenta, de hercúleos esfuerzos, de atrevimientos brutales, y también de inauditos contrastes pecuniarios. A poco de guardar las onzas en espuerta, D. Pito daba sablazos de media onza en el muelle de la Habana, contraste en verdad muy lógico, pues el tráfico a que se dedicaba tuvo su época feliz, y una decadencia ocasionada a grandes desastres. Ello fue que le cogieron de medio a medio los últimos tiempos de la trata, y en uno de aquellos paseítos que dio por el golfo de Guinea, me le atraparon los ingleses, le soplaron en la isla de Santa Elena, y en un tris estuvo que tuviera el honor de entregar la piel donde mismo la entregó Napoleón el Grande. Ya viejo, enseñaba con orgullo y fanfarronería las huellas que habían dejado en sus muñecas las esposas y en sus pies los grillos. Puesto en libertad, intentó alijar otro cargamento; pero se le averió el negocio, en la misma costa de Cuba, proporcionándole hospedaje por diez meses en la Cabaña. Después de esto, mandó vapores costeros y de altura durante quince años, al cabo de los cuales, por su mala cabeza, sus vicios y su informalidad, se encontró sin blanca; vino a España con su familia, y no pudiendo vivir en Cádiz, porque su reputación le perseguía con más crueldad que antes la justicia, se corrió a Madrid, donde le hallamos viejo, reumático, remolcando la pierna derecha, maldiciendo su suerte, consolándose de la nostalgia de la mar con el dejo amargo y embriagador de sus trágicas aventuras.

Consigo trajo acá dos alhajas de hijos; pero no se tienen noticias claras de su mujer, pues hay quien la supone confitera, hay quien sostiene que fue tratante en carne, como su marido, aunque no negra, sino blanca y muy blanca. El uno importaba ébano y la otra marfil. También hubo dudas sobre si aquella señora vivía, y sobre si fue legítima esposa del gran don Pito, cuyos hijos, nacido el uno en Matanzas y el otro en Cádiz, no la nombraban nunca. En su triste vejez, lejos de su elemento, y viviendo de limosna, el asendereado capitán no tenía más propiedad que glorias nefandas y sus años achacosos. Todo lo había perdido, hasta su doble reputación, pues en Madrid no le conocía nadie, y se dice doble, porque en lo tocante a la marina fue muy celebrado por su pericia, valor y dotes de mando, mientras que en todo lo independiente de la mar y sus fatigas era el hombre más desconceptuado del mundo.

Hijos del precedente: I. MATÍAS, hombrachón que no cabía por la puerta, espeso, perezoso, tardo de lengua y más de pensamiento, de facciones correctas, pero inexpresivas y dormilonas, colores vivos en las mejillas, por lo cual y por su falta de agudeza y prontitud, desmentía la complexión característica de la raza Babélica. Sus primos le pusieron, en cuanto vino a Madrid, el mote de Naturaleza, y por Naturaleza se le conocía dentro y fuera de casa. De salud inalterable como la de un sillar de berroqueña, se pasaba en Vela un par de noches, si era menester, y después dormía cuarenta horas de un tirón. Comía por cuatro, si había de qué, y no se enteraba de las funciones digestivas. Era maestro confitero, y su objeto al venir a Madrid fue montar un establecimiento de dulces a estilo gaditano; pero ya por falta de capital, o sobra de timidez, ya porque siempre llegaba tarde a todas partes, ni la confitería pasó de proyecto, ni logró que le dieran ocupación constante en parte alguna. Contados días trabajó en la especialidad de azucarillos o en la de merengues, ambas muy de su competencia; pero no sé qué maña se daba el maldito, que a poco de empezar le despedían a cajas destempladas. Todo lo hacía bien; pero se le paseaba el alma por el cuerpo, harto grande para tan pequeño inquilino, y a la hora señalada para concluir no se había decidido a comenzar. Naturaleza practicaba la filosofía de que lo mismo es ahora que después, y de que no conviene acelerar nuestra corta existencia, acumulando sobre los afanes de la hora actual los de la hora subsiguiente. Creía que una de las invenciones más tontas del ingenio humano es la de los relojes, que nos han traído las estúpidas ideas de temprano y tarde, quitando al tiempo su dulce indeterminación, y la vaguedad soñolienta que tanto le asemeja a su hermano el caos.

II. POLICARPO. El reverso de su hermano, ágil, resbaladizo, soñador más que durmiente, flexible de espinazo y de espíritu, Babel de marca fina, en una palabra. Alguien sostenía que éste y Matías no nacieron de una misma madre, pues en nada se parecían; y otros aseguraban lo contrario, es a saber, que a entrambos les llevó en su seno la desconocida señora de don Pito, pero que éste no tenía culpa más que de Policarpo, y que Naturaleza fue sacado de la mente divina cuando el valeroso Argos andaba en tratos con los caciques de la costa de África. No son del caso estas averiguaciones, y adelante. Aunque sin oficio ni beneficio, tenía Poli habilidad y disposición para cualquier industria, especialmente para la cerrajería. Su primo le iniciaba en las artes de cábala y alquimia, y él, agradecido, enseñaba al otro los secretos de la mecánica recreativa. En la habitación, que bien podemos llamar laboratorio, atestada de frascos, piedras litográficas, buriles, prensas de mano, y un pequeño torno para metales, se encerraban los dos largas horas. Poli fabricaba una llave con facilidad suma, y hacía difíciles composturas de armas de fuego. A pesar de su holganza e informalidad, solía llevar dinero a casa y dárselo a su padre, dinero ganado no se sabe cómo. Lo único cierto es que frecuentaba garitos de mala especie, entre los peores galopines de Madrid. Pero como la tolerancia reinaba en aquella casa, D. Simón y doña Catalina, y el mismo D. Pito, perdonaban al muchacho su mala conducta en gracia de su buena sombra, pues era bien parecido, servicial, dicharachero y dispuesto para todo.

Cuando doña Catalina se hallaba en el último paroxismo del ahogo pecuniario, lo que sucedía todas las semanas; cuando no sabía la señora infeliz a quien volver sus atribulados ojos, el único de la familia que la confortaba, discurriendo sutiles arbitrios para recaudar fondos era Policarpo. Notábase por su habla andaluza con toda la afectación flamenca, propia de su vida callejera, tabernaria y disoluta, como hombre de juergas de bebía, de los de mechón en oreja y faca en cinto.

Nota. Cuando D. Pito y sus hijos dejaron los muros gaditanos para establecerse en Madrid, los Babeles de acá recibiéronles con los brazos abiertos, sencillamente porque pensaban que traían monises. Doña Catalina temblaba de emoción al ver entrar en la casa un baúl grandísimo con flejes de hierro y reluciente clavazón dorada, y creyó, juzgando por el peso, que venía lleno de onzas. Pronto hubo de ver que no había más peluconas que los clavos dorados que el cofre ostentaba por fuera; mas al perder la buena señora, lo mismo que su marido, aquella ilusión, no se les ocurrió echar de su casa a la rama segunda, cuya pobreza igualaba o quizás excedía a la de la rama primera. Porque ha de saberse que los Babeles, en medio de sus garrafales defectos, tenían la cualidad de avenirse a todo, de conformarse con la suerte, y de prestarse mutuo auxilio en la adversidad dispuestos a partir los bienes si algunos hubiera. Pronto reinó entre las dos ramas venturosa concordia, y una comunidad de intereses positivos y negativos que era la bendición de Dios. Lo perteneciente a uno, a todos pertenecía, y aquello que a uno faltaba convertíase pronto en carencia total.

IV

Aquella noche, cuando Dulce entró en la guarida de los Babeles, la primera persona que vio fue su madre, que salía de la cocina, encendido el rostro, desgreñada la blanquecina crencha, y con todas las trazas de haber padecido recientemente uno de aquellos arrechuchos que perturbaban su claro juicio. Alegrose la pobre señora de ver a su hija, más que por verla por recibir de ella el socorro que esperaba, y antes de que la joven acabara de sacarlo de su portamonedas, ya doña Catalina estaba echándole las uñas.

—¡Ay, hija de mi alma, qué a tiempo has venido! Estamos con el chocolatito de esta mañana... ¡Y ese fanfarrón, ese hombre ordinario, que no fue persona hasta que le casaron conmigo, se atreve a ponerme unos morros así, porque no le mantengo el pico!... ¿Pero de dónde he de sacarlo yo, si él no lo trae, el muy gandul?... Te digo que así no se puede vivir. Me puse muy mala, y todavía me duran los temblores... ¿ves? Lo que yo le digo: siendo él quien es, hijo de unos miserables pasteleros que tenían un tenducho ahí... ¿sabes? en la rinconada de la calle del Pez, gente tan desconceptuada que por allí no parecía un alma a comprar; siendo yo quien soy, y teniendo por parte de papá la parentela que todo el mundo conoce, tanto que me casaron por engaño, eso es sabido, aquellos infames tutores... en fin, ¿a qué recordar?... pues digo, que siendo cada cual quien es, debiera ese puerco echarme memoriales para dirigirme la palabra. Pues no señor. ¿Sabes lo que me ha llamado esta noche? Me ha llamado doña Urraca, la Reina de Bastos y qué sé yo... y ha dicho que ojalá me muera mañana... Allá están él y Pito arreglando el país con el vecino ese, D. José Bailón...

Desde el pasillo miró Dulce a la sala, que hacía de comedor, y oyó las voces de su padre y compañeros de tertulia; los tres gritando como demonios. Densa y pestífera humareda de tabaco llenaba la habitación.

—No entres ahí, que te asfixiarás —le dijo su madre, conduciéndola a un gabinete próximo.

—Y Arístides, ¿está? —preguntó Dulce.

—¡Esperándote como agua de Mayo, el pobrecillo! Le prometiste darle siquiera para cigarros... ¡Pobre hijo, con tanto talento, tantísima disposición para todo... verle así, imposibilitado de brillar!... Como que podría ser gobernador, y hasta mayordomo de Palacio, si no estuviéramos dejados de la mano de Dios... Anda tan mal de ropa que ni se atreve a salir a la calle. Parte el corazón verle así... y considerar que hay tanto necio y tanto mamarracho con el dinero de sobra.

En el gabinete donde entró la joven, dos hombres yacían en sendos camastros. El uno, Arístides, se levantó súbitamente al verla. El otro continuó tendido, roncando panza arriba, la boca abierta, los mofletes encendidos y sudorosos; era el propio Naturaleza.

—Hola, Dulce —dijo Arístides abrazando a su hermana—. ¡Qué cara te vendes!

Entre tanto, doña Catalina trataba de despertar al otro durmiente, empleando tirones de orejas, pellizcos, bofetadas, y por último cosquillas. Se desperezó el coloso, bostezó abriendo un palmo de boca antes de abrir los ojos, estiró a un tiempo las cuatro patas, y por fin trató de ponerse vertical.

—Dromedario, levántate, que tienes que bajar a escape a la tienda. Mira, entérate bien, fíjate... Pagas estos dos duros a cuenta de lo que se debe, y te traes dos latas de sardinas, medio kilo de jamón, seis huevos, cuatro panecillos, y de la taberna una botella de Valdepeñas, para que esos borrachones no tengan nada que decir... Anda, despabílate, que ya nos falta poco para dar las boqueadas.

ARÍSTIDES. — (A su hermana, tomando lo que esta le dio y mirándolo a la luz de la lámpara.) ¡Cuánto te lo agradezco, chica! Me sacas de un gran conflicto. Dios te lo pague. No sé yo qué pasaría en esta casa si no hicieras tú en ella las veces de Providencia. Creo que nos devoraríamos los unos a los otros... Gracias, vuelvo a decirte. Pero espero de tu bondad que harás un esfuerzo para ponerme en situación de emprender algo... Ya ves... mi ropa en Peñíscola... Así no se puede intentar nada, ni pretender un empleo, ni siquiera acercarse a los que los dan.

—Por ahora no puedo, hijo: ten paciencia, y veremos.

—Ángel es rico. (Clavando en su hermana una mirada penetrante.) Si lo disimula contigo es por avaricia.

—No tenemos más que lo preciso para vivir.

—Porque él quiere... Su mamá es inmensamente rica... Pero ya sé que la madre y el hijo no se llevan bien. Como que la buena señora no le perdonará nunca su última barrabasada. Dile que toda precaución es poca, que le andan buscando, que han cogido a Mediavilla.

—Por falta de precauciones no será —replicó Dulce cautelosa—. Hemos dejado la casa en que vivíamos, y nos hemos ido a un tejar...

—¿Dónde?

—No digo las señas ni a Dios. Tengo miedo de toda el mundo, hasta de ti y de papá.

—¡De mí! ¿Crees que yo...?

Doña Catalina, después que logró despachar a Naturaleza, avivó la luz de la lámpara, que estaba muy mustia, y las caras de Dulce y Arístides se iluminaron. En pie, junto a la cómoda, ambos revelaban cavilosa tristeza. La de Alencastre preguntó a su hija por Ángel, y ella repitió el embuste.

—¡Por Dios, iros a un tejar...! Estaréis muy mal; ¿Por qué no os venís aquí? Nadie le descubriría. —Toda precaución es poca, mamá... ¡Venirnos aquí!... ¿Para que Policarpo y el tío Pito salieran diciéndolo a todo el mundo? Pronto lo sabrían los periódicos, y me cogerían a mi pobre Ángel como en una ratonera.

Arístides empezó a preparar la ropa que había de ponerse para salir, y su cara, durante la operación de sacudirla y cepillarla, era como espejo en que se reflejaba la mala disposición de aquellas gastadas prendas.

—Mira qué cuello de este gabán —dijo a su hermana mostrando uno de color claro y muy raído—. Pues no tengo más remedio que apencar con esta miseria, mientras tú no me rescates el mío. Nada quiero decirte de este pantalón (también era claro, moldeado a las piernas y con flecos por abajo) que es todo rodillera, y en cuanto me siento se me sube a las canillas. Y gracias que me lo ha prestado Policarpo, que si no, tendría que salir como alma en pena.

Doña Catalina y su hija se miraban cambiando mudamente su amargura, y contestando con un suspiro a cada observación del desdichado barón de Lancaster. El cual se atusó barba y cabello, y al encajarse aquellas vestimentas que el mismo Rastro desdeñaría, se miraba en un roto y deslucido espejo pendiente de la pared, consultando con él por rutinas de hombre que había sido elegante y que aún con tales andrajos no renunciaba totalmente a serlo.

—¡Lástima de figura, hijo, lástima de cara! —dijo con lamento jeremíaco doña Catalina—. ¡Tenerte Dios así, en esa desnudez, cuando podrías... qué sé yo...! Ministros hay que han llegado a serlo por lo bien apañaditos que van siempre, aunque rasos de talento. Verdad que tu padre y tú tenéis bien merecido lo que os pasa por vuestra mala cabeza. Todo el pelo que se puede echar en España con las revoluciones, lo echaron los del 68, y ya no hay más pelo que echar por ese lado. Los tiempos han cambiado: yo os lo digo. Emplead vuestro talento en hacer la felicidad del país, afianzando las instituciones, como dice D. José Bailón, y abrid la boca a ver si cogéis el higuí...

Arístides contestó a su madre con una sonrisa desdeñosa, y mirando a su hermana, que no chistaba, dijo gravemente:

—No parece, sino que podemos escoger el terreno en que nos toca luchar por la vida. No; cada uno pelea donde le ponen las circunstancias, y a mí me han puesto en el peor de todos los terrenos. ¿Es culpa mía? No. Tráiganme mi gabán, y seré otro. La ropa es el 75 por 100 del ser humano. Pero con esta facha, ¿creen ustedes posible que un español haga cosa de provecho? No está en mi carácter lanzarme a la calle trabuco en mano, en día de asonada. No sirvo para eso. Los tiros me ponen nervioso. Mi papel revolucionario está reducido a formar en los corros de la hojalatería más imbécil, abrir la boca y exclamar: «¡cuándo vendrá!» y a profetizar triunfos que nunca llegan, y calcular todas las maravillas que haremos cuando vengamos... Vístame yo, y hablaremos. Ya me buscaré un terreno mejor, que los hay, vaya si los hay... ¿Creen ustedes que si yo tuviera ropa, como Guerra, iría a sacar los sargentos del cuartel, ofreciéndoles hacerles oficiales?... En fin, no hablemos más. Buenas noches.

Caló el sombrero hongo y se fue, sin hacer caso de las exhortaciones de su madre, que le instaba a quedarse para cenar de lo que Naturaleza traería pronto. No hacía medio minuto que hija y madre se habían quedado solas, cuando sonó un terrible estruendo en la sala próxima, y ambas corrieron asustadas a la puerta del gabinete para saber qué demonios ocurría. Don Simón, D. Pito y D. José Bailón, el cura renegado, vecino de la casa, y el más asiduo concurrente a la tertulia de los Babeles, habían armado tal gresca, que daba miedo oírles. El jefe de la familia se había levantado de su asiento junto a la mesa, y cogiendo una silla, golpeaba con ella el suelo, vociferando como, un demente, mientras Bailón, sentado, acariciaba la botella de cerveza medio vacía, bufando de ira, rojo como un pimiento. Y D. Pito, repantigado en una silla, con las piernas estiradas sobre otra, y echando la cabeza atrás, increpaba al techo con expresiones burlescas y roncas, que en medio de la infernal bullanga de los otros dos apenas se entendían.

DON SIMÓN. — Eso es una imbecilidad, eso es desconocer la historia; y los que tal sostengan están vendidos al oro borbónico.

DON JOSÉ. — Sópleme usted esa mosca ¡pateta! Usted no sabe lo que dice, y se lo probaré... y le enseñaré lo que es una Constitución, que no lo sabe.

DON SIMÓN. — Como no me enseñe usted las narices... ¡qué cuerno! Le digo a usted que no sabe dónde tiene la mano derecha.

DON PITO. — ¡Carando!... por vida del tío Carando, y de la tía Yemas, yo sostengo que ninguno de los dos sabe una patata del asunto.

Dulce y doña Catalina, que entraron a poner paz, no pudieron enterarse de la causa del alboroto, la cual fue que el cura renegado sostuvo que, al triunfar la revolución, debían reunirse Cortes Constituyentes, y Babel se pronunció rabioso contra esta idea, afirmando que la Constituyente no era práctica, y que la transformación de la sociedad debía hacerse en la Gaceta, por simples decretos dictatoriales. Y la disputa se agrió, arrojándose uno a otro dardos envenenados, hasta llegar a un punto en que parecía inminente la colisión, y poco faltó para que la botella de cerveza saliera volando por los aires, al encuentro de una silla de Vitoria.

V

Dos cosas calmaron el coraje homérico de D. Simón García Babel: la presencia de su hija, que solía ser nuncio de una era de provisiones, y estas palabras de doña Catalina, que cayeron en medio del campo de Agramante como una bomba de paz: «Ea, Simón y Pito, estúpidos, no os sofoquéis, que vamos a cenar». Esta frase sublime determinó en la cara del inválido marino una iluminación singular. El resplandor indeciso de sus ojos azules parecía llamarada de alcohol flotando sobre la aspereza del corcho insensible. Cara más áspera, más amojamada no se podía ver, comparable quizás, más que al alcornoque, a una esponja vieja y reseca, surcada de cortes y desgarraduras profundísimas. Era su frente cuarteada, como la piel del cocodrilo; su pescuezo como un manojo de raíces de droguería; sus manos, forzudas aún, revelaban parentesco con el cabo de filamento de coco; sus barbas blancas a trechos, a trechos verdosas, crecían entre las grietas de la piel como el escaramujo en un casco que ha navegado largo tiempo sin entrar en dique.

Don Simón, acariciando a su hija y desenojándose, súbitamente, le dijo: «¿Has visto ese majadero de Bailón? ¡Proponer que haya Cortes Constituyentes! Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca».

Y el cura renegado, saludaba familiarmente a doña Catalina, diciéndole: «A su marido de usted, a ese chiflado, hidrófobo, hay que ponerle un bozal. ¡Defender la dictadura! Yo quiero que la ley vaya siempre delante, y que todo se haga conforme a derecho». —Dulce, hija de mi alma —dijo D. Pito a su sobrina, sin abandonar su posición indolente; ven acá, da un abrazo a tu pobre tío, que está con el cigüeñal roto, los fuegos apagados... ¡Ay, no me puedo mover! La pierna de estribor no gobierna, chica, y el mamparo éste (la boca del estómago) parece que se me quiere subir a la escotilla. Tú siempre tan simpática. ¿Nos traes auxilio? Si no fuera por ti, ¡qué sería de estos pobres cascos...! ¡Carando...! Cuéntame, ¿qué es de tu vida? ¿Y ese pobre Guerra...?»

La entrada de Naturaleza aplacó los ánimos irritados, y hasta D. Simón parecía transigir con que hubiera Cortes Constituyentes. Llegose a su amigo, y mediaron nobles explicaciones sobre los voquibles pronunciados en el hervor de la patriótica contienda. La de Alencastre fue a la cocina, mientras su hija ponía la mesa, entendiéndose por esto el tender un mantel de tres semanas y colocar sobre él unos cuantos platos y cubiertos, salero, y un perrito de porcelana, sin cabeza, en cuyo lomo se clavaban los palillos. Dulce era condescendiente y amable con todos, y el único a quien no tragaba era Bailón, porque en verdad no parecía bien que aquel gorronazo, que pasaba por rico en la vecindad, y prestaba dinero con usura, se convidase a cenar, consumiendo parte no floja de la exigua pitanza. La conversación se reanudó en tonos templadísimos, y las ideas de tolerancia y mutua consideración flotaban sobre la mesa, como las nubecillas de un cielo sereno sobre campo en que se ven señales de buena cosecha.

Don Simón tiene la palabra:

—Venga la revolución de cualquier manera, que es lo que importa. Tabla rasa, y después veremos. Yo le escribí a D. Manuel el mes pasado, a raíz del fracaso, y le decía: «No hay que desanimarse... Esto se derrumbará por sí solo, y se deshará como un azucarillo rociado con agua. Después, los que nos sabemos al dedillo las necesidades del país, por habernos quemado las cejas estudiándolas, le daremos a usted los materiales para que los vaya mandando a la Gaceta. Nada de Parlamentos, ni discursos, ni vocinglería. Gaceta, Gaceta y Gaceta. En ocho días, España del revés, como se vuelve un calcetín». Y a vuelta de correo me contestó...

Aquí estuvo a punto de reproducirse la anterior tempestad, porque Bailón, soltando la carcajada, dejó al otro con la palabra entre los dientes. En un tris estuvo que el clerizonte le dijera: «No sea usted mamarracho. Ni usted ha escrito a D. Manuel, ni el D. Manuel ese le hace a usted maldito caso». Pero no quiso exacerbar a su amigo, y todo quedó en un tiroteo de frasecillas irónicas.

—Como quiera que sea, Simón —apuntó D. Pito—, arréglalo pronto, que más perdidos de lo que estamos no podemos estar. Soy modesto en mis aspiraciones. Me contento con una ayudantía de Marina en cualquier puerto de tercera clase.

—¡Pero qué simple es usted! —le dijo Bailón. ¿Cree que entonces habrá ayudantías, ni marina, ni siquiera puertos?

—Señor de Bailón —saltó Babel entre despreciativo y amenazador—, ¿usted qué sabe lo que habrá ni lo que no habrá? En otras manos está el pandero. Descuide usted, que hablará la Gaceta, y entonces sabrán todos cómo se corta el queso. Lo que puedo anticiparle, y usted me cree o no me cree, según le convenga, es que las Clases Pasivas se liquidarán con un papel que crearemos al efecto; que el ejército nuevo costará la décima parte que el antiguo; que las misas páguelas quien las oiga, y que no se permitirá retener los sueldos de los empleados civiles ni militares... Por ahí le duele a usted. ¡Ah! por eso quiere Cortes Constituyentes, y discurseo, dictámenes y líos, y patetas, con el fin de empapelar la revolución, para que todo siga como ahora está.

—No, si yo no quiero nada, mi amigo señor don Simón —dijo el cura renegado echándose a reír—. Que haya orden y moralidad es mi único deseo.

—Moralidad, eso...—exclamó D. Pito dando puñetazos sobre la mesa.

—¡Moralidad, moralidad! —repitió Babel atusándose los bigotazos—. De eso se trata. Pues vea usted: yo sostengo que la revolución no hará la moralidad de golpe y como por ensalmo, pues en país tan corrupto como el nuestro, donde la máquina está oxidada, no es fácil limpiarlo todo en un día, ni en dos... pero ni en tres... Se hará lo que se pueda. ¿Cómo? ¡Ah! No lo debo decir.

—Lo primero que tenéis que hacer —propuso don Pito—, es colgar de una verga a tantísimo tunante y tantísimo ladrón. Que la paguen, que la paguen, y así los que vengan detrás aprenderán a andar derechos. Y yo pondría en cada oficina un contramaestre armado de un buen bejuco, y a rebencazo limpio les haría trabajar a esos gandules de empleados... Al que faltara o me hiciera algún chanchullo... a ver, trincarme a ese... un boca—abajo... doscientos palos, sal y vinagre en las heridas, y a otro... ¡Ah, qué administración tendría yo si me dejaran! Daría gusto verla, y el país agradecido me llamaría su padre, padre de la patria. Sí, no hay que reírse ¡yema!,Y a los diputados les haría andar más derechos que un palo macho. Al que dijera algo contra la libertad, o al que me armara intrigas y enredos, ¡listo! codo con codo a las islas Marianas. Desengañaos, es el gran sistema. A la pillería de este país, no hay quien la baraje sino con la ley del componte. ¡Eh! Sr. Cánovas; o Sr. Castelar, o señor Sagasta: ¿qué me dice usted ahí? ¿Qué los derechos y qué la prerrogativa, y que sí y que no, y qué pateta? Póngase usted boca abajo, que le voy a explicar mis doctrinas constituyentes y el alma pastelera del tío Carando... Veríais cómo andaban todos derechos. Si no hay otra manera, desengáñense, no la hay. ¡Conozco a la humanidad, porque he bregado mucho con ella, y sé que es un animal feroz si no se le sabe domesticar!...

La conversación siguió en estos tonos, de grotesco humorismo. Servida la cena, toda la familia cayó sobre ella con alegre voracidad, no siendo el intruso Bailón el menos aplicado a despacharla.. Dulce fue a llamar a su hermano Fausto y a su primo Policarpo, que abstraídos en misteriosa faena, dentro de la estancia llamada laboratorio, no hacían caso de los repetidos llamamientos de doña Catalina para que fueran a cenar. Se habían encerrado por dentro, y Dulce tocó una y otra vez en la puerta, hasta que al fin abrieron; pero no pudo la joven satisfacer su curiosidad, pues antes de abrir ocultaron todo, cubriendo con periódico los objetos diversos que sobre la mesa tenían. El aposento era pequeño, con ventanas a un fétido patio, y de la pared pendían formas extrañas, figuras de Guiñol, de estúpida cara, una cabeza de toro disecada, un estantillo con varios frascos de reactivos y barnices; libros viejos y sucios; en el suelo piedras litográficas, montones de periódicos, herramientas diversas, todo en el mayor desorden, mal oliente, pringoso, polvoriento.

—Pero ¿qué demonios hacéis? —les dijo Dulce, tapándose la nariz—. ¡Qué asco! No sé cómo respiráis en esta sentina.

El uno se restregaba los ojos, encendidos por la fatiga de un largo trabajo con luz artificial, y el otro limpiaba unas plumas, guardándolas cuidadosamente.

—Primita —dijo Policarpo con insinuante voz—, ¿por qué no te corres con un par de pesetillas? Ten compasión de estos esgalichaos.

—Pero, ¿qué hacéis? ¿en qué os ocupáis? decídmelo —replicó Dulce sacando su portamonedas.

—Se lo diremos para que no crea que es cosa mala —indicó Fausto, limpiándose las manos con un trapo más sucio que ellas—. Hemos hecho unas aleluyas políticas... cosa de gracia, y ahora estamos con el lapicero mágico, porque el juguetillo del gato y el ratón ya no hay quien lo compre. Fabricamos chucherías que se venden en la Puerta del Sol a perro chicó. Miseria, hija, miseria. Pero, verás, con el Cálculo infalible de las jugadas a la lotería que estoy inventando ahora, hemos de ganar muchísimo dinero.

Dulce les dio la limosna, que ellos agradecieron mucho. Por cierto que si se descuidan en ir a cenar, no encuentran más que los platos vacíos porque los manjares, a saber, tortilla, salchichas, jamón, arenques, etc.... volaban que era un gusto de los platos a las bocas, y los comensales semejaban maestros de prestidigitación, por la rapidez con que hacían desaparecer la comida. El general apetito mataba la plática,y solo se oía el ruido de masticaciones diferentes, y el picoteo de los diestros tenedores, cogiendo la ración. Por derecho consuetudinario, la botella estaba bajo la jurisdicción y custodia de D. Pito, quien no escanciaba en los vasos sino raciones muy medidas, teniendo algo que rezongar cuando se le pedía parte de lo que él estimaba de su exclusiva pertenencia. Naturaleza, siempre humilde tomaba lo que le daban sin permitirse reclamar. Los desperdicios eran siempre para él, y es fama que en cierta ocasión se contentaba con los huesos de las aceitunas, aunque el caso no está comprobado. Fausto y Policarpo devoraban, el jefe de la familia cumplía como bueno, y doña Catalina no comía más que pan pringado, entreverando las degluciones con suspiros, que sacaban pedazos del alma, a medida que iban entrando pedazos de alimento.

Terminada la cena, despedíase Dulce de su madre en la puerta de la cocina, cuando vio venir por el pasillo adelante, arrastrando la pata derecha, al gran don Pito, auxiliado de un bastón, eructando y echando maldiciones contra el reuma. Al verla se regocijó, como siempre, y la invitó a pasar a su cuarto, donde la obsequiaría con una copa de lo que resucita a los muertos.

—Ya, ya van al aguardentazo —dijo doña Catalina furiosa—. No hay mayor perjuicio que dar de comer a estos borrachones, que no pueden digerir si no se llenan el cuerpo de esa ponzoña.

Don Simón apareció en seguimiento de su hermano, tarareando aquello de cuatro boqueroncitos, y al oír las expresiones de su cara mitad, tomó el tonillo zumbón para decirle: «Prenda mía, ya sabes que yo no empino. Mi hermano es el que se encandila. Yo no lo cato, por no ofenderte, y aquí me tienes rendido, y dispuesto a besar tu real pata».

—Anda, gandul, mejor emplearas en trabajar ese talento, ese pesquis que maldito para qué te sirve.

—Camarera —gritó D. Pito entrando en su cuarto, próximo a la cocina—, no se incomode usted. Yo solo bebo, pero es para abrigarme por dentro, tapándole las rendijas al frío. Entra tu, Dulcenombre, y lo probarás.

—¿Yo? ¡qué asco!

El cuarto del capitán de barco no tenía más que el tamaño suficiente para una angosta cama, una percha, rinconera que hacía de mesa de noche, y lavabo de trípode de hierro, en cuya jofaina difícilmente cabía un azumbre de agua. Más que cuarto parecía camarote. Sobre un estantillo de mala muerte veíanse los planos arrollados y sucios, el sextante cubierto de cardenillo, y la caja vacía de los cronómetros; de un clavo pendía el capote de agua; el baúl claveteado, que hacía las veces de silla y de sofá, guardaba un aneroide roto, algunos libros de derrota y otros restos del ajuar del marino. Sentase éste en la cama, después de haber sacado de los bolsillos del capote de agua (que de alacena le servían) una botella y una copa, y allí, ante su sobrina y cuñada, se sirvió ración bastante para tumbar a cualquier cristiano. Pero el maldito tenía la cabeza hecha a las fuertes presiones, y sólo se ponía un poquitín alegre, y le entraba una especie de ternura humanitaria, perdonando a los que antes quería matar a latigazos. Su hermano se obsequió con media copa, y tanto instaron ambos a la noble doña Catalina, que probó la ginebra, haciendo mil visajes, y carraspeando. Hasta el comedor donde Bailón preparaba el tablero de damas, llegó el olorcillo, y el clérigo acudió a las voces que le daba D. Pita: «Capellán, capellán, que estamos pasando la línea, y hay que remojarla». Y acudía el capellán para alumbrarse un poco, y como quisieran hacer lo mismo Policarpo y Fausto, su madre les despachaba con un bufido: «¿También vosotros? A la calle, bigardones. Harto hacemos con llenaros el buche». Salían ellos refunfuñando, y los demás se convocaban en la sala, con júbilo febril, dispuestos a charlar y disputar, riendo como locos hasta más de media noche. Doña Catalina se dormía como un cesto.

Salió Dulce de la leonera con el corazón oprimido, llorando mentalmente y presagiando desdichas, calamidades y tragedias.

Capítulo II. Los Babeles

I

Sin quitar ni poner nada, contó a Guerra su amante lo que había visto y oído aquella noche en la cueva de los Babeles, y si algunas cosas, de puro carácter sainetesco, les movieron a risa, en general la situación de la familia sin ventura despertaba en ambos compasión muy viva. Dulce se angustió considerando que el problema vital se presentaba en aquella casa con peor cariz cada día, y Guerra habló de los peligros que podía correr su seguridad personal, si alguno de los Babeles daba en la tecla de denunciarle, y aunque Dulce porfiaba que su padre y hermanos no le venderían nunca, él no las tenía todas consigo. «De D. Pito no temo nada. De tu padre estoy menos seguro, y en tu hermano Arístides no tengo maldita confianza. Esa miseria desesperada y rabiosa, esa limpieza de bolsillos, esa falta de ropa en persona acostumbrada a vestir bien y a darse buena vida, son muy de temer. En tales condiciones, un hombre de su temperamento y de sus hábitos me asusta como un animal venenoso. Luego, no puedes figurarte entre qué clase de gentes anda, lo más perdido y desastrado del mundo. ¿Crees tú que se pasa las noches conspirando y que le desvela la política? ¡Quiá! Nosotros, los que anduvimos en las correrías del mes pasado, no le hemos visto por parte alguna, ni sabemos que se haya comprometido en nada. ¿Sabes dónde está en este momento? En un garito que hay en la escalerilla de la Plaza Mayor, junto al café de Gallo. Allí le tienes de punto fijo, viéndolas venir. En cuanto a tu ilustre papá, ya sabes que con todo ese republicanismo de cháchara y la farsa de cartearse con D. Manuel, se pasaba las mañanas adulando a don Basilio Andrés de la Caña, ese que está en Hacienda, para que le vuelvan a nombrar inspector del Timbre... Y por si no cuaja, marea también a Juan Pablo Rubín, el de Gobernación, para sacarle una placita de la ronda secreta.

En los días que siguieron a la mencionada visita a los Babeles, los recursos pecuniarios de la pareja ilegal fueron mermando hasta ponerla en situación dificilísima. Dulce, como antes se ha dicho, hacía milagros de administración, y nadie sabe el partido que sacaba de una peseta. Si Guerra hubiera tenido fe y hábitos religiosos, habría dado gracias a Dios por el hallazgo de aquella mujer incomparable, tan bien cortada para la adversidad, que no sólo parecía resignada, sino satisfecha con la pobreza, y daba siempre una acentuación humorística a sus cálculos para estirar el dinero o para aprovechar los víveres, como los aprovecharían los náufragos refugiados en una balsa en medio de las olas, esperando ver pasar un buque. Su temple era siempre el mismo, y su natural bondad y dulzura mayores quizás en aquella vida de prueba.

Pero llegó un día, ya muy entrado Octubre, en que vio Ángel la necesidad imperiosa de salir de su guarida en busca de recursos. Ya no podía dilatar más tiempo el trámite imprescindible de acudir a su madre. Temblaba de pensarlo. ¿Cómo le recibiría? De fijo muy mal. El carácter inflexible y los modos autoritarios de la buena señora presentábanse en su viva imaginación con caracteres aterradores. Una noche decidiose a salir, no con ánimo de entrar en su casa, sino de rondarla, imaginándose que de este modo se familiarizaría con la idea terrible de hacer frente al tirano que la habitaba. Disfrazose lo mejor que pudo, y como las noches empezaban a refrescar, pudo echarse la capa para ocultar el brazo que llevaba en cabestrillo; encasquetose una gorra de pelo y a la calle. Era la primera vez que salía después de la famosa noche del 19 de Septiembre, y todo le parecía extraño, los escaparates, los tranvías, las personas, hasta los perros.

No tardó en llegar a su barrio natal, que es aquel olvidado rincón de Madrid comprendido entre la plaza de las Descalzas, la costanilla de los Ángeles, las calles de la Flora y de Preciados. Pasó por su casa, situada más arriba de la plazuela de Trujillos, con vuelta a una de las estrechas y solitarias calles que parecen prestadas por la parroquia de San Pedro a la de San Ginés. La urbanización novísima las envuelve sin penetrar en ellas, y la soledad y paz de aquella isla apenas son turbadas por el rumor de las corrientes que pasan lamiéndola por un lado y otro. La casa de Guerra es de fines del siglo XVII, restaurada, de un carácter arquitectónico muy madrileño, toda de ladrillo, menos la holgada puerta rectangular, de jambas almohadilladas y dovelas enormes; los balcones de hierro sostenidos por palomillas del propio metal, retorcido y moldeado. La restauración moderna de este edificio concuerda en carácter pintoresco con su severa fábrica antigua. Los paramentos altos hállanse pintados de rojo imitando ladrillo descubierto, y en las ventanas y machones se ha simulado también con pintura bastante hábil un almohadillado de piedra semejante al de la puerta. El piso bajo imita sillares berroqueños, y sus huecos hállanse defendidos por colosales rejas. Este tipo de fachada, tan común en el Madrid antiguo, no carece de elegancia y grandeza, y aun con su deleznable pintura, decora y urbaniza mejor que esas antipáticas fachadas modernas de labrada escayola, todas afectación, petulancia y fragilidad.

Después de pasar varias veces por delante del portal sin ver a nadie, observó Guerra atentamente los balcones de las dos fachadas, por si algo se descubría en alguno, de donde pudiera colegirse lo que dentro pasaba. Ni en el cuarto de la señora, ni en el de Leré se veía luz. Todo cerrado a piedra y barro. Ningún indicio, ningún dato, ninguna claridad. Sólo en uno, de los balcones vio colgada ropa blanca, que debía de ser de la niña. Verificada esta inspección, empleó largo tiempo en recorrer las inmediatas calles de la Sartén, las Conchas, las Veneras, la Ternera. Érale tan familiar aquel trozo de Madrid como el interior de su propia casa, y conocía de vista y de trato a casi todos los vecinos de las tiendas y prenderías. En la puerta de la taberna de las Conchas estaba el tabernero hablando con la dueña de la pollería, y ninguno de los dos le conoció; tan bien disimulaba su persona con la peluda gorra hasta las orejas y el embozo de la capa hasta los ojos. Iba y venía, y a nadie llamaba la atención aquel rondador nocturno, pues es cosa corriente encontrar en cada esquina de Madrid algún entapujado de tal catadura, el cual suele ser Tenorio de menor cuantía, que ojea doncellas de servir o Maritornes inservibles.

No decidiéndose a entrar, Ángel acechaba al criado aquel; que dio noticias a Dulce pocos días antes, y se admiraba de que habiendo vigilado tan cuidadosamente las calles que a su casa conducían, no hubiera tropezado ya con aquel demonio de Lucas. Imposible que en tanto tiempo dejase de salir con alguna comisión o recado. Era además hombre muy callejero per se, y en cuanto concluía los quehaceres más perentorios, bajaba a tomar el fresco y a charlar con las lecheras de la esquina de enfrente. ¿Qué diantres le pasaba aquella noche, para contravenir sus hábitos de toda la vida? Esto pensó Guerra, metiéndose y sacándose por las calles, y fatigado ya de tantas vueltas y remolinos. Por fin, cuando no se acordaba ya del criado, al desembocar de la calle de la Sartén... paf, ¡Luquitas! Este no le conoció. Fuese tras él su amo y le agarró por el pescuezo.

—¡Ay, Dios mío, el señorito aquí!... Le creíamos en Francia o qué sé yo dónde... ¡Ni siquiera escribir para dar noticias de si vivía o moría!... ¿Qué hace que no entra corriendo a ver a la señora, que está...?

—¿Cómo está mi madre?

—Muy mala; pero muy mala. Mañana, junta de médicos. Vengo de llevarles los avisos de parte del señor don Alejandro Miquis.

—No me engañes, Lucas. Me cuentas eso, para que entre... Mira que te pego sino me dices la verdad. Mi madre no está tan mala como dices.

Con estas palabras artificiosas quería Guerra envalentonarse, y pasar hacia abajo el nudo que se le había puesto en la garganta y que no le dejaba respirar.

—Entre y véala... Pero qué, ¿será capaz de no entrar? ¡Valiente disgusto le ha dado a la señora! ¡Qué días y qué noches está pasando la pobrecita!... con aquel ahogo que le corta la respiración, y aquellos letargos que le dan... Lo que hay es que como tiene tanto coraje y tanto tesón doña Sales, si no fuera por lo que se desmejora, no se le conocería la procesión que le anda por dentro.

A Guerra sí que le andaba por dentro procesión de las más lúgubres, al oír tales cosas.

—Dices que... ¿junta de médicos?

—Sí, señor; y ha venido de Toledo el señor canónigo Pintado a administrarla.

—¿Y qué más, hombre? ¿Qué más noticias malas tienes que darme? Te estrangulo si me engañas... Di otra cosa. ¿Y mi hija?

—La niña tuvo un resfriado; pero ya está bien, gracias a Dios. Pregunta cuándo viene de Francia su papá, y a todos nos vuelve locos con sus monerías y con lo mucho que sabe.

—Otra cosa. ¿Quién está ahora en casa?

—Cuando yo salí no había nadie más que D. Braulio, que desde que la señora se agravó, duerme aquí todas las noches. Estuvieron las señoras de Santa Cruz, de Medina y la marquesa de Taramundi. El canónigo don León vive también en casa; pero por las noches, después de comer, suele ir a la tertulia de los señores de Bringas. No vuelve hasta las once dadas. Pero, en fin, ¿entra el señorito o no entra?

Guerra dio algunos pasos hacia el portal con resolución firme; después otros tantos en dirección contraria; se detuvo, volvió a ponerse en movimiento. Su mismo propósito de entrar impulsábale a ponerse lejos, como si la puerta de su vivienda fuese un trampolín, y necesitara tomar carrera para saltarlo.

II

—Ya ves, Lucas, mi situación es muy desagradable. Ausente tanto tiempo... mamá enferma... Entraré, ¿pues no he de entrar? Pero necesito preparar el ánimo... pensar las disculpas que debo darle... En fin, déjame aquí, vuelve tú a casa, y si está allí Braulio dile... No, no le digas nada. Entraré sólo... Y mamá, ¿duerme ahora? Descansará tal vez, y no conviene que me vea hasta mañana. Pero si está despierta, bueno sería que Braulio la preparase, diciéndole que ando por Francia, que he escrito, que me he puesto en camino al saber la enfermedad, que deseo me perdone... que llegaré por momentos...

Comprendiendo Lucas la penosa incertidumbre del hijo de su ama, discurrió que para capturarle convenía la intervención de persona más autorizada, y obrando con la presteza que el caso exigía, se internó en la casa. No habían transcurrido diez minutos cuando apareció de nuevo, acompañado de un señor obeso, el cual precipitadamente se abalanzó hacia Guerra, y abrazándole le dijo:

—¡Ángel, gracias a Dios!... ¡Qué alegría tan grande!

Y sin darle tiempo a responder ni a decir nada, le empujó hacia la puerta. Como Guerra se desembozase en aquel momento, el gordo notó que tenía un brazo en cabestrillo. «¿Qué es eso, hijo? Poca cosa, sin duda. ¡Ay, qué alegrón, pero qué alegrón!... ¡Y doña Sales que había perdido la esperanza de volverte a ver...!»

Cogiéndole de la mano sana y estrechándosela con cariño, le llevó por el portal adentro, sin que el otro hiciera resistencia. Los porteros, viejo y vieja, que desde el año 53 vivían dentro del garitón situado a la derecha, conforme entramos, salieron presurosos a ver la captura del señorito de la casa, pero sin atreverse a expresar con un solo gesto su satisfacción. El portal es bastante ancho, con suelo de empedrado fino: en el fondo, dos arcos de fábrica revocada dan ingreso a la escalera, de peldaños de pino reforzados en la huella con flejes de hierro. De abigarrados azulejos es el zócalo, y el barandal de hierro pintado de verde obscuro. Cuelga del alto techo un inmenso farol prismático y sin ningún adorno, especie de cajón de cristales, dentro del cual colea en forma de media luna la llama del gas. Más arriba, en el rellano del principal, hay otra luz, próxima a la puerta de cuarterones, por donde se entra en la habitación de los Guerras. Al penetrar en el portal y subir a la escalera, la opresión que Ángel en su pecho sentía se disipó de súbito, dejando espacio a una impresión de descanso y alivio. La casa en que había nacido, aquellas nobles paredes, con las cuales su niñez y su juventud parecían formar un todo indivisible, le habló ese tiernísimo lenguaje con que lo inanimado nos dice todo lo que sabe y puede decirnos. Una sirvienta anciana, que aguardaba en la puerta, echó sobre el hijo pródigo una mirada de tierna reconvención que le hizo bajar los ojos. Como Braulio entraba de puntillas, Guerra procuró no hacer ruido. Ambos se metieron en un despachillo próximo al recibimiento.

—La señora no duerme —dijo Braulio—; pero está descansando ahora de su ahogo, y una fuerte impresión le haría muchísimo daño. Verás a la niña si no se ha dormido aún. Pero quítate esa gorra, por Dios, que el pobre Ángel se asustará de verte en semejante facha. Hace mucho calor aquí, ¿verdad?

Aquel Braulio, administrador de los cuantiosos bienes de doña Sales, representaba cuarenta y cinco años; era grueso y rubicundo, usaba gafas de oro, y sus mejillas parecían dos rosas frescas, bañadas de rocío, porque en toda ocasión le veríais sudando y sofocadísimo, cual si volviera de una larga carrera; hombre, en fin, que siempre tenía calor de sobra, como estufa encendida al rojo, y que en invierno vestía de riguroso verano. Y no obstante la riqueza de su sangre, que parecía rezumársele por la piel, y encendérsele en llamaradas en los mofletes, su temperamento era frigidísimo y su carácter enteramente contrario a la prontitud y a la irascibilidad. Todo aquel lujo sanguíneo y aquella opulencia muscular servían de continente a la calma, a la paciencia, a la minuciosidad laboriosa y al método rutinario. Abanicándose con su hongo, dijo al recién venido estas cariñosas palabras: «Doña Sales te perdonará; ten por seguro que te perdonar».

Como Ángel se levantara para salir del despacho, Braulio le detuvo diciéndole: «No te muevas, no hagas el más ligero ruido, que la enferma es capaz de oír el vuelo de una mosca. Conviene no turbar su descanso».

Llegose a Guerra en aquel instante la criada anciana que le había recibido en la puerta, y oprimiéndole la cabeza, le besó en la frente, diciendo en voz muy queda: «Al fin el Señor nos ha tenido lástima y te ha echado para acá».

La buena sirviente tuteaba al señorito, a quien había visto nacer. Él no le contestó nada. Su emoción no se lo permitía.

Secreteando, la vieja habló de este modo: «Ahora parece que está como traspuesta. Ha cerrado los ojos; pero no me fío, no, y sospecho que se hace la dormida para escuchar mejor. Hasta mañana no conviene que la veas, Angelín de mi alma, y antes habrá que prepararla».

A esto asintió Guerra, y luego manifestó deseos de ver a su hija; pero la niña dormía en la alcoba inmediata a la de la señora, y no era prudente penetrar en ella.

En esto apareció la que llamaban Leré, quien ya sabía la vuelta del hijo pródigo, y le saludó desde el pasillo, sonriendo y llevándose el dedo a la boca, con lo cual, al mismo tiempo que expresaba la felicitación por la llegada, ordenaba silencio absoluto. Por indicaciones de la misma Leré, hechas también a usanza de sordomudos, Braulio y Ángel pasaron al comedor andando de puntillas, y allí pudieron expresarse con más libertad, pero siempre moderando la voz.

Íbase Guerra adaptando a su nueva situación; disipábanse su temor y vergüenza, y la casa natal le sonreía con amoroso agasajo. En el comedor no se habían alzado aún los manteles, y por la disposición de los cubiertos, así como por los esparcidos residuos de postres, se echaba de ver que habían comido allí cuatro personas. Intacto permanecía el puesto de doña Sales. El que ocupó su hijo durante tantos años, revelaba haber pertenecido aquella noche a la considerable personalidad del canónigo de Toledo. Guerra lo conocía, y se hubiera atrevido a jurarlo.

Entró Leré en el comedor, y después de reñir suavemente a Lucas y a una de las criadas, por no haber levantado los manteles, se llegó al señorito para preguntarle por aquel desperfecto del brazo. Contestole Ángel que no era nada, y con la mano sana dio un puñetazo en la mesa, diciendo:«¡Vaya que estar en mi casa y no poder ver a mi hija!»...

—Quien se ha pasado un mes sin verla —dijo Leré entre severa y bromista—, bien sabrá esperar una noche. La señora no puede conciliar el sueño, y al menor rebullicio se altera y le entra la congoja. Tenemos a Ción en el cuarto próximo. La puerta abierta. Sólo con que yo la cerrara, ya tendría la señora para calentarse la cabeza toda la noche. Pues digo, ¡si llega a sospechar que usted ha venido...! Dios mío, impresión tan fuerte, en su estado delicadísimo, podría perjudicarla... No, no; vayamos con tiento... Ahora cuando yo entre, si está despabilada, como es de creer, le diré: «Señora, noticias del perdido... A don Braulio le han dicho que le vieron en París la semana pasada». Y mañana se le dirá que hay telegrama... En fin, yo me entiendo.

Con estas cosas se arreciaba el tumulto que Guerra sentía en su conciencia. Al propio tiempo, le mareaban los ojos de Leré, acerca de los cuales conviene dar una explicación.

III

Ante todo, la joven aquella, cuya edad no pasaría de veinte años, soltera y natural de Toledo, había entrado en la casa con el carácter de institutriz o aya de la niña de Ángel, y tales aptitudes y cualidades reveló al poco tiempo de estar allí, que sus funciones se fueron multiplicando, y doña Sales le tomó vivísimo afecto, concediéndole su confianza en unión de Basilisa, la criada veterana; pero como más inteligente que ésta, tenía Leré atribuciones de mayor importancia en el gobierno doméstico. En aquellos días oficiaba también de enfermera, sin olvidar sus demás quehaceres, ni el cuidado engorroso de la chiquilla. En la casa la querían todos, altos y bajos, y su autoridad no fue nunca molesta, por el tacto singularísimo que siempre tuvo para imponerla dulcemente y sin humillación de nadie. Su actividad era tal, que no se concebía hiciese tantas cosas y desempeñara funciones tan distintas con un solo cuerpo. Iba y venía de estancia en estancia, ligera, sin que se le sintieran los pasos, y la servidumbre inferior se acostumbró pronto a no verse nunca libre de su incansable vigilancia.

Comprometido se vería el definidor de bellezas a quien mandaron poner a Leré en el grupo de las feas o en el de las bonitas, porque era su cara de las más enigmáticas que pueden verse, ininteligible o expresiva por todo extremo, según por donde se empezara a deletrearla. El blanco marmóreo de su tez contrastaba con lo negro de su pelo y de sus cejas, las cuales parecían dos tiritas de terciopelo pegadas en la piel. Mal figurada la nariz y no muy correcta la boca, blancos y desiguales los dientes, resultaba un conjunto dudoso, de esos que deben entregarse al personalismo estético y al capricho de los hombres. Además, sus ojos verdosos con radiaciones doradas hallábanse afectados de una movilidad constitutiva, de una oscilación en sentido horizontal, que la asemejaba a esos muñecos de reloj, que al compás del escape mueven las pupilas de derecha a izquierda. Cuentan que la causa de tal afección nerviosa fue que, hallándose su madre embarazada, tuvo un gran susto y la criatura salió con aquella vibración de los nervios ópticos, que científicamente se denomina nistagmus rotatorio. Como si esto no fuera bastante, contrajo, ya grandecita, el tic o maña de pestañear incesantemente, más a prisa cuando redoblaba su actividad en cualquier asunto, o cuando por diferentes motivos se excitaba; y de la oscilación horizontal de sus pupilas, junta con aquel abre y cierra de las pestañas largas y negras, resultaba un cruzamiento y enredijo tal de destellos y sombras, que, al hablar con ella, no se le podía mirar atentamente sin marearse. A veces ocurría el fenómeno extrañísimo de que, por efecto de un contagio nervioso, el interlocutor de la muchacha, si era la conversación algo viva, a poco que se fijase en los ojos de ella empezaba a tartamudear. Hasta que no se iban acostumbrando al cabrilleo de los ojos de Leré, las personas que con ella vivían pasaban muy malos ratos. De cuerpo era bastante esbelta, de mediana talla, el seno más abultado que lo que a su edad correspondía, la cintura delgada y flexible, el andar más que ligero volador, las manos listas y duras de tanto trabajar.

—Sí, prepárala gradualmente —le dijo Guerra—. Hazlo tú como te parezca mejor, y Braulio ayudará. ¿Está muy incómoda conmigo? Yo reconozco que no faltan motivos; pero también habrá algo que me disculpe... Mira Leré, hazme el favor de no pestañear tan vivo, que me mareas. Había ya perdido la costumbre de ver tus ojos, y créeme que es como si estuviese viendo el reflejo del sol en el agua movible.

Leré se echó a reír, y mirándole sin pestañear, abría mucho los ojos, cuyo movimiento oscilatorio no cesaba, porque era superior a su voluntad.

—¿Y no podrías —añadió Ángel— corregirte ese bailoteo de los ojos? Francamente, temo mucho que se le pegue a mi Ción...

—No se le pegará... Esto lo tengo porque mi madre...

—Sí, sí, ya sé la historia... Hablemos de otra cosa. ¿Y dices que mamá no duerme esta noche?

—Si acaso, algunos ratos, muy breves. No puede acostarse, y la tenemos en el sillón, derecho el cuerpo entre almohadas. Ayer estuvo tan bien que nos dio esperanzas pero esta tarde ¡ay, qué tarde! Creíamos que se ahogaba.

—El médico —apuntó Braulio, considerando que debía decir a Guerra toda la verdad—, se muestra muy reservado, y teme mucho que las impresiones morales influyan de un modo funesto.

—Me oprimís el corazón con vuestro pesimismo —dijo Ángel dominando su inquietud—. Mamá tuvo siempre una salud vigorosa. Si me dais a entender que los disgustos que yo le doy han podido, para destruirla, más que su naturaleza para defenderla; no tendré consuelo, y si ocurre una desgracia... No, no me digáis que mamá se muere. No, no me digáis eso: sed indulgentes. Mi maldad no es maldad, es fanatismo, enfermedad del espíritu que ciega el entendimiento y dispara la voluntad. Mi madre y yo pensamos y hemos pensado siempre de distinta manera. No es culpa mía... Cierto, ya sé lo que me vais a decir, cierto que yo debí, ya que no subordinar mi pensamiento al suyo, por lo menos contemporizar, disimulando... Pero no supe, no pude hacerlo, ni puedo. Mi fanatismo ha sido más fuerte que yo, y dado el primer paso, los acontecimientos me han llevado más lejos de lo que creí... Nada, nada, confiésame tú, Braulio, y tú también, Leré, que mis faltas no son de las que deshonran. Llamadlas, si os parece bien, imprudencia temeraria, desvanecimiento, exaltación política, tontería si queréis; pero no me digáis que soy un hombre de quien se debe huir como de un apestado. Eso no, eso no.

Leré contestaba suspirando, y en cuanto oyó la exculpación del hijo pródigo, se fue del comedor, llamada por sus quehaceres. Braulio, al quedarse solo con Ángel, le dijo en voz confidencial: «Mira, hijo, lo que más disgustó a tu mamá fue... Quizás sea mentira; pero me consta que se lo dijeron. Aquí no lo hemos inventado... Pues alguien le dijo que fuiste tú de los que mataron a ese pobre coronel conde de...

—¡Yo!... ¿quién ha dicho eso? Bah, bah. (Turbándose visiblemente.) Pues aunque lo fuera, quiero decir, aunque, por una fatalidad de pura táctica, de pura posición polémica ¿me entiendes? quiero decir, suponiendo que el deber, un punto de honor... relativo me hubieran llevado a tomar parte en aquella escaramuza... ¿qué responsabilidad moral tendría yo? Porque hay que considerar estas desgracias como accidentes de una acción militar... Concedo que tratándose de guerra civil, de lucha política, el caso no es glorioso que digamos..., pero es guerra ¿sí o no?, pues en toda guerra ocurren desastres y matanzas. No se pueden evitar... cae a veces lo mejorcito... no se repara... hay que matar para que no le maten a uno; hay que cerrar el paso a todo el que intente auxiliar al enemigo... Porque, fíjate bien, si dejamos que el enemigo se rehaga, estamos perdidos. Admitida la necesidad de la lucha, o partiendo del hecho fatal de la lucha... como tú quieras... tienes que concederme que las desgracias parciales son inevitables. De modo que... yo... ni sé quién cayó ni sé quién quedó en pie... Y francamente, Braulio...

No se mostraba éste muy atento a las excusas que con desordenado juicio daba el hijo de doña Sales, y con más ganas de dormir que de charlar, buscaba postura cómoda en dos sillas, abanicándose con La Correspondencia. Había pasado varias noches en claro, y su resistencia comenzaba a flaquear. Como el otro continuara defendiéndose, Braulio quiso llevar la cuestión a un terreno donde le fuera más fácil entrar en polémica.

—Has de saber que otro de los motivos del enojo de tu mamá es tu obstinación en vivir con esa chica de Babel, que es... lo que todos sabemos, y su familia un atajo de ladrones y tramposos. ¿Y esto no es deshonra, querido? y este escándalo ¿tiene alguna disculpa? ¿Te parece propio de una persona de tu posición y de tu nombre vivir de esa manera? ¡Y con qué apunte! Porque si al menos te hubieras echado una mujer de antecedentes regulares, nada más que regulares... Ángel, Ángel, lo primero que tienes que hacer cuando veas a tu mamá, y quiera Dios que puedas verla y hablarle, es manifestarte decidido a romper esas relaciones indignas... Mejor aún, anúnciale que ya las has roto, y esto será la mejor medicina para la pobre señora.

Tan agitado se puso Guerra, que no supo por dónde romper, y la ira y la compasión de sí mismo se disputaban su alma.

—Esa pobre Dulce... —dijo al fin—. Nadie la comprende más que yo. ¿Y cómo convencer a los demás de que esto que parece error no lo es? ¡Fuerte cosa que no pueda uno vivir con sus propios sentimientos, sino con los prestados, con los que quiere imponernos esta imbécil burguesía, entrometida y expedientera, que todo lo quiere gobernar, el Estado y la familia, la colectividad y las personas, y con su tutela insoportable no nos deja ni respirar... No culpo a mi madre, ¡pobrecita! por su intransigencia en este asunto, como en el otro; culpo al antipático medio social en que ha vivido, y a la tiranía de la clase, a la cual no ha podido ella sustraerse.

Braulio, a quien hacía falta un tema de conversación que le sirviera de excitante contra el sueño, apoderase gustoso de aquel, haciendo con los tópicos del sentido burgués, que fácilmente manejaba un sinfín de juegos dialécticos, a los que contraponía Guerra el aparato deslumbrador de sus ideas extremosas, cismáticas y anarquistas. Ambos contendieron sin que ninguno de los dos descubriese la falsedad de las ideas del contrario, por lo que la disputa fue un continuo saltar de lo mismo a lo mismo, o una oscilación mareante de derecha a izquierda, como el espasmo de los ojos de Leré.

IV

A eso de las once corrieron voces por la casa de que la señora descansaba, con letargo que parecía más seguro que los de las noches anteriores, y todos se dispusieron a descansar también. Quiso Guerra ocupar su cuarto; pero Leré se la quitó de la cabeza con esta observación: «El cuarto de usted está cerrado de orden de la señora. Yo tengo la llave y puedo abrirlo; pero estoy segura de que haremos un ruido infernal. La cerradura aquella suena como un tiro, y la señora se enterará, y la tendremos toda la noche cavilando y haciéndome preguntas».

Convencido Ángel por esta explicación, no quiso admitir de Braulio la cama que éste ocupaba en una pieza próxima al comedor, ni consintió tampoco que le pusieran un catre de tijera en el cuarto de la plancha. Prefirió dormir en un sofá de los varios que en la casa había, mejor dicho, acostarse, pues dormir le sería difícil, por la fuerte excitación de su cerebro. Braulio metiolo en su alcoba, que había escogido como lo más fresco de la casa; Leré y Basilisa se deslizaron como sombras hacia las habitaciones de doña Sales. En aquel momento entró D. León Pintado, que después de cuchichear en el pasillo preguntando por la señora, se coló en su abrigado gabinete, sin enterarse de la vuelta del pródigo. Cerrose la puerta principal; retiráronse los criados, y Ángel se quedó solo, errante y sin lecho en su propia casa. Había dejado encendida la luz del comedor, y desde allí, para distraer el insomnio, hizo varias excursiones por todos los aposentos que estaban abiertos. Calzado con zapatillas que no chillaban, sus pasos eran como los de un ladrón. Conocía tan bien todas las vueltas de su casa y la disposición de los muebles, que andaba de aquí para allí en la penumbra sin tropezar en nada, y lo que sus ojos no podían ver, veíalo y apreciábalo con los del espíritu. Paseaba sus pensamientos de rebeldía y su alborotada conciencia por los mismos sitios en que había correteado de niño, cabalgando en un bastón; reconocía los lugares donde consumó alguna travesura, veinticinco años antes; el rincón donde su mamá le tomaba las lecciones o le daba la azotaina; la estancia donde había pasado la convalecencia del sarampión; y con estas memorias acudían a su mente otras más próximas, dulces y amargas, referentes a la época de sus bodas, del nacimiento de Ción, de la muerte de su esposa. La imagen de su madre se le había clavado en el cerebro como una idea fija, foco y raíz de innumerables ideas radiales, y la llevaba consigo en su ambulación nocturna, tan pronto atormentado como consolado por ella.

En una de aquellas excursiones fue a dar al salón de la casa, en el cual apenas veía por dónde andaba, a la escasísima claridad que del mechero del recibimiento venía por un montante; pero su memoria y su imaginación daban luz y cuerpo a todos los objetos. En aquella pared, el retrato de su madre, del tiempo en que se usaba el peinado de cocas, a esta otra parte el de su difunto papá, D. Pedro José Guerra, con una levita de esas que no se ven ya mas que en los sainetes, prenda, además, que el respetable sujeto se puso muy pocas veces en su vida. Todo lo demás que en el salón había, íbalo viendo y reconociendo en la obscuridad, los floreros dentro de fanales, el reloj quieto y mudo, guardado también dentro de una redoma de vidrio, la sillería de damasco color de canario, los dos confidentes de caoba y rejilla, las cortinas y varios adornos de consola, Juana de Arco por un lado, las Parcas por otro. Pasó de allí, casi a tientas, al próximo gabinete, y reconoció con la memoria su propio retrato, pintado quince años antes, cuando sus compañeros de instituto le llamaban Guerrita. «Estoy cargantísimo —decía—, con mi aire de niño aplicado, mis cuellos hasta las orejas y un librito en la mano». Con grandísima cautela anduvo por allí, porque sólo un delgado tabique separaba aquel gabinete de la alcoba de doña Sales; se sentía el penetrante olor del éter, y a ratos las voces de Leré y Basilisa, que alentaban y consolaban a la enferma. La voz de ésta también llegó a los oídos de Ángel, débil, oprimida, despedazada, como si en jirones la sacara del pecho. Tan viva pena le produjo aquella voz, que se retiró de allí por no oírla, y vagando otra vez, fue a dar con su cuerpo en el cuarto de costura de doña Sales, donde la señora solía estar todo el día, aposento que más que ningún otro conservaba la impresión del ama de la casa y como su molde personal. Aquella era la sede de su autoridad doméstica, pues allí cosía, hacía media, repasaba la ropa, asistida de sus criadas, allí daba las órdenes a la cocinera, recibía a los chicos del tendero, pagaba las cuentas, y recibía en audiencia a su administrador. No era allí completa la obscuridad, pues por la ventana del corredor de cristales entraba la claridad de la luna llena. Ángel reconoció el sillón de su madre, las enormes cestas de la ropa lavada, el pupitre en que la señora hacía sus apuntes, y en el cual tenía dos o tres cestillos con plata menuda y cuartos, para el gasto ordinario. De aquellos cestucos sacaba las pesetas y medias pesetas que daba a su hijo los domingos por la tarde. Ángel tenía la seguridad de que, buscando bien en los roperos de aquella habitación, se encontrarían restos de su juguetería de antaño, algún caballo sin patas, sus huchas rotas, el cinturón de hacer gimnasia, o vestigios de la imprentilla de mano en que él y sus amigotes habían tirado los números de La Antorcha Escolar, periódico del tamaño de un pliego de papel de cartas, en verso libre y prosa más libre todavía.

Echose en el sillón, que era blando, de gastados muelles, pues la señora, hallándose muy cómoda en él, no quiso componerlo nunca, y allí la idea fija tomó tal fuerza en su espíritu y con tal vigor reprodujo su imaginación la persona de la madre ausente, que poco faltó para que sus ojos creyeran verla. Cabalmente, en tal sitio le había echado doña Sales grandes pelucas, de niño y de hombre. Tan bien conocía el genio de la buena señora, su manera de argumentar y los registros que usaba, que su fantasía se lanzó locamente a construir el tremendísimo responso que habría de echarle en cuanto tuviera salud y aliento, y aun antes, pues harto sabia él que la enérgica doña Sales, con sólo un hilo de voz moribunda, era capaz de abroncarle sin miramiento alguno. Como si la estuviera oyendo, sabía Guerra que su madre le hablaría de este modo:

«Yo creí que esta vez tendrías siquiera vergüenza. ¿Cómo te atreves a presentarte delante de mí? Yo no te he llamado; yo me había hecho a la idea de no verte más. ¿Qué buscas, qué esperas? Si sabes cómo piensa tu madre y cuánto abomina de ti, ¿qué quieres de ella? ¡Que te perdone! Perdonado otras veces, has vuelto a tus locuras con más ardor; has obrado villanamente conmigo, haciendo lo que sabes que me desagrada, dejando de hacer lo que sabes es de mi gusto. Yo te he criado con esmero, y he consagrado mi vida a tu felicidad; tú parece que vives para mortificarme y escarnecerme, porque tu conducta es mi sonrojo, y ni una sola vez me hablan de ti que no sea para avergonzarme. ¿Para qué he de hablarte del nombre de tu padre, si ni su nombre ni el mío significan nada para ti? Cuando tus locuras no consistían más que en hacer el tonto, barbarizando entre otros tan majaderos como tú, podría tu madre ser indulgente contigo. Pero ahora que has pasado de las palabras a los hechos, y no así como se quiera, sino hechos criminales, perdonarte sería ponerme yo a tu nivel. No; no te arrimes a mí; acepta la responsabilidad de tus actos, y si la policía te coge, y te llevan atado codo con codo a cualquier presidio, no seré yo quien te compadezca. Olvidaré que eres mi hijo; no te reconozco como tal; los sentimientos de madre me los trago, los devoro y nadie verá en mi rostro señales de condescendencia ni debilidad. ¿Has oído? ¿Te has enterado bien?»

Esto lo diría doña Sales con su amenazador empaque, tiesa de cuerpo dentro de la férrea máquina del corsé, que daba a su busto la rigidez estatuaria, seca y altanera de lenguaje, inflexible en su orgullo y en la dignidad de su nombre. Pertenecía la tal señora a la renombrada familia de los Monegros de Toledo, en quien se cifraba, según ella, toda la honradez y respetabilidad del género humano. Sin pretensiones aristocráticas, doña Sales creía representar en su persona esa nobleza secundaria y modesta que ha sido el nervio de la sociedad desde la desamortización y la desvinculación. «Mis abuelos fueron humildes —decía—, mis padres se enriquecieron con el trabajo y los negocios lícitos. Somos personas bien nacidas, cristianas, decentes, y tenemos para vivir, sin haber quitado nada a nadie, sin trampas ni enredos, sin que la maledicencia pueda poner tacha al buen nombre mío ni al de mi marido. No queremos suponer, ni echamos facha; no usamos escudos ni garabatos en nuestras tarjetas; somos pueblo hidalgo y acomodado; pagamos religiosamente las contribuciones, y obedecemos a quien manda; nos preciamos de católicos apostólicos romanos, y vivimos en paz con Dios y con el César». Esta profesión de fe salía de la autorizada boca de doña Sales siempre que se le presentaba ocasión de ello, recalcando en la hidalguía sin boato de los Monegros y los Guerras, en que jamás debieron un cuarto a nadie, ni tomaron nada que no fuera suyo, protestando de que en política permanecían siempre en los términos medios, y en los matices más incoloros de la gama. A su marido, el señor don Pedro José Guerra, le dominó siempre, amoldándole a su propia hechura, y gracias a esto, aquel buen señor fue toda su vida liberal tibio y pálido, persuadido de que lo decoroso para un hombre de bien es no meterse en politiquerías; sujeto tan medido en todo, que nunca prestó dinero sino a réditos módicos y racionales, y con sólida garantía, que jamás hizo cosa alguna que disonara en medio de la afirmación social; tan enemigo de la tiranía como de las revoluciones; religioso sin inquisición, liberal sin bullangas; amante del progreso material; pero sin entender ni jota de estas novedades ambulosas y enrevesadas, traídas acá por los estudiantes, los ateneístas y los que viven con ideas y gustos de extranjis.

V

Al exordio de su madre, Ángel no contestaría nada. Sabía por larga experiencia que la contradicción la sacaba de sus casillas. Mejor era dejarla que se desfogase, guardando las réplicas para cuando la elocuencia de ella principiase a desmayar. Después del estilo severo, la dama había de usar el sarcástico en esta forma: «Pero tú, ¿qué caso has de hacer de esta pobre mujer ignorante, que no ha ido a la Universidad, ni sabe leer esos libracos franceses? Claro; tú, destinado a reformar la sociedad, y a volverlo todo del revés, levantando lo que está caído y echando a rodar lo que está en pie, eres un grande hombre, un pozo de ciencia. No estoy a la altura de tu sabiduría. Verdad que hasta ahora no has hecho más que borricadas, vomitar mil blasfemias delante de otros tan tontos como tú, juntarte con lo más perdido de cada casa, y embaucar a los cabos y sargentos para que salgan por ahí como unos cafres y asesinen a sus jefes. ¡Vaya, que te estás cubriendo de gloria! Tenemos que ponernos vidrios ahumados para mirarte, porque el resplandor de tu aureola de gloria nos ciega, y de tu cerebro salen las llamaradas del genio, como de una fragua magnífica, en que se está forjando el porvenir de la humanidad. ¡Vaya, que me ha dado Dios un hijo, que no me lo merezco! Lo malo es que mientras la humanidad no se resuelva a dejarse arreglar por estos profetas de papel mascado, a mi hijo y a otros como él hay que mandarles a Leganés, ya que no hay encierro para los memos. ¡Lástima grande que esta sociedad tan tonta no os comprenda, y siga despreciándoos y teniéndoos por unos grandísimos imbéciles! ¡Ay, qué equivocación haberte dado crianza de caballero y haber puesto sobre tu cuerpo una levita! A estos grandes hombres hay que dejarles con su trajecillo corto y su baberito, para que estén más en carácter cuando nos hablen de todas esas bienandanzas que nos van a traer... Lo que es en ésta os habéis lucido, y agradece a Dios que aquí no hay gobiernos que sepan castigar. Si los hubiera, ya os arreglarían bien, y tendríais que guardar eso que llamáis dogmas y eso que llamáis el credo... ¡Valiente credo! para predicárselo a los salvajes del África.

«Otra cosa tengo que decirte. Por lo visto, te has decidido a ser revolucionario práctico, y a predicar con el ejemplo, porque todos esos ¡dogmas! que quieres meternos en la cabeza con ayuda de los militronches, no tienen maldito chiste sin la salsa del amor libre, y he aquí por qué el muy salado de mi niño vive amancebado con una princesa de la ilustre dinastía de los Babeles, cuya filiación puede verse en el Almanaque Gotha... o de la Gota. Lo que nosotros llamamos escándalo, inmoralidad, pecado, estos redentores lo llaman ley de humanidad ¿no es eso? anterior y superior de la ley escrita; y aunque para los que vivimos en el mundo civilizado, de esto a volver a la edad salvaje, no hay más que un paso, el sabiondo de mi hijo no lo ve así, y hace vida matrimonial con su tarasca, cuyos hermanos cuando no están presos los andan buscando. Claro, para regenerar la sociedad hay que empezar por lo de abajo, y buscar nuestra compañía en las barreduras sociales. Hay que enseñar el dogma, ¡vaya con el dogma! a la prostituta, al ladrón y al falsificador, y sacar de los presidios la sociedad que ha de ocupar los sitios donde hoy estamos las personas honradas. Eso, eso; suprime las leyes, así religiosas como sociales, destituye a Cristo crucificado, y al Papa, y al Rey, al Gobierno y a la Sociedad.

No seas tonto; puesto a ello, suprime también la vergüenza, que es otra de las antiguallas que estorban; y como vas a destronar las clases y los nombres y todo, empieza por abolir la ropa, introduciendo tú y tu querida la moda de salir a la calle con taparrabo».

Al llegar, a esta parte del discurso, ya Guerra no podría contenerse más tiempo en el silencio respetuoso, y diría: «Mamá, si tratas la cuestión de esa manera, y con tanta pasión y mala fe, no puedo contestarte. Me callo y te dejo con tus exageraciones, quedándome con las mías, si lo son, y con mis errores, pues reconozco que algunos hay en mí».

Entonces doña Sales pasaría súbitamente al tercer período de su sermón, que era el de la cólera ciega y estrepitosa, sin admitir réplica; cólera acentuada con imponente mímica.

«Cállate, mal hombre; ya que no me consideres como madre, tenme el respeto que se debe a una señora. Estás envileciendo el nombre honrado de tu padre y el mío, y si aún tus actos no son mirados como vergonzosos, es porque las ridiculeces que hay en ellos dejan poco espacio a la vergüenza. No hables delante de mí; aquí vienes a oír y callar, y a someterte. Ya que no por mí, que soy vieja y me moriré pronto de los disgustos que me das, podrías enmendarte por tu hija, a quien transmitirás el nombre de un loco aventurero, de un estrafalario sin ley, sin honor, y sin formalidad. No consiento tus explicaciones, que son siempre las mismas, ni tus arrepentimientos; que son el principio de la reincidencia. No te nombran una sola vez nuestros amigos, los amigos de tu padre y de toda mi familia, que no sea para sonrojarme. Me vas a matar... Pronto te quedarás solo y podrás campar por tus respetos, y harás cuanta tontería y cuanta barbaridad se te antoje. ¡Pobre Ción, pobre angelito, en tus manos...! Dime, ¿qué vas a hacer de esa pobre niña? ¿La vas a educar en las estupideces de tu escuela, sin Dios, sin ley, sin honor? Esto me vuelve loca... Te pegaría, estaría pegándote hasta que el palo se rompiera en mi mano; te pondría una mordaza; te encerraría en una prisión, hasta que te quedaras en los huesos, y abjuraras de tus disparates ridículos... No me quemes la sangre, no contradigas a tu madre, que se ha desvivido por educarte, por hacer de ti un hombre recto y juicioso como tu padre, y como todos los Guerras y Monegros del mundo... Si no te escucho; si no quiere saber tus razones estúpidas; si no cedo un ápice de mis convicciones; si eres un simple, y un loco, y un disoluto, y ante mí tu papel es callar y bajar la cabeza, y no hacer ni pensar sino lo que yo te mande que pienses y hagas... ¡Silencio!»

Con todo este poder imaginativo iba Guerra componiendo previamente la terrible filípica de su madre, calcada en las que infinitas veces había oído de sus labios. Tan seguro estaba de que doña Sales le hablaría conforme al patrón o modelo de rúbrica, que lo hubiera escrito de antemano; por vía de prueba, seguro de que la realidad no habría de diferir de la ficción sino en palabra de más o de menos. Pero al fin le venció el cansancio, y se quedó dormido con ese letargo tenebroso, abrumador y calenturiento, que parece el último período de una fuerte borrachera. Primeramente, soñó que andaba por los últimos pisos de una casa en construcción, saltando de viga en viga, por entre las cuales se veían los pisos inferiores. Todo ello, a izquierda y derecha, era como inmensa jaula de maderos, algunos rodeados de sogas. Ángel corría y saltaba, movido de un hondo afán inexplicable. De pronto le faltaba el piso, sus pies quedábanse en el aire y caía, sin que la velocidad le impidiera razonar aquel viaje aéreo, contando los pisos que recorría, tercero, segundo, principal, bajo, y calculando rápidamente la manera de caer para no estrellarse. Pero esto no le salvaba, y con la violencia del choque las piernas se le embutían dentro del cuerpo, sentía los fémures penetrando al través del estómago y pulmones y saliendo por los hombros como charreteras...

Este sueño sin relación alguna con la vida real, solía tenerlo Guerra cuando su cerebro se excitaba por vivas impresiones deprimentes, caso muy común, pues cada persona tiene su manera especial de soñar, y su pesadilla que podríamos llamar constitutiva. Hay quien sueña que va por galería interminable, buscando una puerta que no encuentra nunca; hay quien se cae en un pozo, y quien corre desalado tras su propia sombra llevando los pies metidos en los bolsillos. Pero además de aquel sueño de la caída, Guerra solía tener otro, relacionado con una impresión real de su niñez, de la cual quedara profunda huella en su mente, como esas cicatrices que por toda la vida conservan en la piel la desgarradura del tejido.

Un día de Julio del 66, teniendo Ángel doce o trece años, se fue de paseo con otros chiquillos de su edad, compañeros de instituto. Concluidos los exámenes, entretenían sus ocios en largas correrías por el Retiro y Castellana, hablando pestes de los profesores, o discurriendo alguna desabrida y fútil travesura, propia de la edad del pavo. ¿A dónde irían aquella mañana? ¿Qué había que ver aquella mañana? Pues nada menos que un espectáculo muy nuevo para ellos, el fusilamiento de los sargentos del 22 de Junio. Algunos sentían inexplicable terror; otros, entre ellos el intrépido Guerrita, votaron por la asistencia. Sí, era preciso ver aquello, que sabe Dios cuándo se volvería a ver. La ardiente curiosidad pueril pudo más que el instintivo recelo de las emociones demasiado fuertes. No había que vacilar, y allá fue la banda saltando de gozo. Averiguado que el acto se verificaría hacia la Plaza de Toros, pusiéronse en camino, y antes de llegar a la Cibeles supieron por el rumor público que los reos venían ya por la calle de Alcalá de dos en dos, en coches de alquiler, escoltados por parejas de la Guardia Civil a caballo. Corriendo como exhalaciones, anticipáronse a la fúnebre procesión a fin de tomar sitio en el lugar del suplicio. La muchedumbre, no muy grande, que a la husma del siniestro espectáculo acudía, fue detenida en la Cibeles por la Veterana; pero los chicuelos, burlando la orden de atrás, atrás, se escabulleron hacia arriba. Cerca del Retiro vieron pasar los coches... Guerra observó las caras de los sargentos... ¡Pobrecillos! Algunos llevaban ya la lividez de la muerte impresa en sus rostros atezados, los menos querían aparentar una serenidad que se les caía del semblante, como máscara mal sujeta.

Al parar los coches para que bajaran de ellos los reos, que eran veinte, atados codo con codo, la confusión era grandísima. Arremolinose el gentío; la tropa no pudo aislar a los reos sin repartir algunos culatazos; pero las mujeres, más intrépidas que los hombres, y los chiquillos, que se filtran por todas partes, pudieron acercarse por un momento a las víctimas. Guerrita vio a una mujer que, abriéndose paso a fuerza de empujones, ofrecía cigarros a los sargentos. Uno de éstos, que en el espantoso trance alardeaba de estoicismo, echose a reír y despreció el ofrecimiento con palabras groseras: «¿Para qué... quiero yo cigarros ahora?» Colocose también una aguadora, que intentaba vender vasos de agua fresca a las víctimas; pero hubo de salir a espetaperros. Angelito no se acobardó cuando la tropa empezó a despejar para formar el cuadro, y eso que su miedo era grande; le amargaba horrorosamente la boca; sentía dolorosa opresión en el pecho; pero la curiosidad pudo más que el instintivo terror, y se hubiera dejado pisotear por los caballos antes que renunciar a meter su hocico en la hecatombe.

Formose el cuadro, y fuera de él la tropa seguía conteniendo a los curiosos; pero el gran Guerrita se coló, sin darse cuenta del procedimiento, por entre los caballos, por entre las piernas, por entre los fusiles. Sentíase más delgado que un papel, y tan difuso como el aire. Sin saber cómo, hallose junto a un seco arbolillo en el cual pudo encaramarse, próximo a un montón de escombros, en el extremo superior del cuadro, junto a la tapia de la Plaza. Un hombre que parecía loco, logró escabullirse también en aquel sitio. Guerra le vio aparecer en el montón de escombros como si de entre las piedras y el cascote saliera. Ninguno de los dos se asombró de ver al otro. Imposible apreciar ni sentir cosa alguna fuera del espectáculo terrible que se ofreció a los ojos de entrambos. El pavor mismo encendía la curiosidad del buen Guerrita, que olvidado del mundo entero ante semejante tragedia, miró el espacio aquel rectangular, miró a los sargentos, que eran colocados en fila por los ayudantes, como a un metro de la tapia... Unos de rodillas, otros en pie... El que quería mirar para adelante miraba, y el que tenía miedo volvía la cara hacia la pared... Un cura les dijo algo y se retiró... Inmediatamente, las dos filas de tropa que habían de matar avanzaron... La primera fila se puso de rodillas, la segunda continuaba en pie. No se oía nada... Silencio de agonía. Nadie respiraba... ¡Fuego! y sentir el horroroso estrépito, y ver caer los cuerpos entre el humo y el polvo, fue todo uno. Caían, bien lo recordaba Guerra, en extrañas posturas y con un golpe sordo, como de fardos repletos, arrojados desde una gran altura. Todo fue obra de segundos, piernas por el aire, pantalones azules, cuerpos tendidos de largo a largo, otros en doblez, caras boca abajo, otras con la última vidriosa mirada fija en el alto cielo. Algún alarido estridente rasgó el silencio lúgubre, posterior a la descarga, y el humo se deshizo en jirones pálidos... Olor a pólvora.

El desconocido que parecía demente salió otra vez de entre los escombros, los ojos desencajados, los cabellos literalmente derechos sobre el cráneo. Por primera y última vez en su vida observó Guerra que la frase del cabello erizado no es vana figura retórica. La cabeza de aquel hombre era como un escobillón, su rostro una máscara griega contraídas por la mueca del espanto... De su cuadrada boca salió, más que humana voz, un fiero rugido que decía: «¡Esto es una infamia, esto es una infamia...!» Ángel se quedó sin movimiento, quiso huir del espectáculo terrible y del hombre aquel, no pudo; se había quedado inerte, paralizado, frío. Aún vio algo más: algunos soldados se acercaron a rematar a los que aún vivían, disparándoles a quemarropa. Concluido el acto, avanzaron algunos señores, hermanos de la Paz y Caridad, y echaron sobre los cuerpos de las víctimas sábanas blancas. Más miedo le daba a Guerra el verlos así, que descubiertos. Echose a llorar, quiso rugir también como el desconocido energúmeno, a quien no volvió a ver, por más que lo buscaba en el rimero de cascote con espantados ojos. Podría creerse que se habría escurrido entre las piedras.

No supo tampoco Guerra cómo se bajó del árbol, ni cómo se escabulló entre la tropa. En pocos segundos encontrose lejos del sitio en que vio lo que ya le pesaba haber visto... Recibiendo empujones fuertísimos por una parte y otra, avanzó buscando a sus camaradas; pero no les halló ni cerca ni lejos. Anduvo largo trecho sin dirección fija, arrastrando sus pies por el polvo, pues era tiempo de fuerte sequía... La impresión recibida era tan honda, que no se dio cuenta de los lugares por dónde iba ni de la gente que encontraba al paso. Dábase cuenta sólo de los toques de corneta que le rasgaban los oídos. A lo mejor era empujado por una racha de gente que retrocedía ante los jinetes de la Guardia Civil; poco después hallábase solo, frente a los yermos y solitarios campos del este de Madrid. De repente empezó a sentir un gran malestar físico, debilidad, opresión, náuseas, y fue acometido de vómitos violentísimos. Se sentía tan mal, que rompió a llorar, y pidió socorro... Por fin, andando a tropezones, y teniendo que sentarse de trecho en trecho para tomar aliento, pudo llegar al Prado, y de allí tardó lo menos una hora en ir a su casa, donde le recibió su madre con amor, no sin echarle una fuerte reprimenda, en cuanto se enteró de la función a que el diabólico muchacho asistido había.

Tres días estuvo en cama, y por las noches le atormentaba la opresora pesadilla, reproduciendo en toda su terrible verdad la trágica escena. Uno de los pormenores que con mayor viveza persistían en su mente, era el del hombre aquel desconocido, con cara de mascarón griego y cabellos como púas. En ninguna ocasión de su vida volvió a ver a semejante sujeto, por lo cual llegó a sospechar que carecía de existencia real, que era ficción de su mente, y forma objetiva que tomó su terror en aquel momento que jamás olvidaría, aunque mil años viviera.

VI

Como subsiste indeleble hasta la vejez la señal de la viruela en los que han padecido esta cruel enfermedad, así subsistió en la complexión psicológica de Ángel Guerra la huella de aquel inmenso trastorno. Siempre que se destemplaba moralmente, confundiéndose en su naturaleza el acíbar de una pesadumbre con el amargor de la bilis, y se acostaba caviloso y algo febril, despuntaba en su cerebro la terrible página histórica, alterada quizá conforme a ley del tiempo, pero sin que faltaran en ella ni el hombre del cabello erizado ni los infelices sargentos pataleando entre charcos de sangre. Y aquella noche, después de caído desde el piso más alto de la casa en construcción, y cuando otra vez lentamente sabía ¡cosa extraña! con las piernas embutidas en el cuerpo, tuvo la siniestra visión... Su angustia y pavor eran los mismos que en los días de su niñez, cuando sobrecogido y temblando entre las sábanas, le atormentaba la reproducción de lo que había visto. El grado último, irresistible, de la opresión cardiaca determinaba el despertar. Lanzó un ay lastimero, y abrió los ojos, revolviéndose en el sillón. Al propio tiempo, alguien le tocaba al hombro. En aquella transición nebulosa de la falsa a la verdadera vida, vio al abrir los ojos, algo que le obligó a cerrarlos inmediatamente, un brillo tembloroso como de lentejuelas que se mueven al sol... Volvió a mirar, dudando si era ficticia o real la impresión recibida, y...

—¡Ah! Leré... No creas, estaba despierto; sólo que...

—¿Quiere usted que le traiga chocolate?

—Ante todo, ¿cómo está mamá? —preguntó Ángel restregándose los ojos.

—No ha pasado mala noche. Algunos ratitos de molestia. Ya sabe que anda usted por París, y que ha telegrafiado, y que va a venir a escape. Más tarde se le dirá que está en camino.

—Eso es, y que vengo por los aires... montado en una escoba.

—Lo que importa es evitarle un golpe, una sorpresa peligrosa. De aquí al mediodía, puede usted hacer el viaje de París a Madrid.

— Bueno, bueno; me someto a lo que queráis... Pero con la niña no necesitamos de esos estudios. Tráemela al momento.

—¡Eh! ¿qué es eso? ¿Ya empieza el despotismo? (Con gracejo y bondad.) Dentro de un ratito la levantaré. Es muy temprano.

—Me la traes enseguida.

—Poco a poco. ¡Qué genio tan vivo! La niña es impresionable, como su papá, y además muy charlatana. Por mucho que se le predique, será difícil evitar que lleve a la abuelita el cuento de que su papá está aquí.

— ¿Pero qué farsa es esta? (Sulfurándose.) ¿También quieres impedirme que vea a mi hija? Leré, no me saques la cólera. Aquí mando yo, quiero decir, en lo que concierne a la niña, manda su padre. Obedéceme, o te armo un escándalo.

—¡Ay, qué genio de hombre! Tenga usted calma. Yo lo arreglaré. Ante todo, ¿quiere café o chocolate?

—¡Veneno... es lo que me das tú con tus prohibiciones estúpidas! (Paseándose por la habitación.) Soy un extraño en mi propia casa, y me tratan como a un huésped importuno. Te digo que me traigas a Ción, o voy por ella.

En esto entró Braulio, recién salido de las ociosas plumas, y quiso buscar una componenda.

—Vamos, Ángel, hazte cargo de las circunstancias. Verás a la niña en cuanto haya estado un ratito con su abuela. Procuraremos entretenerla por acá; para que no nos estropee la comedia que hemos de representar. Ven al comedor, donde ya tenemos a nuestro don León Pintado tomando su chocolate.

De muy mala gana pasó Ángel al comedor, protestando de tanta disposición restrictiva, y de tanta traba y expedienteo, y allí tuvo el disgusto de ser abrazado por el canónigo toledano, quien, servilleta en pescuezo, se levantó para salir a su encuentro, diciéndole:

«Angelito de mis entretelas, ven acá. ¡Qué grata sorpresa, y qué medicina para tu madre! Eso del brazo no es nada ¿verdad? Siéntate, y... pecho al soconuzco. ¿Con que otra vez por aquí?... Alleluia. Has hecho bien, hombre, bien, bien, en venir a consolar a tu pobre madre y a reconciliarte con ella. Alleluia. Habrá indulgencia plenaria y olvido de lo pasado».

Aunque Pintado no le era simpático, agradeció Ángel sus frases cariñosas y de concordia. Tenía el canónigo gran predicamento en la casa, y su actitud tolerante era señal de que las cosas irían por buen camino. Jamás, la verdad sea dicha, hicieron buenas migas el hijo y el confesor de doña Sales, pues aquel tenía de éste mediano concepto, juzgándole un vividor, amigo de arreglos y de no llevar nunca las cosas por la tremenda, más atento a su propio interés que al rigor de las ideas, y por esto le toleraba como un anal atenuado, que preservaba de mal mayor. Natural de Illescas, deudo y protegido de los Guerras y los Monegros, había sido capellán de las Micaelas en Madrid, y de esta posición obscura lleváronle las influencias de doña Sales y de sus amigos y parientes a la silla del coro metropolitano, en la cual vivía bien a sus anchas, pronto a plantarse en Madrid si su protectora manifestaba deseos de consultarle algo, o en cuanto se empeoraba de sus males crónicos.

Era (como recordará quien conozca la historia de Fortunata) corpulento y gallardo, de buena edad, afable y conciliador, presumidillo en el vestir, de absoluta insignificancia intelectual y moral, buen templador de gaitas, amigo de estar bien con todo el mundo, mayormente con las personas de posición. Mejor tresillista que teólogo, sus admirables disposiciones para aquel juego, así como para el ajedrez, se habían desarrollado en la vida soñolienta y desocupada de la ciudad imperial. Por doña Sales tenía veneración, y habría dado cualquier cosa de precio, verbigracia, su mejor roquete, por reconciliarla definitivamente con el hijo, apretando en la cabeza de éste los tornillos que, según decía se le habían aflojado. Pero es el caso que las exhortaciones del capellán de la familia oíalas Ángel como quien oye llover, y cuando se liaban en alguna controversia de política o de moral, Pintado salía con las manos en la cabeza, aun cuando en muchas ocasiones la razón estaba de su parte. Pero, lo que pasa: así como a un combatiente no le vale de nada el arrojo si carece de brazos, a Pintado maldito de lo que le servía la razón, no teniendo razones.

Contestó Guerra con frases de pura fórmula a las afectuosas de D. León, y ambos esquivaron entrar en el fondo del asunto, como dicen los discutidores, pues los momentos no eran propicios para disputas graves. La llegada del médico concentró la atención de todos en la enfermedad de la señora: Augusto Miquis consideró que la vuelta del hijo pródigo podría influir lisonjeramente en el estado de doña Sales, siempre que se evitaran las emociones hondas y repentinas; y después de ver a la enferma, volvió al comedor, recomendando cariñosamente a Guerra que se presentase a su madre como dispuesto a variar de conducta, haciéndole en aquel trance delicado el sacrificio de todas las ideas que contrariaban a la pobre señora y afligían su espíritu.

«Bueno, bueno, bueno —decía Guerra media hora después, paseándose en el comedor, con las manos en los bolsillos—. Por, sacrificios míos no quedará.

Y acordándose en aquel instante de la infeliz Dulce, lanzó al espacio un suspiro como un templo, en el cual envueltas iban estas ideas. «¡Pobrecilla!... borrada de mi mente desde que estoy aquí. No, no es justo que yo la olvide... ¡Qué iniquidad! ¡Maldita suerte mía! ¡Que me vea yo en este conflicto diabólico! ¡Que no pueda yo entrar en mi casa sin dejarme a la puerta ideas, sentimientos que no es fácil arrancar de mí! ¡Maldita suerte mía!»

Dijo esta última frase en alta voz y Braulio, que presente estaba, se alarmó. «Ángel, ¿qué estás mascullando ahí? —le dijo—. ¿No hemos convenido en que se acabó todo eso... todo eso que...?»

El buen administrador no pudo concluir la frase. Guerra, que fácilmente se enardecía, parose ante él, diciéndole con desabrido tono: «Braulio, la vida no es fácil más que para los tontos. Bienaventurados los que tienen la cabeza vacía, porque de ellos es la felicidad. Si yo fuera una máquina, no me vería delante de estos problemas.

—¡Problemas! —exclamó Braulio con desdén, pues no conocía más que los de la aritmética—. Pero ¿quién te mete a ti en... eso? Lo que dice D. León: hay que apretarte los tornillos de la cabeza... ¡Problemas! ¿De qué?

—De sentimiento, hijo, de razón, y de... Cuanto más discurro, más se me salen de su tuerca los tornillos estos. El que me los apretara, me haría un grandísimo favor, aunque me dejase más tonto que Pintado, que es cuanto hay que decir.

Disponíase Braulio a contestar, atacándole con las armas del sentido común, no tan al alcance de su mano como él creía, cuando oyeron ambos en el pasillo unas pataditas rápidas y sonoras. Guerra se lanzó a la puerta, y antes que Ción entrara, la cogió en brazos, dándola mil besos y estrechándola contra su corazón. Detrás venía Leré, el dedo en la boca, sonriendo y recomendando silencio y formalidad.

—Cuidadito, Ción con lo que te he dicho. No, chilles ni alborotes. Tu papá te comprará el ajuarito de cocina, si eres buena.

En la exaltación de su cariño, Guerra, tan pronto besaba a la chiquilla, como a la muñeca que traía en sus brazos.

VII

Ción callaba, un tanto cohibida por las extremosas caricias de su padre, a quien no había visto en algún tiempo. Desproporcionada en su desarrollo intelectual, que aventajaba al del cuerpo, sus seis años, si parecían diez por la inteligencia, representaban cuatro por la estatura. Su precocidad manifestábase en la inquietud ratonil, en el afán de apreciar por sí misma todas las cosas, tocándolas, revolviéndolas, examinándolas por dentro y por fuera, en el flujo de hacer preguntas por todo y para todo, ansia de saber, prurito de observación, reconocimiento del mundo en que se han abierto los ojos, y tanteo del terreno vital en sus diversas zonas morales y físicas. Era delgaducha, ojinegra, más graciosa que bonita; su cara diminuta, toda expresión, viveza, prontitud; su agilidad pasmosa, acortando lo más posible la distancia entre el deseo y el acto. Llenas de cardenales y arañazos estaban sus rodillas, las manos magulladas, resultado de aquel incesante rodar por el suelo, de aquel encaramarse en sillas y mesas, como si el instinto la impulsara ciegamente a baquetear su naturaleza, desgastando la sobrante energía vital.

Los niños olvidan pronto a los ausentes; pero también con prontitud reanudan sus familiaridades interrumpidas. Al cuarto de hora de hallarse sobre las rodillas de su papá, Ción le trataba como si no hubiera dejado de verle, y restablecía la antigua confianza y las libertades que con él solía tomarse. Ni un segundo se estaba quieta; si su padre no la sujetara, veinte veces se habría desprendido de su brazo para volver a trepar sobre él otras tantas, y no pudiendo moverse, se desahogaba con una granizada de preguntas y observaciones.«Papaíto, ¿por qué tienes el brazo colgando de ese pañuelo?... Papaíto, ¿por qué no has entrado a ver a la abuelita?... ¿Vas a comer hoy en casa? Come, sí, que Leré ha mandado traer pescadilla, que a ti te gusta tanto... Te enseñaré la sillería que me compró el marqués, verás... pero los cajones de la cómoda no se abren, y las sillas están todas paticojas... Después voy a lavar este pañuelo... ¿No es verdad que tú quieres que lo lave? Dice Leré que me mojo, y qué sé yo qué... ¡Qué mentira tan grande! Yo no me mojo... Déjame, déjame, que voy a decirle a la abuelita que estás aquí. No lo sabe... Verás qué alegre se va a poner.

No había medio de sujetarla, y para entretenerla allí, Leré le trajo las muñecas, los mueblecitos y vajillas, ocupando casi toda la mesa del comedor. Su padre, que en todas ocasiones era complaciente con la niña, en aquella no ponía ninguna tasa a sus peticiones ni a sus caprichos. Leré trinaba contra Guerra al ver en manos de la chiquilla cuanto ésta deseaba. ¿Quería lavar? Pues le ponía delante una jofaina con agua. ¿Quería fregotear las sillitas hasta desteñirlas y echarlas a perder? Pues el padre se prestaba a la operación, ofreciendo también su ayuda para abrir en canal a una muñeca, y sacarle la estopa que formaba sus carnes. ¿A la niña se le antojaba armar un castillejo con las tazas y copas, no de juguete, que sobre la mesa estaban? Bien. ¿Que se rompían? Mejor. Y si Ción quería subirse sobre la mesa, él la ayudaba; y si quería arrastrarse por debajo de ella, también.

—Usted la pierde consintiéndole todo —dijo Leré reconviniendo con igual severidad al padre y a la hija—. Así, en cuanto usted llega, ya está otra vez la niña ingobernable.

Protestó Ángel contra esto, y dejándose llevar de su carácter iracundo, la emprendió con Leré, diciéndole que no entendía palotada de educar niños; que éstos necesitan moverse y ejercitar sus nacientes facultades; que el sistema de prohibiciones viene a ser como ligaduras que oprimen los músculos y detienen la circulación, y que el efecto de dichas ligaduras se ve en las anquilosis que se forman luego, así en lo físico como en lo moral. «Y en resumidas cuentas —añadía—, aquí mando yo, y quiero que Ción celebre mi vuelta recobrando su preciosa libertad, según los dictados de la Naturaleza. Yo pregunto: ¿qué importa que Ción rompa ese plato? Nada. ¿Qué importa que se haya mojado el delantal? Con ponerle otro, hemos concluido».

—Sí, y aquí estoy yo para pasarme todo el día quitándole y poniéndole delantales —dijo la maestra riendo—. Como si hubiera poco que hacer en casa.

—Nada, nada —dijo Guerra sin hacer caso de la exhortación muda que con su mirar severo le dirigía Braulio, suspendiendo la lectura de El Imparcial—. Hoy, Ción, eres libre. ¿Qué quieres tú? ¿Degollar la muñeca? Pues perezca esa bribona en castigo de sus culpas. ¿Qué más quieres? ¿Echarla de remojo para que se destiña toda, y luego secarla con la falda del trajecito? Muy bien, bien. Esa vajilla está muy usada. ¿Quieres majarla en el morterito hasta que sea polvo, y después echar agua y hacer un pisto y dárselo a comer al buey de cartón para que engorde? Muy bien pensado me parece. Marchemos, y yo el primero, por la senda constitucional.

Incomodábase Leré, y para no ver el escandaloso espectáculo de la anarquía triunfante, emigraba del comedor. Braulio refunfuñó tímidamente una opinión contraria a tal sistema educativo, lo que enardeció más a Guerra, llevándole a extremar y generalizar sus argumentos.

—Desengáñate, tonto —decía mientras la niña, debajo de la mesa, arrancaba las patas de las sillitas para metérselas por los ojos al buey de cartón—; las prohibiciones, impidiendo el desarrollo, encanijan física y moralmente a los niños. Lo mismo pasa con las sociedades. Con tanta tutela y el mírame y no me toques del poder central, ¿qué resulta? Que los pueblos no se ejercitan, que no se educan, que se vuelven idiotas y lisiados, y desconocen sus propias energías.

Algo pasó aquella tarde que pudo extrañar a los que no estaban habituados a los rasgos de penetración de doña Sales; pero que a Pintado, al administrador y a Leré no les cogieron de nuevas. Sorprendida la señora de que Ción no pareciese por su cuarto, preguntó la causa de esta inexplicable ausencia. Diéronle varias versiones, que la astuta señora aparentaba creer. Al fin, para que no se calentara la cabeza, lleváronle a la niña, encargándole que no nombrase a su papá delante de la abuela, y empleando, para ganar su ánimo, promesas y caricias antes que amenazas. La chiquilla, que era más lista que la pimienta, hízose cargo de la situación, y al presentarse a doña Sales, cumplió fielmente la consigna. Pero al poco tiempo, como se dedicara con insano ardor a los mismos juegos inconvenientes de por la mañana, y doña Sales antes de reprenderla la llamase a sí, con la intención de amansarla con su cariño, la chiquilla se negó a obedecer diciendo con muy mal modo: «No quiero». Entonces la señora, como quien recibe una luz del cielo, se llevó las manos a la cabeza, y dijo con acento de profunda convicción:

—¿La niña se insubordina? Mi hijo está en casa.

El primer impulso de los allí presentes fue negarlo; pero sus contradictorias y vagas expresiones no convencían a doña Sales, quien repitió la frase, añadiendo:«A mí no me engañan. Anoche tuve como un presentimiento de que mi hijo estaba cerca. Le sentía sin oírle, y le adivinaba... no sé por qué. Luego, lo que me dijisteis de si había telegrafiado, si venía pronto, y qué sé yo... pareciome una farsa para prepararme. ¿Acierto?

—Pues bien, señora mía —dijo D. León Pintado con solemnidad, poniendo cara dulzona—, alleluia... Anoche llegó, por cierto arrepentidísimo de sus errores y dispuesto a corregirse.

—Pero tú, Leré, y tú, Braulio, os habéis pasado de precavidos. Bueno, os perdono esa diplomacia tan lenta y con tantos trámites, y me declaro en estado de perfecta preparación. Que entre ese loco, que ya me muero por verle y abrazarle.

VIII

Abriose la puerta; pero quien entró por ella no fue ese loco, sino Basilisa, susurrando: «Sr. de Miquis». Éste apareció en seguida, y doña Sales le dijo riendo: «Estoy de enhorabuena, doctor. Ha parecido el prófugo. Esto me ha sentado mejor que los brebajes de usted, que saben a demonios, sobre todo, ese extracto de... no sé qué. Dígame: ¿vienen esos señores a la consulta? ¿No sería mejor que antes viera yo a mi hijo?»

Miquis opinó que ante todo la consulta. «Los compañeros ya están ahí. Aguardan en la sala. No quiera que me la vean a usted bajo la influencia de una emoción fuerte.

—Si estoy serena, doctor; si me encuentro ahora muy bien.

—El estado general no es malo, mi querida doña Sales; pero se me ha puesto usted nerviosilla, y no será extraño que el corazón nos juegue una mala pasada. ¿A ver ese pulso? (Tomándolo con profunda atención.) Calma, calma, señora mía. Procure usted tranquilizar su ánimo. Al Kronprinz que aguarde en la puerta. Si quiere usted hacer extremos de sensibilidad con alguien; si siente usted arrebatos de amor, abráceme a mí, que estoy decidido a curarla para casarme luego con usted.

Doña Sales y todos los presentes se echaron a reír. Otro médico de mejor sombra que aquel Miquis, no lo había en Madrid. Consolaba a los enfermos con su carácter festivo y sus humoradas familiares; inspirábales confianza en el tratamiento, robusteciendo la moral, y encubriendo la aridez adusta de la ciencia con las flores más agradables del trato urbano. Por esto y por su saber y experiencia clínica tenía tanto partido. Doña Sales le apreciaba mucho, y cuando murió el Sr. Martínez de Castro, fue su heredero en la dirección médica de la casa el buen Miquis, discípulo y ayudante predilecto de aquel sabio eminente. Era doña Sales señora muy mirada, muy atenta a las conveniencias sociales, cuidadosísima de su persona; obedeciendo a cierta presunción decorosa, que más valiera llamar decencia. Aunque se estuviera muriendo, no se presentaba nunca al médico desgreñada y a medio arreglar. Según ella, si se viste a los cadáveres; también deben vestirse los enfermos. En esto era la señora la misma pulcritud, el decoro personificado, y aquella tarde de la consulta, considerando ésta como un acto de etiqueta en las relaciones del enfermo con la sociedad, se hizo peinar con exquisito esmero sus cabellos blancos, en bandós; se puso el corsé, prenda que no abandonaba sino cuando le era imposible soportarle, y la bata de las solemnidades, de raso, negra con listas blancas. Antes aguantaría sin chistar los mayores dolores y molestias, que presentarse en facha innoble delante de personas entrañas. El día que le dieron el Viático, se peinó y vistió de la misma manera, porque si rendía tributo a la idea religiosa, también acataba la sociedad y la ciencia, dando al César lo que del César es. Hallábase, pues, como he dicho, sentada en su sillón, muy tiesa, muy aseñorada, muy convencida de que lo enfermo no quita lo decoroso, y de que debemos padecer y morirnos con las formalidades correspondientes a la clase a que pertenecemos.

Había sido mujer de figura arrogante, que conservaba en sus años maduros, y de la cual hacia gala siempre, imponiéndose la disciplina del corsé, coquetería decente que merece respeto. Su cuerpo derecho y gallardo, su busto de formas abultadas por delante, su espalda sin curva, sus bien aplomados hombros y su carnoso cuello ofrecían, a los sesenta años largos, un buen ver que la señora cuidaba sin afeites, como se cuida una buena casa de sillería, a la cual no hay que sostener con apeos ni revocos, basta con que se vigile la trabazón arquitectónica. Mas si perfecta era la conservación de su cuerpo estatuario; no podía decirse lo mismo del rostro, en el cual el tiempo se había vengado de su impotencia para estragar el talle, pues de las facciones hermosas, aunque duras, de doña Sales, apenas quedaban vestigios. Cara de pocos amigos, ningunos tuviera si con la afabilidad de la palabra no conquistara en segunda instancia todos los que en la primera perdía. El pelo, con sus añadidos correspondientes, era todo blanco, y las cejas enteramente negras; la nariz de caballete, la piel pergaminosa, toda pautada de finísimas arrugas que modelaban las facciones; la boca armada de una magnífica dentadura postiza.

Nacida en Toledo, como su esposo, genuino cigarralero, en aquella provincia y su capital tenía fincas urbanas y rústicas, y parentela variada, quiere decir, rica y pobre. Rarísimas veces iba la señora a su pueblo, porque le desagradaba el moverse, y tenía aversión invencible al tren; pero conservaba relaciones constantes con personas de allá, principalmente con un señor de muchas campanillas, D. José Suárez de Monegro, primo suyo, a quien Ángel solía llamar Don Suero. De él, así como de los parientes pobres, se hablará después.

Momentos antes de empezar la consulta, Miquis fue a la sala, donde Ángel estaba, y llevándole a un rincón, le dijo:«Mala cabeza, fíjate bien en esto. Tu mamá está grave, no debo ocultártelo, y la gravedad de esta clase de lesiones no es independiente, en buena doctrina fisiológica, del estado moral; de modo que éste puede influir en aquella determinando cierto alivio, o dándonos un disgusto cuando menos se piense. Mucho cuidado, Angelito. Si con tantas lecciones y fracasos, no estás decidido a corregirte para siempre de tus locuras, hazle entender a tu madre que lo estás. Dale este consuelo, bruto; ayúdame a combatir el mal».

—¿Puedes dudar que lo haré? ¡Mala idea tienes de mí, Augusto!

—Y otra cosa. La primera entrevista, que sea natural, sin aquello de ¡madre mía, hijo mío! Nada de escenas de teatro. Yo me encargo de prepararos la anagnórisis, de modo que entres y la saludes como si la hubieras visto ayer. Siempre será difícil evitarle una emoción intensa; pero con tal que sea expansiva y no nos vengan después fenómenos deprimentes, no importa. Cuidado, Ángel, domina tu carácter, ponte un freno, y si es preciso un bozal; conviértete en el hombre más comedido, más burgués, más neutro y más anodino del mundo.

Guerra le contestó con un fuerte apretón de manos, y cuando Miquis y los dos médicos pasaron a ver a la enferma, quedose en la sala, aguantando la visita de dos amigos íntimos de la casa, el marqués de Taramundi, inquilino del cuarto segundo, y D. Cristóbal Medina. Uno y otro son conocidos maestros, el primero como hermano del Amigo Manso, el segundo como esposo de María Juana, una de las tres casadas que dieron tanta guerra a nuestro amigo Bueno de Guzmán, y ambos eran tipos acabados de la ciudadanía correcta y sensata, del estado llano con pretensiones directivas, hombres de menguada inteligencia y de instintos acomodaticios y vividores. Si Guerra les profesaba cordial antipatía, ellos miraban con el mayor desprecio al desgraciado hijo de doña Sales. En las conversaciones que solían entablar, Ángel les tomaba el pelo, como vulgarmente se dice, ridiculizando las expresiones enfáticas de Taramundi, y los pedestres alardes de sentido común del bueno de Medina, con lo cual doña Sales se volaba, llevando muy a mal que su hijo bromease con personas para ella tan respetables y tan bien ajustadas al canon social. Taramundi, que andaba por aquellos años de puntas con el Gobierno, porque éste no había querido traerle diputado, no hacía más que lamentarse de lo mal que iban las cosas públicas, presagiando desdichas, y viendo en cualquier suceso una catástrofe nacional. Fáciles de contar eran sus pensamientos por lo escasos, su lenguaje pobrísimo y reducido a una escasa baraja de palabras, su tono hueco y retumbante como el de una zambomba. Usaba con abrumadora frecuencia de ciertas expresiones y figuras, y rara vez dejaba de decir: «¿Cuál es la meta a que todos nos proponemos llegar? Pues la meta no es otra que la nivelación de los presupuestos». O bien: «Yo entiendo que hay una meta en la cual el carro del progreso debe detenerse». Y con esto de la meta tenía tan mareados a todos los de la tertulia, que Ángel no hablaba nunca con él sin sacar a relucir también, por chanza, su poquito de meta.

Medina hablaba un lenguaje ramplón, alardeando de campechana claridad y de sentido proverbial y refranesco. Creía que con dos palabras resolvía todas las cuestiones y cortaba las más empeñadas disputas. Se jactaba de expresar la opinión neutra, y malquisto con todos los políticos, no argumentaba más que con los apuros del contribuyente. Limitadísimo en su dialéctica, no había quien le sacara de aquel terreno, y hasta para la cuestión más sencilla y más apartada de las cargas públicas, había de sacar mi hombre el espantajo del afligido contribuyente. Una noche, en trinca de hombres solos, se enfureció tanto Ángel por la terquedad marrullera con que Medina defendía una tesis absurda, que no se pudo contener y le soltó esta barbaridad: «Sepa usted que me revientan las economías, y que me chiflo en el contribuyente».

IX

Ambos le saludaron y celebraron su vuelta, sin aludir explícitamente a los tristes sucesos del 19 de Septiembre, y, cada cual en su tonadilla, endilgaron una exhortación al revolucionario. No sé cómo se las compusieron, que en la de Taramundi salió la infalible meta, y en la de Medina el nefando peso de las contribuciones. Ángel no quería chocar, y se resignó a oírles en calma.

Los dos doctores, que con Miquis constituían la facultad consultiva, pasaron a ver a la enferma. Gran contrariedad para ésta tener que despojarse de su corsé y someterse a las auscultaciones, palpaciones y al examen impertinente de la ciencia, amén de las enfadosas preguntas; algunas de tal calidad, que doña Sales tenía que afinar su delicadeza y discreción para contestarlas. Durante mediano rato fue su busto guitarra o pandereta de aquellos señores, que la tocaban por aquí y por allí, aplicando el oído, y observando cómo entraba y salía del corazón la sangre, y los ruidos que hacía por aquellos caños y tubos internos. Satisfecha la curiosidad científica, los sabios pasaron a deliberar al gabinete próximo, y Miquis reclamó la presencia de Ángel, pues la consulta, en buena ley, debía verificarse delante de una persona de la familia. La discusión no fue en verdad muy larga, El más viejo de los tres, el Sr. Carnicero, glorioso veterano de San Carlos, sostenía que la insuficiencia aórtica; perfectamente apreciable a la auscultación y al tacto, era esencial, mientras que el otro, Moreno Rubio, teníala por fenómeno sintomático, y calificó el mal esencial de endocarditis, originada por accesos reumáticos sucesivos, que habían ido lesionando paulatinamente el tejido del corazón y disminuyendo energía. Señal de la endocarditis era la palidez del rostro de la enferma, sin perjuicio de su robustez, la hinchazón de las piernas, y los dolores pungitivos en la región precordial. Por virtud de la misma insuficiencia aórtica dilatábanse los ventrículos, produciendo la compensación. Pero había el gravísimo peligro de que se rompieran las sinergias. Moreno Rubio, algo aficionado a emplear figuras en sus deliberaciones, completó su pensamiento en esta forma: «Si nos faltan las sinergias, mi querido Sr. Carnicero, si esas activas mediadoras entre el sistema nervioso y la función cardíaca nos presentan la dimisión, un breve síncope puede traernos un desenlace muy funesto».

—Oyó el anciano con expresión de incredulidad benévola el dictamen de su compañero, que había sido discípulo, y le faltó tiempo para calificar la enfermedad de asma esencial, explicando, en apoyo de su opinión, el proceso de la esencialidad, que Moreno Rubio y Miquis habían oído mil veces de boca del maestro, así en la cátedra como en las consultas, Y casi casi lo podían repetir de memoria sin equivocarse ni en una sílaba. Firme en su doctrina, propuso el Galeno del antiguo régimen las emisiones sanguíneas y los derivativos. Moreno Rubio se manifestó contrario en absoluto a las sangrías, ventosas y sanguijuelas, y recomendó la convallaria, los tónicos; la digitalina y el uso constante de los bromuros, indicando para los accesos de disnea inhalaciones de oxígeno.

En cuanto a Miquis, más avanzado aún que su compañero, si aceptaba el diagnóstico de éste, no estaba de acuerdo con él en el tratamiento, y era partidario de la menor cantidad posible de medicación farmacéutica. De Carnicero aceptó los purgantes, de Moreno la cafeína; pero rechazó la digitalina, prefiriendo la preparación de la digital a estilo casero, cociéndola y administrándola en infusión. En cuanto a las sangrías, no había que pensar en semejante cosa.

Luminoso fue el debate, y muy bonito para cualquier academia, aunque para la salud de doña Sales resultaba de una esterilidad manifiesta, pues ya fuese el mal como lo describía el uno, ya como el otro lo pintaba, el peligro era indudable, y así lo reconocían ambos desde sus respectivas posiciones científicas, acordes también en el desastroso efecto que había de producir en la enferma toda impresión moral demasiado fuerte. La paz del ánimo era el auxiliar más positivo de la acción terapéutica, mucho reposo, y ninguna contrariedad. Hermanando con arte supremo la psicología y la medicina, Miquis les explicó el carácter entero y tozudo de doña Sales, su propensión a la inflexibilidad y a las resoluciones inquebrantables. No había más remedio que evitarle la contradicción, y procurar en todo caso que su rígida voluntad no tuviera que romperse ni doblarse: Esto se lo dijo a sus compañeros para que lo entendiera Ángel, que escuchaba todo con atención profunda.

Terminada la consulta, volvieron los tres al lado de doña Sales (ya nuevamente apasionada dentro de su corsé y en postura de besamanos), para despedirse de ella y darle consuelos y esperanzas, asegurándole con la hipocresía más caritativa que se hallaba muy bien. Contestoles la paciente con gratitud, y también les endilgó su poquito de farsa hipócrita, diciéndoles que se notaba mejoradísima, y que la consulta le infundía una confianza y una seguridad a prueba de disneas y síncopes. Siguieron unos toquecitos de broma por parte de Miquis, y se disolvió la junta, siendo Carnicero el primero en desfilar. Partió después Moreno Rubio, a quien el marqués de Taramundi ofreció su coche, y en la sala quedaron Augusto, Ángel y D. Cristóbal Medina, que pretendía pasar a saludar a la enferma. Hízolo con permiso del médico, y en tanto Miquis y Ángel hablaron brevemente.

—Ya lo has oído, querido Ángel. Tu madre puede vivir ¿quién lo duda? si conseguimos restablecer la regularidad circulatoria, ayudados del reposo moral. ¡Lo moral, el espíritu!... Maldita llave. Como se destemple, cuenta que se te desafinarán todas las notas de la gaita. No sería yo médico si no fuera un poquito psicólogo, y no veo salvación para tu madre si no conseguimos equilibrar su temperamento. Considera que tus lamentables desacuerdos con ella, de diez años acá han contribuido no poco a las averías de su trastornada mecánica vascular. No echo sobre ti toda la culpa; la reparto por igual entre los dos. Si tú eres terco y absoluto, absoluta es ella y de una pieza. Pero tú no estás enfermo y ella sí. A ti te corresponde ceder, transigir, quitar de en medio todas esas diferencias de apreciación y de conducta, aparecer... digo aparecer porque no me atrevo a mayores pretensiones, aparecer en completa concordancia con ella, dispuesto a someterte a su voluntad y a vaciarte en el molde de sus opiniones.

Impresionado por la consulta, y por la situación de su madre, cuya gravedad entendió tan bien como los médicos, Guerra no decía nada, mostrando su conformidad con enérgicos movimientos afirmativos de cabeza, resuelto a poner en ejecución lo que su amigo le recomendaba, por creerlo no sólo conveniente, sino justo y profundamente humanitario.

Pasó después Augusto al cuarto de doña Sales, a quien, halló en gran parla con Medina, muy animada y risueña. Leré le preparaba la mesita para comer, ayudada por Ción, la cual mostraba en este trajín doméstico una oficiosidad graciosa y una diligencia que solía concluir con romper algún plato. Lo primero que hizo Miquis fue alejar a Medina, diciendo que la conversación, aun con persona tan juiciosa, perjudicaba a la enferma; despidiose el otro; sirvió Leré la comida, y mientras doña Sales despachaba con mediano apetito una sopa tapioca y un alón de pollo, con medio vaso de vino en agua de Seltz, el médico psicólogo la preparó para el paso crítico de la entrevista, empezando por asegurar que Ángel no parecía el mismo, tal mudanza habían hecho en él los desengaños. Convenía, pues, en provecho de todos, que el delincuente arrepentido fuese tratado con consideración, no abroncándole con el recuerdo de sus botaratadas. Si se comprometía doña Sales a pasar una esponja sobre todo lo pasado, Augusto salía garante de la sumisión incondicional del hijo.

La enferma creyó, o afectaba creer lo que su médico le decía, y a todo se avino, luciendo aquel formulismo social que tan magistralmente manejaba. Miquis empleó su viva imaginación y su fácil palabra en un ingenioso trabajo sugestivo para incrustar, digámoslo así, en la mente de doña Sales la idea de que no debía permitirse la emoción más leve ante su hijo, recibiéndole como si le hubiera visto aquella misma mañana y todos los días. En suma, pretendía crear en la enferma un estado psíquico normal, y con tal arte presentó la cuestión, que la señora, echándose a reír, se dio por bien sugestionada y le dijo: «Sí, si estoy convencida de que Ángel no ha faltado de casa un solo día... Basta de brujerías, doctorcito. No necesito que me manipule usted más. Quedamos en que no ha pasado nada extraordinario, en, que le recibiré como si le hubiera visto hace una hora y viniese de una corta diligencia en la calle, por ejemplo, de preguntarle a usted si tomo la digital dos veces o cuatro durante la noche. Y para concluir, si ese tonto está oyéndonos detrás de la puerta, que entre de una vez. No, si no me altero, si estoy tranquila... Entra, bobo, y basta ya de comedia».

X

Entró, y a pesar de todas las preparaciones, tanto él como doña Sales experimentaron al verse frente a frente, una emoción que no por bien reprimida dejaba de traslucirse. Ángel, sombrío y balbuciente, dijo a su madre: «Mamá, estoy aquí... deseando agradarte... y si eres indulgente... como creo...

—¿Qué es eso de indulgencias? —rectificó Miquis prontamente—. Tú entras diciendo que yo ordeno y mando que tome la digital cuatro veces por la noche.

En el rostro de doña Sales fluctuaba una sonrisa; tan pronto iniciada como desvanecida y vuelta a iniciar sobre sus labios incoloros. Hizo sentar al reo en la butaca próxima, y con aparente tranquilidad le dijo: «He estado bastante malita... es decir, muy mal, lo que se llama muy mal, no, ya me siento bien».

Acerca del brazo enfermo de Ángel, no pronunció una palabra. Observaba callando. El hijo en tanto no sabía qué decir, y su situación era la de un menor de edad que vuelve de cumplir condena en el colegio por desaplicación o travesura grave. Habló del tiempo y de las enfermedades que asolaban a la familia de su amigo D. Cristóbal Medina. «María Juana —dijo—, no levanta cabeza hace tres meses, y su tío don Serafín tiene paralizado todo el lado izquierdo». Después expresó risueñas esperanzas respecto a su propia curación, alentada por Miquis, que le aseguraba podría andar por toda la casa la semana próxima, metiendo en cintura a todos sus sirvientes. El médico se retiró intranquilo, con el recelo de que, cuando él no estuviera delante, no irían las cosas tan a la buena de Dios. Confiaba en la prudencia de Guerra, quien, como culpable, carecería de vigor ofensivo y defensivo; pero temía que la iracunda doña Sales no pudiera contenerse y se disparara. Al despedirse de Ángel en la puerta, le recomendó que en caso de altercado evitara toda réplica descompuesta, y añadió que si algo ocurría, se le avisase sin pérdida de tiempo. Vivía muy cerca de allí.

Mandó a Leré su ama que abriese el cuarto de Ángel. Ya la muchacha se había anticipado a esta orden, y el señorito tenía su habitación dispuesta para dormir. Pero él declaró que se quedaría en vela, acompañando y cuidando a su madre, pues Leré y Basilisa debían de estar rendidas. «Más lo estarás tú, hijo —le dijo la enferma—, que acabas de llegar, y anoche no dormiste en cama». Como él insistiera, doña Sales no quiso llevarle la contraria. Después de acostar a la chiquilla, Leré preparó a la señora para el descanso nocturno, quitándole el corsé, colocando las almohadas bien mullidas en la silla larga donde dormía, pues no se acostaba en cama desde que se le agravó la enfermedad, liando en su cabeza un pañuelo de seda, envolviéndole los pies en bayetas. Explicó al señorito los medicamentos que se habían de administrar, añadiendo que a la menor duda la llamase, pues ella tenía el sueño muy ligero y acudiría con prontitud. Puesta en el lavabo la lamparilla enfermera, con pantalla, retirose Leré, y se acostó vestida en su cama por orden de la señora. El sosiego y la calma reinaba en la alcoba y todo hacía creer que la enferma pasaría bien la noche.

Al quedarse solos, la madre y el hijo se contemplaron sin hablarse. «Si me dice algo fuerte —pensaba Ángel—, o me callaré como un muerto, o le diré a todo que sí». Doña Sales no tenía sueño, pero respiraba con facilidad, síntoma favorable. El sueño vendría. Lo malo era que habiéndose acostumbrado a no ver al hijo durante su enfermedad, el tenerle allí la impresionaba, motivando una fuerte congestión de pensamientos en el cerebro. Del mismo modo, para Guerra era una gran novedad hallarse frente a su madre después de ausencia tan larga, y de tantas aventuras y lances peligrosos. Tampoco él tenía ni pizca de sueño, a pesar de la mala noche anterior. Miraba a su madre y le parecía mentira que estuviese callada, que no soltase contra él todo el fuego de su carácter despótico. Pasó algún tiempo en semejante situación, ella mirándole, él viéndose mirado y sintiéndose como delante de un juez. Llegó a pensar que más valía un corto y vivo diálogo de explicaciones que aquel silencio sordo, precursor de tempestades. Doña Sales lo rompió al fin, diciendo a su hijo en tono muy pacífico: «Mañana es menester que visites de mi parte a la familia de Medina, y te enteres de cómo están en aquella casa. Es una gente a la cual debemos mil atenciones».

Ángel replicó que lo haría con mucho gusto, y a sus palabras siguió otra pausa larguísima. Pero si doña Sales no hablaba a su hijo más que con los ojos, el volcán le hervía por dentro. Con la voz interior, doña Sales echaba de este modo los tiempos a su hijo:

«¡Y quieres hacerme creer en tu arrepentimiento, grandísimo farsante, hipócrita, insensato! Tu sumisión es una comedia inventada por el bueno de Miquis, deseoso de evitarme disgustos y con los disgustos la agravación de mi enfermedad; comedia a que te prestas tú, porque en medio de tus extravíos quieres algo a tu madre, y no deseas su muerte... ¿Pero cómo he de creer en tu arrepentimiento, si tus ideas están remachadas, si tu carácter es puro bronce? Finges someterte para que yo no empeore. ¡Ay! ¡si este corazón mío no estuviera descompuesto, cómo te arrancaría yo esa máscara infame! Pero más vale que me contenga. No quiero morirme, no quiero, pues la idea de que esta casa, de que esta pobre niña van a quedar en tus manos, sin traba alguna, me horripila, me quita la conformidad con la voluntad del Señor, y me hace morir sin paz, tal vez en pecado mortal... Me contendré y fingiré creer en tu arrepentimiento».

Al llegar a esto, doña Sales se agitó un poco, manifestando alguna ansiedad en la respiración. Acercose alarmado Guerra; pero la señora le dijo: «No es nada... Éter, un poco de éter...» La enferma pareció tranquilizarse, y firme en su papel, volvió a decir que se sentía mejor. «No es preciso que veles. Estarás rendidísimo. Échate en el sofá, y descabeza un sueño».

Ángel no quiso obedecerla en esto, y se sentó frente a ella, vigilándola con profundo interés. Sin mirarle, doña Sales continuó con la voz interior su catilinaria en esta forma:

«Cuando un hombre olvida su posición social, el respeto que debe al nombre honrado de sus padres, como lo has olvidado tú, no tiene derecho a ser admitido en la compañía de las personas regulares. Yo me avergüenzo de ti y de tu conducta, y cuando me cuentan tus hazañas, se me oprime el corazón y se me paraliza la sangre. Aquí tienes la causa de mi enfermedad. Nos esforzamos en no dar a conocer nuestra pena, y por dentro se desarregla toda la máquina... Yo le doy esto al más pintado, a ver si lo resiste. Una persona como yo, que en su familia no ha visto nunca más que ejemplos de honradez, de cristiandad y de moderación, ¿ha de sufrir con calma que su hijo, su unigénito, se pase la vida entre la gente más desalmada, tramando conspiraciones soldadescas, pretendiendo invertir la sociedad para traernos aquí la anarquía, y eso que Taramundi llama el cuarto estado, que yo entiendo es el populacho ignorante, vengativo y puerco? ¿Hase visto delirio semejante?... Pero ¡ay, hijo mío, que si todo esto es mucho, tú hazaña última da a todas quince y raya! Todo lo sé, todo lo sé, que aquí tengo a mis amigos que me informan punto por punto... Y por fin no han fusilado a ese Campón; lo que prueba, como dice Taramundi, que aquí no hay Gobierno, y estamos a merced de los pillos... Pues no contento con mangonear en todo ese infernal desbordamiento revolucionario, se sospecha que anduviste con los que asesinaron vilmente a los dignísimos oficiales que iban a cumplir con su deber... Esto, esto me ha llegado al alma... Esto, esto me abrió en al corazón la brecha por donde se sale toda la sangre a borbotones para correr y agolparse donde no debe... Esto, esto me ha formado aquí, en medio del pecho, el nudo horrible que ataja la sangre y me corta la respiración. Podría yo haberme resignado a la vergüenza de tu radicalismo bárbaro, de tus conjuraciones dementes, y a que te divorciaras de tu familia y de mis amigos de toda la vida; pero esto de unirte a los asesinos, esto de matar a hombres de honor, esto, Ángel, es tan grave que... que... ¡Ay, Dios mío, paréceme que me entra la disnea!... No, me contendré... Alejaré del pensamiento las ideas tristes, y procuraré ahogar la cólera... Dios mío, ¿cómo quieres que viva así? No es posible. Rezaré un poco, a ver si pasa. ¡Virgen Santísima, que no me ahogue tan pronto!... Ya, ya pasa. No ha sido más que un amago... Respiro bien».

XI

Entre tanto Guerra, sin sueño alguno, inquieto al ver que su madre no dormía, y no atreviéndose a entablar con ella un diálogo festivo para entretenerla, pues temía que a lo mejor las expresiones cariñosas se agriasen en los labios del uno o del otro, dejaba correr sus miradas por el techo de la habitación, y sus pensamientos por toda aquella última etapa de su vida, tan llena de extraños accidentes. La imagen y el recuerdo de Dulce le perseguían. Consideraba lo que padecería la infeliz, sola y sin recursos, ignorando las causas de la ausencia de él. «Anoche salí con propósito de volver pronto —pensaba—, y esta es la hora. ¡Pobre Dulce! No dormirá en toda la noche... Se le ocurrirán mil desatinos... que me ha cogido la policía... qué sé yo... ¡Cuanto más considera uno la farsa de este convencionalismo en que vivimos, más ridícula nos parece! Yo pregunto ¿qué razón humana ni divina, bien entendido lo divino y lo humano, se opone a que yo traiga conmigo a Dulce cuando vengo a esta casa, a que nos quedemos aquí los dos, viviendo con mi hija y mi madre...? Pero ya oigo la respuesta. Ninguna razón, divina ni humana se opone; lo que se opone es el comedión social, y el carácter y las ideas de mi madre... ¡Dulce en esta casa! Parece que sólo de pensarlo revienta un volcán, o se abren las cataratas del cielo y se nos viene encima otro Diluvio Universal. Nada, nada, para que yo sea persona decente, digna de alternar con los Medinas, Bringas y Taramundis, es preciso que abomine de aquella infeliz mujer que no sabe vivir ni respirar sino por mí y para mí. ¡Pretensión ridícula que yo la abandone! Mi mayor gozo sería traerla aquí, y decirle: «De todo esto que ves, de toda la comodidad y amplitud de esta crasa, participas tú, y del cariño de mi hija, y del afecto de mi madre. Viviremos los cuatro tan contentos». ¡Qué sueño, qué delirio!... No puede ser. Hay que romper con esto o con aquello... Tengo por seguro que si Dulce viviera aquí, sería para mi hija una verdadera madre, y si mi madre se amansara y fuera otra, Dulce sería para ella una hija cariñosa. La pobrecilla está formada de esa substancia moral, blanda y fina, que se amolda a todo lo que la rodea, y se adapta mejor cuando lo que la rodea es bueno. Pues si mi madre estuviera bien de salud y me hablara de esto... ¡Oh qué cosas le diría yo! ¡Cómo razonaría mi conducta, cómo le explicaría por qué quiero a esa mujer, y por qué olvido sus culpas y su pasado negro, obra de su propia mansedumbre y de la miseria! Yo me río a carcajadas de los escrúpulos sociales, y del fariseísmo de todo ese vulgo tiránico y egoísta que quiere gobernarnos...»

Doña Sales había cerrado los ojos. Por efecto de la prolongada quietud física, Ángel sintió también algo de pesadez en sus párpados. Pero repentinamente se despabiló, cual si hubiera oído la voz de la enferma que le increpaba. La miró, cerciorándose, por su aspecto, de que reposaba tranquila, al menos en apariencia. Volvió a cerrar los ojos, y entonces la voz interna vibró dentro de él, hilando conceptos iracundos, que no eran divagaciones, como los de antes, sino más bien réplicas a algo que doña Sales no le había dicho, pero que muy bien le habría podido decir. Óigase la réplica:

«Parece mentira, mamá, que sostengas cosa tan contraria a la verdad de los hechos. ¡Que yo me debo a mí propio mis desgracias!... ¡que todo el mal que sufro es obra mía!... ¡que tú te has desvivido por rodearme de bienes, y yo he tirado esos bienes por la ventana! Pero, mamá, vamos a cuentas, y examinemos un poco lo pasado. ¿Quién es responsable del mayor mal de mi vida, de mi matrimonio, sino tú? En aquel tiempo, yo sentía en mí los instintos cismáticos; pero aún conservaba la forma ortodoxa, la obediencia. Yo te quería y te respetaba sobre todas las cosas, y tu voluntad era sagrada para mí. Influida por esos amigos de la familia, que tú admiras y veneras tanto como yo les detesto, te empeñaste en que me había de casar con Pepita Pez. «Pero, mamá, si Pepita Pez no me gusta, si no congeniamos... Es más, me figuro que yo no le gusto a ella. Soy muy rudo, ella muy fina, superficial, educada en el formalismo madrileño, en el culto de las apariencias, trasunto fiel de la tontería remilgada de su papá y de todos los Peces...» Recuerda cómo te volabas cuando yo te decía esto, recuerda también los elogios que hacías de la chica. Entre ella y su padre, con adulaciones y marrullerías, te habían trastornado la cabeza... «Nada, nada, tonto. Que te has de casar, y que te has de casar, y que te has de casar... ¿Qué entiendes tú de mujeres? Pepa es un ángel, y en la intimidad te prendarás de ella». Yo tenía ya ideas propias, pero conservaba el hábito de sacrificarlas a las tuyas. Me sentía niño ante ti, como cuando me sentabas sobre tus rodillas. Nada me afligía tanto como disgustarte... «¿Con que te empeñas en que me case, mamá querida? Pues allá voy, te obedezco, soy tu esclavo... ¡Prueba terrible y cara! Pago con mi felicidad mi patente de hijo sumiso... En efecto, aquello salió como debía salir: no necesito recordártelo. Mi mujer y yo fuimos, desde los primeros días, de una incompatibilidad desesperante. Todo lo que a mí me desagradaba, gustábale a ella. Su presunción, su frivolidad me atormentaban más que la sequedad de su alma. Me ofendía con sus trajes, con su incesante callejeo, con sus artificios, con su desamor y con sus mimos y patatuses cuando no la complacíamos en cualquier estúpido capricho. Lo que pasé, mamá, lo que sufrimos, ¿cómo ha podido olvidársete? Escapamos de aquel suplicio gracias a la pulmonía que se la llevó. ¡Y todavía el mamarracho de don Manuel Pez aseguraba que yo maté a disgustos a su pobre niña! ¿Te acuerdas del día en que nos liamos de palabras en el comedor de esta casa, y arremetí a él y por poco le ahogo? Ese Pez y otros como él nulidades huecas, fariseos y escribas de este dogmatismo imbécil de las conveniencias sociales, han sido los determinantes de mi conducta rebelde y de mis aficiones anárquicas. Cuando me quedé viudo, considereme indultado de una terrible condena, y dije: «ya no obedezco más...» Pues te diré, ya que aquella lección no te curó de tus mañas autoritarias, que Dulce es la antítesis de mi mujer. Esta, y no aquella, merecería ser la madre de tu nieta. Esta, y no aquella, endulza y alegra mi vida. Esta, y no aquella, debiera reinar en nuestra casa, al lado tuyo. Pero no cederás en esto, lo sé. Primero correrán las montañas, y los bueyes pastarán en las nubes, y las aves darán de mamar a sus polluelos... No, no me eches la culpa de que se te haya trastornado el corazón. Culpa más bien a tu carácter absorbente y despótico, que no admite ni la desobediencia más leve, ni la réplica, ni siquiera la opinión de los demás. Encontreme atado con mil lazos, algunos legítimos, otros no; quise romper los que más me oprimían, y tirando, tirando se rompieron todos. Soy revolucionario por el odio que tomé al medio en que me criaste, y a las infinitas trabas que poner querías a mi pensamiento. Te lo expliqué mil veces, y nunca lo quisiste entender. Volveré a explicártelo cuando estés mejor, y puedas oírme sin peligro».

Doña Sales no dormía. Deseando conciliar el sueño, y librarse de aquel suplicio de la voz interna, apretaba los párpados, evocaba el descanso y el olvido, poniendo en práctica para ello ciertas recetas de higiene cerebral, como rezar tantos o cuantos Padres nuestros y Avemarías, hacer sumas y restas, o contar cifras altas. Pero ni por esas. El verbo interior saltaba por encima de todo aquel fárrago aritmético y piadoso con que ahogarlo se pretendía, y clamaba de esta suerte:

«¡Cualquier día me engañas tú a mí con esa humildad de farsa! ¡Quién sabe si, aparentando quererme y respetarme, habrás traído a casa contigo a esa mujerzuela!... Puede que en estos momentos la tengas escondida en tu cuarto o en otra habitación de la casa... No, no, esto sería el colmo. A profanación tan grande no te atreverás; y si te atrevieras, Braulio y Leré no lo consentirían... Pero ¡bah! como yo me muera, seguro es que te faltará tiempo para meterla aquí, y ponerla al frente de la casa, gobernándolo todo, personas y cosas... Dios mío, ¿esto cabría en lo humano? ¡Mi Ción en poder de esa...! ¡Mi casa...! No, no, no quiero pensar tal disparate. Toda la sangre se me lanza al pecho en terrible catarata, y me ahogo, se me paralizan los miembros, se me acaba la vida. Dios mío, Virgen Santísima, libradme del infierno de esta idea. Si me muero, que muera en paz. Alejad de mí la cólera; que no espire, no, rabiando».

XII

Bastante después de medianoche, Guerra se adormeció, apoyando el codo en el brazo de la butaca, y la cabeza en el puño cerrado. Fue tan solo un bosquejo de sueño, sin perder totalmente la apreciación de lo real; pero entre brumas y contornos indefinibles se le presentó la visión de la máscara griega con el cabello erizado, la contracción de espanto en su boca cuadrangular. Al volver en sí, vio que a su madre se acercaba una persona, de leve andar y forma escurridiza. Era Leré, envuelta en su mantón, y descalza, con medias. Había venido a echar un vistazo a la señora, y hallándola despierta, habló con ella. Acercose también Ángel, y doña Sales les riñó a entrambos por empeñarse en velar cuando menos necesidad había de que se molestasen. «Idos a acostar —les dijo—. Y tú, Ángel, no seas terco, ni me enfades. Vete a tu cuarto y descansa, que quizás lo necesites más que yo. Leré, que tiene el sueño ligero, me dará la digital. Además yo me voy a quedar dormida ahora mismo pues ya me está entrando un sueño que no me lo merezco».

Guerra no se dio por convencido; pero salió un rato a fumar un cigarro, y al volver, media hora después, a la alcoba de su madre, encontró a ésta sola y tan despierta como antes. A las interrogaciones cariñosas del hijo, contestó que, a pesar del insomnio, se, sentía muy bien. La buena señora no tenía ya fuerzas en su espíritu para guardar ante el delincuente aquella reserva y compostura que se había impuesto. Su pasión autoritaria podía más que su prudencia, y rompiendo los frenos, se lanzaba al exterior sin que nada pudiera contenerla. No obstante, aún desplegó las últimas energías de resistencia, no ya para contener la expresión; cosa imposible, sino para encerrarla en una fórmula irónica, como la que emplean los oradores de peor intención.

—Hijo de mi alma —le dijo, haciéndole sentar a su lado—, tu arrepentimiento ha de influir mucho en mi salud. Créeme, siento una gran mejoría desde que has vuelto. Ahora, no hay que decir que tus acciones buenas serán tan extremadas como antes lo fue tu mala conducta... No, no es preciso que hagas promesas. Si no desconfío de ti, vaya... Basta que tú lo hayas dicho, para que yo lo crea. Ahora, moralidad, juicio, respeto a todo el mundo, y olvido de tantos errores. ¿No es eso lo que piensas?

—Sí, mamá —afirmó Guerra, creyendo que no debía decir más, y para sí, hizo el siguiente comentario—: «Me hablas irónicamente. No crees que yo esté arrepentido, ni mucho menos. Te conozco bien y adivino tus pensamientos».

—Bueno —añadió doña Sales—. Y al entrar aquí, has abominado de las malas compañías... de ambos sexos; has dado al diablo ciertas relaciones, que a mí me parecieron siempre vergonzosas, y a ti te lo parecen ahora también.

Sí, mamá; todo, todo concluido —afirmó Ángel besándole una mano.

Doña Sales miraba al techo, y agitando ligeramente los labios como si rezara, decía para sí:

—¡Cómo me engaña este pillo! Y se figurará que creo su farsa.

Guerra comprendió que su madre se excitaba con aquel diálogo, en el cual, ninguno de los dos se expresaba con sinceridad, y rogándole que dejase para mejor ocasión el tratar de asunto tan resbaladizo, reiteró su propósito de no darle más disgustos.

—Todo se te puede perdonar —dijo doña Sales; ex abundantia cordis—, si rompes con esa mujer de mala vida.

—Pero mamá, si ya te he dicho que... Vamos, no te inquietes... Eso concluyó... Te juro que...

—Eso, eso me gusta... Me agrada que jures, porque no has de jurar en falso. Una idea me causa terror, la idea de que después de muerta yo, entre en esa mujer y...

—Pero mamá, ¡qué cosas se te ocurren! En primer lugar, no te has de morir. En segundo lugar, no existe tal mujer.

—¡Cómo me trastea, cómo me engaña! (Para sí, moviendo la cabeza con la mímica de la incredulidad.) Y en alta voz, tomando un tono solemne: «Te aseguro una cosa. Si supiera que tu hija había de quedar en poder de los Babeles y Babelas, preferiría que muriera conmigo, y pediría a Dios que conmigo se la llevara.

—Mamá, por Dios, ¿de dónde sacas esas ideas? (Trémulo y displicente.) Te trastorna el insomnio. Yo también, cuando paso toda una noche sin dormir, digo mil disparates... Ya sabes que los descalabros me han... hecho reflexionar... Ya notarás que soy otro... No pienses ahora más que en ponerte buena. Viviremos en perfecta concordia... Pero qué ¿no lo crees?

—Sí, lo creo. (Afinando el tono de su ironía); ¿pues no lo he de creer? ¿Cuándo he dudado yo de una declaración tuya?

—Se burla de mí. (Aparte, frunciendo los labios.) La culpa es mía, porque no sé fingir, y la sinceridad que ahuyento de la boca se me sale por los ojos. (En alta voz.) ¿Cómo quieres que te lo pruebe?

—No, si no necesito más pruebas... Estoy convencidísima. Me basta con lo dicho. Tienes razón: en perfecta concordia, eso es. No hemos de cuestionar por un más o un menos. ¡Qué dicha! Eres todo mío, pensarás con mis pensamientos, y obrarás con mis acciones.

—No lo digas en broma, pues es verdad. Ponte buena pronto, y verás cómo no tienes por qué quejarte de mí.

Doña Sales calló durante largo rato. Ángel fue quien primero rompió el silencio:

—Todavía no has oído mis explicaciones, y tus palabras más bien parecen irónicas y mortificantes que consoladoras y sinceras como yo las necesito.

—Mis palabras serían de otra manera —dijo doña Sales, sacando de improviso su austeridad, como un gato saca las uñas—, si las de mi hijo no fueran mentirosas y...

Se le cortó el aliento y no pudo concluir. Ángel sintió en su interior el brinco enorme de su genio impetuoso, incapaz por más tiempo de permanecer achicado y escondiéndose de sí mismo. Por uno de esos impulsos instantáneos, que en los temperamentos vivos son como vibraciones eléctricas y que apenas dejan tras sí responsabilidad, rechazó sin violencia la mano de su madre, que tenía entre las suyas, empezando una frase que al instante truncó: «Pero cómo quieres que te hable si...»

Rehaciéndose, balbució esta enmienda cariñosa: «Mamá, por Dios, no me quieras mal», e intentó volver a tomarle la mano. Pero doña Sales se la había llevado al pecho, y estirando el cuello y abriendo espantados los ojos, exhaló un angustioso gemido, presa de violentísimo acceso de disnea. Comprendiendo en seguida la gravedad de la situación, Ángel llamó a gritos a Leré, quien no tardó en acudir presurosa.

La cabeza caída hacia atrás, la boca abierta y trémula, la madre de Guerra parecía querer tragarse todo el aire de la habitación, cogiéndolo a bocados. Pero el aire no entraba, porque el movimiento de inspiración resultaba imposible. Consternado ante aquel espectáculo, Ángel no sabía qué hacer, y salió, corriendo para mandar venir a Miquis. Leré, más serena, aunque también alarmadísima, empleó el éter sin ningún resultado. La señora se calmaba un momento, y luego volvía el pérfido ataque con más violencia. Viendo que con el éter no conseguían nada, rompieron un tubito de tila en un pañuelo, para que la sorbiera por la nariz. Ni por esas. En tanto, todos los de casa se levantaron; entró Basilisa en refajo, llegó también Braulio a medio vestir, poniéndose las gafas. Leré propuso los maniluvios, recordando que el médico los había prescrito para un caso como aquel. Todos corrían de aquí para allá. Mientras se calentaba el agua, pasó algún tiempo en cruel incertidumbre. La señora no se ahogaba ya; pero había caído en profundo sopor, y no contestaba a las expresiones cariñosas de su hijo ni de los demás que la rodeaban. Cuando le metieron las manos en el agua caliente, lo más caliente que se podía resistir, abrió los ojos. «Mamá, mamá —le dijo Guerra queriendo animarla con caricias—, serénate. Eso no es nada. Miedo, aprensión. Si estás bien... Míranos, contéstanos. Aquí estamos dispuestos a curarte contra tu propia voluntad».

La enferma sonrió vagamente, arqueando las arrugas que contornaban su boca. No era fácil apreciar si aquella expresión de sus labios secos y de su faz rígida y amarilla era un sentimiento de placidez por verse entre los suyos, o de desconfianza, o de profunda ironía. Poco duraron las esperanzas de Ángel, Leré y los demás, ante tan leves apariencias de mejoría, porque de súbito fue acometida del ahogo en un grado tal, que todo su cuerpo se estremecía, contrayendo enérgicamente los brazos. Abatiose después toda aquella energía como enorme castillo que se derrumba; cesó el esfuerzo por respirar, y del fondo del pecho salió un hervor sin cadencia ni ritmo, como de olla puesta a la lumbre. En aquel instante, entró presuroso el canónigo Pintado, abrochándose la sotana, y en cuanto vio el rostro de su amiga dijo lúgubremente: «La Extremaunción... pronto... que Lucas avise corriendo a la parroquia». Se puso a mascullar entre dientes rezos y más rezos. Aplicaron además a la enferma sinapismos en el pecho, en las extremidades. Cuando Miquis llegó, el rostro de doña Sales se descomponía intensamente, hundíansele los ojos, y de su boca salía una cadencia estertorosa, que disminuyendo, disminuyendo, como el ruido de algo que con enormísima rapidez se aleja, llegó a ser imperceptible. Todos aguzaron el oído tratando de atrapar los últimos golpes de aquel péndulo que se paraba en la lejana inmensidad, y luego se miraban unos a otros preguntándose con los ojos si habían oído algo. Miquis, tétrico, no decía nada, pues nada tenía que decir. Despuntaba la aurora cuando hasta los más reacios en admitir la tremenda evidencia de la muerte, se convencieron de que la pobrecita doña Sales no vivía ya.

Capítulo IV. Leré

I

La situación de espíritu en que Guerra quedó al perder a su madre, no puede ser comparada sino al aturdimiento o conmoción cerebral del que sufre una violenta caída y se rompe la cabeza. El estupor, la pena, el cansancio le embarullaban las ideas, y no podía darse cuenta clara de lo que ocurría. El instante aquel breve y terrible del tránsito de doña Sales, subsistió estampado en su mente con relieve hondísimo. El sueño no le ayudaba a despejarse, y las treinta horas que transcurrieron desde la muerte hasta que la llevaron, las pasó en una especie de trastorno febril, incapaz de disponer nada. Por lo demás, su iniciativa no hacía ninguna falta, porque allí estaban Leré y Braulio para atender a todo. El bueno del administrador no cesaba de llorar a moco y baba, mientras iba y venía, organizando el entierro. La muchacha de los ojos bailones, traspasada de pena, la disimulaba con su entereza de ánimo, y amortajó a su ama ayudada de Basilisa. Las demás criadas alborotaban la casa con sus lloriqueos. Leré pasó todo el día y la noche, salvo los ratos en que tenía que atender a Ción, junto al cadáver de la señora, rezando, y lo mismo hizo, aunque con menos constancia, D. León Pintado.

Encerrose Ángel con su hija, negándose a recibir visitas, y sólo Braulio entraba a darle cuenta de lo que disponía con plenos poderes del que ya era su amo. Después del entierro, lucidísimo, negose también a recibir a los amigos, atendiendo a su delicada situación jurídica, pues no podía figurar como presente en Madrid sin riesgo de ser detenido. A obviar este inconveniente, acudió con su influencia el oficioso marqués de Taramundi, quien, después de hablar con el Gobernador y aun se cree que con el Ministro, pasó a tranquilizar a Guerra, diciéndole que la autoridad le consideraba como ausente siempre que no se presentase en público, lo cual no significaba que estuviera libre de responsabilidad por su participación en los sucesos de Septiembre, sino que, en atención a las circunstancias, se le exigiría pasado el novenario. En vista de esta lenidad gubernativa, que era el colmo de la contemporización, Ángel recibió a los más íntimos de la casa, que iban a darle el pésame. Fatigosas eran las visitas, y atrozmente antipáticos para Guerra muchos de los que se presentaban con dolorido rostro, enmascarando la curiosidad y el fisgoneo. Pasó, entre otros malos ratos, el de la visita de su suegro, D. Manuel María del Pez, con quien cambió las frases reglamentarias, frías e hipócritas, apropiadas a la situación. Aborrecíanse cordialmente, y uno a otro se deseaban todo el mal posible. Pez hubiera llevado al patíbulo a su yerno, si pudiera, y lo menos que Ángel pedía a Dios para su suegro era una pulmonía fulminante o un mal de miserere. Mientras le tuvo allí, echaba frenos y más frenos a su palabra escurridiza para no decirle cuatro insolencias, porque según contó a Guerra su amiga, la señora de Medina, el tío aquel se había permitido comentar la muerte de doña Sales del modo más inconveniente. «No me queda duda —había dicho en casa de la San Salomó—, de que la ha matado el botarate de su hijo... Crean ustedes que este es un caso de estrangulación moral... Conozco al asesino y sus mañas infames, porque de ellas fue víctima mi pobre Pepita. Ese mata sin comprometerse, y en el caso de la pobre doña Sales, no me atrevo yo a jurar que la estrangulación haya sido puramente moral». No se satisfacía Ángel con despreciar estas malicias, y si no se hallara tan abatido al recibir a Pez, le habría puesto la cara verde o roja.

Lo más singular del caso era que la brutal especie lanzada por D. Manuel Pez para molestar a su enemigo, tenía un eco siniestro en la conciencia de Guerra. A los pocos días de fallecer doña Sales, se inició en él un aplanamiento tristísimo y una depresión del amor propio, que se le representaban por medio de vagas imágenes del orden material. Su alma era como un vaso lleno de líquido, el cual, por la depresión aquella del amor propio, descendía hasta desaparecer casi completamente, permitiendo ver el fondo del vaso. En dicho fondo aparecía la responsabilidad por la muerte de su madre. Ni con los afectos, ni con los afanes de la vida material podía Guerra llenar el vaso, cuya vacuidad creciente le aterraba. Y lo peor era que su conciencia no se detenía en la responsabilidad moral, sino que iba más allá, con audacia increíble, buscando el goce supremo de la justicia (que en aquel caso era un placer insano, como el del llagado que por nervioso impulso toca sus propias úlceras), y examinaba, cual instructor receloso, los hechos de la última noche para deducir su culpabilidad material en la muerte de la infeliz señora. «Cierto que ella no me había perdonado —decía—, más que en forma irónica, y que yo lo comprendí así; pero cierto es también que yo no me había arrepentido de mi conducta, ni abjurado mis ideas. Yo fingía y ella también. Asimismo es verdad que yo sentía en mi alma deseos de complacerla, de encontrar una fórmula, modus vivendi para evitar discordias en lo sucesivo. Pero ni ella ni yo podíamos llegar a un arreglo sin mentir, y en esto consistía la gravedad de mi situación frente a ella... Mentir... o sacrificar a la pobre Dulce... ¿Cuál de estos dos partidos era preferible? Los dos me parecían peores. Pero puesto a fingir, debí hacerlo con más arte. Ahora veo claro que mi madre se violentaba horriblemente para no romper en denuestos contra mí. Si me hubiera reñido con la violencia que solía desplegar, quizás viviría todavía. Recuerdo que todo mi afán, la noche de la muerte, era sostener aquella angustiosa situación, semejante a la de dos combatientes que mirándose se apuntan con armas de fuego montadas a pelo, sin atreverse a disparar... Bien lo decía Miquis: Si se rompen las sinergias, estamos perdidos. Y las sinergias se rompieron, causando la muerte; las rompí yo. Porque, sí, tengo que acusarme, y me acusaré mientras viva, de un acto brutal, movimiento instintivo que fue como el levísimo impulso que descarga un arma de fuego. Yo tenía una mano de mi madre entre las mías. Algo me dijo que me hirió en lo más vivo de mi amor propio. Rechacé la mano casi sin darme cuenta de ello. Fue una de estas vibraciones del temperamento que no se pueden refrenar. La mano que yo rechacé, se la llevó mi madre al pecho. En aquel instante... no sé qué pasó en su interior... se desquició todo dentro de ella. Hubiera yo dado mis dos manos por no haber rechazado la suya como la rechacé. Mientras viva me acordaré de mi ademán, que en cualquiera otra ocasión habría sido insignificante, pero que entonces, ¡ay! se pareció tanto a tiro... que más no puede ser».

Esta idea le atormentaba día y noche, y al avanzar del tiempo, más tenazmente a su magín se adhería, y su espíritu se iba encapotando más, llenándose de sombras. Era pasión de ánimo, quizás monomanía, y esperaba verse libre de ella cuando pudiera salir, esparcirse y perder de vista los objetos y personas que rodearon a la difunta. Entre tanto se distraía con Ción, que ni un momento se separaba de él. El cariño que siempre tuvo a su hija, tomó en aquel singular estado de su ánimo, proporciones de un amor insensato, absorbente, quisquilloso, que ni un punto podía dejar de manifestarse, ya complaciendo a la chiquilla en cuanto se le antojaba, ya prodigándole ternezas y caricias a toda hora, vinieran o no a cuento. A Leré le disgustaban estos extremos, y Guerra, que en sus arrebatos pasionales solía perder toda idea de equidad, achacaba la actitud de Leré a celos. «Porque tú —le decía— pretendes ser única en querer a la niña, y no toleras que yo la quiera más que nadie». Sobre esto disputaban y Leré le argüía de un modo tan razonable y discreto, que el otro no sabía que responder.

Tratábala con más intimidad cada día, y a pesar de la ceguera intelectual en que le puso su conciencia turbada, reconoció en la maestra de Ción un espíritu recto y prodigiosamente equilibrado, en quien el sentimiento y el juicio obraban con la ponderación más perfecta.

¿Y Dulcenombre?

II

No olvidó Guerra en aquellos días luctuosos a su compañera de ilegalidad, a la que con él había compartido las dificultades de la existencia, fortificándole y sosteniéndole con su adhesión sin límites y su buena mano para el gobierno doméstico. Como la había dejado sin blanca, en cuanto pudo, envió a Lucas con una carta que contenía el dinero necesario para no perecer; y a los tres días de muerta doña Sales quiso repetir el envío por cantidad mayor, la cual pidió a Braulio. Al dársela el buenazo del administrador le dijo: «Lleva cuenta de lo que entregas a esa... familia, y no te corras mucho. Los mil reales de hoy, con los que me pediste dos días antes de tu llegada a esta casa, hacen dos mil...»

Sorprendido y alarmado, replicó Guerra que no recordaba semejante petición; a lo que añadió Braulio algunas palabras acusándole de falta de memoria.

—Trastornado estás, querido —le dijo—, y no te acuerdas hoy de lo que hiciste ayer. Como es natural, conservo la cartita en que me pedías te enviase mil reales con toda urgencia, pues te hallabas en la mayor penuria.

—El trastornado eres tú —insistió Guerra—, y conservo perfectamente la conciencia de mis actos para saber que no escribí semejante cartita, en la fecha que dices.

La confusión pasó entonces del rostro del amo al del servidor, que sofocado, limpiándose el copioso sudor de la frente, corrió en busca de la esquela, y la trajo y la puso ante los atónitos ojos del hijo de doña Sales.

Sorpresa y turbación en ambos. Guerra leyó los caracteres aquellos, y los tuvo por suyos; pero segurísimo de no haberlos escrito, descifró el enigma en esta forma:

—Querido Braulio, no te asombres de haber caído en el lazo, porque mi letra está falsificada de un modo perfecto. ¿Quién te trajo esta carta? Si no fue ese pillo de Fausto Babel, pongo mi cabeza a que fue el mequetrefe de Policarpo.

—Si he de decirte la verdad, no distingo bien las fisonomías de los Babeles —dijo Braulio abanicándose con el hongo, porque sentía un calor excesivo—. Yo no vi más fisonomía que la tuya, es decir, tu letra, y di los cuartos. Claro es que no dije nada a tu pobre mamá. Como en la carta se decía... míralo, lee... que si te enviaba el dinero, saldrías de tu escondite secreto y volverías a casa, no quise preguntarle al emisario por tu residencia. Entregué los cincuenta duros y te escribí, informándote del grave estado de tu mamá, y diciéndote que vinieras, que serías bien recibido. Como a los dos días pareciste, atribuí tu vuelta a las razones que te daba en mi carta. Veo que me estafaron indignamente tus amigos, y pues me dejé sorprender por las apariencias de tu escritura, esa cantidad la perderé yo.

—No, no faltaba más. La pierde quien la debe perder, yo. No se hable más de eso, Braulio, y para otra vez, desconfía de mis cartas.

Tanto le dolía el fraude, que le faltaba poca para echarse a llorar mientras que Guerra, afectado por el descubrimiento, no pudo olvidar en todo el día la imagen fatídica de los Babeles de una y otra rama. Con vigoroso esfuerzo mental quería extraer del seno de familia tan execrable la persona de Dulce, como quien, escarbando, saca una joya de entre las basuras del muladar. Diríase que intentaba cogerla con un palito por no mancharse los dedos; pero cuando ya la tenía casi salvada, volvía a caer y a perderse entre la inmundicia. Al escribir a la joya, anunciole que iría pronto a verla, y le encargaba que por ningún motivo ni pretexto fuese en busca de él. Aunque se tenía ya por amo de su casa, y lo era realmente, no gustaba de ver en ella a la persona que doña Sales aborrecía con toda su alma. Recibirla entre aquellas paredes habría sido una grave injuria a la memoria de la finada, una especie de provocación póstuma, y aquel hombre de ideas positivas se encontraba a la sazón en un principio de desquiciamiento moral, y le pasaban por la mente ráfagas de supersticioso y pueril miedo.

Otro fenómeno digno de observarse era que se sentía retenido en su casa por misterioso imán. Antes de la muerte de su madre, encontrábase mejor fuera que dentro, y ahora, si alguna vez hacía propósito de salir de noche con las precauciones que exigía su situación jurídica, pronto buscaba y encontraba pretextos para quedarse. Engañándose a sí propio, atribuía su pereza al temor de ser aprehendido; mas no era temor de lo de fuera, sino un inexplicable apego a lo interior de aquella morada lo que le retenía. ¿Era quizás la satisfacción del novel propietario? Quién sabe si algo habría de esto; pero más bien convendría señalar otras causas, el amor de Ción, por ejemplo, que llegó a ser en él una pasión absorbente.

La chiquilla le pagaba en la misma moneda: siempre quiso a su papá más que a su abuela, sin duda porque él la mimaba, y la abuelita no. Jugando con la niña, o departiendo con ella o iniciándola en la lectura, sentía Guerra inefable dicha. Traviesa y alborotada, Ción era un prodigio de inteligencia, y a veces hacía preguntas que paraban a cualquiera, y daba respuestas maravillosas, en las cuales al través del candor infantil se vislumbraban destellos de la ciencia divina. «Papá, ¿por qué reza tanto Leré? Si Dios le concede a Leré todo lo que le pide, ¿por qué no conseguimos que no se muriera la abuelita?... Papá, te diré una cosa: cuando la abuelita decía que tú eras malo, Leré te defendía... para que lo sepas... Papá, ¿el morirse qué es? Y los niños que se mueren, ¿crecen luego en la vida de allá, o se quedan siempre chiquitines?... ¿Quieres saber cuánto te quiero?... ¿como cuánto? Pues te lo diré. Como de aquí al Cielo... No, eso es poco, porque el Cielo está cerca. Como de aquí al Cielo tantas veces como pelos tenemos tú y yo en la cabeza, contando también los pelos del gato... mil veces. Papaíto, ¿te estarás ahora siempre en mi casa, o vas a marcharte a la otra casa que tienes?...»

Ción pronunciaba correctamente, y construía las frases como una persona mayor, lo que hacía más encantadora su charla. Sólo eran infantiles el tono y las ideas; pero en la dicción poco o nada tenía que aprender. Otra particularidad suya era que tramaba mentiras e inventaba historias con mil detalles de realidad que las hacían verosímiles. Esta mala costumbre se la combatía Leré; pero a Guerra le caían tan en gracia los donosos embustes de su niña, que los alababa, aparentando creerlos y a veces creyéndolos a pie juntillas... A lo mejor, iba contando que había llegado a la puerta de la casa un hombre con barba y preguntando por D. León Pintado, y que éste salía a recibirle, y el desconocido le entregaba una caja, de la cual sacaba después el canónigo chorizos, morcillas y una máquina de hacer pitillos. Indagado el caso, ¿qué resultaba? Pues todo mentira. Otra vez llevaba el cuento de que Faustina, la cocinera, recibía cartas de su novio, que era barbero, y le había dado palabra de casarse... Y una tarde el barbero se había metido en la casa, y llegó Braulio y tuvieron unas palabras... El barbero le dijo a Braulio que él era pobre, pero honrado... y Braulio le contestó al barbero que muy bien, muy bien, sí, pero que se pusiera en la calle. Estos cuentos con trazas de verdad no lo eran, y Ción los tramaba a cada momento, imitando la realidad con ingenio pasmoso. No condenaba Guerra en absoluto estas facultades imaginativas, que, según él, eran el tanteo instintivo de la propia fuerza pensante; sostenía que, el pensar se inicia en la infancia bajo la forma imaginativa, y que las mentiras desarrolladas con perfecta lógica eran, más que un vicio infantil, una gimnasia. A tales sofismas, contestaba Leré prohibiendo terminantemente a su discípula el referir nada que no hubiese visto.

Cuando Ción dormía y Leré rezaba, Ángel, no pudiendo separar en su ánimo la atracción de la maestra y la de la discípula, se entrometía también en las prácticas religiosas de la pobre muchacha, haciéndole mil preguntas acerca de sus creencias, rebatiéndoselas suavemente, indagando a qué santo se encomendaba y por qué prefería unas devociones a otras. La bondadosa Leré no se ofendía por aquella intervención impertinente, y replicaba con bastante soltura y donaire. Como sus creencias eran firmes, y ninguna sugestión podía quebrantarlas en su espíritu, no le afectaba la argumentación del papá de su discípula. Oía en perfecta calma, y si acertaba con la respuesta, dábala sin orgullo; si no sabía qué contestar, se callaba, renunciando a ganar laureles en el campo de la controversia; mejor dicho, dejaba a su amo los laureles, quedándose ella con la fe, que era, a su juicio, lo importante.

—No creas —le dijo Ángel en una de aquellas polémicas por él provocadas—, que me disgusta notar en ti esa firmeza de convicciones, esa fe ardiente, ciega, como debe ser la fe, y capaz de llevarse tras sí las montañas. Yo no creo lo que tú crees; pero me da por admirar a los que creen así, con toda su alma, sin hacer de la fe una máscara para engañar al mundo y explotar las debilidades ajenas. Las personas que hacen gala de proscribir todo lo espiritual me son odiosas. Los que no ven en las luchas de la vida más que el triste pedazo de pan y los modos de conseguirlo, me parecen muertos que comen. Lo mejor sería que hubiera en cada persona una medida o dosificación perfecta, de lo material y lo espiritual; pero como esa ponderación no existe ni puede existir, prefiero los desequilibrados como tú, que son la idea neta, el sentimiento puro. Porque no hay que darle vueltas, querida Leré; una idea, la idea tiene más poder que todo el pan que puede fabricarse con todo el trigo que hay en el mundo.

Leré convino en esto, y como Guerra le preguntara si las causas de su vocación religiosa eran todas puramente subjetivas (le salían de dentro fue la frase que empleó) o si por el contrario, eran de carácter externo o social, contestó la joven de los ojos temblones que había de todo, aunque más parte tenía lo de dentro que lo de fuera en su manera de ser. A la tarde siguiente, hallándose los dos en el cuarto de Ción, mientras ésta preparaba un convite en su cocina y en su comedor muñequil, Leré contó al amo ciertos sucesos de su vida que aquél ignoraba, y que cautivaron grandemente su atención.

III : Historia de Leré.

—Desde; muy chiquita —dijo la maestra—, gustaba yo de pensar en Dios y en las cosas del Cielo, poniéndome a discurrir cómo será la Gloria Eterna, cómo el Infierno y el Purgatorio, y cómo sería la cara de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen, cuando estaban en el mundo. Oía leer a mi tía Justina las vidas de santos, y deseaba yo ser también santa, y tener ocasión de que me martirizaran. Doce años escasos tendría yo cuando comprendí que no es preciso que vengan moros, judíos ni romanos a abrirnos en canal o rebanarnos la cabeza, para que haya mártires en estos tiempos, pues suplicios sin fin hallamos en donde quiera, y verdugos muy malos entre nuestros semejantes, y aún en nuestra propia familia. Mi madre fue mártir y yo también lo he sido, aunque no todo lo que me conviene. Ya sabe usted que mi padre tenía el vicio de la bebida. Era cantor en la catedral de Toledo, y el señor Deán tuvo que echarle, porque un día de la octava de Corpus hizo la barbaridad... usted calcule... de soltar en medio de la Misa unas coplas de zarzuela. ¡Lástima de hombre! porque según dicen, mejor músico que mi padre no lo hubo en la catedral, y para enseñar a los chicos el solfeo se pintaba solo. Pero aquella desgracia de la bebida le perdió, y echado del coro, tuvo que dedicarse a marchante de antiguallas para mantener a la familia. Andaba siempre a caza de azulejos, pedazos de trapo, aleros de casas viejas, clavos de puertas, y otros mil desperdicios de loza y hierro, que vendía a los pintores y a los ingleses. Puso tienda de cachivaches en la calle de la Obra Prima, y crea usted que sin el maldito vicio, hubiera salido adelante; pero el pobre, en cuanto cogía dinero, a la taberna derechito; volvía furioso a casa y pegaba a mi madre. Un día tuvo una cuestión con otro marchante sobre media docena de clavos que habían arrancado a una puerta de la calle de las Tendillas, y por si los clavos son tuyos o son míos; el otro le dio a mi padre un fuerte golpe en la nuca con un candelero de bronce, y mi padre cayó sin sentido. Dos semanas estuvo si vive si muere, y yo nací en aquellos días. Dicen que el grandísimo susto que pasó mi madre fue causa de que me salieran los ojos así. No lo sé.

Para que usted comprenda lo desgraciada que fue mi madre, le contaré otra cosa: los primeros hijos que tuvo se volvían monstruos a poco de nacer. Mi hermano Juan, el único que vive de los cuatro primeros, es monstruo... Usted no le ha visto, y si le viera, se horrorizaría. De la cintura abajo, todo su ser es momio y blando como si no tuviera huesos; la cabeza de hombre, el cuerpo de niño, los brazos y piernas como fundas vacías. Ha cumplido veinticinco años, no puede andar ni a gatas, y si le ve usted en la mesa donde le tienen, con los brazos y piernas formando como un lío y en el centro la cabeza, no comprenderá que aquello es persona humana. Come por tres y no habla; sólo sabe gruñir como un animal, y repetir con perfecta afinación los trozos de música que oye. Rarísima vez despide algún destello de inteligencia; pero tan poca cosa, que no llega ni a la que vemos en algunos perros y gatos. De sentimiento no está mal: es cariñoso con los que le cuidan, y manifiesta su alegría y su amor con los ojos, mirando fijo, fijo, y así con cierto ángel. Hoy le tienen y le cuidan mis tíos, que viven junto al Pozo Amargo, y no hay obra de caridad que a esta se compare, porque otros le habrían tirado a un muladar o en mitad de un camino. Pero aquel par de santos, mi tía Justina y mi tío Roque, no faltan a la ley de Dios... y para que vea usted si son buenos... hasta le quieren, sí, señor, y dicen que si se les muriera, llorarían.

Pues verá usted. Después de haber tenido cuatro monstruos, no todos iguales, pues hubo uno totalmente sin piernas, y otro con la cabeza deforme, mayor que todo el cuerpo, me tuvo a mí. Antes de tenerme, no cesaba de pedirle a Dios que no saliera yo monstruo, y el Señor la escuchó, porque, a pesar del gran susto que había pasado la pobrecilla cuando descalabraron a mi padre, no saqué más monstruosidad que esta cosa que tengo en los ojos, que no puedo remediar el bailarlos ni me doy cuenta de ello. Mi madre, loca de contenta porque yo no era monstruo, me crió con todo el regalo que podía, en su pobreza. A los dos años, otro hijo... otra vez el temor de que saliera fenómeno. Pero no fue así. Mi hermano Sabas, el más pequeño de todos, nació sin defecto, y se crió encanijadito; pero vive, y bueno y sano está. Siempre ha sido un ángel de bondad, y su vocación por la música se manifestó desde que no levantaba del suelo más que tanto así. Era un milagro de Dios aquél chico. Todo cuanto cantar oía repetíalo con una voz y unos gorjeos que parecían ecos de la Gloria. A los seis años le llevaron a la catedral, y el maestro de niños de coro se hacía cruces, porque en poniéndose a enseñarle algo, resultaba que ya el chico lo sabía. En fin, que todo cuanto hay que aprender en música, se lo sabía él por inspiración de Dios. Bien enterado está usted de que unos señores de allá, por iniciativa de D. José Suárez de Monegro, consiguieron que la Diputación le pensionara para estudiar aquí, en el Conservatorio. ¡Qué prodigio! A los diez años, primer premio de piano; para él no hay dificultades. Échele usted piezas y piezas de compromiso: se las bebe como agua: sus dedos son los dedos de los serafines que tocan delante de Nuestra Señora. Por fin, bien sabe usted que doña Sales y otras señoras le pensionaron para que fuera a París y Bruselas a perfeccionarse, y allá está. Diecisiete años tiene ahora mi Sabas, y vea usted, vea usted lo que dicen estos papeles que mandaron de allá. (Mostrando un periódico extranjero.) Que es el asombro de sus maestros, y que será el primer pianista de Europa, el nuevo Mozart... porque también compone, y maravillosamente. Lo que me entristeció cuando doña Sales recibió estos papeles y los leímos, fue que le llaman monstruo, y yo digo: que le llamen lo que quieran, pero monstruo no.

Dispense que haya trabucado el orden de lo que le refiero. Pierdo la chaveta siempre que hablo de mi hermano Sabas. Vuelvo atrás para seguir contando al hilo. Pues señor, yo tenía ocho años, y mi hermanito cinco cuando murió mi padre, ¡de qué manera! Primero se quedó ciego y baldado, y le daban unos arrechuchos terribles de la rabia de no poder ir a la taberna. No había más remedio que darle aguardiente, porque si no, rompía la cama y las sillas, y se arrancaba el pelo, echando por aquella boca unas blasfemias que daban horror. Se murió un Jueves Santo, cantando los salmos del día, ¡qué preciosos! con aquella voz de bajo que era un asombro, y que con el aguardiente, créalo usted, se le había hecho más baja todavía... Dejonos bastante mal, porque en los últimos tiempos el infeliz había malbaratado todos los trastos viejos de su comercio. No quedaba más que una chinela o zapatilla bordada de oro, que decían fue de una reina mora, y valía un dineral; pero como mi madre era bastante descuidada, se la robó una vecina, no se si para venderla o para usarla. Gracias al tío de mi madre, el beneficiado D. Francisco Mancebo, que fue siempre protector y amparo de toda la familia, no nos moríamos de hambre. Nos fuimos a vivir a la parroquia de San Lucas, a una casa muy pobre, que tenía un cuartucho alto, donde mi hermano el monstruo estaba constantemente, dentro de un cajón. No quería mi madre que nadie le viera; pero los chicos de la calle se subían por las rejas de la casa de enfrente para mirarle, mi madre salía furiosa y les cascaba, y con este motivo había en la vecindad pendencias y zaragatas. Yo cuidaba a mi hermano, que a veces se ponía como rabioso, dando mugidos y echando espumarajos por la boca: si nos acercábamos a él, nos mordía. El único remedio para esto era tocarle música o cantarle alguna cosa, y mi hermano Sabas, que sabía todos los cantos de iglesia y todas las coplas de los ciegos, se ponía en la puerta del cuarto, y cantaba, imitando también el órgano... No, no se ría usted: le cuento la verdad. Metiéndose los dedos en la boca, y poniendo los labios no sé cómo, imitaba el registro flauteado, los bajoncillos, dulzainas y qué sé yo, con tanta perfección que parecía que estaba usted oyendo el órgano de la catedral. Mi hermano Juan dentro de su cajón, hecho un ovillo, llevaba el compás con la cabeza, y así se amansaba hasta dormirse.

Si no se cansa usted, sigo contando, que ahora entra lo más gordo. A los seis meses no cumplidos de morirse mi padre, mi madre hizo la tontería de volverse a casar. ¡Disparate mayor...! ¡Y qué marido fue a escoger! Mi padrastro era un trajinante que vivía en las Carreras, llamado Escolástico, holgazán, feo, pobre, tonto y enfermo. No se podían atar dos cuartos de cominos con semejante hombre, y mi madre, que lavaba entonces la ropa de algunos señores canónigos y beneficiados, le tenía que mantener. Al mes de casados, ya nuestra casa era un infierno, y mi madre y yo teníamos en el cuerpo más cardenales que los que hay pintados en la Sala Capitular. A mi hermano Juan le tomó aquel bárbaro grande ojeriza, y un día, hallándose mi madre en el río cogió el cajón del pobre monstruo y lo puso en mitad de la calle. Toda la vecindad se arremolinó para verle, y los chiquillos le cogieron por su cuenta, tirándole chinas y metiéndole pajitas por las orejas. Yo no podía impedirlo, y no hacía más que llorar. Mi hermano bramaba, y en una de aquellas arremetidas de los granujas, logró pillar entre los dientes el dedo de uno de ellos, y por poco se lo arranca. ¡Qué alboroto, Dios mío! Había usted de ver a mi padrastro riendo como un salvaje. En esto llega mi madre, y lo mismo es ver el cajón en medio del arroyo, ¡pin! cae con una pataleta. Las vecinas la auxiliaron, y el bruto seguía riéndose. No tiene usted idea de la tremolina que se armó pues los chicos, insolentándose más, arrastraron el cajón por la calle abajo. Me parece que estoy viendo los ojos del pobre monstruo, que centelleaban; el rechinar de sus dientes se oía desde lejos. Total, que no sé en lo que habría parado tanta barbaridad si no llega a aparecerse por allí mi tío el beneficiado Mancebo, que ha sido siempre nuestro paño de lágrimas. Pues se puso muy incomodado, y terciándose el manteo, la emprendió a pescozones con los chicos, le dijo a mi padrastro que era un pedazo de acémila, y le hizo traer el cajón a casa... Al mes de esto, mi madre, que lavaba la ropa de los familiares y tenía mucho metimiento en Palacio, fue a ver al señor Arzobispo para que la descasara, y, como era natural, el señor Arzobispo la mandó a paseo. Mi padrastro era un haragán, y se pasaba el día tumbado o de parola con los amigos. Gracias que le subiera a mi madre del río los sacos de ropa. No ganaba algún dinero más que en Semana Santa, poniéndose la armadura para salir de guerrero en la procesión, o cargando las andas del Cristo de las Aguas. A mí me aborrecía, no sé por qué, y un día me colgó del techo por los pies, y sacó un gran cuchillo con el cual decía que me iba a abrir en canal. Mis alaridos atrajeron a la vecindad, y una vecina llamada, como yo, Lorenza, le dio cuatro pescozones a mi padrastro, que se quedó con ellos. En fin, para no cansar a usted, aquellas buenas señoras de Rojas, tías de don Braulio y hermanas del señor Magistral, me sacaron del infierno en que yo vivía, para ponerme en las monjas de San Clemente, donde me enseñaron lo poquito que sé, y viví tranquila, y fui instruida en todo lo que toca a nuestros deberes para con Dios.

Diré a usted que mi mayor gusto en el convento era trabajar y rezar. La holganza y la cháchara y el juego no me satisfacían, y esto no lo digo por alabarme sino porque es verdad. Mucho gozaba yo pensando en los misterios, figurándome la pasión y discurriendo sobre todo lo que abraza nuestra fe. En las horas de trabajo meditaba, y meditando sentía en mi alma consuelos y alegrías que de ningún otro modo entiendo que se pueden tener. Una noche se me apareció la Virgen y me habló... Ya sé que se reirá usted con lo que voy a contarle; pero no me importa. Lo que digo, digo, y tómelo usted como quiera.

IV

Pues sí, señor, se me apareció la Virgen y me dijo: «Pobrecita, tú has nacido para padecer y ser esclava. Alégrate, que la mejor de las voluntades es obedecer siempre, y la mejor libertad no tener ninguna, y esperar sólo trabajos, obligaciones, molestias, y en una palabra, esclavitud. De niña, fuiste sometida a mil pruebas difíciles. Mujer, sometida serás a mayores pruebas. No pienses en nada agradable para los sentidos; no te recrees más que en sufrir, y acude siempre a donde quiera que veas dolores, miserias y penalidades. Desprecia la felicidad, y humíllate siempre, pues siempre has de ser sierva...» Así me habló, palabra por palabra, y por esto aunque la vida del convento me gustaba, como las señoras de Rojas no querían que me quedase allí, dispúseme a obedecerlas y a ir adonde me llevasen... Pues verá usted: otra noche se me apareció mi madre y me dijo: «Hija de mi corazón, me he muerto. Reza por mí y no te cases nunca». Al día siguiente supe la muerte de mi madre, ocurrida repentinamente. Fue una angina de pecho, según me contaron. Sintiose malita al volver del río, y se echó sobre la cama: a media noche era cadáver. Mi padrastro no vivía ya con ella, y según dijeron, andaba con los Juanillones... A mi hermano el músico le habían pensionado ya, y estaba en Madrid. ¿Y el pobrecito monstruo? ¡Ay! Esto era lo que a mi me ponía en grandísima inquietud. Por dicha de él y mía, le recogieron mis tíos, y con ellos vive.

A poco de quedarme huérfana, las señoras de Rojas me llevaron consigo ¡qué pena dejar el convento! Pero como la Santísima Virgen me había dicho «ríete de la felicidad... obedece siempre... abomina de todo lo que te gusta» no hice la menor resistencia. ¡Y cuánto me querían aquellas señoras! Enseñáronme mil cosas útiles, y cuando murió la mayor, doña Cayetana, doña Pía me recomendó a su madre de usted para niñera o institutriz de Ción. Una tarde me trajo el Sr. Pintado a Madrid, en el tren, y en la estación estaba D. Braulio esperándome. Dos años hace que entré en esta casa. Lo demás lo sabe usted, y aquí se acabó mi cuento. He procurado cumplir con mi deber, y ser esclava de la señora, la que me tomó cariño, y me trataba como una madre. Ella mandando y yo obedeciendo sin tener más voluntad que la suya, hemos vivido en perfecta armonía, como alma y cuerpo, que siendo dos, parecen uno. Llevose Dios a la señora; he cambiado de amo. Me consagro a cuidar la niña, siempre que usted no lo disponga de otra manera y me plante en la calle.

—¡Plantarte en la calle! Tonta ¡qué cosas se te ocurren! —le dijo Guerra con calor—. Ción y tú formáis ya una especie de unidad indivisible. Ni la niña puede vivir sin ti, ni tú sin ella, ni yo sin las dos... porque mi madre te enseñó a gobernar tan bien esta casa, que eres en ella insustituible... Acepto tu esclavitud como un beneficio del Cielo, y yo cuidaré de que las cadenas no te pesen mucho... Pero se me ocurre una duda, y has de satisfacerla al momento. Vamos a ver: si yo me casara... comprenderás que no tendría nada de particular... pues si yo me casara y diera a mi Ción una madrastra, ¿te conformarías...?

—¿Yo?... ¡otra! ¿tengo algo que ver con que usted se case o se deje de casar?

—Te pregunto si, casándome yo, seguirías al lado mío.

—Obedezco siempre, lo mismo si me mandan irme, que si me mandan quedarme.

—¿Y obedecerías a mi mujer?

—Claro que sí... siempre que no me mandara cosas contrarias a la ley de Dios...

—Qué ley ni qué... Supongamos que te tiranizara, que fuera exigente, antipática, regañona; que te obligara a trabajar con exceso sin darte descanso, y que te regateara y te usurpara al fin el cariño de Ción. ¿La obedecerías?

—He dicho que sí.

—¿Fuera quien fuese?

Ante esta condicional, Leré vaciló un instante; pero pronto imperó en sí misma diciendo:

—Fuera quien fuese, porque yo nací para la servidumbre, para el cansancio, para obscurecerme y no ser nunca nadie, y cuando las cosas se me arreglan de otro modo, paréceme que es ilusión, o que Dios me pone delante una felicidad de pacotilla, a ver si me dejo engolosinar por ella y caigo en la tentación de preferir los bienes de esta vida a los de la otra.

Estas afirmaciones, que revelaban el temple de alma de la moza aquella, pareciéronle a Guerra inspiradas en un sentido falso de las cosas divinas y humana; pero aun así la desmedida grandeza de tal idea le subyugaba, y enmudeció ante ella, tributándole el respeto debido a los errores que implican abnegación. Aquella noche no hablaron más que de cosas pertinentes al gobierno de la casa, en la cual, gracias a Leré, no se echaban de menos la autoridad y pericia doméstica de doña Sales. En esto la satisfacción de Ángel era completa, pues en lo tocante a su servicio personal, al orden de todas las cosas que directamente le atañían, nunca se vio en su propia casa tan bien atendido. Leré le cuidaba, no mejor que Dulce, porque esto era imposible, pero sí lo mismo, estudiando sus gustos, sus deseos y hasta sus manías, para que nada le faltase.

Pero fuera de lo perteneciente a su servicio directo y personal, a cada instante encontraba motivos para dar a conocer su carácter brusco y autoritario. Si con Leré no reñía nunca ni podía reñir, con Braulio andaba siempre de puntas por cualquier insignificancia. Bien conocía la honradez intachable del administrador, y sobre esto no había cuestión, pero le acusaba de torpeza, de olvidos, de entenderlo todo al revés. Gracias que aquel bendito era hombre de paciencia sin igual, y bien lo había probado en tiempo de doña Sales. Con Pintado también tenía Ángel agrias cuestiones, por el reparto de la considerable suma que su madre había dejado para misas. Trataba el nuevo amo al capellán y amigo de la casa sin ningún respeto, y tanto miedo llegó a cogerle D. León, que una tarde, despidiéndose a la francesa, no paró hasta Toledo. Con los testamentarios, Medina, Taramundi, D. Francisco Bringas y el marqués de Casa Muñoz, los rozamientos eran continuos y de mucha aspereza. Cuando alguna duda surgía, Ángel opinaba siempre en contra, y en aquellos asuntos de indudable claridad, en que no había más remedio que someterse, lo hacia gruñendo, lastimándoles con palabras desabridas.

Bueno será advertir que en su testamento disponía doña Sales del quinto, destinándolo a obras piadosas y a sufragios por su alma. El resto de la fortuna constituía la legítima de su hijo, y ningún entorpecimiento hubo ni haber podía en la transmisión. A Guerra no le contrarió que su madre hubiese dispuesto del quinto de los bienes, pues era hombre muy desinteresado; pero le molestaba la ingerencia de aquellos señores, para él atrozmente antipáticos, y habría preferido que su madre le hubiera encomendado a él solo la distribución de mandas y limosnas. Una tarde le cogió de mal talante el pobrecito D. Francisco Bringas; palabra tras palabra, Guerra se cegó, y por poco hay la de Dios es Cristo. Paco después la emprendió con Braulio, a quien dijo que no sabía donde tenía la mano derecha. El altercado amenazaba tomar proporciones, porque el pobrecito del administrador, harto de sufrir, creciose al castigo, y sabe Dios lo que habría pasado, si Leré, cogiendo solo a su amo, no se hubiera permitido amonestarle con aquella severidad dulce que era su secreto. ¡Cosa extraña! La humilde jovenzuela, que alardeaba de no tener voluntad, aventurábase a reprender al que con su mal genio hacía temblar a todos los de casa. La que practicaba la religión de la obediencia, ejercía de autoridad con el déspota, obediente solo a sus caprichos.

—¡Qué mal hace usted —le decía—, en no comprender que la cólera es un tormento que las personas se dan a sí mismas! Quiere amargarse la vida, como si la vida no tuviese por sí mil amarguras. Y es además pequeñez de alma enfadarse sin motivo con ese bendito de Dios. ¿Pero no ve usted que con esos regaños sin ton ni son, se aturrulla más, y el infeliz se equivoca y suda el kilo solo por el miedo que le tiene a usted? Lo mismo que acoquinar al pobrecito don Francisco Bringas, que es un palomo sin hiel. Pero el pobre señor, ¿qué ha de hacer más que cumplir la ley? Y no salga usted por el registro de que la ley es estúpida. Pero qué, ¿se va a poner el pobre don Francisco a reformarla? Estúpida o no estúpida, él la tiene que cumplir, pues para eso lo designó doña Sales. Es preciso que usted se amanse. ¿De dónde ha sacado que todos los que le rodean y le sirven estas obligados a sufrirle? Así no se puede vivir en el mundo. Mándeme usted a mí despóticamente, desahogue en mí esa fiereza, y trate a los demás con agrado y cómo se debe tratar a los semejantes.

De primera intención, Guerra le contestaba mandándola a paseo; pero la amonestación caía en su alma como un bálsamo y le aplacaba. A poco de esto, volvió a entrar Braulio en el despacho de su amo trayendo unos apuntes que aquel había pedido, y se pasmó de encontrarle bastante menos áspero que antes, y con cierta inclinación a la indulgencia. Al siguiente día, quizás por haber mediado una nueva fraterna de Leré, notaron todos en el señor suavidades inusitadas, que les llenaron de asombro. Por la noche, hallándose la fiera en su despacho, entró la toledana y le dijo:

—Ahí está el bienaventurado D. Francisco Bringas. Trae una cara de terror que da lástima, y viene con el refuerzo del marqués de Taramundi, el cual me parece que no las tiene todas consigo. No sea usted soberbio, y recíbales como le recibirían ellos a usted.

No dijo más. Bringas y Taramundi se pasmaron de lo tranquilo y humanizado que estaba el hijo de doña Sales, y aquella feliz noche vieron expedito el camino para resolver algunas cuestiones pendientes en la testamentaría. El mismo Guerra se hizo cargo ¿cómo no? de la misteriosa autoridad de Leré sobre sus nervios insubordinados y sobre su genio díscolo y batallador. ¿Qué artes celestiales o demoníacas tenía aquella pobre mujer de los ojos temblones, para aplacar su cólera con cuatro palabras? ¿De dónde, de qué orden de sentimientos emanaba tal poder? Si era tan débil: que se declaraba obediente hasta el servilismo y humilde hasta la anulación de su personalidad, ¿cómo gobernaba lo más difícil de gobernar, las pasiones y la soberbia del nuevo amo? Guerra no entendía bien esto, ni se devanaba los sesos por penetrar las causas de tal fenómeno; pero ello es que sentía una inclinación efusiva hacia los temperamentos de paz y concordia siempre que se encontraba en compañía de Ción y Leré, recreándose en la travesura hechicera de la niña, y departiendo con la maestra, que moralmente le cautivaba, no sin que descubriera cada día en ella encantos físicos hasta entonces mal observados. Sus ojos bailadores le hacían muchísima gracia, y el cuerpecillo esbelto y ágil, las formas redondeadas y el abultado seno de la sierva no le parecían ciertamente de paja.

V

—Hasta los seis días de la muerte de doña Sales, no pudo Guerra visitar a su querida; es decir, sí pudo; pero no se determinó a ello, por ser el deseo de ver a Dulce menos fuerte que la inercia que en su propia casa le retenía. Fue pues allá una noche, la primera que salió a la calle, ya con el brazo completamente curado, y sin olvidar las consabidas precauciones. ¡Qué mal efecto le hizo el portal mezquino y la escalera angosta y sucia de la calle de Santa Agueda! Cuando su amante le abrió la puerta y se echó en sus brazos, Guerra, dicho sea con verdad, experimentaba la misma emoción y la misma extrañeza que si hubiera estado ausente un par de años. Sintió en su alma las ligaduras que a su esposa fraudulenta le unían, y creyó ver en ella un cambio, un decaimiento que estaban sin duda más en su imaginación que en la realidad. A poco de entrar allí se le escapó esta frase: «Pero, hija mía, ¡qué flaca estás!»

—De pocas carnes era la moza; pero a Guerra se le antojó que no tenía más que los huesos y la piel, y que su seno no abultaba más que el de un hombre.

—¿Te pareces —replicó ella con ternura—, que no tengo motivos para enflaquecer? ¡Qué siete días estos!... Llegué a creer que me habías olvidado, que no volverías... Hace tres noches que no duermo ni pizca, pensando disparates... Claro, ahora que eres independiente y rico no me vas a querer.

—No pienses tal. Ya ves que te mandé dinero y te escribí una carta —dijo él meditabundo.

—Sí; pero en tu carta me decías: «mañana iré», y ese maldito mañana era lo que no venía nunca.

Quiso Guerra enterarse minuciosamente de cuanto su compañera de ilegalidad había hecho en aquellos nueve días, y la simpática y flaca joven le informó de todo con efusión y gracia, dándole cuenta hasta de sus comidas y almuerzos, y añadiendo que la única persona que le había hecho llevadera tan triste soledad era su tío D. Pito. El recuerdo de los Babeles acibaró el gozo de Ángel, que empezaba a sentir hacia ellos repugnancia indecible, la cual, como sombra creciente, cogía también en parte a la pobre Dulce. Ésta creyó firmemente que Guerra se quedaría en aquella casa toda la noche, y cuando le oyó decir que pensaba retirarse entre doce y una, hizo lo que es de reglamento en toda mujer enamorada, protestó con lenguaje y mohines en que las quejas se mezclaban con el enojo, y el cariño con la exigencia. Grande era su estupor ante los escrúpulos de un hombre a quien siempre tuvo por el más despreocupado o independiente del mundo. La razón dada por Ángel. «pero, hija, ¡qué dirán en casa, figúrate qué pensarán de mí en casa» le hacía el mismo efecto que si oyera al diablo cantando misa. «No te conozco —le dijo—, y la muerte de tu mamá ha hecho de ti otro hombre». Felizmente, sabía ella conformarse a la voluntad imperiosa de su amigo, tragándose las hieles y llenándose de resignación. Gracias a esto, no estalló el altercado que en circunstancias tales suele producirse entre varón y hembra. Por fin, Dulce misma aprobó aquel afán de guardar las formas, que era cosa tan nueva en el revolucionario incorregible; pero no pudo disimular la tristeza, compañera de los presagios que asaltaban su mente. Tanta formalidad parecíale de malísimo agüero: tras las apariencias de virtud vendría la virtud misma, la virtud tardía, la del diablo harto de carne, que es la más desastrosa de las virtudes, y el lazo aquel tan débil, a poco que su diablo se metiese a fraile, se rompería en nombre de la sociedad.

Las horas que allí estuvo, no habló Guerra más que de Ción, ponderando su belleza, refiriendo sus gracias, sus dichos y diabluras, con tal prolijidad y calor, que Dulce no pudo menos de ver en ello algo de manía. También ella amaba mucho a Ción, aunque no había tenido ocasión de mostrarle su cariño; y cuando pidió a su amante el favor de verla y abrazarla, Guerra se lo negó con rebuscados pretextos. En un instante de espontaneidad, por poco se le salen del pensamiento a los labios estas palabras: «No sabes tú bien cuánto te aborrecía mi pobre madre: si te traigo a la chiquilla, me parecerá que ultrajo la memoria de su abuela»; pero comprendió a tiempo cuán poco delicado era el argumento, y se calló.

—Yo quiero verla —insistió Dulce—. De seguro la querré tanto como tú, quizás más que tú. Me parecerá que es hija mía, y me consagraré a ella como si la hubiera llevado en mis entrañas.

Esquivó el muy pícaro la cuestión, prometiéndole, en términos vagos, que algún día podría satisfacer aquel anhelo, y poco después pensaba que su primera observación, al entrar, acerca de la flaqueza de su esposa de contrabando, no era caprichosa. Las carnes de ésta, que nunca pecaron de lozanas, iban a menos con rapidez aterradora. En lo más recóndito de la mente de Ángel despuntaban ciertas comparaciones, en las cuales salía Dulce muy desfavorecida. Por fin, no olvidó contarle la estafa que los Babeles fraguaron contra él, falsificándole la letra, lo que Dulce oyó con terror, cruzadas las manos y exhalando suspiros. Y él, que rara vez había usado con su querida los temperamentos autoritarios, la ordenó que tuviese el menor trato posible con la familia, que se apartase de ella poco a poco hasta llegar a un alejamiento absoluto, como el de su hermana Cesárea.

—Pero hijo mío —replicó ella con verdadera consternación—. Si voy allá alguna vez, es para impedir que se mueran de hambre.

Guerra se calló, viendo ante sí un problema difícil de resolver. Subvencionar a los Babeles le parecía indigno y desmoralizador; sitiarles por hambre, crueldad inhumana, y encaminarles a su natural destino, que era la cárcel, el presidio o el manicomio, resolución incompatible con la amistad de Dulce.

Camino de su casa, entre doce y una, pensaba que la variación notada en su consorte ilegal era un fenómeno puramente subjetivo. «Yo soy el que ha variado —se decía, haciendo en sí mismo sondaje sincero y profundo; yo no soy el que era. La muerte de mi madre, la posesión de mi fortuna y de mi casa han hecho de mí otro hombre. Surgen a mi lado de improviso cosas y personas nuevas, y me siento amoldado a ellas aun antes de pensarlo. Cierto es que no somos dueños de nosotros mismos sino en esfera muy limitada; somos la resultante de fuerzas que arrancan de aquí y de allá. El carácter, el temperamento existen por sí; pero la voluntad es la proyección de lo de fuera en lo de dentro, y la conducta un orden sistemático, una marcha, una dirección que nos dan trazada las órbitas exteriores. Para probarme a mí mismo que he variado, me pondré un ejemplo, que encuentro en mi realidad interior. Antes de la muerte de mi madre, cuando andaba yo por ahí en salteaduras políticas, mi sueño dorado, mi ilusión eran tener riqueza bastante para fundar un periódico en que defender mis ideas. Deliraba yo por el tal periódico, pensando que fácilmente produciría con él una gran excitación en todas las clases sociales. Pues bien: ya tengo la fortuna, soy dueño de crear mi órgano; y lo mismo ha sido poseer los medios que sentir repugnancia del fin. No, nada de papeles. ¿Para qué? ¿Para calentarme la cabeza y tener mil disgustos, y luego no sacar nada en limpio, porque el país no ha de agradecerme que yo quiera ilustrarle, y los revolucionarios tampoco me han de agradecer que me queme las cejas por ellos?... En resumidas cuentas, que mi fortuna y mi posición me infunden cierto escepticismo político, y mayor apego a la vida del que antes tenía, como si pasara de niño a hombre. No quiere esto decir que mis ideas respecto a la cosa pública no sean las mismas, ni que se amortigüe mi deseo de verlas triunfantes... pero habrá otros que trabajen por ellas... habrá tantos... tantos... que...»

VI

Pasaban días sin que nada indicara que corría peligro la libertad de Guerra. Ni polizontes, ni alguaciles parecieron por la casa, y el delincuente juzgábase olvidado o quizás protegido por amigos influyentes. Algo de esto pasaba, porque el buen marqués de Taramundi le vendía protección, trayéndole algunas noches recados misteriosos, que con la debida cautela le decía al oído, y que poco más o menos eran del tenor siguiente: «Hablé con el Ministro, y puedes estar sin cuidado. No resultará nada contra ti. Fácil es que te citen... y en este caso, vas, declaras... y punto concluido. ¿Quién te va a probar que anduviste por los Docks aquella noche? Y aunque te lo probaran. No habiéndote cogido infraganti, nada puede resultar contra ti... Que te estabas paseando... Conviene, por prudencia, que no salgas de día, que no te dejes ver en ningún sitio público... porque... ¿qué necesidad hay de que la gente arme catálogos? Dirían tal vez que mientras se persigue a otros infelices que no tienen sobre qué caerse muertos, a ti, por ser pudiente, te dejan libre y, encima te dan confites. Esto no conviene que se diga, por el decoro del Gobierno». Guerra, la verdad, no se preocupaba ya poco ni mucho de su situación jurídica. Entre las escasas relaciones que tuvo aquellos días con sus compañeros de motín, la única digna de mencionarse es que escribió al capitán Montero, refugiado en París, y le mandó un socorro. De día se estaba quietecito en casa, sin recibir más que a ciertas personas, muy bien avenido con la clausura, pues lentamente iba tomando gusto a los quehaceres de propietario, y las nociones que poco a poco adquiría de todas las particularidades referentes a su saneada fortuna le causaban cierta placidez melancólica. Hasta aquellos días no se enteró bien de lo que rentaban sus cuatro casas de Madrid y sus valiosas fincas urbanas y rústicas de Toledo, ni de lo que importaba el cupón de los títulos de 4 por 100 que poseía. Fue para él novedad grande el discutir con Braulio en qué colocarían las considerables sumas que aparecieron en metálico, ahorradas por la difunta, y que aún estaban sin empleo.

Porque conviene advertir, para que se comprenda bien el asombro que a Guerra causaba su heredada riqueza, que doña Sales, parte por su condición despótica, parte por avaricia, le había tenido siempre en un puño, como suele decirse, sin permitirle intervenir en los asuntos de la casa, ni enterarle de nada. Y él, por abandono, por rutina, tal vez por evitar disgustos o cuestiones, resignábase a situación tan desairada y a la escasez consiguiente, y ni siquiera pensó nunca en reclamar su legítima. Gobernaba, pues, la señora autocráticamente, como si no tuviera tal hijo, o lo creyera incapaz de administrar lo suyo.

Doña Sales, además, guardaba gran parte de sus rentas en diferentes sitios recónditos, mejor será decir que lo escondía, obedeciendo a un instinto de urraca que en personas como ella, debe clasificarse como una forma de neurosis. En el cajón bajo de su armario de luna, en las gavetillas de su neceser de costura en el lavabo, entre objetos de perfumería, en un baúl que guardaba ropas de su marido, y hasta en ciertos escondrijos de la despensa, se encontraron cartuchos de monedas de oro y plata, billetes dentro de sobres cerrados. ¿A qué fenómenos de la voluntad obedecía esta ocultación esporádica de caudales, y su singularísima mescolanza, pues en algunos cartuchos se veían entre el oro piezas de cobre? Imposible desentrañar la idea generadora de semejante extravagancia, sobretodo en persona tan ordenada y razonable. Cavilando en ello, pensaba Guerra que su madre guardaba en tal forma el dinero para que él no pudiese encontrarlo. También pensó que en aquel caso no debía verse más que un instinto de los más primordiales dentro de la sociabilidad, instinto no modificado por la educación, y que se conserva como las más arraigadas mañas orgánicas: el goce secreto de la riqueza. La única persona enterada de aquellas mañas de la señora era Braulio, y sabía también que doña Sales apuntaba en un librito todas las sumas escondidas. La señora debía de gozar secretamente en dar a su picardía el carácter de colocación metódica de capitales, llevando cuenta y detalle de aquel escamoteo pueril, que era sin duda uno de esos recreos cerebrales que la psicología no ha puesto ni quizás pondrá nunca en claro. ¿Y con qué objeto metía perros chicos entre las monedas de oro, o cuentas de la lavandera entre los billetes? Quizás gozaba considerando la estupefacción del descubridor del hallazgo.

A poco de espirar la señora, Braulio dijo a Guerra que buscara el librito en la mesa de noche de la alcoba. Como no lo encontraran allí sospechó que estaría entre los colchones de la cama, y en efecto allí estaba: Pues con aquel guión, fueron revolviendo por toda la casa, y descubrieron los esparcidos retazos del tesoro.

En esto se entretenía el nuevo propietario, tomando más gusto cada día a la posesión de su caudal y a la independencia que le proporcionaba. A medida que se iba afianzando en aquel sólido terreno de la propiedad, sentía más inclinación a concentrar sus caudales que a diseminarlos, como si sus antiguos hábitos de pródigo se trocaran en instintos de allegador o coleccionista de capitales. En suma, la antigua generosidad, representada en su mente por una idea de mecanismo centrífugo, se iba modificando y tomando la expresión de una idea centrípeta. Trayendo a la memoria lo desprendido que era en sus épocas de penuria, achacaba el defecto del despilfarro precisamente a la carencia de materia despilfarrable.

Dicho está que uno de sus primeros cuidados fue pagar antiguas deudas, recogiendo todo el papel suyo que tenían usureros de los más feroces, uno de los cuales, el más feroz sin duda, no era otro que aquel don José Bailón, a quien vimos de punto fuerte en el comedor de los Babeles. Con estas ocupaciones de utilidad innegable, y el hábito naciente de administrar, se iba serenando su ánimo, cada día menos accesible a la cólera, aunque no libre de tristezas, porque su conciencia no se quería limpiar de aquel tremendo escrúpulo de haber contribuido a la enfermedad y muerte de doña Sales. Se consolaba pensando que si su mamá le hubiese tratado de otra manera, dándole parte de las rentas de su legítima, y permitiéndole colaborar en los asuntos de la casa, no habrían quizás surgido entre los dos tantos motivos de discordia:

Todo el tiempo que tenías libre, consagrábalo a Ción, haciéndose tan niño como ella, y extremando su cariño hasta la idolatría. La chicuela comprendía la inmensidad del afecto de su padre, y lo explotaba para sus caprichos infantiles con arte instintivo, que anunciaba en ella las artes supremas de la mujer de mundo. Poseía ya los rudimentos de la estrategia: femenina, aparentando ceder para triunfar, y manejando la lisonja con exquisita destreza. A su lado, siempre estaba Guerra de buen humor, permitiéndose bromear con Leré en términos de familiar, malicia.

—Pero ven acá, Leré, y dime con toda confianza, pues sabes que te estimo y deseo tu bien: ¿tú no tienes novio? Eres muy modesta y crees que careces de mérito personal. Pues estás muy equivocada. Ten franqueza con tu amo. ¿No hay por ahí ningún joven honesto que te haya declarado su atrevida pasión?

Pensaba Guerra que la mística joven se turbaría al oír estas chirigotas; pero a buena parte iba. Leré se reía, diciendo con tanta naturalidad como firmeza:

«Déjeme usted a mí de novios y de jóvenes honestos. Yo no he pensado nunca ni pensaré jamás en tal cosa.

—Pues mira tú, yo he de poder poco, o he de casarte con un caballerito de mérito. Mucho ha de valer para igualarte; pero verás cómo le encontramos, siempre que tu ayudes.

—Que me deje usted en paz... vamos... don Ángel, ¡qué ganas de broma tiene usted!

—Que te casamos, mujer, que te casamos. No seas tonta, y no trines anticipadamente contra el matrimonio. Por supuesto, es preciso que acortes un poco los rezos. Eso espanta a los novios, y yo sé de algunos que prefieren una mujer algo pizpireta a una engarza—rosarios. La religión es cosa muy buena; pero en la vida doméstica, hija, el cuidado del marido, y de los churumbeles, que los tendrás, vaya si los tendrás... te absorberá mucho tiempo, obligándote a dar de mano a las devociones. También es menester que te compongas algo, con permiso de la Virgen, que no se enfardará por eso. Tanta, tanta modestia es por demás. Convéncete de que eres bonita y de que lo serás más si te perfilas y acicalas un poco. ¿Para qué hizo Dios la belleza de las mujeres sino para que la luzcan? Te aseguro que con mi autoridad de amo voy a declarar la guerra al vestidito de hábito de la Soledad, y a la mantillita negra que parece una caperuza. ¿Obediencia has dicho? Pues ponte el sombrero que te compraré, y vístete como yo te mande.

Leré no se mordía la lengua, ni se achicaba, llegando a decir con gracejo que si su amo se lo mandaba saldría a la calle hecha un mamarracho. «¿Qué me importa? —añadió—. El vestido no hace la persona, y la misma librea del diablo puesta sobre mi cuerpo no dañaría mi alma». Después habló con repugnancia del matrimonio, con desdén y lástima de los muchachos pertenecientes a la clase de novios, y de todo lo que no fuera la comunicación continua con el Eterno Amante, terminando con esta afirmación categórica en tono firme y sincero: «Créame usted: yo no sirvo para eso. Mi corazón me llama a otra clase de vida. Ahora, Dios quiere que me consagre al cuidado de esta niña... Yo sé que Dios lo quiere... y también la Santísima Virgen. El día en que Ción no necesite de mí, seguiré mi vocación, entrando en una orden religiosa, en la más estrecha, D. Ángel, en la más rigurosa, en la que exija más trabajo y más sacrificio, y ordene más humildad y más penalidades, en la que más nos aproxime al dolor y a la muerte.

—¡Qué convicción! —decía el otro para sí, entre confuso y asombrado—. Hasta elocuente es esta condenada chica.

VII

«Pero, hija —le dijo Guerra otro día—, no engordes tanto, que gordura y penitencia rabian de verse juntas. Cada día parece que te redondeas más. Verdad que las carnes que echas ahora son como un acopio de fuerza y salud para los días en que toquen a mortificación y abstinencias».

Sépase, entre paréntesis, que la santita de los ojos temblones usaba siempre corsé, por recomendación expresa de doña Sales, muy partidaria de una prenda que imprimía decencia y respetabilidad. «El corsé —decía—, es útil para el cuerpo y para el alma». Así debió de comprenderlo Leré, y en el hábito de comprimir y ajustar convenientemente su talle no hubo nunca asomo de coquetería. Al contrario, le enfadaba que su seno abultase tanto, y que cada día, a pesar de su sobriedad en el comer, tomase aquella parte del cuerpo desarrollo más insolente.

Por unas y otras cosas, por lo moral y por lo que no es moral, la maestra interesaba al papá de la discípula, despertando en él sensaciones y anhelos diversos, que en breve tiempo pasaban de lo más a lo menos espiritual, y viceversa. Hay que decir en honor de Guerra, que siendo comúnmente hombre antojadizo y poco escrupuloso de medios, tratándose de fines que le solicitaran con ardor, en aquel caso no pensó ni por un momento abusar de su posición de jefe de la casa. Un respeto indefinible y que hasta entonces jamás estuvo escrito en sus papeles, le detenía ante la pobre toledana, defendida tan sólo por su tesón admirable y por su recta conciencia. No podía, sin embargo, resistir cierta comezón de vigilarla de cerca, de sorprenderla en su vida íntima; y movido de ardiente curiosidad, puso en práctica un procedimiento poco delicado para satisfacerla. Una tarde obligó a Leré y a la niña a salir de paseo; hizo salir también a Braulio, y en el tiempo que los tres faltaron de casa, practicó un agujero en la puerta que comunicaba la alcoba de doña Sales con el cuarto en que Ción y su aya dormían. Bien preparado todo para un seguro acecho, al llegar la noche, pudo trasladarse sin hacer el menor ruido desde su aposento al que fue de su madre: Lo que atisbó en el de Ción, donde ardía toda la noche una lamparilla, no hizo más que afirmar su creencia respecto a la ingenuidad del misticismo de Leré. La niña dormía. De rodillas en medio del cuarto, frente a una pintura del Redentor crucificado, la maestra tan pronto rezaba con las manos juntas sobre el seno, tan pronto leía en su libro de oraciones. Pasado un larguísimo rato, la exaltada joven se tendió boca abajo en el suelo, sosteniendo la frente en las manos cruzadas. Debía de ser aquello una actitud de meditación, no de sueño y descanso, porque a los oídos del acechador impertinente llegaba un rumorcillo de sollozos o suspirar de monja, y algún silabeo como de conversación íntima con persona invisible.

Aunque aburrido de su inútil y poco digno espionaje, Guerra no quiso retirarse hasta no ver si Leré se acostaba o permanecía toda la noche en aquella fatigosa postura. Por fin, cerca ya del día la vio levantarse del suelo. La cama estaba frente al punto de mira. Pero ¡ay! ¡qué chasco para el centinela! la joven no se acostó en ella. Aflojándose el traje y quitándose el corsé, sin que se pudiera ver nada más que el corsé mismo al ser despegado del cuerpo, se cubrió con una manta ligera, y echose en el suelo contra la pared, apoyando la cabeza en una caja que contenía los chismes de cocina de Ción. Ángel se retiró descontento de sí mismo por lo innoble de su conducta aquella noche, descontento también de Leré, porque tanta, tanta virtud parecíale ya excesiva y antipática. «Sobre todo —murmuraba restregándose los cansados ojos—, mi casa no es convento del Císter... estas escenas de devoción y estos desplantes de santidad, son una antigualla... ¡Bonitas cosas le va a enseñar a la niña si la dejo!... No, no, hay que prevenirse con tiempo contra esta influencia mística, que puede ser terrible para la pobre criatura. Ción es inteligente, de imaginación viva, campo bien preparado para recibir impresiones e ideas que luego no habrá medio de arrancarle... ¡Ah! Leré, Leré, es preciso determinar pronto si soy yo aquí el amo o lo eres tú».

Esta última apreciación respondía tal vez a que empezaba a observar que, de un modo indirecto y no apreciable para la servidumbre, la voluntad de Leré prevalecía en todo lo pertinente al gobierno de la casa; pues aunque el amo era quien visiblemente mandaba, rara vez dejaba de consultar con ella, o de amoldarse tácitamente a su deseo. Su autoridad resentíase de cierta subordinación a otro poder no definido velado, el cual se iba imponiendo en virtud de una atracción ligeramente supersticiosa o de un fenómeno sugestivo. Y debe notarse también que aquella primera idea, expresada al retirarse del acecho, acerca de los inconvenientes del misticismo de Leré para la educación de Ción, era una idea sofística con que Guerra quería engañarse a sí propio, o poner una venda a su orgullo herido, porque... sinceridad ante todo... el misticismo aquel le sabía mal porque habiendo sido espuela convertíase en freno de sus deseos.

Otra plática.

Hablaban una noche de si Guerra saldría o no saldría a la calle. Bien sabía Leré a dónde iba; y como su amo la autorizaba expresamente a tratarle con toda confianza, le dijo:

—Vaya usted, hombre, que esa también es de Dios. Está usted en pecado mortal; pero si no va a verla será pecado sobre pecado.

Ángel se turbó, manifestando disgusto, y la toledanilla, animándose con la idea del éxito que alcanzar creía, se lanzó a decir:

—Está usted en el caso de casarse o de romper con ella, si no quiere faltar descaradamente a la ley de Dios.

—Ambas cosas —replicó Guerra—, el casorio y la separación, parécenme a mí imposibles de realizar.

Muy pronto arreglan los beatos estas cosas tan graves, yo tengo mi ley, que no entiendes ni entenderás nunca.

—Buena será ella... No, maldita falta me hace entender su ley. Gobernándose con ella, no ha hecho usted en su vida más que desatinos, malquistándose con su madre, con sus amigos, metiéndose en enredos de política, para no conseguir nada, como no sea que la justicia le confunda con los criminales.

—De lo que yo he pensado y hecho desde que me lancé a esos delirios, porque delirios son, lo reconozco, no puedes tú juzgar. Eres demasiado buena y pacífica para poder entender de estas cosas, Lereita. ¿Quieres que te las explique? Hace tiempo que siento vivos deseos ¿qué digo deseos? necesidad de comunicarme con alguien, de aligerar y refrescar mi conciencia dando cuenta clara de los móviles de mis acciones, refiriendo lo que puede disculparme, lo que no tiene disculpa, y en fin, todo lo que he sentido, porque de lo que se siente, Leré, nacen las acciones, y aquellas que parecen más disparatadas, resultan no serlo tanto cuando se examina el corazón, que es la fuente, hija, la fuente de donde nace la voluntad. Desde que murió mi madre, vengo notando que se resquebraja dentro de mí todo el ser antiguo de mi vida, y aquello que me parecía la misma consistencia amenaza desplomarse... ¿Entiendes lo que digo?

—Vamos, eso se llama arrepentirse —observó la maestra prontamente—. Diga usted las cosas claras.

—Algo hay de eso. Llámalo transformación, crisis de la vida... pero arrepentimiento a secas, tal como lo entendéis los beatos, no me lo llames. No te contaré todo lo que me pasa. Esta noche tengo que salir. Tú misma me has dicho que salga, y que es pecado no ir a donde me espera quien me espera. Mañana hablaremos.

VIII

Pero al día siguiente no hablaron nada de esto, porque Ción pasó la noche intranquila y con fiebre, lo que a todos los de casa disgustó mucho, y singularmente a Guerra, que con su disparada fantasía agrandaba lo pequeño y hacía montes y montones de cualquier contrariedad. Aunque Miquis le tranquilizó, estuvo todo el día muy mal humorado, sin sosiego, perseguido por cavilaciones y pensamientos tristes. Por fortuna, al otro día la chiquilla amaneció mejor; pero no le permitieron salir del cuarto, ni entretenerse con juegos en que pudiera mojarse. Mientras Leré daba vueltas por la casa, disponiendo diversas cosas, Ángel cuidaba de que Ción no se agitara demasiado, y de que no metiese las manos en la jofaina, pues el fregotear y lavarse era en ella verdadera manía. Para entretenerla y alegrar su ánimo, no hubo cosa que Ángel no inventara. Por la tarde, después de enredar mucho, se durmió, acostáronla vestida y bien arropada en su cama. La maestra se puso a coser, y el amo, tendido en un sillón, los pies sobre la banqueta y en la mano un periódico, por el cual pasaba los ojos sin enterarse de nada, le habló de este modo:

—Voy a contarte por qué hice tantas locuras, y por qué me metí con los revolucionarios. Desde niño, es decir, desde la segunda enseñanza, sentía ya en mí la exaltación humanitaria. Estudiaba la historia, oía cantar sucesos antiguos y modernos, y en lo leído y en lo contado, así como en lo visto directamente por mí, me impresionaban el dolor y la injusticia, compañía inseparable de la humanidad, y se me antojaba que el mal debía y podía remediarse. ¡Ensueños de chiquillo despierto y algo pedante! Ya hombre, persistió en mí la idea de que la sociedad no está bien como está, y que debemos reformarla. En un tiempo pareciome esto coser y cantar, después comprendí que la obra no era fácil; pero que debíamos arrimar el hombro a ella, acometiendo la parte de reforma que se pudiera, fiando al tiempo y al esfuerzo de las generaciones lo demás. Horas de soledad y tristeza he pasado yo cavilando en esto, y cuando tanteaba el terreno, y cuando veía a tanto pillo y a tanto majadero cultivar la revolución como uno de tantas granjerías, me desalentaba. Pero también he visto hombres de fe, sinceros y desinteresados, que...

Interrumpiose creyendo que Leré no prestaba atención a lo que decía.

—¿Te aburro, hija?

—No, siga usted... Aunque parece que no oigo, oigo. Decía usted que hay personas que... vamos...

—En una palabra, que mi simpatía hacia los trastornadores data de larga fecha, y no porque creyera yo que iban a realizar inmediatamente el bien y la justicia, sino porque volcando la sociedad, poniendo patas arriba todos los organismos antiguos, dañados y caducos, preparaban el advenimiento de una sociedad nueva. La suprema destrucción trae indefectiblemente la renovación mejorando, porque la sociedad no muere. La anarquía produce en estos casos el bien inmenso de plantear el problema humano en el terreno primitivo, y de resucitar las energías iniciales de la civilización, la energía del derecho, del bien y de la justicia... Porque mira tú, y fíjate bien en esto: hoy, nuestro organismo social y político es una farsa, un verdadero carnaval sin disfraces, porque todos los poderes viven engañándose unos a otros, ¡y dándose cada broma!... El poder legislativo no es más que un instrumento del poder ejecutivo, pues no existiendo cuerpo electoral, la comedia esa de los votos no expresa nunca la voluntad del país. El poder judicial, que debiera ser salvaguardia de las leyes, es otra maquinilla en manos del poder ejecutivo, y...

Nuevas manifestaciones de aburrimiento en Leré.

—Veo que no me entiendes, y que estoy hecho un pedante insufrible.

—Sí que entiendo. Pero dígame usted, el poder ejecutivo, ¿quién es?

—El Gobierno, hija mía.

—¡Ah... qué pícaro! Por eso todos hablan mal de él.

—Pues, abreviando, mi inclinación a las ideas más avanzadas exasperaba a mi madre, y la resistencia de ésta y su tenaz empeño de que pensase como ella, me sulfuraba a mí, empujándome hacia adelante, porque mi carácter, no sé si lo habrás conocido, me lleva a la contradicción y a la independencia. Aun después de casado, mamá me trataba como a un chiquillo, y una de las cosas más intolerables para mí era que apoyara las sandeces del Sr. de Pez y otros majaderos que frecuentaban su tertulia. Delante de aquellos señores, yo, según el criterio de mi madre, no tenía nunca razón; yo no decía más que disparates; y ellos, singularmente el asno de D. Manuel Pez, eran la cifra de la sabiduría. Fui, como sabes, muy desgraciado en mi matrimonio, y por mil causas que ahora no vienen a cuento, le cobré a mi suegro un odio...! vamos, el mayor odio de mi vida. ¡Qué gusto, pensaba yo, poder intervenir en una trifulca muy gorda, muy gorda, con el sólo objeto de colgar de un farol a ese tipo! En fin, poco a poco me fui emparejando con los que quieren volverlo todo del revés. Frecuenté sus reuniones, híceme amigo de éste y del otro, y bien pronto la influencia del conjunto me convirtió en un sectario como otro cualquiera, participando, como soldado de fila, de los odios y de los compromisos de los demás, y sintiendo mi voluntad engranada en la voluntad colectiva. ¿Entiendes esto, Leré? Oyendo un día y otro las mismas cosas, y juntándonos con éste y aquel amigo, el vértigo nos desvanece y nos arrastra. Es como la mecánica de los ejércitos. Va el soldado a la lucha y a la muerte por la sola razón de que siente ir a su compañero, y recíprocamente se sugestionan sin saberlo. De este modo, avanza toda la fila; pero si consultas aisladamente y en secreto a hombre por hombre, no hallarás quizás ninguno que quiera marchar. (Pausa. Leré continúa mirando su costura.)

Después, mi vida entra gradualmente en un período de exaltación; mi madre se declara mi enemigo; erígese en personificación del orden social, y considera todos mis actos políticos y no políticos como ataques a su dignidad y a su existencia misma. La vida común se hace imposible, y tengo que buscar fuera de casa la atmósfera de afectos que necesito para no asfixiarme. Mi madre pretende rendirme por la falta de recursos, y apenas me da lo preciso para la vida material. Yo me resigno, y aguanto la escasez sin hacer de esto un nuevo motivo de discordia. Reñíamos por cualquier simpleza, verbigracia, por el desacato de no reírme yo cuando soltaba un chiste de los suyos el marqués de Taramundi, o por burlarme de él cuando nos hablaba de la meta. Por cuestiones de dinero, jamás tuvimos una palabra más alta que otra. Pero la escasez, encendiendo en mí la ira, el despecho y el furor de independencia, me impulsó a trabar amistades con gente de la peor condición posible. Aquí tienes cómo llegué a ligarme con los desesperados, entre los cuales hay gente buena y honradísima, ¿a qué dudarlo? Pero yo, por las irregularidades y el vaivén de mi vida, he conocido de todo, mediano y detestable, hombres sin seso, familias abyectas...

El recuerdo y la imagen de Dulcenombre le cortaron la palabra. Mentalmente hizo una excepción de su querida en el desdoro de aquella irregular existencia, y continuó sus tardíos descargos:

—¿Comprendes ahora por qué anduve entre los desdichados aventureros de la noche del 19 y de la madrugada del 20 de Septiembre? Esto, que te habrá parecido tan horrible, vino a ser en mí uno de esos estados de fiebre a los cuales llegamos por etapas, por una gradación de circunstancias propicias al desorden nervioso y a los espasmos de la voluntad. ¡Qué horrores habrás oído contar de mí en este mismo sitio en que estamos ahora! Oirías llamarme desalmado, asesino, qué sé yo, y no podía faltar aquello del feroz sectario y de la cobarde canalla...

—La señora —replicó Leré—, no hablaba conmigo ni con nadie de estas cosas. Rezábamos para que Dios le tocase a usted en el corazón; pero nunca dijo que fuese usted asesino. Si lo pensó, por algo que le contaron, se guardaba muy bien sus ideas y sus amarguras. Sabía tragarse toda la hiel, disimulando, siempre muy señora, siempre muy digna y sin dar su brazo a torcer.

—Pues yo no disimularé nada contigo... y no habrá repliegue en mi conciencia que no te descubra, porque me inspiras confianza y este irresistible deseo de confesar que es el instinto de reparación en nuestra alma. A nadie confesaría esto; pero a ti sí; para que me juzgues como quieras. No diré que fui asesino, pero sí que maté un poco. Aquel digno militar cayó delante de mí. No fui yo solo, fuimos... no sé cuántos... Un accidente de guerra; pero no de esos que quitan responsabilidad a los matadores... sino de los que caen bajo la jurisdicción de la conciencia, porque también las carnicerías de la guerra tienen su moral.

Levantose agitadísimo, y dio dos o tres vueltas por la estancia; parándose al fin ante Leré, que le miraba entre curiosa y asustada.

—Y aquel caso terrible y vergonzoso (Volviéndose a sentar y pasándose la mano por la frente.) abruma mi conciencia... No quiero engañarme haciéndome el valiente, el descreído, y escudándome con mi fanatismo. Repito que pesa sobre mi conciencia, y que no puedo echar este peso de mí.

—No hay delito —le dijo la toledana con firmeza—, que sea bastante grande para medirse con la misericordia de Dios.

—¿Me lo perdonas tú?

—¿Yo? (Riendo.) ¿Acaso soy sacerdote?

—Pero eres sacerdotisa, (Abandonando el tono serio.) y vas en camino de la santidad. Si yo tuviera fe en ciertas cosas, primero me pondría de rodillas delante de ti para que me echaras la absolución, que ante el Papa.

—No diga usted herejías, por Dios... Bromear con la religión es feísimo pecado.

—Para mí —dijo Guerra con irreverencia—, que tengo tantos y tan gordos sobre mi alma, uno más no significa nada. Y cometeré más, más; no lo dudes. Si yo creyera en el Infierno, no me horrorizaría la idea de ir a él...

—¡Jesús! ¡Qué disparate! (Tapándose los oídos.)

—Iría, si, iríamos, porque o yo había de poder poco, bendita Leré, o habríamos de ir juntos... tú por delante.

Capítulo V. Ción

I

Por la noche recayó Ción. Era una fiebre de crecimiento, según dijo Augusto, intensísima, con aceleración extraordinaria de los movimientos cardíacos. Alarma en la casa, aflicción de Leré, inmensa inquietud de Guerra, que estuvo toda la noche fuera de sí, como demente, y en su trastorno llegó a decir a Miquis: «Si no me curas a la niña, te mato». El simpático doctor no las tenía todas consigo, y vigilaba el corazón de la enfermita, entendiendo que de allí provenía todo el mal. En medio de la alta calentura, que llegó a pasar de los cuarenta, conservaba la chicuela sus facultades intelectuales, hablaba como una taravilla, pedía sin cesar agua para lavarse las manos, y lloraba cuando su papá y Leré se separaban de ella. El día siguiente fue angustioso, con ligeros descansos. Guerra no comprendía qué enfermedad era aquella, sintomatizada sólo por la altísima fiebre, que si cedía al baño o a la antipirina, a poco se presentaba de nuevo con aterradora intensidad. Todo provenía, al parecer, de un desorden de la circulación, de un desequilibro repentino. En los ratos de mejoría, mostrábase en Ción otra fiebre no menos alarmante, la calentura de inteligencia, cuyo síntoma era la avidez por oír contar a su padre cosas estupendas y fabulosas, y contarlas ella también con una galanura de imaginación que a todos asombraba. Su mente ardía, lo mismo que su sangre, y de aquel rescoldo brotaban como chispas conceptos y retahílas anecdóticas de peregrina originalidad.

—Papaíto, mira lo que está pasando: Basilisa me dijo ayer que le prestara mi cocina de muñecas para armar una ratonera. ¿Qué crees tú? ¿que los ratones cayeron? Quiá: se pasaron de la despensa al cuarto de Braulio y se comieron el libro de las cuentas. No dejaron más que los números tirados por el suelo... Dice Braulio que tú te vas a casar con Leré y qué me vas a comprar un coche con caballitos de verdad, de carne, del tamaño del minino... ¿No sabes la que hizo Leré esta mañana? Pues se puso una toquilla azul para ir a misa, y cuando volvió traía el pelo suelto y un traje como el que sacan los clones en el circo.

—¡Qué bien, qué bien! —dijo Ángel besándole las manos—. Sí, salada de mis ojos, cuéntanos todas esas cosas bonitas que han pasado, y que son verdad... ¡Vaya que Leré vestida como los clowns...!

—Papaíto, no te lo quería decir para darte la gran sorpresa; pero sabrás que te estoy bordando unas zapatillas, más bonitas que las de Braulio, con un dibujo así: un gato en el pie derecho, y una baraja francesa en el izquierdo. ¿Crees que compré las lanas? Tonto, me las encontré un día dentro del cajón de costura de mamá Sales. Yo lo abrí para buscar mi aguja, y vi muchos ovillitos, muchos ovillitos... pero muchos ovillitos. Yo iba sacando, y mientras más ovillitos sacaba, unos verdes, otros encarnados, otros de todos colores, más quedaban dentro, hasta que me cansé de sacar, y llené con ellos la cesta grande de la ropa... Después fui al comedor y me encontré a don León Pintado comiéndose una chuleta, y decía que estaba más dura que la pata de un santo... ¡Ah! en tu cuarto vi al Sr. de Medina tomándose las medidas del cuerpo, delante del espejo, como si fuera un sastre, y me dijo que si le quería hacer una levita. Le respondí: que sí, y después nos fuimos todos al comedor, donde vimos al minino haciendo visajes y poniendo los ojos en blanco porque le dolían las muelas... ¡Pobre minino! D. Cristóbal riñó con Leré, porqué Leré, en vez de decirle excelentísimo señor, no le dijo más que muy señor mío, y yo salí corriendo al balcón, porque sentí una campanilla, y les grité: «Cállense, que pasa el Señor». ¿Tú crees que se callaron? ¡Ay, si supieras tú las peloteras que arman cuando no estás en casa! Yo les, digo: «Callaros, callaros, que mi papá tiene muy mal genio y os va a mandar a la cárcel».

—Bendito sea tu pico, bendita sea tu imaginación —decíale Guerra—. Ahora estate quietecita—. ¿Sientes mucho calor? Te daremos agua con azúcar. ¡Qué gloria de hija! Si quieres tener contento a tu papá, hazle el favor de tomar esta medicina. Ya ves: son anises, nada más que anises. Con esto te pones buena, y te llevaré a ver los clones, y te compraré la carretela con caballitos vivos. Uno de estos días llegarán de París, y los escogerás del tamaño que quieras, porque los hay chicos y grandes.

—Los escojo grandes y los escojo chicos: ¿Cuándo será? (Con vivísimo interés.) Los escojo de todos tamaños... ¡Ah! te contaré: el otro día me asomé yo a la ventana del comedor, que da al patio, y vi salir por la puerta del sótano un ratón casi tan grande como un burro. No te rías, que es verdad... Bueno, pues sería como una cabra. Llevaba un collar con cascabeles, y parándose en medio del patio, me miraba como diciendo: «¿A que no bajas?» ¡Yo qué había de bajar, si tenía un miedo...! ¿No sabes? me contó Lucas que en Madrid va a salir una procesión con tantos estandartes como personas hay, quiere decirse, que cada persona lleva su estandarte, menos los soldados que van con las escopetas al hombro... Oye un secreto: Braulio y Basilisa hicieron el domingo en la cocina un pastel muy grande, muy grande.. De todo le echaron, cascos de naranja, pasas, nueces, anises, dátiles, y mucha azúcar, un saco grande de azúcar, y dijeron que lo iban a poner en la mesa. ¿Tú lo viste? Pues yo tampoco... Papaíto, ¿a que no sabes lo que soñé anoche? Pues que tú me llevabas en brazos por un camino, y me decías que aquel camino era el del cielo... claro, por eso era todo azul, y había estrellas, unas con rabo y otras con barbas. Yo te pregunté si iríamos hasta el sol, y tu me dijiste que hasta el sol no, porque hacía muchísimo calor y nos tostaríamos...

No desmayaba el loco imaginar de la pobre niña sino cuando el ardor de la fiebre la postraba, dándole modorra, pero sin llegar a perder el conocimiento. Bastante inquieto al ver que no cedía la calentura, Miquis ordenó los paños de agua fría, aplicados al cráneo sin cesar, y de este tratamiento se encargó Ángel. Al anochecer, pidió la niña de comer, anhelado cosas dulces, y le dieron huevos hilados y pavo en galantina. Comía con regular apetito, sin dar paz a la lengua ni a la inventiva. Su pulso era vivísimo, indicando una actividad desenfrenada del corazón, rebelde a la digitalina, que se administraba en gránulos como anises. Desesperado ante la ineficacia del tratamiento, Ángel la emprendió con Miquis, llamándole inepto, y acusándole de no haber entendido la dolencia. El pobre Augusto, herido en su dignidad, y no queriendo devolver al atribulado padre las injurias que éste le dirigía, propuso consulta de médicos, a lo que Guerra contestó en tono despreciativo: «Todos sois unos ignorantes, llenos de pedantería y de fórmulas hueras, asesinos del género humano, no sabéis más que revestir de cháchara científica las sentencias de la muerte, y adornar con terminachos griegos vuestra estulticia». Dicho esto, le volvió la espalda, ordenando a Braulio que citara a los médicos designados por Miquis.

Llegada la noche, determinó instalarse en la alcoba que había sido de su madre, con objeto de estar más próximo a su hija, y vigilar durante la noche el proceso de la enfermedad. Leré y él acordaron quedarse en vela, a menos que la niña no tuviese una remisión patente y descansase tranquila. Pero no había, por desgracia, síntomas de tal remisión feliz, y se preparaba una noche de prueba. Más que nada les inquietó la recrudescencia del prurito locuaz e imaginativo de la pobre enfermita, y en calmarla y hacerla callar emplearon mucho tiempo, y todos los recursos del ingenio de ambos: «Que el Niño Jesús había venido a preguntar por ella, dejando su tarjeta en el portal, y diciendo que se enfadaría si la niña no se callaba y se dormía. Que por cada minuto que la niña estuviera callada, su papá le compraría una muñeca negra y otra blanca». Ción se plantó en no callar si no le enseñaban la tarjeta del Niño Jesús, y tuvo Guerra que hacerla, escribiendo en una cartulina un nombre, Manuel, con lo cual no se dio por vencida, diciendo que faltaba el apellido... «¿Pero dónde estaba el apellido?» Ángel tuvo que añadir: de Nazareth. Fijándose luego en la promesa de juguetes por cada minuto de silencio y quietud, obligó a su padre a que le dijera los minutos que van de un domingo a otro domingo, y de hoy al año que viene.

Cuando se tranquilizó, más que por verdadero alivio, por el entorpecimiento de la modorra, Guerra se fue a la alcoba materna, donde acababa de instalarse, y solo allí, entregose a cavilaciones dolorosas. Hasta entonces no había creído que Ción pudiera morirse; pero ya la idea de la muerte se presentaba a su espíritu con fijeza aterradora, como un temor, como una sospecha, más horrible que el recelo de la propia muerte. El amor de la chiquilla ocupaba por entero su alma; no comprendía la vida sin ella, y la idea de perderla llevaba consigo una soledad irremediable dentro de lo humano. Figurábasele que muerta Ción, el mundo se quedaba instantáneamente vacío, y que ningún encanto, ningún consuelo, ninguna amenidad podía ofrecerle la vida. Todos los demás afectos se obscurecían ante aquel afecto, que siempre fue grande, y que últimamente había tomado el carácter de preferencia absoluta y monomaníaca.

En la habitación que fue de doña Sales, prevalecían los tonos obscuros. A la escasa claridad de una luz con pantalla verde, resaltaban del fondo de las paredes varias imágenes religiosas, cuadros de escaso mérito y algunos cromos de chillón colorido, pero que satisfacían el menguado gusto artístico de la señora, sirviéndole además para exaltar su mente y encadenar su atención durante los rezos nocturnos. Eran los Sagrados Corazones de Jesús y de María, San Francisco de Sales y Santa Juana Francisca Fremiot; y dos copias al óleo, en gran tamaño, de anacoretas de Ribera, pinturas de un tremendo realismo, en las cuales la afectación del claro—obscuro acentuaba la escualidez de los desnudos cuerpos. Siempre había mirado Ángel aquellas obras de Arte con el mayor desdén; pero aquella noche su angustia y su temor se las hicieron respetables, y el desdichado llegó a creer que las figuras tenían ojos vivos para verle y oídos para escucharle, y un alma henchida de compasión por los infortunios humanos. Eran como amigos de la casa que acudían a consolarle, y a ofrecerse para lo que pudiera ocurrir.

Mirándolas, Guerra les mostraba su alma, todo lo que pensaba y sentía, y a poco de entablar semejante comunicación, entrábale un ansia vivísima de prosternarse ante voluntades superiores, y de pedirles que le ampararan en su tribulación. Exaltándose más a cada instante, lo que empezó por ser íntima súplica espiritual, llegó a traducirse en las formas externas de la oración, como el cruzar las manos, el gesto postulante, y por fin, hasta el ponerse de rodillas. Pero no se valía de las oraciones de la Iglesia, sino que imploraba con ideas y dicción propias, muy desordenadas y vehementes. «Porque bien entiendo —decía—, que no estoy en disposición de pedir, por no tener fe... Pues a eso replico que tendré toda la fe que sea necesaria... Sálvese mi hija, y no habrá inconveniente en creer. Me rindo, me entrego, y reniego de todo lo que pensé. ¿No es un dolor que se me prive de esta hija, mi pasión, mi encanto, mi esperanza? Por malo que un hombre sea, ¿acaso merece castigo tan grande, soledad tan espantosa? No, y aunque la merezca, yo ruego, yo imploro que se me conceda la vida de Ción, porque... lo que yo digo; ¿en qué se ha de conocer nuestra miseria y la grandeza del Ser Supremo sino en esto de pedir nosotros y darnos Él lo que no merecemos?»

II

Después le daba por comentarse a sí mismo, diciéndose: «Cuidado, no se pide así, sino con humildad. Te pareces a esos pordioseros que acosan al transeúnte, hasta que éste les da algo por quitárseles de encima. Pero con Dios no vale el ser porfiado y fastidioso. Solicita con humildad, conformándote con tu desgracia si no te dan lo que pides... Y conviene además hacer fe... Esto sí que es difícil, pero no hay más remedio. La fe siempre por delante». Y encarándose de nuevo con las pinturas, les dirigía su ruego, tratando de poner en él toda la humildad y contrición posibles, pues lo que importaba, según iba pensando, era sacar adelante a la niña, ablandar la divina voluntad y hacerse merecedor del bien que impetraba. En una de éstas, su mano tropezó, dentro del bolsillo, con un arrugado papel. Era una carta de Dulce, recibida aquella tarde, en la cual se le quejaba de que no hubiera ido a verla en dos días, notificándole además que se encontraba enferma, con anginas y dolores agudísimos en todo el cuerpo. La olvidada carta y el recuerdo de aquella mujer, borrado hasta entonces de su memoria, le sugirieron un nuevo método de argumentación para apoyar su demanda. «¡Pobre Dulce! —decía, sin apartar su mente de las imágenes—. También ella pediría por la salvación de mi hija si tuviera noticia de lo malita que está. Ahora caigo en que mi gran falta, además del escándalo revolucionario, es este concubinato indecoroso. Pues yo lo sacrifico. Abajo la inmoralidad. Me enmendaré, romperé con esa mujer. Y si es preciso, para que Dios tenga lástima de mí, que yo le haga una ofrenda de mis afectos; si es preciso el holocausto de una persona querida, ofrezco a Dulce, sí, señor... por ofrecida. Yo la quiero mucho, y sentiría su muerte; pero entre ella y mi hija, lo menos doloroso es que Dulce muera y que mi hija se salve. Ción empieza a vivir, Dulce ha vivido ya bastante, y cuando yo me separe de ella, ¿qué la espera más que un porvenir de peñas y deshonra? ¡Pues digo, con esa familia de bandidos...! ¡Desdichada mujer!... hasta le convendría morirse, y ser acogida por Dios en el Cielo. Ella iba ganando, y yo... A mí, la verdad, me dolería mucho verla morir... Pero hay que reconocer que ha sido pecadora, y entre una pecadora y un ángel la elección no es difícil».

Con tales ideas, y la lucha de sus sentimientos, y el esfuerzo mental de la oración, se le armó tal barullo en la cabeza, que el infeliz no sabía por fin qué lenguaje emplear, y tan pronto escondía algunas de sus ideas, temeroso de que la omnisciencia divina se las viera, tan pronto las sacaba todas con arranque de sinceridad, diciendo: «Mi alma entera está aquí desnuda ante vosotros. Ved cuanto hay en ella, y escoged lo que os agrade y me valga, devolviéndome lo que me perjudique. Sálvese mi hija, y haced de mí lo que gustéis. ¿Es bueno que os sacrifique a Dulce? Pues lleváosla. ¿No es bueno? Pues quédese Dulce, pero de ninguna manera vendiéndomela por la vida de mi ángel dorado. Eso nunca. En todo caso compro a Ción con Dulce, a quien también quiero mucho... pero, atendiendo a su propio interés, la cedo, quiero decir, la sacrifico... Al fin y al cabo, yo he de dejarla, porque he prometido vivir con moralidad. Casarme con ella es ofender la memoria de mi madre... Y ahora se me ocurre: ¿acaso mi madre solicita desde la otra vida la traslación de mi hija al Cielo? (Con inquietud.) Esto sería una crueldad, una venganza, una atroz maquinación contra mí. Yo me opongo, protesto. Lo justo, lo cristiano sería perdonar a Dulce desde allá, amar a la que fue tan aborrecida, pedir a Dios que la lleve, para sellar allá ese pacto de concordia, esa reconciliación suprema y trascendente, y al propio tiempo conseguir de Dios que me deje aquí a mi niña, porque la necesito para regenerarme. Sólo este ángel podrá dar paz a mi conciencia y hacerme esclavo del bien y la justicia. Si me la quitan, seré muy malo, y de todas las violencias de mi carácter echaré la culpa a Dulce, pues ella es causante de mi desesperación. Ella misma debería pedir a Dios, a la Virgen, y a éstos o los otros santos, que se la llevaran a cambio de la vida de Ción, y le harían caso, porque a los que ofrecen su propia vida se les atiende... (Irritándose.) Sentiría mucho que mi madre, desde allá, reclamase a la niña. No, esto no lo consentiría Dios, que es justo y ve las cosas claras... más claras que nosotros. Verá que la pretensión de mi madre esconde miras egoístas y de venganza... Y ahora pienso que esa enfermedad de Dulce puede ser grave y ocasionarle la muerte. Lo mejor que debes hacer, mujer querida, es morirte; yo te siento mucho; pero se necesita una ofrenda, una víctima expiatoria, y ¿qué papel más bonito para ti? Te regeneras, te santificas, y mi hija cumplirá su destino terrestre al lado de su padre que la adora. Todo el bien que ha de resultar de esto te lo deberemos a ti, y te bendeciremos... Esto no quiere decir que yo desee tu muerte, no. ¿Pero con qué cara he de pedir también que te salves tú? Solicitar dos favores es la manera de no recibir ninguno. Hazte cargo... Señor, Señor, sálvese mi hija, sálvese a costa de Dulce y de toda mi familia, y de todo el género humano.

Al llegar a esto, el infeliz hombre, que cansado de rondar por la estancia y de importunar a las imágenes, se había dejado caer en un sofá, boca abajo, apoyando contra sus manos la frente ardorosa, no acertaba a reconocerse dormido ni despierto, no sabía si aquel tumulto de su mente era un estado normal o un motín de las ideas.

Por la mañana, despejada la cabeza, apreciaba con claridad las cosas. Ción no estaba peor, y esto sólo bastó a dar a su padre esperanzas. Del desaliento pesimista y lúgubre pasaba rápidamente a un risueño optimismo. «Leré —decía palmeteando a la joven en el hombro—, el corazón me anuncia que la niña mejorará en todo el día de hoy. En confianza te contaré que anoche he rezado... ¿Fue debilidad o fortaleza? Me dio por ahí. Caprichos del espíritu... Cuando la tribulación le cierra a uno todas las puertas de la tierra, no hay más remedio que abrir algún ventanillo que mire hacia arriba. ¿Qué opinas tú?

—Pienso que si usted pide a Dios con fervor, ofreciéndole la enmienda de su vida, y diciéndole que quiere entrar en la Iglesia, la niña se salvará.

—Leré... no me tientes... no trastornes mi cerebro, que flaquea desde anoche... Yo estoy dispuesto a todo, con tal que me dejen a Ción. ¿Has rezado tú? ¿Has tenido acaso alguna visión?... quiero decir, ¿sabes por algún medio, por algún conducto de los que son familiares a las personas devotas, si puedo contar con la salvación de la niña?

—Yo ¿cómo he de saber?... —replicó Leré mirándole con asombro. —Saber, no... ¿Cree usted que Dios me va a decir a mí lo que piensa disponer? Hará lo que nos convenga a todos, a usted, a la niña y a mí.

Ángel dejó de mirar a la maestra, cuyos ojos, más bailones aquel día que nunca, le mareaban, y como no quería entretenerla, la dejó en sus quehaceres, algo pesaroso de que las esperanzas de la joven aya no fueran tan concretas y terminantes como las suyas. Volvió al lado de Ción, que estaba menos habladora y un poco abatida, con escasa fiebre y el pulso más tranquilo. Luego tuvo noticias de que Dulce seguía peor, viéndose obligada a llamar al médico, y apresuradamente escribió a su querida diciéndole que tuviese paciencia y que se resignara con su destino, palabras que la pobre mujer leyó con la mayor extrañeza, pues las esperaba sin duda más tiernas y consoladoras.

La tarde fue mala, y repentinamente las esperanzas de Guerra y de todos los de casa se trocaron en desaliento, porque la niña se agravó como si le hubieran dado un veneno activo. La fiebre subió a cerca de los 41, y el corazón funcionaba con celeridad aterradora, resistiéndose ambos estados morbosos, a las medicaciones más enérgicas. La desesperación del padre y su falta de conformidad con la suerte se manifestaron de una manera brutal, como si quisiera echar la culpa de su inmensa desdicha a cuantas personas le rodeaban, pues para todas tuvo palabras duras y mortificantes, a todos les acusaba de precipitación o negligencia. Miquis oía con estoica entereza las recriminaciones de su cliente, y sin acobardarse por ellas, anunció la proximidad del peligro. Rebelábase Guerra contra la verdad científica, invocaba al cielo y a la tierra con clamores y reticencias airadas y groseras, como esos criminales empedernidos que blasfeman, escupen al cielo y forcejean en los peldaños del patíbulo.

Acertó en esto a presentarse allí, por su desgracia, el Sr. de Pez, y después de expresar con voz compungida su dolor, permitiose reprender al yerno por su falta de conformidad cristiana. Replicó el otro con acritud, montó en cólera el apreciable sujeto, y de palabra en palabra llegó a decir a Guerra éstas que fueron como chispa caída en un montón de pólvora: «Pues qué, ¿crees tú que Dios Omnipotente que castiga y premia, iba a dejar en tus manos a este ángel, como recompensa de tus actos contra la moral, contra el orden social y la religión?» Guerra no contestó nada de palabra, de obra sí; echole ambas manos al pescuezo y le derribó sobre un sofá próximo. Antes de que D. Manuel patalease, le aplicó la rodilla al vientre oprimiéndole con fuerza, y mientras le agarrotaba sin compasión, le echaba en la cara, como un vaho mortífero, estas terribles expresiones: «Ahora te daré yo moral, grandísimo canalla, orden social, religión y todas las...» Esto ocurría en el antiguo cuarto de Ángel. A los gemidos de la víctima, acudió Braulio, y poco después Leré. El primero pugnó por sacar a D. Manuel de entre las garras de su yerno; pero no pudo conseguirlo hasta que Leré con grito enérgico le dijo: «¿Está loco ese hombre? No sea usted bárbaro y respete a las personas». Estas voces amansaron a la fiera más pronto que la fuerza muscular del administrador, y Pez respiró, maravillado de encontrarse con vida, pues había llegado al punto de no dar dos cuartos por ella. Leré trajo un vaso de agua al infeliz agredido, mientras Braulio se llevaba de allí a su amo, el cual seguía rezongando con acentos y ademanes amenazadores, como un hombre que por embriaguez o por demencia no es responsable de sus actos.

III

La pobrecita Ción se abrasaba sin que nadie lo pudiese remediar. Se descubría, suspiraba hondamente, pedía agua, revolviéndose en el lecho, ponía los ojos en blanco con expresión impropia de la infancia, mirada singular que técnicamente se llama cínica, y que, acompañada de una burlesca sonrisa de mujer, puso espanto en el corazón de los que la asistían. Avanzada la noche, repetíase este síntoma fisiognómico sin que el calor cediera, y el pulso se deprimía súbitamente a intervalos, para volver a agitarse con mayor furia. No cesaban de refrescarle el cuerpo y la cabeza con paños de agua fría, animándola al propio tiempo con palabras cariñosas, con ofrecimientos y mimos de que la pobre niña no hacía ningún caso ya. De repente gritaba pidiendo de comer; se le antojaba jamón en dulce, pasteles o arroz con leche. Pero no le dieron más que agua azucarada, ofreciendo traerle lo demás. Su cara sufrió esa deformación extraña, que resulta de la falta de simetría en las facciones, por la tirantez de ciertos músculos y la distensión de otros; las dos cejas se arqueaban, cada cual con curva diferente; las pupilas resplandecían a veces como lumbre, a veces ocultaban bajo el párpado superior, produciendo el efecto plástico de un espasmo hondísimo de dolor o placer. Poco antes de las doce, fue atacada de una convulsión tremenda: su padre y Leré la sujetaron, ni uno ni otro decían una palabra. Los bracitos de Ción forcejeaban entre los de sus enfermeros, de un lado para otro; sus manos asían lo que encontraban, y toda ella se hizo un ovillo. Siguió a esto un estado letárgico, la respiración dejó de percibirse, y a los pocos minutos, Guerra buscaba ansioso el aliento de la niña sin poderlo encontrar. Leré había perdido toda esperanza, Ángel aún las tenía, y le daba friegas a lo largo del cuerpo con verdadera furia.

Ción se les había quedado entre las manos, y el atribulado padre no se daba cuenta de su desgracia, no la admitía, dentro del orden natural de las cosas, y esperaba, esperaba, aun después de ver y oír a Miquis, que entró casi al ocurrir la muerte, y, quiso apartar al padre de aquel tristísimo espectáculo. Leré lloraba sin consuelo, a lágrima viva, besando a la niña y mojándola con sus lágrimas. Guerra continuó por algún tiempo rebelándose contra la evidencia, y su cara más que dolor revelaba idiotismo. Resistiose a salir, mudo y sombrío, y su mano no se apartaba de la cabeza de la niña difunta. Por fin, la certidumbre de su desgracia, adquirida en fuerza de considerar la realidad, se manifestó en una calma estoica, dolor cavernoso y sin externo aparato. Parecía dolor de abuelo, mientras el de Leré, desbordándose en ternezas y ayes desgarradores, era como el de las madres.

Negose Guerra a las instancias que se le hicieron para que tomase alimento, pues en todo el día no había entrado en su cuerpo más que un poco de café. Sorprendiole la primera luz de la mañana en su alcoba poblada de impasibles imágenes, a las que dirigía de vez en cuando miradas desdeñosas. A ratos pasaba al cuarto próximo, besaba el cadáver de su hija, decía a Leré algo referente al vestido que se le había de poner, o a las flores con que se la debía adornar. Su aspecto era el de resignación más bien filosófica que religiosa, sostenida por una fuerte trincadura de los resortes de la voluntad, resignación en que entraban por algo el amor propio y la dignidad de varón fuerte. A ejemplo de su madre, de cuyo carácter firme y tenaz se acordó mucho en aquel trance, se tragaba en silencio toda la cicuta, manteniendo las apariencias de una impavidez decorosa ante la adversidad. Ni rastros de cólera había en su semblante ni en sus palabras; daba sus órdenes con lúgubre laconismo, sin replicar a las observaciones, ni protestar airadamente contra cualquier simpleza. Y cuando Leré, los ojos llenos de lágrimas, se presentaba a él en son de consulta o de consejo, oíala sumiso y deferente, y todo cuanto ella proponía dábalo por bueno, llegando a decirle: «Dispón tú como gustes, pues lo que tú ordenes será lo mejor».

A insinuaciones de la toledana, en el día aquel que la niña estuvo de cuerpo presente, se debió que Guerra diese al doctor Miquis satisfacción cumplida por los arrebatos inconvenientes de los días anteriores; gracias a ella también, Braulio oyó de su amo frases cariñosas y de gratitud, y los demás servidores de la casa notaron en la fiera señales evidentes de domesticación. No se pudo probar si aquellas disposiciones pacíficas habrían alcanzado también al aborrecido suegro, porque éste no aportó por allí; pero si consta que el marqués de Taramundi, D. Francisco Bringas, D. Cristóbal Medina y otros que acudieron a ofrecerse, se congratularon de la mansedumbre del hijo de doña Sales, atribuyéndola a la natural doma ejercida sin palo ni piedra por la desgracia, y al influjo del sentimiento religioso, amigo y familiar de la muerte, el cual nunca se queda a la puerta, cuando ésta, entra en palacios o cabañas.

Vistieron a Ción con riquísimo traje de encajes, y pusiéronle corona de flores vivas, las mejores y más costosas que en aquella estación se podían encontrar. Creeríase que había crecido después de muerta, y a todos sorprendió el tamaño de la caja, a cuyas dimensiones el rígido cuerpo se ajustaba exactamente, sin que sobrase ni faltase nada. Sus heladas facciones no conservaban rasgo ninguno de aquella expresión descompuesta y de aquel sonreír sardónico con que se despidió la vida. Su rostro era todo serenidad, y si se quiere, formalidad, sin mezcla alguna de malicia o travesura, el rostro mismo de las horas de sueño, sin los aires de la respiración que pintan la vida, sin más color que la uniforme pátina cerosa, cosmético de la muerte.

Su padre la contemplaba, acordándose de las saladas mentiras de la niña viva, y no podía menos de invertir radicalmente su apreciación de lo que recordaba y de lo que veía, juzgando que eran verdad aquellos embustes, incluso lo del ratón como un burro, los retozos de Leré, etc., y que en cambio la muerte que ante los ojos tenía era una fábula de las más absurdas. Al día siguiente, cuando se la llevaron, sintió una punzada en el corazón, y un dolor tan vivo, que a punto estuvo de perder el conocimiento. Había pensado ir al cementerio; pero le fue imposible vestirse. A Leré le dio un ataque epiléptico, y estuvo bastante tiempo sin habla, con la cara torcida, las pupilas fijas, los brazos agarrotados. Tremenda fue la mañana en la casa de Guerra, de donde había desaparecido para siempre la graciosa criatura que la llenaba con su alegría y su charla parlera. Los criados quedáronse tan solos y tan tristes como el amo, y en la enorme vivienda sonaban los pasos con eco lúgubre.

Despidió, por fin, Ángel a los amigos con urbanidad que podríamos llamar relativa, y se confinó en su antiguo cuarto, negándose a recibir visitas, y no interesándose ni aun por la misma Leré, quien después de la pataleta, se había quedado como convaleciente de grave enfermedad. El infortunado hijo de doña Sales se zambullía en la soledad, hallando cierta consuelo en medir y sondar su profundísimo dolor. Su cerebro, rendido de tan vivas impresiones, tenía letargos breves, en los cuales salir de la obscuridad de los recuerdos el rostro de máscara griega, con la espantosa mueca trágica y el pelo erizado.

Capítulo VI. Metamorfosis

I

Con el tiempo la soledad aumentaba, pues cada día hallábase Guerra más agobiado y triste, y con la soledad iba tomando cuerpo la idea de que su vida no tenía ya ningún objeto. Otra particularidad de aquel estado de ánimo era que se olvidó casi absolutamente de Dulcenombre. Una mañana sorprendiole Braulio con el anuncio de una visita, que fue como si le dieran un aldabonazo en el cerebro. «Esa mujer —le dijo el administrador balbuciendo, pues cada día era más tímido ante su amo—, está ahí. Yo no quería que pasara, pero ha sido tal su obstinación que... Francamente, me ha dado lástima... Le he dicho que aguarde en mi cuarto, hasta ver si querías recibirla».

Guerra sintió algo de turbación de conciencia y mandó que pasara Dulce, quien no se hizo esperar, y venía tan alterada por la emoción y tan desmejoradilla por su última enfermedad que, al pronto, Guerra no supo disimular su sorpresa desagradable, y en su deplorable tendencia a exagerar las cosas, vio en la pobre muchacha un esqueleto vestido. Traía su trajecito de merino, mantón obscuro y velo, bien apañadita, modesta y con el aire inequívoco de una esposa de capitán de la reserva o de empleado de corto sueldo.

Al entrar echó los brazos a su amigo, y la emoción no le dejó expresarse con palabras: sus lágrimas lo decían todo.

Ángel la estrechó en sus brazos, advirtiendo nuevamente, con implacable espíritu de crítica, la extremada flaqueza de su esposa ilegal.

«¡Qué ingrato! (En tono de reconvención cariñosa, llevándose el pañuelo a la boca.) ¡Tenerme tantos días sin noticias tuyas!... ¡ausente de ti, cuando pasabas lo que pasabas! Pues qué, hijo mío, ¿no habíamos convenido en que partidas las amarguras tocan a menos? ¿Quién te consuela a ti más que yo, quién sino yo entiende los registros de tu alma?... Verdad que estuve mala; pero enferma y todo habría venido, si me hubieras llamado, para cuidar a la niña, para consolarte y hacerte compañía... Pero, dime: ¿te incomodas porque entro en tu casa? (Guerra hace signos negativos.) Imposible estar más tiempo sin verte; me consumía la incertidumbre y la pena de no saber de ti. ¿Cómo no se te ocurrió llamarme?... En un caso como este, hijo de mi vida, ¿te atreverás a decirme que no te hacía falta? Yo dije: «Rompo por todo, y allá me planto. Si se enfada, que se enfade; y si por meterme donde no me llaman, me quiere pegar, que me pegue». ¿Qué tienes que decir a esto?... ¡Lo que he llorado por el pobre Ángel; ya puedes figurártelo! La miraba yo como mi hija, como esas hijas a quienes tienen separadas de sus madres porque éstas han sido malas. ¡Cuánto he rabiado por verla y cuidarla, por tenerla siempre conmigo! ¿De qué crees que estuve enferma? De pena, hijo de mi alma, de pena de ver que la niña se moría sin que yo la pudiera apretar contra mí y darle mil besos... Se la llevó Dios sin dejarme gozar de ella, lo que me prueba que soy mala, y que Dios no quiere darme ningún consuelo. ¡Sí, para mí estaban las alegrías de madre, y la satisfacción de sacrificarse por las criaturas!... No, no puede ser. Esa niña nos habría hecho felices a los dos. Dios nos la ha quitado».

Así habló Dulcenombre, soltando de un chorro las ideas que colmaban su mente, vaciándolas todas sin esperar a que Ángel la contradijese o hiciera alguna observación. Este agradecía los sentimientos de su querida, y le mostraba su gratitud estrechando la mano de ella que tenía entre las suyas; pero no se le ocurrió palabra alguna con qué confirmar ni negar lo que la Babel expresaba. Entre aquellos sentimientos y los de él, se había interpuesto algo, o, mejor dicho, se había determinado una distancia, un vacío cuyo grandor medía Guerra fácilmente, sin más que echar una mirada dentro de sí. Dulce le interesaba, excitando su compasión y aun su cariño; pero aquella última cuerda tocada por ella, al establecer la comunidad del amor a la niña difunta, no vibraba ya en el corazón del revolucionario convertido. Para éste, nada tenía que ver Dulce con Ción. Una y otra eran mundos aparte, entre cuyas órbitas ni hubo ni haber podía ninguna tangencia.

Dulce le miraba como a un jeroglífico que se quiere descifrar, desmenuzándolo con los ojos. El mutismo de él, aunque justificado por la pesadumbre, principió a ser un poco molesto para ella. La mujer se rebeló pronto, con su tímida exigencia de que se le prestase más atención. ¿Pero no me dices nada? Ni siquiera me preguntas por mi enfermedad, ni si me encuentro o no me encuentro mejor.

—Me basta con verte —dijo Ángel con cierta solicitud—, para saber que ya estás bien.

—Pues te equivocas, ¡ay! te equivocas. (Exagerando un poco su malestar físico.) Ando sabe Dios cómo. Hoy no podía tenerme en pie, y me ha sido preciso tomar un coche para poder venir acá. He tenido vómitos de sangre. ¿Qué te figuras tú? ¿qué mi enfermedad era cosa de juego? El médico me ha dicho que si no me cuido mucho, pero mucho, corro peligro.

—Hija, por Dios, cuídate, (Con prontitud y ardor.) no vayas tú también a... Ya tiemblo en cuanto cualquier persona que me interesa me dice que se siente mal. Chiquilla, ¡qué temporada! La muerte me ronda, me acecha, me tiene entre ojos... Temo que no haya concluido su labor al lado mío...

Con estas insinuaciones creía corresponder gallardamente a los vivos afectos de su querida, y como ésta esperaba más calor, más ternura, más solicitud, desalentose oyéndole. Se le había metido entre ceja y ceja que de aquella visita saldría la propuesta de vivir juntos en la casa patrimonial. Consideraba esto lo más lógico del mundo, fundándose en la despreocupación de Guerra, en la holgura de sus ideas sociales, y en las promesas que le hizo cuando juntos vivían en la calle de Santa Águeda. La frialdad de aquel día atribuyola a que con la nueva posición se habían entibiado en él los furores igualitarios y democráticos de otros tiempos. La pobre Babel empezó a vislumbrar su próxima desgracia; pero como también, aunque humilde y desconsiderada en sociedad, tenía su poco de orgullo como cualquier hijo de vecino, no quiso hacer en ocasión semejante la víctima quejumbrosa. Únicamente se permitió interpelarle en esta forma: «Pero dime algo, dime siquiera cuando irás a verme. ¿Es que para verte y hablar un rato conmigo ha de ser preciso que yo pase por la vergüenza de venir a esta casa, donde no puedo menos de recordar lo mucho que me han aborrecido en ella? Me lo puedes creer. Ha sido para mí un verdadero suplicio entrar aquí. La cara que me puso el portero, y después las medias palabras de D. Braulio no se me olvidarán nunca. Francamente, hijo mío, (Con cierta acritud.) aunque una no valga nada y sea de humilde posición, no gusta de que se le reciba con ese despego, con ésa desconfianza, con esa... como si una fuera un apestado, un criminal... Dímelo con claridad... Si para verte, es forzoso que yo pase tan malos ratos, vale más que...

Guerra se apresuró a contestarle:

—Querida mía, no saques las cosas de quicio. ¿A qué hablas de venir aquí, si sabes que yo he de ir a verte, como siempre?

—Es que no me lo habías dicho.

—Debías suponerlo. Ya sabes mi opinión sobre lo inconveniente, por ahora, de tu entrada en esta casa... Tú, que eres razonable, lo comprendías así, y seguirás comprendiéndolo... No, si no te echo en cara que hayas venido hoy: lo de hoy es una excepción. Has hecho bien en venir y me has dado un rato de consuelo. Después... ¡quién sabe!

—Sí, quedamos en que yo no vendría. (Disimulando su dolor.) Y tienes razón, tienes, razón. Por eso no pienso volver más. Pero dímelo con franqueza: ¿estarás muchos días sin ir a verme?

—¿Muchos días dices! ¡Qué disparates se te ocurren! No me atormentes. Bien sabes que yo... A ver, ¿tienes alguna queja de mí?

—¿Alguna dices? ¿alguna?

—¿Qué? ¿Pretendes que sean muchas?

—No pretendo nada. (Con efusión y acento de pueril abandono.) Si hay motivos de queja, todos te los perdono, todos los olvido con tal que me quieras... Pero no basta decírmelo: es preciso que yo lo vea. Quiéreme como yo me merezco, y lo mismo me da tu casa con honores de palacio, que la más fea choza de un tejar. Lo que yo quiero es tenerte a ti; las paredes no me importan...

Ángel contestó a estas enamoradas razones con otras que, si no tan por lo fino, eran cariñosas y sinceras. Deseaba que Dulcenombre se marchase, y para empujarla un poquito, le prometió verla pronto en su casa, trazó algunos proyectillos de vida común, como almuerzos allá, veladas, y se despidieron, él más tranquilo, ella recelosa y con el espíritu lleno de sombras. Su instinto amoroso olfateaba el abismo cercano.

II

Estaba de Dios que aquel día fuese memorable para Guerra, porque en él ocurrieron cosas que parecían dispuestas con cierto orden escénico o teatral para afectarle profundamente. Por la mañana, a la hora en que Dulce le visitó, hallábase Leré fuera de casa: Había ido al cementerio, como todos los días, a poner flores en el sepulcrito de la niña, y apenas se despidió la esposa ilegal, sintieronse los pasos de Leré, que en aquel momento entraba. Salió Ángel a su encuentro, y la vio quitándose el manto por el pasillo, antes de llegar a su cuarto, tal era su anhelo de franquearse para las faenas que había dejado pendientes. Traía la cara encendida, por la prisa del regreso, y quizás por haber llorado en el campo santo. Basilisa, que la acompañó, también traía la cara como un pavo.

—¿Ya estás de vuelta? —le dijo Ángel complacidísimo de verla.

—Hemos tardado un poco. ¿Va usted a salir? ¿Almorzará en casa?

—No pienso salir. ¿Por qué lo dices?

—Porque tenemos que hablar.

—Pues ahora mismo. (Indicándole que entrara en su cuarto.)

—¿Ahora?... ¿con lo que hay que hacer? Después de almorzar será mejor.

Guerra deseaba que volase el tiempo, y el tiempo pasó, despacito, rebelde al aguijón de la impaciencia, hasta que llegó el instante designado por la santita de los ojos saltones. Guerra fue a su cuarto, ella detrás, y en pie delante de su amo, no se anduvo con rodeos ni preparados exordios para explicarse.

—Pues señor, ya debe usted suponer lo que tengo que decirle. ¿No lo adivina? Pues tengo que decirle que me marcho.

Ángel se sintió profundamente herido con tal declaración, no teniendo poca parte en su penosa sorpresa la serenidad con que Leré hablaba de abandonar aquella casa.

—Pero ven acá... siéntate. ¿Tan mal te trato, que no ves la hora de salir de aquí?.

—No me trata usted mal, (Sentándose.) sino muy bien, y estoy sumamente agradecida a la señora, que de Dios goce, y a usted, pues si buena fue ella para mí, no lo ha sido menos su hijo. Pero yo vine a esta casa para un fin, para un objeto que ya no existe; vine para cuidar a la niña y enseñarla, y la niña... Dios la quiso para sí.

Al decir esto, la tranquilidad de Leré flaqueó súbitamente, y sus ojos temblones se llenaron de lágrimas. A Guerra se le anudó la garganta.

—No llores... bastante hemos llorado y sufrido —le dijo su amo—. Leré, tú quieres aumentar mi desdicha, abandonando esta casa cuando más necesaria eres en ella. Yo no me opondré nunca a tu voluntad; pero exijo que me des alguna razón de esa fuga.

No es fuga, señor... Lo diré pronto y claro: es que ha llegado el momento de que yo siga mi vocación religiosa. Mientras la niña vivió, antes que mi vocación estaba mi deber, y a él me consagraba en cuerpo y alma. Pero muerta la niña, el Señor me dice que siga mi camino, y pronto, pronto...

—¿Estás tu segura de que el Señor se entretiene en decirte a ti esas cosas?

—Pues si no me las dijera (Con la mayor ingenuidad en su fe.) ¿cree usted que tendría yo tanta prisa? Me habla en mi corazón, que desea la vida religiosa como el único bien posible para mí; me habla en mi conciencia, que me pide cuentas por cada día que pasa fuera de la vida que el Señor me tiene destinada.

—Bien, bien —murmuró Ángel confuso, no hallando argumentos bastante fuertes para combatir obstinación de tal calidad—. No fuera malo que le preguntaras al Señor qué voy a hacer yo ahora sin ti, cómo se va a gobernar esta casa, cuyas necesidades y cuyas mecánicas conoces al dedillo. El Señor, soliviantándote en tan mala ocasión, pone a tu amo en un conflicto tremendo, y ya podía el Señor ese dejar en el siglo a las chicas trabajadoras y útiles como tú, llevándose a las holgazanas y que no sirven más que para rezar.

—Mi vocación (Con modestia.) me llama a las órdenes donde se trabaja sin descanso, a las que se consagran al cuidado de los enfermos y al alivio de las miserias sin fin que hay en este mundo.

—Muy bonito, sí, muy bonito. Y entre tanto, a mi casa que la parta un rayo.

—Para dirigir esta casa encontrará usted muchas que lo hagan mejor que yo, o por lo menos lo mismo.

—¡Ay, hija! Yo dudo que ese prodigio se encuentre. Y no lo digo por adularte. No, no hay otra como tú: aguanta los elogios y sonrójate hasta que ardas. Si no te gusta que te echen incienso, ¿para que eres tú buena? ¿Por qué no te haces un poquito peor?... Pero, vamos al asunto principal: yo no quiero que te marches. ¿Que echas de menos aquí? ¿la soledad de un convento? ¿horas para rezar? Pues enciérrate en tu cuarto todo el tiempo que te acomode, y reza y reza hasta que se te caiga la campanilla o hasta que se te seque el cerebro.

—¡Qué cosas tiene usted! Demasiado comprende lo que le digo.

—No, no lo comprendo... Tú no tienes la cabeza buena. Si me dijeras: «D. Ángel, me voy de su casa, porque me ha salido un hombre decente que se quiere casar conmigo, y yo también soy de Dios, quiero tener una familia mía, a la cual consagrarme...» muy santo y muy bueno. Esto me parecería humano, natural; pero...

—¿Pero qué? Ya empieza usted a decir disparates. La suerte que yo no me incomodo. Estoy bien preparada para oír condenar mi inclinación, y aun hacer burla de ella. Eso que ha dicho de casarme yo... yo, me hace reír... En mi vida se me ha ocurrido semejante cosa. Qué, ¿no lo cree? ¿Por qué menea la cabeza? Pues si no quiere creerlo, con su pan se lo coma. Digo lo que siento y me quedo tan tranquila. Ya le dije otra vez que nunca he sabido lo que es amor de hombres, ni me hace falta saberlo. Usted lo dudará, y me llamará hipócrita. Bueno: aguanto el mote sin quejarme. ¿Cree usted que todas las criaturas han de ser iguales? ¿Dice que sí? Pues yo digo que no, ea. ¿Piensa usted que todas, todas las mujeres quieren casarse?

—Toditas.

—Pues yo no. Soy una excepción, un fenómeno. Vea usted por dónde he salido también monstruo como mis hermanos. El casorio no sólo no me hace maldita gracia, sino que la idea me repugna, para que lo sepa de una vez.

—Eso es porque no has encontrado aún el sujeto... El día en que el sujeto se te aparezca, descubrirás tu propia alma que ahora está velada por esa devoción infantil.

—¿Que sujeto ni qué carneros? Para mí no hay ni habrá nunca más sujeto que el que está clavado en la cruz. ¿Le parece poco?

—Ni poco ni mucho. Yo respeto tu... horror al género humano... Gracias por la parte que me toca. —No las merece. Quedamos en que me dejará usted marchar.

—¿Pero me pides permiso? Eso no. Yo podré resignarme; pero darte licencia jamás.

—¿A que sí me la da? Es usted más bondadoso de lo que parece.

—Sí, pero por bueno que sea, no me determino a tener mi casa como una leonera.

—¡Virgen Santísima! como si faltaran amas de gobierno mejores que yo! Y en último caso...

—¿Qué?

La toledana pensó indicar algo, que en el momento de soltar la expresión hubo de parecerle atrevido, y puso punto en boca.

—Tú ibas a decirme algo... ¿Por qué callas? O hay franqueza o no hay franqueza. Ya sabes que te autorizo a que me trates como a un chiquillo.

—Pues bien, allá va... ¿Por qué no se casa usted? Casándose, sobre cumplir con Dios y con la ley, resuelve el problema de la dirección de la casa.

—Otra vez me sacas a relucir el maldito casorio. (Excesivamente contrariado.) ¡Mira que si mamá resucitara y te oyera...!

—¡Ay! Si la señora me oyera se pondría furiosa... pero la señora no me oirá, y ante la realidad de las cosas, deben desaparecer las prevenciones. No se puede volver el tiempo atrás; ni lo pasado puede ser presente, ni lo que es, ser de otro modo que como es. Si usted no se decide a dejar a esa señora, cásese con ella, porque están los dos en pecado mortal.

—¿Quién te mete a ti a Concilio de Trento? ¿Cómo sabes tú en qué pecado estamos?

—Me basta saber los diez mandamientos. (Aproximando su silla al asiento de Guerra.) Vamos a ver... Hablando ahora con toda formalidad, ¿por qué no se casa usted... si la quiere y no puede vivir sin ella? ¿Le parece a usted que es decoroso, que es cristiano...? Si le enfada el sermón, me callo.

—No, no me enfado. Me encanta oírte.

—Pues... (Aproximándose más.) voy a decirle una cosa que quizás le sorprenda. Hoy, cuando volvíamos Basilisa y yo del campo santo, vimos a cierta persona. Nosotras poníamos el pie en el portal cuando ella bajaba el primer tramo de la escalera. Yo no la había visto nunca. Basilisa me tocó el codo, diciéndome muy bajito: «Mírala... la del amo».

—En efecto, ella era. Es la primera vez que ha entrado en esta casa.

—Hablando con toda verdad, le diré a usted que la encontré simpática y que le tuve lástima... no sé por qué. Ella nos miró con muchísima atención, y Basilisa le hizo un saludo de cabeza muy reverente. Después, cuando subíamos, me dijo: «¿Quién te asegura a ti que ésta no será nuestra ama dentro de un par de meses? Pues hija, hay que ponernos bien con ella». Basilisa me dijo también... no sé por dónde lo sabe... que es buena mujer, modesta y trabajadora, pero que su familia es una calamidad.

—¡Y tanto!...

—Pero, en fin, usted no se ha de casar con la familia, sino con su novia... Con que matrimonio, matrimonio, y ya tiene usted todo lo que le conviene, la conciencia como un oro, y la casa como una plata. ¿Qué más quiere, hombre de Dios?

Decía esto la muchacha con tanta naturalidad y efusión, que Guerra sentía gañas vivísimas de darle un fuerte abrazo y comérsela a besos. Pero un respeto inexplicable, dada la situación social de ambos, le impedía aproximarse a ella.

—Dejemos lo del casorio, que yo no rechazo... en principio —le dijo—, y en cuanto a la licencia absoluta, te pido un plazo para concedértela o negártela... ocho días. ¿Te parece mucho?

III

Leré convino en aguardar una semana, y se retiró, dejando a su amo indeciso entre echar todo el peso y volumen de su ser del lado de la voluntad o cargarlo del lado de la razón. Debe advertirse que, desde la muerte de la niña, había vuelto a su antiguo dormitorio, pues como la maestra continuaba ocupando la misma estancia de Ción, no le pareció al amo propio ni decente pernoctar tan cerca de la joven mística. Además, evitaba el permanecer largo tiempo a solas con Leré, por no dar pretexto a malas interpretaciones de criados, los cuales son por lo común gente muy suspicaz y mal pensada. Ya había llegado a los oídos de Guerra cierto malicioso rum rum, del cual no quiso hacer misterio con el aya, y una noche, después de comer, hallándose los dos de sobremesa, solos, le dijo:

—Bien comprendo, hija mía, tu prisa por huir de aquí. En esta sociedad, que algunos creen tan perfectamente organizada, tú, joven soltera, y yo, caballero viudo sin hijos, no podemos vivir juntos sin que al instante se nos cuelgue algún milagro... Esto prueba la opinión que la sociedad tiene de sí misma.

Leré se echó a reír, mostrándose conocedora de los milagros que le colgaban; y la serenidad de su acento al hablar de ello indicó también que ni poco ni mucho la inquietaban las hablillas contra su buena fama. «Ya sé —dijo a su amo—, de dónde viene el aire. El Sr. de Pez lo dijo en su casa, delante de mucha gente, y apuntó mil mentiras: que él había visto no sé qué, y que usted y yo éramos unos... lo diré claro, unos sinvergüenzas. Lo sé por los criados. Pascual, el hermano de Vicenta, se lo dijo a su novia, Candelaria, y ésta se lo contó a Basilisa, la cual me trajo el cuento a mí.

—Pues si yo cojo a Pascual y a Vicenta y a Basilisa trayendo y llevando las opiniones indignas de ese trasto de mi suegro, te juro que no les queda gana de hacerlo segunda vez.

—Conviene no incomodarse por estas cosas —dijo Leré con perfecto reposo—, y oírlas como se oye el ruido de una carreta que pasa por la calle, o el golpe de la lluvia en los cristales. Ya se sabe que la gente maliciosa no necesita más que una apariencia para deshonrar. Debemos estar siempre preparados para que nos ultrajen, pues si fuéramos a evitar todos los hechos que pueden ser motivo de falsa opinión, no se podría vivir. Por consiguiente, que digan lo que quieran, que a mi me basta con que mi conciencia no me diga nada.

—¿De modo que tú tienes fortaleza bastante para oír esas infamias, y quedarte tan fresca?

—Ya lo creo. ¡Pues no faltaba más sino que yo fuese a responder al pecado de la calumnia con el pecado de la ira! En mi vida he sabido lo que es encolerizarme, y pienso no saberlo jamás. Me propongo recibir sin queja todo el mal que quieran hacerme de palabra o de obra, y en cuanto a las mentiras y ultrajes, hacer tanto caso de ellos como de lo que ahora está pasando en la China. No, no se crea usted que el querer marcharme es porque digan o no digan de mí cuatro simplezas. Me marcho porque mi vocación me llama a otra parte.

—Cierto es —dijo Guerra, sintiéndose inferior a su criada—, que debemos despreciar la calumnia, pero también conviene atender a la opinión y someternos a ella en algunos casos, guardando las formas, pues no sólo debe uno ser bueno sino parecerlo.

—Todo el que lo es lo parece —replicó prontamente Leré—, y si no lo ven así los que tienen la vista corta, peor para ellos. ¿Qué opinión ni qué músicas? La conciencia es la única opinión que vale. No hay que temer al fisgoneo de la gente, sino a la mirada de Dios dentro de nuestra alma.

Guerra no acertó a responderle. Subyugado por Leré, ni aun se atrevió a detenerla, cuando quiso retirarse dejándole solo. Esperaba él que se alargara la tertulia, porque algunas noches pudo prorrogarla valiéndose de su autoridad. Pero ya ni autoridad sentía sobre ella, y la vio salir sin atreverse a suplicarle una hora más de compañía. En tanto, la toledanilla consagraba todo su tiempo libre a las prácticas religiosas: rezos o meditaciones místicas ocupaban sus noches hasta hora muy avanzada, y por la mañana tempranito se iba a la iglesia más próxima, que era San Ginés, y no volvía hasta las nueve. Todos los días comulgaba.

Ángel se pasaba en su casa las horas en soledad tristísima, empapando el pensamiento en memorias de la niña difunta, haciéndola revivir con la imaginación, o figurándosela en otro mundo desconocido, indeterminado, en el cual, según la idea del afligido padre, habían de ser apreciadas como en éste sus gracias, su belleza, y el donaire de sus mentiras. Siempre que Leré le concedía un rato de tertulia, hablaban de esto, y suspiro va, suspiro viene, de recuerdo en recuerdo, comentando a la pobre niña como si fuera un texto obscuro, concluían por ponerse tan atribulados como el día de la desgracia. El consuelo era difícil, sobre todo para Guerra, privado de aquel recurso de la religión, bálsamo por la virtud esencial de las creencias, bálsamo también por el entretenimiento y ejercicio que proporcionan los actos del culto. No dejó de hacer esta observación en uno de sus paliques con la beata, y ella le dijo:

—Pues el remedio de su amargura, bien en la mano lo tiene. ¿Qué se diría de un sediento a quien le pusieran en la mano el vaso de agua, y en vez de beberla la tirara? Se diría que estaba loco. Pues lo mismo digo yo de usted.

—¿Pero qué me recetas? —dijo Ángel echándose a reír—. ¿Que me meta yo en las iglesias, o que me pase las horas de la noche como tú, de rodillas, importunando a la divinidad y dándole jaqueca a los santos? Ya me estoy viendo en esa facha de beato, y no tienes idea de lo ridículo que me encuentro. Pero tú me vas dominando de tal modo, que harás de mí lo que quieras, y sufriré las modificaciones más absurdas.

—No tengo la pretensión de que un señor tan corrido y tan baqueteado se modifique por lo que yo le diga; pero sin esperanzas de traerle por ahora al buen camino, no me iré de aquí sin echarle unos cuantos sermones. Usted se ríe o no se ríe, usted los toma como quiera; pero los sermones allá van. El primerito de todos es...

—Ya, ya te veo venir; que oiga misa.

—No, no... ¿Ve usted cómo no me entiende? —dijo Leré sin ninguna afectación de piedad, más bien tomando el tonillo del discreteo mundano—. Es usted un niño, y ha de ser muy difícil enseñarle el verdadero principio de las cosas. No se trata por ahora de misas, ni del rosario, ni de golpes de pecho. La gente se reiría, y la risa del mundo espantaría las buenas intenciones del... neófito. No, mi primer sermón... fijarse bien, (Acentuando sus palabras con el dedo índice de la mano derecha.) no va a lo externo sino al alma. Lo primero que le recomiendo a usted es que no se enfade nunca.

—Si yo no me enfado... estoy hecho un cordero.

—Que no se incomode absolutamente por nada.

¡Por nada!... Según lo que sea. Ya no me encolerizo, como antes, por cualquier contrariedad.

—Eso es poco... Hay que sofocar la ira en absoluto, y por todos los motivos.

—De modo que si voy por la calle, y me largan una bofetada, me quedaré muy complacido.

—Por ahora sería mucho pretender; pero allá se ha de ir. Pase que todavía no se resigne usted a que le den una guantada en la calle; pero mientras llega eso, hay que irse educando, y limpiar el alma de esa suciedad de la cólera. Trabajillo ha de costar; pero empiece usted, hombre, por echarse en su interior cuantos frenos pueda. ¿Cuáles son las personas que más le enfadan? ¿D. Fulano y D. Zutano? Pues propóngase ser con esas personas lo más amable que pueda, y complacerlas y servirlas.

—Bien —dijo Guerra con chacota—; y cuando me tropiece con mi suegro, le convidaré a comer y le haré mil cucamonas.

—La idea es esa, descontando las cucamonas. Usted me ha comprendido. Fuera el rencor, fuera la venganza. Al peor enemigo tratarle como el amigo mejor. Y no digo más sobre esto. Segundo sermón.

—Oigamos la segunda homilía. Será para que me case...

—No... esa otra matraca la dejo para después. Ahora lo que recomiendo es... que no sea usted avaro.

¡Avaro yo! ¿Cuándo has visto en mí señales de sordidez?

—Es avaricia guardar lo que nos sobra después de haber satisfecho nuestras necesidades más apremiantes. Hay muchos que carecen de pan, de hogar y de vestidos, y todo aquel que poseyendo bienes de fortuna, retiene una gran parte de ellos, viendo morir de hambre y de frío a tantos infelices, peca.

—Ya, ya... Esto se complica. De modo que yo peco por no dedicarme a sostener vagos. Bien sabes tú que en mi casa no se regatean las limosnas.

—No da usted más que migajas, como todos los ricos. Hay que dar más, mucho más, repartir entre los necesitados todo lo que no nos es absolutamente preciso.

—Joven incauta, yo he sido un poco socialista; pero francamente, eso me pasaba cuando no tenía dinero. El reparto de la riqueza me parecía muy bien cuando a mí nada podía sobrarme. Después he comprendido que una cosa es predicar y otra dar trigo: ya ves si te hablo con franqueza, no ocultándote nada de lo que siento y pienso. ¡Y ahora vienes tú predicándome el socialismo! ¿De manera que entonces, cuando yo era anarquista y revolucionario tenía razón, y ahora no la tengo? Perdona, hija, pero tu socialismo evangélico es un disparate.

—Yo no sé si esto se llama socialismo. De esas palabrotas que ahora se usan no sé ni lo que significan... Lo que yo sé, y bien sabido lo tengo, es que después de consumir lo que necesitamos estrictamente para nuestra vida material, todo lo demás debemos darlo a los que nada poseen.

—¿Y quién me da a mí la medida de lo que necesito para mi vida material?

—Usted bien me entiende. No nos hagamos los tontos. Yo digo y repito que después de practicar lo de no enfadarse nunca por nada ni por nadie, lo primero a que debe usted atender es a disminuir el número de necesitados.

—¿Y que necesitados son esos? ¿Con qué criterio debo buscarlos y elegirlos?

—¡Qué pillín! A fe que es difícil encontrar quien no tenga ropa.

—Sí, ahí está el amigo Arístides Babel, que ayer, en casa de su hermana, pretendía que yo le regalase una capa... De modo que, según tú, a todos los perdis que me pidan dinero, o que intenten, estafarme, les debo abrir cuenta corriente.

—Yo no me fijo en este ni en aquel caso. (Con resolución y convencimiento.) Digo y repito que hay que socorrer a los menesterosos.

—¿También a los pillos y estafadores?

—Disminuya usted la necesidad, y disminuirán los delitos.

—¡Ay, qué filósofa y qué socióloga tan salada tenemos aquí!

—Yo no entiendo nada de esos terminachos. Lo que he dicho se llama caridad. No ponga usted motes a la ley divina... Y ahora vamos al tercer sermón.

IV

El tercer sermón fue breve. En pocas y resueltas palabras, Leré recomendaba a su amo que no se metiera en política, que dejase a los demás la misión de arreglar las cosas del Gobierno como quisiesen; que no llamase nunca enemigo al que pensara de otra manera que él, y afirmaba que en ningún caso se debe herir ni matar al prójimo, por la sola razón de llamarse blanca o llamarse azul. Llevado del íntimo placer que tales escarceos le producían, Ángel la estrechaba con dialéctica ingeniosa; pero la toledana se encastillaba con terquedad en sus afirmaciones, y no había medio de sacarla de ellas. No admitía el uso de las armas ni para el ataque ni para la defensa. «De modo —observó Guerra—, que según tú, no debe haber Guardia Civil.

—Yo no sé más sino que no se debe matar.

—Y la justicia humana tampoco, según tú, debe aplicar la pena de muerte.

—No matar, digo.

—Entonces, también suprimirás los ejércitos, que son la salvaguardia de las naciones.

—¿Y qué es eso de naciones? Si para que haya naciones es preciso matar, fuera naciones.

—Eso, y que no haya más que curas... Bonita situación. Y cuando nos invada el francés, o el inglés nos quite una colonia, saldrán los clérigos con el hisopo.

—¿Qué habla usted ahí del inglés y el francés? —dijo Leré, moviendo vertiginosamente los ojos—. Yo digo que se deben suprimir las armas, y que pecaron grandemente los que inventaron los cañones, fusiles y demás herramientas de matar.

—Eso es, sí; fuera navajas, pistolas, y por fin suprimamos los cuchillos y tenedores con que comemos, y en último caso, hasta los bastones, que también son armas.

—Bah... quite usted. Yo digo (Con inspirado semblante.) que la guerra es pecado; y el ponerse dos hombres, uno frente a otro, con armas, pecado; y el salir todos en fila, pegando tiros, pecado.

—Y la política también pecado.

—También... Si no quiere usted entenderlo, ¿qué culpa tengo yo? (Mirándole con lástima.) Es que somos demasiado sabios, y lo primero que tendría usted que hacer es olvidar toda esa faramalla, y quedarse ignorante mondo y lirondo... En fin, ya no predico más. Basta de sermones perdidos.

Chocó una contra otra las palmas de las manos, no como quien aplaude, sino como si se diera a sí misma un familiar apretón, y se levantó para retirarse. Por su gusto, Guerra la tendría a su lado, constantemente, porque su compañía le era muy grata, y aquel humanitarismo exaltado y etéreo le fascinaba, expuesto con tan candorosa sencillez y convicción. De tal modo había llegado a serle necesaria la presencia de Leré, que veía con grandísima pena aproximarse la conclusión del plazo concedido para decidir la manumisión de la esclava. Como ésta le concedía contados ratos de compañía, el hombre se hastiaba de su soledad, y al fin huía de ella y de su casa, buscando un refugio en la de Dulce. Ésta, viendo cesar las prolongadas ausencias de su hombre, creyó que de nuevo se aproximaba y pudo forjarse la ilusión de reconquistarle. Pero no permaneció mucho tiempo en su engaño, pues a los pocos días de tener allí con alguna fijeza a su hombre, entendió que éste se apartaba de ella con irresistible derivación. Conocíalo en el lenguaje de él, en sus maneras, en mil pequeñeces. En la vida íntima, el disimulo es imposible, y además Guerra no era gran disimulador: procuraba tener con su manceba ciertas delicadezas y miramientos, pero por mucho cuidado que en ello ponía, se clareaba demasiado la sequedad interior. Observó además la esposa ilegítima un fenómeno que aumentaba sus confusiones. En todos tiempos, a Guerra le sabía muy mal encontrarse con alguno de los Babeles en la casa de la calle de Santa Águeda. Pues en aquellos días, a los quince o veinte de muerta la niña, no sólo no se incomodaba de sorprender allí a Naturaleza, a Fausto, o a D. Pito, sino que les trataba con cierto afecto, y les socorría de una manera delicada. Maravillábase de esto Dulce, y con la suspicacia de su amor siempre en guardia se decía: «¿que habrá aquí? ¿qué significará esto?» No podía, no, por grande que fuera su penetración, identificarse con el espíritu de Guerra hasta el punto de sentir con él las causas de aquella súbita benevolencia hacia semejantes perdidos, bohemios o tramposos.

Era que fascinado por Leré, y sometido a una especie de obediencia sugestiva, ponía en práctica casi maquinalmente alguna de las máximas contenidas en los estrafalarios sermones de la iluminada. Ésta le había dicho: «socorre a los necesitados, sean los que fueren», y él sentía inclinación instintiva hacia ellos, principiando por la caridad elemental de oírles y considerarles, concluyendo por socorrerles en cierta medida discreta.

Los Babeles sabían de antiguo que no serían bien recibidos en el hogar de su hermana, y evitaban el aportar por allí. Los días de la enfermedad de Ción y siguientes, cuando Guerra llegó casi a olvidar que Dulce existía, ésta abrió la puerta a su familia por no consumirse en la soledad y tener a quien comunicar su pena y sobresalto; pero se apresuró a cerrarla, al ver que Ángel se aproximaba de nuevo. Su sorpresa fue grande al notar que el antes inflexible transigía, y que lejos de mostrarse molesto ante Naturaleza o don Pito, casi casi les agasajaba. «¡Pobrecillos! —decía—, hay que cuidar de ellos para apartarles del mal».

Así, en cuanto a doña Catalina de Alencastre le dio en la nariz tufillo de benevolencia, empezó a frecuentar la casa, y lo mismo hizo D. Simón Arístides, que alcanzó de Ángel el beneficio de un traje nuevo, no quería importunar; pero Fausto Naturaleza, Policarpo y don Pito cayeron allí como la langosta. Dulce cuidaba de que la invasión no fuera sofocante, y les mandaba ir por turno o en secciones; pero respecto a su tío el inválido de mar, hubo de admitirle a libre plática, porque Ángel dio en entretenerse con su compañía, oyéndole referir sus temerarias proezas. Y el narrador, excitado por el alcohol, extremaba la nota valiente, sin quitar a lo heroico lo bárbaro, y en sus labios resecos la epopeya negrera ponía los pelos de punta. A Guerra le agradaban el amargor salado y el vaho corrupto de estas lúgubres historias, por lo cual al pobre capitán nunca le faltaba para tabaco, ni para el otro vicio más feo.

No fue menuda jaqueca la que dio una mañana a su yerno D. Simón, el cual, juzgándole con criterio positivista, consideraba que la riqueza le había curado de sus aficiones a la jarana política, y por adularle se las echó de hombre de orden, diciendo con la mayor formalidad: «Convengamos, amigo mío, en que el país no quiere trifulcas, sino paz. Todos los esfuerzos por armarla resultan estériles. ¿Por qué? Porque no hay atmósfera. Esto es bueno, y ya ves cómo nos admiran las naciones extranjeras. El 68, hasta las clases pudientes nos alegrábamos de que hubiese jaleo; pero los tiempos han cambiado, y ya miramos mal al elemento levantisco. Lo que me decía D. Juan Prim cuando la Constituyente: «Desengáñese usted, amigo Babel, el país lo que quiere es trabajar». Vengan tratados de comercio, vengan ferrocarriles y venga moralidad administrativa. Cierto que no faltará el día menos pensado una revolucioncita, porque la sociedad no anda bien; pero vendrá en tiempo maduro, y cuando las clases conservadoras la pidamos... A propósito, querido Ángel, hoy estuvo a verme aquel buen Argüelles que se interesa por mí en el Ministerio, y me dijo que el Ministro desea mis servicios en la inspección del Timbre. Por otro lado el amigo Torres se empeña en meterme en las oficinas de esa sociedad nueva ¿sabes? los Seguros sobre las cosechas. Allí quieren hombres de trabajo, hombres entendidos, y el director, que fue jefe mío en Propiedades, ha dicho: «Daría la mano derecha por traerme a Simón Babel». Aquí me tiene usted vacilando, sin saber si entrar en Hacienda o en la Sociedad de Seguros.

—Opte usted por la sociedad particular —le dijo Guerra, por decir algo, pues harto sabía que todo, era farsa.

—¿Y mis derechos pasivos?

—¡Ah!... Pues opte usted por Hacienda.

—¡Y las molestias, las chinchorrerías de la inspección?

—Pues optar por las dos cosas, o por ninguna.

—Compadre, la cosa no parece tan fácil de resolver. Es para volverse loco.

Todo esto concluía por pedir un anticipo, ofreciendo próximo reintegro. Doña Catalina entraba luego en funciones, adulando a Guerra sin pedirle nada, con finos alardes de delicadeza. «Bastante ha hecho usted por nosotros; y con cien vidas que tuviéramos no le pagaríamos. Parece que al fin colocan a Simón. Yo he dicho que de ser en provincias, nos manden a mi Toledo de mi alma, y así matamos dos pájaros de un tiro, porque allí tengo mil cosillas que arreglar. Mi primo D. Pedro, el cura de Vargas, está acabando, y pasan a ser de mi propiedad los castillos, ¡si viera usted! Con unos torreones que llegan al cielo, y además las mejores fincas de la Sagra. Eso, sin perjuicio de las diferentes reclamaciones que tengo que hacer allí. ¡Ay! Pues si yo tuviera otro marido, ¡Santa Virgen del Sagrario! ya habría recuperado lo que me corresponde por mi nacimiento. No, no tomarlo a broma. ¿Recuerda usted aquella casa grandona que está a la entrada de la calle de la Plata, en Toledo, por la parte de San Vicente, edificio magnífico con una puerta plateresca, y sobre ella leones, águilas y un escudo como una montaña? Pues es mía.

—¿De usted?

—Mía, mía, mía. No hay que reírse, ni abrir esa bocaza. Papelito canta. Verá usted las escrituras cuando quiera. Y para que se vaya enterando la gente diré también, en confianza... esto en confianza... que todas las casas del corral de D. Diego, donde estuvo el palacio de Trastamara, me pertenecen... lo mismo que aquel cigarral... ¿sabe usted donde está la Venta del Alma? pues detrás, más allá... Todo lo he perdido por las bribonadas de un tutor. ¡Cosas de esta vida humana!, ¡ay! Que es una comedia que debiera silbarse. Claro, a mi me habría bastado echarme a los pies del rey Alfonso y decirle quién soy, para que me devolvieran a tocateja todita mi fortuna; pero nunca me he decidido a ir a Palacio. ¿Sabe usted por qué? Por tener este marido revolucionario y conspirador, pues el rey me lo habría echado en cara, y con muchísima razón; hay que ponerse en lo justo. Yo no me canso de decirle a Simón: «Pero Simón, hijo, reconoce pronto la legalidad; acepta los hechos consumidos o consumados, como dice Bailón, y déjate de repúblicas y marsellesa y tonterías». Pero él es de los que dicen: «Sálvense los principios y perezcan los postres», digo, las colonias, y así estamos... ¡ay dolor!... ¿Con qué cara me presento yo a Su Majestad Católica? Y conste, Sr. D. Ángel, que el día que me atufe, saco tres títulos como tres soles, que hemos dejado perder por el odio estúpido que Simón tiene a la aristocracia, tres títulos, que son... ya ni me acuerdo, porque con los disgustos, mi cabeza no es cabeza. Trátase de unos mayorazgos fundados por el tío Enrique, el de Trastamara... no, miento... (Cavilando, el dedo en la frente.) ¡Ah! Ya... la fundación la hizo un don Duarte o un D. Aduarte, a quien también tenemos enterrado en Reyes Nuevos, príncipe inglés... porque nosotros, ya sabe usted que descendemos de aquella casa... vamos, tampoco me acuerdo del dichoso nombre... Ello fue una casa celebérrima, que con otra, también de mucho fuste, sostuvo la guerra llamada de las Dos Rosas. Pues bien; ese D. Duarte fundó... ya, ya me acuerdo... tres mayorazgos para las hembras primogénitas de la familia, y los tres me corresponden a mí, por ser yo tres veces primogénita. Una duda tenemos ahora, y es si el enterramiento de las primogénitas de Alencastre corresponden en Reyes Nuevos o en Santa Isabel, donde está una de las hijas de los Reyes Católicos, que también son de la familia... luego lo explicaré... Mi tía doña Leonor de Guzmán, y otra que se llamaba... ¿a ver? ¡ah! Doña Inés de Aragón y Meneses... andan desperdigadas por aquellas iglesias de Dios, una en San Clemente, otra en San Juan de la Penitencia, y yo no sé a qué carta quedarme por lo que toca al sitio en que han de reposar mis pobres huesos... Pero en fin, esto no hace al caso. Ese bruto de Simón, porque la tortilla que le puse hoy cataba un poquitín quemada, no quedó iniquidad y desvergüenza que no echó por aquella boca, y entre otras inconveniencias, díjome que le haría un favor si me muriera. Ahí tienes por qué me he acordado de mi sepulcro, el cual ha de tener un leopardo, indicando nobleza, y un llorón que pregone a la posteridad mis penas y el padecer continuo de mi vida. En cambio a él, a ese fantasmón, le echarán a un muladar, sin ponerle letrero ni nada ¿Qué es un visitador de Timbres? ¡Pues como no le pongan en el sepulcro un sello de correos...! ¡Ay, cuánto me alegraría de que le dieran esa plaza, no por el vil sueldo que ha de traer a casa, si no por ver si de una vez dobla la rodilla ante las instituciones! Estoy decidida, y creo que aplaudirá usted mi propósito: en cuan ese badulaque coja la credencial, me planto en Palacio, que me planto, digo, y la Reina se quedará atónita cuando yo le cuente quién soy, y a renglón seguido tirará de la campanillas para llamar a Sagasta y mandarle que me entreguen lo mío».

Guerra miraba a la pobre señora con profunda lástima, y Dulcenombre, viendo a su madre con el rostro arrebatado y tan ligera de lengua, pensó que debía ponerle, si se dejaba, paños de agua fría en la cabeza.

V

Otra mañana, Fausto le entretenía mostrándole el último juguete de su invención, ingenioso mecanismo con un pedazo de alambre en espiral y un elástico, que servía para imprimir movimiento de traslación a un muñeco velocipedista. Pensaba el fabricante venderlo bien, por los marchantes pregoneros de la Puerta del Sol, como había vendido antes la Cuestión de los cinco y medio y el Lapicero mágico. Pero estas niñerías eran impropias de su gran cacumen, y el proyecto a la sazón en estudio debía darle fama imperecedera y colosales ganancias. Tratábase del Cálculo de combinaciones infalibles para sacarse la lotería, y consistía en un juego de cartones numerados que se manejaban con arreglo al método indicado en un libro que parecía las tablas de logaritmos. Para las tiradas de todo esto, naturalmente, era menester capital, pues los cartones, semejantes a una baraja en que los números alternaban con caprichosas figuras, debían ser bonitos, y entrar por los ojos: bien comprendía el tunante que más a que la razón era conveniente hablar a la fantasía del público. Mostró a Guerra los modelos, tan hábilmente tranzados a mano que parecían litografía, y encareció el derroche de dinero que exige toda industria incipiente, materias primeras, ensayos frustrados, reclamos en la prensa, etcétera... Pensaba asociarse con un primo suyo, que tenía en Toledo una excelente litografía con algo de imprenta.

Pero Guerra no se mostraba propicio a ser socio capitalista del eximio inventor. Le soportaba porque se servía de él para engañar las horas y sortear su aburrimiento, aunque a veces su hastío de los Babeles era tal, que la benevolencia cesaba de golpe, y le despedía con aspereza. Pero Fausto se había propuesto no dejarle a sol ni sombra, y le aguardaba en la calle, en el trayecto de la de las Veneras a la de Santa Águeda, para acometerle con implacable porfía. En uno de aquellos molestísimos encuentros, Ángel le recordó la estafa de que había sido víctima antes de la muerte de su madre: el otro no negó la falsificación, pero echaba la culpa a Arístides, excusándole con la terrible miseria que les devoraba en aquellos días. «Mamá; del no comer, se puso perdida de la cabeza, y papá salió de casa con el firme propósito de tirarse al estanque del Retiro. A mí me querían llevar a la cárcel por haber tomado de la tienda unos librillos de panes para dorar, diciendo que volvería... Hay que mirar mucho las circunstancias; pues según ellas el que parece más criminal es quizás más honrado. Aquí donde me ves, a mí no me gusta deber un céntimo, ni que en las tiendas nos tengan por tramposos: quiero salir a la calle con la frente muy alta. Entre dejar de pagar al pobre, y darle una broma al rico, no puede uno dudar... porque aquello fue una broma, Ángel, y contábamos con que tú no te enfadarías. Las riquezas están mal repartidas; tú lo has dicho mil veces. Por ley de equidad, algo de lo que a ti te sobraba debía venir a nosotros, que no habíamos encendido lumbre en dos días, y yo llegué a sustentarme de una triste patata, que asamos quemando papeles en la hornilla. ¡Ay, chico! mientras no sepas lo que es el hambre, no hables una palabra de moral. ¿Qué tiene de extraño que quisiéramos vivir, y apeláramos a un recurso del ingenio, a un arte, a una industria? ¿Para qué ha dado Dios al hombre las habilidades? ¿Eres tú acaso más pobre que antes por aquella bicoca que te sacamos, y con la cual salimos de penas? ¿Qué razón hay para que nosotros nos muramos, y vivas tú y otros que no trabajan ni tienen ninguna habilidad? Fíjate bien, piensa un poco».

Por fin, para sacudirse aquella mosca, Guerra no tenía más remedio que darle algo. Defendíase argumentándole con sequedad, y entre otras cosas le dijo una noche: «Si eres tan hábil, ¿por qué no pides trabajo, en cualquier taller, para ganar un jornal honrado?»

—Porque yo quiero independencia, libertad, iniciativa —repuso Babel, después de vacilar un rato en la respuesta—; yo tengo mi taller; yo trabajo, hago lo que puedo. Pero no basta para tantas bocas de familia. Llega un día que hay eclipse total de pan. ¿Qué hacer? ¿Pedir para ayuda de una rosca? No; yo, cuando estoy hambriento, y salgo a la calle, y veo pasar a tanto rico que despilfarra su dinero, no siento ganas de pedir: el pedir aplana la inteligencia, y nos vuelve imbéciles. Lo que me pasa es que se me redoblan todas las habilidades para hacer que venga a mí la migaja que a ellos les sobra, y a cada minuto se me ocurre una traza, un ardid, un invento. Si no fuera por el temor a la justicia, que protege a los ricos a costa del pobre, yo haría cosas de las que resultara que todos los pobres comeríamos, sin perder los ricos más que una parte mínima de lo que tienen. Pero no me lanzo porque la justicia se opone a que uno tenga pesquis, y cuando inventa algo bueno, en vez de llevarle a la Universidad para que dé lecciones a los tontos, le meten en el Abanico para que las tome de otros más listos. ¿Qué resulta? que cada vez hay más pobres, y que los ricos son cada día más ricos. Consecuencias de esto: que el mundo va de peor en repeor, y que las revoluciones amenazan, la nube negra está encima, y por fin, por fin, tanto apuran, tanto apuran con la desigualdad, y el no comer unos mientras los otros revientan de hartos, que al fin estallará el trueno gordo, vaya si estallará».

En medio de la repugnancia que le inspiraba aquel redomado bribón, Ángel se distraía con su cháchara picaresca, y le escuchaba con el interés que despierta un buen sainete. Una noche, no sabiendo qué hacer para quitársele de encima, le dijo: «Por qué no tienes franqueza conmigo y me cuentas el origen de tu cojera, de esa imperfección que en ti resulta elegante, por el estilo de la de lord Byron? ¿Por qué haces misterio de ese accidente, que nunca has querido referir a nadie?» Replicaba el perdis con cuatro reticencias coléricas, y dando un bufido se largaba con viento fresco, marcando más la cojera, cuya elegancia no había podido comprender nunca.

Vuelta a la carga a la siguiente noche. Por fin, no pudiendo Fausto convencerle de las ventajas de ser su socio capitalista para la gran empresa lotérica, le pidió para marcharse a Toledo, y Guerra, por ver huir al enemigo, no tuvo inconveniente en ponerle puente de plata.

El que menos molestaba y también el menos divertido era Naturaleza, inofensivo poltrón, que se le ofrecía para recados, y que no hallaba mejor manera de mostrar su gratitud que brindándose a hacer un plato de repostería para que Guerra se chupase los dedos. Naturaleza y su prima se encerraban en la cocina, él de maestro, ella de alumna, y el plato salía, aunque jamás a gusto del artífice, excesivamente concienzudo y descontento de sus obras. Pero como Ángel no tenía ganas de comer, ni su querida tampoco, resultaba que Naturaleza se regalaba a sí mismo. El que rarísimas veces aportaba por allí era Policarpo, que a Guerra le parecía el más avieso de los Babeles, aparte de que sus maneras chulescas y su lenguaje de germanía le desagradaban. En cuanto a Dulce, cada día era menor su esperanza de ver en Ángel el mismo hombre de los tiempos de pobreza y fiebre revolucionaria. Manteníase delicado y respetuoso; pero de su antigua ternura apenas quedaban resabios; no hacía más que cumplir, cubrir el expediente, como decía ella para sí, conociendo que si conservaba la fidelidad que puede llamarse oficial, el corazón no le pertenecía ya. Sus temores de perderlo todo crecían diariamente, y su vida era una pura zozobra. Algunas noches, pretextando la necesidad de ejercicio, salía con él para acompañarle hasta su casa: el verdadero objeto de ella era prolongar lo más posible el estar a su lado, ansiosa de sorprender algo que la sacara de tal incertidumbre. Para Dulce, la causa del desvío de Guerra hallábase en la propia casa de éste, y si al principio se resistió su mente a sospechar de Leré; ya la temeraria idea principiaba a abrirse camino, como esos absurdos que lentamente se descomponen en realidad, al modo que, en los cuadros vivos, de las sombras monstruosas e indeterminadas van saliendo figuras. Dejábale en la calle de las Veneras, y se volvía a la de Santa Águeda con el corazón oprimido y la mente relampagueando. Alguna vez forjose la ilusión de que Ángel la permitiría entrar en su casa. ¡Qué simpleza! Lo que hacía el pícaro era decirle qué no se detuviese en la calle, porque helaba y encargarle que se retirase pronto, envolviéndose bien én la toquilla. Con esto, y unas buenas noches como las que se darían al sereno, él entraba, y ella se iba, sintiendo en el pecho una nidada de serpientes.

Una de estas noches, Ángel encontró a Leré levantada, lo que le causó sorpresa. La santita entró en el cuarto a encenderle la luz, y mientras él dejaba sobre el sofá capa y sombrero, le dijo: «Señor, han pasado los ocho días, y si usted me da licencia, como espero, me marcharé mañana temprano.

VI

Al oír esto, lo primero que hizo el amo fue contravenir abiertamente una de las principales reglas de vida que la toledana le había dado en sus célebres sermones. «No hay que enfadarse nunca» había dicho ella, y Guerra se disparó súbitamente en ira. No era fácil remediarlo, y las diversas impresiones hondísimas que iba recibiendo su alma, no podían denegar su carácter.

—¿Ya vuelves con esa historia?... Pues márchate cuando quieras... Abusas del cariño que te tengo, y te has propuesto atormentarme... Nada; nada, que te vayas cuando gustes. Es que te crees necesaria, única, y esto no es verdad. Por mucho mérito que tenga una persona, nunca, nunca es insustituible. ¡Pues no faltaba más! O es que quieres que yo te suplique y te diga... «Por Dios, Lereíta, hazme el favor de no dejarme». No, no, eso no lo digo yo... Te ha entrado ahora esa chifladura por la religión. ¡Religión! En el fondo de eso no hay más que orgullo, sequedad del alma, egoísmo, un egoísmo brutal... ¡Religión, puerilidad! ¿a dónde vas tú que más valgas? ¿Quién ha de considerarte más que yo? Pero ¡ay!, no conocerás la tontería que haces sino después que la hayas hecho. Conviene, pues, que te largues... y cuanto más pronto mejor. Tienes mi licencia.

Esperó Ángel un rato la contestación a estos desahogos; pero Leré no quiso darla, y tan sólo dijo que se marcharía en el primer tren de la mañana siguiente.

—¿Pues adónde vas? —saltó Ángel como si le dieran un pinchazo.

—A Toledo.

—Pueblo de mucho cleriguicio. Bien, bien; ve a donde quieras. ¿Ya tienes hecho tu equipaje? Bajaré contigo a la estación.

Bueno; pues me retiro a descansar un poco.

—Abur.

Al verla salir del cuarto sin añadir una palabra consoladora, fue Guerra acometido de un acceso de ira que le agitó sobremanera. Daba puñetazos, en los muebles y en su propia frente, y con descompuestas y roncas voces protestaba de lo desgraciado que era y de la crueldad con que el destino le perseguía. Aunque la cólera se fue resolviendo en desconsuelo y amargura, y los resoplidos se trocaron en un suspirar hondo, toda la noche la pasó en vela, dando a su pena proporciones de irremediable tribulación, y el romper el día arrojose de la cama en que medio vestido estaba, y arreglándose en un dos por tres fue al cuarto de doña Sales y dio golpecitos en la puerta que lo separaba del de Leré. «A estas horas debe de estar levantada, disponiéndose para bajar a la estación —se decía—. En efecto, abrió ella la puerta, y en cuanto su amo la vio, cogiole ambas manos, y con viva efusión le dijo: «No te enfades si vengo tan temprano a decirte que he pasado una noche infernal pensando en tu viaje. No puedo resignarme a que me abandones. Considera la soledad en que me quedo, piensa en que me ha de ser imposible vivir sin ti!...

La santita no sabía qué contestar, ni aun qué cara poner ante tales demostraciones.

—Me quito un gran peso de encima, Leré, al retractarme de lo que dije anoche. ¡No, yo no quiero que te vayas! No me es posible darte esa licencia... Verás: se me han ocurrido esta noche algunas soluciones al conflicto en que me veo. Oye... ¿tú quieres religión, mucha religión? (En el mismo tono que empleaba con la niña cuando le ofrecía juguetes para aquietarla.) Pues mira, no seas tonta, yo te haré una capilla en mi casa, y puedes estarte en ella todo el tiempo que gustes... ¿Quieres que convierta una parte de la casa en convento? Pues escoge las habitaciones que más te agraden. Se incomunicarán absolutamente, y te estarás allí encerradita, rezando a tus anchas; y si quieres ponerte hábito blanco o negro, te lo pones, si no, no. Nadie te molestará, nadie pasará a verte, más qué yo, se entiende... Y en último caso; si no te acomoda, tampoco entraré yo; me quedaré de la parte afuera. Mi deseo, mi aspiración es que estés contenta y no te separes de mí ¿Te conviene lo que te propongo? ¡Ay, qué cara pones! ¿Te parece un disparate? Dímelo con franqueza, y propón tu lo que se te ocurra.

Leré se reía con bondadoso humorismo tirando a lástima, de esa lástima cariñosa que inspiran las criaturas cuando piden un imposible. Retiraba sus manos de las de Ángel; pero éste se las volvía a coger, primero suavemente, después reteniéndolas con energía; y ella, que no era gazmoña, dejábase acariciar las manos por no irritarle. «Si no puede ser... —decía con benevolencia y ternura, en el fondo de las cuales se vislumbraba la energía—. Si no puede ser... Vaya por dónde le ha dado ahora: siempre es usted lo mismo... tomando las cosas así tan por lo fuerte. ¿Qué puede importarle a usted que yo me vaya o que me quede? ¡Pero qué manía, qué terquedad! Ni qué va usted ganando con que yo sacrifique mi vocación. Don Ángel, no puede ser, no puede ser. Dios me dice que me vaya, y allá me voy. Para mí no hay más voluntad que obedecer lo que Dios me manda. Aquí egoísta, un egoistón tremendo, es usted.

—Pero dime ahora... háblame como si estuvieras ante la reja del confesonario: ¿la vocación tuya es verdad o una de esas ilusiones con que nos engañamos a nosotros mismos? Investiga bien, escarba dentro de ti, y responde.

Ante semejante pregunta, Leré tenía forzosamente que enojarse o reírse, y como lo primero no era posible en ella, contestó con una sonrisa más compasiva que desdeñosa. Ángel se exasperaba. «Yo quiero ver —repetía—, yo quiero ver eso. Si tu vocación no es tontería de muchacha que desconoce el mundo, yo la respetaré. Otras jóvenes han creído que Dios las llamaba y que iban para santas, y de repente se han encontrado con que su propio espíritu, su propia sangre y sus nervios hacían burla de toda aquella mentirología metafísica. No te fíes, no te fíes de ti misma, y espera. El noviciado, la verdadera prueba debe hacerse en el mundo. Déjate de votos irreflexivos: no sueltes prenda, que podrás arrepentirte cuando no tenga remedio.

El rostro de Leré, su actitud y su sonrisa revelaban absoluta confianza en sí misma. No sabiendo Guerra por donde atacarla, pretendió un nuevo aplazamiento. «Bueno, bueno, convengamos en que eso va de veras. Monja tenemos. Pero me has de hacer un favor: estarte un día más en casa, un día tan solo: No te niego yo la licencia: ¿Qué poder tengo sobre ti? Eres libre. Un día más conmigo... mañana te vas caminito de Toledo.

Convino Leré en esperar un día, sin mostrar disgusto ni impaciencia. Por lo mismo que su resolución de partida era irrevocable, no temía comprometerse con aplazamiento tan breve. Aquel día no salió Guerra de casa, y su actitud era por demás inquieta: tan pronto ponía sus cinco sentidos con febril ardor en un asunto, como se abandonaba a extáticas distracciones, sin reparar que Braulio entraba para tratar con él de cosas más relacionadas con la aritmética que con la psicología. Después de almorzar, habló tranquilamente con Leré sin temor de abordar el asunto del viaje, y permitiose algunas burlas de la vida claustral, las cuales no ofendieron a la neófita: tomábalo más bien a broma, y como él le pidiera explicaciones acerca de sus planes, contestó: «Pienso entrar, porque así me lo manda el Señor, en una Congregación de las más trabajosas, de estas que se dedican a recoger y cuidar ancianos, o a la asistencia de enfermos. Preferiré lo más rudo, lo más difícil, lo que exija más caridad, más abnegación y estómago más fuerte. Usted se ríe... No comprende esto. ¡Qué desgracia no comprenderlo!»

Ángel, después de reír con cierta afectación, quedose muy serio, traspasado por agudísima pena. «Si lo comprendo —dijo sombríamente—. No me supongas tan bruto».

Y después de una pausa en que ambos callaron, él contemplando las patas de una silla, ella esparciendo sus pupilas saltonas por una estantería de libros que ocupaba el testero de la habitación. Guerra le dijo: «Quisiera ser viejo y enfermo para que me cuidaras tú».

—Algún día... ¡quién sabe! —replicó Leré más bien con alegría que con tristeza—. Para entonces seré yo también vieja... saludable.

Por la noche, comprendiendo Guerra que era impropio de su formalidad y de su fortaleza de varón, mostrar tan pueril disgusto por la separación de una criada, se confortó con sanos argumentos y apretó los resortes de su voluntad. Resultado de esto fue que pudo hablar tranquilamente con la que de tal modo le había trastornado. «Ya comprendo, hija mía, que soy un impertinente, y no te hablaré más de tu vocación, ni menos de tu viaje. Esta noche nos despedimos, mañana temprano, antes que yo me levante, te vas pian pianino, y aquí no ha pasado nada. Dime las señas de tu casa en Toledo, para escribirte, si algo ocurriere.

Contestó Leré que iba a casa del tío de su madre, don Francisco Mancebo, con quien estaría hasta que arreglara su entrada en la Congregación. De otra cosa muy al caso hablaron también: la cantidad que Leré había devengado por sus honorarios mientras estuvo al cuidado de Ción, se conservaba, salvo alguna pequeña suma gastada en vestirse, en las cajas de la administración de la casa. Guerra había querido entregársela el día antes, preguntándole si la quería en oro o en billetes, pero Leré dispuso que aquella cantidad, que conservaba para su dote, quedara en la casa hasta el momento oportuno de enviarla a Toledo a la orden del padre Mancebo. Convenido así, le dijo Guerra con tristeza: «El mejor día me tienes en Toledo. No podré resistir las ganas de verte».

—Pues creo que podrá verme, porque en esas órdenes no hay clausura. Antes del día feliz en que me ponga el hábito, me encontrará en casa de mi tía Justina.

—¿Pues no has dicho que en casa del padre Mancebo?

—Es que todos habitan juntos. Desde que mi tía Justina se casó con mi tío Roque, vive con ellos el beneficiado Mancebo, que protege a toda la familia y es el amparo de mis siete primitos.

—¿Y con ellos vive también tu hermano, el monstruo?

—Justamente.

—Pues mira, me han entrado a mí ganas de ver al monstruo, y de hacerme su amigo.

—¡Qué cosas tiene usted! El pobrecito causa horror a todos los que le ven.

—Déjate de horrores. Yo no tengo horror a nada... Y si llego cuando tengas puesta la toca —añadió Guerra con cierto alborozo infantil—, también podré visitarte. ¿Qué inconveniente hay? Entonces seguirás con tus sermones, y como he de tenerle más respeto, los oiré de rodillas y haré lo que en ellos me mandes... Y quién sabe, quién sabe si a lo bobilis bobilis se me pegará tu fiebre, y concluiré yo también por ponerme algún caperuzo por la cabeza, y rosario al cinto, y...

Tan conmovido estaba el hombre, que tuvo que callarse para que no se le saltaran las lágrimas.

VII

«¡Ay, Dios mío! —decía Leré exhalando suspiros muy de dentro, después de los cuales se quedaba muda, fija la vista en sus propias manos sobre la falda. Guerra tendía también ál mutismo. Por fin, comprendiendo que tal situación no podía prolongarse, pues ambos en ella padecían de igual suerte, enderezó interiormente sus energías, y se fue derecho al asunto.

—Leré —le dijo sin atreverse a tomarle la mano—, a ti, como persona de gran entendimiento, de gran corazón, se te debe hablar con franqueza. Yo te quiero... No hagas aspavientos; yo te quiero; las cosas claras. Lo que no sé es definir de qué modo te quiero yo. ¿Te quiero como a una mujer de tantas? Me parece que no: hay algo más, hay otra cosa, Leré. Tu santidad es un estorbo para quererte, y aun para decírtelo. Y sin embargo tu santidad me cautiva, y si tu no fueras como eres, si no tuvieras esa fe a toda prueba, y esa vocación irresistible, se me figura que gustarías menos. He pensado mucho en esto, pero mucho: «Si me quisiera ella a mí, como yo a ella —me he dicho mil veces—, se vulgarizaría, y entonces, perdido el encanto y deshecha la ilusión, no valdría para mí lo que vale, y no me cautivaría tanto». Aquí tienes un círculo doloroso del cual no puedo salir. La solución sería que yo también me volviera místico, como tú, y que a lo místico nos quisiéramos; pero esto no satisface al alma. No, no, todo eso, es una farsa, una comedia que hace el entendimiento para engañar al corazón. El querer de hombre a mujer y de mujer a hombre no cabe dentro de esas excitaciones artificiales de la ideología piadosa. Aquí hay un nudo que no se puede deshacer, y lo mejor es cortarlo poniendo tierra por medio. Vete, y yo me quedo aquí.

Leré, conmovidísima, vaciló un instante entre levantarse o esperar. Guerra daba vueltas por la habitación, haciendo esfuerzos por aparecer tranquilo. «Debes marcharte —añadió—, y mañana procura no hacer ruido, para que yo no me entere... no sea que me dé la tentación de detenerte.

—¡Dios mío, que locura de hombre! (Levantándose vacilante.) Pues sí... lo mejor es, como usted dice... aire por medio.

—Cabal. Vete a tu cuarto... y démonos por despedidos para siempre sin más demostraciones... ¿Sabes lo que se me ocurre en este momento? ¡Ah! una idea magnifica para evitar... para evitarme una escena desagradable. Ahora mismo me marcho a la calle; y me refugio en casa de esa... de mi amiga. No quiero estar aquí mañana temprano cuando tú salgas.

—¿Se va usted? —dijo Leré, ya en la puerta, alegrándose de un acto que simplificaba la enojosa situación—. Me parece bien. Entonces... hasta que vaya usted por allá... convertido, bien convertido, para que yo no necesite echar sermones. Conque... fuera malas ideas... y adiós.

Fijo en medio del cuarto, Guerra la miraba atento, mientras ella se despedía, y cuando se alejó, no podía desclavar de la puerta sus ojos. Al sentir, poco, después, que la joven echaba la llave a la puerta de su cuarto, determinó llevar adelante su resolución, y poniéndose capa y sombrero, y cogiendo la llave de la puerta de la calle, salió más que de prisa, como si huyera.

Encerrada en su alcoba, Leré no sabía qué pensar de las extrañas revelaciones de su amo. Más de media hora estuvo como atontada, sin poder formar juicio, como aquel que de súbito se encuentra ante un mundo nuevo y desconocido. Pero al fin se recobraron en ella la conciencia y la razón, permitiéndole juzgar las cosas con su habitual criterio, «Bah, bah, —decía—, todo se reduce a que es un hombre lleno de imperfecciones como los demás, y ha caído en la vulgaridad de prendarse de mí. ¡Vaya una gracia... prendarse de esta infeliz que nada vale, que jamás hizo caso de ningún hombre bonito ni feo! Pero algo tiene el agua cuando la bendicen; algo habrá en mi persona que le ha gustado... ¡Quién lo había de pensar! Por fortuna para mí, no necesito prepararme contra las tentaciones, porque bien preparada estoy. Dios que mira dentro de mí, sabe que ni con un descuido del pensamiento me dejo coger en esa trampa. ¡Qué tontería! Si yo fuera tan simple que cayera, la gente se reiría de él, y todo el mundo se preguntaría con asombro qué mérito había encontrado en mi. ¡Pobre D. Ángel, cómo tiene la cabeza! (Mirándose al espejo.) ¡Pero si en esta cara no hay nada que valga dos cominos...! Claro, si se me compara con otras, algo tendré... que sirva, porque otras hay, que además de feas, son sucias y llevan pintada en la cara su poca vergüenza y que sé yo... Y ahora recuerdo que se dice prendado de mí por la religión, o que me quiere por santa... ¡Santa yo! No fuera malo... A bien que cuando me ponga la estameña negra plegada, que tan poco favorece a las mujeres, y la toca, y aquellos zapatones grandes y feos, huirá de mí, y me hará fu como a los gatos. Por de pronto, pediré a Dios que le cure de esa manía tonta y ridícula. No, no creo que vaya a Toledo; no le veré más. Probablemente se olvidará de mí en cuanto deje de verme. ¡Pobrecillo! No puedo negar que le estimo, y que le deseo todo el bien posible, porque él y su madre han sido muy buenos para mí. ¡Qué dicha tan grande sentirse fuerte contra Satanás! Nunca he sentido lo que es atracción de ningún hombre, y no me alabo de ello porque no hay mérito en ser como soy. Yo no he luchado, yo no he vencido, porque no siento dentro de mí enemigo que derrotar, favor grande que me ha hecho Dios, pues bien puedo decir que vine al mundo destinada a no ser de nadie más que de Él, y cuando Él me hizo así, ya sabría por qué me hizo... La idea de casarme con un hombre y de que se ponga muy cerca, muy cerca de mí, m repugna. Puedo pensar en esto sin pecado, porque estoy bien segura de que me repugna, de que me subleva y me hiere y me... ¡vaya si lo estoy...! (Quitándose el corsé para acostarse.) ¡Ah! Una cosa que no he comprendido nunca es para qué tengo este pecho tan desaforado, si no he de necesitarlo para nada... Yo no he de casarme, eso bien lo sabe Dios... ¿A qué viene pues esto?... (Rezando mentalmente.) Pero no nos metamos a criticar la obra de Dios: cuando Él lo hace, ya se sabrá por qué lo hace. Dicen que nada falta ni nada sobra en este mundo... Trabajillo me cuesta creer que esto no sobra... (Se acuesta y apaga la luz.) Tengo que madrugar, y es tarde... Lo que digo... esta parte debe de ser lo único que en mí existe favorable a esos impuros pensamientos de los hombres. (Con inquietud.) Dios mío... ¿de qué me sirve esto?... Me lo cortaría, si cortarse pudiera, como se cortan las uñas. Tú sabes que en nada lo estimo, que procuro disimularlo como un defecto más bien que ostentarlo, como hacen otras... Cuando me vista el hábito, ¡qué compromiso! pues aunque una no se ponga justillo, siempre abulta y escandaliza... (Pausa: se adormece, rezando, y se despabila súbitamente.) El pobrecillo D. Ángel se queda muy solo... porque, no hay que darle vueltas, ni se casará con esa mujer, ni la quiere. Él me lo ha dicho y además, bien a la vista está: no la visita sino cuando no tiene distracción en casa. Sobre mi conciencia: no va nada de este desvío hacia la otra: porque muchísimas veces le he dicho: «D. Ángel, vaya usted, vaya usted allá», y siempre le estoy predicando para que se case. Algunas noches no he querido darle palique para que se fuera con ella: esto bien lo sabe Dios. Si yo hubiera sido mala, habría jugado con él como con un gatito chico; pero tengo ya marcado mi carril, y por él voy aunque se hunda el mundo... Esa desgraciada mujer, esa Dulcenombre tiene mucho que agradecerme, y ella ni siquiera lo sospecha: puede que crea lo contrario... (Desvelándose más.) ¡Vaya con los cuentos que trae Basilisa! Estas mujeres lo observan y son muy criticonas. Dice que Dulce es guapa de cara, pero que está en los huesos. Me hizo reír la otra tarde cuando decía: «No sé cómo el amo se acuesta con ese esqueleto!...» ¡Qué tontería ponerse a discurrir sobre si es gordo o es flaco! Estoy segura de no haberme envanecido cuando Basilisa se puso a hacer comparaciones entre delanteras rasas y... otras que no son rasas. Yo, bien lo sabe Dios, que lee dentro de mí, que ahora mismo está leyendo, bien sabe Dios que yo, si pudiese, iría a esa mujer para decirle: «Cambiemos, amiga: toma lo que te falta y a mí me sobra. Tu serás feliz y yo también». (Se duerme.)

Levantose tempranito, y como la tarde anterior había dispuesto su equipaje, no tenía nada que hacer más que despedirse de todos los de casa, que se apenaron de verla partir. Basilisa, particularmente, lloraba como una Magdalena. No sabía la joven si el amo estaba o no en casa, y andaba de puntillas, temiendo que el ruido le despertase; pero Braulio, cuando juntos tomaron chocolate, la informó en breves palabras y sin ningún comentario de la ausencia de Ángel. «Más vale así —dijo Leré para su sayo; y recelosa de que se apareciese de improviso, anticipó la salida, hizo traer un simón y se puso en salvo, acompañada de Braulio y Basilea que no quisieron separarse de ella hasta dejarla en el tren.

VIII

Dulce, al ver entrar a Guerra tan a deshora, y oír de sus labios que se estaría allí toda la noche, no volvía de su asombro, mayormente por no advertir en el rostro de él expresión de contento, sino más bien de contrariedad y disgusto. Pocas palabras pudo sacarle del cuerpo en el transcurso de la noche, a pesar de los hábiles esfuerzos empleados para romper su reserva y taciturnidad. Por la mañana, la displicencia de Ángel tuvo tonos insufribles. Dulcenombre vio venir la tempestad, y para que ésta no estallase por culpa suya, se fortaleció interiormente con todo el caudal de su prudencia, haciendo el firme voto de no desplegar los labios para contestarle, dijera lo que dijese. Pero en semejantes casos, no hay prudencia que valga; un accidente cualquiera inesperado, cualquier causa exterior sirve de chispa al incendio, y éste se produce instantáneamente. La chispa fue el importuno arribo de D. Pito, el cual, desde la puerta, se anunció con un «¡ah de abordo!» y avanzó por el pasillo renqueando y tosiendo. Al avistar a Guerra, con quien no esperaba cruzarse tan temprano, el marino se desconcertó un poco, no tardando en advertir que el otro no estaba de buenas. Ensayó algunas bromas, que le dieron deplorable resultado, porque nadie se las reía, en vez de darse por vencido, y callar virando en redondo, insistió, con pesadez y familiaridades de mal gusto. Guerra estalló, echándole esta rociada: «Dígame, ¿en qué bodegón hemos comido juntos? ¿No conoce usted que si se le tolera alguna vez es con la condición de que comprenda las circunstancias en que no se le puede tolerar?»

Plegando los músculos de su cara de corcho y entornando los ojos como si le hiciera daño la luz, don Pito mirábale con impertinencia, y al propio tiempo le apuntaba con el índice de su mano derecha alargando ésta lentamente. De su boca salía un mugido burlón, como el que se emplea con los niños para anunciar el coco. Guerra, volado, levantose con animo de darle un empujón. Pero el demonio del capitán, aunque no convencido aún de que la cosa iba de veras, se retiró de un salto, y desde lejos repitió sus burlas, añadiendo movimientos más provocativos, como el de hacer con ambas manos el ademán de citar a la fiera para ponerle banderillas.

—¡Perdido, tonto, borracho! —gritó Guerra cogiendo una silla.

Si Dulce no le ataja, tragedia segura. La cara de don Pito sufrió esa transformación súbita de las bromas a las veras que suele observarse en las disputas humanas. «Eh, poco a poco, poquito a poco —dijo—, y las arrugas de su rostro se distendieron como serpientes que se desenroscan. No palideció, porque semejante careta no podía palidecer».

—Pronto, largo de aquí. (Dejando la silla.) Usted con sus impertinencias tiene la culpa de que yo me ciegue, y olvide que me provoca un carcamal incapaz de tenerse en pie.

—Digo que poquito a poco... y explíquese quién ha faltado, pues, y quién no ha faltado.

A cada instante hacía el pobre capitán un movimiento de barriga, auxiliado por un gesto de la mano derecha, como si quisiera mantener en la cintura los pantalones, que propendían siempre a escurrirse para abajo. Este movimiento habitual se repetía en él cada pocos segundos, cuando se alteraba.

—No quiero explicaciones —dijo Guerra—. Despéjeme usted la casa.

Dulce, con gestos más que con palabras, rogaba a su tío que zarpara pronto de allí.

—Vamos por partes —insistía el viejo, de pie junto a la puerta, pero sin intención de hacer rumbo a la calle—. Yo no he faltado, Carando, y mi dignidad no permite que se me trate sin el respeto debido. ¿Es que soy un negro? (Alzando mucho la voz.)

—Si fuera usted un negro, se vendería —le dijo Ángel con desprecio—. Andando, andando de aquí. —Yo no vendo a nadie, ¡yema! ¿Eh? ¿qué es eso?... ¿Es que yo no tengo dignidad? Se me trata de este modo porque... (Buscando el tono patético.) porque soy un pobre mareante que ha llegado a la vejez sin víveres. Pues sepa el muy... párvulo que a mí nadie me embiste, y que pobre y desarbolado, doy avante toda, y al que se me atraviesa delante; lo parto. (Amenazando con el bastón.) ¿Eh?... Viejo y escorado, sé lo que es dignidad, caballerito Guerra. ¿Cree usted que le voy a pedir algo? ¡Inglés! Yo no me rebajo, yo no me humillo; tomaré de mi sobrina las sobras de su rancho; pero de usted, ¡ingles!... quite allá... ¡Pues estamos lucidos!... Párvulo, quédate con Dios: estás perdonado.

Orzó gobernando en demanda de la puerta; pero su carácter impetuoso lo trajo de nuevo a la disputa.

—Conste que no he faltado —dijo desde la puerta—, y que no arrío mi bandera. ¡Me caso con el arpa de David! Yo no pido nada. Tengo amigos pobres que me dan de comer: no quiero nada de los ricos, carando. ¿De qué sirve el dinero, pateta? De motivos para condenarse, y yo no me condeno, yo me voy al Cielo derecho, ¡ojalá fuera mañana!... Y no me cambio por usted, no, no me cambio, no le tengo envidia, porque lo que yo quiero es una conciencia... ¡yema! como la mía, y si ahora me pusieran delante un cargamento de dinero, le daría un escobazo... ¿Qué? ¿no lo cree? (Avanzando algunos pasos, deseoso de discutir.)

—No, si yo ni creo ni dejo de creer —dijo Guerra sentándose con desdeñosa calma. Déjeme usted en paz.

—¡El dinero! ¡Me caso...! (Con pesadez.) ¡Qué cosa más inútil, y más... más... asquerosa! Bendito sea el pobre, el pobre honrado como yo, que no tiene sobre qué caerse muerto, ni vivo... ¿Ve usted mis bodegas? (Mostrando los bolsillos.) Están lo que se llama plan barrido. Así, así es como es uno feliz, y no contando fajos de billetes, de esos billetes infames, cochinos... que... Eh, párvulo, lo repito, yo no pido nada, yo no quiero nada: ¡Viva el hambre, viva el frío, vivan... las yemas del tío Carando! Adiós; avante toda.

Salió por el pasillo adelante, marcando el paso con el pie muerto, del cual tiraba la pierna reumática ayudada por la sana, dejándolo caer como una maza sobre el suelo. Oyose el portazo, cuya violencia acusaba una dignidad profundamente herida.

Dulce lloraba en silencio, sentada en una butaca frente a Guerra, el cual sin mirar a su querida, sintió por primera vez que la infeliz mujer no era ya totalmente una excepción de la repugnancia que todos los Babeles le inspiraban. Poco antes, al apuntarse este sentimiento hostil, túvole miedo y procuró sofocarlo; pero ya iba siendo demasiado vivo, y apenas cabían componendas con él. El estado de espíritu y de conciencia de Ángel impedíale todo disimulo, y lo único posible era poner bastante delicadeza y consideración en el rompimiento que ya resultaba inexcusable.

—Dulce —le dijo—. Ya no es fácil entendernos. Tu familia y yo somos incompatibles.

—¡Qué tontería! —murmuró ella, secándose las lágrimas—. Si te has cansado de mí, ¿para qué tomas el pretexto de mi familia? Bien sabes que, si quieres, no te molestarán, y que sus impertinencias las aguanto yo sola. ¿A qué viene todo esto? Mi familia no te estorba para venir aquí; es que ya no te gusta venir; es que te canso, te molesto. Desde que eres rico, has cambiado completamente para mí. Claridad, franqueza: si no me quieres ya, dímelo; si piensas dejarme, antes hoy que mañana.

—Ten calma —dijo Guerra, con más piedad que ira—. Podría suceder que las circunstancias me obligaran a alejarme de ti. Si esto ocurriere, yo no te abandonaré. No creas que voy a dejarte en la miseria.

IX

Esta protección sin cariño hirió con tal dureza el corazón de Dulce, que no pudo expresar su pena sino con un gemido. Perdida la última esperanza, vio lejos de sí al hombre en quien concentraba todos sus afectos. «Eso quiere decir —dijo sollozando—, que me jubilas, y me pasas la pensión.

Volviendo hacia él sus ojos llenos de lágrimas, le dirigió estas amargas quejas:

—Ya me lo esperaba yo: no soy tonta. Ya sabía que de este modo habías de pagarme, a mí que te quise cuando todo el mundo te despreciaba... Porque yo he sido mala; pero he sabido quererte y ser esclava tuya... Hace algún tiempo que te veo venir. Y ya sé, ya sé el por qué de este cambio, de esta ingratitud...

Su pena se desbordó de golpe; prorrumpiendo en sollozos que pronto fueron llantos y gritos de angustia, el chillar descompuesto y ensordecedor que es la última defensa de la pasión femenina.

—Sé quien tiene la culpa de esta infamia... Todo lo que pasa en tu casa lo sé yo, sin moverme de aquí. Estás loco, loco, y te has portado conmigo como un cualquiera... Hazte el tonto, hazte el sorprendido... Debiste separarte de mí antes de tomar la santurrona esa, más sosa que el mundo entero, la engarzarosarios. Ay, hijo, no has caído en la cuenta de que es cosa muy ridícula pasar de lo revolucionario a lo eclesiástico. ¡Vaya, que dejarme por ese tapón! Me reiría, me reiría si no estuviera tan lastimada... Ya, ya andan diciendo que te casas con ella, y que vais a hacer un convento para encerraros los dos: ¡qué risa! (Llorando amargamente.) Por vengarme, ojalá te saliera grilla, pero muy grilla, para que aprendieras lo que es meterse con monjas. Yo te tenía por menos simple. ¡Tú, el enemigo de la hipocresía, caes ahora en esa trampa que te arma la mojigata ladina con sus arrumacos y sus brujerías católicas!... Estoy volada, estoy ardiendo, no por mí, no porque me dejes, sino por verte tan tonto... Pero me alegro... sí, me alegro, ya ves cómo me echo a reír. Es que se me ha quitado todo el amor que te tenía; es que no cuesta nada aborrecer a las personas cuando se ve que no tienen pizca de talento... Y cuidado que la chica es fea y antipática... sus ojos marean... ¡y qué cuerpo tan rechoncho... con aquella pechera, que debe de ser postiza! (Con saña burlona.) ¡Pobre Ángel!, si no las has tocado todavía, y tienes ilusiones sobre el particular, piérdelas, necio, y convéncete de que aquello es lana. Una nueva trampa que te pone, a más de las de la santidad, una hipocresía de la carne... Porque no le des vueltas, no, no es carne aquello; ni aquellos ojos son ojos de persona... con su meneo insoportable que da ganas de vomitar... (Oprimiéndose el pecho.) Ya no me queda duda de que todos los hombres sois unos grandes mamarrachos.

Comprendiendo Ángel que en cuestiones de tal naturaleza las respuestas envalentonan al enemigo, callaba, aguardando coyuntura propicia para terminar de un modo amigable. Pero la Babel, echando lumbre por los ojos, la emprendió con él de nuevo, usando armas que debían de herirle gravemente en su amor propio.

—Te has lucido, hijo... te has pasado toda la vida trabajando contra los curas y el fanatismo, y mira por donde has ido a caer en manos de tus enemigos: Porque esa chiquilla, no lo dudes, es un anzuelo que te han echado los del bonete para pescarte. Luego que te tengan cogido, te obligarán a ir en las procesiones con tu velita en la mano. Atrévete a sostener ahora, como sostenías antes, que eso de la religión es farsa y chanchullo de unos cuantos, y que cuando nos morimos se acaba todo. Si lo dices, tu beata te sacará los ojos, y te dará celos con el Santísimo Sacramento. No hay más si no que los de sotana te han echado ese gancho para sacarte el dinero. ¡Ay, cuando andabas por ahí hecho un pelele, no se acordaban de ti para nada! Como que ellos no hacen caso del pobre: van a su negocio, y han inventado mil fábulas para explotar a los ricos, pamplinas en que yo no creo, porque tú me has enseñado a no creerlas. Y ahora la pobre discípula ignorante se aguanta en la verdad, mientras que el sabio maestro, tú, se traga todos esos disparates... ja, ja... Iré a verte cuando estés en la iglesia hocicando frente a las imágenes y dándote golpes de pecho... y creerás todas las paparruchas que antes negabas y de que tanto te has reído.

—Yo no me he reído de nada —observó Guerra que ya se cansaba de oír a su querida despreciar la idea religiosa.

—Sí, te has reído, has hecho burla de eso de la Trinidad, que son tres y uno, y qué sé yo, y de la Encarnación del Señor y de todas las cosas... te has mofado de que Dios fabricara el mundo en siete días, y al Papa y a los obispos les has puesto que no había por donde cogerles... Pero ahora, esa mona eclesiástica te ha vuelto del revés. ¿Y quién viene a pagar los vidrios rotos? Yo, pobre de mí, que nunca quise renegar de Dios. Cuando tú te empeñabas en hacerme atea, yo me resistía, y ahora, la que defendía al Señor cuando tú le tratabas como a un cualquiera, se queda en medio de la calle, ¡Bonito pago me da el Señor! A esto llamarán justicia. ¿Pues sabes lo que digo ahora? (Con exaltación.) Que ya no me da la gana de creer nada, ni tanto así, de lo que reza el Catecismo. Todo es mentira, comedia, engañabobos. Ya, ya veo que acierta don José Bailón, que el otro día me dijo que todas las cosas esas son mitos... eso es, mitos... Me lo aprenderé muy bien para soltárselo al primer beato que encuentre. Y por estas cruces te juro que no vuelvo a rezar en mi vida, y cuando vea pasar el Viático, me echaré a correr, como hay Dios, diciéndole: «abur, que eres mito...» ¡Vamos, cuando pienso que se ha vuelto beato el hombre que hace meses andaba buscando sargentos que quisieran derribar todas esas antiguallas...! Esto parece un sueño... Bien, bien, déjame en paz, y vete con tu monjita... No necesito de ti para nada: sé trabajar... Si crees que voy a echarte de menos, te equivocas. Yo, cuando me pongo a olvidar, soy lo mismo que cuando me pongo a querer...

Las frases que siguieron a esto fueron ya deshilvanadas, sin sentido, interpoladas de sollozos y expresiones de dolor. Guerra deseaba concluir, y si Dulce hubiera facilitado con su lenguaje una suspensión temporal de relaciones, aceptaríala con muchísimo gusto; pero aquellos torpes ataques al principio espiritual que gobierna las sociedades, hicieron pésimo efecto en un hombre que se hallaba en plena crisis de pensamiento y de conciencia. Debe advertirse que a pesar de los pesares, no había pensado en la ruptura definitiva, pues aún le sujetaban lazos de afecto a la que por tanto tiempo compartió sus penas y sus dichas. No era su intención marcharse de allí diciendo ahí queda eso, pues Dulce no podía ser para él, ni en mucho tiempo lo sería, una persona extraña. Su intento era no perderla de vista, protegerla y velar por ella como un amigo, como un tutor, como un pariente obligado a cuidarse de su honor y su bienestar. Con estas ideas, acercose a la cómoda, sobre la cual estaba la cajita en que solía poner el dinero que a Dulce asignaba para sus gastos, y sacó del bolsillo y de la cartera plata y billetes para dejarlos allí.

—Yo no te abandonaré ni ahora ni después —le decía en el tono más conciliador que le era posible. Pero ella, lejos de calmarse con tales ofertas, se voló más, prorrumpiendo en lastimeros gritos.

—Hazme el favor de tener juicio —le dijo Guerra, pronto a salir, y alargando hacia ella una mano, que Dulce rechazó con toda la fuerza de las dos suyas. Ya volveré a verte, aunque no sea muy pronto. Seamos siempre amigos. A ti te conviene, y a mí quizás también.

—¡Amigos... Yo tu amiga! ¡tu amiga yo, yo...! Quita allá... no me volverás a ver... Viviré como pueda... Vete pronto con esa muñeca de altar... Esto es una infamia... esto es peor que si me asesinara... ¡No hay Dios, ni mito que castigue crímenes tan... espantosos!

Esto último lo dijo sola, porque Guerra no quiso esperar más, y salió, afectando calma, pero en realidad profundamente apenado y caviloso. Dulcenombre, en un rapto de demencia, corrió hacia la escalera gritando: «Es una infamia... abusar así... porque me ve sin familia, abandonada de todo el mundo. Dios mío... Virgen... No, no, que sois mitos». Algunos vecinos salieron a sus respectivas puertas. La galguita ladraba furiosa en el pasillo. Hubo un ligero remolino de curiosidad y chacota en la escalera; pero nada más. Luego, cuentan que salió la moza al balcón, enteramente trastornada, y desde allí, con descompuestas voces y ademanes más descompuestos aún, llamó al amigo perdido, que ya doblaba la esquina de la calle de Santa Brígida sin mirar para arriba ni hacer caso de nada.

«Chillará y trinará, ¡pobrecilla! —se decía—. Pero estos espasmos pasan pronto, y dentro de unos días no se acuerda de mí... No, no la abandonaré nunca, ni ella merece ser abandonada. ¡es tan buena!... Pero esa familia, francamente... Esto tenía que ser cambios fatales, imprescindibles que nos ofrece la vida, y que debemos aceptar con ánimo sereno... Mal rato he pasado; el choque ha sido rudo. Serenidad, Ángel, serenidad... ¡Adiós Dulcísima!... La pobrecilla chillará; pero de seguro no se arroja por el balcón».

Capítulo VII. Herida. Bálsamo

I

Don Pito, que voltijeaba en la calle, esperando a que el enemigo pasara de largo para volver a entrar, vio a su sobrina haciendo figuras en el balcón, y tuvo miedo de que se le fuera la cabeza y diese la gran voltereta. «Chica —le gritó desde abajo, extendiendo los brazos para recogerla en ellos, por si acaso se tiraba—, no seas loca... aguántate... despréciale... tendrás otros que valen más... Juicio, niña, juicio, y adentro.

Al ver que la joven se retiraba del balcón, subió con toda la rapidez que sus desiguales piernas le permitían. Llegó arriba jadeante, y encontrando franca la puerta, se coló hasta la sala, en la cual estaba Dulce, llorando a lágrima viva, echada sobre el sofá. Abrazándola con paternal cariño, D. Pito la consoló en esta forma:

«Hija de mi alma, no te aflijas. Cuenta con mi protección.. Tu tío no te abandona, no: te dará remolque hasta el fin del mundo». Como la dolorida no hiciera demostración alguna de gratitud, el viejo reforzó sus aspavientos consoladores. «Pero, chica, ¿ese pirata habrá sido capaz de dejarte sin carbón en medio de la mar? Dulce no contestó; pero el capitán, que ya conocía el famoso cofrecillo, por haber metido más de una vez en él sus dedos, fue a mirar lo que había, y cuando vio cantidad crecida de billetes y monedas de plata, el asombro le tuvo abierta de par en par la boca un buen espacio de tiempo.

«Pues mira, chacha, no debes apurarte —dijo sentándose y poniendo el cofre sobre sus rodillas—. Tenemos carbón y víveres a bordo... avante toda. Proa a la mar. Dios no abandona a los buenos... Pero ten cuidado no te roben, ¿eh? que estás muy trastornada, y no sabes quién entra ni quién sale... Mira, yo te guardaré esto. (Cogiendo algunos duros y metíéndoselos con rapidez en los bolsillos.) Tengo las carboneras vacías, Carando, y hace días que estoy quemando mis propios huesos para hacer un poco de presión. Fíjate, fíjate bien en lo que tienes, y ocúpate de tus intereses. Toma, ve contando, hija de mis entrañas, pues aunque yo creo que el dinero es una cosa muy mala, ¡yema! causa de todas las trapisondas de este mundo, siempre vale más tenerlo que no tenerlo. Digo... del dinero salen los vicios, el lujo, la soberbia y otras mil perrerías. Pero cuando uno lo tiene, no debe dejárselo quitar, y aunque el hambre es una cosa magnífica para irse a fondear en el Cielo, no es malo tener algo que meter por esta pindonguera escotilla que el Señor nos ha puesto debajo de la nariz. Conque vete serenando, joven inocente, que eso del llorar es cosa de bobos. Cierra esos imbornales y créeme a mí. ¿Qué te pasa? ¿que quieres a ese párvulo? Pues no te apures que como ese encontrarás mil, y mejores. Venga de almorzar. ¿Qué no estás para nada? ¿no quieres ir a la cocina? ¡Yema! ¿qué me apuestas a que te hago un arroz que te chupas los dedos? Yo también soy cocinero: los marinos tenemos que saber un poquito de todo... ¿Hago el arroz, sí o no? Considera, párvula mía, que si tú estás enamorada, yo no lo estoy, y es preciso comer para beber, quiero decir, para vivir... Estamos solos, chica, y ahora no hay quien nos fume. Oye: pon el dinero en lugar seguro, ¡me caso...! mientras yo salgo a traer una cosa que nos hace mucha falta. Dime ¿te gusta a ti el fin champán? No hay remedio mejor para la debilidad de estómago y para las averías del alma. Un dedito, y se te tapan todos los huequecillos donde anidan las penas. Claro, ellas quieren salir; pero no pueden. Espera, echame acá otra vez el cofre... Vengan otros dos pesos... mejor será que tome cuatro, porque más seguros los tienes en mi poder, ¡yema! que en el Banco de España... Conque espérame un ratito; en un par de guiñadas voy y vuelvo... ¡Ay, qué bien vas a estar con tu tío! Ni disgustos, ni quebraderos de cabeza, ni aquello de si viene o no viene. Ya no viene más, Carando, y mejor es así. Por la tarde, a paseo los dos, en coche, ¿qué te parece? a ver los bigardones y bigardonas que borlean en el Retiro, y por la noche a casita: Cada uno en su litera, y vengan temporales. Conque, espérame un rato.

Salió tan ágil, que no parecía sino que la pierna inválida había recobrado el vigor de los años juveniles. A la media hora. volvió cargado de provisiones, cucuruchos de papel, y botellas con etiquetas de relumbrón.

—No navegues nunca con la gambuza vacía... —dijo poniendo su cargamento sobre la mesilla de mármol. Dulce, que no tenía humor para bromas ni aun sentidos para enterarse de lo que a su lado pasaba no hizo caso de D. Pito, el cual, poseído de frenesí culinario, fue a la cocina, sin lograr que su sobrina le ayudase. Ésta, secas ya las lágrimas, había caído en un estupor doloroso; sus miradas no se apartaban del suelo; su tez se había vuelto verdosa; entre su nariz y su boca; una contracción singular hacíala parecer a ratos persona distinta de sí misma. Pasaba el tiempo sin que la dolorida mujer se moviera de su sitio, y a ratos, como el durmiente que percibe en sueños los ruidos de la realidad, sentía la presencia del capitán en la cocina, moviendo cacharros, hablando consigo propio, y echando pestes y yemas a cada contrariedad que le ofrecía la faena que se había impuesto. Por fin, tuvo Dulce que ir allá, y regañaron un poco, y D. Pito se quemó un dedo, y el condenado arroz salió más malo que todos los demonios. Dulce no tenía ganas de probar bocado, sino de lloriquear en la alcoba, reclinándose boca abajo en su lecho. Allí la encontró el tío, que se había servido solo su almuerzo en la cocina, sin manteles, y bien harto de arroz, con media botella de Valdepeñas entre pecho y espalda, se fue a consolarla, obsequiándola con todas las frases tiernas que en el acto de la digestión, más que en otro alguno, se le venían al pensamiento. «Por lo que no paso, joven, es porque estés sin lastre. Hay que estivar algo de peso. Si no, los balances no te dejarán vivir. Mala cosa es la debilidad: yo la detesto tanto, que prefiero llevar arena en la bodega a no llevar nada... ¡Ah! se me ocurre una gran idea. ¿No puedes tú pasar ni ningún abarrote? Pues yo sé hacer una bebida que te fortalecerá y te pondrá como un reloj. ¿Sabes lo que es un chicotel? Es el consuelo del navegante, transido de frío sobre el puente, derrengado de fatiga, aguantando chubascos, y con la humedad metida en los huesos, luchando con furiosa mar de proa, sin poder quitar el ojo del compás ni del cariz del cielo. Es la mañana que conforta y da valor para resistir un mal día después de una noche de perros. Aguárdate y verás qué pronto despacho.

Fue a la cocina, rompió un huevo en una taza y lo batió bien, pero bien; echolo en una vasija grande con la dosis de medio vaso de agua, añadiendo una copa chica de ginebra, un poco de canela y azúcar en proporción. Para el perfecto gin cock tail (literalmente rabo de gallo con ginebra) no faltaban más que las gotas amargas, que le dan aroma y tonicidad; pero como D. Pito no las tenía, prescindió de aquel sibaritismo, y concluyó la confección del ponche, batiéndolo de nuevo con el molinillo del chocolate hasta levantar espuma que se desbordaba del cacharro. Sirviolo luego en un vaso ordinario de los grandes, en el cual resultaban como tres dedos de dorado líquido, y un dedo de espuma que mermaba lentamente. Con aire triunfal lo llevó a su sobrina. «Vaya, endereza ese casco... Tómate este bálsamo de Dios, y verás cómo se te aclara el celaje». Dulce lo probó, y como no le supiera mal, apurolo hasta que no quedó en el vaso más que un poco de espuma, y en su labio superior un bigotillo blanco. «¿Qué tal? ¿cosa rica? Con esto se me han pasado a mí todos los berrinches que he cogido a bordo. Día hubo en que no pudiendo bajar del puente, me sostuve con catorce chiconteles a diferentes horas. Ello fue en el María Josefa cuando el huracán que me cogió en Maternillos». La ingestión de aquel brebaje fue para Dulce confortante y placentera: en los primeros momentos se sintió traspasada por extrañas ráfagas de alegría, de esa alegría que suele producirse entre las vibraciones del extremo dolor, como la chispa que brota de la percusión de cuerpos duros. Al pasar a la sala, toda la habitación giraba en derredor suyo, y D. Pito con ella, lo que produjo en la joven una risa nerviosa, viéndose obligada a sentarse, la mano delante de los ojos. Luego, sin cesar el mareo prodújole el bálsamo otros efectos, una especie de erección del ánimo flojo, volviendo sobre sí, y reivindicando su dominio, un despertar de todas las facultades, un afinarse de todos los sentidos, y con esto, ganas de hablar y de contar su cuita, en términos que las palabras se le salían de la boca antes de que el pensamiento las ordenara. Pero aún hubo otro efecto más particular: al ir de la sala a la cocina, se olvidó de cuanto le había pasado aquel día; es decir, notó un descanso inefable y la conciencia de una situación negativa en su alma. Vagamente consideró que algún fenómeno extraño se verificaba en ella, y sin poder determinar que fuera olvido en lo moral, sedación en lo físico, decía para si: «No sé qué tengo... Yo estoy alegre... pero se me figura que hoy me ha pasado algo... No sé lo que es, no sé lo que es, ni quiero tampoco saberlo». A semejante estado, sucedió pronto una melancolía dulce, en la cual iba apareciendo poco a poco la noción del estado primero, como una substancia diluida y agitada que decanta en el fondo del vaso. La espuma disminuía con el estallido de las burbujas, el líquido aumentaba, y un sedimento de hiel obscura amargaba y ennegrecía ese fondo en que se cuaja la conciencia de nuestros dolores.

En tanto, el célebre capitán jubilado había encendido un cigarrote, de la docena selecta que trajo en uno de aquellos cucuruchos, y tiraba de él, atizándose copas y más copas de coñac. La galguita, que le había tomado cariño de tanto verle allí, jugaba con él o se le ponía delante, grave y atenta, mirando cómo subían al techo las azuladas espirales del humo del cigarro. Y a Dulce y a la perra juntamente dirigía, don Pito sus filosóficos comentarios del mundo y la vida humana: «Mira, hija de mi alma, no hay que apurarse, tomemos los contratiempos al son que ellos traen. ¿Que sopla Noroeste duro? Pues avante, y capéalo como puedas. Hagámonos cuenta de que la vida es toda ella muy mala, y que lo bueno viene por casualidad, cuando el mal descansa o se duerme. Pongámonos siempre en lo peor; creamos que todo lo que no sea temporales, mar de fondo y neblina es un golpe de suerte, un chiripón, casi un milagro. Desconfiemos de las claras, porque no hay clara que no sea una tal, y tras ella viene siempre un chubasco mayor que el pasado... La mar es de por sí voluntariosa y muy gitana. Vayamos por ella con la mecha bien atizada (un dedo en el ojo derecho), y a cada minuto que pase hagámonos cuenta de que la muy carantoñera nos ha perdonado la vida... Ea, bastó ya de lloricio. Pecho al huracán; venga bálsamo; y avante toda, que mientras no se rompa el molinillo, andando vamos... Aprende de este prójimo, que echó los dientes mirando cosas inhumanas, ¡ay! oyendo rugidos de fieras, y viendo cómo se hincha la mar, cómo se desgaja el cielo. Porque a mí me destetaron los ciclones, y en mi biberón no había leche, ¡yema! sino agua salada con gotas... de sangre humana. Con aquel ten con ten, me hice de bronce, y ya me podían echar desgracias, contratiempos y calamidades... ¡Que salta fuego en las carboneras! Serenidad, serenidad; no atropellarse: ya se apagará... Vísteme despacio que estoy de prisa. Poco a pocoooo... ¡Que se cierra de niebla y se nos viene encima un barco que no quiere, o no puede gobernar!... Pues cierra la caña a estribor... toda la pala a babor... Que no podemos evitar la embestida y el otro nos raja por la mitad, ¡pruuum! y nos mete la roda hasta la misma máquina!... Me has partido, inglés... Me caso con tu alma pastelera. Pues a pique... Orden, sangre fría, serenidad... No correr; esos botes... ¡Que revienta la cafetera y el vapor nos despide!... Abur, mundo bonito... Me caso con la mar... Calma, calma... Que cada cual se ahogue como pueda.

II

No era feliz D. Pito en aquella vida de inválido, amenizada con turcas, vida holgazana, humillante y aburrida lejos de su elemento propio, el mar. Madrid no le gustaba ni le gustaría aunque en él tuviese asegurada la olla cuotidiana, aunque en la casa de su hermano Simón se ataran los perros con longanizas, y aunque doña Catalina de Alencastre ocupara el trono de sus mayores. Fácilmente prescindía de todo regalo corporal, como hombre avezado a las privaciones; fácilmente soportaba los largos ayunos que en la morada Babélica equivalían a un ramadán continuo; pasaba por las incomodidades de la vivienda, poblada a veces de parásitos voraces, que de los cuatro cuadrantes salían para embestirle; toleraba otras mil molestias, ya por exceso, ya por escasez. Todo ello significaba poco, mientras hubiese tabaco y bebida, y esto gracias a Dios, nunca le faltó. Lo que a D. Pito le amargaba la existencia era vivir en un pueblo donde no había manera de ver ni de oír ni de oler la mar por ninguna parte. Durante días y días, olvidaba el objeto de sus ansias amorosas; pero de repente un día cualquiera, antes o después de embalsamarse, sentía tan angustiosa nostalgia, tal desgana de la vida, tal deseo de correr a otras regiones, que se le metía en la cabeza la idea de matarse... Luego no se mataba, es cierto; porque no cuajan todas las ideas.

Gran parte del tiempo se lo pasaba calle arriba, calle abajo, mirando el mujerío (otra mar también muy de su agrado), sentadito en un banco de Recoletos, si hacía buen tiempo, viendo pasar coches, o dejándose ir al garete por las alamedas del Retiro. A veces, cuando la presión alcohólica era excesiva, se lanzaba más allá de las rondas exteriores, donde el caserío se enrarece, dejando ver el casco pelado, la desnudez esteparia de un campo sin accidentes. Allí, respirando el aire puro, mirando el cielo y la tierra que en horizonte se juntaban en faja corrida de azul intensísimo, sentía algo semejante a la impresión del sublime Océano. «Ahí está —decía entre crédulo y escéptico—, ahí está el muy judío... No será; pero lo parece»... Avante toda, y se lanzaba por las llanuras mal aradas, en cuyos surcos crece la cebada raquítica de que se alimentan las burras de leche, hasta que rendido de fatiga se sentaba en cualquier mojón, cruzaba las piernas, poniendo el palo entre ellas y quitándose el sombrero, limpiábase la frente con el pañuelo de hierbas que dentro de aquél llevaba, y se embebecía en la contemplación de la raya azul del horizonte, sobre la cual pesaban esas nubes turgentes y gallardas que parecen inmenso escuadrón de caballos al trote. Murmuraba entonces sílabas obscuras, cláusulas desconocidas que debían de referirse al cariz del tiempo y a las probabilidades de chubasco. Alguna vez pronunciaba frases completas, extendiendo la mano como para darle una palmadita a la atmósfera. «Va rolando al Sudoeste, y antes de diez minutos, agua».

Días hubo en que el inválido de los mares salía de su casa en un estado cerebral lastimoso. Al pisar la calle, y verse libre de la real presencia de doña Catalina, le entraba pueril alegría, gana de charlar con cualquiera, y pasaba de una acera a otra pronunciando entre dientes el avante toda con acentuación de risa. Su resistencia al alcohol era tal, que no decaía nunca ni daba fuertes bandazos, aunque llevara dentro el máximum de estiva. Lo que hacía era disparar chicoleos a cuantas mujeres encontraba, poniéndoles ojos tiernos y diciéndoles si querían enrolarse con él. En los sitios más públicos armaba camorra con cualquier chico que le saliera al paso, y todo su afán era vencer estorbos, empujar a cuantas personas se oponían a su marcha recta y segura. A lo mejor, se encaraba con cualquier transeúnte desconocido, y le decía en tono de confianza marinera:

«No descuidarse. ¿No es usted el pasajerito de Glasgow? Salimos a la pleamar de las once y quince. Yo me voy para bordo antes que repunte el Nordeste». Y a otro le paraba endilgándole un saludo muy familiar: «¡Don Pancho, dichosos los ojos! ¿Cómo ha quedado aquella gente de Nuevitas? ¿Y la esclavitud? Tan famosa, ¿eh? Si quiere algo para allá, sepa que salgo mañana, digo, ahora». Un empujón del transeúnte ponía fin a la escena, y D. Pito salía gruñendo como perro pisado. «No sé qué demonios pasa en el mundo —decía—, que todo está contrapuesto. ¿Cómo es que en esta bahía de la Habana, donde yo no conocí mareas, hay ahora un coeficiente de once pies lo menos? ¡Me caso con la Biblia! ¿Cómo es que ahora tenemos el Havre aquí, en mitad del Canal Viejo?... Lo que digo: o mienten las cartas, o miente la realidad»... En Recoletos se encontraba un camión parado, y mi hombre se iba derecho al conductor y le echaba esta rociada: «Oye, Matapúas, si no me llevas las pipas antes de las nueve, te quedas con ellas. ¡Me caso con tu sangre! Eso de que yo me jorobe cargando a última hora, no lo verás... ¡Yema! ¿no ves cómo la marea tira para arriba?» El conductor, como quien ve visiones, le amenazaba con un trallazo si no se iba. Alejándose, D. Pito le gritaba: «¡Carando, vaya una pachorra que gastas! Eso es, estate ahí esperando el ramalazo de Noroeste que se te viene encima. ¿No ves la nube? Un par de guiñadas, animal, y záfate de la corriente... Ponte al socaire de la escollera... ¡Ah! ya; es que ahora se estilan mulas para remolcar las gabarras. ¡Qué cosas ve uno, pateta! El mundo trastornado, los mapas al revés, y el agua volviéndose tierra»...

Muchas tardes solía dar con su cuerpo en el Retiro, y allí se le despejaba un poco el caletre. Por lo común, después de la excitación de júbilo insano, caía en tristeza tan deprimente que la vida se le representaba como la más insoportable de las cargas. El mundo, tierra y cielo, no le daba más impresión que la de una soledad abrumadora, de un cautiverio tristísimo y sin esperanza. Ver árboles y nada más que árboles, tanta rama seca, el suelo cubierto de hojas; no encontrar en las alamedas solitarias más que algún guarda ceñudo, o paseante melancólico, le acongojaba. En aquellos lugares apacibles le acometía más que en parte alguna la demencia de echar a pique el viejo casco de su vida. Cuando los guardas no lo veían, columpiábase en un álamo, o se tumbaba junto a los estanques chicos, para meter las manos en el agua, y a veces la cabeza. En ocasiones, el frío del agua le aclaraba las ideas; a veces, el sentirse mojado le excitaba más, dándole ganas de sumergir todo el cuerpo, y una tarde le sorprendió el guarda desnudándose para echar un cola en el estanque de las Campanillas. Trabajo costó convencerle de que allí no se permitía tomar baños. «Bueno, compadre, bueno —dijo D. Pito sin incomodarse, poniéndose el gabán—, guárdese usted su agüita, hombre, guárdese su mar... no se la beba un perro que pase».

Aquel mismo día chocó en nefanda hora, junto al estanque grande, con un bajo muy peligroso... quiere decir que encontró una cantina, y al poco rato de este desgraciado tropiezo hallábase mi hombre en disposición de creer que el paseo que conduce a la Casa de Fieras era el canal de Panamá, ya concluido y en explotación. En mitad de la calzada, algunos obreros abrían una zanja para poner tubería de aguas, y no lejos de allí, otros cavaban hoyos para plantar arbustos. Entre los montones de tierra y la zanja, veíase un trozo de tubo de plomo, vertical, que del suelo salía como una vara, y lo mismo fue verlo D. Pito que tomarlo por bocina fija, de esas que, en el puente de un vapor, sirven para transmitir la voz de mando al maquinista de guardia. El trastornado capitán aplicó sus labios a la boca del tubo y dijo en voz clara: «poco a poco... dos paletadas atrás... dos avante... moderando»... Los trabajadores le miraban asombrados, y comprendiendo que el tipo aquel no tenía la cabeza buena, en vez de compadecerle, empezaron a torearle con groserías y chirigotas. D. Pito les puso la cara fiera, la cara mando en la mar, y subiéndose a un montón de tierra, les dijo: «A ver, ¿quién es el hijo de tal que ha mandado plantar estos árboles en el mismo puente?... Al agua, ¡listo! al agua con los arbolitos... Arría toldo. Me acaban ustedes la paciencia, y al que me chiste le arrimo una piña ¡me caso con su madre! ¡yema!... ¡Callarse la boca!»

Salía por fin corriendo de allí, hostigado por un perrillo, despedido por certeras pedradas, y de pronto se detenía, miraba hacia la montaña rusa, se restregaba los ojos, volvía a mirar, murmurando: «Tate, tate... Por dónde me sale ahora la torre de Holy Head... ¡Bueno están poniendo el mundo este, con tanto trastocar las cosas! Va uno por el canal de Panamá, y demorando, demorando, se encuentra en el canal de San Jorge, frente a la Skerries... ¿Niebla tenemos? Ea, sirenita, sirenita. Avante toda, y al inglés que coja por delante, le rajo». Diciendo esto bramaba como un toro.

III

El primer día de la desgracia de Dulcenombre, tío y sobrina no se separaron. Nadie recaló por la casa, ni a ellos les hacía falta compañía, y tan grata era para don Pito la de las botellas de coñac, que por noche apenas podía guardar el equilibrio en pie, y andaba a gatas por la sala, si no runflaba como un cerdo debajo de la mesilla de mármol. Dábale Dulce con el pie para apartarle cuando estorbaba el paso, sin decirle cosa alguna, pues seguramente el pobre viejo no había de entenderla. En el suelo pasó la noche, lo que no era causa de molimiento de huesos para quien tenía costumbre de dormir en camas duras. No pudiendo conciliar el sueño, y sintiendo una gran debilidad de estómago, la Babel acudió a repararse con una copita del precioso licor, y tan bien le sentó, y tal descanso dio a sus nervios, que después de dormir un poco en la butaca, repitió la dosis por la mañana al romper el día. Realmente la bebida tenía la inapreciable virtud de producir olvido, único calmante eficaz de los males del alma, y con tal medicina la buena mujer perdía por más o menos tiempo la noción de su inmensa pesadumbre.

Don Pito despertó muy tarde, y en sus desperezos se envolvió sin querer en la alfombra delantera del sofá, quedándose con ella enroscada en el pescuezo a manera de bufanda, y puso patas arriba una butaca y una silla. Su sobrina no hizo alto en este desorden. Insensible a todo, ningún suceso podía sacarla de la estúpida inercia en que se hallaba, incapaz de ordenar las ideas. Se desayunaron malamente, y el capitán, cuya cabeza adquiría despejo y lucidez después de las tormentas cerebrales, le habló muy serio de la conformidad cristiana, poniéndose como ejemplo de esta hermosa virtud, pues pocos había tan bien templados como él para resistir los chicotazos de la suerte. Verdad que el bálsamo, y esto lo dijo con gran aplomo, le había servido de gran consuelo, como excelente específico contra los quebraderos de cabeza, contra las opresiones y melancolías. La sobrina no le prestaba en verdad gran atención; arregló la casa obedeciendo a un hábito de rutina más que a un propósito, y como el tío pidiera de almorzar, le autorizó para que se tomara la cocina por suya y guisara lo que quisiera, pues ella no probaría más que pan y un poco de lengua fiambre: apetecía los manjares salados. Arreglóselas D. Pito lo mejor que pudo, y en cuanto llenó el buche, salió a avisar al café para que trajeran dos. Este era un regalo de que no podía prescindirse, según él, en día de aflicción, mayormente cuando había con qué pagarlo.

Joven simpática —le decía, mientras tomaba el brebaje negro—, imítame. Ponte siempre en lo peor; calcula que los hombres son de su natural malos, y las mujeres peores, digo, peores no, iguales: que eso que llaman el prójimo es un bicho venenoso. ¿Que te pica? Te rascas; y procura tú picar también, pues el contra—prójimo, esto que llamamos yo mismo, tiene también su venenillo... Para no afligirte nunca, hazte cuenta de que no hay ni puede haber nada bueno en sí. Si algo figura como bueno, es por la virtud del olvido. ¿Y qué hemos de hacer para olvidar? Pues poner el pensamiento a mil millas mar afuera de donde está la penita, y si avistas una embarcación con bandera inglesa, corres, corres a un largo, hasta perderla de vista. ¿Que viene un ciclón? Pues en cuanto te lo anuncie el celaje, te pones a tangentearlo, para que no te coja en el vórtice, porque si te coge, haz cuenta, Carando, de que vas a almorzar con Jesucristo.

Por la tarde salió Dulce, y volvió al anochecer tan desconcertada, que parecía demente. Su tío la reprendió por no querer seguir sus consejos.

—¿Pero no sabe usted —dijo ella respirando con dificultad—, no sabe usted lo que... ha hecho...?

—Alguna maniobra falsa: ¿Y a nosotros qué nos importa? Chica, vámonos mar afuera, porque en puerto no se ven más que gaterías.

—Oiga usted, tío, salí esta tarde... y sin proponerme ir a su casa, fui no sé cómo ni por dónde. Se me figuraba que le había de encontrar en la calle, que hablaríamos, y que hablando hablando se arrepentiría de su mal comportamiento conmigo... Se me metió en la cabeza que así había de pasar, y...

—Y claro, no pasó... ¡Pero qué boba eres! ¿Piensas tú que el Abuelo baja del puente para echarse a dormir, y nos entrega el mando de las cosas que han de pasar en cielo y tierra?... No, las cosas pasan como pasan, y no hay más remedio que jorobarnos, y tomarlas como quieran venir.

—Pues en vez de encontrarme con él, me encontré con D. Braulio, que es buen hombre y tiene compasión de mí.

—Y D. Braulio te propone que le quieras a él para consolarte de la perrada que te ha hecho el amo...

—No, no es eso. Bien sabe D. Braulio que yo soy decente y no hago esas cosas...

—¿Virtudes tenemos? ¡Ay, Dios mío! Deja tú que se te vacíe la carbonera... verás. (Señalando al cofrecillo.) Hija mía, un casco como el tuyo, no puede andar a la vela...

—Lo que me dijo D. Braulio fue que Ángel se ha ido a Toledo, a donde marchó también hace dos días la señorita Leré, para no volver más.

—¿Y eso qué?

—Que Ángel se ha prendado de la capellana, y que no puede vivir sin ella... Me lo dijo también Paula, la pincha de la cocina, a quien yo doy un duro siempre que me la encuentro, para que me cuente lo que ocurre en casa de su amo.

—Y te habrá contado mil mentiras. No hagas caso de marmitonas, que son muy malas.

—Mentira no. Me dijo que el amo estuvo anoche como loco; que daba berridos dentro del cuarto, que al pobre D. Braulio le dijo que si no se le quitaba de delante le mataría, así... Que la santurrona esa le tiene sorbidos los sesos con la religión, y que por las noches se ponían los dos de rodillas, hasta que se quedaban en éxtasis y veían a la Virgen, al Niño Jesús y a toda la corte celestial.

—Mira, eso se lo cuentas a otro, que yo no me trago esas balas...

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Dulce suspirando recio—.¡Que no reventara en Toledo un grandísimo volcán y les hiciera polvo a todos! ¡Valiente religión! Farsa, hipocresía, todo mitos. La tal Leré es loca, o una solemnísima tunanta. Y él... no sé qué pensar de él... Dígase lo que se quiera, esta es una intriga de clérigos y jesuitas para sacarle los cuartos.

—¡Lástima de dinero! —dijo D. Pito suspirando también—. Pero en fin, tú no te aflijas, y déjale que gaste su carbón en misas, si quiere. Busca tu flete por otro lado... Aprende a vivir. En todos los puertos se encuentran cargadores.

Ni una palabra más dijo Dulce. Sombría y ceñuda, sus ojos revelaban con su fijeza la persistencia de la idea clavada en su cerebro. Su mal color se acentuaba, degenerando en tono mate de tierra húmeda. Sus bellas facciones notábanse más enérgicamente apuntadas, más picantes, con esa tendencia a la caricatura, que, contenida dentro de ciertos límites, no resulta mal en el arte. Parecía modelada en barro, mejor dicho, que la estaban modelando, y que poco antes habían andado por su bonita nariz y sus cachetes los dedos del artista. Despeinada y a medio vestir, no hacía mal empaque en su desaliño, antes bien, pelo y ropa completaban con artístico desorden la expresión de duelo siniestro y sin esperanza.

Invitada por su tío A dar un paseo, no quiso ir. Al anochecer, sintiendo muy fuerte la debilidad de estómago, y un irresistible apetito de excitantes, confeccionó el ponche que D. Pito le había enseñado, y se lo tomó, cayendo al instante en sopor dulcísimo. Su mente se mecía en un espacio luminoso, acariciada por ideas risueñas, que revoloteaban cual mariposas; tocándola apenas con sus alas irisadas. Esto le producía descanso cerebral y momentáneos eclipses de la idea fija, que se escondía y se amodorraba como un dolor combatido por fuerte anestésico. A la hora de comer, entró el pobre navegante más trastornado que nunca y le dijo con misterio: «He visto la mar».

—¿Qué... qué? —murmuró Dulce, cuyo estado mental era poco propicio al conocimiento.

—Que he visto la mar... la grande... la salada, la que tiene toda la gracia del mundo. Ha venido esta tarde. ¿No lo crees? Ven y la verás. Hoy es la más alta pleamar del año, marea equinoccial... coeficiente de veinticuatro pies... Pues hallábame yo en el Salón del Prado, cuando sentí un ruido de oleaje... bum, bum... La gente huía, Carando; los coches izaban bandera y apretaban a correr. Miro para abajo ¡yema! y ¿qué creerás que vi? Dos vapores ¡me caso con Holofernes! dos vapores que subían a toda máquina por delante de los Almacenes de Pinturas, digo, del Museo, el uno inglés con matrícula de Cardiff, el otro español, alto de guinda, chimenea roja, la numeral en el mesana y contraseña en el trinquete.

Dulce le miraba con asombro lelo... Ni le daba crédito ni se lo negaba. Sentía en su cerebro cierta obstrucción como la que produciría la ingerencia de un cuerpo extraño.

—Vamos a ver la mar bonita.

—Sí —dijo Dulce levantándose y dejándose caer otra vez en el sillón—. Iremos a verla. Pero necesitamos comer antes.

—¿Comer, comer?... Pero si ya comí. En una taberna me sirvieron un bacalao muy rico que me dio mucha sed, y después... ¡pateta! Puedes comer tú sola.

—No tengo ganas. Debilidad sí.

—Pues mira, rompe un huevo en una copa de coñac... lo revuelves bien. No hay mejor alimento.

—¡Ay, sí!

Hízolo, y lo bebió con delicia.

—Pues la mar vino... —repitió el desdichado capitán, dándose sin cesar golpecitos en la barriga para suspenderse los pantalones—. Si tenía que venir ¡yema bonita! En el Prado quedaban los prácticos esperando que la Comandancia de Marina les mandara salir.

Apremiada por su tío, Dulce se puso una toquilla por la cabeza, y salió sin darse cuenta de nada. Cogiola D. Pito del brazo, bajaron, y por San Mateo dirigiéronse a Santa Bárbara. Noche obscura, fresquecita, poca gente en la calle, los pisos húmedos, tiempo de calima, el gas encendido. A lo lejos, los faroles formaban constelaciones de figuras extrañas. En el alto de Santa Bárbara, D. Pito, olfateando la atmósfera, dijo con desconsuelo: «De aquí no se la ve. Tenemos que ir más a fuera».

En Recoletos, Dulce apenas podía andar. Árboles y edificios subían y bajaban con acompasado movimiento de pesas, como los objetos que se ven desde a bordo en día de marejada. Sentose en un banco, y don Pito, en pie junto a ella, con el hongo encasquetado, el gabán muy ceñido y su cuello postizo de pieles, habría despertado la curiosidad de los transeúntes si por allí los hubiera. Gesticulando desaforadamente, husmeaba el aire y decía: «Va rolando al Oeste, y luego rolará al Sur, recorriendo todo el cuadrante. Pues siento ruido de resaca. Mira, mira los botes que vienen con el pasaje»... Quiso detener un coche simón que iba alquilado. «Atraca, hombre, atraca». Pero el cochero no le hizo caso.

—¡Qué pillería de boteros!... Ven hija de mi corazón; vamos un poquito más abajo. Nos embarcaremos en la machina de Cibeles.

Siguieron andando con la mayor irregularidad. —Nos embarcaremos —dijo Dulce con voz argentina—, y nos iremos a Toledo.

—Toledo, Tole... (Meditando.) ¡Ah! sí, ya sé. A veinte millas al Oeste. Farola de luz verde con destellos blancos cada medio minuto. Entrada mala... mar en cuesta.

—Pero tío... tengo miedo a marearme. Las casas bailan.

—No temas. Es la marejadilla que las sacude un poco. Pero no hay cuidado. Yo te quitaré el mareo con vasitos de bálsamo. Rumbo a Tole. ¿Pero no sería mejor que fuéramos a Nueva York, que está una miajita más allá? Verás qué buen país.

—¿Para qué? A Toledo, y le pegaremos fuego a la catedral cuando estén dentro todos los mitos y los curas predicando.

—Pero chica, (Riendo desaforadamente.) ¿qué te han hecho a ti los curas?

—No hay religión. Todo es farsa, chanchullo.

—Poco a poco... ¡me caso con Santa Bárbara! Yo creo en Dios Omnipotente, en la Virgen del Carmen y en su santísima sobrina la mar.

—Yo no creo... —dijo Dulce—. ¿A qué es creer? Si hubiese Dios, por chico que fuera, no pasarían estas cosas.

—Lo que hay es que con la cháchara nos estamos entreteniendo, y la mar se nos va.

—¿Cómo que se va?

—¿No ves que empieza a bajar la marea? Mira, allí hay un barco que se ha quedado en seco.

—Usted se chifla, tío... ¡Qué cosas se le ocurren! Vamos a Toledo ¿sí o no?

—¿Pero qué se te ha perdido a ti en ese Tole?

—Quiero ir allá, y ver lo que hacen. Tío, yo le aseguro a usted que aquel pecho es de algodón.

—¿De algodón? No te entiendo. Pecho de algodón... balas de algodón.

—Eso es, balas, balas.

—¡Ah! explícate bien: lo que quieres decir es que vamos a Nueva Orleans.

No, a Toledo.

—Entonces quisiste decir balas de mazapán.

—No, culebras, culebras de algodón.

¡Culebras! (Meditando.) Menos diquelo ahora. Te has vuelto muy sabia. Yo lo que te digo es que se nos escapa la mar. No me eches a mí la culpa después, si varamos.

—¿Qué es varar? ¿Pegarle a uno con una vara? ¡Ay qué dolor siento ahora... aquí!

—¿En dónde?

—En el alma.

—¿Y dónde está eso? A ver si hay por aquí un poco de alma. (Mirando el todos lados.)

—¿Qué busca tío?

—Una cantina. Aquí hay una; pero está cerrada.¡Me caso con la cantinera! (Golpeando en un puesto de agua.) ¡Eh! ¿no hay quien despache? Miss, miss... La llamo así, porque esta debe de ser inglesa. Nada chica, no responden. Vámonos, que en esta tierra no se guardan consideraciones al público. Y a todas estas ¡Carandito! ya no tenemos mar.

Dulce no le oía, y fatigada se había sentado otra vez en un banquillo de madera.

—Mañana, mañana —prosiguió D. Pito mirando por entre los árboles—, volverá. ¿Pero qué tienes? ¿Es que te entra sueño? ¿Llanticos otra vez? Niña graciosa, no pienses en ese párvulo, inglés, y dale por ahogado. ¿Sabes lo que debes hacer ahora? Pues enrolarte con uno que traiga las bodegas muy bien estivadas de dinero.

Dulce movió la cabeza, como quien se esfuerza en ahuyentar una pesadilla, y su tío, tirándole del brazo la hizo andar algo más, hasta que vieron la Cibeles, blanca, fantástica, en medio de los árboles secos, destacándose vagamente del gris esmerilado de la atmósfera. Parecía que los leones de mármol trotaban en veloz carrera, y que las ruedas del faetón de la diosa levantaban densa nube de agua pulverizada.

«Vámonos hacia el golfo, que es lo único decente de todo lo que ha inventado Dios; vámonos mar afuera hasta que no veamos puerto ni costa ni nada más que cielo y agua». Pero Dulce no podía seguirle, y cayó en tierra con modorra de plomo. Visiones extrañas en que atropelladamente sucedía lo placentero a lo espeluznante, embargaron su espíritu.

En tanto, D. Pito empezó a ver claro y a tener conciencia de la realidad. Quitose el sombrero para desahogar la cabeza, extendió la mano para ver de dónde venía el viento, inspeccionó con experta mirada todo el espacio que en torno se veía, y al convencerse de que no había mar ni cosa que lo valiera, le acometió una tristeza negra, hondísima, de esas que no consienten ni aun la esperanza de consuelo. Arrancó de su seno un suspiro, que era sin duda de familia de huracanes, por la fuerza del resoplido, y se oprimió con ambas manos el cráneo para hacer abortar una idea... la idea de arrojarse de cabeza en el pilón de la Cibeles.

Madrid.— Abril 1890.

Segunda parte

Capítulo I. Parentela. – Vagancia

I

En efecto, Ángel Guerra tomó el tren de Toledo el 2 de Diciembre por la mañana. Sus primeros pasos en la histórica ciudad fueron vacilantes, sus horas aburridísimas, conforme al estado de indecisión de su voluntad y al cansancio del viaje. Dio con su cuerpo en una de las detestables fondas toledanas, y por la tarde, después de vagar a la aventura de calle en calle, sentándose a ratos en solitaria plazoleta, o persiguiendo el misterio que precedía sus pasos a la vuelta de cada esquina y en la curva de las retorcidas calles, pensó en la obligación de visitar a sus parientes. Sentía el desasosiego, la inapetencia moral que inspira la proximidad de personas con quienes se tiene más parentesco que relaciones amistosas, y de buena gana habría prescindido de la visita.

Conviene repetir que esta parentela se dividía en dos ramas: rica y pobre. La pobre hallábase reducida últimamente a una prima hermana del padre de Guerra, llamada Teresa Pantoja, viuda de un cerero de la calle Ancha. Ángel la había visto algunas veces en Madrid y en su casa, por San Isidro, y conservaba de ella buen recuerdo. Apreciábala mucho doña Sales, que puntualmente recibía de ella, por Navidad, una caja de mazapán y otra de los celebrados bizcochos de Labrador para chocolate; y le correspondía con un mantón de ocho puntas o un corte de vestido. Al enviudar, la doña Teresa suspendió sus excursiones de Mayo a Madrid; pero seguía en amistoso carteo con doña Sales.

Personificaba la parentela rica D. José Suárez de Monegro, a quien Ángel solía llamar por chanza don Suero, persona de buena posición en la ciudad. No pocas veces le había visto también en Madrid en la temporada Isidril, aunque nunca le tuvo de huésped en su casa, pues D. Suero paraba siempre en el Hotel de Embajadores o en Las Cuatro Naciones. Era primo carnal de doña Sales, cuyas fincas rústicas y urbanas de Toledo administraba con escrupulosa honradez, y también tenía parentesco con Braulio, hermano de su esposa, doña María de Rojas. Así como el de Suárez hizo Guerra el Don Suero, de la doña María hizo doña Mayor, mote que le cuadraba admirablemente por rivalizar la buena señora en estatura con los granaderos de Federico el Grande.

De este matrimonio habían nacido tres hijos: Pelayo, que el 85 era oficial de artillería, y dos hembras, la mayor de las cuales se casó a disgusto de los padres con un joven que fue secretario del Gobierno civil de la provincia; la menor permanecía en estado de merecer. A su primo el artillero le conocía Guerra; pero a las dos primas no las había visto desde muy niñas, y por ciertas referencias se las figuraba, ya mujeres, bastante antipáticas. Que D. José Suárez pertenecía al elemento más ilustrado de la ciudad era cosa vulgar de pura sabida, y también era público y notorio que dio la última mano de barniz a su ilustración con la visita que hizo a la Exposición de París del 79. Por dicha de la localidad, casi siempre figuraba en la Diputación Provincial o en el Ayuntamiento, entre aquellos nobles discretos varones a quienes amonesta el autor de la espinela estampada en la escalera de la Casa Consistorial, y en ambas Corporaciones dejaba sentir un año y otro el empuje formidable de su ilustrada iniciativa.

Fatigado de dar vueltas al acaso por el dédalo de calles, sentose Guerra en el escalón de una puerta, en solitaria encrucijada, para meditar en el grave problema de la visita a sus parientes. ¿Por qué rama empezaría? Decidíase al fin por la parentela humilde, y buscó el itinerario de la morada de Teresa Pantoja, preguntando a los pocos transeúntes que encontraba.

Había visitado Toledo bastantes veces, pero por poco tiempo, y siempre con escolta de habitantes de la ciudad que le ahorraban el trabajo de estudiar la inextricable topografía de ésta. Fuera de las vías que conducen de Zocodover a la Catedral, y de la calle Ancha a la de la Plata, no sabía dar un paso sin perderse. Pero preguntando se llega a todas partes, a Roma inclusive, y a la calle del Locum, donde la viuda del cerero vivía.

El mendigo y el cicerone suelen ser allí una sola persona. Los chiquillos pobres, y aún los que no lo parecen, dedícanse también, si al salir de la escuela tropiezan con algún forastero, al oficio de guías por el rompecabezas toledano. Guerra utilizó los servicios de uno de éstos, y pudo llegar a donde quería, rodeando la Catedral, y acometiendo después el empinado y tortuoso callejón que sube desde las inmediaciones de la Posada de la Hermandad hacia San Miguel el Alto, y enlaza también, por otra calleja inverosímil, con San Justo y San Juan de la Penitencia. El madrileño se vio en una plazoleta de tres dobleces, de esas en que los muros de las casas parecen jugar al escondite; pasó a la calle del Cristo de la Calavera que culebrea y se enrosca hasta volver a liarse con la del Locum; vio puertas que no se han abierto en siglo y medio lo menos; balcones o miradores nuevecitos con floridos tiestos; rejas mohosas, cuyo metal se pulveriza en laminillas rojizas; huecos de blanqueado marco, abiertos en el ladrillo obscuro de antiquísima fábrica; vio gatos que se asomaban con timidez a ventanuchos increíbles; labrados aleros, cuya roña ostenta los tonos más calientes de la gama sienosa; de trecho en trecho, azulejos con la figura de la Virgen poniendo la casulla a San Ildefonso, y por fin llegó a una puerta modernizada, que fue el límite de su viaje.

La entrada y patio de la casa de Teresa Pantoja eran de puro tipo toledano, mitad de empedradillo, mitad de baldosín rojo, muy limpio, recién fregoteado; las paredes como acabadas de enlucir; el patio ajardinado con matas de evónymus en arriates o en barriles pintados de verde; y a lo largo del zócalo azulejos descabalados de mil trazas y dibujos distintos, como procedentes de demoliciones de palacios o monasterios, los unos con grotescas figuras, los otros con retazos de cenefa, muchos dejando ver trozos de un paramento decorativo, el cuartel de un escudo, o sílabas de un letrero. Los postes que daban forma claustral a dos lados del patio eran de pino antiquísimo sin pintar, de un caliente tono de yesca, secos y un poco desplomado, sosteniendo con la carcomida zapata las apandadas vigas. Las ventanas altas lucían pintura de un verde agrio, las paredes el blanco cegador del yeso. Concluía la decoración, en un ángulo del patio, brocal de berroqueña, musgoso en la base, reforzado por zunchos de hierro, con su polea pendiente de la horca y un historiado cacharro para extraer el agua.

No tuvo tiempo Guerra de observar bien todas estas cosas porque salió su tía dando voces, y le abrazó en medio del patio, invitándole a entrar en una salita baja, que por lo fría debía de ser la sucursal del Polo Norte. Representaba Teresa cincuenta y cinco años, mujercita de tipo muy de Toledo, ojinegra, corta de estatura, suelta de miembros y de lengua, graciosa y ágil, cara de estas que a cierta edad se curten, y en una vida reposada, metódicamente vulgar y sin afanes, se conservan con cierta dureza reluciente y picoteada como la cáscara de la almendra. Ostentaba completa y sana su dentadura y tenía el pelo casi enteramente blanco. Los agasajos que hizo a su pariente no acababan nunca, ni las memorias tristes y cariñosas que consagró a doña Sales y a la pobrecita Ción. Díjole después que si se proponía pasar una temporada en Toledo huyendo de los trajines de Madrid, debía hospedarse en aquella casa, pues las fondas eran rematadamente malas y bulliciosas, como Ángel había podido observar.

—Aquí estarás como en la Gloria. No hallarás en todo el mundo lugar más sosegado, más silencioso. Hay aquí dos huéspedes... vamos, aunque esto no es casa de huéspedes, tengo dos señores para ayudarme, sacerdotes, personas tan tranquilas, que no se las siente, cada uno en su cuarto, calladitos como en misa. No gasto criadas: yo lo hago todo. Sólo viene aquí una mujer que me lava los suelos y me ayuda durante el día. Te daré mi habitación que es... un verdadero nido de canónigo. Sube y la verás, y yo me pasaré a otra.

A Guerra, en efecto, pareciole aquello el Paraíso; ¡Qué silencio, qué apartamiento, qué paz! Podría creer que un fabuloso hipogrifo le había transportado, en un decir Jesús, a cien mil leguas de Madrid. Aceptó sin vacilar; aquella misma noche trajo de la fonda su equipaje, y se instaló. Su cuarto era un verdadero rincón arqueológico, cuya limpieza y chabacanería ingenua le encantaron; las paredes blanqueadas; en la cómoda panzuda un Niño Jesús de talla, monísimo con témporas de metal y zapatos de tisú, trajecito muy hueco de raso con lentejuelas; las maderas de la ventana pesadísimas, de cuarterones pintados al temple; la vidriera verdosa, con más plomo que vidrio; en la pared un cuadro torcido con estampa manchada de humedad, representando al cardenal Lorenzana, y otro con el célebre Transparente en el momento de ser visitado por los reyes Carlos IV y María Luisa; el piso del baldosín bruñido, cubierto en parte por valenciana estera de las más sencillas; tocador de espejo sobre pivotes, y otras varias rarezas que él no había visto nunca más que en las prenderías. Púsole además su patrona, por si quería escribir, un tintero de Talavera, que debió de prestar servicio a los que redactaron el Fuero Juzgo, con otros objetos cuya aplicación no entendió Guerra, como dos o tres acericos muy lindos colocados allí con un fin puramente ornamental, porque no tenían alfileres.

La cena fue tan clásica como familiar, compuesta de las inmemoriales sopas de ajo, acartonaditas, el huevo, el guisado de carnero y la ensalada, minuta o documento gastronómico que ya no debía de ser nuevo en tiempo del arrianismo. Sirviola Teresa con diligencia y aseo. Los cubiertos traían a la memoria industrias que fenecieron, y las servilletas raspaban poco menos que papel de lija. Pero todo era limpio, inocente, patriarcal, y constituía para el advenedizo un mundo enteramente nuevo. Cenando, conoció a sus dos compañeros de hospedaje, el uno canónigo de la catedral, D. Isidro Palomeque, sexagenario muy corriente y francote, dado a las investigaciones arqueológicas; el otro capellán de las monjas de San Juan de la Penitencia, varón de una timidez inenarrable. Llamábanle D. Tomé; se ruborizaba siempre que tenía que decir algo, por insignificante que fuera, y apenas alzaba del plato sus ojos lánguidos, exentos de toda malicia.

A entrambos les observó Ángel, empezando por Palomeque, rostro muy de paleto, con cejas de guardapolvo, piel curtida, bien cortada nariz, que empezaba en nuez y acababa en tomate, orejas como aventadores, fisonomía vivísima y modales corteses con gravedad, de ese tipo de hidalguía que se va perdiendo como otras muchas cosas. Picando en varios asuntos, dio a conocer el canónigo su temple conciliador y propicio a la amistad, exento de pasión hasta en materias religiosas, carácter que intelectual y moralmente se gozaba en su propia inepcia, en las delicias intermedias y opacas de un presente sin brillantez, pero también sin afanes. Asimismo reveló el buen prebendado, en las breves pláticas de la primera noche, su caudalosa erudición de menudencias y chismes históricos. En cambio, el capellán de monjas parecía mudo. Su cortedad causaba pena. Ángel observó de soslayo aquella cara, al propio tiempo aniñada y decrépita, tan desprovista de expresión varonil, que bien podría pasar, si le pusieran tocas, por cara de mujer.

No durmió Guerra muy bien, porque la paz desvela como el bullicio, y la primera noche de silencio excita a los que vienen del tumulto. Extrañaba la cama, harto menos blanda que las suyas de Madrid; extrañaba el calzado elegante del Niño Jesús, la imagen borrosa de Lorenzana y la inmaculada blancura de las paredes. Durante largo rato atormentó su cerebro caldeado por el insomnio una enfadosa cavilación sobre el uso que tendrían los acericos que en número tan desproporcionado veía en su alcoba. Su imaginación se los reprodujo, y ya no eran tres sino treinta o más los adminículos de aquella clase que por todas partes le cercaban, no ya sin alfileres, sino tan guarnecidos de ellos que parecían puerco—espines acechando su sueño. No apagó la luz hasta muy tarde, y allá de madrugada, durmiendo a pedacitos, oía campanas de diferente timbre, que tocaban a misa. Unas sonaban chillonas, otras graves, con distintas intensidades y tonos, música ondulada según los caprichos del aire, y que a veces se venía encima hasta herir de cerca los oídos del durmiente, a veces se alejaba, dejando sus ecos en las cavidades del sentido. Era como los términos de un lenguaje que se comprende a medias, palabra sí, palabra no, y que por su propia ininteligencia embelesa más el alma, meciéndola entre dos dudas, la duda de que vela y la de que reposa.

II

Al siguiente día, costole trabajo a Guerra decidirse a visitar a D. Suero. Pero la razón fría venció su desgana, y después de comer se encaminó perezosamente a la calle de la Plata, la calle de alcurnia, toda flanqueada por una y otra banda de soberbias puertas que son otros tantos muestrarios de clavos hermosísimos. Lo primero que en el patio se veía era una colección de columnas de mármol, árabes, con bellísimos capiteles, los fustes rotos, sujetos por zunchos de hierro. Estaban arrimados a la pared en buen orden, a estilo de museo, y tal carácter en efecto tenían, pues Suárez, como todo toledano rico, era algo arqueólogo, y habiendo encontrado aquellos magníficos restos al hacer excavaciones en su finca de Azuqueica, los puso ordenadamente en el patio para que pudieran apreciarlos las personas de gusto. Por lo demás, el patio no desdecía del tipo común, sólo que los pilares estaban pintados, el pozo era magnífico, el baldosín y empedrado de lo más fino, y extraordinariamente lujoso el caldero de bronce para sacar agua del aljibe. Los evónymus no faltaban, ni canarios en bonitas jaulas. Pero lo más notable era la caterva de cuadros viejos que en todas las paredes se veían, algunos sin marco, y por lo general malísimos; asuntos de frailes encanijados, Ánimas del Purgatorio imitando el bacalao a la vizcaína, y Vírgenes con basquiña, despojos sin duda de santuarios rurales, que don Suero había ido recogiendo aquí y allí para almacenarlos en la creencia de que eran cosa de mérito. En todas las ciudades donde ha florecido la pintura, como Sevilla, Valencia y Toledo, aparece, tras el espurgo de los siglos y la selección que nutre los museos, esa barredura artística que invade las casas burguesas y se perpetúa en las prenderías.

La casa ofrecía diversos planos y perfiles en su desigual arquitectura. Al llamar a la puerta del zaguán, una criada daba el quién vive desde altísima ventana del patio, y tiraba de una cuerda, franqueando la entrada. El visitante subía por la escalera de peldaños de madera guarnecidos de azulejos, atravesaba pasillos derrengados por los asientos de la antigua fábrica, y para llegar a la sala tenía que volver a bajar, y subir luego dos o tres escalones. La sala ¡ay! ostentaba sillería de seda color de corinto, la cual se daba de bofetadas con pedazos de tapiz y con mueblecitos antiguos de taracea. Las arañas de vidrio de lo más común insultaban con su modernismo insolente la figura severa de un San Pedro Mártir, que si no era del Padre Maino lo parecía. Pero lo más discordante y chillón era una media docena de cromos, con moldurita dorada de a peseta la vara, representando escenas del Derby y todo el matalotaje insípido de las carreras de caballos, traídos de París por D. Suero, como la más fina muestra de sus ilustradas aficiones, y que lucían en la sala junto a las cornucopias procedentes del destruido monasterio de San Miguel de los Ángeles. Pero en estas disonancias no reparaba don José, ansioso de poner su casa a estilo de Madrid; y en sus viajes a la Corte siempre se traía alguna cosa elegante, bien las cortinas de linón rameado, bien la parejita de figuras de bronce alemán, de lo barato, el marquillo de felpa para las fotografías o algún muñeco de biscuit o terracotta, de estos que hacen gracia por lo picantes, sin que faltara el chisme de latón galvanizado con emblemas de caza o pesca rodeando un termómetro, que ni a palos marcaba la temperatura.

Recibió Suárez a su pariente con demostraciones de afecto, en las que pusieron su parte doña Mayor y María Fernanda, la hija soltera. Era el jefe de la familia un señorete de estos que aún dentro de casa, ostentando el gorro de terciopelo engrasado y la americana de desecho, revelan el uso público de las prendas nobles de sociedad. En efecto, no se concebía a D. Suero sin su levita cerrada y su sombrero de copa, partes tan esenciales como el bigote corto de tres colores, la nariz cotorrona y algo torcida, el bastón con puño de plata, todo realzado por una gran pulcritud de la persona, de pies a cabeza. Era una figura que daba respetabilidad al pueblo y al vecindario. Veíasele mucho en la calle, no así a su señora, de tal modo petrificada en las formas y costumbres antiguas, que nunca traspasaba los umbrales, salvo la salidita a misa muy de mañana en San Nicolás, la única iglesia de Toledo, tal vez, absolutamente rasa de interés artístico y de poesía religiosa o legendaria.

Los tres hablaron largamente con Guerra; pero no le ofrecieron la casa para vivir, ni dijeron nada al saber que vivía con Teresa Pantoja. Ni una palabra de los últimos acontecimientos de la vida de Ángel en Madrid, lo que éste agradeció mucho, pues esperaba reticencias y alusiones impertinentes. En resumen, la acogida pareciole de agasajo cortés y un tanto receloso. Doña Mayor era un eco servil de las observaciones ilustradas que a cada instante hacía su esposo, y en cuanto a María Fernanda, Guerra la calificó al primer envite, de enteramente vulgar. Preocupábase mucho de las modas, para ponerse cuanto ringorrango traían los figurines del periódico a que estaba suscrita; al dedillo se sabía las óperas que iban echando en el Real de Madrid, y lamentaba que Toledo no tuviera la animación correspondiente a capital de tanto señorío. De físico no andaba mal la niña, sin ofrecer nada extraordinario, finita, mal color, ojos bellos, mixtura de damisela de cortijo que se hace su propia ropa y tiene las manos bastas, y de costurerita de corte que sabe mil suertes y toques de agradar. Viéndola y escuchándola, Guerra se convenció de que nunca sería la tal prima santo de su devoción.

Don Suero se condolía de lo triste que ha de ser para un madrileño la vida toledana. «Y eso que Toledo, con la Academia, no es conocido. La plaza está bien surtida. Casi todos los días vienen ostras.

—Y los pescados finos nunca faltan —apuntó doña Mayor.

—Este invierno —dijo la niña—, que siempre cuidaba, con noble patriotismo, de ensalzar la población, vamos a tener compañía seria de zarzuela. La que tuvimos este verano no daba más que mamarrachos, pero ahora nos anuncian Las Campanas de Carrión y El Reloj de Lucerna.

—Nuestro vecindario —observó D. Suero—, no ayuda a los artistas, y si no fuera por los chicos de la Academia, esto sería un cementerio. Hay muy poca sociedad, y son contadísimas las casas donde se reúnen tres personas por la noche a jugar al tresillo... A los hombres les tienen todo el día en el Casino, hechos unos vagos, y las señoras siempre en casa. Por no salir, no van ni a las funciones de la Catedral.

Aseguró que una de las causas de la tradicional desanimación era la estructura laberíntica y huraña de la ciudad, compuesta exclusivamente de cuestas, callejones y pasadizos, sin salida fácil a la Vega. Él había trabajado lo indecible en el Ayuntamiento por decidir a éste a una reforma radical, derribando media ciudad y reconstruyéndola, con arreglo a las modernas pautas de la urbanización. «Yo he viajado, hijo, yo he estado en París, y sé lo que son poblaciones. Vivimos en un nido de águilas, y la vida moderna no cabe aquí. Dicen que no hay medio de regular este ciempiés, y yo respondo que una voluntad de hierro todo lo facilita. Respetando los grandes monumentos, Catedral, Alcázar, San Juan y poco más, debemos meter la piqueta por todas partes, y luego alinear, alinear bien. Vengan bonitas fachadas, vías amplias, con árboles, kioskos y candelabros de gas. Pero me canso de predicar en desierto, y cada día está la población más horrible. ¡Figúrate tú qué hermoso sería aislar completamente la Catedral, ensanchar la calle del Comercio y poner un tranvía de punta a punta! Lo que falta es dinero, dinero, dinero. Con él se podrían restaurar los buenos edificios, con arreglo a lo que dictaminaran las Academias y cuerpos facultativos, declarar la guerra al gusto barroco, demoler murallas y puertas, pues con el producto de la piedra sillería que en ellas hay, levantaríamos de nueva planta un palacio de hierro para exposiciones de caldos y otros productos agrícolas. Di tú que aquí no hay iniciativa para nada, que este es un pueblo apático, y lo mismo le da pitos que flautas. No sabes lo que he trabajado por que se establezca aquí un buen Ateneo, donde se den veladas y conferencias, y se lean bonitos versos, para que los jóvenes se vayan ilustrando. Pues no señor; háblales de levantar una nueva Plaza de Toros, pero de Ateneo no les hables, porque se quedarán en ayunas».

A Guerra se le sentaba en la boca del estómago la ilustración de su tío, el cual, metiendo también baza en política, dijo que si hubiera en España patriotismo, todos los hombres notables debían unirse para formar un solo partido, que gobernaría sin mirar más que al interés de la nación, subiendo los aranceles y bajando las contribuciones. «Pero no tengas cuidado, que no lo harán. Mientras riñen por el turrón, el extranjero se apodera de nuestra riqueza y nos explota. Y no prosperaremos, créelo, hasta que no hagan lo que digo, unirse todos, todos, desde el carlista al republicano».

Todo el tiempo que pudo aguantó Ángel la matraca que sus tres parientes le dieron, hasta que apurada su paciencia, se despidió, prometiendo ir a comer el día que le designaran. Acompañole el propio don Suero, que quiso prolongar la jaqueca al través de las calles, y lo primero que hizo el buen señor fue mostrarle las reparaciones últimamente hechas en la casa bajo su dirección. La fachada plateresca era de las más típicas de Toledo; mas para evitar el descascarado de la piedra, habían dado una mano de pintura color perla a toda la fábrica, y otra de blanco a los escudos, imitando mármol. Sobre la magnífica puerta armaron un cierto mirador de pino, imitando nogal, que parecía obra del mismo demonio por lo fea y profana; las rejas quedaron de negro, mostrando las persianas verdes tras su labor airosa, y los clavos de la puerta, estupenda obra de herrería, que figuraban cuatro conchas unidas en cruz, desaparecían bajo una capa de pintura imitando bronce. Satisfecho estaba D. Suero de su restauración, y Guerra, disimulando la antipatía que el buen señor le inspiraba, no tuvo más remedio que elogiar aquellos horrores. Brindose después el eximio toledano a enseñarle lo más notable de la ciudad, acompañado de un entendido arqueólogo; pero Guerra esquivó el ofrecimiento con toda la cortesía posible. Le enfadaban los admiradores furibundos, los sabios prolijos que quieren hacer notar mil insignificantes pormenores, los que se embelesan delante de una piedra o ladrillo roñoso, que maldita la gracia que tiene.

—Bueno, pues vete por ahí, y registra bien la Catedral y demás cosas de mérito. Después que te hayas hartado de antigüedad, te llevaré a ver la Diputación, donde hemos hecho obras de suma importancia. Verás también los dos Casinos, que son notables, pero muy notables, bien decorados, con espejos, cortinas de terciopelo, unas arañas para petróleo que se han traído de Bayona, directamente, y dos o tres soberbias alfombras de fieltro. En fin, que está muy bien, y verás que, aunque pasito a paso, algo se va adelantando.

Despidiéronse al fin junto a la Catedral, y al verse libre de su ilustrado pariente, Ángel ¡ay! respiró como si despertara de una pesadilla.

III

Faltábale la visita a Leré, objeto principal de su viaje; mas un sentimiento de delicadeza dictábale la idea de aplazarla, porque habiéndole precedido la joven toledana tan sólo dos días, parecería que le acosaba. Determinó, pues, esperar, saboreando en tanto el gustillo de considerarse próximo a ella, de suponerla tras este o el otro muro, o de creer que momentos antes, había pasado por las calles que él recorría. Porque su ocupación única, en los días primeros, fue vagar y dar vueltas, recreándose en el olor de santidad artística, religiosa y nobiliaria que de aquellos vetustos ladrillos se desprende; su placer mayor perderse sin guía ni plano, jugando con el ovillo revuelto de las calles. De noche, el misterio y la poesía resaltaban más que a la luz del sol. Las puertas erizadas de clavos, la desigualdad infinita de planos, rasantes y huecos, las fachadas con innumerables dobleces, las rejas, las imágenes dentro de alambrera y con lamparilla, los desfiladeros angostos, entre muros que se quieren juntar, los cobertizos y travesías empinadas, la soledad, la sombra distribuida en masas caprichosas, avivaban más en el espíritu del vagabundo la impresión de leyenda dramática o de histórico lirismo. En sus primeras caminatas, la planimetría de la ciudad érale desconocida; pero pasando y revolviéndose de Norte a Sur y de Levante a Poniente, empezó a orientarse, fijó los grupos de edificios más visibles, las torres y cúpulas, y de este modo pudo dominar el sentido de las calles, y entenderlas como signos de endiablada escritura, que se va comprendiendo después de pasar por ella los ojos una y otra vez. Sale ahora este vocablo, después aquel; se despeja parte de una cláusula, luego se trasluce una frase íntegra, hasta que interpretados con cálculo y paciencia los espacios intermedios, llégase a leer de corrido todo el conjunto de garabatos.

Las excursiones nocturnas dejábanle con ganas de ver a la luz del día lo traslucido entre las sombras de la noche. «¿Qué serán estos muros altísimos? —se preguntaba—. Esta vertiente espantosa ¿a qué abismos conduce?». Y levantándose muy temprano, se lanzaba de nuevo a su exploración vagabunda. Las campanas de los conventos y parroquias llamando a misas tempranas producíanle una emoción suave que no lograba definir. No era que a él le entrasen ganas de oír misa, pero le encantaba la impresión fresca y estimulante del madrugar, y miraba con simpatía a las pobres mujeres que arrebujadas y carraspeando se metían en las iglesias. Allá se colaba también él, movido del dilettantismo artístico y de cierta curiosidad religiosa, ligeramente estimulada por pruritos de vida espiritual. Las iglesias de los conventos de monjas le ofrecían singular encanto, y siempre que abiertas las hallaba, a primera hora, se metía dentro. De este modo multitud de misas pasaban por delante de sus ojos todas las mañanas. Comúnmente, una sola persona o dos cuando más, fuera del cura y monaguillo, se veían en el templo, alguna vieja que entraba rezando entre dientes, algún anciano catarroso con trazas de mendigo. Lo que más le enamoraba era el sentimiento de reposo, de convalecencia, de tranquilidad interior que aquellos recintos monjiles tenían en sí. El fresco matinal resultaba placentero en aquella cavidad hospitalaria, en la dureza del banco lustrado por el tiempo, o de rodillas sobre el ruedo de esparto. Y de tal modo le iban gustando las iglesias de monjas, que vista una quiso verlas todas, y poco a poco, esta quiero, esta no quiero, visitó Santo Domingo el Antiguo, las Capuchinas, Santo Domingo el Real, las Claras, San Clemente, San Pablo, etc., y allí permanecía hasta que le echaba el sacristán, entre siete y ocho. Si el cura no estaba en el altar, recorría la iglesia con estudiada compostura buscando Grecos, que eran su delicia, examinando altares barrocos, Cristos con melena y Vírgenes de cerquillo, investigando siempre lo raro, lo artístico, lo sentido, que en medio de mil vulgaridades suele encontrarse allí dónde un poderoso sentimiento ha engendrado tantas y tan diversas formas. Durante la Misa se sentaba o se arrodillaba con fingida devoción, echando miradas furtivas a la verja del coro, por la cual se traslucían, bañadas en luz azulada y misteriosa, las siluetas blanquinegras de las esposas del Señor.

Allí dejaba correr el pensamiento por el campo sin fin de la Historia, de la Filosofía, y aun por el secano de la Economía política, encontrándose en su propia mente con mil ideas contradictorias. Mirando las cosas desde cierta altura, envidiaba la existencia apacible, sublimemente egoísta de aquellas buenas señoras desligadas del mundo, sin familia, pensando sólo en su salvación y cultivándola con una vida de sobriedad, abstinencias y privaciones, en cuyo fondo, al liquidar la cuenta de afanes y goces, resulta quizás un regalo y bienestar profundísimos. Cuando la misa concluía, acercábase a la reja y de cerca las contemplaba, admirándose de que ellas no se asustaran ni parecieran hacerle caso. «Esta monja que aquí cerca veo —decía—, ¿quién será? ¿Cómo se llamaría en el mundo? ¿Por qué entró aquí?» Oíalas rezar, y aquel murmuro dulce que, en el conjunto de veinte o más voces, sonaba con ondulaciones perezosas como si el aire a desgana lo transmitiera, le penetraba hasta el alma dándole cierto escalofrío placentero.

Al fin de la visita, se entretenía viendo al sacristán apagar las luces, recoger las velas, los vasos sagrados, las ropas del cura, y pasarlo todo al coro por medio de un cajón como los de las cómodas, que una monja recibía por la parte interior de la verja. Veía cómo las señoras se retiraban hacia dentro, dejando vacío el coro, lo mismo que la iglesia, pues el único individuo que había oído misa se marchaba, persignándose, envuelto en su capa. Guerra salía también, no sin dar propina al sacristán, el cual le tomaba por extranjero que iba a la husma de algún brocado antiguo para el comercio de bric—à—brac.

Pero nunca le había dado por coleccionar trapos ni cachivaches. Lo que hacía era recrearse en la inmensa riqueza artística, que obscuramente y sin que nadie lo eche de ver atesoran aquellas casas de recogimiento. En unas observaba la fábrica hermosa, del severo estilo del Greco, en otras las enmiendas y superfetaciones de los siglos, empeñados en desmentirse unos a otros; aquí la insulsez de la piel académica dejando ver por intersticios la oreja mudéjar, el plateresco que lleno de savia se abre paso entre restos góticos.

Un día de fiesta, encontrose en San Clemente con misa cantada y solemne función. Mayor encanto que los demás monasterios de señoras tenía para él el de monjas Bernardas de San Clemente, porque allí se había educado Leré, allí pasó parte de su infancia, y allí le inspiró el Cielo la divina ciencia con que había trastornado el seso de su amo. La aristocrática iglesia resplandecía con enorme profusión de cera encendida, colgadas las paredes de soberbios damascos, los altares vestidos de gala. La concurrencia escasísima, pues apenas constaba de tres o cuatro mujeres y un viejo, hacía más interesante el acto. Oficiaba un solo cura, y las monjas respondían a su canto, acompañadas del órgano, con plañidero sonsonete, que a Guerra le hacía muchísima gracia. En la iglesia y en lo que del coro se veía notábase lo que en el mundo se llama distinción, un no sé qué de nobleza no afectada y de esplendor mate, como el de los metales de ley, cuando el tiempo les hace perder el antipático brillo de fábrica. Ángel se acercó a la reja del coro, y vio en la sillería lateral de la izquierda una figura gallardísima, descollando entre el grupo de monjas. Era la abadesa, que empuñaba báculo como el de un obispo, adornado, para que resultase femenino, con magnífico lazo de ancha cinta de seda blanca como la nieve. Imposible pintar lo guapa que estaba aquella señora con su hábito blanco y negro de pliegues amplísimos, y lo bien que le caía la toca con el pico en la frente. Era dama hermosa; ya algo madura, de airoso continente, sin que su hermosura y gracia quitaran nada al tono episcopal que le daban su colocación en la silla mayor, el báculo y el aspecto de subordinación de sus compañeras.

Embebecido Guerra ante semejante espectáculo, consideraba cuánto más bonito era aquello que una función de gala en el Real o que una recepción palatina. No quitaba los ojos de la abadesa, y ésta no parecía enojada de su mirar impertinente. Por el contrario, notó Ángel que, al levantarse después de humillar su frente sobre el libro de rezos, se arreglaba el borde de la toca con mano de mujer, mano delicada y flexible que parece que tiene ojos. La señora aquella pareciole a Guerra tan digna como elegante, toda majestad, y no se cansaba de contemplarla, atisbando también a las otras monjas entre las cuales las había de variados tipos, viejas y jóvenes, pálidas todas, de mirar indiferente. La idea de que todas ellas debían de conocer a Leré se las hacía más interesantes. Cuando por guardar las conveniencias miraba al altar, sus ojos se deslumbraban con la custodia que parecía un sol, oro puro, brillo de piedras preciosas, destellos vívidos, en los cuales algo había de lenguaje misterioso, como el de las estrellas que chispean en el fondo del cielo obscuro. Prefería mirar hacia el interior del coro, porque la custodia le encandilaba, imponiéndole cierto respeto que él creía supersticioso, y el cura oficiante le resultaba bastante antipático, con su rostro de salvaje y su vozarrón destemplado y becerril.

Al introducir de nuevo su investigadora mirada en el coro, vio una cosa que antes, fijándose sólo en la elegante abadesa, no había visto. Era una Virgen de tamaño casi natural, con estupenda corona de las llamadas imperiales, pectoral y broches guarnecidos de pedrería, vestido riquísimo de tisú de oro y seda carmesí, recamado de aljófar. Alzábase la hermosa imagen en un trono portátil frontero a la silla de la abadesa, con andas de chapa de plata, y flores magníficas de plata y tul rosa. Cirios de transparente cera labrada con picos mil la alumbraban, reflejándose en la pintura del rostro, el cual era de lo más agraciado, de lo más simpático (si tal calificativo cabe) que es posible imaginar. ¡Aquella Virgen hermosísima era sin duda la que hablaba con Leré en éxtasis, diciéndole las cosas que ésta refería con tanta ingenuidad! Los ojos de la efigie brillantes como luceros miraban a la abadesa, y la abadesa, atenta a su libro, leía y releía murmurando las cláusulas con ritmo de canto llano. Después cantaron alternando las voces: la abadesa decía un versículo y respondían las otras. Terminada la misa, los cantos y rezos siguieron largo espacio dentro del coro, hasta que vio Guerra que unas monjas que parecían acólitas incensaban a la Virgen... Entonces reparó que ésta tenía Niño, y que el Niño ostentaba escarpines de oro acabados en punta. Por fin las monjas cargaron la imagen, arrimando el hombro a los plateados palos de las andas, y se la llevaron en lenta procesión, en dos filas, la abadesa detrás marcando el paso con su báculo, asistida de media docena de ellas, que debían de ser las más ancianas, y la comunidad se filtró cantando por una puerta que al claustro sin duda conducía.

Sacó a Guerra de su abstracción una desentonada voz, que le dijo casi al oído estas palabras: «Caballero, quiere usted ver dos bandejitas de plata repujada y un porta—paz cincelado, del siglo XVII, legítimo, obra preciosa?... Se dan baratos».

Quien le hablaba era un hombre no muy viejo, pero sin dientes, mal vestido, con andrajosa capa, el cual poco antes se había sentado en el banco junto a él.

—Gracias —replicó Ángel—. No soy anticuario.

Y se marchó, porque el sacristán repicaba con el manojo de llaves. Todo el resto del día estuvo saboreando la impresión de lo que había visto y oído, la elegante abadesa, la custodia como un sol, la Virgen bonita, amiga de Leré, los artísticos ornatos de la iglesia, tapices y cornucopias, el misterioso ámbito del coro, el canto desmayado y nasal de las monjas, y por la tarde no pudo resistir a la tentación de volver allá. Pero la iglesia estaba cerrada, y su puerta vieja, roñosa y musgosa, era como la de un panteón donde hace mucho tiempo que no se entierra a nadie. Recorrió la calle mirando la tapia inmensa, llana, desesperante, en la cual se pierde el gracioso pórtico de Berruguete, como joya engarzada en infinita capa de paño pardo. Ni un alma pasaba por allí, ni gato ni perro ni mosca, ni ser viviente alguno. Embebecido en aquella soledad, miraba la tapia y se decía: «¿Qué estará haciendo ahora la abadesa guapa? Y las demás monjas, ¿qué harán? Estarán comiendo. ¿Y qué comen?... ¿qué dicen, qué piensan? Cuando duermen, ¿qué soñarán?»

IV

Leré vivía con sus tíos y con el padre Mancebo en un barrio laberíntico, entre el Pozo Amargo y la parroquia de San Andrés. Dos o tres veces pasó Guerra por allí sin atreverse a entrar: rondaba su ilusión, temiendo ahuyentarla si se lanzaba derechamente hacia ella. Decidido al fin una mañana a preguntar por su antigua criada, hizo tiempo hasta que llegase la hora oportuna, y después de examinar por dentro y por fuera la interesante iglesia de San Andrés, se sentó en el altozano que frente a la parroquia domina todo el Sur y parte del Oriente de la ciudad, y contempló la perspectiva de techumbres, de tan variados planos y con tal diversidad de ángulos y cortes, que parece que todo ello se mueve como un oleaje, flotando arriba la mole del Alcázar y no lejos de ella la torre mudéjar de San Miguel el Alto. El cielo azul da más vigor al tono de los tejados, que parecen esteras viejas o superficies duras y arrugadas como la cáscara de nuez. Sin saber por qué, a Guerra se le figuraba que el mismo aspecto debía de tener Samarcanda, la corte del Tamerlán. No le resultaba aquello ciudad del Occidente europeo, sino más bien de regiones y edades remotísimas, costra calcárea de una sociedad totalmente apartada de la nuestra por sus extrañas nociones de la propiedad y de la geometría. Llegada la hora que estimó conveniente, se precipitó por el callejón de los Muertos, agarrándose al muro. ¡Qué confusión de lo noble y lo villano! En las gruesas estribaciones de la parroquia, vio los escudos de los Rojas, morrión por arriba, losanges y cascabeles por abajo, y entre los miembros rotos de fabricas que fueron magníficas, casuchas miserables, puertas increíbles, rejas gastadas que semejaban palos de canela, paredes hendidas y tabiques de ladrillo que se sostenían de milagro. Atravesó una plazoleta de la cual se salía por angosta hendidura que apenas daba paso a un hombre, y en la cual se veían oquedades siniestras, inhabitadas, donde las telarañas, sobre la madera color de yesca y matizadas por el sol, remedan la lividez mate del veludillo que ha perdido el pelo. Encontrose en un crucero donde jugaban chiquillos, y les preguntó por la vivienda que buscaba. «Por aquí se entra —le dijo uno—, señalando una puerta grande, como de mesón o taller de carretería». Sobre su clave dislocada veíase un precioso azulejo con el letrero Capilla de cantores, indicando la pertenencia de la finca antes de la desamortización.

La puerta aquella daba a un patio plantado, de raquíticos árboles. A la derecha vio Ángel una construcción con aspecto de taller, y examinando su interior desde la puerta, vio una cavidad negra, con suelo como de herrería, las vigas del techo ahumadas, y en el fondo algo como restos de fraguas, hornos o cosa tal. Pero el destino presente debía de ser el de almacén o depósito de Estancadas, porque Guerra vio multitud de cajas en montones a un lado y otro. Una mujer andrajosa, encinta y con un chico en brazos, le salió al encuentro, tomándole por extranjero rebuscón o arqueólogo, y le dijo con satisfacción toledana: «Sí señó, aquí, aquí jué donde se coció el metal de la campanona grande. Pase si quiere».

—Gracias. ¿Me podría usted decir dónde vive el padre Mancebo?

—¿Don Paco? ¡Ah! sí que tal. Por aquí pasan Roque y la Justina cuando vién de arrriba. Pero la puerta grande la tién por el Plegaero.

—Volveré por la calle.

—No que tal. Pase, ya que está aquí, y vederá esto. Muchos extranjeros que lo veden, se quedan asmados.

Franqueada una puerta, que más bien parecía gatera, y salvados dos o tres escalones, encontrose Guerra en un aposento cuadrado. Como pasase por él sin fijarse, deseando salir pronto de tal laberinto, la mujer le llamó la atención señalando al techo: «¿Pero qué, no mira esto que dicen es de lo güeno que hijieron los moros?»

En efecto, Ángel vio un techo magnífico, de ensamblaje, sostenido por arábigo friso, cuya graciosa alharaca se apreciaba muy bien bajo la mano de cal que la cubría.

—Muy bonito. ¡Lástima de arquitectura! ¿Y qué es esto?

—Mi casa, que tal.

Dos camastros, una cuna, cómoda y cuatro banquetas derrengadas eran el ajuar de la extraña pieza.

—Pues por esto, y aquel otro camarín donde está la cocina; y que también tié techo moro, pago veintiséis riales al mes, que es un irror de carestía.

—¿Y de qué vive usted?

—El mi marío es ciego y vende to el papelorio de Madril. ¿No le ha uyido busté vocear por las calles? Yo, si a mano viene, hago buñuelos. ¡Pero con tanta familia...! Ya vede busté; ca año por Navidá, criatura.

¿Siempre por Pascuas? ¡Qué puntualidades se usan en esta tierra! (Dándole limosna.) A ver, lléveme pronto a la casa del Sr. Mancebo.

Tres escaloncitos más, un corralón triangular donde hormigueaban chiquillos y mujeres pobres, que se peinaban al sol; un pasadizo, otra puerta árabe apuntalada, y por último, un patio más decente con pozo, tiestos de matas sin hoja, empedrado musgoso y lleno de verdín, y una artesa de lavar. Aquel espacio, al cual se entraba desde la calle del Plegadero por un derrengado portalón, servía de atrio común a dos o tres viviendas de aspecto relativamente decoroso. Por la puerta de una de ellas salió una mujer cuarentona y obesa, morena, desbaratada de cuerpo, vestida de trapillo, con las mangas arremangadas. Era Justina. Después de saludarla, preguntole Guerra por Leré, dando a ésta su verdadero nombre, y ella, con cierta indecisión y desconfianza, como temerosa de decir la verdad, le respondió que su sobrina estaba haciendo ejercicios en la casa provisional de las Hermanitas del Socorro, junto al Tránsito, y que no vendría tal vez en dos o tres semanas.

Cuatro chiquillos babosos y llorones se colgaron a las faldas de Justina, que tuvo que sacudírselos para poder andar.

—¿Y el beneficiado Mancebo?

—¿Mi tío? En las Claverías le tiene usted, lo mismo que mi marido. Hoy volverán tarde, porque hay obra en el Claustro alto y en la capilla de San Nicolás, y el señor Cardenal les ha dicho que tienen que acabarle todo antes de las funciones de Pascua.

—Usted no me conoce —le dijo Guerra, añadiendo su nombre. Al oírlo, se disipó la desconfianza de la buena mujer, y deshaciéndose en cumplidos y finuras hizo pasar al visitante a una salita baja, en la cual vio éste un espectáculo singularísimo, quedándose indeciso un buen rato entre el horror y la sorpresa. Sobre mesilla no muy alta veíanse unas piernas arrolladas formando ruedo, y más parecidas a tentáculos de pulpo que a extremidades de persona, y en el centro de aquello, una humana cabeza del tamaño común en el adulto con las facciones perfectamente conformadas. El mirar, aunque de idiota, no carecía de expresión dulce, fijándose con persistencia en el desconocido que le contemplaba. Cabellos lacios cubrían algunas partes de su cráneo, y en su cara crecían pelos ásperos y larguiruchos, que por lo escasos se podían contar. Después de mirar mucho a Guerra, la cabeza se irguió dejando ver un cuello raquítico y un busto enteco, del cual pendían brazos flácidos y como sin hueso, al modo de las piernas. Colgábale del cuello una especie de blusa o más bien funda verde, de tartán, único vestido que cubría el cuerpo de tan desgraciado y monstruoso ser.

—Es el hermano de Lorenza —indicó Justina—. No le tema usted. Es que se altera un poco cuando ve personas desconocidas.

El fenómeno le enseñó los dientes, produciendo con la lengua un castañeteo semejante al canto de la perdiz. Después gruñó un poco, recobrando su primitiva postura, la cabeza en el centro de aquel informe revoltijo de carne, sin apartar de Guerra la mirada, con expresión de perro que vigila.

Ángel sintió escalofríos, un instintivo miedo o repugnancia que no sabía dominar, y salió otra vez al patio, donde se encontraba mejor que en la sala. Justina le sacó una silla para que se sentara, repitiendo la cantinela de antes. «Muchos días ha de tardar la niña en volver acá. Pero no es seguro; puede venir cuando menos se piense, porque no ha tomado el hábito, ni lo tomará hasta que acabe los ejercicios».

Los chiquillos, pegados a las faldas de su madre, que apenas moverse podía con tal impedimenta, miraban con asombrados ojos al forastero. A las preguntas de éste sobre la extensión de su prole, contestó Justina entre risueña y quejumbrosa que le vivían siete, y que por estar su marido imposibilitado a causa de una caída, se veía y se deseaba para mantenerlos. Gracias a la protección del tío, iba defendiendo el rebaño. Su marido era carpintero, un hombre como pocos, muy sentado y sin vicio ninguno; pero inútil o poco menos para el trabajo, y sus ganancias se reducían al corto estipendio que el beneficiado le agenciaba en la Obra y Fábrica.

Llegaron en esto de la escuela los dos hijos mayores, pobremente trajeados, pero bien apañaditos, cargados de libros sucios y de cartera y pizarra. Besaron la mano a su madre, que les presentó al visitante, encareciéndole lo malos que eran, sobre todo el mayorcillo, de ojos ratoniles, vivo como la pimienta y muy salado de facciones. Mientras la madre y el más pequeño se internaban en la casa, el chicuelo mayor se familiarizó con Ángel, quien le hizo mil preguntas, sacando en substancia que era monaguillo de la Catedral, pero que estaba de baja por algún tiempo para ir a la escuela. Llamábase Ildefonso; su precocidad y agudeza encantaban a Guerra, que le tuvo por amigo desde el primer cuarto de hora de trato. Bastó que le alentara un poco para verle hacer mil monerías, verbigracia, imitar el paso claudicante y la voz insegura del señor Cardenal, y otras chuscadas. Justina salió con una gran cesta; era la comida del marido, que trabajaba en las Claverías, y se la dio al muchacho para que pronto la llevase. «Y cuidado como te entretienes a jugar por el camino».

Guerra creyó que era importunidad permanecer allí, y se despidió, saliendo tras el chico con quien fue de parla por toda la calle del Pozo Amargo. Por él supo que Leré y sus tíos estaban de puntas, porque éstos no querían que fuese monja, ni que hiciera ejercicio con las señoras aquellas del Socorro, que eran, al decir del rapaz, unas grandes correntonas. Ildefonso hacía lo posible por llegar tarde a la Catedral, pues le era muy grata la compañía de aquel caballero; a lo mejor ponía en el suelo la cesta y sobre ella se sentaba aceptando y encendiendo un pitillo ofrecido por Ángel. Mas éste le daba prisa, y por fin llegó al término de su corto viaje, desapareciendo por la puerta del claustro, donde el amigo le despidió con una pesetica, prometiendo ambos volverse a ver, y estimarse y prestarse auxilio en cuanto se les ofreciera.

V

Su primera excursión después de esta visita frustrada fue hacia la Judería, con objeto de estudiar el camino que Leré debía recorrer para ir desde el Tránsito a su casa, el cual no podía ser otro que la escalerilla de San Cristóbal, la plazuela del Juego de Pelota y Santa Isabel. En la Judería melancólica, toda ruinas, miseria y soledad, paseó mañana y tarde, esperando ver salir a la mística joven de alguna de aquellas casas por cuyos rincones parece que anda rondando aún, entre murciélagos, el ánima empecatada del marqués de Villena. De día, cansado de contemplar los caserones inmediatos al Tránsito (y ya sabía por su amigo Ildefonso el que ocupaban las señoras del Socorro), asomábase al pretil que por aquella parte sirve de miradero sobre el río, y se olvidaba del tiempo, del mundo y de sí mismo, contemplando, como en las nieblas de un ensueño, las riberas pedregosas, los formidables cantiles que sirven de caja a la tumultuosa y turbia corriente. Por su cauce de piedra, el Tajo se escurre furioso, enrojecido por las arcillas que arrastra, con murmullo que impone pavura, y haciéndose todo espuma con los encontronazos que da en los ángulos de su camino, en los derruidos machones de puentes que fueron, en los mogotes de las aceñas que él mismo destruyó mordiéndolas siglo tras siglo, y en las chinitas de mil quintales que le ha tirado el monte para hacerle rabiar. Enfrente, los Cigarrales.

«¡Ah! —pensaba Guerra, mirando en la orilla frontera las fincas de un verde tétrico, con el suelo salteado de azuladas peñas y de almendros y olivos que a lo lejos parecen matas—. Yo también tengo mi cigarral, y debe de estar por ahí. No he puesto los pies en él más que una vez, de niño. ¡Y cuánto me gusta ese paisaje severo, que expresa la idea de meditación, de quietud, propicia a las florescencias del espíritu! Allí ¡maldita sea mi suerte! me pasaría yo una temporadita con Leré... si ella quisiera».

A lo mejor se le aparecía el amigo Ildefonso, unas veces solo, otras acompañado de alguno de sus hermanillos. No ignoraba el muy tuno dónde había de encontrarle ni lo bien que se le recibiría, pues Ángel sentía hacia él viva inclinación y ganas de protegerle, cultivando su precoz inteligencia. Además, el primillo de Leré le encantaba porque creía ver en él un misterioso parecido con Ción. No consistía seguramente en semejanza de facciones, sino en cierta fraternidad o parentesco espiritual, como aire de raza que, según Ángel, se revelaba en el mirar, en la inquietud graciosa y en el lenguaje desenvuelto. A veces se le figuraba que el alma de Ción se asomaba a los ojos del monaguillo, y al observarlo o creerlo así, creíase también capaz de llegar a sentir por él un cariño inmenso.

Señor, ¿no sabe? —le decía Ildefonso—. Tío Paco pregunta todos los días a mi madre si no ha vuelto usted, y esta mañana dijo que si supiera donde vive le visitaría.

—Y tu prima Lorenza, sin aparecer, ¿verdad?

—A casa no va. Está ahí (Señalando a las casas próximas al Tránsito.) Oiga, señor. ¿No sabe lo que dijo mi padre anoche? Que usted es muy rico, y que su casa de Madrid la tiene toda llena de dinero.

—Hombre, no. No creas tales patrañas.

—Y, dijo que usted quiso casarse con Lorenza, y ella se negó, porque la llama la religión, y qué sé yo qué. Vaya que es boba de veras... ¿No sabe? pues a mi prima no le gusta el dinero, y cree que el ser rico es una cosa muy mala. ¡Si será simple...!

—¿Y a ti te gusta el dinero?

—¡A mí sí... caray! (Con mirada ansiosa, lengüeteándose los labios.) ¿El dinero? Cosa rica. ¡Quién tuviera mucho!

—¿Y qué quieres tú ser? ¿A qué te aplicas? ¿Qué oficio o qué carrera te agrada más?

—Yo quiero ser cadete. (Echando lumbre por los ojos.)

—¿Cadete?

—Sí señor. Cadete toda la vida, hasta que me muera.

—Bien, hombre, bien. ¿Y no sientes inclinación a ningún oficio?

—¿Oficios?... (Con mirada despreciativa.) Déjeme usted de oficios. ¡Buenos están! Dice mi padre que en estos tiempos de ahora hay que ser o señorito o nada, quiere decirse, pobre de los que piden limosna. Los oficios, ¿qué dan? miseria. ¡Antes sí, cuando la catedral era rica...! El padre de mi padre fue también carpintero, y sólo por armar el Monumento le daban no sé cuántos miles de miles de riales.

—Bueno, hombre, bueno. Y de vivir tanto tiempo entre canónigos, cantando con ellos y ayudándoles al culto, ¿no te han entrado aficiones eclesiásticas? ¿No querrías ser cura?

—¿Clérigo yo...? ¡Vamos, hombre, déjeme a mí de clérigos... caray! (Excitándose.) Lo que le he dicho: o cadete o nada.

—¿Y no se te ha ocurrido, teniendo siempre delante de los ojos estos grandes monumentos, aprender el arte de construirlos?

Llevándole un poco hacia Occidente, después de darle un pitillo, le mostró los muros ennegrecidos de San Juan de los Reyes, custodiados por heraldos con las mazas al hombro, y la imponente fábrica del puente de San Martín.

«Mira eso, Ildefonso, y reflexiona. Desde que abriste los ojos estás viendo la Catedral, el Alcázar, y tantísima maravilla. ¿No se te ha ocurrido igualar a los autores de ellas, haciendo tú otras semejantes? ¿No se te ha ocurrido ser arquitecto...?

—¿Hacer casas, iglesias y torres? (Fumando gallardamente.) ¡Que las hagan los albañiles, que para eso están, caray! Déjeme usted a mí de torres y de esas bromas. Yo cadete, y nada más que cadete.

—Bueno, hombre, serás militar, si te portas bien, y estudias.

Con estos y otros coloquios engañaba Ángel su fastidio. Comúnmente tenía que despedir a Ildefonso y mandarle a su casa para que los padres no le riñeran. Por lo demás, la misteriosa y jamás abierta casa de las Hermanitas del Socorro, situada en la subida de los Alamillos, detrás de las ruinas del Palacio de Villena, no le daba ninguna luz ni le sacaba de tan enfadosa situación expectante. Lo único que pudo ver fue algunas parejas de beatas callejeras, como las que por todas partes se encuentran en Madrid, las cuales entraban o salían por una puerta mezquina. Nunca vio Guerra fachada más estúpidamente muda, sorda y ciega. Pero a pesar de la inutilidad de sus acechos, no se determinaba a matar su tristeza en lugares más populosos y alegres que la Judería, porque de tanto andar por barrios solitarios su alma se había hecho a la contemplación de la vida pasada, al amor de las ruinas, y al punzante interés de lo misterioso y desconocido. De tal modo le apasionaban las edades muertas, que se determinó en él una atroz aversión del gárrulo bullicio de la vida contemporánea, y cuando en sus paseos se aproximaba a la calle del Comercio, huía de ella con verdadero sobresalto, metiéndose por los callejones transversales, que en cuatro zancadas nuevamente a la soledad le conducían. Los carteles del teatro en las esquinas causábanle disgusto, y el oír vocear periódicos en las callejuelas le atacaba los nervios. Llegaba a creer que el eco repetía con sarcástico acento, en las revueltas sepulcrales de algunos barrios, los títulos exóticos de la prensa moderna, y que la ola de vida no podía reventar allí sin producir profanación y escándalo.

No encontrando a Leré donde creía deber encontrarla, la buscó por otras partes, junto a San Clemente, por el toque instintivo de asociar lo presente con lo pasado. En esto de los encuentros perseguidos o casuales, el Acaso descompone con muchísima gracia los cálculos todos de la previsión humana, pues siempre resultan los tales encuentros en lugar y coyuntura que nunca el rondador imaginaba. Y así sucedió en aquel caso, pues una tarde que Guerra iba por las Cuatro Calles, hallándose su mente distraída casualmente de Leré y de cuanto con ella se relacionara... ¡pataplum, Leré! Esto pasa, esto le ha pasado a todo el mundo. ¡Y es el hombre tan tonto que no sabe fiar a la caprichosa lotería del Acaso los encuentros, y se empeña en buscarlos con vana y pueril lógica!

Pues señor, cruzaba Guerra, y vio que salían, de una tienda de ropas dos hermanas del Socorro acompañadas de Leré, que llevaba un lío de compras. Ambos se sorprendieron, y en el primer momento no supieron qué decir. Ángel la detuvo sin hacer caso de las dos hermanas, y ella le saludó sin turbarse, con aquella bendita serenidad a prueba de sorpresas y emociones.

«Ya sé que estuvo usted en casa. ¿Seguirá muchos días aquí? Supongo que lo verá todo. Mire, en la Catedral mi tío puede servirle de guía y enseñarle cosas que no se pueden ver sino por recomendación, el tesoro, el relicario, las ropas, los subterráneos, las alhajas y el manto de la Virgen.

Contestó Guerra con cuatro frases de ordenanza, y le pidió una entrevista. Dijo Leré que por el momento no podía ser, pues estaba sirviendo en el Socorro; pero que pensaba volver otra temporada al lado de su tía, y entonces podría verla y hablarle todo lo que quisiera.

No pasó nada más, ni podía prolongarse la conversación delante de las religiosas, que ya parecían un poquito escandalizadas. Separáronse, y él se fue tan alegre, porque sólo el verla y las cuatro palabras cambiadas de prisa y corriendo pareciéronle un triunfo. Y ¡cosa extraña! aquel encuentro sin consecuencias ni explicaciones, le impulsó a sumergirse más en la soledad. Al día siguiente, huroneando en las iglesias, maravillose de sorprender en sí tentaciones vagas de poner alguna mayor atención en el culto, casi, casi de practicarlo, y de cavilar en ello, buscando como una comunicación honda y clandestina con el mundo ultra sensible. Admitía ya cierta fe provisional, una especie de veremos, un por si acaso, que ya era suficiente estímulo para que viese con respeto cosas que antes le hacían reír. Por de pronto reconocía que en el mundo de nuestras ideas hay zonas desconocidas, no exploradas, que a lo mejor se abren, convidando a lanzarse por ellas; caminos obscuros que se aclaran de improviso; atlántidas que, cuando menos se piensa, conducen a continentes nunca vistos antes ni siquiera soñados.

El medio ambiente se proyectaba con irresistible energía dentro de él por la diafanidad de su complexión mental. El mundo antiguo, embellecido por el arte, le conquistaba y le absorbía hasta el punto de infundirle amor hacia cosas que antes le parecían falsas, y, lo que es más raro, falsas le parecían aún. Ignoraba si aquel prurito suyo de probar las dulzuras de la piedad obedecía a un fenómeno de emoción estética o de emoción religiosa, y sin meterse en análisis, aceptábalo como un bien. En esto ocurrió la entrevista con el padre Mancebo, tío de Leré, que fue a visitarle y no le encontró en casa. La misma tarde quiso Ángel pagar la visita, teniendo el gusto de conocer a un sujeto que había de sorprenderle como las mayores rarezas toledanas.

Capítulo II. Tío Providencia

I

Contaba D. Francisco Mancebo sus años por los del siglo, quitando una decena, y se conservaba muy terne y espigado para su edad, hecho un puro cartón, los ojos vivaces y algo picarescos, la piel dura y a trechos enrojecida por sarpullos crónicos; bastante aguzado de morros y con buena dentadura, que solía mostrar como indicio cierto de su excelente salud; pobre de pelo, si rico en lunares y berrugas de diferentes tamaños, que salpicadas con cierta gracia decoraban su nariz, frente y barbilla. Había conocido cinco cardenales, D. Luis de Borbón, Inguanzo, Bonell y Orbe, el padre Cirilo, y Moreno, y desde muy niño estuvo al servicio de la Iglesia Primada. Era bien criado y atento con todo el mundo; algo cascarrabias en la Catedral cuando sus inferiores le apuraban la paciencia; fumador de cigarros apestosos que hacía él mismo picando colillas; narrador entretenido de historias capitulares y cronista de todas las fundaciones que afectaban al personal de la Santa Iglesia Primada; infatigable y celoso en sus obligaciones; descuidado en el vestir, pues su sotana con visos de ala de mosca, algo babeada por la parte del pecho y engrasada en el cuello, revelaba una economía próxima a la sordidez.

Sus historiales podrían trazarse en cuatro líneas. Niño de coro en 1822, cuando aún vivía el cardenal de Borbón: sacristán sirviente y salmista hasta la edad de treinta años: en 1840, órdenes, y al poco tiempo capellanía de coro, que en 1851 fue suprimida por el concordato: sacristán mayor de la capilla general o de Santiago en 1843, y luego beneficiado por propuesta del señor Bonell y Orbe: en 1860, auxiliar contador en la oficina de Obra y Fábrica, donde continuaba y continuaría hasta su muerte. En todo este larguísimo espacio de vida no dejó de ir un solo día a la Catedral, ni jamás guardó cama por enfermo, ni supo nunca lo que son médicos y botica. El único achaque que le mortificaba era la gradual pérdida de la vista. A veces, ya por exceso en el trabajo, ya por efecto de algún berrinche que cogía, se le inflamaban los ojos, y le escocían y le lloraban, viéndose obligado a usar unas gafas de antiguo estilo, con montura de plata y cuatro cristales azules, dos ante los ojos y los otros en las sienes, adefesio que ya no se ve más que en los escribanos y memorialistas de sainete. Otro rasgo: nunca había salido de Toledo, pues por no viajar, ni en las Madriles puso nunca su planta, calzada con zapato de paño sin hebillas ni ningún otro toque de elegancia clerical.

Cuando llegó Ángel a la calle del Plegadero, estaba D. Francisco en la puerta del patio, hablando con unas vecinas, y no necesitó el madrileño decir su nombre, pues lo mismo fue verle el clérigo que irse derecho a él risueño y afectuoso.

«¡Ave María Purísima! Es usted el retrato vivo de su abuelo Gumersindo Guerra. Los dos hijos de éste

fueron compañeros míos en el coro de la Catedral, y muy amigos, pero muy amigos, sobre todo Perico José. Vaya, vaya, pues no habrá llovido nada desde entonces... Me parece que estoy viendo a Gumersindo, cuando venía con las mulas a la Posada de la Sangre... Porteaba los diezmos de toda la parte de Illescas y Torrijos... Pero... ¿le molesta a usted oírme recordar que su abuelo trabajaba en la arriería?

—No señor... A buena parte viene usted.

—Cabal... En estos tiempos tan democráticos, ¿quién se fija en...? Ya no hay orígenes, ni más ejecutorias que el por cuanto vos contribuisteis... También conocí mucho al padre de doña Sales, D. Bruno Zacarías de Monegro, que compró el solar de San Miguel de los Ángeles, cuando lo vendieron como bienes nacionales, y el cigarral de Guadalupe, una de las donaciones de los Téllez de Meneses para dotar las misas que los racioneros debíamos decir en la capilla del Sepulcro... Bueno, señor. Su abuelo materno de usted me quería, vaya si me quería; pero cuando casó con la niña mayor de D. José Rojas, se atiesó un poco... No es decir que no fuéramos amigos; pero si nos encontrábamos, «adiós Paco, adiós Bruno», y nada más. Con que, si usted quiere, amigo D. Ángel, subiremos a mi madriguera, y hablaremos allí todo lo que nos dé la real gana...

Aunque D. Francisco no acabase los párrafos con un chiste, les ponía siempre por contera una risilla más o menos larga y picada, según los casos. Dirigiéronse, pues, a una habitación del piso alto, la mejor de la casa, con ventana al patio, amueblada con ascética modestia y sin cosa alguna que visos tuviese de antigüedad artística. Un duro sofá de paja con dos cojines, en el cual D. Francisco echaba la siesta; mesa camilla sin faldones ni brasero; armario que más bien parecía mueble de oficina; la cartilla de la diócesis colgada de un clavo, dos o tres perchas; cómoda de taracea estropeadísima, sobre la cual se veía una caja de cartón que guardaba la teja número uno; pelados ruedos y felpudos calvos tapando el baldosín, y en el fondo puerta de cristales verdosos y mal emplomados, por la cual se veía la cama de Mancebo cubierta con colcha de pedacitos de percal, eran lo más notable en aquel aposento desnudo, frío y triste.

«Bueno, señor... ¿Y qué? ¿ha ido usted ya por la Catedral? ¡Ah! ya no es esto ni sombra de lo que fue.

—Así es el mundo —le dijo Guerra, por decir algo—. Mudanzas y transformaciones, que no hay más remedio que aceptar. Tras de unos tiempos vienen otros...

—Cabal, y tras de otros, otros, siempre a peor, a peor. Dígamelo usted a mí, que conocí la Obra y Fábrica con cuarenta y pico mil ducados de renta, y ahora... nos vemos y nos deseamos para atender al culto con los cien mil y pico de reales indecentes que dedica el Gobierno a la Catedral Primada. Yo me acuerdo de aquella contaduría en que se guardaba el dinero en espuertas, y había temporadas en que el receptor tenía que tomar tres o cuatro ayudantes sólo para contar. La Mitra cobraba entonces de sus bienes cinco milloncejos, que se gastaban en obras, en fundaciones, en fomentar las artes y los oficios. Con esto y con las rentas de la Obra y Fábrica, que del pueblo salían y al pueblo tornaban, Toledo era el comedero universal. Comían el pintor y el estofador, comían albañiles y arquitectos, el tallista y el cerrajero, comíamos en fin todos los que llevamos sotana, pues en la Catedral había dotación para treinta y seis mil misas de año a año, y siguiendo la escala de alto abajo, comía toda la grey de Dios. Pero nos desamortizaron... y ¡zapa! ahora no come nadie, porque dígame usted a mí si con veintiún reales diarios que nos dan a los que fuimos capellanes de coro y ahora somos beneficiados, se puede vivir decentemente; y ya no hay ni ayudas de costa, ni gratificaciones, como antes. En cambio vengan descuentos, cédula de vecindad, comisión del habilitado, y el dichoso sellito para el recibo, que es lo más salado del mundo. Créame usted: quien vio en esta Catedral aquellas funciones de seis capas, cuando teníamos catorce dignidades, y éramos entre todos en el coro unos ciento sesenta; quien alcanzó aquellas magnificencias, digo, no puede menos de echarse a llorar al ver el corto personal del culto de hoy, y la miseria con que se le retribuye.

—Si, sí... ¡Es triste, muy triste...! —dijo Guerra, queriendo recortar aquel tema, que ya empezaba a ser fastidioso.

—¡Y tan triste...! Pues, a lo que iba: dije que con veintiún reales y unos cuartos no se pueden hacer maravillas. Pague usted casa, coma, vístase con decencia, y mantenga a este familión, que si no fuera por uno... Porque el pobre Roque no trabaja sino por temporadas; en la Catedral cuando hay alguna compostura; en la cajería del mazapán en su tiempo... y rara vez en ataúdes, pues este es pueblo de corta mortandad. En fin, que hay meses, Sr. D. Ángel, que

llega el veinte o veinticinco, y ya me tiene usted más limpio que una patena... Pero contento siempre, eso sí. Gracias a este pobre clérigo, no falta en casa el puchero con todos sus requilorios, ni el cabrito asado en ciertos días, ni el bacalao de rúbrica en tiempo de vigilia, ni el bollo de a cuarto para los niños, et reliqua... Que se ofrece algo de ropa de nueva... al tío... Que hay que echar medias suelas a Ildefonso... al tío. Que la escuela, que el quintalito de carbón, que el garbanzo al por mayor, que la caja de cerillas, que el paquete del picado para Roque... al tío. Que un poquito de estera para tiempo de heladas... al tío. Y en cuanto al fenómeno, no vaya usted a creer que no consume, pues su cazuela de patatas y su pan de pueblo de a dos libras no hay quien se lo quite. Pero contentos, eso sí, y pidiéndole a Dios que no vengan peores. Gracias que Roque es un pedazo de pan. Él ni taberna; él ni juego; él ni comilonas con los amigos, ni trasnochadas; él ni presunciones para vestirse, pues con la misma capita que llevaba hace quince años cuando se casó, le tiene usted ahora... Pero es hombre muy para poco, y ¿quién si yo no existiera se cuidaría del porvenir de los chicos? Ildefonso, que es muy agudo, se trae el sábado a casa, cuando tiene semana en la Catedral, sus diez o doce reales. Mas yo no quiero que vaya sino en las festividades y vacaciones para que adelante en la escuela. Me ha dicho el maestro que tiene meollo ese niño, y pienso meterle en el Instituto para que se nos haga sabio, como éstos a la violeta que salen ahora de debajo de las piedras. El segundo como más tímido, es que ni pintado para la carrera eclesiástica; pero va tan de capa caída

el oficio éste, amigo D. Ángel, que vale más ser picapedrero que sacerdote, porque majando piedra veo que llegan muchos a contratistas y se hartan de dinero, mientras que el clérigo, aunque llegue a canónigo, lo comido por lo servido, y todavía les parece mucho lo que nos dan, y nos llaman sanguijuelas de la Nación... Pues a lo que iba: fíjese usted en que son siete los sobrinos que habrá que colocar, todos varones: en eso hay que alabar a Justina, porque si se nos descuelga con siete hembras, ¡Dios nos asista! No hay más remedio que aplicarles a distintos oficios, según vayan creciendo, porque ¿quién piensa en carreras? Siete carreras, ¡zapa! imposible. Pues espérese usted un poco; hay otra boquita más que también chupa. Me refiero a Sabas, el hermanito de Lorenza, que estudia para pianista y compositor allá en Bruselas, estupendo muchacho, sí señor. La pensión que le dan es tan corta, que el pobre tío no tiene más remedio que mandarle en ciertas épocas del año, ya los diez duritos para que se compre un abrigo, ya la media onza para papeles de música... Pero no me importa. Yo contento, con tal que todos vivan y se vayan criando.

Ángel alababa la bondad del buen clérigo, Providencia de la familia; pero deseando abreviar, abordó el asunto que principalmente le interesaba. Como don Francisco rabiara también por hablar de Lorenza, aprovechó la primera coyuntura presentada por el otro, y salió con gran calor y verbosidad por este registro:

«No me hable usted de esa chica... que me está dando unos disgustos... ¡Cuidado que ella es buena, y si hay mujeres de pasta de ángeles en el mundo, Lorenza es una. La hemos querido y la queremos con idolatría, porque se lo merece, la verdad es que se lo merece. Ya desde que era tamaña así, mostrose inclinada a lo de arriba; pero yo pensé, cuando por mediación de Braulio y de las señoras de Talanque la mandamos a Madrid, que allá se le abatirían esos humos. Figúrese usted mi sorpresa cuando leo la última carta de Braulio y ¡zapa!... Que Lorenza viene para acá con ánimo de entrar en esas órdenes modernísimas de hermanas correntonas, que andan de calle en plaza, pidiendo y refistoleando, metiéndose y sacándose por todas partes... Le diré a usted en confianza que estas órdenes que nos han mandado de extranjis me cargan. Yo soy clérigo de cuño antiguo; me ha criado a sus pechos la alma ecclesia toletana, toda severidad y grandeza, y no estoy por esta novedad de las monjas públicas. ¿Que se quiere vida religiosa? Pues ahí están nuestras órdenes venerandas, ahí las Bernardas del Real San Clemente, ahí las Dominicas del Real y del Antiguo, las Franciscas de Santa Isabel, también Reales, las de San Juan de la Penitencia, ahí las Benitas y Jerónimas monjas de fuste, reclusas y bien trincadas dentro de los hierros, observando bien su regla y rezando noche y día por tantísimo pecador como hay. Allí todo es nobleza, recogimiento y verdadera devoción. Luego, da gusto, créalo usted, cuando se ofrece tratar con alguna señora de estas en el locutorio, ver la compostura y la decencia de ellas, y el habla acompasada, y el mirar caído al suelo... en fin, que no me hablen a mí de religiosas que no sean las de mi lugar... Pero éstas que yo llamo del zancajo, éstas que nos ha traído el ferrocarril, y que hablan francés o un castellano gangoso, echando las sílabas por la nariz y arrastrando las erres, quítemelas usted de delante, que no las puedo ver. Siempre que vienen a pedirme dinero ¡zapa! les digo que no estoy en casa, y no me sacan un maravedí así se vuelvan locas. ¿Para qué quieren los cuartos? Dicen que para recoger ancianos y asistir enfermos. Ello será: no digo que no, ni quiero hacer juicios temerarios. Admito que recojan viejos babosos y les cuiden, que asistan a los enfermos y les aguanten sus porquerías. Bueno: pues con todo eso, a mí no me gustan, qué quiere usted que le diga; que no me gustan, vamos... Pues sí señor, me da la gana de que no me gusten, y me salgo con la mía... Total, que siguen no gustándome... ji, ji, ji... (Larga y picada risilla.)

II

Pues, a lo que iba —prosiguió el gracioso clérigo cuando acabó de reír—: tales son las órdenes de que la niña se ha ido a enamorar. Ya que hablo con usted en toda confianza, (Arrimando más su silla al sofá en que Ángel se sentaba.) le diré todo mi pensamiento: yo no quiero que Lorenza sea monja, ni de estas ni de aquellas, ni de las entrometidas, ni de las históricas; no quiero verla ni entre las del zancajo al aire, ni entre las del tocinito del cielo y los huevos hilados. Por la situación en que va a quedar esta familia cuando yo me muera, quisiera yo que mi sobrina se casara... ¡Pero es más terca...! Háblele usted de hombres, y como si le hablara del Diablo. Nada, que no se parece en nada a las demás muchachas. Se empeña en que este siglo ha de tener santos y santas, y yo le digo que no hay más que ferroscarriles, telégrafos, sellos móviles, y demonios coronados. Pues, sí, crea usted que no le faltarían buenos partidos, ¡zapa! Es chica muy bien educada, sabedora, fina, despabilada para el trabajo, y si me apuran, hasta bonita, porque aquel defectillo de los ojos temblones, más que defecto viene a ser una gracia. Tal creo yo.

—Sí, gracia es —dijo Guerra entusiasmándose—. Tengo a Lorenza por una muchacha de extraordinario mérito en todo y por todo.

—¡Pero más terca...! ¡María Santísima qué tesón de niña! Antes de que fuera allá, quise meterla en las Doncellas Nobles. ¿Pues creerá usted que salió con la tecla de que ella no quería nobleza, sino villanía, de que no quería bienestar, sino pobreza? «Pero hija —le digo yo—, los tiempos han cambiado. Los malditos pronunciamientos primero y el Concordato, que acabó de partirnos, han trastornado el mundo. Ahora, hay que aplicarse a defender el materialismo de la existencia, porque los demás a eso van, y no es cosa de quedarse uno en medio del arroyo mirando a las estrellas. Pobres somos todos, sí, pero tenemos que vivir, y cuidar de que los demás vivan. El Concordato le ha hecho a uno práctico, como dicen que son los ingleses, y nos ha enseñado a mirar por el triste maravedí. Antes, cuando había aquellas pingües rentas eclesiásticas, daba gusto morirse de hambre dentro de un claustro, y disciplinarse y quedarse en los huesos, porque se lo agradecían a uno, y le canonizaban, y le encendían velas, y le adoraban. Pero ahora... te mueres en olor de santidad, y nadie te dice nada, y a nadie se le ocurrirá poner canilla tuya o muela en un relicario, para que la besen las devotas».

Ángel se reía, encantado de oír al buen Mancebo. «Pero, a lo que iba, Sr. D. Ángel; oigame usted lo principal: he dicho que no faltaran buenos partidos a la niña. Pues tengo lo menos tres para que ella escoja. Pero simplifiquemos: me fijo sólo en uno, en el mejor, en el de mis preferencias, Sr. D. Ángel. Verá usted: hay un chico, hijo de Gaspar Illán, el de la tienda de comestibles de la calle de la Obra Prima, esquina a las Tornerías, ahí junto a la plaza de las Verduras, el cual es de lo más excelente que usted puede figurarse, bien plantado, sin ningún vicio, ni más defecto que ser un poco bizco; pero esto no importa. Pues el ángel de Dios, en cuanto vio a Lorenza, recién venida de Madrid, se prendó de ella como un galán de comedia. En fin, que al día siguiente me dijo: «Don Francisco, si ella quiere, me ahorco». El padre consiente; y no vaya usted a creer que es un pelagatos, pues se le calcula un capital sano de más de cuarenta mil duros. La lonja esa tiene un despacho tremendo, y por la mañana, a la hora en que empieza el mercado, el copeo deja un dineral. Con que áteme usted cabos: Gaspar Illán es viudo, achacoso, y no tiene más hijo que Pepito; de modo que Lorenza sería dueña de todo aquel trajín... ¡Qué gloria, y qué...! (Frotándose las manos.) Vamos, le pegaría, porque sepa usted que, cuando se lo dije, me hizo fú. ¡Si estará transtornada...! ¡Cómo ha de ser! (Suspiro y pausa.) Si yo lograra casarla con Pepe, ya podría morirme tranquilo; la familia quedaría amparada, Justina descansando, y los chicos podrían seguir carrera. El uno militar, el otro ingeniero, y los demás según la inclinación que sacaran. Me vuelvo loco pensando en el desvarío de mi sobrina, a quien le ponen en la mano la fortuna y la tira por la ventana. Por eso me alegré al saber que estaba usted en Toledo, y cuando me dijeron que había estado en esta su casa y deseaba verme, me alegré más, y me dije: «A ver si entre ese buen señor, que tanto se interesa por ella, y yo, discurrimos algo para quitarle a esa niña de la cabeza sus chiquilladas monjiles, porque son chiquilladas nada más.

—Pues me tiene usted a su disposición. Yo también deseo que Lorenza, a quien en casa llamamos Leré porque así la nombraba mi niña, varíe de inclinación. Discurra, pues, invente cualquier ardid, si ardid fuere preciso, y téngame por su colaborador resuelto.

—Veremos... lo pensaré —dijo Mancebo con toda la picardía del mundo y toda la trastienda de sacristía, haciendo con el dedo índice un gancho, dentro del cual metió la nariz—. Pero antes...

Detúvose meditando, como si buscara la fórmula precisa para poder decir algo muy delicado. «Antes... ¡Zapa! no sé cómo expresarme. Dispénseme: tengo que hablarle de un asunto que... Prométame no enfadarse, si me expreso mal, porque no tengo, ni a cien leguas, intención de ofenderle.

—¿Qué será esto? —dijo Guerra para sí, comprendiendo que se las había, con un viejo muy zorro y muy ladino.

—Pues verá usted. Aquí hablamos como hombres que conocemos este mundo amargo y lleno de obscuridades, como hombres que no se asustan ya de nada.

—Explíquese usted pronto.

—Mis proyectos de colocar a la niña... ¿cómo lo diré?... pues mis proyectos tropiezan con una dificultad que proviene del Sr. Guerra.

—¡De mí!

—Repito que esto es delicadillo. ¡Pero allá va! Pues... pues... cuando la niña vino de Madrid, se corrieron voces... ¿cómo lo diré?

—¡Ah, ya!... que no la perdonó la calumnia. Naturalmente, si ella no tuviera mérito, no la mordería la envidia.

—Yo no sé si será envidia o qué será, y apelo a su caballerosidad para que me saque de esta duda. Por que es el caso que aquí llegaron, no sé cómo, sin duda por chismorreos de la servidumbre baja de usted, ciertos cuentos... disparates, ¿eh?... Que si usted tenía que ver o no tenía que ver con Lorenza, y hasta se dijo; miren que es gana de enredar, hasta se dijo que... su amo quiso casarse con ella. Lo peor fue que estas fábulas llegaron a donde no debían llegar nunca, a las orejas castas de aquel bendito muchacho, el cual se me presentó dos días hace, todo asustadico y... verá usted: «D. Francisco, me han dicho esto, esto y esto, y la verdad, ya varía la cosa, y hay que mirar porque francamente...» Yo me enfadé, o hice que me enfadaba. Pero acá para entre los dos, amigo D. Ángel... como he visto tanto mundo, tanto engaño, tanto que parecía blanco y luego resultaba negro... vamos, que no puedo echar de mí cierto gusanillo, y este gusanillo, usted mismo, como persona verídica, es quien me lo va a quitar, hablándome de hombre a hombre, con toda franqueza, como se podría hablar entre amigos de una misma edad que la han corrido juntos.

Guerra le salió al encuentro, indignado, y trabajo le costó reprimir su enojo. Sentía la mengua arrojada sobre el limpio nombre de su amiga más que si a él mismo se le arrojara, y de buena gana le habría calentado las orejas al presbítero por haberlas abierto a tales malicias, pero se contuvo, y no hizo mas que negar en la forma más rotunda y clara de la dignidad, cuidándose poco de que Mancebo creyera o no sus declaraciones. Mas en cuanto éste las oyó, levantose entusiasmado y se puso a dar voces: «¿No lo decía yo? El corazón me lo daba. Si no podía ser, no podía ser. Y aquel mequetrefe empeñado en que la chica no es de recibo... ¿Lo ves, tonto, lo ves? Los muchachos del día juzgáis a los demás por vosotros mismos, que vivís llenos de malas ideas. (Volviéndose a Guerra.) Gracias, Sr. D. Ángel, gracias. Me quita usted un peso de encima. Ahora ese pisaverde mal pensado no tendrá que poner tachas a la misma pureza. No veo la hora de cogerle por mi cuenta para ponerle la cara como un pavo, y decirle: «Pillo, lo ves, ¿lo ves? ¿te convences? ¡Si no te la mereces! Pobre como es ella, vale más que tú con todo el dinero que tu padre ha ganado en la tienda, aguando el vino, dándonos tocino americano por extremeño, pensando mal y midiendo peor». Bien, muy bien, estoy contento.

Se paró ante Guerra, recapacitando, con el dedo índice en la punta de la nariz.

«Pues esta certidumbre es una gran conquista, una buena parte de terreno ganado, y que nos pertenece. Ahora...».

Ahora —observó Guerra, que no participaba de los optimismos del beneficiado—, falta lo principal, que Leré quiera... secularizarse, y en este punto me ha de permitir usted un poquillo de vanidad, a saber, que lo que yo no pude conseguir, no es fácil que lo logre el chico de la tienda.

—También es verdad; pero quién sabe si... —dijo Mancebo sobándose la barba y examinando el suelo—. Porque también se ha de observar que la diferencia de clases era, en el caso de usted, un impedimento para que mujer tan juiciosa y honesta resbalara. Con que aquí se trata de matrimonio con un igual lo que varía de especie, señor don Ángel.

—Puede ser que acierte usted; (Descorazonado.) pero yo lo dudo mucho.

—¡Virgen del Sagrario, si lo consiguiéramos...! (Cruzando las manos.) Esta familia amparada para siempre... los chicos en disposición de seguir una carrera... y yo... porque también hay que mirar por uno mismo... yo, disfrutando de una tranquila senectud.

—Todos esos bienes me parecen a mí algo ilusorios, al menos por el camino ese de casar a Leré. Crea usted que morder un bronce y masticarlo es más fácil que ablandar o torcer su carácter. Es de la cantera de las grandes figuras históricas que han dejado algo tras sí, los fundadores, los conquistadores...

—Veremos, veremos... ¡Ay! yo he visto tantas torres caer, tantos muros seculares romperse en mil pedazos, que siempre que miro algo fuerte y sólido, espero, espero, y digo: «ya caerás». Los que hemos conocido esta Iglesia Primada en todo su esplendor, que parecía eterno e indestructible, y la vemos hoy reducida a la pobreza humillante de un noble lleno de pergaminos y sin una peseta, creemos poco en esos caracteres de peña dura. Antes sí los había, ya lo creo... pero la Desamortización y el Concordato acabaron con ellos. Los tiempos estos son de medianía, de transición y de acomodarse a lo que viene. Cada tiempo hace sus personas, señor mío, y sus personajes, y pensar que ahora ha de haber fundadores y conquistadores, es como si quisiéramos hacer pasar el Tajo por encima de la torre de la Catedral... En fin, Dios dirá.

Mientras esto decía, oyeron la voz de Leré en el patio, hablando con Justina y los chicos. Guerra llamó sobre esto la atención de D. Francisco, el cual, abriendo la ventana, gritó: «Buena pieza, sube, que tienes aquí una visita».

III

Subió Leré con un racimo de chiquillos pegado a las faldas, ávidos de catar lo que en un envoltorio traía. Al entrar en la pobre estancia del clérigo, saludó a Guerra con la mayor naturalidad, como si fuera cosa corriente verle allí todos los días.

—Siéntate, mujer —le dijo su tío—, y descansa esos huesos que destinas a ser guardados en urna de cristal, con lacitos y flores de trapo, para que los besuqueen las beatas y te los llenen de babas. ¿Qué tal de santidad? ¿Te tratan bien las señoras esas de extranjis?

—Pero si no son extranjeras, tío —dijo Leré con bondad regañona—. Si son tan españolas como usted y como yo.

—Tú dirás lo que quieras; pero las dos con quienes ibas el otro día me olieron a gabachas, descendientes de aquellos pícaros intrusos que nos quemaron el claustro de San Juan de los Reyes. Y una te decía: Loguenza, vamos a guezar el gosario.

¡Con cuánta fruición celebró, riendo el buen Mancebo su propio chiste!

—¡Bah, qué cosas tiene usted!

—¿Y qué tal te tratan? —le dijo Guerra—.

—Bien —indicó el clérigo—. A ésta la encanta todo ese ajetreo espiritual: fregar suelos, barrer, guisar y lavar, y perseguir las telarañas y demás porquerías como si fueran los enemigos del alma.

La lucha entablada entre Leré y los sobrinillos, porque éstos querían entrar a saco el pañuelo que cogido por las cuatro puntas traía, terminó al fin con la embestida y toma de la tal plaza, y la distribución atropellada de las nueces en él contenidas. Pero Leré defendió con tesón unos bollos o mantecadas, ofreciendo repartirlos con equidad.

—Aquí estábamos hablando —dijo el cura—, de esas órdenes públicas. ¿A qué os dedicáis vosotras las del Socorro, a cuidar ancianos o criaturas? Dígolo porque en tu propia casa tendrías materia larga en que emplear tu caridad. Para viejos chochos, aquí está este ciudadano con un pie en la sepultura, y para niños, me parece a mí que nuestra nidada no es de despreciar.

—Sí, pero éstos no son huérfanos, ni usted es pobre de solemnidad.

—¡De solemnidad! Dime, ¿en qué consiste que un pobre sea o no solemne? ¿Qué solemnidades has visto en esta casa?

—Tío, bien sabe usted lo que quiero decir... Lo que resultará siempre es que yo no perjudico a nadie con mi inclinación, pues a nadie hago falta.

—Pues este señor me ha dicho que desde que te viniste de Madrid anda su casa desgobernada.

Guerra no había dicho tal cosa; pero apoyó la mentira, que encerraba una gran verdad.

«Y dice también que por su gusto habríaste quedado para siempre allí, dueña de todo, vamos, como directora o superintendenta de todo, y que al fin, quizás...

Comprendiendo que se resbalaba, Mancebo echó un pie atrás.

«Porque este señor te aprecia, conoce tu mérito, y opina, como yo, que bien podrías hacer la felicidad de un hombre honrado».

—Déjeme usted a mí de felicidades de hombres honrados —replicó Leré, echándose a reír.

Y creyendo sin duda que no tenía nada más que decir, se levantó para retirarse, tranquila y risueña.

—Yo me atreveré a proponer una cosa —dijo Guerra deteniéndola con ligero ademán.

Espectación de Mancebo.

—Propongo, como componenda entre tus deseos y los de tu familia y los míos, pues yo soy también de la familia...

—¡De la familia! Bueno, señor, bueno —dijo don Francisco palmeteando en el hombro de Ángel—. ¿Lo oyes, mostrenca? ¡De la familia!

—Pues propongo lo siguiente: aceptamos en principio tu vocación religiosa. Todos nos comprometemos a respetarla y a no decirte una palabra en contra. (D. Francisco frunce el ceño.) En cambio, tú te comprometes a vivir en esta casa, durante un año, en situación expectante, sin trato con hermanas ni hermanitas, ni más prácticas religiosas que las ordinarias que manda la Iglesia.

—Aceptado, aceptado —dijo el clérigo, frotándose las manos con tanta fuerza, que parecía que iba a sacar lumbre de ellas.

—Rechazado, rechazado —afirmó Leré, velando con una sonrisa su inquebrantable firmeza. —Reduciremos el plazo a seis meses.

—Rechazado también.

—Anda, anda, hija, y échanos la cuerda al cuello, y ahórcanos de una vez —dijo Mancebo atacándola hábilmente en el terreno de la ternura—. Sabes que te queremos con delirio, que te adoramos, y tú nos rechazas, como si el quererte fuera una ofensa.

—No es eso, tío, no es eso.

—El día en que nos dejes definitivamente, ¡ay de mí! será un día de luto, y nos moriremos todos de pena... Y este señor también se ha de poner enfermo del berrinche, ¿verdad?

—¡Qué exagerado es usted, tío, y qué cosas se le ocurren! —replicó la joven dispuesta otra vez a retirarse.

—Eso es; ahora nos dejas con la palabra en la boca, y te marchas. ¡Vaya una finura!

—¿Pero a qué quiere que esté aquí, si todo lo que tenía que decir ya lo he dicho? Tengo que ayudar a la tía Justina, que hoy esta más atareada que nunca.

Al partir, acosada por los chicos, no tuvo más remedio que repartirles dos de los bollos, reservando el mayor para su hermano; y bajó seguida de la tropa menuda, y fue a la sala donde estaba de continuo el monstruo, la cual era como su cuadra o jaulón. Desde que la sintió entrar en la casa, no había cesado de mugir, derramando lágrimas como puños. Con tal lenguaje la llamaba. «Pobrecito, aquí estoy —decía Leré rascándole la cabeza—. ¿Qué tiene el niño? ¡Pobrecito!» Le mostró el bollo, y al verlo, el monstruo puso la cara ansiosa, alargando el hocico y gruñendo como perro impaciente y glotón. Su hermana le limpiaba las lágrimas y le acariciaba, dejándose morder suavemente por él. Diole por fin la golosina en pedazos, y él se los engullía, relamiéndose con voracidad de animal famélico. Por fin, cuando se comió los últimos pedacitos, adheridos a los dedos de Leré, ponía la cabeza para que ésta le acariciara, y entornaba los ojos con la placidez perezosa del instinto satisfecho.

En esto bajó Guerra que ya consideraba larga la visita, y oyendo la voz de Leré en el cuarto del fenómeno, entró a despedirse de ella, mientras D. Francisco hablaba con Justina en el patio.

—Adiós, Leré. Me dice tu tío que estarás aquí algún tiempo antes de volver a los ejercicios. Si me lo permites, vendré a verte y a charlar contigo.

—Venga usted cuando guste. A ver, con franqueza, ¿qué le ha parecido mi tío?

—Buena persona, buena. ¡Y cuánto te quiere el pobrecillo! Me ha sorprendido mucho la conformidad de nuestras opiniones en lo que a ti se refiere. Yo creí encontrar en él un instigador de tus chiquilladas religiosas.

—¡Ay! —dijo Leré en un tono algo enigmático—. Mi tío es muy listo, más listo de lo que usted se figura.

—Algo de eso había pensado yo. El hombre afina, afina la puntería... ¿Con que quedamos en que vendré a verte?

—Sí, sí. ¿Qué inconveniente puede haber?

Fuerte en su conciencia, Leré no temía nada, ni veía más que la derechura luminosa de su camino, sin reparar en los bultos que a un lado u otro pudieran aparecerse en él.

Al ver a Guerra platicando con su hermana, el monstruo volvió a gruñir, rechinando los dientes a estilo de mastín que olfatea la presencia de un forastero. Leré le calmaba, dándole palmaditas en la cabeza, componiéndole el cabello, y pasándole los dedos por el hocico, como se acaricia a un perro para que no ladre a los que no conoce como de casa. «Cállate tonto, y estate tranquilo, que el señor es amigo».

Pero el fenómeno seguía gruñendo, y uno de los muchachos le tiraba de las orejas para que callase. En el momento de despedirse, Guerra sentía que a lo largo de su alma se le proyectaba un resplandor misterioso, emanado de la persona de su amiga, y ésta se le representó adornada de sobrenatural hermosura. Diéronle impulsos de robarla y echar a correr con ella, poseyéndola aun a costa de profanarla, impulsos que provenían quizás del ambiente romántico y artístico que respiraba. Salió de aquella casa turbadísimo, apeteciendo vagamente hechos extraordinarios, cosas grandes, sentidas, hondas, en las cuales su mente no podía separar del drama humano el religioso lirismo.

IV

Toda la tarde se la llevó Mancebo elogiando a Guerra delante de su sobrina, con afectado entusiasmo. «¡Qué persona tan fina, qué instruido, qué bondadoso, qué caballero! Vamos, chica, que en su casa estarías como en la Gloria. ¡Qué maña se dan algunas criaturas para escurrir el bulto cuando la suerte, jugando a la gallina ciega, las quiere coger!» Con estas y otras habladurías perturbaba a las dos mujeres en su trabajo, y a fe que no estaban ellas para perder el tiempo, pues Justina tenía que entregar al día siguiente cantidad de ropa planchada de cadetes y alumnos de colegios preparatorios, que eran, después de dos o tres prebendados, su principal y más lucida parroquia.

Pues D. Francisco, pegado a las mesas de plancha, no las dejaba trabajar con desahogo, por lo que su sobrina mayor tuvo que echarle un sofión y rogarle que se fuera a dar un paseíto. Al anochecer, a la hora del rosario, cuando las dos mujeres tomaban alientos después de su penosa brega, D. Francisco, en vez de ponerse a rezar, se dedicó a tomar a Justina la cuenta del día, infalible ocupación del ingenioso presbítero en los ratos que precedían a la cena.

—Vamos a ver. ¿A cómo te han puesto hoy el cuarto de cabrito?

—A tres reales y medio.

—¡Dios humanado, qué carestía! En mis tiempos tenías el cabrito que quisieras a veinte, veintidós cuartos.

—Pero como no estamos en los tiempos de usted sino en los míos... Pues las patatas van hoy a tres perras y media la cuarta arroba.

—¡Tres perras y media, Virgen! o séanse, cuartos once y medio. Con estas perras y gatas no sabe uno nunca el dinero que tiene. ¿Trajiste el bacalao? Bueno. Si Gaspar no te pesa bien, te vas a la tienda del Vizcaíno. Aquí no nos casamos con nadie. Otra: ya te he dicho que no me traigas chorizos, que no sean de los de tres por un real. ¡Buenos están los tiempos para echar esos lujos de choricito de a real vellón!

—¿Cómo a real? A treinta céntimos he traído dos para esa boca salada. Para nosotras de los baratos.

—¡Zapa! ¿Pero te has figurado tú que yo soy el señor Cardenal? Mira, Justina, que con estos trotes vamos todos zumbando a la Beneficencia... o al Asilito que van a fundar las amigas de ésta, y allí la propia Lorenza nos dará la bazofia con un cucharón muy grande... ji, ji, ji... Sigamos. Por lo que toca a huevos, puedes traer desde mañana seis, pues con Lorenza tenemos una boca más.

—Ocho, tío. No apriete usted tanto.

—¿A cómo está la media docena?

—A tres reales.

—Serán de dos yemas: ¡A tres reales! Hija, ni en Madrid. ¡Quién conoció la docena a peseta, y aun a menos! Este Toledo, con los dichosos adelantos, se está poniendo que no pueden vivir en él más que los millonarios. Oye: paréceme que ya no hay chocolate.

—No señor, es decir, en la chocolatería, sí lo hay; aquí no.

—Pues venga una libra; pero no me pases de tres reales.

—Para nosotras, sí; pero para el señor beneficiado lo traeré de a cinco.

—Que no, ¡zapa! Yo soy como los demás. No quiero regalos ni melindres. Igualdad, Justina, y déjate del bizcochito y la friolerita para el viejo. Ahí tienes cómo se pierden las casas. Yo estoy hecho a todo, como sabes, y cuando me llevo a la boca una golosina me acuerdo de que estos pobres niños podrán carecer de pan el día de mañana, y créelo, con tal idea lo más dulce me amarga, y lo más rico me sabe a demonios escabechados. Con que... vamos a cuentas.

Hizo su cálculo de memoria, y entregó a su sobrina una corta cantidad, casi toda en cobre, sacándola pausadamente de un bolsillo de seda roja con anillas, que envolvió y sumergió después por aquellas cavidades que tenía dentro de la sotana verdosa.

—¡Ah! se me olvidada, ¿y jabón?

—Es verdad. Venga para jabón, que se está concluyendo.

—Traerás del amarillo.

—Para los cadetes; pero para los señores canónigos no. Luego dicen que huele mal la ropa y que no está bien blanca.

—Menos blancas están sus conciencias.

—El que se me queja más es D. León Pintado, a quien le cae bien el apellido, por lo que presume.

—Como que apesta de tan elegante como se pone. Ea, ¡zapa! échales a todos jabón amarillo, y que salgan por donde quieran. No veo por qué hemos de guardar menos consideración a los pobres cadetes, que son los que dan de comer a esta ciudad empobrecida... En fin, para que no se queje nadie, te traes un poco jabón del pinto de Mora, para dar una jabonadita antes de aclarar, ¿entiendes? Y a todos los tratas igual, canónigos y cadetes, que tan hijos de Dios son los unos como los otros. ¡Reina de los cielos, lo que se gasta! (Volviendo a sacar la culebrina, y mirando a Leré, que callada y sonriente humedece la ropa.) Sólo para patatas no bastara la mitad de las rentas de la Mitra, pues tu hermanito el monstruo, y los que no son monstruos, se comen una calderada cada día.

—Vamos, no rezongue usted tanto, tío, que hasta ahora, gracias a Dios...

—No, si yo no me quejo. Coman todos, y vivan, y engorden, y gracias sean dadas al Señor. Pero nos convendría mejorar de fortuna, créelo, y eso depende de quien yo me sé. El mayor de los errores, en estos tiempos de decadencia, es empeñarnos en dejar lo fácil por antojo y querencia de lo difícil; hay personas tan obcecadas que desprecian lo bueno por correr tras de lo sublime, y lo sublime, hija de mi alma, lo sublime (Con cierta inspiración.) hace tiempo que está borrado, no sé si provisional o definitivamente, de los papeles de esta pobrecita humanidad.

Leré no dijo esta boca es mía.

Entró Roque, el marido de Justina, hombre humilde y no mal parecido, con una pierna de palo, vestido de pardo chaquetón, afeitada la cara, que así podía parecer de cura como de paleto. Era un bendito, y donde le ponían allí se estaba, pues nunca tuvo más voluntad que la de su mujer, combinada con la de Mancebo. Carpintero de blanco, trabajaba en la Catedral, y el Lunes Santo del 83, en el acto de armar el Monumento, hallándose mi hombre en el andamio que hasta la bóveda se eleva, para colocar los listones de que pende la soberbia colgadura de sarga carmesí, tuvo la desgracia de marearse y se cayó. Milagro fue que de semejante salto quedara con vida; pero tuvo la suerte... relativa de ir a parar sobre un montón de telas arrolladas, y allí le recogieron con una pierna rota y una mano estropeadísima. Largo tiempo duró la cura, y desde entonces no pudo trabajar con provecho; sus ganancias habrían sido nulas si D. Francisco no cuidase de proporcionárselas en la Obra y Fábrica, con limosna disfrazada de jornal, porque el infeliz había perdido los dos tercios de su habilidad y destreza, que nunca fueron muchas.

Charlaron un poco de la obra comenzada en la capilla alta de San Nicolás para dar desahogo a las oficinas, hasta que los olores culinarios y la impaciencia de los chicos anunciaron la grata ocasión de la cena. Suspendido el trabajo de ropa, Leré trajo un quinqué moderno, petrolero, sucesor del pesado velón de aceite que se vendió meses antes a unos mercachifles de antigüedades. La estancia, que era sala, comedor o cuarto de plancha según las horas, y a la cual, por un arco de herradura siempre ahumado, llegaba el vaho de la próxima cocina, se llenó de claridad y de esa alegría nocturna, doméstica, salpicada de notas infantiles, que suele ser la única gala de las casas pobres. Salieron a relucir los frágiles platos modernos, sucesores de los de Talavera, vendidos también porque los pagaban aquellos tontos de anticuarios cual si fueran de la más rica mayólica, y Justina apareció al fin con la humeante y olorosa cazuela de sopas de ajo.

—Bueno, señor, bueno —decía D. Francisco, y entre reñir a este chico y acariciar al otro, y echar una indirecta a Leré sobre lo mismo, y poner en solfa al Cabildo porque disponía el ensanche de oficinas precisamente cuando no había que administrar, se pasó la cena sobria y placentera, substanciosa en su frugalidad. Leré llevó al monstruo la ración correspondiente, metiéndosela en la boca a cucharetazos, y de sobremesa encendieron Mancebo y Roque sus voluminosos y pestíferos pitillos, hechos con picadura de las tagarninas que en su mesa de despacho solía dejar el canónigo Obrero, y que D. Francisco recogía con avara puntualidad. Un chico se duerme, otro alborota; Ildefonso, que es gran jugador de brisca, echa una partida con Leré; sigue a esto la orden de retreta, solfa en nalgas por aquí, besuqueo por allá, transporte del monstruo dormido a un cuarto interior, hasta que todos, chicos y grandes, van entrando en su nidal, y el silencio reina en la modesta casa. Sólo D. Francisco y Roque charlan un rato más en el comedor apurando las colillas antes de atrancar la puerta; pero al fin, el reloj de la Catedral con nueve sonoras campanadas, y el toque de ánimas en esta y la otra torre les dicen que se acuesten; y ambos mochuelos, con maquinal obediencia, se van derechos a sus correspondientes olivos.

V

Tan caviloso dejó al buen presbítero su conversación con el madrileño, que se sentía tocado de insomnio, y antes de acostarse se paseó largo rato por su leonera, rezando o intentando rezar las oraciones de costumbre. Pero si las palabras religiosas retozaban en sus labios, los pensamientos no eran de los que saben el camino del Cielo, sino antes bien de los que rastrean acá, entre los rincones y callejuelas del egoísmo.

«¡Vaya con la muñeca mística... qué ventolera le ha dado! Olvidarse así del interés de la familia... ¡Y que no es floja carga para el pobre tío de tanta gente! Yo pensé que Roque, después de la caída en que se rompió la pata, no traería más chiquillos a casa; pero nada... como si tal cosa, y si el hombre no sirve para ganarlo, en cambio para padre no tiene precio. Justina me regala un sobrinito nuevo cada año, y vamos viviendo, criándolos a todo, hasta que yo no pueda más, como no venga el milagro de los panes y los peces... que no ha de venir. Bueno, señor... A lo que iba: como soy perro viejo y penetro en el magín de las personas más disimuladas, he comprendido bien que a ese caballero le peta mi sobrinilla, vamos, que está prendado de ella... ¡Si será simple la mocosa esta de los ojos danzantes...! Yo no he visto otro caso ni creo que lo haya. Un hombre riquísimo ¡zapa! que a todos nos haría felices... Mientras más viejo es uno, mayores rarezas ve en este mundo, y lo que a mí me confunde más es que esta chiquilla no haya comprendido que su amo la quiere, o comprendiéndolo se quede tan fresca, sin pizca de ambición... noble ambición sin duda, no confundamos, sagrado amor de la familia.

Decidió al fin D. Francisco despojar su cuerpo de las negras vestiduras, y poco a poco se fue quedando en reducidos paños, hasta que se zambulló en la cama. Mascullando una oración, pensaba de esta suerte:

—¡Dios sacramentado, cuantísimo dinero! Me dijo el hermano de Braulio que este señor cuenta su caudal por millones... ¿Cómo será un millón? Quisiera yo verlo. Dehesas, casas, renta del Estado. Ya lo creo... no apandó poco su padre, y también su abuelo, comprando todito lo que era de la Santa Iglesia. Y dicen que es más hereje que Calvino, de estos que quieren traernos más libertad, más pueblo soberano y más Marsellesa. ¡Patrañas! (Con agudeza.) Así pensaría D. Ángel cuando su mamá no le daba un sacre; pero ahora que es rico y dueño de todo... El hombre de capital mira mucho por el orden, hasta por la Iglesia, y no quiere que la nación se ponga a dar zapatetas en el aire. ¡Virgen pura, cuantísimos dinerales! Se me figura que no voy a dormir esta noche, porque ya se sabe, si me da por ver cosas de moneda me despabilo y... (Inquieto, dando vueltas.) Ahora que me acuerdo... no sé si eché la llave del armario. ¡Qué cabeza! Pues lo que es yo no me duermo sin la seguridad de que todo está bien cerrado. (Raspa un fósforo y enciende luz.) No, no podré pegar los ojos con esta duda. (Échase de la cama, envuélvese en una colcha, y con los pies desnudos, las canillas al aire, más parecido a pavorosa fantasma que a hombre, va al cuarto próximo e inspecciona la puerta del armario.) ¡Ah! echada la llave... Pero se me olvidó quitarla. Ven acá, llavecita. Ahora caigo... ¿pero cómo tengo hoy esta cabeza?... en que se me pasó del pensamiento poner en el cofre los dos duros que tengo en el bolsillo de los calzones. En fin, guardemos esto en el sitio donde pongo lo de las misas, y después me dormiré como un santo.

En aquel extraño pergenio, tiritando de frío, púsose a gatas y tiró de un pesado cofre forrado de pelo de cabra que bajo la cama había; abriolo, sacó de él libros viejos, zapatillas y paquetes de clavos, revolvió hasta encontrar algunos cartuchos de monedas, los cuales examinó minuciosamente, procurando que no sonaran; introdujo en uno de ellos las dos piezas de plata, y colocando después encima con estudiado desorden lo que había sacado, cerró con llave, y de un salto a la cama otra vez.

«Si yo no hiciera esto, si no guardara lo que guardo, ¿qué sería de este familiaje el día de mi muerte? Bien sabe Dios que no ahorro por mí, sino por ellos; bien sabe Dios que yo sin ellos viviría como un patriarca, pues mis necesidades son muy cortas; bien sabe Dios también que esto no es avaricia, sino arreglo, y que no junto por vicio de juntar sino por previsión; bien sabe Dios que nunca he querido prestar dinero a interés, aunque me lo han propuesto mil veces, y que todo mi afán es llegar a reunir para un titulito de 4 por 100, y sacarle rédito al Gobierno, que es quien debe pagarlo. Pero... ¡ni que anduviese el Demonio en ello! cuando parece que me voy acercando a la cantidad precisa; cuando casi la toco con las puntas de los dedos, ¡zapa! vienen las necesidades... que las botas, que la escuela, que la esterita, que el médico, y adiós mi montoncito. Vuelta a empezar, grano a grano, y arriba con él... Cuando yo cierre el ojo, aquí lo encontrarán todo, junto con las disposiciones que tengo escritas en aquel papel. ¡Vaya, que el día en que Justina empiece a sacar plata y más plata...! Quisiera ver la cara que pone al ir descubriendo cartuchos. ¡Ah, picaronaza, qué gran vida os vais a dar tú y tus hijos! (Como hablando con Justina.) Pero, vamos a ver: ¿a que no me encuentras el orito, la única pella de doblones y centenes que he podido amasar en tantísimos años? ¿A que no se te ocurre a ti ni al ganso de Roque levantar aquel baldosín, radicante en el ángulo del cuarto, debajo de la percha mayor? Bobos, ¿creíais que yo lo iba a poner donde todo el mundo pudiera verlo? Pero no tengáis cuidado, que en sus disposiciones añadirá el tío un rengloncito que lo rece. El oro no se deja en cualquier parte. Es menester que cueste algún trabajo llegar hasta él. (Adormeciéndose un poco, se despabila repentinamente, con vivo sobresalto.) ¡Zapa! Satanás maldito... ¿pues no se me ocurre ahora que el baldosín está levantado? ¡Zapa, contra—zapa! Pues lo que es mi Francisco no se duerme sin cerciorarse por sus propios ojos. (Rechaza las sábanas, vuelve a raspar el fósforo y se arroja del camastro, dirigiéndose al ángulo del otro aposento, donde levanta la estera y examina el piso.) Si estaré yo trastornado... El baldosín no tiene novedad. Sólo Dios y yo sabemos lo que hay aquí. Ea, acuéstate, hijo, y duerme sin miedo. (Recorre la estancia como alma en pena, y se hunde de nuevo en el colchón, después de apagar la luz.) Pues, a lo que iba: esa bendita de Dios, esa Lorenza podría hacernos a todos felices. No hay mujer, que no tenga su poquitín de habilidad, su poquitín de gancho para la pesca del marido; pero tus anzuelos no pinchan, ¡oh sobrina mía, tocada de la vanidad de la perfección! ¡Cuántas hay por esos mundos, que con arte y sandunga, ya haciéndose las recatadas, ya resbalándose una miaja, han conquistado a sus amos, y de criadas cátalas señoras! Considera lo que resultaría de que fueras como otras, que son muy buenas y hasta muy santas: por de pronto, la pobre Justina descansando de su ajetreo de perros; Roque sin necesidad de ir a pedir un mal salario, que más bien es limosna... y la chiquillería esta, que yo he criado con tantos afanes, en camino de ser algo: Ildefonso, ingeniero; Paco, abogado; luego vendrían el militarcito, el arquitecto, el médico, según la disposición que fueran sacando, y en cuanto a mí, pues algo me había de tocar... en cuanto a mí, ¡zapa! mi canonjía no había quien me la quitara... Porque este señor ha de tener influencia en Madrid, y siendo yo el tío de su costilla, de su peso se cae que... Mucho poder tienen allá los Guerras. Pues quién sino doña Sales hizo canónigo a ese farol de León Pintado, que era un mísero capellán de monjas en Madrid?... Pero, en fin, me descartaré si es preciso, y para mí no quiero nada, nada más que irme al Cielo a descansar de las fatigas que me causa el problema colosal de la manutención sobrinesca. (Pausa.) Debe de ser muy tarde. ¿Te duermes, hijo, sí o no? Mira que mañana vas a tener la cabeza pesada, y no podrás decir tu misita. Deja a tu sobrina que haga lo que quiera, y duérmete... Imposible tener sosiego pensando en estas cosas... Porque, Señor, si sucediera lo que está en el orden natural, el matrimonio se vendría a vivir a Toledo... como que ella debe imponer esto por condición, y así se lo aconsejaré yo, y todos viviremos juntos, y yo no tendría que pagar casa, y me ahorraría mi paga toda entera, mi paga de canónigo... ¡Madre y Señora sacratísima me da el corazón que al fin las cosas irán al derecho, y que además, como los bienes nunca vienen solos, lo mismo que los males, me caerá la lotería, y...

Durmiose al fin profundamente, después de rezar un rato, y soñó que le había caído el premio gordo. Porque conviene advertir ahora, para redondear la figura de D. Francisco Mancebo, que éste no tenía ni tuvo jamás ningún vicio, pues no podía tenerse por tal el aprovechamiento de las colillas que dejaba sobre su mesa el canónigo Obrero. Bebida, mujeres, naipes, fueron siempre para él letra muerta. Por donde únicamente podía prepararle la zancadilla el tuno de Luzbel era por su desmedida afición al sórdido ahorro, y por la antigua maña de tantear la suerte en la lotería, con la codiciosa ilusión de sacarse una buena porrada de dinero. Todos los meses compraba en compañía de un amigo el indispensable decimito de la extracción más barata, y su constancia tuvo alguna vez corta recompensa. Pero le alentaba la risueña esperanza de dar un toque maestro el mejor día, y siempre que se metía en la cama con algo de excitación cerebral, daba vueltas en su cabeza al número adquirido, como si fuera el propio bombo lotérico, haciendo veinte mil cálculos que paraban siempre en que salía el ansiado premio gordo. Aquella noche, su sueño fue más que nunca tormentoso y preñado de confusos líos aritméticos. Despertó de madrugada con la certidumbre de haber dado el golpe.

«Claro, alguna vez tenía que venir. Eso de estar treinta años haciéndole cucamonas a la suerte sin alcanzar de ella más que algún triste reintegro, no puede ser. El número de ahora es de los que no podían fallar; tres doses seguidos de un siete. Infalible, Señor, infalible. Bien se lo dije a Fabián cuando lo tomamos: «Fabián, éste nos arma», (Excitadísimo.) Gracias a Dios, hijo mío, que sales de pobre, tú y todo el familiaje. Hoy, cuando entres en la sacristía, te dirá Fabián: «D. Francisco, al fin esa perra se ha portado». Porque Fabián debe tener ya en su poder la lista grande, venida por el tren de ayer tarde, y habrá visto el número nuestro en el primer renglón... Ahora si que voy yo a Madrid a cobrar el premio gordo, o lo que sea, pues si en vez de ser el mayor, fuese el tercero, también me alegraría... (Dudando.) ¿Pero en qué me fundo para afirmar que ahora va de veras? ¿Esto ha sido sueño, revelación o qué ha sido? ¿De dónde viene esta incertidumbre, que es como si tuviera la lista delante de los ojos? (Con perplejidad e impaciencia.) ¡Ven pronto, diita, para salir de dudas! ¡Madre amorosa del Sagrario, que me la saque, que no me muera sin sacármela alguna vez!

VI

Levantose al toque del alba, cuando ya las primeras luces de la encapotada y turbia aurora penetraban por indiscretas rendijas en la habitación, y recitó entre dientes sus oraciones. Abriendo las maderas de la ventana, notó que los ojos le escocían al recibir la impresión lumínica, achaque fastidioso que rara vez faltaba después de una mala noche. «Vaya hoy tengo función con los malditos ojos —dijo recatándolos de la claridad—, y tendré que ponerme las gafas». Sacó, pues, de la cómoda la máquina aquella de cuatro cristales, y después de aviarse de prisa y corriendo, se la puso, enganchando en las orejas las gruesas varillas de plata.

Ya era día claro cuando iba D. Francisco por la pendiente arriba de la calle del Pozo Amargo, bien embozado en su manteo, la teja encasquetada, no dejando ver entre sombrero y embozo más que los cuatro vidrios. Su salida todas las mañanas, a las siete y media en invierno y a las cinco en verano, era como un reloj de que se utilizaban los madrugadores de la vecindad, gente obrera que a la misma hora se echaba a la calle. Aquel día en la travesía desde su casa hasta la Puerta Llana, Mancebo iba diciendo para su manteo:

«¡Qué cosas tiene la Providencia, y qué bien se encarga esa señora de ajustar las cuentas a los que andamos por aquí! A lo que iba: la Desamortización vendió las fincas de la Iglesia, y entre ellas, el cigarral de Guadalupe, cuya renta fue instituida por los Téllez de Meneses para la dotación de las misas que los capellanes de coro habíamos de decir en la capilla del Sepulcro. La pícara Libertad nos quitó aquella finca, que fue comprada por Bruno Zacarías, padre de la doña Sales, madre de este caballero, el cual la hereda; de modo que si se casa con mi sobrina, mi sobrina será dueña de ella, y por carambola yo, yo, que como capellán que fui y beneficiado que soy, tengo cierto derecho a disfrutarla. ¡Miren las vueltas que la Providencia da a las cosas para que la justicia y el derecho se cumplan! Porque, claro, si hay boda, yo tendré vara alta en la casa, y al cigarral me iré cuando me dé la gana, sí señor, a comerme los primeros albaricoques, y a pasarme muy buenos ratos... Parece un buen hombre este D. Ángel; pero se me figura que no sabe manejar sus intereses. Nada tendría de particular que me encargase a mí de la administración de lo mucho que en Toledo posee, rústico y urbano, pues de fijo lo haría mejor que ese hormiguilla de D. José Suárez, que ha de mirar por lo suyo más que por lo ajeno. Yo lo administraría con escrupulosa honradez y puntualidad, bien lo sabe Dios; yo sería una fiera para los malos pagadores, y las rentas habían de estar muy al corriente, sí señor, todo al céntimo... ¡Ya lo creo que podría yo encargarme!... No soy tan viejo como parece, y fuera de este achaquillo de los ojos, tengo buena salud, y me parece que puedo tirar quince años más...

Al penetrar en la Catedral por la Puerta Llana, fue otra vez atacado su pensamiento del vértigo de la lotería, en virtud de una concatenación misteriosa, —79— inexplicable, pues nadie, por mucho que discurra, podrá encontrar afinidad entre el recinto hermosísimo de la Iglesia Primada y el bombo de que se extraen las numeradas bolas. Pero ello fue que al poner don Francisco su planta en las baldosas del templo, salió a recibirle y a darle agua bendita el cautivador número, los tres doses volviendo la espalda a un gallardo siete. «Algo quiere decir —discurría persignándose—, que se me haya metido en la cabeza la idea de que hemos dado el golpe. Tiene que ser... (Dudando.) ¡Bah! ¡Otra ilusión por los suelos! ¿Quién hace caso de estas corazonadas o cabezadas mías?... (Reflexionando.) Aunque bien podía ocurrir que acertara... Alguna vez ha de ser, Madre dulcísima del Sagrario... y si me saliera la millonada, podría yo decirle a esa ingrata de Lorenza: «Haz tu gusto, muñeca de los ángeles, que ya no necesito de ti para asegurar el porvenir de tus pobres sobrinos, pues ya ves cómo el Señor mira por ellos».

Poquísimas personas encontró en el trayecto de la Puerta Llana a la sacristía. Frente al enrejado altar del Cristo Tendido rezaba una mujer; un pordiosero con capa de paño pardo de remiendos mil se arrodillaba a la entrada de la capilla del Sagrario. Los acólitos, sacristanes y toda la gente seglar al servicio de la iglesia iban llegando por esta y por la otra puerta, tomando cada cual la dirección del sitio en que debía cambiar de traje. En algunas capillas, los mozos barrían el suelo. Los sacerdotes que celebraban las primeras misas iban llegando presurosos, y los pocos feligreses madrugadores que oírlas solían anunciaban su presencia con carraspeos y toses. La débil luz matutina, filtrándose por los pintados vidrios, derramaba en aquel recinto de incomparable belleza una melancolía dulce y ensoñadora. Cerrada estaba aún la verja de la Capilla Mayor, semejante a disforme joya de oro y esmaltes, y la del Coro también. Pero alguien andaba por dentro trasteando, y D. Francisco, después de hacer la genuflexión ante el Presbiterio, se fue allá y a través de la verja preguntó: «¿Ha venido Fabián?» Respondiéronle que no dos mozos que se ocupaban en arreglar las alfombras, en poner un brasero y preparar los libros para el canto de Prima, y cuando le vieron alejarse hacia la sacristía, permitiéronse alguna inocente broma respecto a él.

«¿Has reparado que D. Francisco viene hoy con vidrieras? —dijo el uno—. Mala señal. Siempre que se pone los anteojos de cuatro fachadas trae un genio de cuarenta Barrabases.

—¿A que no sabes para qué quiere a Fabián?

—Toma para ver si les ha caído la lotería. Juegan apareados; pero D. Francisco antes se deja abrir en canal que gastar una perra en el periódico que trae la lista grande.

—¿Sabes que me parece que les ha caído? Anoche estaba Fabián más contento que las puras Pascuas. Entró Mancebo en la antesacristía saludando familiarmente a los que al paso encontraba. En la cajonería próxima a la puerta del gran salón, vestíanse los monaguillos con infantil algazara, y más allá los sirvientes del Coro y Capilla Mayor.

¿Habéis visto a Fabián?... ¿No? ¡Qué horas de venir tiene ese gandul! Por una de las tres puertas de la derecha, pasó el beneficiado a la escalerilla que conduce al sitio en que están los braseros para dar lumbre a los incensarios, y allí calentó sus manos ateridas, echando un parrafito con el pertiguero, que hacía lo propio. Movimiento excepcional el de aquella hora en las dependencias de la basílica. Éste saca las velas de un inmenso arcón, aquél se encaja presuroso las vestimentas, otro viene por el pasillo que da a la cuadra de las ropas cargado con el servicio del día. Algunos canónigos empezaban a llegar, y se metían en el suntuoso vestuario, donde tienen también su brasero para calentarse. Volvió Mancebo a presentarse en la antesacristía, acompañado del pertiguero, que ya se había puesto la peluca y ropón de púrpura. Los sacristanes, los lectores y los que hacen el servicio de ciriales se despojaban de sus capas para ponerse sotanas y roquetes, y entre ellos, al fin, encontró D. Francisco al sujeto que buscaba, embozado aún en su raída capa seglar.

—Fabián, ¡cómo se te pegan las sábanas! —le dijo llevándosele aparte—. A ver ¿tienes algo qué decirme?

En ascuas estaba el buen clérigo, porque había notado en la cara judaica y grosera del salmista expresión vaga de mal contenido gozo. Sin esperar la respuesta a su pregunta, la completó con esta otra: Dime, hombre, ¿hemos sacado algo?

—Nada —replicó Fabián, persignándose en la boca—; nos quedamos asperges.

—Pero hombre —dijo Mancebo, con un nudo en la garganta—. ¿Has mirado bien esa condenada lista? Imposible que un número tan bonito...

¡Para que nos fiemos de números bonitos! En otra cosa está el toque —indicó Fabián, que a pesar de comunicar a su amigo una mala noticia, tenía la cara radiante.

—¿Cómo el toque? Explícate; no bromees —refunfuñó Mancebo, para quien continuaba siendo un enigma el rostro animado del cantor.

—Le diré a usted: ya no nos dejará colgados otra vez esta perra. Bien decía yo que tenía que haber reglas para calcular de antemano el número favorecido.

—¡Reglas! Tú estás soñando, Fabián. Todo depende del azar caprichoso, de la suerte, de la necia casualidad.

—¡A mí con casualidades! Eso es para bobos. Hay un modo de calcular el número exacto. Para eso está la Matemática.

—¿Pero tú...?

—No tengo el secreto todavía; (Con misterio.) pero lo tendré. ¡Calmaaa...!

—Hombre, dime, explícate... a ver. (Ardiendo en impaciencia.)

No pudo Fabián satisfacer la curiosidad de su amigo el beneficiado Vidrieras, porque se acercaron otros. Además, no pudiendo D. Francisco retardar más tiempo su salida al altar, dijo a Fabián que le aguardase allí, y se fue hacia la capilla de San Ildefonso, en donde celebrar debía. Ya le aguardaban las tres o cuatro mujeres abonadas a su misa, y no tardó en prepararse para decirla, revistiéndose a escape. Es de creer que durante la representación simbólica del santo sacrificio, Mancebo apartaría de su pensamiento toda idea profana. La misa fue breve, más breve quizás que de costumbre. Díjola en el magnífico altar de la Descensión de Nuestra Señora, delante del cual yace la estatua durmiente del cardenal Albornoz. Oró luego un ratito, según costumbre, y sabe Dios lo que el afanado clérigo pediría, pero de fijo no pudo ser cosa mala ni en perjuicio de nadie, y acto continuo se volvió a donde Fabián le aguardaba, ya vestido de sotana y roquete. Había empezado la Prima, y en el grandioso templo se veía más gente seglar. Salían misas y más misas en la capilla de Santiago, en Reyes Nuevos y en el Cristo Tendido. En la antesacristía notábanse los preparativos de la misa conventual.

—A ver, Fabián, me dejaste a media miel —dijo el beneficiado, llegándose a su amigo, que no entraba en las funciones hasta el canto de Tercia—. Cuenta ¿qué secreto es ese?

—Pues todo el busilis —le contestó el salmista—, está en saber hacer la combinación.

—¿Y cómo se hace la combinación?

—¡Ah! no es cosa fácil; pero tampoco imposible —dijo el músico, llevándosele al pasillo que conduce al patio del Tesorero, para poder secretear a su antojo—. Pues verá usted: un amigo mío, litógrafo, que tiene su taller en la calle de Belén, se puso en compañía no hace mucho con un chico de Madrid, mecánico y dibujante, gran matemático, el cual devanándose el caletre, y ajondando por aquí y por allá con las álgebras del contrapunto del guarismo, ha encontrado la manera de calcular las probabilidades que nosotros los legos en esa solfa llamamos suerte, azar. ¿Se va usted enterando? Este madrileño sabe más que Lepe, y ha inventado unos cartones con los cuales se hace la combinación, y ¡arza morena!... el cartón le dice a usted, ¡clavado! el número que ha de salir.

—Pero Fabián —dijo D. Francisco echándose a reír—, tú estás loco o eres archi—memo. ¿No comprendes que si eso fuera verdad, y sacara premio todo el que hiciera la combinación, no habría lotería?

—Pero como el secreto no se hace público, y el que lo tiene no se lo va a revelar al primer quidam.

—Pero ven acá, pedazo de alcornoque. Si ese matemático posee el secreto, cátale poderoso en cuatro días, y ¿qué necesidad tiene de vender su secreto a nadie?

—Vende por poco dinero los cartones, y enseña el modo de manejarlos, sin perjuicio de ir a la parte con los que ganan. No es decir que salga siempre, siempre, clavado. Hombre, no sea usted material. Pero este cálculo asegura, de cinco probabilidades, tres por lo menos. En fin, morena de mi vida, hemos de verlo en la primera extracción, y lo que es ésta no se nos escapa.

—Hijo, me llenas de confusión —dijo D. Francisco, tan aturdido y mareado que tuvo que levantarse las vidrieras para que entraran la luz y el aire a reanimar sus congestionados ojos—. Eso es la mayor maravilla del mundo, o una necedad solemne de seis capas. Vea yo esos cartones, sepa cómo se fragua la combinación y hablaremos. Voy a tener hoy mareo para todo el día... ¡Qué diantres de invención! No, si la cosa es posible, y cae dentro del fuero de la Aritmética. Yo lo he dicho siempre: tiene que haber una manera de averiguar la probabilidad mayor entre todas las probabilidades. El caso es... En fin, anda, que van a empezar la Tercia. Abur. A la tarde hablaremos. Se comprará el número que debe salir, aunque tengamos que encargarlo a Madrid, y... (Suspenso.) ¡Zapa! no puede ser. ¿Cómo es posible que...? (Esperanzado.) Pero sí, puede ser: es de esas cosas que se dan por imposibles antes de que se le ocurran al primero, y después que sale uno y dice: «pues esto hay», a todos nos parece lo más natural del mundo... Como lo del huevo de Colón.

Dando la vuelta por el ábside, se fue hacia la oficina de la Obra y Fábrica, que está debajo de la Sala Capitular, y allí tomó el chocolate que, en las mañanas de invierno, le hacía el mozo de aquella dependencia. Las revelaciones de Fabián trastornáronle la cabeza en términos que no daba pie con bola: su mente fluctuaba entre el escepticismo y la credulidad, y tan pronto veía en el cálculo lotérico uno de les mayores disparates que en cerebro humano pueden caber, como la más grandiosa y práctica invención, émula de los ferrocarriles que se comen las leguas en un santiamén, y del telégrafo que nos permite dar las buenas tardes a los antípodas.

—Y cuando estos inventos apuntaban —decía procurando sojuzgar sus amotinados pensamientos—, la envidiosa incredulidad y la ruin desconfianza decían: «no puede ser, no puede ser». Y, sin embargo, pudo ser, vaya si pudo ser.

Durante toda la mañana, sin dejar de atender a su obligación con rutinaria y maquinal asiduidad, se caldeaba los sesos imaginando cómo sería la prodigiosa cábala del matemático de Madrid, y entreteniendo con variadas hipótesis su afán de conocerla. Corriendo parejas con el viento, aquella imaginación que en la edad senil se desbocaba, renovando los brincos y retozos de la juventud, lanzábase por otros espacios. Ya se figuraba el buen viejo que, los planes de casar a Lorenza tenían realización cumplida, y que su sobrina era dueña de medio Toledo; ya que le encargaban a él la administración de las fincas rústicas y urbanas, y que se estaba comiendo, en el cigarral de Guadalupe, los primeros albaricoques de la cosecha del año. Y qué bien le sabían, ¡zapa! ¡y qué ricos estaban!

Capítulo III. Días toledanos

I

Ya no empleaba Guerra las frescas mañanas de Diciembre en vagar con soñadora inquietud por las partes más solitarias y poéticas del histórico pueblo. Como reacción de aquella actividad, entrole una pereza también soñadora, y se pasaba las horas muertas en su cuarto, sin más compañía que la del Niño Jesús y los acericos, leyendo o meditando hasta que llegaba el ansiado momento de visitar a los mancebos. El sabio Palomeque prestábale libros, entre los cuales Guerra prefería los de Historia, y de éstos los de Mariana, porque aquel estilo ingenuo y viril le cautivaba, así como la espontaneidad y frescura con que el mundo antiguo salía de sus páginas. Los reyes y príncipes que la lectura, cual arte mágico, ante sus ojos resucitaba, parecían encajar dentro de los muros y entre las callejuelas de aquella ciudad, como si no debieran ni pudieran existir allí otra clase de habitantes. ¡Qué disonancia entre Toledo y D. José Suárez, verbigracia, o D. León Pintado y el mismo Palomeque! Echándose a divagar mentalmente, comparaba lo que leía con la realidad coetánea, y en verdad no llegaba a convencerse de que lo presente fuera mejor que lo pasado. Acordándose de Madrid, y de la política y la sociedad, todo informado de un modernismo que lustrea como el charol reciente, llegaba a creer que vivimos en el más tonto de los engaños, sugestionados por mil supercherías, y siendo los prestidigitadores de nosotros mismos. Reíase también del afán que en tiempos no lejanos había sentido él por trastornar la sociedad. En aquel rincón de paz y silencio, ¿qué le importaba que el Estado se llamara República o Monarquía, ni que el Gobierno fuese de esta o de la otra manera? Tales problemas no eran ya para él más importantes que el trajín y las idas y venidas de las hormigas, arrastrando hacia su agujero la pata de un escarabajo.

Meditaba en estas cosas tendido en la cama, desde la cual, por la ventana frontera, disfrutaba de una grandiosa y extensa vista, el ábside de la Catedral descollando con gentil bizarría sobre el montón de tejados, los pináculos de la capilla de San Ildefonso, los almenados torreones de la de Santiago, detrás la torre grande, majestuosa y esbelta en su robustez, con el capacete de las tres coronas y la cimbreante aguja, en la cual parece que se engancha, al pasar, el vellón de las nubes. En término más lejano, la mole de San Marcos, los techos del ayuntamiento, la presumida cúpula de San Juan Bautista, y aquí y allí las espirituales torres de estilo mudéjar, cuanto más viejas más airosas y elegantes.

Estas dulces mañanas solía estropeárselas de vez en cuando el buen Palomeque con alguna jaqueca arqueológica. Era el canónigo correspondiente de las Academias de San Fernando y de la Historia, hombre muy erudito, punto fuerte en todo lo referente a fundaciones pías e impías, en letreros romanos, y descifrador de los secretitos de una piedra rota o de un gastado losetón. Últimamente había dado en la tecla de demostrar que todo aquel cerro en cuya cima descuella San Miguel el Alto, fue ocupado en la Edad Media por el convento palacio de los caballeros del Temple, el cual edificio, con sus jardines y dependencias, se extendía por el Sur hasta San Lucas y por el Oeste hasta la Tripería. «Es error crasísimo —decía sulfurándose—, creer que las casas de aquellos señores se circunscribían a las que hoy conocemos como de los Templarios, junto a San Miguel. Además de estos vestigios, hay otros muchos que corroboran mi tesis, pues en el barrio que habitamos y en nuestro propio domicilio, voy descubriendo las esparcidas piezas del esqueleto de aquellos suntuosos alcázares. ¿Qué fue de tanta magnificencia? Pues allí sucedió lo mismo que lo que es hoy colegio de Santa Catalina, y en el palacio de Trastamara, ogaño corral de Don Diego: que el antiguo monumento fue dividido en viviendas alquiladizas, y sucesivamente se ha ido transformando hasta perderse en un maremagnum de reparaciones, revocos y apartadijos».

En efecto, Guerra, a poco de vivir allí, echó de ver junto al techo de su aposento una zapata de mampostería desfigurada por sucesivas capas de cal, pero que en su deformidad revelaba el morisco abolengo. Un día la limpió D. Isidro, encaramándose en una escalera de mano, y al descubrir su gracioso ornamento, dijo con gozo triunfal: ¿Ve usted? es gemela de la que está en mi cuarto. Sobre las dos zapatas se alzaba un arco de herradura que ha desaparecido; pero puedo reconstruirlo teóricamente por la inducción del radio. Y si me apuran, aún puede verse un trozo del intrados, con su dentelladura perfectamente conservada y un pedacito de almarbate, en el desván medianero por la parte del Cristo de la Calavera. En distintos puntos de nuestra casa puede usted ver alfardas pertenecientes a la despedazada fábrica medioeval, y no dude usted que parte de los azulejos del patio corresponden a los aliceres de la misma. ¿Se ha fijado en el viguetón grande que hay a la entrada de la cocina? Pues me he tomado el trabajo de limpiarlo, y ahí tiene usted clarita la inscripción: El imperio es de Dios.

Un día entró Teresa en el cuarto de Ángel con las manos en la cabeza, gritando: «Este maldito canónigo me está echando abajo la cocina». Oíanse los golpazos que daba Palomeque, como si quisiera derribar la casa. Buscaba la continuación de la alfarda o viga, y la encontró, descubriendo además una magnífica alharaca que le hizo saltar de júbilo.

—¿Lo ve usted, lo ve usted? —dijo a Guerra, que salió presuroso tras su tía y patrona—. De aquí arranca un magnífico arco, que se apoya por esta parte en una columna con capitel de ataurique, la cual de seguro, la tenemos empotrada en la mampostería de la casa próxima. Aquí tengo el capitel: véalo. (Guerra no veía nada.) Y para buscar el fuste será preciso ¡ay dolor! descender a las letrinas de la casa. Pero no importa. Ubicumque labor... ¡Cuánta barbarie! ¡Desmenuzar y triturar así una construcción grandiosa! Para descubrir todo el arco, tendré que hacer un reconocimiento en la finca inmediata, y crea usted que pediré licencia al propietario. Como que podría suceder que descubriésemos una gran galería, sabe Dios...! Y fíjese usted: (Saliendo otra vez al patio, armado del de moledor pico.) aquí, detrás de esta pared mal forrada de azulejos y que se desmorona por la humedad de la bajada de aguas, tenemos un trozo de columna, de mármol de Garciotum, que sin duda pertenece a la época goda.

En efecto, asomaba el fuste, y Ángel no dudó de la aseveración de su amigo.

—De todo esto infiero, Sr. Guerrita —prosiguió don Isidro, después de destruir otro poco de pared—, que estos alcázares, en cuyos destrozados fragmentos vivimos por la codicia y la barbarie de las últimas generaciones, fueron construidos en tiempos de la dominación sarracena, sobre la osamenta de otra suntuosa morada goda, que debió de ser la que hizo labrar Suintila, según dice San Julián II en el libro de la Sexta Edad, dedicado, al amigo Ervigio. ¿Y a quién se debe la superfetación? dirá usted. (Ángel no decía nada.) Pues, o yo veo visiones, o estamos en el palacio que levantó, rodeándolo de pensiles y amenidades sin fin, un morazo llamado Almamum Ebn Dziunum, el cual no es otro que el padre de Santa Casilda. ¿Nos vamos enterando? Aquí vivió, pues, aquel bárbaro con toda su gente, y no le quiero decir a usted lo deleitoso que esto sería con tantísima gala de arte y naturaleza que los tales solían gastar. Viene la Reconquista, y entra aquí el amigo D. Alonso, que se incauta de la finca y se queda tan fresco; andando los años, nuestro D. Alonso VIII se la da a los Templarios para su convento y casa—hospedería; los Templarios, en 1312, se van a donde fue el padre Padilla; vienen tiempos de desbarajuste, y los restos del palacio, menos aquella parte que se conserva junto a la plazuela del Seco, van a parar a manos mercenarias que los descuartizan, los dividen, convirtiéndolos en míseros albergues de vecindad, en uno de los cuales usted y yo, corriendo el pícaro siglo décimo nono, tenemos el honor de vivir.

—Muy bien, Sr. Palomeque, muy bien.

Una de las habitaciones del piso alto, próxima a la estancia que Ángel ocupaba, habíala convertido Palomeque en depósito o almacén de los innúmeros fragmentos que iba descubriendo en la casa, o que recogía de aquí y allá, y era como naciente museo atestado de aleros medio podridos, pedazos de losetones con vislumbres de letra, azulejos, tinajas rotas, herrajes comidos de orín, y trozos de alharaca o almocárabe en deslucido y frágil yeso. Allí se pasaba las horas muertas el canónigo, juntando astillas y cascotes para reconstruir piezas magníficas de decoración arabesca, y hemos de reconocer que su trabajo resultaba a las veces de alguna utilidad para descubrir los agujeritos ratoniles de la Historia, empresa no despreciable, pues suele acontecer que por tales resquicios penetra la luz en las grandes cavidades obscuras.

El otro huésped de la casa, el angélico D. Tomé, sí que no se metía en tales averiguaciones. Hombre de modestia suma, ocultaba cuidadosamente lo poco que sabía, como si fuese delito. Con el platicaba Guerra más a gusto que con el sabio Palomeque, siendo preciso para ello violar el secreto de su estancia, pues don Tomé jamás iba a los cuartos de sus compañeros de hospedaje, como no le apremiaran con súplicas que casi equivalían a mandatos. Tratábale Teresa como a un niño y le cuidaba con solicitud, adivinándole los deseos, pues el pobrecito no era capaz de pedir ni un vaso de agua. Si alguna vez tenía que salir de noche, la bondadosa patrona, conociendo el miedo de su huésped a verse sólo en las calles obscuras, mandaba con él a la criada o asistenta vieja, para que le acompañase a la ida y a la vuelta. Gracias debía dar a Dios D. Tomé de haber caído en tales manos, pues con otra pupilera no le habrían faltado ocasiones de morirse de hambre, por aquella costumbre evangélica de no pedir nunca. Era, en fin, alma sencillísima, toda pureza y humildad, un ser en quien Dios moraba, por lo cual decía su patrona que no creyó que existiesen serafines en la tierra hasta que hubo conocido a D. Tomé.

El cual tenía su familia en Cebolla, de donde era natural. En Toledo le protegía el Deán, que le sacó la capellanía de las monjas de San Juan de la Penitencia, dotada con el estipendio de dos mil reales anuales, y obligación de decir en el convento setenta misas. Pero como esto no bastaba para vivir, D. Tomé, con el favor del jefe del cabildo, se agenció una lección de Historia en un colegio particular, que le producía otros dos mil realetes. Cuatro años llevaba ya en su obscuro magisterio, habiéndose lanzado también a empresas literarias, pues era autor de un Epítome para uso de los alumnos de Historia, en el cual embutió toda la de España, ochenta páginas escasas, en preguntas y respuestas. Un ejemplar de este manualito regaló a Guerra, que lo agradeció mucho. —94— Con los cuatro mil reales que en junto daban la capellanía y la cátedra, y además los ochavos del Epítome (que iba acompañado de un mapa sinóptico de todos los reyes de España), no sólo reunía lo bastante para vivir, sino que aún le sobraba algo que mandar a su familia, la cual vivía míseramente en Cebolla labrando el ingrato terruño. Las monjas querían a su capellán como a las niñas de sus ojos, y solían regalarle en las festividades platos de arroz con leche, sobre los cuales dibujaban con el polvillo de canela el letrero ¡viva Jesús!, y de vez en cuando le mandaban acericos muy primorosos. He aquí la explicación de que hubiera tantos en la casa.

No podía Guerra explicarse que siendo D. Tomé tan para poco, hombre de cuya conversación se podía sacar difícilmente una idea propia, le agradase tanto su trato, hasta el punto de que se pasaba con él largas horas, oyéndole decir las cosas más sabidas del mundo, las más elementales, pero que en sus labios tenían una seducción misteriosa. Observaba en él más fe que opiniones, fe de calidad exquisita, de esa que ni se discute ni piensa en discutir o examinar la incredulidad ajena. D. Tomé creía, sin cuidarse de que los demás negaran o dejaran de negar. No se le ocurría ser corifeo ni apóstol de sus creencias. Ángel le envidiaba su espíritu sereno, teniéndole por un ser absolutamente conforme consigo mismo, conformidad que es tal vez el supremo ideal del hombre. Hablando con él y acompañándole en su cuarto, mientras preparaba las lecciones, Guerra se echaba a discurrir o imaginar cómo sería el estado interior de don Tomé, qué pensaría, qué sentiría. ¿Acaso juzgaría del mundo por los pecadillos que le confesaban las monjas? ¿Por ventura carecía en absoluto de imaginación, y era un ser incompleto, a quien la magnitud de su imperfección hacía parecer perfecto? ¿A qué sonarían en los huecos de aquella mansa naturaleza las pasiones humanas? Estos misterios y enigmas atraían más a Guerra hacia el capellán angélico, y el afecto que le inspiraba era quizás una exaltación de la curiosidad científica. Queríale sin duda y le mimaba con cariño semejante al que un sabio entomólogo siente hacia el insecto raro y desconocido que le cae en las manos.

II

Las más de las tardes iba Guerra a ver a Leré, quien le recibía en el patio, delante de la puerta que daba al otro patio que fue morisca alfagia, y era ya corral de vecindad, donde hormigueaba un pueblo indigente y pintoresco, entre destrozados arcos de herradura y podridas vigas con restos de alharaca. Justina se hallaba casi siempre presente, y si el tiempo se ponía malo, o lloviznaba, se metían todos en el cuarto bajo, donde estaba el monstruo, a veces encima de la mesa, a veces en el suelo, acurrucado en una estera. En dicha sala había un piano decrépito, horizontal, de teclas amarillas y cansadas, tan opaco de sonidos, que estos parecían fantasmas de notas. En aquel veterano instrumento se educó el colosal ingenio músico de Sabas, el hermanito de Leré. Los chiquillos de Justina enredaban sin sosiego; el monstruo mugía de vez en cuando. La sociedad que amenizaba la visita no podía ser más candorosa, y para colmo de inocencia, Ángel solía llevar alguna tarde a D. Tomé, el cual se sentaba en un banco de madera, o en la silleta del piano, y de allí no se movía, entretenido en jugar con los dos pequeñuelos o en hacerle preguntas a Ildefonso, examinándole de Historia, en la cual, dígase de paso, estaba el chico bastante flojo.

Lo que más agradaba a Guerra, en los paliques con la que fue su criada, era no encontrar en ella el mohín antipático ni el tonillo insufrible que suelen adoptar las personas que hoy se dan a la vida piadosa. Leré no hablaba de cosas de fe si de ello no se le hablaba; no hacía pinitos de perfección, no se quejaba de su marcada discrepancia con el mundo presente, y hablaba y discurría como si todo cuanto la rodeaba estuviese en completa conformidad con ella. Guerra la veía como a persona de pasados tiempos, y a veces hasta encontraba cierto parentesco entre la niña de los ojos temblones y el niño—hombre D. Tomé.

La dulzura y armonía de aquellas pláticas solía turbarlas el padre Mancebo las tardes que aportaba por allí, pues quería meter baza en todo, ridiculizando el misticismo de su sobrina. Gastaba el buen señor por aquellos días un geniecillo de mil demonios, y su cara habría revelado toda la acidez y amargura que le andaba por dentro, si no la tapara casi totalmente con los enormes espejuelos montados en plata. Guerra quería quitárselo de encima, echándoselo a don Tomé; D. Francisco mordía un momento el cebo, daba dos hocicadas al bueno del capellán, y volvía después contra la pareja.

Una tarde, antes de que llegara el beneficiado, rieron de lo lindo, comentando Leré con buena sombra el empeño de su tío de casarla con Pepito Illán. Pintó el carácter de D. Francisco, encareciendo sus buenas cualidades y atenuando sus defectos, y afirmó, por último, que su familia no necesitaba de ella para nada. Sólo estaba presente aquella tarde el monstruo, que no hacía más que mirarles atento y cariñoso, como perro manso. Con la mayor naturalidad del mundo dijo Leré que Dios había vuelto a hablarle de su porvenir religioso, incitándola a entrar en la orden de más trabajo y de mayor humildad, y advirtiéndole que no tenía por qué cuidarse de su familia, pues la familia corría de cuenta de Él.

—Por más que digas —observó Ángel—, a quien se comunicaba el entusiasmo de su amiga—, no hay orden bastante digna de que tú entres en ella. Estas noches, pensando en ti, se me ha ocurrido que debíamos fundar una orden nueva, para ti exclusivamente.

Reíase Leré de estos despropósitos, a los cuales contestó: «Eso es orgullo. ¡Una orden para mí sola! Hasta imaginarlo es pecado».

—Quiero decir que la fundes tú, y luego entrarán otras a ponerse bajo tu autoridad.

—¡Autoridad yo! ¡qué locura! ¡Autoridad quien ha nacido para la esclavitud!

—Déjate de esclavitudes, hija mía. De Dios, puedes ser todo lo esclava que quieras; pero en tu comunidad mandarás como superiora, y harás reglas o constituciones para que las cumplan las demás hermanas. Vamos, piénsalo. Pondremos a tu tío de capellán, a Ildefonso de acólito; yo me cuidaré de todo lo externo de la dotación, y construiremos una iglesia magnífica, en la cual pondré mi sepulcro.

Los ojos de Leré relampagueaban. Nunca los vio Guerra más bailones.

—Y traeré el cuerpo de Ción para sepultarlo allí con nosotros. Tendrás en vida toda la clausura que quieras, y rejas dobles, triples o cuádruples. Pero haremos un hermoso locutorio donde poder hablar, tú de la reja para adentro, yo de la reja para afuera. Y... ya digo, labraré mi sepulcro en la iglesia...

—No diga usted más disparates, y guarde el dinero para otras cosas. ¿A qué fundar lo que existe?

—Pero ven acá: lo que han hecho otros señores, cuya memoria se perpetúa en las iglesias toledanas, el conde de Orgaz, por ejemplo, D. Gonzalo Ruiz de Toledo, ¿por qué no he de hacerlo yo? Yo te fundaré una casa de oración y recogimiento. Presidirás tu comunidad, usando báculo en los actos de coro. Leré soltó la carcajada.

—¡Miren que yo con báculo! D. Ángel no me haga usted reír con sus locuras.

Con estas y otras cosas se iba exaltando el hombre, hasta llegar a un punto tal que no sabía lo que se pescaba. Una tarde, Mancebo se presentó de muy mal talante. Después de saludar tibiamente a Guerra, encarose con su sobrina, y levantándose las vidrieras, le mostró sus ojos. «¿Ves —le dijo—, ves cómo me estoy poniendo? La luz me daña de tal modo, que no puedo resistir el escozor y la pena que me causa. Me parece, Sr. D. Ángel, me parece, Lorenza, que de esta se me apagan los candiles. Antes de un año estaré completamente ciego, y entonces... no quiero pensarlo; ¿quién cuidará de esta pobre familia? ¿quién mirará por ti desgraciado, (Al monstruo, tirándole de una oreja.) quién...?».

La afectación de estas palabras, aunque bien disimulada, no escapó a la perspicacia de las dos personas que le oían. Leré sabía calarle bien, y entendió la intención de aquel argumento de la ceguera. «Si ese caso llegara —le dijo—, y ojalá no llegué, significaría que Dios quiere probarle a usted, ver si tiene paciencia, conformidad con la desgracia. Acostúmbrese, como yo, a la idea de que cuantos infortunios vengan sobre nosotros los merecemos; considere que cada día que pasa sin enfermar, sin rompernos la crisma o que darnos a pedir limosna, es un favor muy señalado. Cuando viene el mal, no hay que pensar que se nos castiga, sino que dejan de protegernos. Lo mismo digo del morir: cada día que vivimos es un perdón o benignidad de la muerte, la cual nos afloja un poquito la cuerda con que nos tiene amarrados.

—Bueno. ¿Y todo eso —dijo Mancebo con amarga burla—, es para recomendarme que me ponga a tocar las castañuelas en celebración de que pierdo la vista? ¡Bonito consuelo, bonito modo de ver las cosas, y bonita santidad la tuya!

—Tío —replicó Leré gravemente—, lo que yo he dicho lo comprende usted mejor que nadie, porque es buen cristiano; pero ahora se hace el tonto porque le conviene.

—Cabal, quieres probarnos que es un gusto ser ciego, como hace días te empeñabas en convencerme de que no hay mayor delicia que morirse de hambre... justo, y que la mayor de las satisfacciones es pedir limosna de puerta en puerta, ¡zapa! Y al paso que vamos, (Incomodándos.) con tu manía de abandonarnos y de despreciar las buenas proporciones, pronto se realizarán tus deseos, y viviremos todos en esos espacios celestiales de la mendicidad que tanto te entusiasman... Pero usted señor D. Ángel, ¿qué hace que no me apoya? ¡Ay! porque a usted también le tiene medio embaucado, ya lo voy viendo, porque usted le hace caso y la toma por lo serio. El mejor día regala este señor todo su caudal a la Beneficencia, y se sale por ahí soga al cuello y un bordón de peregrino, pidiendo para las ánimas. No sería, que a eso vamos todos. Saldremos por los caminos a pordiosear; mi señor D. Ángel se echará a cuestas al fenómeno este, el beneficiado ciego llevará de la mano a los chicos menores y así, entre todos, haremos un bonito cuadro para hacer llorar a los que pasen.

Ángel se reía de la profunda seriedad con que soltaba Mancebo estos disparates, y el buen presbítero, que aquella tarde traía un humor de perros, se paseaba por la estancia dando pisotones para entrar en calor, subiéndose y bajándose las galerías de cristales a cada momento. Leré no se inmutaba; su temple era siempre el mismo; ni las bromas displicentes, ni las veras amargas de su tío, hacían mella en su voluntad diamantina. Ángel quiso echar a broma el asunto, y contestó a Mancebo en esta forma:

¿Pero no sabe usted, Sr. D. Francisco de mi alma, que Leré y yo hemos hecho un convenio? Justamente estábamos esperándole a usted para que nos diera su opinión.

—¡Un convenio! ¿Y qué es ello?

—Pues hemos resuelto dedicarnos, cada uno en su esfera, a la abstinencia, y a mirar por los desgraciados. 

—Pues miren por mí, ¡zapa! miren por mí que soy el número uno.

—Espérese usted. Hemos convenido en establecer una orden semejante a la que fundó aquí, hace trescientos años una Princesa de Portugal, con el nombre de La Vida Pobre.

—¡Más pobreza, hombre, más pobreza! (Pateando.) ¿Les parece que no hay todavía bastante pobretería en este mundo? ¡Vaya, que los dos están tontos de remate!

—Calma, amigo, paciencia. Hemos convenido en que yo dedicaré todo lo que tengo a realizar esta idea. Y contábamos con usted, como co—fundador, a fin de...

—¡Yo co—fundador! (Echando chispas.) ¿De qué, hombre? ¿Qué demonios voy yo a co... fundar?

—Pues será usted apóstol de la nueva orden; mas para ello es preciso que se arranque a dar a los pobres todo lo que posee.

—¿Yo? Si yo no tengo ni tampoco un... ¿Quién ha dicho que yo tengo algo? (Trinando.) ¿Ha sido esta embustera?

—Lo dice la voz pública. Usted pasa por hombre que guarda mucho dinero.

—Don Ángel, no me queme la sangre... No se burle de un desgraciado clérigo, que...

Leré intervino para apaciguarle y cortar la broma que tanto le exaltaba. «Dígale usted, tío, que no necesitamos fundaciones, porque la pobreza, fundada la tenemos en casa, y muy a gusto en ella. El Señor le hizo a usted pobre, y pobre le conservará mientras viva, rodeado de trabajos y contrariedades. ¿No es verdad que eso le gusta, y adelante con la cruz?

—¡Adelante, sí! (Con sarcasmo.) Vengan hambres, fríos, y por añadidura, enfermedades, ceguera, y cuanto Dios quiera mandarme. Claro que aguantaré. ¡Qué remedio...! Pero de eso a que me ponga a bailar de gusto porque me estoy quedando ciego... Don Ángel, hágame usted el favor...

—Cada cual —dijo Leré—, ve estas cosas a su manera. Yo acepto con alegría todas las cruces que el Señor quiera echar sobre mí; y si mañana tuviera que pedir una limosna por las calles, y me encontrara toda baldada, llena de úlceras o de lepra asquerosa, no estaría menos tranquila que ahora con salud y el pan asegurado, gracias a mi tío, que se desvive por nosotros. Y si me quedara ciega, andaría palpando las paredes; y si perdiese las piernas, me estaría sentada, ¿y qué? sentadita en el santo suelo, pensando que Dios me querría tanto más cuanto más baja me pusiera. ¿Qué me importan las enfermedades, la esclavitud, los trabajos y el desprecio del género humano, si lo que tengo dentro de mí persiste libre y sano y alegre? ¿Qué me importa causar repugnancia a todo el mundo, si Dios me da a entender que me quiere? Tío, convénzase usted de que el desamparo es un bien positivo, y el no tener nada tenerlo todo, y el ser rechazado en todas partes la mejor compañía, y el estar enfermo prepararse para la verdadera salud, y el cegar ver, y el hundirse subir, subir y llegar hasta arriba. Todo se reduce a esperar en calma, esperar siempre, pensando en la verdadera vida. Tío, espere usted; y si viene la ceguera, que venga; y si viene la mendicidad, que venga; y si viene todo el mal en la forma más horrible, y las plagas de Egipto y el Diluvio Universal, que vengan.

Don Francisco empezó a balbucir. Algo, sin duda quería responder; pero no encontraba palabras apropiadas al caso. Retirose huido, refunfuñando. Después de aquellas solemnes declaraciones de Leré, Guerra la tuvo por completamente perdida, en el concepto de que era locura pretender desviarla del inalterable rumbo que llevaba, como un planeta. A quien de tal modo pensaba, a quien tan tranquilamente y tan sin afectación decía su pensamiento, no se le podía conquistar con intereses circunstanciales. Echarse a cuestas una montaña habría sido empresa más fácil que domar aquel carácter duro y de un peso ingente, de una homogeneidad abrumadora. «Es figura de otros tiempos —decía Ángel para sí—, y asisto a una milagrosa resurrección de lo pasado».

Y a medida que la última esperanza de humanizarla extinguiéndose iba, más honda era la atracción que su divinidad ejercía sobre él. Llegó la última de las tardes que permitían aquel visiteo, y la idea de que pronto dejaría de verla le sacaba de quicio. Al despedirse, indicole sus deseos de visitarla alguna vez en casa de las Hermanas, si éstas lo consentían, y ella le contestó que, pasado algún tiempo, no habría para ello dificultad, pues la congregación no tenía clausura, y las profesas y novicias podían recibir en ciertos días a sus parientes y amigos. Al decirlo, daba a entender también que recibiría gusto de verle, y lo expresaba con la mayor pureza y sin gazmoñería. Guerra vio en esto como un sentimiento de amistad angélica, a la manera de la que ha existido entre santos, o entre los que estaban en camino de serlo.

—¿De modo que podré verte, y echar un parrafito contigo? ¿No temes que alguien interprete mal...?

—¿Yo...? (Encogiéndose de hombros.) No temo nada. Nada, en efecto, temía. El mal, en cualquier forma que tomase dentro de lo humano, no tenía significación alguna para un alma tan fuerte, tan aplomada y segura de sí misma. El miedo es la forma de nuestra subordinación a las leyes físicas, y Leré se había emancipado en absoluto de las leyes físicas, no pensando nunca en ellas, o mirándolas como accidentes pasajeros y sin importancia.

III

Volvió Leré a las Hermanitas del Socorro un día de la segunda quincena de Diciembre, próximas ya las fiestas de Navidad. Guerra paseó aquella tarde con don Tomé, que parecía más comunicativo que de ordinario, y hablaron de cosas de ultratumba, maravillándose Ángel de la sencillez de catecismo con que el autor del Epítome refería los trámites de la muerte, y de nuestro traspaso de una vida a otra. Después de dar varias vueltas por el Miradero y los altos del Alcázar, fueron a cenar, y Guerra volvió a salir para engañar el tiempo en la tertulia de su tío D. Suero, donde vio al canónigo Pintado jugando al tresillo con el alcalde de la ciudad. Aburrido se fue de allí, y divagó larguísimo rato de calle en calle, yendo a parar, por instintiva querencia, a la solitaria judería. La noche no estaba para rondas de enamorado, ni aun tratándose de pasiones, como aquélla, tan espirituales y seráficas, porque el frío era glacial, y venía del Norte un vientecillo barbero que descañonaba. Retirose con el embozo hasta las orejas, por las sombrías calles, sin encontrar alma viviente, y andando andando por aquel pueblo de pesadilla, echábase la sonda para reconocer la extensión del contagio místico que invadía su alma. Semejante contagio podía atribuirse al medio ambiente, al roce del arte religioso, a las lecturas, a la soledad, y principalmente a la influencia de Leré. Y el misticismo determinaba en él fenómenos muy singulares, verbigracia: la memoria de su hija Ción había tomado forma bien distinta de las memorias que los muertos queridos suelen dejarnos. En sus horas de soledad, creía sentirla en torno suyo, revoloteando, y siempre que su pensamiento se enardecía, hasta levantar llama vigorosa y crujiente como de zarzales inflamados, la imagen risueña y juguetona de la chiquilla giraba en torno queriendo quemarse en él. También le perseguía el recuerdo de doña Sales, a quien no veía ya tan ceñuda y altanera como en vida, y para colmo de extrañeza, empezaba a creer que su madre había tenido razón contra él en la mayor parte de las cuestiones que les dividieron. De Dulce se acordaba ya pocas veces; y no le era el recuerdo desagradable. Pero el fenómeno más extraño que encontraba al calar de la sonda era que, a excepción de los pocos muertos y vivos que interesaban de alguna manera a su corazón, toda la humanidad le iba siendo cada día más antipática. En Toledo mismo, lo personal no participaba de los encantos de lo material e insensible. Las piedras, la substancia artística, en que se encarnaba el ánima penitente de los tiempos pasados, tenía todo el atractivo que faltaba a las personas, expresión de la vulgaridad presente, y que parecían no alentar más vida que la puramente mecánica. Don Suero le resultaba tan antipático como los Medinas y Taramundi de Madrid, antipático el canónigo Palomeque con su sabiduría indigesta, antipático el padre Mancebo por su utilitarismo, D. León Pintado por su fatuidad. Los seres humildes y cuitados como D. Tomé, los que llevaban el fardo de la vida sin quejarse, como Justina y su marido, los de ánimo tranquilo y alegre como Teresa Pantoja, los chiquillos traviesos y de buena índole como Ildefonso, merecían su afecto, y entre ellos gustaba de buscar fraternidad y compañía. Con esta manera nueva de pensar y sentir, iba arraigándose en su espíritu la idea de aislarse, de apartarse sistemáticamente de una sociedad que se le indigestaba, viviendo por sí y para sí, solo o con las amistades que más le agradasen.

Retirábase por Santo Tomé y el Salvador, cuando al atravesar la cuesta de la Portería oyó una voz que clamaba como quien pide socorro. El sitio era solitario, fosco, siniestro, apropiado a los tapadijos galantes y a los acechos de la traición; la calleja se replegaba en la más intensa obscuridad, y sólo al medio de ella, traspasado el segundo recodo, distinguíase a lo lejos la lucecilla de un farol colgado como a cinco varas del suelo delante de un Cristo que llaman de la Buena Muerte, con melena y enagüillas, en mohoso nicho cubierto de alambrera. Avanzó en seguimiento de la triste voz, hasta llegar a un espacio irregular formado por las tapias de Santa Úrsula y los paredones de la casa de los Toledos, plazoleta que merece el nombre de ratonera, porque la salida de ella es difícil para quien no sepa encontrar los pasadizos o callejones, que más bien son grietas, por los cuales tiene que escurrirse el transeúnte. El lugar no podía ser más propicio a la exaltación romántica. ¡Cuántas veces, al pasar de noche por recodos como aquel, veía Guerra desprenderse de las tenebrosas tapias toda la leyenda Zorrillesca! Tenía que encadenar su imaginación para ponerse en la realidad del tiempo, pues hasta el eco de los pasos parece sonar allí con la cadencia del romance. Aquella noche la ilusión era completa, y la desconocida voz gemebunda debía de pertenecer a un tipo con gregüescos y jubón de vellorí, que acababa de ser ensartado por otro del mismo empaque, y éste andaría por allí también, debajo del farolillo, dispuesto a despanzurrar al primer cristiano que pasase.

Cuando estuvo más cerca del que daba las voces, oyó que éstas eran blasfemias y porquerías desvergonzadas, no ciertamente en el estilo del siglo XVI, pues no decía voto a sanes ni pardiez, sino otros términos feos y chabacanos. Guerra no le veía. Llamó y dijo: «¿Quién es, qué ocurre?» y vio que del ángulo obscuro de la plazuela salía un bulto, derecho hacia él, y oyó claramente estas palabras: «Demonio de pueblo... Maldito sea quien me trajo acá... ¡Me caso con la Catedral, tío Carando pastelero!... ¿Pero, dónde demonios me he metido yo?... ¡Eh! buen hombre... Ayúdeme a salir de este hoyo maldito».

Queriendo reconocerle más por la voz que por la figura, que distinguir no podía, le echó mano al pescuezo, y llevándole bajo la mortecina luz del lamparín de la imagen, vio que era D. Pito en persona.

El cual, conociéndole al punto también, exclamó con alegría: «D. Ángel... ¡Qué encuentro, yemas!... ¡Me caso...!»

—¿Pero qué le pasa a usted?

—No me hable, hombre, que estoy mareado, que estoy loco. ¡Me caso con Toledo y con quien inventó este pueblo de pateta! Así le dieran fuego por los cuatro costados. Nada, que me he perdido, y vuelta de afuera, vuelta de adentro, demorando aquí, demorando allá, vine a dar a este saco, y a donde quiera que me vuelvo, ¡yemas! doy con el tajamar en una pared. Nunca he visto otra. Dos horas hace que salí de la posada y no puedo volver. ¡Carando con el pueblecito éste! Si éstas no son calles, sino agujeros de Tatas... ¡Y qué tinieblas, qué soledad!... Ni en medio de la mar. Dos horas, dos horas dando repiquetes sin poder encontrar la ruta. Quería balizarme por la torre de la Catedral, y cuando la dejaba demorando por estribor, se me aparecía por babor... Si no sale usted, compadre, creo que aquí me encuentran heladito por la mañana, porque ya no puedo con mi alma.

—Vamos, ya está usted en salvo. Yo le llevaré a su casa. ¿Dónde es?

—¿Mi casa...? ¿Mi casa...? —dijo D. Pito mirándole con estupidez, y echando sobre la cara de su interlocutor un vaho de aguardiente que tumbaba.

—¿Es la fonda del Lino, la Imperial?

—No, fonda no es. Verá usted. Déjeme fijar esta condenada cabeza, que con las vueltas de las calles se me ha puesto perdida.

—¿Ha venido solo a Toledo?

—No, hombre. ¿Cree usted que vengo yo a esta madriguera si no me traen a rastras? Ay, Dios mío; cómo me han puesto esta cabeza las calles... ¡Qué lío! Con un temporal duro me entiendo mejor que con estas correntadas y este ciclón de casas, que no hay cristiano que sepa tangentearlo. Pues verá usted... el demonio me trajo aquí, un demonio con faldas, que diciendo faldas se dice cosa mala. Figúrese usted que esta noche, después de la cena, me sentí con ganas de taparle las grietas al frío, ¡pateta! porque mire usted que hace frío en este lugarón, y salí diciendo «vuelvo», y la vuelta ha sido que me perdí en estas calles traicioneras, y mientras más daba para avante, más perdido; y doy para atrás, moderando, y más perdido, hasta que no sabiendo por donde tirar, caigo de rodillas medio yerto de frío, y llamo a Dios, ¡Carando! y como no me hace caso, llamo a todos los demonios, ¡yemas! y si no es por usted que sale, doy fondo en la eternidad.

—Pero sepamos dónde vive —dijo Guerra llevándole por la calle de la Ciudad—. Me figuro con quién vino. ¿En qué fonda están?

—No es fonda; la llaman posada, y es punto de mucha arribada de mulas y arrieros. ¿Se llama?... ¿a ver? Pues se me ha olvidado la numeral. Lo que recuerdo bien es que está cerca de la plaza del Zoco... no sé qué.

—¿La posada de la Sangre, la de Santa Clara?

—No, hijo; no es cosa de sangre clara ni espesa. Suena más bien a cosa de muebles.

—Ya, la posada de la Sillería —dijo Guerra, recordando que aquel establecimiento y el llamado de Remenditos pertenecían a unos parientes de doña Catalina de Alencastre.

—Justo de la Sillería, ¡yemas! Eso es... Lléveme allí, que el frío es de patente.

—Estamos bastante lejos. En marcha.

Guiando hacia la plaza del Ayuntamiento, fue asaltado Guerra de una idea que le contrariaba. Temía el encuentro con Dulce.

—Pero es inútil ir allá —dijo—. Son más de las doce y la posada estará cerrada.

—Entonces, ¡yemas! ¡Carando!... Me quedaré en la santísima calle. ¡Me caso con el arzobispo y con el hijo de tal que inventó este lugar de mil demonios!

—Ea; no chillar. Yo le alojaré a usted hasta mañana. Véngase conmigo.

—Hombre, muchísimas gracias. Veo que el párvulo se ha humanizado, pues la última vez que nos vimos me trató como a un negro.

—Cierto —dijo Guerra, recordando con disgusto y vergüenza la brutal escena en casa de Dulce—. Pero aquello debe olvidarse. Estaba yo de mal talante aquel día.

—Y tan malo. Pero en fin, no soy rencoroso, y si tocan a perdonar, por mi parte... perdonado todo, amén, y amigos otra vez... Y dígame: ¿en este pueblo cierran muy tarde las... los... establecimientos?

—No encontrará usted abierta ninguna taberna. Al vicio que espere hasta mañana. De veras que hace frío.

—Si parece esto el banco de Terranova. No me siento la nariz ni las manos. Nunca en otra me vi. Dígame, compañero, ¿aquello que allí se ve no será un establecimiento?

—Si es la Catedral, hombre. Y este otro edificio la Casa Consistorial.

—La Catedral, sí, muy señora mía. Entre Dulce y Catalina me han mareado hoy de firme, enseñándomela. Que mire usted esto, que mire aquello. ¡Ay, qué jaqueca! Yo no lo entiendo, y sólo me ha parecido de mucha largura. Compadre, cuidado que es eslora esta... ¡y qué puntal!

—Sí, gran edificio. ¿Conque tenemos aquí a la rica—hembra de Alencastre?

—Sí señor, y al rico macho también. ¿No sabe usted? Han heredado un castillo con cuatro torres, que dicen perteneció a esos reyes de pateta, tatarabuelos de Catalina. En fin, que embarcamos en el tren, y dimos fondo en el mesón, cuyos dueños son parientes de mi cuñada; buena gente, pero que tienen de príncipes tanto como usted y como yo. ¡Menudo pisto se da mi hermano Simón con los primos de su mujer! Sabrá usted que le colocaron; sí señor, en eso del Timbre, y ha venido aquí hecho un bajá de tres colas. Ello fue por mediación de un amigo que tiene en el Ministerio. Bailón les prestó los cuartos para pagar el pasaje en el tren. ¡Catalina trae unos humos...! Como que hoy se empeñaba en que habíamos de entrar a visitar al Cardenal, y yo le dije: «Sí mujer, no es flojo cardenal el que sacaremos tú y yo en salva la parte, del estacazo que nos van a dar cuando nos colemos en Palacio».

Siguieron por la calle de la Puerta Llana, y allí observaron que en la fría atmósfera flotaban puntos blancos y tenues, los cuales, al darles contra el rostro, les herían con punzante frialdad. Principiaba a nevar; el cielo parecía un pesado toldo que se desplomaba; neblina espesa envolvía los edificios, dando a la mole de la Catedral un aspecto desvanecido y fantástico.

—Compadre —dijo D. Pito hociqueando el ambiente turbio y glacial—, esto se pone feo. Mire qué cariz. Nievecita tenemos, y cerrazón. A mí denme malos tiempos de viento y mar, pero no me den horizontes cerrados. Dígame, este paredón de la santísima Catedral, ¿hasta donde llega? Hasta las islas Terceras cuando menos. Y aquel faro que allá arriba demora por la amura de babor, ¿qué puerto nos marca?

—Es la Virgen del Tiro, alumbrada con un farolillo. No nos detengamos, que el temporal arrecia.

—Avante toda... ¡A la vía!

De repente, el temporal descargó con furia, cual si se hubiera abierto un boquete en el cielo por donde se precipitaran en formidable chorro los corpúsculos de nieve, que volaban trazando rayas oblicuas del cielo a la tierra, y al poco tiempo ya blanqueaban los pisos. De la boca del capitán llovían furiosas maldiciones con granizo de blasfemias. La pendiente de la calle del Locum era un peligro en aquella difícil recalada: su estrechez tortuosa hacia más densa la obscuridad que en ella reinaba. D. Pito resbaló, cayendo al suelo dos o tres veces. «Agárrese usted a mi capa y sígame despacito —le dijo el otro—, palpando las paredes para poder avanzar paso a paso. La menuda nieve les envolvía y les cegaba; pero al fin, gracias a que el trayecto era corto, pudieron llegar sin ningún contratiempo. Guerra tenía llave, y entraron sin llamar. Todos los habitantes de la casa dormían el sueño de los justos.

IV

Ángel recomendó a D. Pito que no chistase, y subieron y encendieron luz. Ocurriósele entonces a Guerra albergar a su huésped en el cuarto donde Palomeque guardaba el carcomido fruto de sus investigaciones arqueológicas, al extremo del pasillo alto, en sitio fácilmente abordable. Andando de puntillas, condújole al museo, después de darle una buena manta para que se abrigase. Al marino le pareció de perlas el camarote, y se acomodó en una especie de tablado o rimero de maderas viejas que, según él, debían de ser del desguace del arca de Noé. En peores camas había dormido el hijo de su madre, paseando sus huesos de mundo en mundo y de mar a mar. Envolviose en la manta, y a roncar como un caballero. Buenas noches.

Al acostarse, Ángel se reía pensando en el bromazo que iba a dar a D. Isidro, y en la sorpresa de éste, por la mañana, cuando fuese a echar el primer vistazo, como de costumbre, a su histórico Rastro; pero otros pensamientos más graves le inquietaron antes de dormirse. Al día siguiente, D. Pito habría de volverse a la posada, y daría cuenta de su extravío, del encuentro con él en la calle, y de cómo recibió albergue en aquella casa. Inevitable acometida de Dulce, que sin duda había ido a Toledo con intentos de amorosa persecución; inevitable encontronazo de los Babeles. Esto le quitaba el sueño, pues el sentirse acosado por Dulce le mortificaba cruelmente, y el rechazar a su perseguidora repugnaba a su conciencia. No quería nada con ella, ni nada contra ella.

Por la mañana, antes de la hora a que acostumbraba levantarse, sintió desusado estruendo en la casa. Vistiose más que de prisa, figurándose lo que sería, y al salir tiritando, se ofreció a sus ojos el más desatinado rebullicio que en aquella casa se había visto desde que moraron en ella los Templarios. Palomeque con una espada mohosa de tazón, Teresa con una escoba, la criada con una badila y D. Tomé con nada, pues era hombre incapaz de esgrimir el arma más inocente, formaban como un cerco de sitiadores frente a la puerta del cuarto de los trastos góticos y sarracenos, y los tres, porque D. Tomé no hacía más que temblar, se animaban recíprocamente con bélicas expresiones: «¡Que salga ese tunante... salteador... que dé la cara, y verá...!»

Don Pito apareció en la puerta vociferando, y sin hacer ademanes de resistencia contra tan terrible aparato de batalla, les dijo: «Ea, señores, que yo no soy ladrón, ¡yemas! y cuidado con faltarme. Yo he venido aquí, porque me trajo mi amigo don Ángel».

Viendo reír a éste, desbaratose la equivocación, y la cólera de todos se trocó en bromas y cuchufletas. «Es el amigo Suintila —dijo Guerra—, que ha venido a pasar la noche en los restos de su palacio». Teresa preguntó a D. Pito qué quería para desayunarse, a lo que respondió el marino:

—¿Yo?... ¡qué pregunta! Tráigame ginebra de la Llave o de la Campana.

—¿Qué dice? Aquí no tenemos esos brebajes de llaves ni campanillas. Si quiere chocolate...

Renegó D. Pito de todo desayuno que no fuese de base alcohólica, y Ángel condescendió con un vicio que en mañana tan cruda tenía justificación, dadas las costumbres del inválido marino.

¿El señor es nauta? —dijo el canónigo frotándose las manos desesperadamente—. Vaya; por muchos años.

—Soy mareante, sí señor, y por mis pecados navego ahora por tierra firme, y he venido a embarrancar en este pueblo de pateta.

—Ea —le dijo su protector—, si no habla usted con decencia no le traigo la bebida. Aquí, mucha formalidad.

Don Tomé se alejó soplándose los dedos. Metiéronse los demás en el cuarto de Guerra, y allí le sirvieron el chocolate a D. Isidro, el cual, mirando la nevada al través de los cristales, decía: Toda blancura es hoy la gran Toledo. Buenas estarán esas calles de Dios. No verás hoy mi estampa, corito metropolitano. Traída la ginebra, D. Pito empezó a alumbrarse, y en su alegría voluble y decidora, llegó a tomarse confianzas con el canónigo. Guerra le miraba con lástima benévola, viendo en él, más que perversidad, abandono y miseria. Palomeque dijo que la mejor manera de calentarse era coger el picachón y emprenderla con la pared del patio, hasta derribarla y descubrir todos los fustes de la época goda. Don Tomé, sin hacer caso del mal tiempo, salió embozadito en su manteo para ir a decir su misa, y Teresa y la criada se ocupaban en palear la nieve en el patio. Desde abajo invitaron al arqueólogo a tomar parte en la faena, y él no se hizo de rogar, bajando con su picachón, que al punto tuvo que cambiar por humilde escoba. Ofrecía el patio un aspecto lindísimo, con los evónymus cargados de albos vellones, como clara de huevo bien batido, el aro del pozo revestido también de aquella nitidez inmaculada, y los canelones, aleros y postes con informes colgajos de lo mismo, que se desprendían y rebotaban, encharcando el suelo recién barrido por la diligente escoba de Palomeque. El cabello enteramente cano de Teresa amarilleaba junto a la excelsa blancura de nieve.

A Guerra le habían servido café, del cual tomó también D. Pito porción de tazas, y con esto y la ginebra se dispuso el hombre a resistir las más bajas temperaturas. Encendieron sendos tabacos, y abriendo la ventana, pusiéronse a contemplar el panorama estupendo de la ciudad con sus techumbres cubiertas de nieve, sus torres perfiladas de blanco luminoso como estrías de luciente cristal. En sus viajes no había visto D. Pito nada semejante, porque si las nevadas de Nueva York eran más densas, en ellas todo resultaba plano y sepulcral, mientras que Toledo parecía un oleaje gracioso, en el cual la espuma se hubiera endurecido con la rapidez de las mutaciones de teatro. La Catedral, con sus cresterías ribeteadas por finísimos junquillos de nieve, y su diversidad de proyecciones y angulosos contornos, presentaba a la vista un cariz de fantasmagoría chinesca. La torre se destacaba sobre el cielo vaporoso casi limpia, morena y pecosa entre tanta blancura, con sólo algunos toques de cascarilla en el capacete y en los picos de las tres coronas; más grande, más esbelta, más soñadora en medio de la desolación inherente al paisaje boreal. Creeríase que se estiraba y subía más. El sol luchaba por romper la neblina, y en ciertas partes del cielo esparcía destellos de oro. Pero la palidez diáfana y melancólica de la plata vencía, y lo más que lograba el sol era poner algunas hebras de su lumbre en la veleta de la torre o perfilar con ráfagas amarillentas las siluetas lejanas de la ciudad hacia el Nuncio, San José y Santo Domingo el Antiguo.

Don Pito se encontraba tan a gusto, que presumiendo le despedirían, se anticipó a la insinuación, en esta forma: «Estoy aquí como en el Paraíso, ciudadano Guerrita. No puede usted figurarse qué frío es aquel condenado posadón, y qué cargante la compañía de Catalina, que anoche se nos atufó, y salió con la gaita de siempre, diciéndonos que su familia venía del Emperador de Constantinopla, un tal palo gordo o no sé qué.

—Paleólogo, diría.

—Eso. ¡Y mi sobrina siempre suspirando, diciendo cosas que le hacen a uno llorar...! Esto no es para un viejo aburrido como yo, que a poco que le apuren se muere de tristeza (Súbitamente acometido de nostalgia.) ¡Ay, Dios mío! Quisiera que me tragara de una vez la tierra. ¡Carando! Me cansa la vida, y si no fuera por el bálsamo, ya me habría ido al fondo cien veces. Crea usted que esto de no ver nunca la mar es horrible. No lo comprenderá quien no haya vivido cincuenta años viéndola, oliéndola y pasándole la mano por el lomo desde el puente. Lo que yo quiero es que me recojan en un asilo naval o terrestre, donde me den de comer lo poquito que como y de beber lo que me dé la gana; porque sepa usted que en casa de mi hermano un día se ayuna y otro también... Ahora; que tiene empleo, creo yo que lo pasaremos lo mismo, porque los hijos son unos trápalas, menos Dulce, que es buena, eso sí, buena como una uva y con mucho talento, cabeza firme, razón clara. Pero desde que cierto párvulo la dejó, no se harta de llorar... y a mí las goteras me cargan. No estoy yo para consolar a nadie, sino para que me consuelen a mí.

—Si no fuera usted un borrachín, de fijo encontraría quien le amparase... Trabajar tanto, y no tener a la vejez ni casa ni hogar es triste cosa.

—¡Así paga el comercio a quien bien le ha servido! Los armadores se han hecho poderosos con mi trabajo, y aquí me tiene usted a mí sin una hebra. ¿Por qué? ¿Acaso por maldad? Yo probaré que no he sido malo. ¿Quiere usted, Sr. D. Ángel, que con sinceridad le confiese mis debilidades? (Excitándose y sosteniéndose los pantalones.) Pues se las confesaré. Mi flaco ha sido el jembrerío. La faldamenta me perdió. Cuanto gané se lo comieron ellas con sus boquitas monas. No podía yo remediar esta debilidad que siempre tuve, y ésta por rubia, la otra por trigueña, hacían de mí lo que les daba la gana. Pero yo pregunto: ¿pecados de faldas son para tanto castigo? ¡Ah! No señor. Yo conozco otros que fueron más mujeriegos que yo, y ahí los tiene usted en Nuevitas, en Cienfuegos, en Jamaica y Veracruz, abarrotados de dinero. Es el sino, el sino de la criatura. A ratos, de noche, cuando no he bebido y siento la penita en el estómago, me ocurre que si esto de mi mala suerte me vendrá de que anduve en aquel fregado de traer la esclavitud a Cuba. Pero, ¡me caso con San Francisco! Si otros que cargaron más que yo y los compraban y vendían como talegos de carbón, están ahí riquísimos con familia y mucha descendencia, llenos de felicidad. ¿Qué quiere decir esto, compadre? Que esta máquina del mundo anda muy mal gobernada, que el primer maquinista no hace caso, y se duerme, y la palanqueta del vapor está en manos del tercero y el cuarto, o de algún fogonero que no sabe lo que se pesca... Vamos a ver. ¿Acaso se me puede culpar a mí de haber inventado la trata? Yo no la inventé ¡yemas! Esclavos había cuando yo empecé, y del África iban para allá los barcos llenos. El tío que me crio, metiome en aquellos trajines, y si buenas onzas me ganaba hoy, buenos sustos me hacían pasar mañana los malditos ingleses, pues llevaba uno la vida vendida... Con que ya ve que no he sido malo, y que si lo fui, bien purgados tengo aquellos crímenes de pateta. Tenga usted compasión de mí, y vea de asegurarme los víveres. Yo me conformo y me avengo a todo, menos a beber agua, porque... peceras en el estómago crea usted que no convienen.

Profunda lástima de aquel hombre infeliz sentía Guerra, que oyó sus sinceridades con benévola atención, y no contestó a ellas hasta pasado un buen rato. Perdida la mirada en el espacio incoloro y triste que ante ella se extendía, Ángel meditaba, y de su meditación salió esta frase consoladora para el triste mareante: «¡Quién sabe... Puede ser que yo, algún día, le recoja a usted!».

Al decir esto cerró la ventana.

V

—Buena caridad sería esa —dijo D. Pito, arrimándose más al ascua que calentaba su aterido espíritu—. Y dígame, señor: ¿no me dejará estar aquí, donde me encuentro tan a gusto?

—Esta casa no es mía. Creo que debe usted marcharse... y luego podrá venirse por aquí cuando le parezca.

—Bien: con esa condición, apechugo con la posada. Mi sobrinita me estará echando muy de menos, por que soy el único que la consuela. Bien haría usted en correrse un poco por allá, pues de veras le quiere...

Las insinuaciones de aquel desdichado hallaban un eco piadoso en el corazón de Guerra, cuya sensibilidad, fácilmente excitable, respondía prontamente a cualquier demanda hecha por voz humilde. Compadecía sinceramente a la que fue su ilegal esposa, y casi casi sentía deseos de verla y abrazarla. La idea de que pudiera sufrir escaseces y miseria le mortificaba.

—Y crea usted —añadió D. Pito acomodándose junto al brasero que la criada introdujo—, crea usted que está muy mal la pobre. La madre y la hija siempre de puntas, porque ahora Catalina se empeña en casarla con un conde, digo, conde no es, sino un paleto rico, primo de ella; sólo que mi cuñada dice que el tal desciende del conde D. Duarte o D. Carando. También Dulce y su padre andan a la greña, porque Simón pretende que ella le trasborde el poquito dinero que le queda de lo que usted le dio al despedirse, y la noche que salimos de Madrid, el bruto de mi hermano la amenazó con sacudirle si no le largaba el portamonedas. Yo me cuadré, y como tengo este carácter hecho al mando, Simón se tuvo que callar. ¡Pobrecilla Dulce, es tan buena; pero tan buena...!

Ángel repetía el es tan buena; sus dudas y escrúpulos iban disipándose, y ganaba terreno en su espíritu la idea de consolar a la infeliz mujer, y servirle de escudo contra aquellos demonios de Babeles.

Toda la mañana se pasó en estas cosas, y hasta el mediodía no se decidió Guerra a dar el paso que don Pito le indicaba; pero estando próxima la hora de comer, acordaron despachar primero aquella importante función de la vida. Satisfecho y regocijado estaba el capitán de que su protector le convidara, y no poco se alegró también de ello Palomeque, que, como hombre ilustrado, gustaba de oír narrar proezas y trabajos de navegantes. El buen canónigo se asustó cuando Ángel dijo que saldría después de comer. «Hombre de Dios, ¿sabe usted cómo están esos pisos? En la nevada de hace tres años, había que bajar a gatas la cuesta del Locum, y aun así me resbalé, y por poco me rompo el espinazo. No, lo que es a mí no me coge la calle hasta que no haya blandura. No soy tampoco de esos que en días de nieve salen a ver ¡el panorama!... que suele ser un magnífico reuma, o pulmonía doble. Créanme, no hay en estos días panorama tan bonito como el de una buena cama, a las nueve de la noche. ¡Qué belleza, qué poesía la de las sábanas a poco de meterse usted en ellas! No, señores, a yantar se ha dicho.

Sentáronse a la mesa, y desde la sopa, lo mismo Guerra que Palomeque pinchaban a D. Pito para que se arrancase a contar las traídas de negros, cómo los sacaba del África ardiente, cómo los alijaba en Cuba pero el marino se resistía, con cierto pudor de humanidad, pareciendo más aficionado al buen cabrito que a la Historia. Por fin, con la persuasión de un soberbio Jerez que D. Isidro tenía en su armario y que reservaba para las grandes solemnidades, se desató la lengua del inválido, y a brochazo limpio refirió sus hazañas, dándoles, aunque parezca mentira, una significación humanitaria.

—Mire usted —decía dirigiéndose a Palomeque—, la cosa era sencilla. Arranchaba usted su goletica en la Madera o en Canarias, embarcando bastante agua y víveres, y ¡listo! al Sur. Se proveía usted de pintura para desfigurarse... un día el casco negro con troneras, otro día todo blanco, y con esto y cambiar algo el aparejo, se les daba la castaña a los cruceros. Hala, hala para el Sur cortando los alisios, con el viento siempre en la aleta de babor; pasaba usted rascando a San Vicente; quince grados más allá, la línea, y luego, mete para el golfo gobernando al Sudeste, demorando afuera si ventaba Levante duro, siempre con mucho quinqué en los cruceros ingleses, hasta que al fin reconocía usted la costa y el sitio que se le designaba, donde ya estaban los factores con el género tratado y dispuesto para embarcar. Le avisaban a usted desde tierra por medio de fogatas y otras señales convenidas. De noche se aproximaba usted, barajando la costa, y de día mar afuera. Venía la noche, y usted para dentro a meter otra partida, que se recogía en lanchas, veinte o treinta de cada barcada, bien amarraditos para que no se le escapasen. Digan lo que quieran, se les hacía un favor en sacarlos de allí, porque los reyes aquellos, más brutos que todas las cosas, les tenían ya por esclavos netos, y les hacían mil herejías, sacándoles los ojos y arrancándoles a latigazos las tiras de pellejo. ¡Pobrecitos! De aquel martirio les salvábamos nosotros, llevándolos a país civilizado. Y que les tratábamos bien a bordo, sí señor... Pues se echaba usted a la mar con su cargamento bien estivado en la bodega, ciento cincuenta, doscientas cabezas, unos chicarrones como castillos, bien trincados, se entiende, y si alguno enseñaba los colmillos, le daba usted un poquito de jabón... a contrapelo, y con este ten con ten, tan ricamente. Es raza humilde... ¡Animalitos de Dios! yo les quería mucho, y les daba de comer hasta que se hartaban. Cuando el tufo de sus cuerpos en la bodega era demasiado pestífero, les subía usted de dos en dos sobre cubierta y les baldeaba... Y ellos tan agradecidos... Y larga para la costa del Brasil en busca de los Sures, ¡hala, hala! ciñendo el viento, siempre con el ojo en el horizonte por si asomaba algún inglés. Podía suceder que con todas las precauciones no pudiera usted zafarse, y el crucero se le venía a usted encima. Cañonazo, pare usted y adiós mi dinero. El oficial entraba a bordo, y en cuanto ponía el pie sobre cubierta, ¡puf! se tapaba la nariz. No necesitaba mirar por las escotillas: el olfato denunciaba la estiva. Y ya tenemos trocados los papeles: le ponían a usted grillos y esposas, y me le soplaban allá donde Napoleón dio las tres voces... y no le oyeron; y lo más probable era que le ahorcaran a usted.

—¿Y los pobrecitos negros?

—A los pobres morenitos les había caído la lotería, pues en vez de ir a Cuba, donde estarían tan contentos, les llevaban a las posesiones inglesas, y allí... les vendían... Pues qué creía usted, ¿que les daban la libertad y un huevecito pasado encima?

Don Tomé estaba horrorizado. De sobremesa obsequiaron al capitán con aguardiente, del cual cató también D. Isidro en discreta cantidad para templar el estómago. Mas no fue posible conseguir del autor del Epítome que otro tanto hiciera, pues antes se dejara cortar el pescuezo que llevar a sus labios aquel infernal líquido.

Dejaron a Palomeque instalado en su cuarto, junto a un buen brasero, la lámpara encendida, y en la mesa los libros, dibujos y papeles, y salieron cerca ya del anochecer, tardando más de una hora en llegar a la plaza. Las calles ofrecían a cada instante tropiezos, estorbos y peligros: en algunos sitios, el suelo cristalizado obligábales a realizar actos de arriesgada gimnasia, en otros tenían que ir de la mano haciendo figuras como pareja de bailarines. Hallábase Guerra bien preparado para el frío, con mucha lana de pies a cabeza, calzado recio; no así don Pito, que llevaba botas veraniegas muy usadas y con mil averías; menguado gabán que al mísero cuerpo se ceñía, rasgando ojales y violentando botones, y el inseparable collarín de piel, de los de quita y pon, en medio de cuyos erizados pelos amarillos su cara de corcho ofrecía un aspecto de ferocidad felina que causaba miedo a los transeúntes. Por fin llegaron, y D. Pito se adelantó para subir presuroso y dar a Dulce la buena noticia.

Por el ancho portalón pasó Guerra a la extensa crujía, que más bien parecía patio cubierto, en el cual eran descargados los caballos y mulas antes de pasar a las cuadras por un hueco que a mano derecha se abría. Una de las puertas del fondo debía de ser de la cocina, pues allí brillaba lumbre, y de ella salían humo y vapor de condimentos castellanos, la nacional olla, compañera de la raza en todo el curso de la Historia, el patriótico aceite frito, que rechaza las invasiones extranjeras. A la izquierda, una desvencijada escalera, entre tabiques deslucidos, conducía a las habitaciones de dormir. En el suelo, paja y restos de granos, mezclados con la tierra, en la cual escarbaban las gallinas; el techo festoneado de telarañas; aquí y allí carros inclinados sobre las lanzas, y serones repletos unos sobre otros, ristras de ajos y cebollas, aperos, cabezales y arneses.

Lo primero que se echó Ángel a la cara al entrar en aquel recinto fue la respetable persona de D. Simón Babel, que salía de la cocina, acompañado de un sujeto de zamarra y gorra de pelo de conejo, con zapatones y faja negra, el cual, no era otro que el dueño del establecimiento, vástago ilustre de la rama primera de los Alencastres.

—Te repito, querido Blas —le decía D. Simón atusándose los bigotes—, que no admito tu hospedaje, si no me pones la cuenta. No hay parentesco que valga. No están los tiempos para estas generosidades. Cada uno mire por sí, a la inglesa, pues de otro modo no hay libertad para...

VI

La presencia de Ángel le cortó la palabra, y dejando al otro con la suya en la boca, se fue derecho hacia el que había sido su yerno por detrás de la iglesia, y con benevolencia y tiesura le dijo:

«Querido Ángel, ¡cuánto bueno por aquí...! Me alegro de verle. ¿Y qué me dice usted de mi destino? Yo no lo pretendí, pero tanto se empeñó el Ministro, que no tuve más remedio que aceptarlo, sacrificando mis ideas. Pero, ¡qué demonio! todos nos debemos al país, y si los que conocemos bien el tinglado, abandonáramos la Administración, ¿qué sería de ella? El Director me mandó venir sin pérdida de tiempo, porque está la provincia muy descuidada. Me he traído un auxiliar, que es de oro, y conoce perfectamente la localidad por haber sido aquí delegado de policía. Ya estamos con las manos en la masa. Amigo mío, no hay más remedio que ser inflexible, y reventar al que no tenga los libros corrientes, porque si no, ¿a dónde iríamos a parar? Yo le dije a D. Juan Francisco Camacho cuando se hizo cargo del Ministerio por tercera vez: «D. Juan Francisco, a recaudar, a recaudar a todo trance, y triplicaremos las rentas...»

El posadero, oyendo estas fanfarronadas, parecía orgulloso de su pariente, el cual comprendió al fin que ni la ocasión ni el sitio eran apropiados a una conferencia rentística, y dijo: «Pero le estoy entreteniendo, y usted querrá subir a ver a las... señoras».

A cada instante entraban arrieros con caballerías, en cuyas cargas blanqueaban los toques de nieve, así como en los sombreros redondos de los hombres, vestidos de paño de color de oveja negra, algunos con capa burda, que sacudían al entrar. Descargaban las caballerías y las llevaban a darles pienso, y pateando fuerte para entrar en calor, se iban a la cocina a calentarse. Tufo espeso de fritangas, humazo de leña verde y de paja llenaban el edificio, y por todo él oíanse las entonadas voces de los huéspedes, que a gritos, como es costumbre en la gente aldeana, daban cuenta del mal estado de los caminos. Subió Ángel, y en el pasillo de puertas verdes numeradas, encontró a Dulce que al encuentro le salía, y se abrazaron con muestras de mutuo cariño, como si nada hubiera pasado».

«Hijo mío, te esperaba, cree que te esperaba. No podías tú dejar de venir, ni yo acostumbrarme a la idea de que no vinieras».

A Guerra le sorprendió la flaqueza cimbreante de su antiguo amor, a quien veía como si hubiera mediado una ausencia de dos o tres años. Llevole Dulce a un aposento cuyo techo se cogía con las manos, y cuyo piso de baldosín más bien parecía tejado, por la inclinación. En el mezquino rectángulo de la tal pieza había dos camas jorobadas, con mantas rucias y sin colcha, como las de los hospitales, un espejo guasón que ponía en solfa las caras, torciéndoles los ojos y llenándolas de flemones, una percha manca, un barreño con lañaduras, y dos o tres baúles en representación de las sillas y sofás ausentes.

—¡Ay, hijo —prosiguió Dulce—, no puedes figurarte lo mal que estoy! Yo me habría ido a otra casa mejor; pero mamá se empeñó en venir aquí por estar al lado de la familia. No puedo acostumbrarme a estos cuartos horribles, a estos pisos que parecen la montaña rusa, a este desamparo, a este frío. Luego, el ruido, ¡pero qué ruido, qué barullo toda la noche y todo el santo día! No cesan de entrar y salir paletos con mulas y caballos, dando unas patadas... A media noche salen el coche de Illescas, el de Orgaz, y qué sé yo qué... Todo se vuelve gritos, relinchos, coces... ¿Has visto alguna vez cuartos más indecentes? No soy yo para esto, acostumbrada a mi casita modesta, pero cómoda y limpia.

Compadecido y lleno de piedad, Guerra le prometió mejorarla de alojamiento, y cuidar de ella y de su salud.

—Yo me avengo a todo —añadió Dulce con ternura—, con tal que me quieras. Contigo, viviría... aquí, que es cuanto hay que decir.

En esto entró doña Catalina, con el mantón por la cabeza, diciendo: «¿En dónde está ese pícaro? ¡Ay, Ángel, qué gusto verle! ¿Y qué tal? ¿Pero ha visto usted qué frío? Anoche creí que nos helábamos, porque como aquí no se estilan alfombras, ni chimeneas, ni portieres... Con que cuénteme... Pero nosotras somos las que tenemos que contar, porque al fin, gracias a Dios, hemos mejorado de fortuna, y además me ha caído una herencia. Ahora vamos bien; pondremos casa en Toledo; allá la quitamos; D. José Bailón se encargó de mandarnos los muebles en pequeña velocidad, y para entonces vendrá también Arístides. Tomaremos una casa baratita, porque aún estamos algo atrasados, y aunque Simón gana, conviene economizar y prepararse para otra tormenta que pueda venir. Mala cabeza es Simón; pero, descuide usted, que yo le meteré en cintura. Trabajando se enderezan los caracteres torcidos y no hay cosa más mala que la holganza, porque vicia al sano, embrutece al agudo y, como la polilla, va minando y destruyendo las casas.

Admirábase Guerra de ver a doña Catalina tan razonable, y bendijo el cambio de fortuna, que parecía haber echado tapas y medias suelas a los cerebros de toda la familia. En esto apareció de nuevo D. Simón dando resoplidos y estirándose los bigotes en toda su imponente largura.

—Ángel se quedará a cenar con nosotros —dijo—. Esto no es un Lhardy, ni mucho menos; pero hay voluntad. En nombre de los dueños de la casa que son gentes muy guapas, está usted convidado.

—Éste no cena aquí, papá. Cenad vosotros —dijo Dulce, que deseaba quedarse sola con su antiguo y para ella reconquistado amor.

Dando una prueba más de discreción, doña Catalina se fue, llevándose al investigador del Timbre, a quien su hermano llamaba desde abajo para cenar.

—Conque cuéntame. (Abrazándole otra vez.) ¿Te has cansado ya de las tonterías esas de la santidad? No creas que he perdido el tiempo. En dos días que llevo aquí, he brujuleado, y por unas conocidas mías que son vecinas del padre Mancebo, sé que ese caprichillo tuyo persiste en ser beata y no te hace maldito caso. Más vale así.

Muy mal supieron a Guerra estas palabras, y reprimiendo su enojo, contestó:

—Si quieres que seamos amigos, no nombres a esa persona delante de mí, ni te ocupes de ella.

—Bueno: eso quiere decir, o que el chasco ha sido tremendo, o que...

—Significa que esa persona es sagrada para mí, y debe serlo para todos los que me aprecian. No tengo que decirte más.

Dulce sofocaba su pena, haciendo presión fuerte, sobre sí misma para no reñir. Largo rato charlaron, Guerra con propósito de no herirla, ella hiriéndose tontamente en los avances que daba para descubrir lo que su amante no quería revelarle. Otra vez les llamó a cenar doña Catalina, dando golpecitos en la puerta, y para que no se interpretara mal encierro tan a deshora, bajaron ambos y se sentaron a la mesa en un aposento próximo a la cocina y que más bien parecía prolongación de ella. La mesa en que cenaban los Alencastres tenía privilegio de manteles, loza menos tosca que los servicios ordinarios de la casa, y en vez de jarros de vino, botellas y copas. En la cocina comían los arrieros con villanesca algazara, atizándose tragos como puños, consumiendo en un decir Jesús las calderadas de patatas, las sartenadas de migas, y los cabritos asados con cabeza, que parecían gatos. A Guerra le hacía muchísima gracia aquella sociedad rancia y castiza, y veía cierta dignidad quijotil en los enjutos tipos vestidos de paño pardo, pantalón corto de trampa, sombrero de veludillo y medias azules, otros de capote y gorra de piel. Las mujeres con sus abigarrados refajos, la saya de estameña negra y los moños de picaporte, no le resultaban tan airosas como los hombres; pero el habla de todos ellos era gallarda, noble en su elemental rudeza, bien matizada de acentos e inflexiones robustas, y si no enteramente limpia de algún feo barbarismo, de los que suenan en las ciudades y repercuten en las aldeas, retumbaba como párrafos de Mariana o metros de Jorge Manrique. Los manjares también eran de lo español neto, el vino raspante y de sabor a pez, los asados con ricos pebres olorosos y un picor que levantaba en vilo, las fritangas sabrosísimas, de esas cuyo dejo se agarra por tres o cuatro días al paladar. De la manera más ceremoniosa fueron presentados a Guerra por la rica—hembra de Alencastre los dueños de la posada, aquel Blas panzudo, y Vicenta su mujer, ambos cincuentones, personas sencillas y corteses, de esa hidalguía de barro tosco que ya no se encuentra más que en las zonas exclusivamente populares de campo y ciudad, tipos emparentados con los villanos de Lope y Tirso, y que Ángel creía perdidos en el oleaje turbio de las generaciones. Lo mismo Vicenta que Blas se desvivían por obsequiar al caballero amigo de sus parientes, y creyendo que echaría de menos viandas exquisitas, mandaron abrir una lata de pimientos morrones y otra de sardinas en aceite, sacaron un vinillo blanco manchego, muy parecido al Jerez, y por fin, hicieron traer de la pastelería más próxima una empanada de pescado. La confianza y la alegría reinaron en la mesa hasta más de las diez, hora de descanso en la posada. Algunos arrieros roncaban ya como cerdos, tumbados sobre mantas, entre vacíos serones o sacos llenos de trigo; las mujeres subían a los aposentos altos con las sayas por la cabeza, comiéndose un chorizo y un pedazo de pan. Retiráronse Babeles y Alencastres a sus cámaras respectivas, y D. Pito no se atrevió a salir a la calle por miedo a perderse.

Guerra y Dulce metiéronse en el cuarto de ésta. Sentimientos diversos, tales como la compasión, el cariño refrescado por la memoria, la curiosidad, eslabonándose y confundiéndose con accidentes circunstanciales, como el efecto de una cena suculenta, el intensísimo frío, que quitaba las ganas de salir a la calle, motivaron que Ángel pasase toda la noche en compañía de su jubilada esposa ilegal.

VII

No fue perezoso para retirarse a la mañana siguiente, dejando a Dulce triste y meditabunda, pues la intimidad de aquella noche puso de manifiesto que si el hombre llevaba consigo toda su galantería obsequiosa, el corazón se lo había dejado en otra parte. Comprendió muy bien que los sentimientos de Ángel tomaban una dirección desconocida, y las cosas de un orden místico y espiritual que en el correr de la conversación dijera, marcaban diferencia enorme entre el hombre actual y el de antaño. Para colmar el mal humor de Dulce, descolgose doña Catalina con una leccioncita de moral, que desentonaba horrorosamente en los labios de la buena señora.

—Vamos a ver: ¿te parece a ti decoroso ese amartelamiento con Ángel? ¿Qué me dices de tu poca aprensión para retenerle aquí toda la noche? ¡Qué dirán los primos, ¡ay! qué los honrados huéspedes de esta casa, que le vieron salir no hace mucho rato! No te haces cargo de nuestra posición, qué ya va siendo un poquitín elevada, ni de las conveniencias sociales. Figúrate qué cara pondré yo cuando me digan... No lo quiero pensar. Y otra: ya sabes que el primo Casiano, que te vio el día de nuestra llegada, le dijo a tu papá que le gustabas mucho. Me huele a matrimonio ¡Y qué chico tan guapo! Da gusto verle. Volverá dentro de dos días, y sería de muy mal efecto que a sus oídos llegara un rum—rum de que si eras o no eras... El corazón me dice que Casiano va a salir con el hipo de quererme por suegra. ¿Te parece que, en vísperas de que te pique un pez tan gordo, es decente andar en tratos con ese loquinario de Ángel, el cual es ya para ti agua pasada, que no mueve molino? Cierto que si él me pidiera tu blanca mano, no había que dudar; pero como no ha de pedirla, fíjate en el otro, hija mía, piensa en él, echas tus redes por ese lado, y considera que es dueño de media provincia.

—¡Media provincia! Mamá, no empiece usted ya con sus exageraciones.

—Ya iremos, ya iremos a Bargas, y lo verás. Por supuesto, que si tu primo nada en dinero, tú llevarás en dote mi castillo.

—Mamá, no desbarre usted. ¡Qué castillo ni qué niño muerto! Hoy está usted tocada. ¡Llamar castillo a unos pedruscos que se están cayendo, y que fueron paredes de un caseretón para encerrar ganado!

Entra D. Simón, poniéndose el gabán, con guantes de lana, soplado, insolente, rivalizando en altanería con el shah de Persia.

—Mujer, déjate de castillos y de mamarrachadas. ¡Pégame este botón, rayo de Dios! ¡Mi ropa sin cepillar! Luego se presenta uno hecho un tipo, y no le guardan el debido respeto.

—Eh... poco a poco. ¿Qué lenguaje es ese? ¡Vaya!... no puedo hacer de ti un caballero, y el tufo democrático sale por entre tus maneras, como en este patio la peste de las cuadras. Dulce te pegará el botón, si tiene con qué.

—Sois unas desastradas, ¡venablo! y con vosotras no hay manera de ser decente. (Dando resoplidos.) Me voy sin botón, y que se rían de mí... A bien que como somos señores de castillo y pateta, no importa que uno salga a la calle hecho un pelagatos.

—Pues te digo que es castillo, (Remontándose y poniéndose como un pimiento.) castillo y muy castillo, mal que te pese a ti y a toda tu casta plebeya. Pregúntaselo a Blas.

—Quita allá, tarasca. Se van a reír de nosotros hasta las mulas.

—¿Es que no queréis que yo recobre mi posición ni reclame mis derechos? (Compungida.) ¡Todos conjurados contra mí!

—Mamá, mamá, por Dios —dijo Dulce queriendo llevársela para adentro, pues la escena ocurría en el pasillo alto de numeradas puertas—. Déjate ahora de contarnos lo que es tuyo y lo que no es tuyo. Tiempo habrá.

—¡Todos contra mí!... lo de siempre. ¡Todos tirándome al degüello, hasta mis hijos, hasta mi esposo, a quien hice persona, dándole mi mano! Que venga Blas y diga si no es cierto que con hacer una solicitud en papel de tres reales, tendrán que darme toda una acera de la calle de la Plata. (Con desaforados gritos.) ¡Dios mío, Dios mío, qué familia esta! ¡Favor, socorro, que quieren deshonrarme y hacerme pasar por una persona cualquiera, como si no estuviera ahí la capilla de Reyes Nuevos, que con los letreros de sus sepulcros dice quién soy; como si no estuvieran ahí las tumbas de Santa Isabel; como si no estuvieran los archivos de la Catedral llenos de papelorios que lo cantan bien clarito, bien clarito!

Acudió el posadero, a quién D. Simón explicó mímicamente el caso con un ademán expresivo, llevándose el dedo índice a la sien, como si quisiera taladrársela. Acercose también Vicenta; afligidísima y llena de compasión, y procuró calmarla, asintiendo con la cabeza a los disparates que decía.

—Vengan acá todos —chillaba la noble dama, descompuesta, frenética—, y háganme justicia. Bien sabes tú, Vicenta, y Blas también lo sabe, que si no hubiera sido por aquel peine de D. Duarte, sobrino del Rey de Inglaterra, otro gallo nos cantara a los Alencastres. Pero se han propuesto hundirnos, y ¿qué ha de hacer una más que clamar al cielo? (A don Simón, que forcejeaba por meterla en el cuarto.) Quítate allá, ralea baja, que me envenenas con el vaho infecto de tu democratismo. Pues qué ¿te habrían dado ese destinazo, si el ministro no tuviera interés en complacerme a mí? ¡No aprecias mi fidelidad, mi lealtad a un nadie como tú! Pues sábete que he despreciado partidos magníficos para faltarte, y que los montones de oro que me han puesto delante para que consintiera en un desliz, no se pueden contar. Ingrato, ¿te mereces tú mi virtud? ¡Ah! pero yo he mirado siempre que soy dama, y no puedo olvidar el honor de una familia en que jamás hubo mácula, de una familia que por parte de mamá es de la propia Constantinopla, y de aquellos Emperadores que para todos los usos domésticos, para todos absolutamente, tenían vasos de oro macizo.

Asustados y perplejos, los posaderos no sabían qué hacer. Por fin, uno tirando de este brazo, otro de aquél, los demás echando mano a las caderas o al cogote, consiguieron llevársela, sin que dejara de chillar; y tendida en la cama, Dulce y Vicenta la despojaron de su real túnica para darle friegas capaces de desollar un buey. D. Simón, haciéndose el afectado, decía: «Ea, ya le va pasando. Fuerte, raspadle fuerte... así. Vamos, ya se calman esos demonios de nervios... Y yo me voy a mis obligaciones, que es muy tarde. Ya puedes comprender, Blas, lo que he sufrido... Y ahí donde la ves es un ángel, un ser purísimo, todo bondad, paciencia y dulzura. Vaya, cuidármela bien. Ahora, Vicenta, tráele una tacita de caldo. Abur, abur».

El espasmo fue de los más fuertes, y para gozar de la escena tragicómica subieron varios huéspedes de la posada, formando un corrillo de paño pardo y refajos verdes, en el cual se oían apreciaciones médicas de las más originales. Hasta dos horas después del arrechucho no estuvo doña Catalina enteramente sosegada y en situación normal. No recordando nada de lo que había dicho y hecho, reanudó con su hija, en la forma natural, la conversación del primo Casiano y de las esperanzas de una buena boda. Pero como huye del agua fría el escaldado gato, se abstuvo con instintiva discreción de mentar herencias y castillos, que fueron cabalmente los puntos en que su juicio empezó a resbalar.

Dulcenombre había hecho prometer a Guerra la repetición de la visita, amenazándole con salir ella en su busca si no cumplía. Esperó la vuelta un día, dos, y viendo que era la del humo, se dispuso a echarse a la calle. El tiempo mejoró, lucía un sol placentero, y las calles empezaron a secarse. Había traído la Babel en su equipaje un buen vestido de merino obscuro, su mantón fino de ocho puntas, buenas botas ajustadas de caña alta, manguito, guantes, velo. Se emperejiló bien, y en verdad que estaba bastante mona, luciendo su figura delgada y esbelta porque el defecto del seno escaso se disimulaba con el mantón y lo bien encorsetada que iba. No vaciló en poner en práctica sus planes de persecución. Ignórase cómo demonios averiguó las señas; pero ello es que las sabía, y de mayores dificultades triunfa una mujer celosa. Llegó a la casa de Teresa, y ésta le dijo que D. Ángel había salido; volvió, y lo mismo.

—Por aquí tiene que pasar —pensó, apostándose en la calle de la Puerta Llana—. Haré centinela hasta media noche. Yo no me canso.

En una de aquellas vueltas, le vio atravesar por la plaza del Ayuntamiento hacia la calle de San Marcos. Encaminábase a la Judería por el Juego de Pelota y el callejón y escalerilla de San Cristóbal, y por cierto que su sorpresa no fue muy agradable al sentirse detenido por un fuerte tirón en el embozo de la capa. ¡Dulce! ¡Iba pensando en cosas tan lejanas y tan distintas de ella!

—¿A dónde vas?

—Tengo que hacer. ¿Qué buscas por aquí a estas horas? ¿No temes el frío?

—Déjame a mí de frío. Si estoy abrasada. Iremos juntos.

—No puede ser. (Con cariño, que disimulaba sus temores.) Iré a verte. Espérame en tu casa.

—¿Esta noche?

—No. ¡Qué dirán! Mañana.

—Mañana! Esos mañanas tuyos ¿en qué Calendario están? Por de pronto, te acompaño ahora.

—Voy lejos.

—No importa. De más lejos vengo yo, que vengo del tiempo en que me quisiste.

—No puedo entretenerme ahora a disputar contigo. Déjame; yo te ruego que me dejes. (Muy serio.) No es ocasión de... Adiós.

—Que no te escapas. (Siguiéndole y agarrándose al embozo.)

—Eres pesada.

—Más tú.

—Pues no te escucho. (Incomodándose.) No te tolero que me detengas en la calle.

—Porque me da la gana, porque tengo derecho. —Vaya; déjame en paz. Adiós. (Alejándose rápidamente por un callejón.)

—Pero no le valía, porque Dulce, intrépida y escurridiza, le cogía la delantera por el enredijo de callejones, y a la vuelta de una esquina se le presentaba otra vez, diciéndole: «Que no te escapas, que no».

—No te hago caso. Voy a donde voy. Ve tú a donde quieras. (Apretando el paso, sin cuidarse de que le siquiera o no.)

Por fin Dulce, fatigada y sin aliento, más que por el ajetreo físico por la pena que la ahogaba, se detuvo en mitad de las escaleras de San Cristóbal, y mirándole bajar, se cuadró y le dijo con voz fuerte:

—Permita Dios que la encuentres muerta. No; es poco. Permita Dios que te la pegue con un sotana.

VIII

Retirose con el corazón oprimido, necesitando preguntar a los transeúntes para desenredar la madeja de calles hasta Zocodover. Su carácter sufrido y dulce, aún en las mayores adversidades, impedíale alborotar en medio de la calle, y tragándose su amargura y bebiéndose las lágrimas, llegó a la posada, y no quiso tomar alimento.

Por la noche otro rebumbio, porque se pareció por allí Fausto, que en compañía de su amigo el litógrafo vivía, y pidió dinero a su padre y como éste no se mostrara propicio a dárselo, embistió a su hermana, sabedor de la visita nocturna de Ángel, y presumiendo que éste habría provisto el portamonedas de su amiga, en lo cual no se equivocaba. Pero aconteció que Dulce tampoco quiso atender a las necesidades del calculista lotérico, y de estas negativas resultó un ruidoso tumulto. Doña Catalina, amagada de un nuevo ataque, echó la culpa de todo al tuno de don Duarte, y los primos Blas y Vicenta tuvieron que intervenir, cogiendo al matemático por un brazo y plantándole en la puerta. Dulce no cesaba de llorar y su tristeza y desesperación no habrían tenido fin, si don Pito no hubiera tomado a su cargo el consolarla, sugiriéndole la feliz idea de ahogar las penas de entrambos en la sabrosa onda de un gin—cock—tail. A las altas horas de la noche hicieron el ponche, sin que nadie se enterase, y Dulce se administró con fe aquel bálsamo de consuelo y olvido.

—Al siguiente día, repitiose la persecución, pero sin resultado, pues en casa de Ángel dijéronle que éste se había ido al Cigarral, lo que Dulce interpretó como una fuga. Volvió a la posada con un peso sobre su corazón que no la dejaba respirar, y de manos a boca se encontró con el primo Casiano, que en aquel momento llegaba en el coche de Bargas. Saludola con respeto, encantado de la finura, donaire y buen ver de la madrileña, y doña Catalina no cabía en su pellejo de puro satisfecha, ilusionada por el espejismo de un buen arreglo de familia. Era Casiano un hombrachón apuesto, de treinta y cinco años, viudo sin hijos, propietario de tierras, traficante en ganado y semillas, y empresario de transportes, pues suyos eran los coches de Bargas y Cabañas; rico, para lo que son las riquezas de pueblo, sencillote y de un carácter rústicamente hidalgo, con más vehemencia que malicia; agudo en las artes del comercio, como en las del amor; la cara torera, toda afeitada y muy española en sus líneas y en el resplandor de los ojos; afable sin floreos de lenguaje; tosco y de ley, respirando salud, hombría de bien y limpieza de corazón. Vestía elegantísimo traje de pana rayada negra, pantalón corto, polainas de cuero, sombrero de velludo, o livianillo de castor, según los casos, y para el viaje gorra de piel, de plata los botones del chaleco, y del propio metal la leontina del reloj, con cadenillas y gruesos pasadores; nada de cuellos engomados; el pescuezo al aire, robusto, musculoso y tostado del sol; capa ordinaria de paño de Béjar, bien ribeteada y con embozos de felpa obscura.

Minutos después de la llegada de Casiano, bajó del coche de Cabañas un clérigo que debía de ser popular en el mesón, pues lo mismo fue verle que acudir todos a rodearle y hacerle mil agasajos con discorde vocerío: ¡D. Juan, vivaa...! ya le tenemos aquí otra vez. ¿Qué tal?

El D. Juan (de apellido Casado) vestía balandrán de aguadera, tornasolado por el constante servicio a la intemperie, y llevaba la teja sujeta con una cinta debajo de la barba. Su paraguas habría cobijado con holgura una familia numerosa. Era hombre que llamaba la atención por su fealdad, y su cara parecía obra de cincel, verdadera figura de aldabón tallada inhábilmente en hierro por el modelo de sátiro gentil o de diablillo de capitel plateresco. Pero aquel horror de naturaleza se compensaba con un genio alegre y un carácter bondadoso. Pasaba por hombre de no común inteligencia, conocedor de la ciencia del mundo, sin faltarle la de los libros. Había desempeñado la coadyutoria de una o dos parroquias de la ciudad; pero últimamente heredero de magníficas tierras en la Sagra, dedicaba parte de su tiempo a la agricultura, y era clérigo mitad urbano, mitad campestre, siempre con un pie en el altar y otro en el estribo. Con frecuencia iba y venía en los coches de Casiano, de quien era muy amigo y también algo pariente.

Contestaba a las bromas y cuchufletas con gran desenvoltura, echando pestes contra la nieve y el mal tiempo, y Blas le ofreció confortarle con unas magras y un buen jarro de vino, lo que hubo de aceptar de bonísima gana. Mientras él y Casiano almorzaban como lobos, trabose conversación entre el clérigo y los Babeles, y de aquel pasajero contacto nacieron otros, dando lugar por fin, como se verá después, a una cordial amistad.

Casiano era el encanto de doña Catalina, que comprendió muy bien con materno instinto que su niña le había caído en gracia a aquel espejo de los bargueños, y empleaba mil artimañas para que de la simpatía saltara el amor. Poníales frente a frente les enzarzaba en conversaciones fútiles, dejábales solos algunos ratitos para volver presurosa, afectando la cautela de una madre prudente, que no quiere exponer a su hija a largas pláticas con hombre guapo. A Casiano le encarecía con grandes aspavientos la bondad de Dulce, su aptitud para el gobierno de la casa, su talento, su honestidad, su repugnancia a los noviazgos, y a ella le ponderaba lo majo que era el primo, lo cumplido, generoso y decente, y por cierto que no decía nada de más.

—Y a propósito, Casiano, ahora vas a sacarnos de una duda. ¿Verdad que es castillo lo que heredé del cura de Olías, mi tío segundo, D. Nicomedes de castro?

—Vaya... castillo es ¡potra! Perteneció, según dicen historias añejas, a los caballeros de Calatrava, y vendido después como bienes nacionales, lo compró el tío para encerrar ganado, y de allí sacaron muchos cargos de piedra los contratistas del ferrocarril de Malpartida. Tiene cuatro torres, de las cuales hay dos con almenas, y las otras se han ido cayendo. Se conserva el muro de Poniente con aspilleras, y unas ventanejas como las de la Puerta del Sol, cosa polida, que dicen es obra de los mismos mozárabes.

—¿Lo ves, lo ves, tonta, incrédula? —gritó doña Catalina saltando de gozo—. ¿Ves cómo es castillo por los cuatro costados? Veremos lo que dice ahora Simón. Oye, Casiano: ¿y no podría restaurarse ese magnífico monumento?

—¡Como resucitarse... sí! Ahí está el de Guadamur, sacado de la sepultura. Pero habrá que tirar millones.

—Quita, hombre, no se necesita tanto. Con ahorrar un poco... Iremos a verlo, cuando nos establezcamos. Nos llevarás en el coche de Cabañas hasta Olías; luego iremos a Bargas en tus mulas, y nos darás alojamiento en tu casa, que fue la mía, ¡ay! la casa en que nací y me crié, donde todo era abundancia; ¡qué tiempos! Cada vez que me acuerdo del sinfín de gallinas que allí había, de las echaduras de pollos, de los dos cerdos que criábamos, tan gordos, tan lucios que no podían con las carnes, de los corderitos, del horno de pan, de las eras y de aquellas viñas, que daban un vino como el néctar de los ángeles, se me parte el corazón. Y todo eso es tuyo. Casiano, y además tienes lo de tu difunta mujer, que es lo de los Tristanes, y la huerta de junto a la Rectoral, y el molino de abajo y qué sé yo. Me alegro mucho de que todo te pertenezca, porque te lo mereces, y ya que yo, por las vueltas del mundo, me quedé in albis, al menos tengo el consuelo de verlo en esas manos, donde mil años dure.

Poco o ningún caso hacía Dulcenombre de esta conversación. El instinto de hacerse agradable, obrando en ella como en toda mujer, mantúvola frente a Casiano en actitud cortés, afectuosa, como de pariente a pariente. Comprendía que el guapo bargueño era un alma de Dios, y le tenía cierta lástima por el error en que estaba con respecto a ella; pero sus sentimientos no pasaban de aquí, y si el primo no le repugnaba, tampoco había despertado el menor interés en su corazón. Verdad que era aún muy pronto, como decía la de Alencastre, y debía esperarse a que las ricas uvas maduraran.

A Casiano no le faltaban ocupaciones, porque tenía que entregar una remesa de trigo, hacer varias compras, tomarle las cuentas a dos o tres carromateros, dependientes suyos; pero todo lo apresuraba o lo difería a por subir a platicar con Dulce y su empingorotada mamá, que parecía otra por lo cuerda y sesuda.Durante las comidas y cenas, Don Simón se daba con el primo un lustre fenomenal, refiriéndole mil secretos pormenores de su amistad con ministros y personajes, brindando protección a toda la provincia, y preguntando por el estado de las cosechas y de la recaudación, como si tuviera la Hacienda española metida en los bolsillos. En cambio, D. Pito estaba más aburrido y descorazonado que nunca, presa de una nostalgia negra, que le envolvía el alma como niebla espesísima, cerrándole los horizontes. Contrariábale no encontrar a Guerra en su casa, pues éste le fomentaba el vicio, convidándole a todas las copas que quisiera; y enojado de aquella ausencia, se casaba con los Cigarrales y con el perro judío que los inventó.

Una noche, cuando se retiraron los Babeles y Casiano a descansar, D. Pito subió con Dulce al cuarto de ésta, y como la notara triste y suspirona, hízole el dúo, lamentándose de su suerte, renegando de la vida, y llegando hasta la hipérbole pesimista de que retirarse al Tajo, idea que la joven oyó expresar sin alarma, pues también en su cabeza chispeaban ideas semejantes. Sin saber lo que hacía, D. Pito le habló de Ángel con calorosos encarecimientos, ponderando su compasiva bondad y su tolerancia sin límites. Después habló pestes del primo bargueño, diciendo que era un salvaje que olía a cuadra, y que parecía figurón de comedia. Las murrias de Dulce se acrecieron con estas cosas, y toda la nostalgia y cerrazón de su tío se le comunicaron. Él no podía vivir sin ver la mar salada, la otra sin ver el cielo del amor. Ambos gemían bajo el peso de una gran aflicción, y no se sabe a qué extremos habrían llegado, si a D. Pito no se le ocurriera prescribir nuevamente la eficaz panacea del olvido. Felizmente, Dulce tenía dinero: las proposiciones del viejo pareciéronle aceptables, y se encariñó grandemente con la idea de olvidar. Diez minutos tardó el capitán en traer de la tienda el específico, que no era otro que coñac fine champagne de las tres estrellas, y aunque a Dulce le parecía demasiado picón, ayudó a su tío a consumirlo, enfilándose algunos tragos, mientras él se atizaba copas enteras.

A eso de las diez, la pobre Babel rompió a reír a carcajadas, y doña Catalina, que tabique por medio dormía, se alarmó y fue corriendo en su auxilio, temiendo que se hubiese vuelto loca. No acertó a comprender lo que aquello significaba; pero los restos del brebaje y el ver a D. Pito hecho un talego a los pies del camastro, fueron luz de su ignorancia. Nada respondió Dulce a las exhortaciones de la ilustre señora, porque después de las carcajadas cayó en un sopor profundísimo, del cual no salía ni aunque le aplicaran carbones encendidos. Mala noche pasó la de Alencastre, y su gran apuro fue por la mañana, pues continuando la niña en el mismo estado de trastorno, había peligro de que el primo se enterase. ¡Ay, Dios mío, sólo pensarlo era para volverse loca! Por fin, allá pudo tapar el fregado aquel con cuatro mentiras muy bien hilvanadas. Su hijita se había atufado, porque el demonio del marino metió en el cuarto un brasero sin pasar... y naturalmente... ¡No era mal brasero...! A don Simón dio cuenta la noble dama de lo que había visto y olido, conviniendo ambos en que el causante de tales horrores era D. Pito, y haciendo propósito de despedirle de su compañía para que no volviera a magnetizar a la pobre muchacha inocente.

Los primos Blas y Vicenta, aunque no decían nada, íbanse cansando de la pesada carga babélica que se habían echado encima, y aunque vagamente, daban a entender que les sería grato soltarla. «Estamos abusando de la bondad de esta pobre gente —decía Simón a su esposa—; y es preciso que nos larguemos pronto de aquí. Si no quieren cobrarnos, habrá que hacerles un regalito, por ejemplo, un corte de pantalón a Blas, y a Vicenta un pañuelo, peineta o cualquier chuchería.

—Quita, hombre. Cuando nos retratemos, se les darán nuestras fotografías con dedicatoria. No estamos ahora para obsequiar con nada que cueste dinero. Y en último caso, espera a que te regalen a ti, pues los tenderos algo te han de dar porque no les marees. Milagro es que no haya empezado ya el jubileo de la caja de pasas, el barrilito de aceitunas o la media docena de botellas de Jerez. Y los de telas tampoco han de ser tan puercos que dejen de mandarme algún trapillo de moda, pues tú no has de echarles multas, ni apurarles, ni...

Por fin, con ayuda de D. Juan Casado, que gallardamente se puso a sus órdenes, encontraron los Babeles casa de su gusto y por poco precio, allá en la subida del Alcázar, y llegados de Madrid los muebles juntamente con Arístides, se instalaron, dejando el bullicio y estrechez de la posada de la Sillería, con no poco gusto de los dueños de ella y de sus habituales parroquianos. Doña Catalina y su marido, recelosos de la influencia de D. Pito sobre Dulce, y temiendo que ésta incurriera en nuevas fragilidades si el incorregible borrachín no se marchaba con sus botellas a otra parte, acordaron no admitirle en la nueva casa; más no era cosa de dejarle en medio del arroyo. El desvanecido inspector propuso expedirle para Madrid en gran velocidad y con billete de tercera (por no haberlo de cuarta). «Lo hacemos por tu bien, querido Pito —díjole su cuñada—. Aquí estás aburrido. Toledo no te peta. En Madrid tienes más distracción, más campo donde pasearte, y además tienes a tu hijo Naturaleza, que se ha colocado a la parte en la confitería de Andana, y según me ha dicho Arístides, está ganando montones de dinero».

—Sí, mejor estás allí —agregó su hermano—, por que Madrid parece puerto de mar por su animación, y aquel ir y venir de carros, y las mangas de riego... Luego los establecimientos de bebida son magníficos... no como aquí, que parecen mazmorras... Con que márchate, y dale memorias a Naturaleza y al amigo Bailón, y siempre que quieras, ya sabes donde estamos.

Cogió el dinero D. Pito, sin comentar con frase ni palabra ni monosílabo aquella cruel despedida, y salió con toda la arrogancia que su cojera le permitía, encaminándose a Zocodover para tomar allí el coche que baja a la estación. Mas no queriendo emprender viaje tan fastidioso en tiempo frío y con cariz de nieve, buscó en el dédalo de las calles toledanas algún rinconcito donde proveerse de combustible para las tres horas mortales desde Toledo a Madrid.

Capítulo IV. Plus ultra

I

En efecto, Guerra quiso aislarse, y nada mejor que el cigarral de Guadalupe, de su propiedad. D. Suero y su señora se quedaron viendo visiones cuando el madrileño, comiendo con ellos una tarde, les dijo que se iba de campo, y que las fiestas de Navidad las pasaría de la otra parte del puente de San Martín. ¡Qué extravagante misantropía! ¡Meterse en un cigarral por Nochebuena, en tiempo tan crudo, y cuando la cristiandad toda tiende a reconcentrar en las poblaciones y en la vida de familia! «Pero, Ángel, tú no tienes la cabeza buena —observó doña Mayor—. Bien dice Pintado que los tornillos que él te apretó se te han vuelto a aflojar. Déjalo para después de Pascuas, y comerás el pavo con nosotros».

No lograron convencerle con estas ni con otras razones. Conviene advertir que, a poco de residir Ángel en Toledo, dieron sus tíos en pensar cuán conveniente sería para la casa de Suárez que el madrileñito aquel, viudo sin hijos, rico y en buena edad, picase en el anzuelo de María Fernanda. Forjáronse marido y mujer la ilusión de que así sería; pero la realidad no tardó en desvanecerla. El primo no picaba, ni siquiera como suelen hacerlo los peces listos, es decir, mordiendo el cebo y largándose sin enganchar. Para mayor contrariedad, picaba ferozmente un cadete, con gusto de la niña, y Ángel dio en auxiliarle, estableciéndose entre los tres una confabulación que acabó de dar al traste con el plan de don Suero, tan ajustado a las conveniencias de la familia y a la armonía universal. Era el cadete de buena casta, simpático chico, y en otras circunstancias no le habrían visto los señores de Suárez con malos ojos; pero en aquel caso les desagradó sobremanera la protección que la niña dispensaba al militarismo. ¡Cuánto mejor que se aplicase a pescar aquel gordo peje, de saneada fortuna, buen hombre a pesar de sus antecedentes revolucionarios y masónicos, que los Suárez de Monegro, gente ilustrada, perdonaban de todo corazón, mayormente al notar en el individuo marcadas inclinaciones en sentido contrario!

Pero Dios no quería que las cosas se arreglaran a gusto de D. Suero y de su esposa. La vida es así, con tradición, y todo del revés. ¿Quiere usted higos? pues le salen brevas. En tanto, Ángel protegía descaradamente al aspirante a general, y de acuerdo con María Fernanda, echó memoriales a doña Mayor para que le permitiese entrar en la casa. ¡Que si quieres! La señora dijo pestes del Ejército, y aseguró que más valiera quitar de Toledo la dichosa Academia, que no traía más que disgustos a todas las familias. No había casa en que las señoritas no anduvieran medio trastornadas; y por lo que hace a los alumnos, ni ellos estudiaban ni ese era el camino. Todo el santo día en aquel Miradero y en aquel Zocodover, alborotando e inventando diabluras.

Don Suero no tronaba contra la Academia; pero en su interno sayo se condolía de la perniciosa ingerencia del militarismo en la historia patria. Y cada vez que Ángel dejaba traslucir en la conversación el cambio iniciado en sus ideas, ya ponderando la belleza del simbolismo católico, ya poniendo en las nubes las órdenes religiosas, el buen D. Suero, a quien se suponía instrumento de los jesuitas, lamentaba de boca para adentro que tal yerno se le escapase. ¡Qué lástima! ¡Un convertido, un hombre que decía lindezas elocuentes de San Francisco y de San Ignacio con la misma boca con que había predicado la libertad de cultos y otras herejías! Por supuesto, de todo tenía la culpa la tontuela de María Fernanda, que, en más de una ocasión, cuando Guerra expresaba con sincero entusiasmo sus recientes aficiones, le tomaba el pelo por cursi y anticuado, echándoselas de librepensadora, como si ello fuera también cosa prescrita en los figurines, y perteneciese al variable reino de las modas.

Por todo esto veía D. Suero con desagrado la creciente misantropía de su pariente, su prurito de aislarse, y, como buen sabueso de la vida, olfateaba que aquello terminaría quizás en trastornarse rematadamente con la religión, y meterse en cualquiera orden monástica, la cual tendría buen cuidado de que, al entrar el individuo, fueran los santos cuartos por delante. En fin, que ni D. Suero hablándole de los deberes sociales, ni doña Mayor describiéndole los horrores del frío en el campo, pudieron disuadirle de su tema, y al cigarral se fue por el 22 o 23 de Diciembre, avisando antes al guarda de la finca para que preparase alojamiento.

¡Qué hermosura, qué paz, qué sosiego en el campo aquel pedregoso y lleno de aromas mil! Después de la nevada, vinieron días espléndidos, con aire leve del Nordeste: helaba de noche; pero por el día un sol bienhechor calentaba la tierra y todo lo que cogía por delante. Los árboles, fuera de los olivos y cipreses, no tenían hoja; pero crecían allí mil matas de un verde obscuro y ceniciento, y entre ellas, las rocas graníticas brillaban con los cristalillos de la helada, cual si hubieran recibido una mano de cal o de azúcar. El olivo sombrío alterna en aquellas modestas heredades con el albaricoquero, que en Marzo se cubre de flores, y en Mayo o Junio se carga de dulce fruta, como la miel. La vegetación es melancólica y sin frondosidad; el terruño apretado y seco; entre las rocas nacen manantiales de cristalinas aguas.

El cigarral de Monegro o de Guadalupe no era de los más próximos al puente de San Martín, ni de los más lejanos. Llegábase a él en veinte o treinta minutos, desde el puente, por el camino viejo de Polán, dejándolo después a la derecha para seguir la vereda del arroyo de la Cabeza. Sus dimensiones no llegarían a siete fanegadas, con buena cerca de piedra y tapiales de tierra en algunos trechos, casi todo el terreno dedicado a la granjería propiamente cigarralesca, olivos pocos, albaricoques y almendros en gran número. Pero al Sur de Guadalupe extendíase otra propiedad de los Guerras adquirida por el padre de Ángel, la cual era un trozo de monte que en un tiempo perteneció con otras fincas al monasterio de la Sisla. Su cabida era como de seis veces la del cigarral, y no lindaba inmediatamente con éste, extendiéndose entre ambos predios una faja de terreno del procomún. Llamábase la Degollada, y sus productos habían sido escasos o nulos hasta entonces. El terreno era de los más ásperos, salpicado de ingentes y peladas rocas; sin árboles, pero con espesísimo matorral de cantueso, tomillo y cornicabra; sin ninguna habitación humana, como no fuera algún improvisado albergue de pastores, entre los escuetos mogotes de ruinas que en algunos sitios se alzaban carcomidos, restos quizás de cabañas del tiempo de los Jerónimos, o tal vez (Palomeque lo podría decir) del tiempo del amigo Túbal. La impresión de soledad o desierto eremitano habría sido completa en la Degollada, si no se divisaran por una parte y otra caseríos más o menos remotos, las dispersas viviendas de los Cigarrales, los santuarios de la Guía y la Virgen del Valle, los restos de la Sisla, y desde algunos puntos altos, las torres y cúpulas toledanas. Entre los límites de la Degollada y Guadalupe no había por la parte más próxima cinco minutos de camino.

La casa de Guadalupe era como de labor, con pretensiones sumamente modestas de quinta de recreo, destartalada, por fuera pintada de armazarrón imitando ladrillo, por dentro con desiguales crujías y no muy nivelados pisos de tierra y empedradillo en la planta inferior; su correspondiente almazar; un cocinón disforme con chimenea de campana. Sólo había dos habitaciones vivideras en el piso superior, con rodapié y zócalo de azulejos de diferentes colorines y dibujos, como traídos en montón de cualquier derribo, y de azulejos estaban guarnecidas también las impostas de las ventanas. En dichos aposentos instalose el amo, para quien se preparó un camastrón de madera con columnas, en el cual debió de echar la siesta Mauregato, cuando menos. Los colchones y servicio de cama y mesa lleváronse de Toledo. Como a treinta pasos de la casa veíanse restos de una capilla, en cuyas derruidas paredes se apoyaban los cubiles de dos cerdos que por el día se paseaban de monte en monte, y la choza de las cabras, y el tenderete de las gallinas, quedando lo demás para depósito de estiércol. Más allá de la capilla, extendíase un plantío de albaricoqueros, limitado al Sur por torcida pared que terminaba en un castillete de muy extraña forma. En la parte inferior de éste había un horno de cocer pan, que desde tiempo inmemorial no se usaba, y en su boca negra y telarañosa se veía siempre un gato blanco acurrucado. La parte superior de aquel armatoste era palomar, donde más de doscientos pares tenían su vivienda y sus nidos. Arrimados a la pared crecían tres cipreses magníficos, patriarcales, de sombrío ramaje y afilada cima.

¡Cuán grato pareció a Guerra el sitio, y qué dulzura sabrosa en la vida campestre! No había más sociedad que la del cigarralero anciano y su nuera, con la añadidura del pastor que llevaba las cabras al monte y recogía los de la vista baja. Hasta las comidas encantaban a Ángel, pues la cigarralera le hacía unas migas de sartén, con las cuales no había ascetismo posible. Las tales migas, y el lomo adobado, y la olla castellana, y algún salmorejo, hacían del cigarral la más deliciosa de las Tebaidas. De bebida no había más que agua clara y fresca. La cocina era también comedor, y Ángel veía guisar lo que le ponían en el plato; pero este rudimentario servicio no le repugnaba, antes bien despertábale más las ganas de comer. ¡Cosa rara! fue a Guadalupe sin ningún apetito, y allí devoraba, por lo que dio gracias a Dios y a Jusepa, que había sido ama de dos canónigos (es decir, primero de un canónigo y después de otro), y guisaba muy bien.

A semejante vida del yermo, ya nos podríamos abonar todos, y si se dieran facilidades para emprender tales penitencias, el mundo estaría lleno de anacoretas tan convencidos como lo era Guerra por aquellos días. La mayor delicia de Guadalupe era que por allí no parecía nadie, ni había peligro de tropezarse con D. Suero ni con Pintado, ni con ningún Babel masculino ni femenino. No llevó allí Ángel papeles ni libros, ni había notado la falta de las letras de molde. Pasaba la mayor parte del día paseándose, garrote en mano, del albaricoquero al olivo, y del olivo al ciprés, y de esta peña a la otra peña, y de Guadalupe a la Degollada, contemplando el movido paisaje que por todas partes le circuía, y la silueta dentellada de la ciudad, un sinfín de torres presididas por la incomparable de la Catedral.

La imagen de Leré no le abandonó un instante, y con ella eslabonaba la idea y el ansia del más allá, huyendo, para poder orientarse en tal dirección, de la garrulería y tráfago del mundo. Vivir para la verdad y sólo para la verdad, imitar a Leré y seguirla aunque de lejos, eran su deseo y su ilusión. Mas para que la semejanza con su modelo resultara perfecta, la vida nueva no debía concretarse sólo a la contemplación, sino propender también a fines positivos, socorriendo la miseria humana y practicando las obras de misericordia. Ved aquí la dificultad, y lo que ponía en gran confusión a Guerra: compaginar el aislamiento con la beneficencia, y ser al propio tiempo amparador de la humanidad y solitario huésped de aquellos peñascales. Mientras la mente de Ángel no diese de sí la clave de tal problema, la idea de fundar algo era una nebulosa, imagen incierta que se borraba cuando el solitario quería precisar sus vagos contornos.

Y con la imagen de Leré juntábase casi siempre la de la angelical Ción. No será exacto decir que Guerra tenía visiones, ni que se le aparecían almas del otro mundo y de éste a engañar sus sentidos; era que por las noches, a veces al caer de la tarde, cuando la sombra fría empezaba a tenderse sobre el cigarral, se figuraba ver a la chiquilla y su maestra, destacándose del verde fúnebre de los cipreses, cogidas las manos, andando hacia él con vestiduras flotantes, las cabezas rodeadas del círculo de oro, distintivo de los bienaventurados. Medio dormido, o quizás dormido de veras, creía tener a su lado a la niña, contándole alguno de los graciosos embustes que tan bien hilaba. Pero no podía recordar luego qué mentira era, y sólo quedaba en su cerebro la vaga sospecha de que la mentira podía muy bien ser verdad de las más elementales.

Ratos entretenidos pasaba Ángel conversando con el cigarralero, hombre tan sencillo como bruto. Fue soldado en su mocedad y asistió a multitud de acciones de la primera guerra civil. Conocía personalmente a Espartero, a Serrano y a los Conchas; pero hacía lo menos cuarenta años que los había perdido de vista. Nunca debió de poseer aquel bendito el don de apreciar con exactitud el paso del tiempo, porque hablaba de las cosas del año 38 como si hubieran sucedido la semana pasada, y apenas tenía vagas nociones del reinado de Isabel II y del de D. Alfonso: Mejor sabía el paso de Luchana y la acción de Guardamino, que la revolución del 68 y otros acontecimientos que ningún eco tuvieron en su espíritu. Llamábanle Cornejo, y era hombre guapo, de lozana vejez, tipo militar y granadero de antiguo cuño. Tenía un hijo en presidio por cuchilladas allá en el paso de Yébenes, y la mujer aquella que guisaba era su nuera y al propio tiempo su sobrina, criada en la domesticidad de canónigos, más fea que el hambre, de pocas palabras y buenas manos para adobar lechones y hacer morcillas. También era de la familia Cornejil, aunque por vínculo lejano, el rústico pastor, con quien Guerra no trabó relaciones sino bastantes días después de hallarse en Guadalupe.

Nadie le visitaba allí, pues si bien Palomeque le había prometido hacerlo, no se atrevía a tan larga caminata en tiempo frío. Una tarde de Navidad le mandó a Ildefonso con un regalito de mazapanes de San Clemente y una carta que, entre otras cosas, con castiza y limpia letra de Torío, decía: «Me resolveré a pasar el puente cuando el tiempo abonance, pues aspiro a que el nicho de Santa Leocadia espere vacío mis honrados huesos por unos cuantos añitos más. No están mis doce lustros para hacer piruetas sobre los alíquidos cristales, que dijo el amigo Rabadán... ¡Vive Dios, qué gusto me daría de acompañarle! Pero ello, si no es en Piscis será en Géminis, mi gallardo amigo, y para entonces, si usted me permite esgrimir el picachón en su anacea o quinta de Guadalupe, espero aclarar un punto obscuro de la historia patria. Porque tengo para mí que los restos de capilla que en ese ameno cigarral existen, son la propia y auténtica fundación del canónigo D. Jerónimo de Miranda, el cual la inauguró y bendijo el 11 de Junio de 1612, dedicándola a San Julián, y creo que nuestro doctor Pisa, peritísimo historiador de Toledo y diligente anticuario, claudicó al asentar que la tal fundación es el santuario de Nuestra Señora de la Bastida». Y por aquí seguía.

A Guerra no le interesaba gran cosa que el grave punto se dilucidara, ni tenía malditas ganas de ver por allí al erudito prebendado con su picachón y su arqueología; pero agradeció el obsequio y recibió mucho gusto de la visita de Ildefonso, a quien retuvo allí todo el día, después de preguntarle con grandísimo interés por la familia, y de oírle sus prolijas referencias. De la alegría del travieso chico, al verse en pleno y libre campo, participaba el dueño del cigarral, que era feliz viéndole saltar y correr, tirando piedras a los lagartos, discurriendo mil ingenios mortíferos para apoderarse de los gorriones, a los cuales igualaba en ligereza y prontitud. No le consentía Guerra que mortificase a los animales, y procuraba invadirle el culto de la Naturaleza, enseñándole a gozarla sin destruir nada de lo que en ella existe. Cada vez que Ildefonso veía saltar un conejo entre las matas del monte, brincaba como un saltimbanqui, y si hubiera tenido allí cien ametralladoras, habríalas disparado a un tiempo contra el pobre animal. Corría tras de las cabras, queriendo trepar como ellas; a los cerdos les hizo andar a un paso más vivo del que acostumbran, y las gallinas no tuvieron paz mientras el inquieto monago estuvo allí. Hizo provisión de varas para apalear troncos, piedras, y en último caso a sí propio, y la burra en que Corneja iba a la ciudad pasó la pena negra aquella tarde, porque el chiquillo se montó en ella y la hizo dar tantas vueltas, que al pobre animal le faltó poco para pedir la palabra, como la de Balaán. Por fin, después de darle merienda, Guerra le despidió, invitándole a volver otro día.

Fue acompañándole hasta más allá de la finca, y largo rato siguió con la vista sus cabriolas y brincos por la cuesta abajo. En esto observó que por la misma empinada pendiente subía un hombre cansado y viejo, el cual cojeaba y a cada instante se detenía para tomar aliento. Aguardó a que subiera más para reconocerle, y... ¡oh sorpresa! era D. Pito en persona.

II

Lo mismo fue verle el capitán que reanimarse, y de su alegría sacó fuerzas para vencer lo que le restaba de la cuesta. Al llegar junto a su amigo, dejose caer en un peñón, y poco menos que llorando, dijo; «D. Ángel, yo creí que no llegaba. Vengo a que usted me recoja. ¿No me dijo que me recogería? Aquí me tiene medio muerto de cansancio, de hambre, de frío, de sed. Ya estaba decidido, decididísimo, señor don Ángel a echarme de remojo en el Tajo... cuando me acordé de usted, y dije, «me recogerá, tendrá lástima de este veterano de la mar». Porque ha de saber usted que me echaron, me despidieron, me despacharon para Madrid, consignado a Naturaleza, y yo me fui, diga, no me fui, me quedé. ¡Qué nochecita! Un viento entablado del Norte que le helaba a usted las intenciones... Total, que en preparar el estómago para el viaje se me pasó el tiempo; el tren dio avante toda, y yo me quedé; y en arrancharme se me han pasado tres días, vira para aquí, vira para allá, barajando las calles, y tomando nota de los establecimientos. ¿Qué había de hacer? No puede uno remediarlo. Cátalo aquí, cátalo allá, se me acabó el dinero que me dieron para el viaje; pero como mi dignidad de capitán de derrota me prohibía humillarme, no quise volver de arribada a casa de Simón, y... lo que digo, tres días y tres noches sin ver catre ni comida caliente, es a saber, de la que se hace con fuego natural. Descabezaba un sueñecico por la mañana en los conventos de monjas; por la noche otro sueñecico en los bancos de cualquier plazuela. Hasta que dije: «Ya no más. Que me tiro al agua, que me tiro... A la una, a las dos...» Pero ¿qué resulta, Carando? que cuando uno se quiere retirar se queda quieto, porque no sabe lo que hay a sotavento. Total, que preguntando me he venido a este tabacal, donde usted hará conmigo lo que guste. ¿Me recoge? Pues aquí me quedo. ¿No me recoge? Pues me tiro, y ahí te quedas, mundo amargo.

—Ya lo creo; sí, le recojo a usted —dijo Ángel, llevándole hacia la casa—. Lo malo, amigo D. Pito, es que aquí no tenemos bebidas alcohólicas... ¡Ah! sí, puede que Cornejo tenga anís... Veremos.

Y como le pidiera más explicaciones de su disgusto con los Babeles, añadió el capitán:

—Desde que Simón está colocado, no se les puede aguantar. Tomaron casa, allá junto al palacio grande, y Arístides llegó de Madrid para vivir con ellos. Ya me calo yo por qué no me quieren a su lado. Soy perro viejo, y a mí no me la dan. Es el caso que... (Parándose.) ahora están con el toque de casar a Dulce con el primo ese, un tal Casiano, que se viste como en las comedias, y es un pedazo de bárbaro... pero en fin, parece que tiene trigo y el hombre quiere embarbetarse con la chica. Simón y Catalina entusiasmados; como que no miran más que al vil interés. Y les trae sorbidos los sesos un curángano, amigo y pariente del primo, que le llaman Juanito Casado, del cual dicen que es gran tiólogo y arreglador de vidas ajenas. Yo no sé sino que apostó a feo con Satanás y le ganó. Pues entre todos están preparando el pastel. Pero como yo me caso con el vil metal, y con todos los curas feos o bonitos, y como veo y toco que a mi sobrina no le peta ese avestruz, no quiero hacerles la jugada, y Simón y Catalina, para que yo no les estorbe, me han ajustado la cuenta y me han desenrolado.

No sólo no le parecía mal a Guerra que los padres de Dulce quisieran casarla con el primo Casiano, sino que aplaudía el proyecto, teniéndolo por la más juiciosa idea que en cerebros babélicos había nacido desde la creación del mundo. Así se lo dijo a D. Pito, el cual, sin cuidarse para nada ya de su sobrina, no pensaba más que en disfrutar del hermoso ambiente campesino y en contemplar el grandioso paisaje que desde los altos a donde habían llegado se dominaba. «Vea usted, esto me gusta, esto sí que es hermoso, Carando, porque si bien es cierto que no se ve nada de la charca salobre... no sé... qué sé yo... el fresco este parece que le dice a uno: «Vengo empapado en la mar, y ahí te la meto por las narices». (Extendiendo la mano.) Nordeste, un poquito tirado al Este. ¿Ve aquel paredón de neblina que se ve por allí, detrás de la ciudad? Pues ahí viene más viento, y mañana, o fallan mis papeles, o Sudoeste que te quiero ver».

Anochecía cuando llegaron a la casa, y Guerra dio órdenes para aprontar la cena, porque los bostezos del pobre navegante, en los cuales parecía dar dentelladas a la piel amarilla que cercaba su rostro, revelaban que su apetito debía de ser ya hambre de naufragio. Cenaron, y afortunadamente Cornejo tenía un poco de anís, que sirvió de grandísimo consuelo al huésped.

—Vamos a ver —díjole Guerra— ya que aquí no puede usted ver la mar, ¿le serviría de distracción la pesca de río?

—Al pasar he visto que hay pescadores, sí señor, con más paciencia que los que esperan a que San Juan baje el dedo. ¡Y qué turbio viene el río y qué ruido mete! Pescaremos, si me traen aparejos. También he visto que hay una barca que parece una caja de pastillas para la tos, y trae pasaje para esta parte de acá... Diga usted, tino podríamos coger la barca, y dejarnos ir al garete hasta llegar a Lisboa? Y de allí... una vueltecita por la mar, y luego, orza para adentro y a dormir al cigarral.

El desgraciado marino parecía feliz, y al beber el último trago, después de la cena, se acostó en la cama que le improvisó Jusepa con un jergón de paja y dos mantas. No necesitaba más, y aquel primitivo acomodo cuadraba mejor a sus gustos y a sus hábitos que el avío de un lecho de lujo con finas holandas y colchones de muelles. Se quitaba tres prendas nada más: el sombrero, el collarín de piel y las botas, y liándose en una manta, como si con su persona quisiera hacer un cigarro, ya estaba arreglado el hombre, pues de un tirón la dormía, arrullándose con la serenata de sus propios ronquidos.

Únicamente para visitar a su amiga, abandonaba Guerra las soledades de Guadalupe, lo que ocurría tan sólo dos veces por semana, por no permitirlo con más frecuencia las reglas de la Congregación. Del cigarral al puente tardaba cuarenta minutos, y mucho menos del puente a la Judería y casa provisional del Socorro, la cual era de vecindad, vulgarísima, colindante con las ruinas del que fue palacio del marqués de Villena y después de Benavente, a dos pasos de la Sinagoga del Tránsito y del Asilo de pobres de San Juan de Dios. Ni dentro ni fuera ofrecía cosa alguna que hablase a la imaginación del artista, como es corriente en todo edificio toledano. En la improvisada capilla, así como en el locutorio o sala de recibir, únicas piezas que Ángel conocía, todo era vulgar, pobrísimo y sin ninguna especie de arte. Los muebles, casi todos adquiridos de limosna, distinguíanse por su chabacana variedad. Cuadra blanqueada parecía la capilla, con su altar de gusto francés de cargazón, y un confesonario vetusto, procedente quizás de alguna iglesia en ruinas. En el mueblaje del locutorio había banquetas altas que debieron de pertenecer a un escritorio de casa de comercio, y otras enanas que sin duda fueron de una escuela de niños, un sofá de Vitoria, y por decoración tres estampas: San José, Pío IX y León XIII; el suelo de baldosín, sin más reparo del frío que una angosta estera delante del sofá. La famosa y popular Congregación, fundada en Madrid treinta años ha para asistir enfermos a domicilio, instalose en Toledo poco antes de los sucesos que aquí se refieren; pero aún no tenía casa propia. Establecidas provisionalmente en una de alquiler, esperaban las hermanas tener pronto edificio suyo y nuevo, contando con la generosidad de personas ricas del vecindario. Hallábanse ya organizadas conforme a las reglas de su instituto, con los tres grados de religión, a saber: profesas, novicias y postulantas. En la categoría de novicias estaba Leré.

La primera vez que Guerra visitó a su amiga en aquella temporada, causole extrañeza verla de hábito, y no ciertamente porque el vestido religioso la desfigurase, robando encantos a su persona, sino quizás por todo lo contrario. Pronto se acostumbraron sus ojos a tal transformación, y llegó a creer que nunca había visto a Leré de otro modo; tan bien encajaban en su figura la falda de estameña negra con muchos pliegues, la manga perdida y el estrecho manguito cubriendo el brazo hasta la muñeca; la cerrada toca, que se prolongaba hasta mitad del pecho formando como una muceta, sobre la cual no llevaba aún rosario por no ser profesa; la negra esclavina sobre los hombros, y en la cabeza el velo blanco; los dos rosarios pendientes de la cintura, el uno llamado la Corona, con catorce dieces divididos por medallas; el otro, como insignia o distintivo de la Congregación, terminado en crucifijo de bronce.

El bailoteo de los ojos se destacaba y lucía más, sin duda por no verse de la cara más que el palmito puro, recortado por la holanda, sin nada de pelo y muy poco de la frente. Acompañábala en las visitas una hermana profesa llamada Sor Expectación, cuarentona, de rostro blanquísimo y facciones bozales, resultando un contraste muy extraño entre la fealdad etiópica y la blancura alabastrina. Sus ojos parecían cuentas de bruñida pizarra. Mostrábase la hermana muy afable con Guerra, que era ya, dicho sea de paso, uno de los protectores más generosos del naciente instituto. La conversación solía versar sobre las dificultades con que tropezaba el Socorro para establecerse en Toledo, y entre col y col se deslizaban apreciaciones morales y místicas. Sor Expectación, a pesar de su mayor categoría ante la novicia, dejábala hablar sin meter baza, y la oía con atención cariñosa, cual si viera en ella uno de esos discípulos precoces que hacen callar a los maestros. El tono empleado por los tres era familiar, a veces mundano, y Ángel se maravillaba de que el hábito no hubiese alterado la naturalidad graciosa de Leré, la cual no creía sin duda que la santidad excluye el mirar cara a cara y el reírse con decencia, siempre que haya motivo para ello. La única restricción era que no se le podía dar la mano.

La primera o la segunda tarde de visita (no hay seguridad en la fecha), se sintió el madrileño ante su amiga invadido de una tristeza que le abrumaba. Veíala dotada de hermosura celestial y vaporosa, que, a poco que sobre ella actuara la imaginación, se condensaría en belleza tangible y humana, y como al propio tiempo la veía del lado allá del abismo cavado por los votos y la observancia reglar, tuvo el pícaro antojo de echarle un lazo para atraparla y traérsela a la orilla en que él estaba. Empleó los argumentos del padre Mancebo, que eran los más fáciles de manejar, y Leré se defendió primero con tibieza y en tono festivo; mas poco a poco fue entrando en calor, hasta concluir con una parábola tan ingeniosa como persuasiva y elocuente.

—Mientras usted y mi tío no vean la vida como la veo yo, no comprenderán el ningún efecto que me hacen esas razones. Los trabajos, las penas y enfermedades, mírolas yo como pruebas de las cuales no debemos huir, porque ellas nos son enviadas para templar nuestra alma y hacerla resistente. Los que no son probados en esa tienta, no sirven para la vida alta. Los que aceptan las pruebas y se mantienen firmes y derechos, esos sirven. ¿Ha visto usted la Fábrica de espadas? Yo la vi siendo muy niña, y observé una cosa que no se me ha olvidado nunca. Un obrero de mucha práctica coge las varas de acero, las mete en el fuego, y cuando están al rojo las va examinando. Algunas, sin que se sepa la causa, presentan unas grietecillas o no sé qué... El obrero no hace más que mirarlas, y dice: «ésta no sirve», y la arroja en un montón. Aquellos pedazos de hierro no sirven para espadas, y se aprovechan para hacer asadores. Pues eso digo de las personas que no saben templarse: no valen para espadas; asadores serán toda su vida. Los que cuando ven el mal encima claman atribulados al cielo, como si Dios tuviera la obligación de conservarles la dicha y la salud, no tienen temple, no valen. Serán acero fino los que resisten, los que alaban la mano que les baquetea sobre el yunque, los que cuando se ven pobres, perseguidos, enfermos, calumniados, dicen: «venga más».

Sor Expectación asentía risueña, con su poquitín de orgullo, y Guerra no encontraba fácilmente en su magín la contestación adecuada a tal manera de discurrir.

—Por consiguiente, no se asuste usted de que yo me quede triste, pero tranquila, cuando alguien viene y me dice: «El tío Paco sigue mal de la vista y se quedará ciego... La tía Justina no puede con tanto trabajo... ¿Qué va a ser de esos pobres niños?» Y ya le estoy oyendo decir a usted: «¡Pero qué cruel y qué mala es esta mujer, que ve impasible tantas desdichas!» Es que para mí la mayor de las desgracias consiste en no recibir esos regalitos del cielo que llamamos adversidad, miseria, muerte; es que para mí los que revientan de salud y de bienestar son los más dignos de lástima; es que para mí las calamidades representan una forma de bendición o gracia, y cuando la calamidad es sufrida con paciencia y humildad, viene a ser la ejecutoria de que servimos, sí, de que servimos para algo más que para comer y cargarnos de ropa. Y no me saquen la consecuencia de que si mi tío pierde la vista, yo me alegraré. No es eso; yo no me alegro: lo siento, porque el mal ajeno me afecta y me duele más que el propio. Si el mal fuera mío me agradaría sufrirlo; pero siendo ajeno no tengo derecho más que a mirarlo con piedad, deseando que el prójimo lo acepte, como lo aceptaría yo... Ya, y le veo a usted venir... aguarde un poco. Va usted a preguntarme si no debo hacer algo para evitarlo. Si remediarlo pudiera, tomándolo para mí, lo haría; pero el remedio que me proponen es sumamente chistoso. ¿Qué se le ocurre a mi tío como infalible talismán para conservar la vista? Pues nada, friolera; que yo me case. En renunciando yo a la vida religiosa y en metiéndome a casada ¡pin! se acabó la ceguera, y tutti contenti. ¿Cómo quiere usted que no me eche a reír, don Ángel? (Anticipándose a las razones de Guerra.) Ya, ya sé lo que me va usted a decir: que la ceguera no es un argumento directo contra mi vocación; que se teme perder la vista, porque la familia quedaría desamparada, y que para evitar este desamparo de la familia, urge que yo dé el sí a Pepito Illán o a otro que tenga cuartos. Pero, D. Ángel, ¿es posible que de cabezas bien organizadas salgan razones tan sin substancia? Lo que pretenden es que yo abandone el camino por que me llama Dios, y tome otro que me repugna. ¿Para qué? para evitar la pobreza de mis sobrinos, ¡la pobreza el signo visible de pertenecer a Cristo! ¡el eres mío con que nos marca en la frente! Aquí sí que me explayo a mis anchas, y aunque usted me llame lo que quiera, digo y repito que no me importa nada que mis sobrinitos sean pobres. Si Dios les destina a mejorar de suerte en el mundo, porque así les convenga, Él les abrirá camino. ¡Pero buscar el remedio de su pobreza en el arreglito de una tía casada y un tío rico, que no se sabe aún si querrían protegerles...! Vamos, ríase usted, hombre, ríase de esta manera de discurrir. El mal, el verdadero mal es el pecado. Cualquier sacrificio es poco para apartar a un alma de la condenación eterna. ¡Pero la pobreza, mirar como mal la carencia de medios de Fortuna! Fíjese usted un poco, remonte la vista, considere la vida desde un poquito alto, y verá que el accidente del tener o el no tener, colocado entre el nacer y el morir, significa bien poco. ¡Si no muriera el rico, si su riqueza le asegurara un puesto preferente en la otra vida...! ¡Pero si muere como el mendigo, y tan polvo es el uno como el otro! Y fíjese usted en la brevedad de la vida, en esta jornada que hacemos acompañados por la muerte, que nos lleva de la mano, pronta a darnos la zancadilla. ¿Qué diferencia esencial hay entre recibir de un administrador o del habilitado el pedazo de pan y tener que pedírselo al primero que pasa? Cuestión de formalidades, que en el fondo no son más que soberbia... ¡Que Justina tenga que mendigar! ¿Y qué? Es lo único que le falta para ser santa. De limosna vivimos nosotras. ¡Que los chicos no podrán seguir una carrera! ¿Y qué significa esto de las carreras? ¿Ser abogado para enredar a media humanidad, ser médico o militar para matar gente con píldoras o con balas? Ni las carreras, ni los oficios representan nada... ¿Me quiere usted decir si cuando un hombre se presenta delante del que juzga a los vivos y a los muertos, le van a pedir algún titulo académico o la papeleta de exámenes? Ya, ya sé lo que va usted a contestarme. Que con mis ideas, bonita estaría la civilización. Pero si yo no tengo nada que ver con la civilización, ni me importa, ni hablo contra ella. Ya sé que siempre ha de haber ricos, y convendrá quizás que los haya; pero cada cual tiene su gusto, y a mí, si me dan a escoger, me quedo con la pobreza. No poseo nada ni quiero poseer nada. La propiedad me quema las manos, y la idea de mío me la borro, me la suprimo de la mente, porque esa idea, créame usted, suele ocupar mucho espacio y no deja lugar a otras, que nos convienen más. Yo digo: habrá algo que sea de alguien; pero mío, perteneciente a mí, bien segura estoy de que nada existe. Sólo Dios es dueño de todas las cosas. A Él pertenezco y nada me pertenece.

III

Salía Guerra de allí con la cabeza medio trastornada, porque las ideas expuestas con tanto donaire y sencillez por su amiga le seducían y cautivaban sin meterse a examinarlas con auxilio de la razón. Había llegado Leré a ejercer sobre él un dominio tan avasallador, se revestía de tal prestigio y autoridad, que llegó a representársele como la primera persona de la humanidad, como un ser superior, excepcional, investido de cualidades y atributos negados al común de los mortales; y cediendo a una ley de gravitación moral, sentíase atraído a la órbita de ella, llamado a seguirla y a imitarla.

Recordando en la soledad campestre las expresiones de su amiga, las comentaba, las desentrañaba, y de ellas partía buscando hacia arriba alguna síntesis suprema, o hacia abajo aplicaciones a la vida general. La semana entera se la llevó tratando de digerir —aquel refinado misticismo, que un año antes le habría parecido absolutamente indigesto. Lo que más sentía era que todas las visitas semanales no fueran igualmente afortunadas, porque en algunas creeríase que el Demonio lo enredaba, llevando a otras personas que hacían difícil la comunicación inmediata con Leré. Como para las visitas se designaban días de la semana, no pocas veces reuníase tal caterva de señoras y caballeros, que era cosa de salir renegando. Una de las tardes más desgraciadas fue, aquella en que, a poco de entrar Guerra, vio penetrar en la sala la respetable trinidad de D. Suero, doña Mayor y Mariquita Fernanda, no tardando en agravarse la situación con la llegada de la superiora, Madre Victoria de la Cruz, y de otras dos monjas más. Generalizada la conversación, D. Suero se puso insoportable ponderando los beneficios que iba a reportar Toledo de personas tan ilustradas como las hermanitas del Socorro. Burla burlando, echó unas puntaditas a las órdenes de clausura, que no responden a los fines de la vida moderna y de la ilustración, porque aun en el ramo de almíbares y huevos hilados, ahí están las confiterías, que son una industria y ayudan al sostenimiento de las cargas del Estado. Doña Mayor y la superiora picotearon bastante, y María Fernanda pidió explicaciones a la novicia de ciertas laborcillas de gancho que hacía con gran primor, y después hablaron de las señoras de Rojas, sintiendo mucho que se hubieran muerto, ¡pobrecitas! y la tarde fue para Ángel desabrida, larga y tediosa.

A veces solía llevar a D. Tomé, con intención de echárselo a las demás visitas al modo de quite, para que le dejaran libre a Leré; pero las escasas facultades sociales y de palabra del autor del Epítome inutilizaban casi siempre su plan.

En cambio las tardes felices, aquellas en que se encontraba solo con la novicia y la hermana blanca, que parecía la estatua de una negra bozal esculpida en alabastro, con las pestañas blancas y los ajos de pizarra, Ángel se consideraba dichoso; y si la conversación no recaía desde el primer instante en cosas supremas, él la llevaba por las vías y zonas más altas. Fácilmente seguía la imaginación alada de Leré los vuelos de su amigo, y apreciaba con brío mental y convicción fortísima la humana existencia, dejando muy mal parado el mundo, por el suelo sus afanes y vanidades, y resueltamente establecido el principio de que fuera del fin de salvarse, no hay ningún fin humano que no sea una gran necedad.

Hay que advertir que un entusiasmo semejante, aunque no tan vivo, al que había sabido inspirar a su antiguo señor, despertaba Leré en la comunidad, pues todas las hermanas veían en ella una mujer excepcional. Las cautivaba precisamente con su modestia y su deseo de anularse; con querer ser siempre la primera en la faena, la última en el descanso; con no aventurar jamás un deseo dentro de las prácticas de la Congregación, como no fuera el de la absoluta obediencia; con ser la enfermera más valerosa, la más diligente ama de gobierno, la más callada, la más sufrida, la más serena de espíritu; y en fin, concluía, de ganar los corazones con su entendimiento soberano, pues si rompía el silencio, porque se solicitaba su opinión sobre algún punto espiritual o de la vida —173— ordinaria, siempre salían de sus labios palabras de deslumbrador sentido, conceptos sobre cuya exactitud y verdad no podía caber ninguna duda.

Algunas tardes volvía Guerra a Guadalupe en ese estado que los místicos llaman de edificación: bullían en su mente planes y proyectos que no era más que las ideas de una mujer queriendo tomar en la mente del varón forma activa y plasmante. Lo que Leré pensaba, debía llevarlo él al terreno de la acción. La iniciativa o el germen de esta acción partía de su amiga, encarnándose luego en la mente de él y revistiéndose de la substancia de cosa práctica y real. Trocados los organismos, a Leré correspondía la obra paterna, y a Guerra la gestación pasiva y laboriosa. El proyecto de fundación sería Leré reproducida en la realidad, idea de la cual apenas se daba cuenta Ángel, mientras fue nebulosa, pero que a medida que se condensaba, íbale absorbiendo y ocupándole todo. Fundar, sí, fundar; ¿pero qué, cómo, en qué forma? Sólo sabía que era forzosa la fundación; mas no acertaba con los términos precisos del ser que se estaba formando en su caletre.

¡Qué noches aquellas del cigarral, dignas de que las pintase quien supiese hacerlo! Cornejo encendía con el ramaje de la poda una gran lumbre, junto a la cual se congregaban el amo, el guarda, Jusepa, don Pito y el pastor, de quien no se ha dicho nada todavía. Llamábase Tirso, y era un hombre enteramente primitivo, de una tosquedad casi salvaje, hirsuto y mal barbado, vestido con calzón de correal, abarcas de cuero, un chaquetón de raja parda sin forma ni color y que parecía compuesto de pedazos de yesca, montera de pellejo rapada ya por el uso. Su cara era un revoltijo de arrugas y polvo, en medio del cual lucían los ojos sagaces, despiertos, como dos ascuas chiquitinas que habían caído por casualidad en aquella masa reseca, y la iban a incendiar cuando menos se pensase.

Tirso no tenía edad, es decir, no era fácil echarle la filiación. No sabía cómo se llamaba. «¿Tirso qué?» le preguntaba su amo, y él se encogía de hombros. Pasaba por tonto en aquellas tierras, y también por gracioso; excelente guardador de cabras, pues res que se le confiaba, no era fácil que se perdiese. No había estado en Toledo más que dos o tres veces en su vida, ni conocía más mundo que el que se extiende desde el puente de San Martín hasta la sierra de Nambroca, entre los ríos Guadajaroz y Algodor. Hablaba un lenguaje corto y de escasísimo vocabulario, lleno de desusados idiotismos, que sonaban a lengua fenecida. No se había lavado nunca ni siquiera la cara. No entendía la hora en la muestra de un reloj; pero en cambio la leía con exactitud en el curso del sol, y por la noche la deletreaba en el libro de las estrellas. No sabía lo que es café, y el chocolate lo había probado una sola vez en su vida. Llamaba de tú o de vos a todo el mundo, menos al amo, a quien se dirigía siempre en tercera persona, pues el usted no acababa de articularse en sus torpes labios. Desde las alturas donde pastoreaba había visto pasar el tren; pero nunca se dio cuenta clara de lo que aquello era. El sentido moral parecía muy embrionario en él; en cambio no le faltaba el sentido jurídico, y las ideas de tuyo y mío brillaban claras en su mente. Tan pronto se hacía notar por su barbarie como por su agudeza, y era algo médico, algo astrónomo y también algo poeta.

A D. Pito le cayó muy en gracia; y se partía de risa oyéndole hablar, entendiérale o no, pues comúnmente el marino se quedaba en ayunas de las expresiones de aquel solitario de tierra adentro, y tenía que recurrir a Cornejo para que le tradujera frases como ésta: «si fuerdes al monte topardes lliebres, magüer que en cría», que sonaban a castellano en cría. Poco a poco se fue haciendo el oído del navegante a la fabla del rústico, y no tardaron en amigarse. Por las noches, al amor de los tizones, se enredaban en graciosas parlamentas, no teniendo poca parte en la intimidad el uso del alcohol, pues D. Pito, que por la generosidad del amo disfrutaba ración bastante de sus brebajes favoritos, convidaba al pastor a catarlos, y el bruto aquel se relamía de gusto cada vez que empinaba el codo. Esto y salir a tirar algunos tiros era su mayor delicia, en lo cual se confirmaba la observación de que lo primero que el salvaje acepta de las razas civilizadas es la pólvora y el aguardiente.

Acompañábale D. Pito en sus excursiones pastoriles, y no le llamaba por su nombre, sino que desde el primer día le aplicó otro muy enrevesado, que los demás rara vez acertaban a pronunciar al derecho. «Este demonio de zagal —decía el marino a Guerra— es el vivo retrato, fuera del color, de un cacique de negros que conocí en la costa de África, el cual nos traía la esclavitud en cuerdas de veinte, veinticinco hombres. A pesar de la diferencia de razas, aquel bárbaro y éste se parecen como dos gotas de agua, en la manera de mirar y en el aire del cuerpo, y siempre que hablo con Tirso, me parece que tengo delante al amigo Tatabuquenque.

A poco de tratarse y de vagar juntos por sendas y barrancas, seguidos de Cachopo, el perro del cigarral, Tirso respondía al endiablado nombre de Tatabuquenque. Por cierto que cuando D. Pito aparecía entre las rocas o por entre las ramas de un matorral, con el collarín de pelo amarillo, el hongo aplastado, la cara de corcho, debía de parecer fiera que en la aspereza de aquellos montes tenía su caverna, y que salía en busca de alguna res para echarle la zarpa y comérsela, y lo mismo pensarían de él sin duda los conejos y las aves que desde lejos le miraban, poniéndose en salvo con más miedo del hombre que de la escopeta. Porque se ha de decir que era tan mal tirador D. Pito, que de cada cinco disparos no acertaba ninguno, y como no saliera Cornejo en su ayuda, la caza concluiría por perderle todo respeto.

A Guerra le entretenía oírles charlar por las noches, junto a los tizones encendidos. Contaba D. Pito sus aventuras de mar, que escuchaban con la boca abierta Tatabuquenque, Cornejo, Jusepa y el mismo Ángel. Oiríais allí cómo afronta un vapor las mares hinchadas, poniéndoles la proa y cortándolas sin miedo; cómo barren las furiosas olas la cubierta, entrando por la amura y llevándose botes, jaulas de ganado, hombres si puede, y reventando algún mamparo, o la lucerna de la cámara; cómo en noches de espesa niebla se arruga el corazón de todo mareante, que ignorando dónde se halla, teme por momentos estrellarse contra invisibles rocas, o darse de trompadas con otro buque; cómo se avisan con el triste sonido de silbatos y sirenas que llenan el aire denso de tristeza y pavor; cómo impensadamente sobreviene el temido choque, y en un punto las dos naves dan el topetazo una contra otra, rompiéndose cual si fueran de vidrio; cómo en fin, el agua se precipita en las cámaras y bodegas en catarata hirviente, y salen todos despavoridos, buscando la salvación sin encontrarla, hasta que se hunden por aquellas aguas abajo, y perecen comidos de peces voraces que se los meriendan en un decir Jesús. Oiríais también relatos asombrosos de países lejanos y ardientes, donde todas las personas son negras y andan en cueros vivos, buscando algún cristiano que aparezca por allí para asarlo y comérselo; o de pueblos de refinada civilización, donde andan los trenes por las calles como aquí los perros, y hay los más soberbios establecimientos de bebida que se pueden imaginar; escucharíais, en fin, ¡me caso con San Bolondrón! la nunca oída fábula de un Túnel por debajo de ríos mayores que el Tajo, de un canal por donde saltan los barcos de una mar a otra, de vapores tan grandes como la Catedral que van llenos de gente, de ganados, de azúcar, de arroz o de aguardiente, por aquellas aguas adelante, pim pam, dale que le das a la hélice, la cual viene a ser lo mismo que el molinillo de la chocolatera; y todo se mueve con una máquina grandona, donde está el vapor dando resoplidos, metiéndose y sacándose por unos tubos que... (No sabiendo cómo explicarlo.) Vamos, que se calienta el agua, y se forma el vapor, que viene a ser... ¿Veis las nubes? Pues como las nubes, un humito blanco, blanco, que tiene más fuerza que miles de caballerías, y se mete por el tubo y va al cilindro, y, pues... empuja, vamos... sale, se condensa, vuelve a entrar... y...

TIRSO. — (Comprendiendo.) Jo, como el muérgano de la Egregia Mayor de Toledo, que va el viento y ansopla por los caños, y ansina como sale el son en el muérgano, en aquesas mánicas descampa un golpe de adre que arrempuja...

JUSEPA. — ¡Válgame Dios, que trenes los de la mar! Uyí que en no sé qué mar se fue al jondo un barco cargao de dinero, y bajaron a sacarlo unos aqueles de hombres con la cabeza metía en un botellón de vridio.

TIRSO. — Jo, abajaradéis vos a buscallo con san fin de dimoños; que yo ni por tu el sagrario bendito me abajaba.

CORNEJO. — (Dándose importancia.) Animales, esos que bajan son los buzos, que tién vestimenta de fierro como la que sacan los guerreros en la procesión del Viernes Santo, y un dispejo por delante de la cara, pa ver mismamente dentro de la mósfera del agua.

DON PITO. — Exactamente, así es.

TIRSO. — Y no uyísteis lo que mos contó el estordiante D. Pelayo, fijo de nuestramo de antes D. Juárez? Pos contó que hubían unos barcos grandes, grandes, con jierro por alante, y dencima cañones del gordo como de cuatro güeyes, y en ca tiro, jo que te estriego, medio mundo patas arriba.

DON PITO. — Esos son los acorazados, sí, tremenda artillería. (Enfática descripción de la marina militar.)

JUSEPA. — Anda, ¿y busté hay estado con su barca en tantísimas ciudades y puebros?

DON PITO. — No acertaré a contarlos. Liverpool, Hamburgo y Amberes en el Norte; Nápoles, Trieste y Marsella en el Mediterráneo; Singapore, Macao y Manila en Oriente; toda América desde Montreal a Buenos Aires por Occidente; la Mar Caribe de punta a punta muchas veces, y en África hasta cerca del Cabo.

TIRSO. — ¡Jó, qué correríos tié el hi de pucha!

JUSEPA. — Diga, ¿y no allegó a Roma?

CORNEJO. — (Ganoso de contar sus empresas militares.) No seas bestia. Si Roma no es puerto de mar. Allí estuvimos con el general Córdoba, cuando Pío IX nos echó la bendición.

TIRSO. — Roma es onde mora el crergo mayor de tos los crergos, que le llaman Su Santísimo Papa.

La conversación se animaba hasta el entusiasmo cuando recaía en asunto de toros. Cornejo, que había vivido algún tiempo en las dehesas del Duque, se las echaba de inteligente, narrando mil peripecias dramáticas y lances tremebundos. A Jusepa se le encandilaban los ojos, y aunque sólo había visto dos medias corridas en la plaza de Toledo, su imaginación se inflamaba con el relato de las lides taurómacas, cual montón de hojarasca reseca en la cual arrojan una tea encendida. El montaraz Tirso, que jamás presenció corrida en forma, y apenas conocía los toros más que de verlos sueltos y libres en la ganadería, contó que una vez, hallándose en medio de las fieras, vio dos que reñían, y el vaquero les tiraba piedras, y él tuvo tal miedo que le entró una correncia, única enfermedad que tuvo en su vida. El capitán refirió las diversas funciones que en Cádiz, en la Habana y en Madrid había visto, y entre las verdades colaba de matute mentiras muy gordas, verbigracia, que en cierta corrida a que asistió en Jerez, viendo que nadie se atrevía con un Miura muy voluntarioso y de mucho sentido, bajó al redondel y lo remató con un mete y saca, que fue la admiración de los maestros. En volandas le llevaron a su casa. No hay que decir que los tertuliantes se lo creían, pues cuando aquel tema de los toros, legendario y castizo, tan grato a españoles de raza, se introducía en la conversación, todos perdían la chaveta, lo mismo el bárbaro Tirso que la zafia Jusepa y el veterano Cornejo.

IV

No lejos del grupo que rodeaba el fuego, Guerra oía y callaba, y los vivos coloquios en que alternaba la marrullería de D. Pito con la rusticidad de los cigarraleros, lejos de molestarle en su meditación sobre cosas tan distintas de lo que allí se hablaba, servíanle como de arrullo, le llevaban el compás, si así puede decirse, marcándole el ritmo para que sus ideas se coordinaran más fácilmente. Así, cuando había una pausa en la conversación de aquellos bárbaros, la mente de Guerra se paraba, como una máquina que se entorpece, y en cuanto volvían a sonar los disparates, la mente funcionaba de nuevo. ¿Qué relación podía existir entre el pensar del amo abstraído y los conceptos de aquella infeliz gente? Ninguna en usual lógica.

Poco a poco íbale saliendo a Guerra su plan, no completo ni sistemático, sino en miembros o partes sueltas, las cuales eran como sillares de magnífica veta, con los cortes y el despiezo convenientes para emprender luego la composición arquitectónica.

Primera idea. Ni sombra de duda tenía ya de la excelencia y superioridad del ser de su amiga. Las doctrinas vertidas por ella revelaban inspiración del Cielo, y quizás una misión providencial confiada a tan excelsa persona. Gracias a Leré, Ángel había recobrado las ideas de la infancia, la creencia en lo divino, la seguridad de que la suprema dirección del Universo reside en la voluntad misteriosa de un Ser creador y paternal, quien elije a ciertas criaturas y les imprime la divinidad en grado máximo para que descuellen entre las demás y les marquen el camino del bien. De estas almas delegadas era Leré, con quien él había tenido la dicha de encontrarse en días de crisis moral, debiéndole su regeneración, indudable victoria sobre el mal, pues sólo con mirarle y argüirle suavemente, la de los ojos bailantes había hecho de él otro hombre.

Para corresponder a tan gran beneficio, él ayudaría a Leré a derramar por el mundo la onda divina que afluía de su alma pura. Poseyendo él suficientes medios materiales para materializar los hermosos pensamientos de la inspirada joven, los emplearía sin vacilar en empresa tan meritoria y grande. Fundaría, pues, con toda su fortuna, una orden, congregación o hermandad destinada a realizar los fines cristianos que a Leré más le agradasen. Él se encargaría de todo lo adjetivo, ella de lo substancial. La institución podía ser puramente contemplativa, si ella lo deseaba, o filantrópica y humanitaria con todo el carácter católico que ella quisiese darle. Si disponía que se consagrase al amparo de pobres y desvalidos, él tomaría sobre sí la obligación de buscarlos, recogerlos y conducirlos a donde recibieran el remedio de sus males. Si era cosa de cuidar enfermos, él rebuscaría en zahúrdas insanas y estrechas las manifestaciones más horripilantes del mal físico. Si la santa se decidía por perseguir el mal moral, estableciendo la corrección del vicio, la enmienda de la prostitución y de la perversidad, él emprendería una leva de criminales y les llevaría, con sugestiones inspiradas por su fe, a donde hallaran de buen grado los medios de regenerarse.

Parte esencial de este plan era que él, estimándose el primero entre los desgraciados, entre los enfermos y entre los criminales, se consideraba ya número uno de los asilados, cofrades, hermanos o lo que fuesen, sin que esto le quitase su carácter de fundador, ni le eximiese de la obligación de disponer todo lo material y externo.

Segunda idea. Al consagrarse con alma y vida a la realización de las doctrinas Lereanas, se desligaría en absoluto del mundo, y de toda relación que no fuera las que entablaba con su celestial amiga y maestra.

Ruptura completa con todo el organismo social y con la huera y presuntuosa burguesía que lo dirige. Equivalía semejante determinación a quitarse un duro grillete, y al propio tiempo, reconociendo los garrafales defectos del organismo social, se inhibía en absoluto de toda competencia para reformarlo. Proscripción completa de la política. Que la sociedad se arreglase como quisiera y como pudiera. Ya no tendría con ella más conexiones que las indispensables para recoger en su seno corrompido las miserias que reclaman socorro. Ninguna idea política ni social tenía ya valor para él; ni pensaba, como antes, en mudanzas o refundiciones de los poderes públicos y de la propiedad. Cualquiera concreción que trajese el porvenir, ya fuese la democracia rabiosa o el absolutismo de látigo, le tenían sin cuidado, con tal que el legislador futuro no metiese la hoz en las nuevas florescencias del espíritu religioso. Y si las segaba, Leré dispondría. Era, pues, como esposa mística, que en el orden supremo de un matrimonio ideal llevaba el gobierno moral de la familia. Su saber omnímodo daría solución a todos los problemas que se presentasen.

Tercera idea. En cuanto a prácticas religiosas, aunque por la influencia de Leré había recobrado los sentimientos de la infancia, las ideas primordiales del Dios único y misericordioso, y de la inmortalidad del alma; aunque la estética del catolicismo le cautivaba cada día más, y tenía la moral cristiana por irremplazable, encontraba en el organismo de la Iglesia formalidades que, a su parecer, exigían modificación. Sin embargo de estos escrúpulos, lo aceptaba todo tal como lo hemos heredado de las anteriores generaciones católicas, por ser Leré católica ferviente. Amortiguaba el madrileño sus dudas pensando que, al recibir la excelsa joven la misión de desbrozar nuevamente los caminos del bien y la verdad, se creyó arriba que esta misión se cumpliría mejor dentro del catolicismo que dentro de otra creencia, y por esto había venido Leré al mundo con su ortodoxia exaltada y a macha martillo. En cuanto al clero, el co—fundador lo creía necesitado de un buen recorrido, cual maquinaria excelente y de larguísimo uso, que conviene desmontar y limpiar de tiempo en tiempo; pero sometía su opinión al supremo dictamen de Leré, y si ella pensaba que el personal eclesiástico debía continuar como existe, por él, que quedase. En puridad nada de lo establecido estorbaba para el grandioso plan.

Idea total o envolvente. Desechada la creencia, en él antigua, de que sólo el mal es positivo y de que el bien no es más que una pausa o descanso del mal, estableció y dogmatizó la doctrina Lereana de que el mal y el bien son igualmente positivos, con la diferencia de que el mal se determina en uno mismo, y el bien en los demás, es decir, que la concreción del mal es sufrirlo, y la del bien hacerlo.

Terminado el laborioso parto, levantose y salió para refrescar su alborotada mente, desafiando el frío de la noche. Los demás seguían charlando junto al fuego, y acostumbrados a ver las bruscas salidas y movimientos del amo, no hicieron caso de él. Miró Ángel las estrellas que resplandecían con vivido temblor en la concavidad sublime del cielo, y se sintió satisfecho de sí mismo como no lo había estado en todos los días de su vida. Vio en su existencia un destino grande, aunque subordinado a otro destino mayor, y comparándose con el hombre de antes no pudo menos de despreciar todo lo que fue, y de enorgullecerse por lo que era, vanagloria legítima sin duda, no incompatible con el propósito de anularse socialmente y de llegar a ser, dentro de las categorías humanas, tan humilde y poca cosa como D. Pito y Tatabuquenque.

Volviendo a entrar en la cocina, vio a Jusepa, que se caía de sueño, abriendo la bocaza como una espuerta, y a Tirso que abandonaba la tertulia, y salía tardo y claudicante, con movimientos y desperezos que más parecían de cuadrúpedo que de hombre. Mientras el pastor se iba al pajar, D. Pito cogía la manta para meterse en la almazara, sitio que le habían designado para camarote.

Guerra notó en él los síntomas del tedio abrumador que le acometía de vez en cuando. «Animarse, don Pito, que aquí estamos muy bien, y fuera de aquí no hay más que vulgaridad llena de sinsabores, y una vida de estúpidas apariencias. ¿Echa usted de menos la mar? ¡Dichosa mar! Descuide usted, que ya tendremos mar. Por de pronto, yo me encargaré de que nada le falte. (Mirándole los pies.) A propósito, esas botas no son propias de un caballero cristiano. Mañana irá Cornejo a Toledo a comprarle a usted otras de lo mejor que haya».

—Don Ángel de mis entretelas, (Abrazándole.) muchas gracias. Ya pensaba yo que necesitaba echar palas nuevas a la hélice; pero, amigo, como no hay... me caso con San...

—Ea, no se case usted con nadie y menos con un santo. Quedan terminantemente prohibidos los casamientos. También le traerá Cornejo un capote de monte para que se abrigue mejor y suelte ese gabán que parece la funda de un violín...

— Venga, venga el capote, y alégrate, casco viejo, que ahora tienes quien te arranche.

Como por ensalmo se le disipó el tedio, y cogiendo de las manos de Jusepa el candil de garabato, se fue así, dormitorio y a su rústico lecho, donde tan ricamente se tumbaba. Quedose Ángel en la cocina, pues no tenía sueño ni ganas de acostarse, y sin más luz que la de los tizones, contempló embebecido las singulares figuras y contornos del fuego en el ancho hogar, que lentamente se enfriaba. Los leños, hechos ceniza y conservando en ella su forma, se desmoronaban por su paso y se rompían en mil fragmentos de lumbre, con rumor como de sílabas que espiran antes de ser pronunciadas. Las figurillas variaban a cada instante, al apagarse, ahora como rostros de personas y animales, ya como ramificaciones arbóreas, y todo se iba desmenuzando en puntos luminosos que la ceniza se tragaba y el frío se bebía:

—Aún falta mucho, mucho —se dijo el solitario dando un gran suspiro, sin quitar los ojos del hogar—, para que la idea se complete y llegue a ser practicable.

Retirose a su aposento alto, a obscuras, palpando los paramentos de la escalera, y cuando se acostó, conservaba en su retina la impresión de las ascuas moribundas. No pudo dormir ni le molestaba el insomnio. Mejor, mejor; con eso podría cavilar a sus anchas y sacar chispas de ciertos puntos opacos, golpeándolos con el eslabón del pensamiento. Aletargado al fin, trataba de convencerse con laborioso razonar de que las imágenes de Leré y Ción que delante tenía, dándose la mano, vestidas de blanco y con los nimbos de oro en la cabeza, no eran proyección espectral de su idea sino realidad, realidad... Allí estaban las dos; pero hacían la gracia de desvanecerse en cuanto él abría los ojos. «Es particular —se decía—; hace mucho tiempo que no se me aparece el hombre aquel del cabello erizado y de la mueca de máscara griega».

V

Contento estaba el marino con sus palas nuevas en la hélice y el capote de monte, el cual le parecía casulla, porque se lo encapillaba metiendo la cabeza por la abertura del centro de la tela. Prenda era de mucho abrigo y comodidad para correrías invernales. Con ella y la gorra de nutria que le regaló Cornejo, y en la mano, bien un garrote, bien vara larga y a veces una tralla, ¡listo! avante toda por altozanos y barranqueras, navegando en conserva con Tatabuquenque y sus cabras... Al rayar el día, dejaba las ociosas pajas el bueno del capitán, y al instante iba en reconocimiento de la cocina, hasta avistar a Jusepa, con la cual se abarloaba sin pérdida de tiempo, obteniendo de ella un pedazo de bacalao que chamuscaba en el primer fuego que en el hogar se encendía. Golpeando la tira de pescado seco contra una piedra para ablandarla, le metía el diente. Después tira de ginebra o ron, y en franquía, mar afuera hasta la hora en que pasaban los garbanzos por el Meridiano, la una de la tarde.

Guerra paseaba también por la mañana, solo y sin alejarse mucho de Guadalupe, rondando por la Virgen del Valle o aproximándose a la peña del Moro, de donde se divisa el panorama de Toledo y del río en toda su imponente majestad. Tres días después de la para él memorable noche en que determinó la fundación, hubo visita, por cierto de las más venturosas, porque nadie pareció por allí; y para colmo de felicidad, sor Expectación, la negra de alabastro, después de presentarse en el locutorio con Leré, se largó con viento fresco diciendo que volvería. Solos la hermana y Guerra, éste no le mentó el rebullicio que en su cabeza traía, prefiriendo confiarle el plan ya maduro y completo, sin que faltara ningún detalle. Únicamente indicó que pronto hablarían de un asunto, religioso por más señas, que a entrambos igualmente había de interesar. Absorta y con cara de júbilo le miraba la novicia, y sus ojos inquietos despedían chispas de diferentes luces y colores, como astros de primera magnitud, o al menos, tales le parecieron a Guerra. Embelesado ante ella, ya no se contentaba con verla bonita, sino sobrehumanamente hermosa, con hermosura que amor y respeto en igual grado le infundía, la exaltación cordial sin mezcla alguna de apetito bajo, todo puro, todo místico y de la más fina idealidad.

—Ahora comprendo —pensaba Ángel contemplándola con adoración muda—; ahora comprendo ese bailar de los ojos. Es el aleteo del Espíritu Santo, que ha hecho dentro de ellos su palomar.

La conversación versó, durante un mediano rato, sobre diversos particulares pertinentes a la Hermandad del Socorro, hasta que Leré se decidió a abordar un asunto que tratar quería con su místico amigo, asunto bastante mundano y espinoso por cierto.

—Don Ángel, me va usted a dispensar que le hable de una cosa... Como es usted tan bueno y ha vuelto los ojos a Dios, ninguna verdad que se le diga le ha de disgustar. Y pues me autoriza para ser su lazarillo, ahora que empieza a ver y a curarse de la ceguera, me permitiré guiarle un poco, de lo que no me alabo, porque el dar la mano y señalar dónde hay piedra o bache no es ningún mérito que digamos.

—Ya lo sabes: tú mandas y yo obedezco.

—No tanto... bájese usted un poquito. Yo no mando.. No faltaba más. No hago más que proponer. Vamos al caso, que es tarde. Pues señor... (Sentándose y cruzando las manos.) Aquí lo sabemos todo. Sin que nosotras nos ocupemos de averiguar lo que pasa de esas puertas afuera, nunca faltan bocas habladoras que vengan a traernos la cháchara del pueblo. En fin, enterada estoy de que a Toledo llegó esa señora, con toda la caterva de sus hermanos y demás familia. Además, me contó un pajarito que esa infeliz le ha cogido a usted las vueltas, en lo cual hace perfectamente, porque yo me pongo en su caso, y... vamos, que no puede desprenderse del afecto que guarda al que la quiso y vivió con ella, aunque fuera contra lo que mandan la religión y la decencia. Supe también que mi amigo, por huir de tal persecución, se plantó en el cigarral, diciendo «ahí queda eso». Los Babeles tienen ya casa propia, creo que allá por el Alcázar, y los padres de esa señora beben los vientos por endosársela a un primo de Bargas o no sé de dónde, viudo y rico. Pero ella no está por casorios, aferrada a la malicia de su amor antiguo.

—Algo de eso supe yo también —dijo Ángel—. La misma Dulce me lo contó, y le aconsejé que no fuera tonta y se casara.

—Vamos a ver. ¿No piensa usted casarse con ella?

—¡Yo!

—¿A qué ese asombro? ¡Yo! No parece sino que usted, al pronunciar ese ¡yo! tan hueco, se considera desligado de las obligaciones que imponen la ley de Dios y la ley humana. Usted mismo me ha dicho que la tal es buena, cariñosa y fiel a toda prueba. ¿Es que usted no la quiere ya? Pues decírselo claro, aunque el golpe le resulte duro, para que dirija sus pensamientos a otros fines. O herrar o quitar el barco. O casarse o desahuciar.

—Pues desahucio, hija, desahucio. Si yo me considero ya sin compromiso alguno. Pero ¿qué culpa tengo de que ella se obstine...?

—Cuando ella se obstina (Con malicia.) es porque se le han dado más motivos para apretar las ligaduras que para aflojarlas.

—¿Yo?

—¿Otro yo tenemos? (Con penetración.) A ver; júreme que desde que está en Toledo no ha tenido con ella ningún trato inmoral.

—No puedo jurar tal cosa respecto al trato que dices... (Sin vacilación en su sinceridad.) porque lo he tenido, sí.

—¿Lo ve usted?

—¿Y cómo lo sabes?

—No lo sabía; lo sospechaba. El Demonio no pierde ripio, y estando esa mujer aquí, no había de descuidarse el muy tuno. ¿Los dos en Toledo? Pecado al canto. Tratándose de vicios antiguos, suponiendo lo peor se acierta siempre... No, no se disculpe usted... no se necesitan explicaciones. Lo que hay que hacer es lo siguiente: (Levantándose y acentuando sus palabras con gesto de convicción y autoridad.) Va usted en busca de esa señora, hoy mismo, mañana mismo lo más tarde, y le dice una de estas dos cosas... piénselo con tiempo y elija... una de estas dos cosas: «Dulce, vengo a decirte que me caso contigo...» o «Dulce, vengo a decirte que no existo ya para ti». Nada, nada, o atar o desatar para siempre. (No dejándole meter baza.) Semejante situación de balancín entre el pecado y la honestidad es insostenible. ¿No quiere usted regenerarse, no quiere ser ferviente amigo de Cristo y realizar obras grandes, caridades aparatosas, y defender la Fe y meter mucho ruido con su cristianismo? Pues nada de esto vale de nada sin purificarse interiormente. Porque se presentará mi D. Ángel ante Dios con mucha bambolla de palabras, y mucho entusiasmo, y mucho ruido, y Dios le dirá: «Límpiate primero, y cuando estés limpio, hablaremos». Fuera, pues, esa lacra, fuera. Si usted no se la quita, verá qué peso tan grande, qué estorbo para entrar en la vida espiritual. No podrá usted moverse, no podrá dar un paso... (Con viveza impaciente.) Pero qué, ¿será capaz de no hacer lo que le aconsejo?

—Basta, Leré, basta; no me riñas más... (Con efusión.) ¿Tú lo quieres, tú lo mandas? Pues se hará. No necesitas argumentarme, pues comprendo la razón y la verdad con que hablas, la profundísima sabiduría con que sentencias en este pleito. Mañana mismo me planto allá, descuida, y... lo que tú dices; una de las dos cosas. No hay que añadir que opto por la segunda. Sobre eso no puede haber duda. Rompimiento absoluto. Si pudiera ir un poquito más lejos, y lograra convencerla de que debe apechugar con el primo... Pero verás tú cómo se resiste. Las mujeres son el demonio...

—Gracias.

—Algunas, quiero decir.

—Pues yo creo que si usted corta las comunicaciones bien, pero bien cortadas, ¿eh?... qué sé yo, lo pensará, y andando el tiempo puede que haya boda con el de Bargas. Eso de desesperarse y tirarse por el balcón es música. Las mujeres son más reflexivas que los hombres, aprecian mejor su conveniencia, y se curan más pronto y mejor de esos arrechuchos.

—Pero tú, (Con admiración.) ¿cómo sabes eso? Tú lo sabes todo.

—No es que yo lo sepa. Me lo figuro... En fin, listo, a pagar esa cuenta del alma. Todavía le andaron dando a usted el Demonio, y hay que darle a ese perro en los hocicos, darle tan fuerte que no se atreva más con usted. ¡Triste cosa que para limpiar un hombre su conciencia tenga que dar a una pobre mujer tal trago de amargura! El mundo es así: la tristeza en el reverso de la alegría. Lo que es bonito por una cara, por otra es más feo que Judas. ¡Pobre mujer! Pero el golpe le será provechoso, como una operación de cirugía, que salva de la muerte. También ella, cuando vuelva en sí del topetazo, se purificará. Si fuera fácil casarla con ese otro, ¡qué triunfo!... ¡Ah! ¿no sabe usted lo que se me ocurre en este momento? (Riéndose.) ¡Qué cosas! Pues pienso que si lo toma por su cuenta mi tío, les casa... porque hombre más casamentero no existe en el mundo, ni otro que con más ardor tome las empresas que él llama de utilidad. ¡Vaya, que cuando quiso nada menos que casarme a mí...! El pobrecito delira por la familia, y ve los bienes que están a corta distancia de la nariz, no los que están un poquito más lejos. Le parece que si falta el puchero se acaba el mundo, y no se acuerda del pan celestial, de tanto como piensa en el de la tahona. Debe de estar incomodado conmigo, porque no viene a verme. Si va usted por allá, dígale cuánto le quiero, y que pido a Dios por todos... Estoy tranquila, porque sé que nada ha de faltarles. Me lo ha dicho... quien lo sabe. ¿Qué... se ríe usted de mi seguridad?

—¡Yo... reírme yo! Ni por pienso. Cuando tú lo dices, bien sabido te lo tendrás.

—Con que... volvamos al punto principal. Soy muy machacona, y vuelvo a decirle que no deje transcurrir el día de mañana sin dar ese paso. Cuidado. La primera vez que venga por aquí, ha de traerme la noticia de que ha ido al vado de la ruptura definitiva, o a la puente del matrimonio. Yo no mando; no hago más que proponer.

—Llámalo como quieras. No habrá para mí mayor gusto que llevar a la realidad tus ideas. Trázame una línea recta, pero bien recta, y verás cuán decidido la sigo sin desviarme.

—Pues, amiguito, ánimo y adelante. Ya que me autoriza para señalarle el camino, sepa que aún estamos muy a los comienzos, en lo llano y fácil. Le prevengo que habrá cuestas, sí, que para un novato como usted han de ser algo penosas. Pero hay que evitar el cansancio del caminante en las primeras jornadas. Prepararse, tomar aliento. Recto, sí, muy recto y seguro es el camino; pero verá usted qué asperezas hay más adelante, qué guijarros erizados de picos, qué malezas, qué zarzales, y sobre todo qué pendientes... Por hoy no quiero asustar al pobrecito viajero, no sea que se nos vuelva atrás.

—¿Pero qué es ello? ¿Me impondrás sacrificios, trabajos, humillaciones del amor propio? A todo estoy dispuesto.

—Calma, calma. Ya llegaremos a las cuestas en que el más pintado se rinde. No conviene tampoco sofocarse y echar los bofes en la primera jornada. A su tiempo maduran las uvas. No se nos malogre la cosecha por querer vendimiar temprano. Y por hoy se acabó. Retírese, que es tarde.

Despidiéronse sin más ceremonia, y Ángel salió ya casi de noche, lleno su magín de determinaciones categóricas y su voluntad del propósito de obedecer ciegamente. Esta capacidad afirmativa era un gran consuelo para su conciencia, que se recreaba en la diafanidad de sus propósitos, y en la derechura del camino que por delante tenía. Por no ser tan recto el de Guadalupe, la noche obscura y lluviosa, tardó bastante en llegar allá.

VI

Y a la siguiente tarde, pues la mañana la perdió en recibir y despachar a un emisario de D. Suero que le llevaba unas cuentas, fue en busca de la nueva casa de los Babeles; y después de después de preguntar en todos los zaguanes de la Cuesta del Alcázar, dio con la caverna allá por la plazuela de Capuchinos, esquina al callejón de Esquivias, lugar de los más tristes de la ciudad. En todo el camino y brujuleo de calles no dejó de pensar en el extraño paso que daba, y si no le vino al pensamiento ni por un instante la idea de desobedecer a Leré, tampoco tuvo dudas acerca de la proposición que debía escoger entre las dos designadas por la santa. Descartado resueltamente lo del casorio, optaba por la despedida y separación absolutas, imposibilitando hasta la probabilidad de deslices ulteriores, y además determinó que, si las circunstancias se presentaban favorables a una intervención discreta para impulsar a Dulce a un buen arreglo matrimonial con otra persona, las aprovecharía con alma y vida. Todo lo llevaba muy bien estudiado y previsto, sin que faltara un poco de plan económico para asegurar a su ex amante los derechos pasivos, y salvarla de la prostitución en caso de que así fuera menester.

Apenas hubo empujado la roñosa puerta del zaguán para entrar en el patio, de desigual y mal barrido suelo, sin arbustos ni adorno alguno, con pilastrones de piedra, las paredes con la mitad del yeso caído, todo de lo más desamparado, pobre y sucio que en Toledo se podía ver; apenas al primer vistazo se hizo cargo de la triste localidad, le salió al encuentro la persona que buscando iba, la propia Dulce; ¡pero en qué facha, Dios poderoso, en qué actitudes! El tristísimo espectáculo que a sus ojos se ofrecía, dejó a Guerra suspenso y sin habla. Desmelenada, arrastrando una falda hecha jirones, los pies en chancletas, hecha un asqueroso pingo, descompuesto y arrebatado el rostro, la mirada echando lumbre, Dulce salió por una puerta que parecía de cuadra o cocina, y corrió hacia él echando por aquella boca los denuestos más atroces y las expresiones más groseras. Ángel dudó un momento si era ella la figura lastimosa que ante sí tenía, y algún esfuerzo hubo de hacer su mente para dar crédito a los sentidos. La que fue siempre la misma delicadeza en el hablar, la que nunca profirió vocablo indecente, habíase trocado en soez arpía o en furia insolente de las calles. La risilla de imbecilidad desvergonzada que soltó al ver a su amante, puso a éste los pelos de punta.

—Hola, canallita... ¿qué... crees que te quiero? —gritó Dulce agitando las manos a la altura de los ojos de él—. Ya no, ya no... Me caso con tu madre, y maldita sea tu alma... ¡yema! ¡Qué feo eres, qué horroroso te has puesto, je, je, con la beati... con la beatitud...! Carando, lárgate de aquí. No sé a quién buscas... no sé. Yo también me he santifiqui... fiquido, ficado, je, je, y me caso con...

Horrorizado Guerra, buscó con los ojos a cualquiera de la familia para que le explicase cómo había descendido la infeliz mujer a tal degradación. En la misma puerta por donde había salido Dulce, vio Ángel a doña Catalina y a un hombre, cuyas facciones no pudo distinguir porque estaba muy adentro y la tarde era de las más obscuras. La de Alencastre salió al patio llevándose un pañuelo a los ojos en actitud de estatua de sepulcro, y acercándose a Guerra, le dijo con desmayado acento:

—La culpa es de ese infame Pito, que le enseñó el vicio feo...¡Qué horror, qué ignominia! Creímos que ya le había pasado este ciclón, y hoy se nos escapó, y ¡cataplum! a la taberna. Estoy avergonzada, y le pido al Señor que me lleve de una vez. Yo no puedo ver tales afrentas en mi casa... (Volviéndose a su hija, que corría por el patio.) Dulce, hija mía, cordera, princesa, sosiégate, mira, mira qué visita tienes aquí... Nada, como si no... Pues cuando se le pasa cae en un estado de idiotismo que no parece sino que se le seca el entendimiento. ¡Qué angustias pasamos para que los amigos no la vean así, para que su primo no sospeche...! Pero imposible disimular más tiempo. La encerramos y nos atruena la casa, la soltamos y nos abochorna, la privamos de toda bebida, y dice que se muere... Pues que se muera. Piérdase todo menos el honor, como dijo el otro.

Dos o tres chicos habían empujado la puerta del zaguán, ávidos de contemplar el para ellos gracioso espectáculo, y doña Catalina se puso a dar gritos: «Cerrar, cerrar, que se nos escapa».

En efecto, la pobre Dulce iba disparada hacia la puerta, cuando salió el hombre aquel, en quien Ángel reconoció al mayor de los Babeles, Arístides, y echó la zarpa a su hermana, quien, revolviéndose contra él, le puso todas las uñas en la cara, acompañándolas de terribles insolencias: «Maldita sea tu sangre, vil, canalla, santurrón, chupa—cirios... Me caso con tu alma, y con la ladrona de tu madre...»

Arístides forcejeó para llevarla adentro; ella se defendía con nerviosa fuerza, empleaba él los achuchones, echábale mano a los brazos, al pelo, cuidando de defender el suyo, y por fin la dominó y se la llevó, como a res brava, al cavernoso aposento de donde habían salido. Doña Catalina, en tanto, invocaba con patéticos chillidos a todas las potencias celestiales, y se metió también en la lóbrega cueva, diciendo: «No la maltrates, hijo, por Dios; ten paciencia... ¡Ay Dios de mi vida, qué desgracia!»

Guerra sintió desde el patio algo como encontronazos, traqueteo de lucha, sofocadas exclamaciones, y por fin el resoplido del domador victorioso confundiéndose con el resuello intercadente de la fiera. Nunca había sentido horror semejante ni presenciado espectáculo tan lastimoso. Huyó despavorido de toda aquella vileza, de todo aquel oprobio, y se puso en la calle.

Pero no había dado veinte pasos, cuando sintió irresistibles ganas de volver. ¿A qué? No lo sabía. Detúvose perplejo un instante, y antes de que se resolviera, pasos presurosos sonaron tras él. Un hombre se le acercó, Arístides, que no tardó en abordarle con tono y modales impertinentes, diciéndole:

—Tú eres responsable, tú, de la situación vergonzosa de esa desgraciada.

—¡Yo! —replicó Guerra, rechazándole con desprecio—. Y aunque lo fuera, ¿quién eres tú para exigirme esa responsabilidad?

—Soy su hermano, y basta.

—¿Y a mí qué?

—Tenemos que hablar.

—Yo nada tengo que hablar contigo.

—Pues yo contigo sí.

Y como hiciera ademán de detenerle, Ángel le empujó con fuerza lanzándole hasta la pared de enfrente, en el angosto callejón de Capuchinos. Siguió adelante, creyendo que el importuno no le perseguiría más; pero al llegar al Corralillo de San Miguel, otra vez le sintió detrás, y oyó una voz trémula que decía: «no te escapas, no; tenemos que hablar».

Terminaba el día, y el cielo brumoso anticipaba la obscuridad nocturna. El frío era intenso, pavorosa la soledad en aquellos términos altos y excéntricos del desmantelado pueblo. No se veía un alma, ni ser viviente, como no fuera algún murciélago de los que anidan en la torre de San Miguel el Alto. ¡Triste y huraño lugar! Por arriba casuchas informes que habitadas se desmoronan, desoladas ruinas, vestigios de nobles monumentos cuyos olvidados nombres tartamudea la Historia por no saber pronunciarlos claramente. Luego, la explanada polvorienta que concluye donde principia el cantil del Tajo, y al extremo inferior el pedregoso abismo, en cuyo fondo brama el río.

—Pues habla y revienta si quieres —dijo Guerra parándose, decidido a concluir pronto.

—Repito que eres responsable del estado de ignominia a que ha venido a parar mi pobre hermana, y no tienes más remedio que aprontar una indemnización.

El carácter autoritario, despótico y algo insolente de Ángel estalló al fin, manifestándose primero en una carcajada, después con estas expresiones zumbonas y provocativas:

—¿Con que indemnización y todo...? ¡Bravo! En eso mismo había pensado yo.

—No lo eches a broma. Por culpa tuya ha perdido proporciones muy ventajosas... Piénsalo bien, Ángel, y decídelo pronto, pues no me voy de Toledo sin arreglar este asunto, sin dejarte convencido de que no se juega impunemente con el honor de una familia.

—Tu dichosa hermana, ¡pobrecita! ha caído muy abajo, muy en lo hondo... (Con amargura.) La compadezco, bien lo sabe Dios. Pero por mucho que caiga no llegará a la profundidad en que estáis vosotros, tú, y toda tu casta infame.

—Si me injurias, no te espantes luego de que te obligue a tragarte tus palabras. (En actitud de ataque.)

—Como no me trague yo tu alma indecente. (Ciego de ira.) Hace un momento, cuando salía de tu casa después de presenciar una escena repugnante, la conciencia me remordió, acusándome de cobardía. Al retirar de mi vista a tu desgraciada hermana, la trataste sin ninguna consideración. Desde el patio pude hacerme cargo de tu brutalidad. No me decidí a intervenir; pero al encontrarme fuera, pareciome que era yo tan miserable como tú por no haberte enseñado la delicadeza y humanidad que debías a tu hermana. Aún es tiempo, y tú mismo, conociendo que eres merecedor de una paliza, vienes a que yo te la dé. Si te contentas con que te diga que eres un miserable y un bandido, ahórrate los palos y lárgate.

—¡Ah, trasto, me injurias, porque traes armas, y sabes que yo no las llevo nunca! (Con aturdimiento.) Citémonos cuándo y donde quieras.

—¿Armas yo? No traigo ninguna; pero sin armas, verás cómo te mato ahora mismo. (Abalanzándose a él.)

—Alto allá, bruto. (Retirándose de un salto atrás.) No arreglan así sus querellas las personas decentes.

—¿Pues cómo, cómo? (Corriendo hacia él.) ¡Decente tú!

Arístides, que se había lanzado a tan temeraria resolución engañado por la fama del cambio en el carácter de Guerra, comprendió tarde su error. Quiso huir; pero no pudo, porque el otro le echó la garra al pescuezo, le derribó, y poniéndole una rodilla sobre el vientre, le estrujó con insana violencia, arrojándole cara a cara las expresiones más horribles y desvergonzadas de la ferocidad humana. Ebrio de furor, Ángel obedecía a un ciego instinto de destrucción vengativa que anidaba en su alma, y que en mucho tiempo no había salido al exterior, por lo cual rechinaba más, como espadón enmohecido al despegarse de la vaina roñosa. El temperamento bravo y altanero resurgía en él, llevándose por delante, como huracán impetuoso, las ideas nuevas, desbaratando y haciendo polvo la obra del sentimiento y de la razón en los últimos meses.

De la boca de Arístides salía un ronco aullido. Pero tan violentamente le sacudió su contrario, golpeándole la cabeza contra el suelo, que al fin no mugía ni siquiera respiraba. Cuando Guerra le soltó, el barón de Lancaster parecía muerto.

Lo primero que se le ocurrió al agresor después de contemplar un rato a su víctima, fue escapar de allí. Dudaba... Apartose, volvió, se alejó de nuevo, y por fin, impulsado de un egoísmo tan ciego y tan fuerte como antes lo fue su encono, se escabulló por la tortuosa pendiente que conduce a San Lucas. Pasó al barrio de Andaque, siguiendo por las Carreras hasta los Gilitos, y de allí al puente de San Martín. El largo y accidentado viaje desde el Corralillo hasta el cigarral devolvió lentamente a su espíritu la serenidad para juzgarse, y pudo apreciar el lastimoso caso.

—Le he matado... he matado a un hombre —se decía, oyendo el tumulto de su conciencia sublevada—. No hay duda de que le maté... le estrangulé. Sí... paréceme que siento aún entre mis dedos el cuello estrujado, y que oigo los golpetazos del cráneo contra el suelo. Imposible que haya quedado vivo... ¡Qué bruto soy! Cegarme así... ¡Qué dirá ella cuando lo sepa!... Acción impropia de un creyente, de un cristiano... ¡Vaya un amor al prójimo, vaya una caridad!

Al llegar a Guadalupe, no penetró en la cocina, donde ya estaban reunidos esperándole sus deudos y sirvientes. No quiso cenar: metiose en su cuarto, y allí se dio a discurrir sobre la nefanda acción que había lanzado de nuevo su alma a los abismos del error. Pero si con saña se acusó, como fiscal concienzudo, también pasaba revista a los hechos que atenuaban su delito. «¡Vaya que salir a pedirme indemnización de daños y perjuicios! ¡Que una familia de estafadores y perdidos se permita tal insolencia! Si le doy o no para que viva decentemente, eso es cuenta mía; pero salir con aquel aire de matón a exigirme... Y en fin, todo esto con ser de lo más indigno, no habría justificado mi proceder. Pero la brutalidad de ese cobarde con su hermana... No, esto no podía yo tolerarlo. El santo más pacífico del Cielo se hubiera puesto como un león ante escena semejante. Aún me acuso de que salí del patio sin poner un correctivo a tanta vileza... Recuerdo que me detuve con ánimo de meterme de nuevo en la casa y enseñar al miserable la manera de tratar a una pobre mujer trastornada y enferma. Pero él se anticipó a mi furor, poniéndose me delante en tan mala coyuntura que... le deshice; no me queda duda de que es cadáver. Mañana se le encontrarán allí... Nadie nos vio; pero yo no he de permitir que acusen a un inocente, y me declararé autor del delito... (Con desaliento.) ¡Vaya que inauguro bien mi nueva existencia! Un homicidio, nada menos que un homicidio es mi primer paso en ese camino que me ha trazado la bendita Leré! ¡Ay, cuando ella lo sepa! ¿Qué pensará de mí? Me creerá incapaz de corrección, perdido para siempre. Tiemblo de que lo sepa, y si pudiera decírselo en este momento, se lo diría, contándole el espantoso caso con absoluta veracidad. ¿Y qué me dirá, qué me aconsejará, cuál será su idea para limpiarme de esta mancha horrible que ha caído en mi alma? Discurre, Leré, discurre la salvación de tu amigo, que al dar un paso ordenado por ti, se ha caído en esta sima de infamia. Ya que le mandaste ir allá, sácale ahora, y enséñale a no volver a caer.

VII

Sin poder conciliar el sueño, pasó toda la noche oyendo cantos de gallo, rumores quejumbrosos del viento en las tejas y en las ateridas ramas secas de las higueras del corral, sones con los cuales se confundía el clamor austero de su conciencia comentando el terrible homicidio y sus resultas. La máscara griega con los pelos erizados le volvió a visitar, poniéndosele junto a las almohadas, y para que la noche fuera más lúgubre, Jusepa había dejado abierta una ventanilla del desván, y con el viento se abría y se cerraba, produciendo al roce de los mohosos goznes un lastimero quejido, semejante al lloro de una criatura, y después un portazo seco, como si alguien llamara con aldaba por el techo descolgándose de las nubes.

Por la mañana su intranquilidad aumentó. Cada vez que sonaban pasos creía ver entrar a alguno con la noticia del hallazgo del cadáver. Imposible que Arístides estuviese vivo, pues aun suponiendo que no muriera de los golpes, como quedó exánime en aquel páramo, perecería helado seguramente, pues la temperatura había descendido hasta dos o tres grados bajo cero. Para salir de tal incertidumbre ocurriósele enviar a D. Pito a enterarse de lo que ocurría; pero surgió una dificultad grave, que puso la contera a la desesperación y aburrimiento del dueño del cigarral. Estaba de Dios que el día fuera trágico. Nunca viene sola una desgracia, y parece que el Hado las envía en cuadrilla para que no se pierdan por el camino. Fácilmente se comprenderá el asombro y consternación de Guerra, cuando al salir en busca de su protegido para encomendarle el mensaje, se le encontró descalabrado, con un pañuelo por la cara, hecho un energúmeno, casándose con todo lo divino y lo humano.

Lo ocurrido fue como sigue: Grandes confianzas se tomaba D. Pito con el rústico Tatabuquenque, y de las confianzas por una parte y otra nacía el continuo porfiar sobre cualquier cuestión. A poco de correr juntos por el monte en bucólica libertad, el marino empezó a ver en su compañero un ser de raza inferior, y como a tal le trataba, induciéndole a ello las ignorancias y candideces bertoldinas del guardador de cabras. A su vez, Tirso veía en su compañero un orate, un estrafalario que no decía cosa alguna al derecho, y el respeto que al principio le tuvo íbase trocando en socarronas burlas. Era gracioso oírles disputar sobre astronomía. D. Pito, que se sabía de memoria la bóveda celeste, y la llamaba su misal, se mofaba de las estúpidas supersticiones del pastor, entre las cuales las había muy donosas, como, por ejemplo, que las gallinas ponen o dejan de poner según esté más o menos levantado sobre la raya (el horizonte) el rabo de la Osa Mayor; que cuando vienen siete noches seguidas sin que se vea claro el Can Grande, todos los recentales nacen con una oreja negra.

Escuchando estas ingenuas teorías, el capitán solía pegar a Tirso con la tralla suavemente azotitos de amistad, sin más consecuencias que la de reírse los dos y el rascarse el bárbaro con un poco más de fuerza de uñas. Pero un día, charlando en buena conformidad, se dejó decir D. Pito un desatino geórgico de los más garrafales, a saber: que las abejas tienen parentesco con el gusano de seda; que éstos ponen huevos, de que salen las fabricantas de miel, y qué sé yo. Naturalmente, él sabía mucho de cosas de mar y cielo; pero en las de tierra adentro no daba pie con bola. Lo mismo fue oír el otro tal barbaridad, que soltar una carcajada burlona y rebuznarte, que exasperó al viejo marino y le sacó de quicio. En aquel momento vio una distancia casi infinita entre su personalidad como raza y la de Tatabuquenque, y éste se le representó como el infeliz etíope cazado y vendido en los arenales africanos. Los instintos de inhumano esclavista renacieron en él con insano coraje, y empezó a ceñir con la tralla el cuerpo del rudo pastor, dándole con toda su fuerza, sin piedad, frenético, rechinando los dientes. Tratábale como a un animal bravío que se quiere domar. Pero Tatabuquenque, aunque salvaje, tenía sin duda su dignidad celtibérica bajo aquella corteza tosca, y no pareció dispuesto a dejarse tratar tan a lo africano. Aguantó los primeros golpes con humildad de siervo; pero al quinto ya no pudo más ¡jóo! y convertido de manso en fiero, y de inferior en igual, saltó furioso, y agarrando la primera piedra que encontró a mano, se la disparó al esclavista con toda su fuerza y certera puntería, dándole en la cabeza, que gracias a la gorra de piel no quedó partida en dos. Y ya se disponía a tirar la segunda, que de fijo habría dado al lance una terminación funesta, cuando D. Pito, vencido y maltrecho, se retiró del campo bramando: «Cuadrúpedo, me has roto la cabeza. ¡Me caso con tu madre! ¡Lástima de agua del bautismo que te echaron! ¡Me caso...! Si estoy soltando un río de sangre... La culpa tiene quien se pone a jugar con jumentos. Vaya una coz... ¡Yemas!»

Y no se cuidó de perseguir a su agresor, porque tuvo que acudir a la casa para restañarse la herida y aplicarse a ella un poco de bálsamo, vulgo caña, pues con esto, como buen lobo de mar, se curaba todo, lo de dentro y lo de fuera. Lavada la contusión y visto que no era grave, se la tapó con un pañuelo para evitar el frío, y no hacía más que rezongar jurando y perjurando que cuando cogiese a tiro al cafre de Tatabuquenque, le había de convertir todo el cuerpo en un puro cardenal. «¡Ah! —se decía—, si D. Ángel lo permitiera, ¡qué magnífica bestia, domándola bien, para dar vueltas a una noria!... Lo que yo digo: el mundo está perdido con esta libertad que hay ahora y esta igualdad de pateta. ¿Por qué hemos de ser todos iguales, todos amos, todos señores? ¿Por qué no se ha de establecer que los brutos y zopencos, como este pedazo de hotentote, sean declarados inferiores y se les pueda vender y comprar para que trabajen a las órdenes de un buen vejuco? Pero no hay caso, y los prohombres suspiran y lloriquean cuando se habla del latiguito y del grillete. Pues así va el mundo, y así anda la riqueza pública, y así está el trabajo de las haciendas. Todo perdido, y día llegará ¡Carando! en que nadie vea ni el vislumbre de una peseta».

Metido en estas murrias tétricas, vendada la cara y dándose a los demonios, le encontró Ángel, que sorprendido del accidente, se lamentó de que su destino le perseguía con espectáculos de sangre. Su mente excitada y propendiendo al simbolismo, vio en la colisión de D. Pito con el salvaje un ejemplo de las embestidas de la civilización a los pueblos vírgenes, para ilustrarlos haciéndolos desgraciados; vio el descubrimiento de América, el empuje de la civilización hacia Occidente, y otras muchas cosas que se le fueron del magín ante la idea concreta que tenía que expresar. Su deseo era que D. Pito, sobreponiéndose al dolor de la descalabradura, fuese a Toledo a enterarse de si Arístides era o no cadáver, de si la policía andaba en averiguaciones, etc.

No se mostraba pesaroso el capitán de que su sobrino hubiese pasado la línea. «Nada se pierde —dijo—, con que ese párvulo rinda viaje, porque ha sido el azote de toda la familia, hombre capaz de vender a su madre por un café con tostada. Es mi tema, don Ángel, y no hay quien me saque de él. La sociedad debía tomar una determinación con tantísimo tunante y tantísimo holgazán. Debiera hacerse una leva de ellos cada poco tiempo, y colocarlos a trabajar, mediante un tanto por cabeza. Llámelo usted esclavitud... ¿Y qué? Yo no me asusto de ninguna palabra, aunque suene a demonios. Pues sea esclavitud, Carando, o llámelo usted el trabajo obligado de los que no quieren trabajar. Crea usted que con este ten con ten habría más dinero, y nadie dejaría de tener su tanto más cuanto».

Pero en fin, estas disquisiciones no eran del momento. Avínose a desempeñar la comisión, como hombre de buena pasta, y después de arreglarse el cariz con parches de papel engomado de sellos, por no haber a mano tafetán inglés, partió con instrucciones precisas de su amigo, y orden de volver lo más pronto posible.

Pero estaba de Dios que a Guerra le saliese todo mal en aquel tantas veces aciago día, porque llegó la noche, y D. Pito sin parecer; dieron las nueve, las diez, y nada. Ángel se abrasaba en impaciencia, maldiciendo a los Babeles de una y otra rama. La noche fue también de prueba, como la anterior, de cavilaciones y pesadillas trágicas. Por fin, a la mañana siguiente, sobre las nueve, vio recalar al mensajero por la cuesta arriba con una calma chicha capaz de desesperar a la misma paciencia. Bajó a su encuentro, y la cara de consternación que el viejo traía le dio muy mala espina. «Vamos —se dijo—, le maté... y ¡qué remedio! ¿Para qué me insultó él?

—¿Pero no sabe usted lo que pasa? —dijo el capitán poniendo en su rostro toda la aflicción humana, la cual contrastaba con lo grotesco de los parches.

—¿Qué ocurre, hombre? ¿Qué nueva desgracia me anuncia?

—Pues pasa que ese mequetrefe... está tan vivo como usted y como yo.

—Vamos, me alegro.

—Pues yo no. Ayer bajé con la esperanza de encontrarle difunto. ¡Qué Carando! ese no muere a dos tirones. Hay que darle muchos batacazos, y luego ponerle encima a Tatabuquenque para que le patee de firme y haga salir el alma... porque si no, no sale la muy tal... Pues verá usted. Me le encontré en su casa, acostado, la cabeza vendada por aquí y por allá, con parchecicos de papel de sellos, como estos míos. Nuestras dos caras parecían cartas que se iban a echar al correo.

—¿Y qué dice, qué cuenta?

—Veinte mil papas. Armó la historia de que, yendo de paseo por detrás de San Miguel, con el obscuro se le fue una pata y resbaló por aquel cantil y por poco no la cuenta. Ni más ni menos. A mi sobrina no la vi. Estaba mala, y no permitían que nadie entrase en su camarín. Por cierto que mi cuñada me echó un chorretazo de injurias, y tuve que cuadrarme para conseguir que me dejaran pasar allí la noche, sobre una alfombrita en mitad del pasillo, después de dar una vuelta por la ciudad. Mi hermano, inflado de orgullo, parece el globo cautivo, porque la inspección esa le rinde, sí que le rinde un buen sobordo. Por cierto que estando yo allí, arribó el cura ese Casado, ¡me caso...! que parece que lleva careta de chimpancé para que no le conozcan, y estuvieron picoteando sobre la manera de curar a Dulce de esa locurilla que tiene. Despotriques y más despotriques echaba el clérigo por aquel púlpito de su boca, y eran como sermón o letanía. Catalina lloraba, y Simón se persignaba, y entre todos parecían llamar a la Virgen del Carmen para que acudiese en socorro de la familia. Me dormí, y no me enteré de nada más. Por la mañana con la fresca, cuando ninguno daba acuerdo de sí, solté las amarras callandito, y me zafé de la casa condenada, di avante toda, y pim, pam, demorando para el cigarral. ¡Ay, cuánto mejor se está aquí que en ese pueblo que parece el país de los azacanes, con aquellas cuestas que desloman, las calles oliendo a incienso, y luego tanta iglesia, tantísima iglesia...

Que a Guerra se le quitó un gran peso de encima con estas informaciones, no hay para qué decirlo; y ya no se cuidó más que de poner el suceso de autos en conocimiento de su excelsa amiga. Su impaciencia le hizo anticipar la visita, y llegó al Socorro antes de la hora de costumbre, viéndose obligado a esperar un buen rato. Aparecieron en el locutorio Leré y Sor Expectación, y Ángel abordó desde luego el asunto, refiriéndolo con escrupulosa sinceridad. Grande fue su sorpresa cuando la novicia; a la mitad del relato, le dijo sonriendo que no siguiera, porque estaba al tanto de todo.

—Pero, hija, ¿tú tienes el don de adivinar, o qué es eso? Nada te cuento que tú ignores. Tu ciencia me parecería magia, si no fuera santidad o luz del Cielo.

—Déjese usted de magias, de santidades y de luces —replicó la maestra riendo—. ¿A qué buscar explicaciones caprichosas a lo que es tan natural y sencillo? Vivimos en un pueblo pequeño, donde no hay secretos, y en esta casa aunque parezca mentira, retumban todas las murmuraciones del vecindario. No queremos averiguar nada, y nos lo traen calentito. La madre de una de nuestras compañeras es vecina de esa doña Catalina, y por ella supimos los escándalos de aquella casa, y que al hijo mayor le habían traído entre cuatro, todo lleno de contusiones. Oír yo esto, y sospechar lo que usted ha venido a contarme fue todo uno. ¿Es esto don de adivinar? No lo sé. Ello fue que, como si me susurraran al oído, entendí que había ocurrido algún choque entre usted y ese sujeto, cuyo nombre no sé. «Nada —pensaba yo—, él fue allá con las disposiciones más pacíficas, conforme a lo que hablamos; pero el diablo lo enredó. Puede que saliera el hermano ese con alguna quijotada, y, lo que sucede entre hombres de carácter fuerte, dejaron correr con demasiada libertad las palabras, y cuando quisieron recordar, ya la cólera había tomado vuelo, y las manos se dispararon solas».

—Así en efecto fue, así...

—¡Qué le hemos de hacer! —dijo Leré suspirando con tristeza—. De todo esto resulta una verdad desconsoladora, y es que el carácter, el temperamento no se pueden reformar. La razón manda mucha fuerza, la piedad y la fe más todavía; pero las tres juntas no pueden variar la naturaleza de las cosas. Con todo, si el carácter no se modifica, puede domarse con esfuerzos de la voluntad sobre sí misma, repitiéndolos sin descanso un día y otro. El que consiga este triunfo sobre su propia ferocidad, el que sepa acorralar y tener encadenada su cólera, sintiéndose consecuente consigo mismo en su interior, y al propio tiempo dueño y carcelero de sus instintos malos, ese estará preparado para la vida eterna y gloriosa y como hemos convenido (Con gracejo.) en que es preciso salvarle a usted a todo trance, tiene usted que prestarnos ayuda, empezando por nombrarse cabo de vara de sí mismo.

—Acepto el empleo, y dime cómo se empieza, para entrar pronto en funciones.

—Amigo D. Ángel, hay que usar con usted un poco de tiranía y de crueldad. Si no metemos en cintura ese carácter, nos hará una jugarreta el mejor día. Y para la doma, ya lo sabe usted, no hay mejor maestro que el látigo. Prepárese usted a descargar sobre su carácter una mano de zurriagazos de los que levantan tiras de pellejo y duelen horriblemente. Si lo trata usted con blandura, no adelantaremos nada con ese pícaro. Conque prepararse...

—En ello estoy. Venga ese látigo, y yo te juro que me pondré como un Ecce—homo —replicó Ángel, tan fascinado por la bendita hermana del Socorro, que ante ella rendía la voluntad y el alma toda, como el caballero andante ante la señora ideal de sus pensamientos.

VIII

—Pues manos a la obra —dijo la maestra—. Me veo precisada a recetar, como primer disciplinazo, uno que ha de ser muy fuerte, muy doloroso. Pero usted se empeña en que sea yo su domadora, y yo lo acepto. Y hay más: quiero lucirme, se me figura que me voy a lucir. ¿Me dejará usted mal? Dios me ha dicho a mí: «tráele, tráele», y yo he respondido: «Señor, no tengo fuerzas, no valgo para fiera de tanta bravura», y Él me vuelve a decir: «tráele, le has de traer». De usted depende que yo me luzca o me desacredite. Vamos al caso. Péguele, péguele a su carácter un golpe tremendo, pero tan tremendo, que de ese primer trastazo se quede entontecido. En estas batallas no se debe empezar por poco, sino por mucho, imponiéndose por el terror desde el primer momento.

—Pues ordena. Mándame lo que gustes. (Inquieto.) ¿Es terrible el sacrificio que me vas a imponer?

—Muy terrible.

—No me importa. Mejor.

—Sacrificio del amor propio, que es el mequetrefe que todo lo echa a perder, y el verdadero jaleador del temperamento. Hay que empezar por darle al amor propio una tunda que le deje rendido, muerto y sin ganas de volver a meterse en camisas de once varas. El primer paso es tan sencillo como doloroso: tiene usted que ir a ese hombre y pedirle perdón de los ultrajes de palabra y de obra que le infirió.

Guerra se quedó un rato sin habla. Toda la sangre se le subió a la cabeza.

—Sí, sí —dijo al fin torpemente—. Pero advierte que Arístides es un mal hombre.

—Eso no nos importa. (Con calor y autoridad.) Pues no faltaba más sino que el perdón de las injurias estuviera subordinado a condicionales que le quitaran todo su valor. ¡Que es un pillo! Pues si no lo fuera ¿qué mérito tendría usted en pedirle perdón? Si el pillo fuera usted y él la persona decente, ¿qué menos podía hacer que ir y decirle: «te ofendí; perdóname». Siendo él quien es, resulta la humillación, sin la cual no hay caso, amigo D. Ángel. Se trata de que el soberbio se humille, se desdore, mundanalmente hablando, y aprenda a despreciar las categorías humanas, la falsa dignidad del mundo. Se trata de imitar a Jesucristo, y no necesito decir más. O le imitamos, o no le podemos adorar como es debido. ¿Está usted dispuesto a imitarle? Pues empiece por amar a los que le aborrecen; empiece por pisotear su orgullo; empiece por no hacer distinciones en el prójimo. No hay más que un prójimo, el hombre, sea quien sea; si es samaritano, mejor. (Otra vez en tono festivo.) ¿Con que le parece demasiado fuerte el primer zurriagazo? Pues hay que estrenarse dando de firme. Si no, la fiera creerá que es cosa de juego. ¿Qué quería usted? ¿Decir, como Sancho, que se conformaba con los azotes, y luego apartarse a un ladito, y sacudir contra el tronco de un árbol, mientras el pobrecillo D. Quijote, rosario en mano, contaba los falsos azotes como buenos? No, eso no vale conmigo, señor D. Ángel. Usted ha querido ponerse en estas manos, y estas manos han de poder poco o han de llevarle a usted, aunque sea a rastras, a una patria más bonita, donde todo es gozo, paz, divinidad. ¿Vamos juntos o se queda usted? Sentiría dejarle atrás. Pero si ha de seguir, tenga valor; acepte la disciplina que se le impone, porque, créame, no hay otra. La ley es clara, sencillísima, y un niño la entiende. (Ángel, mirando al suelo, no decía nada.) ¿Le parece fuerte? Piénselo, y si lo que le aconsejo, porque no es mando, sino consejo, si lo que le aconsejo le parece un disparate, y se propone tomarlo a broma, despídase de la consejera porque no volverá a verla más.

—No, eso no, no —dijo el penitente, saliendo de su estupor como si le dieran una cuchillada—. No he dicho que me parecía un disparate. Al contrario, es hermosa idea, más que hermosa sublime, y lo sublime... no digo yo que se haga; pero se intenta, sí, lo intentaré. El intentarlo sólo... No me digas que no me verás más, porque me vuelvo loco, y entonces, ya tienes a la fiera en campaña otra vez... Convenido, convenido en que pediré perdón a ese... a ese... sea lo que quiera... Tienes razón.

—Y no sólo pedirle perdón —insistió la maestra con implacable rigor disciplinario—, sino favorecerle en cuanto haya menester, auxiliarle si se ve en necesidad, tratarle, en fin, como la persona a quien usted más quiera.

—Convenido, convenido —repitió el discípulo, y no dijo más porque era todo pasión, y no hacía más que sentir hondo, incapaz de razonar.

—Bueno, estamos conformes.

Una campana que tocaba desesperadamente, llamando no sabemos a qué, puso fin a la conferencia, de la cual salió Guerra en un estado de aturdimiento imposible de describir.

—¡Pedir perdón a Arístides! —murmuraba, camino del cigarral, y cada vez que esta expresión salía de sus labios, iba seguida de un suspiro capaz de mover la veleta de la torre de la Catedral—. Y convengamos en que tiene razón: esa es la doctrina, esa, y no hay otra.

En tanto Leré, recogida en la celda que con otras dos novicias habitaba, pensó aquella noche que quizás había extremado un poco las primeras medidas disciplinarias, y temía que la dureza del tratamiento impuesto hiciese flaquear el ánimo del neófito. Cavilando en esto parte de la noche, vino al fin a sacar en limpio, quizás por inspiración de lo alto, que lo dicho bien dicho estaba, y que al principio era cuando más falta hacía el rigor, porque si se andaba con paños calientes en cosa tan grave y males tan antiguos y rebeldes, todo se echaría a perder. Sostúvose, pues, en la firmeza y rigor de su método correccional, y dio por bien dispuesto lo del perdón de las injurias. Pero ya que no podía quitar ni un ápice del peso arrojado sobre la voluntad de su protegido espiritual, quiso allanarle el camino y facilitarle la manera de recorrerlo cuesta arriba con carga tan abrumadora. Para esto discurrió escribirle, dándole reglas de procedimiento espiritual que convirtieran en fácil y hacedero lo que le parecía tan difícil, y dos horas de la mañana empleó en redactar la epístola, muy pensada, muy clara y persuasiva. Dicho se está que todo esto era con la venia de la superiora, a quien dio a leer la carta antes de enviarla; y a nadie sorprenda que tal carteo se permitiera alguna vez a la novicia, pues con su carácter y su talento llegó a cautivar de tal modo a las hermanas que siendo de las últimas en la casa parecía de las primeras, y no teniendo autoridad canónica, parecía tenerla por el acatamiento tácito que allí se le prestaba. Otra razón menos espiritual habría que añadir a las anteriores para que se comprendiera lo bien recibido que era en la Congregación cuanto a D. Ángel se refería, y es que éste atendía generoso a las necesidades presentes de la casa, y se esperaba de él que acudiese a mayores necesidades del porvenir.

Ildefonso, que casi todos los días iba por allá, fue portador de la carta con gran contento suyo, y en cuatro brincos se puso en el cigarral, donde encontró al amo arrimado al añoso tronco de un olivo, ojeroso, pálido y meditabundo. Mientras el monaguillo, apoderándose de la burra, cabalgaba por aquellos campos con más orgullo que si montara el Babieca del Cid, Guerra leyó la carta, y la lectura hizo en su alma el efecto de una inundación de luz, tales cosas sabias, profundas y que llegaban al alma escribió en ella la bienaventurada de los ojos saltarines, con aquel estilo sencillo y categórico, claro como la luz y contundente como la maza de Fraga.

Entre otros conceptos, que por demasiado extensos, o por ser ampliación de lo que de palabra expuso Leré, no se consignan aquí, la carta contenía lo siguiente: «Decir a usted que la disciplina que se ha impuesto no es penosa, sería engañarle. Penosísima es, intolerable, y tan superior a lo que ordinariamente llamamos sacrificios, que pocos habrá quizás entre los nacidos que la puedan resistir. De seguro, muchos que intentaran lo que usted, se volverían atrás en cuanto se vieran cerca del objeto, porque no hay cara más fea que la del amor propio descalabrado, ni nada que chille y vocifere tan escandalosamente como esa conciencia postiza que llaman ustedes honor, vergüenza o dignidad. Duro trabajo es el de usted, y yo no he de hacerle el disfavor de achicárselo con frases atenuantes, que serían el estímulo de la cobardía.

Lo que sí haré es recomendarle medios para robustecer su alma y prepararla al gran combate, medios confortativos sin los cuales es difícil que salga victorioso. Amigo D. Ángel, hay que pedir a Dios gracia, sin la cual no adelantaremos nada; hay que vigorizarse con la oración, con la asistencia a los actos del culto, con el cumplimiento de las prácticas sacramentales que manda nuestra madre la Iglesia. Reconozca usted que en esto hemos andado muy descuidados; pero ya no se puede dilatar más cosa tan esencial. Pareciome que la disposición interior debía preceder a todo lo pertinente a la forma. Pero ya la forma se nos impone; la forma reclama su fuero, y hemos llegado a un punto en que sin forma no podemos seguir adelante. Ya no puede haber el peligro de que el neófito se asuste de ser visto del público en actitudes que la necedad frívola estima desairadas. Quien se atreve con lo difícil, con lo que hiere profundamente, no puede retroceder con miedo pueril ante el juicio vano del vulgo.

¿No está decidido a ser caballero de Jesucristo? ¿Pues qué cosa más natural que acatar al Señor allí donde tiene su residencia, y efectuar actos de servidumbre y vasallaje? Usted me entiende, y no necesito insistir. Me basta con apuntar la idea. D. Ángel, frecuente la casa de Dios con devoción y recogimiento; asista al sacrificio de la misa, penetrándose bien de su sentido, y, por último, váyase disponiendo a la confesión y a la comunión. No necesito encarecerle los inmensos beneficios que de esto ha de recibir, y me basta con decirle que lo pruebe una vez, dos veces.

¿Conque quedamos en eso, señor catecúmeno? ¿Cuento con que el primer día que acá venga ha de traerme alguna buena noticia sobre el particular? Sólo el pensar que me contará usted sus triunfos, me pone muy alegre, y me anima a pedir a Dios con más fervoroso empeño por su salvación. Si usted no me trae esa buena nueva; si no me dice pronto que ha empezado, aunque sólo sea por un poquito, me enfadaré. Considere lo que se va a alegrar nuestra Ción cuando sepa, ¿qué digo cuando sepa? cuando vea a su amante padre tan próximo a donde ella está, porque créalo, hacer lo que le aconsejo es ponerse cerca, muy cerca de la niña, hasta tocar sus alitas...»

Esto era lo más substancial de la carta. Leyola Ángel tres o cuatro veces, y después se metió en su cuarto, de donde no salió hasta la mañana siguiente muy temprano para irse a Toledo. Desde aquella ocasión sus costumbres variaron por completo, sus comidas fueron de una sobriedad cuaresmal, y muchas noches se quedaba a dormir en la casa de la ciudad. Ni Teresa Pantoja, ni los habitantes del cigarral entendían qué ocupaciones alejaban al amo fuera de casa tanto tiempo, pues a veces no parecía más que a las horas precisas de comer y dormir, unas veces en la calle del Locum, otras en Guadalupe, y por añadidura, apenas hablaba, se iba extenuando visiblemente. Bastaba mirarle para comprender que ya vivía muy poco hacia fuera, y que tejía para sí, como el gusano de seda, labrándose con un solo hilo su impenetrable túnica.

Capítulo V. Más días toledanos

I

Era cosa infalible que D. Francisco Mancebo, terminado el coro de la tarde, o despachados los no muy grandes quehaceres de la Obra y Fábrica, diese un corto paseo por la ciudad en compañía de otro beneficiado, a la vuelta del cual paseo solía detenerse en casa de su amigo Gaspar Illán, el tendero de la esquina de la Obra Prima, y allí echaba grandes parolas con varios tertulios que asiduamente concurrían, gente por lo común más campesina que ciudadana.

Tiempo hacía que D. Francisco estaba de pésimo talante, como si todas las malas pulgas del orbe se dedicaran a picarle, aunque apenas le molestaba ya el alifafe aquel de la fluxión a los ojos que le obligó al uso constante de los desaforados vidrios. Y tal genio gastaba el bendito señor, que no se podía hablar con él, porque todo lo contradecía, y las cuestiones más inocentes se agriaban en su boca. Illán, que de muchos años le conocía y siempre vio en él benignidad y dulzura, se maravillaba del singular cambiazo. Por cualquier cosilla armaba camorra, por ejemplo: «¿A cómo ponéis ahora el bacalao? —A tanto». No se necesitaba más: «¡Ya no se puede vivir con este ladronicio! Toda la población civil, eclesiástica y militar se va a quedar en cueros vivos por enriqueceros a vosotros... Todos esos dinerales que ganáis chupando la sangre del pobre os los echarán en la balanza cuando toquen la trompeta gorda, y veremos quién os saca del Infierno». Y si no era por el bacalao, era por cualquier noticia inocente que traían los periódicos, o por lo primero que saltaba, verbigracia, por si había mala o mediana cosecha de aceituna: «¿Qué cosechas ha de haber ¡zapa! si están esos cigarrales perdidos, si no los cuidan, si no se cultivan ni se abona; si no se administra?... Váyase viendo en qué manos han caído las mejores fincas: en manos que no lo entienden. Después se quejan de que las tierras se destruyen y no dan ni para los gastos. Que las pongan bajo la dirección de persona entendida, que sepa administrar, y allá te quiero ver. Yo sé de un cigarral, de los mejores de Toledo, que ogaño no produce ni para que vivan los lagartos, y podría ser un platal. ¿No quieren remediarlo?... pues allá ellos. Con su pan se lo coman. Y cuenta que se están perdiendo los mejores albaricoques, los más dulces, los más tiernos que hay en toda la provincia. ¿Es culpa mía? No; yo me lavo las manos... Abur, señores».

Se iba, dejando a sus amigos en la mayor confusión, porque nadie sacaba en limpio cosa alguna de aquella monserga del cigarral y los albaricoques. Algo de idea fija o maniática chochez veían en don Francisco los tertuliantes, y malicioso hubo allí que le pinchaba para oírle desbocarse con aquel tema ininteligible. Pero una tarde, al recalar el clérigo en su círculo, halló la tienda revuelta, a Gaspar Illán y a su hijo sofocados, coléricos, aturdidos, sin saber qué partido tomar ante un contratiempo grave que se les había venido encima. ¿Qué era ello? Pues que aquel día se personó en la casa un inspector del Timbre, con objeto de examinar los libros y ver si en ellos se cumplía la ley, y como resultase que ni siquiera había libros en que la muy arrastrada ley cumplirse pudiera, anunció a los Illanes una multa como para ellos solos. Los pareceres eran varios. Este opinaba que cuando volviese el inspector con su auxiliar se le saludara con un buen pie de paliza; aquél que se le arrojara al pozo; otro más cauto propuso acudir al delegado de Hacienda que era amigo, y por fin, D. Francisco, oído el caso, tomó sesudamente la palabra y dijo: «Ya sé quién es el pájaro ese. Le llaman Babel, y tiene aterrorizado a todo el comercio menudo de la ciudad; reverendísimo farolón, que tiene por hijo a un pillete llamado Fausto, el cual no está en presidio porque aquí no hay justicia, y Ceuta se ha hecho para los tontos. Mi opinión es que no arméis un rebumbio de palos, porque va a resultar que os meten en la cárcel, pagáis la multa, y esos sinvergüenzas se quedan riendo de vosotros. ¡Vaya con el dichoso timbre! Milagro será que no vayan a la Catedral a ver si pegamos sellos de correo en todas las fojas de libros de coro... Pues a lo que iba: no te apures, Gaspar; eso se puede zanjar diplomáticamente. Lo sé por Saturio, el sastre de la calle de Belén, y por las niñas de Rebolledo, esas que han puesto en Zocodover tienda de sombreros para señoras. Ninguno de ellos tenía libros, ni los habían visto en su vida. Les arreó el bribón ese una multa feroz. ¿Tú la pagaste? Pues ellos tampoco. ¿Cómo se compuso? Como se componen todas las cosas en estos tiempos de tanta libertad, de tanta democracia, de tanto sello móvil e inmóvil, y de tantísimo enjuague administrativo.

—A mí me han dicho —observó uno de los presentes, aldeano vestido de paño negro—, que esas goteras se cogen con cincuenta duros.

—¡Cincuenta duros! —exclamó Mancebo furioso—. Ni que tratáramos de tentarle la codicia a los Róchiles... ¡Me gusta! Cincuenta rabonazos de Satanás les daría yo. No, Gaspar, no te ahogues, no se necesita tanto; respira, hombre, respira, ensancha ese noble pecho, que yo te arreglaré el asunto esta misma tarde si haces lo que te digo.

El tendero esperaba suspenso y como embobado.

—A ver, Gaspar —prosiguió el clérigo—, abre ese cajón... Ya está abierto. Pues saca de él veinte duros. Eso es; mitad billete, mitad plata. Bien: venga acá. Ahora por mi corretaje, pues estas cosas son delicadas, ¿eh? por mi corretaje, mándame a casa un barrilito de aceitunas gordales. Vamos, hombre, ¿a qué pones esa cara de papamoscas? Asunto concluido. No pienses más en la multa, ni en ese espantapájaros de Babel que parece un general de mar y tierra, y es el bandido mayor que ha pasado el puente de Alcántara desde que lo fabricaron los moros. Señores, con Dios.

Fuese derecho a la posada de la Sillería, donde apenas estuvo tres minutos; dirigiose de allí como un cohete a la calle del Refugio, y entrando en una casa salió poco después acompañado de un clérigo tan conocido por su fealdad grotesca como por su agradable trato, y juntos fueron bastante a prisa hacia la Cuesta del Alcázar; metiéronse por un zaguán muy sucio, y al cuarto de hora salió D. Francisco sin compañía y con cara de pascua, riéndose solo, como hombre satisfecho de sí mismo por haber dado con toda felicidad un arriesgado paso de importancia suma. En Zocodover vio a Pepito Illán, paseando con dos cadetes, y le llamó aparte para decirle: «A tu padre que aquello se hizo, que esté descuidado. Y que no le perdono el barrilito».

Y bien embozado en el manteo, porque anochecía y picaba el frío, tiró de nuevo hacia San Nicolás, penetrando en el callejón de los Dos Codos hasta una casa de malísimo aspecto, en cuya puerta llamó para dejar un recado que debía de ser cosa de interés: «A Fabián que se vaya por casa esta misma noche, pues tengo que hablarle». Y de allí hizo rumbo al Pozo Amargo, llegando un poco tarde a su domicilio, donde Justina, Roque, y hasta los chicos no tardaron en advertir el júbilo que pintado traía en su enjuto semblante, de lo que se alegraron todos, porque hacía ya más de una semana que no podían soportar al buen tío Providencia, de mal humorado y regañón.

Quedose en la salita baja, después de dar a Ildefonso el manteo y la teja para que los subiera y bajara el gorro. Allí se paseó de largo a largo, sin más compañía que la del monstruo, que dormitaba en el suelo sobre una estera, enroscado como un perro. Sobre el piano había un quinqué y el cajoncillo de costura de Justina, que, antes de ir a disponer la cena, estuvo allí cosiendo. Rascándose la barba y riéndose solo, Mancebo murmuraba, de este modo: «El que te la dé a ti, Francisco, muy listo tiene que ser... ¡Qué bien, qué bien se la has jugado a esos pillastres!

Sépase que el buen beneficiado había sido víctima de una pequeña estafa, días antes, pues Fausto Babel consiguió hacerle tomar un juego de cartones del Cálculo lotérico. Como cayó en tan burdo lazo aquel hombre perspicaz y ladino es cosa que no se entiende. Él mismo, al despertar de la increíble alucinación, no comprendía cómo pudo incurrir en ella, siendo tan desconfiado y al mismo tiempo tan práctico, y se tiraba de los escasos pelos de su cabeza, teniéndose por el mayor zoquete del mundo. Pero la humanidad ofrece estos tropiezos inverosímiles, estas denegaciones o inconsecuencias de los caracteres más enteros, y no hay hombre, por hombre que sea, que no tenga algo de niño en alguna crítica ocasión de su vida. A los sinsabores que ya tenía sobre su alma, uniose éste para ponerle en el grado máximo de displicencia y de amargor bilioso. Ni los demás le podían aguantar, ni él se aguantaba a sí propio, pues continuamente se reñía y se despreciaba, tratándose sin la consideración que a su respetable personalidad y a sus setenta y tantos años se debía.

Llamáronle a cenar, y él mismo llevó la lámpara al comedor. A media cena, llegó Fabián, que también se asombró de ver a su amigo tan contento; pero éste no quería explicarle delante de la familia el motivo de su gozo, y el salmista esperaba, entreteniendo el tiempo con una conversación frívola sobre diversos asuntos. Era un hombre doblado y rechoncho, de complexión serrana, nariz trompuda y corva, rostro judaico, velludo y sanguíneo a estilo de sayón de los Pasos del Viernes Santo, buen hombre por lo demás, esposo y padre seglar, aunque no lo parecía por obligarle su oficio a raparse las barbas. ¡Qué variedades de orgullo ofrece la fecunda humanidad! El orgullo de aquel toledano consistía en ser bajo, no de cuerpo sino de voz, y se moría de pena si llegaba a entender que podía existir alguien más bajo que él. Su voz, en efecto, tenía cierto aire de familia con la campana gorda, y cuando soltaba los registros graves, parecía que temblaba la tierra, o que del seno de ella salían ronquidos de la substancia cósmica durmiente.

Pues señor; concluida la cena, llevole D. Francisco a la sala del fenómeno, y encerrándose con él, le dijo: «Fabián, te vas a reír, y a caerte de espalda cuando sepas que he logrado arrancar a esos pillos los cuatro duros que nos estafaron. (Asombro del salmista.) Sí, ya sé que no lo vas a creer. Pues es verdad. Di ahora si hay bajo el sol quien se me iguale en artimañas para recabar lo mío. ¿Verdad que parece cuento? El que me quite a mí un real, ¡zapa! ya puede llamarse emperador de los tramposos. Cree que no me dejaba vivir la idea de haber sido engañados tan estúpidamente. Porque, hay que confesarlo, tanto tú como yo fuimos los mayores zopencos y los más cándidos chiquillos del mundo. ¡Vaya, que tragarnos bola semejante!

—Don Francisco, yo dudaba; pero a usted se le alegraron al instante las pajarillas, y yo...

—No, hijo; tú fuiste quien me trastornó a mí el seso. Pero no disputemos sobre quién fue más mentecato, pues allá se iba Pedro con Juan. Total, que nos cegó la ambición, que se nos pusieron delante del sentido unas nieblas, unas cataratas que no nos dejaban ver la realidad. Como está uno siempre pensando en el recondenado problema de la manutención, araña de aquí, rasguña de allá, ¡zapita! a veces se trastorna uno... Once bocas de familia no se tapan con obleas. Pero en fin, vas a saber cómo eché un garabato para sacar del bolsillo de los ladrones lo que nos habían robado, y te asombrarás.

—Y declararé que es usted el primer punto del siglo para estas cosas.

—No, no me alabes tanto (Cayéndosele la baba.) Hay que dar la parte principal a la Providencia, y a nuestra Santísima Virgen del Sagrario, a quien con el alma pedí que me diera ocasión de recobrar lo mío.

Contó en seguida prolijamente el caso de la inspección del Timbre, de la multa impuesta a Illán, por D. Simón Babel, del arbitrio empleado para aplacar las iras del farolón. Fabián, al comprender el juego de su amigo, lanzó un re soto—grave que hizo retemblar la habitación. Al profundo ruido despertose el monstruo; los dos amigos miraron al suelo, y vieron brillar dos ojos como ascuas, en medio del envoltorio de flácidos miembros y de pedazos de estera.

Pues oír contar el caso a Illán —prosiguió el beneficiado—, y entrarme en el cerebro un rayo de luz divina fue todo uno. Yo había oído en casa de Saturio el sastre y en casa de las Rebolledas que estas pejigueras de la inspección se liquidan con una corta cantidad. ¡Valientes peines! Yo no conocía a ese Babel más que de vista; pero conozco a Casiano, que es pariente de su mujer, y trato mucho a Casado, amigo de todos ellos. Fuime en busca del primero; no le encontré; vi a Casado; me acompañó, y, abreviando, lo arreglamos como yo quería, atizándole una onza al bribón ese. Padres e hijos todos son unos, y el que nos estafó con la camama del cálculo lotérico, ese Fausto a quien no he visto nunca, ni ganas, probablemente irá a la parte con su papá, y éste le dará al hijo un tanto de lo que saca con los timos a los pobres tenderos. En fin, que aquí están los cuatro duros. No se los he quitado a Illán, sino a los Babeles. Mi conciencia está tranquila, ¿qué digo tranquila? satisfecha, porque ello me resulta obra de caridad, restituyendo al pobre lo que esos bandoleros le robaron, y realizando un triple beneficio, fíjate bien: contento yo, porque he recuperado lo mío; contento Babel, porque ha sacado la rajita, y contentísimo Illán, por quitarse de encima la multa...

—Y contentísimo yo, porque me llamo a la parte —dijo Fabián.

—Justo —replicó Mancebo, sacando del bolsillo dos duros—. Toma la mitad que te corresponde, puesto que en compañía hicimos aquella estupidez, y en compañía, por mediación tuya, nos dio ese tuno el gran sablazo. ¿Estás conforme? Pues ahora, con estos dos duros y los tres que me corresponden de la aproximación del otro día, reúno cinco, que me vienen como pedrada en ojo de boticario para echar medias suelas a toda la tropa menuda, que está con los dedos al aire. ¡Zapa! Pero hay tanta cosa a que atender y tanto agujero que tapar, que no sé yo cómo vamos tirando. La vida en estos tiempos es carga tremenda, y cuando uno se encuentra tío de familia, no le queda más recurso que gastarse los dedos de la mano contando el santísimo maravedí. ¿Y tú, qué tal andas? ¿Cómo te las compones con tanto hijo? ¿Cuántos tienes?

—¡Siete! —dijo Fabián echando un suspiro que valía por tres.

—¡Siete también! Entonces nada tengo que envidiarte, porque de siete consta también mi sobrinada, y además el padre, la madre y este fenómeno de Dios. Pero voy contento con tantas cruces a cuestas, con tal que no me falte para mantenerlos y sacarlos a todos adelante.

—Pues yo —indicó el salmista—, si no fuera por las lecciones de música, y el discípulo de piporro, ya estaría en el Asilo con toda mi traílla.

—¿Para qué te casaste?... Bien te lo dije.

—¿Y qué remedio ya? Con paciencia y patatas se va para adelante... Este maldito oficio eclesiástico da poco aceite... Porque créame usted, D. Francisco, si yo sigo el consejo que me dio Selva, el bajo del Teatro Real de Madrid, que me oyó y dijo que voz como la mía no la hay en toda Europa; si yo ahorco el maldito roquete, y me planto en Milán, y tomo lecciones de braceo, y me estreno en las tablas, y me contrato, a estas horas estaría ganando más que el Arzobispo. Pero ya es tarde, ¡me caso con la Dominica! con cuarenta años, costilla y siete de reata, no hay que pensar más que en morirse echando los bofes en ese infierno de coro, con perdón.

—Hombre, todavía... ¡quién sabe! procura ahorrar.

—¡Ahorrar yo! ¡como no ahorre música!

—Igual me pasa a mí. Por más que me devano los sesos, no puedo juntar arriba de ocho o nueve duretes, que en seguida se me escurren por entre los dedos... ¡Qué vida ésta! ¡Y qué poder el de los números, contra los cuales no prevalece nadie, ni la Virgen del Sagrario! Si fuéramos unos granujas, como ese D. Simón. ¡Ay! todavía me parece que le tengo delante, con aquella cara de embajador o ministro... y aquella tiesura inflada como la de los gigantones... Tomó la onza como tomarías tú un pitillo. Y ni aun me dio las gracias el tunante. Al pobre Juanito Casado, la verdad, un color se le iba y otro se le venía, y yo de buena gana le habría dado un tirón de los bigotes al tío aquel hasta arrancárselos de raíz. Otra: la señora salió también a saludarme, y me echó mil finuras. Pues mira tú, la señora me agradó. Diome en la nariz que allí hay razón, buen juicio, formalidad. No deben de gustarle los líos que el mamarracho de su marido y el pillete del hijo traen entre manos. Y tienen también una hija guapa, esbelta, con aspecto de tísica pasada y un no sé qué en la manera de mirar. Según me indicó Juanito, a Casiano le hace tilín la moza esa, la cual me parece a mí que está tocada. ¡Qué familia! Yo, que he visto tanto mundo y en seguida calo a las personas, te aseguro que allí no discurre al derecho más que la mamá.

II

Esto no lo oyó Fabián, que sentándose al piano, había empezado a mascullar aires de zarzuela y ópera. Justina entró a la sazón y tras ella los chicos, que se enracimaron junto al cantor. En cuanto oyó el monstruo la música, se animó extraordinariamente; sus ojos echaban chispas, y llevando el compás con la cabeza, trataba de repetir lo que oía.

«¡Cómo te gusta, pobrecito! —dijo Mancebo cariñoso, tirándole de una oreja—. Toca, Fabián, toca, para que esta alma bestial sea por un instante alma de ser cristiano». Pero el músico, desesperado de la rebeldía del instrumento, que sonaba como una pandereta, lo abandonó, y en medio del cuarto se puso a entonar cánticos corales apianando la voz para no atronar la casa. Ildefonso le acompañaba, y a ratos podía creerse que el coro de la Santa Iglesia se había trasladado a la casa de Mancebo, el cual metía también su gori gori, siguiendo al unísono alguna frase de salmo o antífona. El fenómeno lanzó varias notas en perfecta armonía con las demás, y cuando Fabián, atento al efecto que su voz causaba en aquel ser rudimentario, rompió con el Dies irae litúrgico, en voz entera y con el aire vivo que usualmente se le da y lo hace tan patético, aconteció lo que nadie había visto nunca. El antropoide empezó a mover sus extremidades, que parecían las de un pulpo; las desarrollaba, las extendía, reptando con ellas, y lentamente se iba trasladando a lo largo del suelo, erguida la cabeza y en su boca una sonrisa tan de persona que más no podía ser. Todos, chicos y grandes, se maravillaron de aquel ensayo de movimiento que era una novedad en la infeliz criatura. Justina llamó a su marido para que viese lo que casi por milagro podía pasar. D. Francisco le seguía, inclinándose para verle mejor, y Fabián, ante el éxito de la salmodia, se iba inspirando más y dándole más hermosa expresión: Qui Mariam absolvisti... et latronem exaudisti... mihi quoque spem dedisti.

Más de una vara recorrió el hermano de Leré a impulso del poderoso ritmo musical, al andamiento vivo del Dies irae, que parece una marcha bailable. Tan bailable era que los chicos se pusieron a dar brincos en parejas, marcando los tiempos de cada compás, y el monago seise danzaba frenético, cantando con argentina y dulce voz: Taba mira spargens sonum, etc....

Aquella noche, al recogerse D. Francisco a su madriguera, observó que hacía mucho tiempo que no se retiraba a dormir con el espíritu tan sosegado. El caso Illán—Babel podía mirarse como verdadero triunfo y ejemplo visible de la protección del Cielo. Cuando subió Justina a arreglarle la cama, preguntole su tío si se tenían noticias de Leré, a lo que contestó ella que por la mañana había estado en el Socorro. Como el beneficiado no le gustaba de hablar de Lorenza ni de la toma de hábito, la benignidad con que hizo la pregunta pareciole a Justina de feliz augurio. «La pobrecilla —se aventuró a decir—, está muy quejosa de usted, porque no ha ido a verla; y verdaderamente, tío, que nos guste más o menos su determinación no es motivo para que dejemos de quererla. Las hermanitas la adoran, tío, y están con ella a santo dónde te pondré».

—Iré a verla —dijo Mancebo, que aquella noche era todo alegría—. Cuando la santidad llega a tal extremo, no hay más remedio que... perdonarla, digo, acatarla.

Enlazando las ideas y las personas con viveza mujeril, Justina habló repentinamente a D. Paco de otro asunto.

—¿No sabe usted, tío, lo que me han dicho hoy? Me he quedado pasmada, y usted se pasmará también.

Pues... no crea que es fábula; es el Evangelio; quien me lo ha dicho no miente... Pues el señor aquél, don Ángel, el amo de Lorenza, se ha vuelto beato... como usted lo oye. Se pasó ayer toda la mañana en San Lucas, oyendo misas pagadas por él.

—¡En San Lucas! ¡Sopla! Pues mira: algo de eso me habían dicho a mí; pero no lo quería creer. Dale que es tarde; tanto me lo repiten que lo iré tragando. ¿Y dices que en San Lucas? Si allí no hay misas ni quien las diga. Oí que le habían visto en Santiago del Arrabal. Es que se va lejos para ocultarse... Pero, en fin, si Dios le llama por ese camino, vaya bendito de... Era masón y ahora se da golpes de pecho. ¡Bien, magnífico, gran conquista! En cuanto le vea le daré mi enhorabuena.

—¿Pero no sabe lo más gordo, tío? Hoy lo dijeron a Roque... Mire usted que no me acuerdo quién se lo dijo. Paréceme que fue Teresa Pantoja... Pues ello es que D. Ángel va a cantar misa.

—¡Sopla!... (Estupefacto.)

—No... precisamente cantar misa no dijeron... Más bien que piensa hacerse religioso cartujo, y dar todito su caudal a los pobres.

—¡Justina!... no bromees... Justina. (Con vivísima inquietud.) ¡A los pobres! ¿Pero qué pobres son esos? ¡Zapa! No serán los que pordiosean por la calle... no serán los que ejercen la mendicidad como un oficio ¡zapa, contra zapa!, (Furioso.) y entre ellos conozco algunos que son unos solemnísimos bribones.

—No dijeron qué casta de pobres serían los que van a heredarle. ¿Y usted cree eso?

—Pues... ¿qué quieres que te diga? (Calmándose.)

Ejemplos hay de ese desprendimiento sublime. En estos tiempos de materialismo, he visto yo aquí dos o tres casos: sin ir más lejos, D. Evaristo Valcárcel, que dejó a la Beneficencia más de tres millones. En edades antiguas sí hubo ejemplos mil de ese desprecio de las riquezas, y ahí tienes las fundaciones que lo acreditan. De forma y manera que a mí me parece que eso que se cuenta de don Ángel es verdad. Qué sé yo... siempre me pareció que ese señor no regla bien de la jícara. (Desdiciéndose.) No, no es que yo critique... No quiero decir que esta caridad al por mayor sea locura: lo que sostengo es que siempre me pareció hombre de ideas exaltadas. ¡Ah, gran cosa, hermosísimo acto! ¡Dar toda su riqueza a los pobres! Hija mía, hay que quitarse el sombrero, hay que... Pero mira, más vale que esperemos a verlo para celebrarlo, porque en estas cosas de dar, qué sé yo... siempre he visto que la realidad no correspondía al bombo. Veremos y creeremos. Y hay que mirar también cómo reparte esos ríos de dinero, porque de repartirlos bien a repartirlos mal va mucha diferencia para su alma y para el objeto que se propone. Figúrate tú que empieza a soltar, a soltar a chorro libre y sin ningún criterio. Pues no hará más que fomentar la vagancia y los vicios.

—Ahora me acuerdo, tío. Dijéronle a Roque que don Ángel piensa fabricar un convento... no, convento no dijeron... un gran edificio, vamos, para corregir a la gente mala, amparar a los menesterosos, poner en cura a los enfermos, y tal y qué sé yo.

—¡Ah! bien, bien. (Expansivamente.) Esa sí que es brava idea. Pero, como toda idea grande, puede malograrse si al llevarla a la práctica no se mira bien a la organización, y sobre todo, sobre todo, a qué clase de manos se encomienda el negocio. Porque imagínate tú que no se les ocurre poner al frente de ese instituto de caridad a un hombre entendido, del estado eclesiástico, de años y experiencia, y que sepa administrar bien, bien, pero bien... Pues todo lo tienes perdido, y lo que había de ser para Dios, cátate que es para el Diablo.

Al llegar a esto, D. Francisco, que ya había empezado a despojarse de las ropas exteriores para meterse en la cama, se las puso otra vez nervioso y excitado.

—Pero tío —le dijo su sobrina, queriendo retirarse—. ¿Qué hace usted? ¿Va a salir a la calle?

—Yo, no..., ¿por qué?

—Como se está usted vistiendo.

—¡Ah! no... Es que estaba distraído... No sé lo que me pasa.

Y empezó a desnudarse con tanta prisa, que Justina se tuvo que largar para no verle en paños menores. El buen D. Francisco, que había subido a su alcoba con el espíritu regocijado y sereno, viose acometido de pensamientos alborotadores, de esos que son para el sueño lo que sería para el órgano de la vista un puñado de arenillas arrojado en los ojos. El buen clérigo durmió mal, queriendo expulsar del caletre las ideas que lo tomaron por asalto, y a la mañana siguiente tempranito levantose derrengado y con el cuerpo lleno de dolores, cual si se hubiera caído por un precipicio, rodando entre piedras y zarzas. En la Catedral sus ideas se embarullaron considerablemente, porque la flaca y voluble memoria no le ayudaba para ponerlas en orden. «Yo quiero recordar —se decía, quién diantres me contó que había visto aquí al madrileño oyendo misa con muchísima devoción, y no caigo, no caigo... ¿fue D. León Pintado Palomeque? Ni quién me lo dijo ni la capilla donde le vieron puedo recordar... Pero ¡quiá! aquí no viene él. Le daría vergüenza, tendría miedo a su propia piedad, porque el mundo es muy malo y ridiculiza a los que se vuelven a Dios, dando esquinazo a la masonería. Y hace mal el no venir aquí, porque la instruiríamos en mil cosas en que debe de estar poco fuerte; le pondríamos en guardia para que no mande decir misas a la buena de Dios... y mire mucho a quién se las encarga... En fin, él se lo pierde. A lo que iba: ni aun para convertirse y hacerse buenos tienen criterio estos señores masones. Hasta para salvarse han de hacer tonterías».

Nada ocurrió aquel día digno de perpetuarse en la historia; pero al siguiente, ¡María Sacratísima del Sagrario! celebraba D. Francisco Mancebo su misa en el altar de San Ildefonso, revestido de casulla verde, por ser el cuarto domingo después de la Epifanía, cuando al volverse para el pueblo con el Dóminus vobiscum en los labios, vio al madrileño de rodillas, pegadito al sepulcro del cardenal de Albornoz. «Ya pareció aquello» —dijo para sí en fugaz soliloquio el oficiante, procurando al punto volver sobre sí y no distraerse. Poco trabajo le costó concentrar toda su atención en la misa; pero a ratos sentíase cosquilleado de alguna idea intrusa y profana que quería colarse por los intersticios más angostos de la sesera. Él la expulsaba, como si dijéramos, a zapatazos, y terminó la conmemoración del santo misterio sin dejar de ser dueño de sí ni un solo instante. Pudo observar que el neófito no mostraba afectación en su piedad; antes bien, ponía sus ojos en el preste con naturalidad y como la mayoría de los que cumplen el precepto, sin libro, sin demostraciones exageradas, como lo habría cumplido D. José Suárez, verbigracia, o cualquier otro ilustrado del tipo y cuño corriente. Podría creerse que aquel día despabiló Mancebo la misa más pronto que de costumbre, y eso que comúnmente la decía como para tropa, y se quitó las sacras vestiduras con mayor presteza todavía, ávido de salir para darle a su amigo un apretón de manos y mil para bienes. Pero ni visto ni oído. Por más que le buscó en la capilla y fuera de ella, no le pudo encontrar. Preguntó a varias personas de su conocimiento, despachó a Ildefonso para que registrara todos los rincones de la iglesia, y nada, velut umbra. La Catedral es tan grande, que buscar en ella un convertido es como buscar una aguja en un pajar.

III

Ángel, en cuanto D. Francisco dijo el ite misa est, salió de la capilla y de la Catedral, y tomó la dirección del Locum, como si fuera a su casa; pero luego hubo de variar de propósito, y por la calle de la Tripería subió hasta San Juan de la Penitencia, para entrar por la parte del Sur atravesando el patio, que es de los más característicos de Toledo, y metiéndose en la sacristía, cuya puerta le abrió con muestras de respeto la mujer del sacristán. Allí estaba ya D. Tomé dispuesto para decir su misa. Todavía no había empezado a vestirse, y se paseaba en sotana a lo largo de la pieza, aguardando a que las señoras dieran la orden. No faltaban en la típica sacristía la cajonería de cuarterones, las cornucopias en aguamanil, las puertas pintadas de azul con vivos dorados, los sillones de vaqueta, el pedazo de alfombra antigua, ni los cuadros empolvados y ennegrecidos. El sacristán atizaba el brasero lleno de ascuas para cebar el incensario, y ya tenía el celebrante sus vestiduras y el cáliz sobre la cajonería. No hay que decir cuánto agradaban a Guerra la paz soñolienta y la tímida claridad de aquel recinto. Salió al fin el capellán al altar. La misa era cantada de un solo cura, y a la voz virginal y opaca del autor del Epítome, en quien Dios moraba, respondían las monjitas desde el coro con su salmodia compungida y catarrosa. ¡Qué diferencia entre la pobreza del culto en las olvidadas Franciscas y el esplendor aristocrático de las Bernardas de San Clemente! Pero aquel convento de San Juan había llegado a ser interesantísimo para Guerra, y más simpático y consolador que ninguno, porque el peregrino maridaje que ofrece de lo mudéjar y lo gótico, parecíale fiel espejo de la transición que en tales momentos era un hecho en su alma. En ésta la severidad y unción religiosas se combinaban también con las alharacas del mundano estilo. Durante la misa, a la que sólo asistían tres o cuatro personas, meditó mucho en su evolución o metamorfosis, la cual, después de iniciada, le resultaba menos difícil. Los primeros pasos le habían producido bienestar, cierta alegría pueril y novelera de esa que el mundo compara a la del chiquillo con zapatos nuevos. Reconoció que en los comienzos el culto sólo hablaba a sus ojos y oídos; pero también hubo de notar que no tardaba en herir las fibras del sentimiento, tendiendo a invadir poco a poco los espacios de la razón. Para esto era preciso un método especial que instintivamente puso en práctica desde los primeros días. Del examen de sí propio había sacado en limpio que la oración no afluía de su mente con facilidad y desahogo cuando la practicaba de un modo abstracto, porque mil ideas profanas, confundiéndose con la idea regida por la voluntad, la distraían y embarazaban. Viose, pues, obligado a sujetar el pensamiento por medio de la contemplación sensorial de la imagen o símbolo, de donde vino a deducir la importancia y utilidad del arte en la vida religiosa. Así, cuando oraba encadenándose fuertemente con el símbolo por medio de los ojos, se defendía bien de las distracciones; pero no quedaba satisfecho de sí mismo, y aspiraba a educarse en el rezo metafísico y en las meditaciones abstractas y puras.

Otro fenómeno que en sí notaba era que la adoración de la Virgen érale más grata que otra cualquiera adoración, y que los rezos dirigidos a la madre de Dios le salían más fáciles y espontáneos. En cambio, la plegaria expedida directamente y sin intervención alguna hacia el centro de toda divinidad, no le resultaba, y cuando más pinitos hacía, sutilizando el pensamiento para que subiera, encontrábase abajo, sin haber podido remontarse ni el espacio de un dedo. Por lo común, las devociones practicadas con los ojos puestos en alguna efigie del sexo masculino, no le salían bien, y si el santo era barbudo, de esos que leen o escriben en descomunal libro, como si estuvieran tomando apuntes, perdía completamente la ilusión. El Crucificado mismo, tan real y divino al propio tiempo, tan hombre y tan Dios, le sugería pensamientos más enlazados con los dolores efectivos de la Tierra que con las beatitudes incorpóreas del Cielo, le despertaba el humanitarismo igualitario con fines de reforma social, y si le infundía vigor y alientos para la lucha en pro de la perfección humana, no le transportaba a la región etérea y luminosa, como la Virgen, toda belleza ideal y lírica, toda piedad, indulgencia y dulzura. Con ésta si que se entendía bien; con ésta sí que se desprendía fácilmente de lo terrestre. ¡Y qué pronto hallaba en su meollo palabras escogidas para celebrarla o para pedirle apoyo y con suelo! Los términos de ternura, de congoja y esperanza no se le acababan nunca, ni tenía que discurrir para llevar a su corazón la confianza de ser escuchado y atendido.

Al concluir la misa, pasaron al locutorio y hablaron con las Franciscas, para quienes no había nada más sabroso que echar un parrafito con D. Tomé. ¡Qué olor a incienso, a ropa limpia, a canela y a humedad! ¡Qué conversación más inocente y qué ideas más apartadas de todo comercio mundano! Era en verdad aquél un mundo aparte, supralunar, sin más ideas que las elementales y primitivas, con no se qué quieto ambiente de puerilidad fúnebre. Las buenas señoras dieron las gracias a D. Ángel por su donativo para coger las goteras que el crudo invierno les abrió en los tejados de la santa casa. «¡Ay, si el señor Cisneros levantara la cabeza y viera cómo está su fundación!», dijo la Priora, y siguió un coro de excitaciones a la paciencia, y luego, al despedirse tan amigos, la promesa de rezar mucho, mucho, por el señor de Guerra para que Dios le favoreciese.

Aquel día Teresa Pantoja vio entrar, conducidas de la procerosa sacristana de San Juan, dos desaforados platos de natillas que hicieron las delicias de Palomeque, Guerra y D. Tomé, después de comer, se fueron a pasear solos por la Vega, platicando sobre religión. El seráfico autor del Epítome le contaba al otro las entradas y salidas de la Bienaventuranza Eterna como si acabara de venir de allá, y Ángel, sin dar entero crédito al capellán, le oía con delectación.

Transcurrieron días (no se puede precisar cuántos), y el converso notaba que de uno en otro se le hacían más fáciles las prácticas de devoción. Peto apuntaba ya Febrerillo loco, y no había pasado aún de los actos puramente contemplativos, faltándole aún que apechugar con lo más áspero del camino, que era la confesión. Mejor que contar lo que le pasó, será reproducir los términos en que él hubo de referírselo a su divina consejera fue, sin duda, un caso interesante, con su granito de sal cómica, y la verdad impone la obligación de decir que Leré no pudo tener la risa al oír el relato. «Pues hallábamele —dijo—, a mi parecer, perfectamente dispuesto para acto tan grave... Examinada la conciencia desde la época de la niñez. Ya ves que había tela larga. No me faltaba más que vencer la inercia moral, ahogar el falso pundonor que nos prohíbe humillarnos. Creyendo haberlo conseguido, ayer tarde me fui a la Catedral con propósito firme de confesarme. Hasta entonces todo iba bien; pero... aguárdate un poco. Animoso, aunque algo conmovido, me meto en la capilla de San Ildefonso, y desde la verja distingo el bulto del sacerdote dentro del confesonario, esperando penitente: «Allí está mi hombre —digo—, y sin pensarlo más me voy derecho a él, me acerco, doblo la rodilla y... No la había puesto en tierra cuando reconocí a don León Pintado, y me desconcerté, sintiendo un espantoso tumulto de protesta dentro de mí, el cual me obligó a dar media vuelta y huir como alma que lleva el diablo. Fue un verdadero pánico. La cobardía pudo más que todas mis resoluciones. Pasó lo que te cuento en pocos segundos, y no me di cuenta de la rapidez conque salí de la capilla. Recuerdo que en aquel breve instante de mi aparición ante el confesionario, Pintado me miró como si me reconociera. El pobre señor, se quedó con el alleluia, en la boca».

En el primer momento se rio Sor Lorenza, rindiendo tributo a la nota festiva del caso; pero luego se puso seria. Ángel le desarrugó el ceño con esta importante declaración: «No me riñas, que hoy por la mañana realicé con facilidad suma lo que anteayer me fue tan difícil o imposible».

—¿Con D. León Pintado?

—No, hija, esto no puede ser por ahora. No se me pidan de una vez esfuerzos tan extremados. Confesé con un desconocido, aquí en Santo Tomé. Creo que el estar tan cerca de ti me daba una fuerza mental y un vigor de conciencia extraordinarios.

El gozo con que Leré recibió esta feliz noticia se revelaba en su rostro y en su empañada voz. «El primer paso está dado, amigo D. Ángel —le dijo—. Verá usted qué fáciles son ahora los que siguen. Dios le tiene ya por suyo. Satanás rechina los dientes. Déjele usted que rabie y eche veneno. Mucho cuidado con las trampas que ha de armar ahora, las cuales serán tan sutiles, que es menester andar con cien ojos para no caer en ellas. De fijo le arma a usted una tan sumamente hábil, tan sumamente ingeniosa, que por bien que se prepare contra ella no podrá evitar que le coja un poquito. Mire que es muy pillo ése, muy mañero, y sabe mucho».

—No, ya no me coge; no temas. Si él sabe, yo también sé, como pecador que he sido, y discípulo suyo de los más aplicados. No se atreverá conmigo.

—Invocar, invocar sin descanso a la Santísima Virgen, porque ésa es la que le mete en cintura y no le deja resollar, aplastándole la cabezota con aquel pie divino que sujeta la luna. Invocar, invocar a Nuestra Madre, para que si el bribón ese arma trampas ella se las desbarate con sólo mirarle; porque le mira, sí, y el infame, ante la mirada de la Reina, se queda tamañito, ruje, patea, se hace un ovillo y no se atreve ni a morder la orla del manto de la Señora, de aquel manto con que barre las estrellas.

—Invocaré, invocaré —contestó Ángel embelesado—. Ahí tienes una devoción que nunca me fue difícil, devoción dulcísima y consoladora sobre todo encarecimiento. Los gérmenes de ella existen en el alma humana, y a poco que escarbes los encuentras donde mismo están las raíces del dolor.

—Bien, bien —dijo Leré reflejando aquel entusiasmo que de ella partió y a ella tornaba y multiplicado lo devolvía—. Si Nuestra Madre nos da la mano, adelante; un paso más, y triunfo seguro. ¡Gracia, salvación, eternidad!

El mismo ardor del entusiasmo produjo una pausa en que uno y otro meditaron. Por fin, la novicia le dijo que debía marcharse, y antes le dirigió una exhortación o consejo, que por el tono más bien mandato parecía. Fue lo siguiente: «No me gusta que ande usted escondiendo del mundo su religiosidad, como si fuera una falta. ¡Horrible contrasentido que el hombre se avergüence de ser bueno! Pase que la iniciación imponga cierta reserva; pero dados los primeros pasos, hay que levantar la frente delante del mundo, señor mío y humillarla públicamente delante de Dios. Se acabaron los tapujitos, D. Ángel. Si quiere tenerme contenta, sálgase del círculo apartado de las iglesias de escaso concurso, y... ¡cara al enemigo! ¡A la Catedral en las grandes solemnidades! ¿Cuáles son las parroquias más concurridas? La Magdalena, San Nicolás. Pues a ellas, a ellas mañana y tarde, para que el mundo se vaya enterando, y si critica, mejor, ¡mejor mil veces!

IV

Salió de la conferencia muy resuelto y animado, porque la fascinación de la divina hermana del Socorro ganaba cada día mayores espacios en su alma, y sobre los atributos propios de su ser iba claveteando como una lámina de oro que los ahogaba y envolvía. Era como esas imágenes bizantinas forradas de chapa de metal precioso, que no permite ver la escultura interior.

En los días subsiguientes, pasó largas horas en la Catedral, donde Mancebo le pudo echar el lazo y cogerle prisionero, dedicándose a mostrarle con prolijidad de cicerone fastidioso las mil cosas reservadas que aquel soberbio Museo atesora en la Sacristía y Vestuario, en la casa del Tesorero, en el Ochavo y capilla de Canónigos, maravillas del arte suntuario que son otros tantos homenajes del humano ingenio a la idea religiosa. Guerra lo veía todo con grandísimo contento, pasmado de tanta riqueza, de tanta hermosura, y alabando la unidad y la fuerza de las sociedades que juntaban todas sus energías en un solo haz. La poesía y las riquezas, la industria y las artes liberales, la ciencia y la fuerza bruta, todo concurría con armónica conjunción a un solo fin. ¡Renovar aquella unidad dentro de las condiciones de la edad presente, qué triunfo, qué idea tan grande! ¿Pero quién era el guapo capaz de atreverse con ella?

Pon la mañana no perdía nunca la misa conventual, tan hermosa, tan solemne, en aquel Presbiterio que parece la expresión más poéticamente sensible de todo el dogmatismo cristiano. Y mañana y tarde, las horas de Prima, Tercia y Nona en el Coro le producían arrobamiento y emociones deliciosas, siguiendo en su libro la letra de las antífonas y salmos, impregnados de oriental melancolía. Mancebo no le dejaba a sol ni sombra, y después de ofrecer a su admiración las preseas de la Virgen del Sagrario, que anonadan por su riqueza indostánica, hacen verosímiles los cuentos de hadas, y emulan con su verdad la mentira de los paraísos budistas, le espetaba lecciones de liturgia, explicándole el sentido simbólico de ésta y la otra ceremonia, de tal o cual vestidura o accesorio. Por no dejar nada sin registrar, hasta le encaramó a la torre, para visitar las campanas, refiriendo los nombres de cada una, su significación, su historia, los toques que daba; y por fin y remate de la visita artística, cuando ya no quedaron alhajas, ni telas, ni códices, ni cuadros, ni escondrijos que ver, concluyó presentándole los Gigantones y la Tarasca, que se apolillan en las Claverías.

En cuanto el convertido traspasaba la puerta Llana, Mancebo, que le acechaba las vueltas, le cogía en su zarpa poderosa, y ya no le soltaba a dos tirones. Su principal anhelo como hombre práctico que tenía que atender a tan graves problemas vitales, era estrechar sus relaciones con Ángel hasta la intimidad. «Veremos —se decía—, si me elige por su confesor de oficio, con cargo permanente. Bien podría hacerlo, porque nadie le aconsejaría mejor, así en lo espiritual como en lo temporal, pues en todo soy fuerte, gracias a Dios. Sé confesar y sé administrar. Gobierno un alma como el más pintado, y manejo los intereses que se me confíen, con una honradez y una puntualidad que ya quisieran más de cuatro. Si entiendo de pecados, también de números entiendo, pues para eso puso el señor en mí el don de arreglo económico. ¿Habrá otro que en aptitudes tan distintas se me iguale? No, no le hay. Por eso mi amigo no sabe la que se pierde con no ponerse en estas manos para todo, para lo del alma y para esa otra teología del vivir material, que también es de Dios.

Pero nada le habló Guerra de donde el otro pudiese colegir que se pensaba en él para director espiritual ni para intendente. En cambio D. Francisco oyó de sus labios, cosas que a gloria le sonaron, verbigracia: que corría de su cuenta la educación de Ildefonso, y que por de pronto le pondría interno en un buen colegio; para que entrase después, si persistía en su vocación en la Academia de Infantería. Del segundo y de los demás se hablaría conforme fueran creciendo. Otrosí: el tío Providencia no tenía que afanarse por los piquillos supletorios que era costumbre mandar al pianista en ciertas épocas del año, pues Braulio, desde Madrid, acudía puntual a esta necesidad. Finalmente: la suma que Mancebo tenía en depósito para el dote de Lorenza, y que debía entregar a las Hermanitas cuando la joven profesara, se destinaba a las necesidades de la familia, pues Ángel se cuidaba de la dote y de otras formas de protección a la Hermandad del Socorro.

«Del mal el menos —decía el clérigo—, y véase por dónde, al fin, me ha caído la lotería. Nuestra Señora amantísima del Sagrario ha tenido compasión de este agobiado jefe de familia, y le permite comprar el titulito del 4 por 100, gracias a la esplendidez de ese bendito señor, que mil años viva. Bien venido sea la santidad si viene por estos caminos, y lo que yo me temo es que la cristianísima fundación esa de que se habla no obedezca a un criterio acertado y lógico. ¿Por qué no consultará conmigo, que podría ser su asesor más desinteresado? Es mucho hombre éste con su misterio y sus secreticos. No me conoce; no sabe que si águila soy en lo moral, no lo soy menos en lo aritmético, y que sé administrar, cosa que ignoran muchos que viven y mueren en olor de santos. Él se lo pierde, y por no escuchar mi dictamen, puede que se salga con alguna pata de banco, con una fundación sin base económica, que luego resulte el mayor adefesio del mundo».

Una mañana, después de misa mayor, hallábase Ángel en la antesacristía con D. Francisco, cuando vieron pasar a Arístides y Fausto, acompañando a una familia forastera. Fabián, que por allí andaba también, se acercó al beneficiado y le dijo, apuntando con disimulo a Fausto: «ese es».

—¡Ese! —exclamó Mancebo mirándole, el terror pintado en su cara.

—Ahí tiene usted al sabio inventor del cálculo lotérico —dijo Guerra—, un desgraciado, más digno de lástima que de odio, víctima de la miseria y de las malas compañías.

Al decir esto, y cuando los Babeles y sus acompañantes pasaron a admirar el techo del salón de la sacristía y el cuadro del Expolio, Guerra clavaba sus ojos en Arístides, que pasó junto a él sin decirle nada, aunque bien reparó Ángel que su enemigo le había visto.

Creyeron todos que a Mancebo le daba un síncope al ver a Fausto. «¿Pero de veras es ese —decía—, ese que cojea?... ¿ese el de los cartones? Si yo le conozco, no se me despinta su cara; pero no sabía que era esa la cara del maldito algebrista, ¡zapa! Como yo no le vi y fuiste tú quien con él se entendió cuando quiso darnos el sablazo... cuando nos lo dio, mejor dicho..., pues como yo no le vi, no pude decirte: «cuidado, Fabián, que ese es ladrón de los finos». ¡Bendito y alabado sea... (Persignándose.) ¿Pero es ese de veras el hijo de aquel señor de los bigotes, que anda viendo si ponen sellos a los libros? La Dulcísima Señora del Sagrario sea siempre conmigo, ahora y en la hora de mi muerte! ¡Si no vuelvo de mi asombro...! Los que no volvían de su asombro eran Guerra y Fabián, viendo al beneficiado hacer tales aspavientos.

—¡Buen par! —dijo Guerra, observándoles desde la antesacristía, mientras ellos admiraban el Expolio—. Aquel otro, espigado y de buen parecer, es su hermano Arístides.

—¡Sopla!, pues veo que también viene Casiano. Miradle: aquél, vestido de paño negro. ¡Pobre Casiano! Un hombre de bien entre tanto pillo. Y esa familia, ¿la conoces tú?

—Son sagreños —dijo Fabián—, y una de las señoras es tía de D. Juan Casado.

—¡Dios mío! —exclamó Mancebo, volviendo a trazar anchas cruces sobre su persona—. ¡Las cosas que en este mundo se ven! Pues van a saber ustedes de qué conozco la cara de ese tunante. Tengo que referir un grave suceso ocurrido en esta santa iglesia hace tres años, cuando...

Hizo un paréntesis para acudir a expresar una idea que saltó en su magín. «José —dijo a un sacristán que salía por la puerta que da al patio del Tesorero—; mira, di que no enseñen nada a esa tropa que está en el salón, que guarden todo bajo siete llaves, y vigilen mucho las manos de algunos de esos. Hay uno en la partida que, si nos descuidamos, se lleva bajo la capa lo primero que encuentre. No abráis la verja del Ochavo, ni el vestuario, ni nada». El pobre señor revelaba en su voz y tono un miedo cerval. Llevó a los dos amigos al cuartito del agua, y allí con grandísimo secreto les dijo: «¿Te acuerdas tú, Fabián, de aquel sucedido, cuando vinieron dos tipos de Madrid a comprar una porción de material viejo de cobre, clavos, chapas de puertas, bisagras, candeleros inservibles, braseros y no sé qué más? ¿Recuerdas que todo ello estuvo en la cuadra baja del patio, y que se remató por disposición del Cabildo, siendo canónigo Obrero el Sr. Díaz? Pues a mí me comisionaron para la entrega, y los dos rematantes, el cojitranco ese y otro que no está ahí, me suplicaron que les enseñara el vestuario. Mil veces me oirías contar lo que pasó. Pues ese, tu amigo, el inventor, el cabalista, ese fue el que escamoteó la palmatoria de plata de las misas de pontifical, y se la llevaba debajo de la capa. Yo, que algo me maliciaba, sorprendí el bulto cuando los dos pájaros salían por la puerta esa del patio, que siempre está cerrada, y aquel día se abrió para que sacaran el cobre viejo y lo cargaran en un carro en la calle de la Tripería. Mire usted, D. Ángel, si mil años viviera, no olvidaría el momento aquél. Vi yo que el hombre ocultaba la palmatoria, y sin decirle nada me abalancé a él como un tigre, y grité: «So pillo, so...». Él, viéndose cogido, me dio un empujón, y yo a él otro, y en aquel zarandeo cayó al suelo la palmatoria, y uno de los mozos que estaban transportando el cobre arremetió al ladrón con un palo. El compañero huyó como una exhalación, y no le volvimos a ver; pero éste cayó al suelo en medio de la puerta medio abierta, con todo el cuerpo fuera, menos los pies que quedaron dentro. ¿Qué hice yo? Cerrar y apretar, dejándole las patas cogidas como en un cepo, y tratando de sujetarle allí hasta que viniese la justicia. En efecto, apretábamos firme, y el bribón en el suelo chillando como un zorro cogido en el garlito. Por fin, pudo zafar un pie, y tiraba del otro echando unas maldiciones que daban horror. Bernardo Fraile, que era el mozo que me ayudaba en esta faena, dijo: «Voy corriendo por un hacha, y le cortamos la pata»... «Hombre, no —le dije—, eso me parece demasiado». Y en esta disputa sobre si usaríamos o no usaríamos el hacha, aflojamos un poco en el empuje de la puerta, y se nos escapó. Salimos tras él; pero ¡zapa! iba como el mismísimo viento. El cobre allí se lo dejaron, sin pagarlo, se entiende, y el Cabildo me dio las gracias de oficio por haber rescatado la palmatoria. Diose parte al juez; pero éste no encontró el rastro de aquel par de zorros, que debieron de tomar el tren cuando salieron de aquí. Con que ahí tenéis la historia, que a entrambos os maravillará: a ti, Fabián, que ya la sabías, por conocer ahora al personaje de ella; y a usted, D. Ángel, porque conociendo el santo, ahora se entera del milagro.

Asombráronse uno y otro de la interesante historia, y al salir de la antesacristía vieron que los forasteros, con Casiano y los dos Babeles, andaban entre el Coro y la Capilla Mayor, siguiendo los pasos y aguantando las eruditas jaquecas de uno de los cicerones más pegajosos que por entonces se ganaban la vida en la Catedral.

—Allí está el hombre —dijo D. Francisco—. Aproximémonos poquito a poco. Yo saludaré al bargueño. Fijarse en la cara que ha de poner el cojo cuando me vea, y en ella, como en un libro, leerán la confirmación de lo que acabo de contarles.

Así lo hizo. Cuando Casiano le estrechaba las manos, preguntándole a gritos por su salud, Fausto vio al anciano clérigo, y se volvió bruscamente, fingiendo poner toda su atención en la verja del Coro. Pero Mancebo, deseando examinarle bien para quitarse hasta el último escrúpulo de una equivocación, se dejó ir de aquel lado, y con mordaz acento le dijo: «Bonita verja, ¿eh?» El cojo le volvió la espalda, encaminándose a contemplar los púlpitos.

—El señor es artista... y de los finos —dijo Mancebo con sarcasmo, mirándole bien—. ¡Cómo le entusiasman las obras de valor que aquí tenemos!

En tanto, Guerra esperaba que Arístides le hablase. Proponíase callar como un muerto si le soltaba recriminación o injuriosa reticencia. Grande fue su sorpresa al ver que el barón se le acercaba en actitud que no parecía hostil... Momento de vacilación de ambos. Saludo recíproco con una inclinación de cabeza. Por fin Babel, ¡asombro de los asombros! le dirigió estas palabras, de cuyo sentido afectuoso no podía dudarse, aunque sí de su sinceridad: «Ángel, ¿hay paces o no?».

—Paces habrá —replicó Guerra, aprovechando las disposiciones conciliadoras de su enemigo.

—Yo reconozco —añadió Babel—, que en cierto modo provoqué el lance. Estuve impertinente. Lo que empezó mi ligereza lo remató tu brutalidad, de modo que la culpa se reparte casi por igual entre los dos. Pero yo, que no soy soberbio, podría descargar mi conciencia de la parte de responsabilidad que me toca. No lo hago porque fui agredido. No es Ángel Guerra capaz de reconocer su falta como reconozco yo la mía.

Preparado como estaba el otro, no necesitó más para recibir tales palabras con verdadera efusión de concordia. Cierto que el avieso mirar de Arístides no correspondía, no, a la suavidad de las expresiones; pero esto, ¿qué le importaba? Estrechando la mano que Babel le tendía, no vaciló en decirle: «El culpable fui yo solo, y te ruego que me perdones».

Creyó por un instante que las últimas palabras se le atascaban, rebeldes a salir de los labios; pero con un ligero empuje salieron. Pausa, perplejidad. Uno frente a otro, no sabían que decirse. El grupo estaba disuelto, y mientras hacían dúos aparte, Casiano con don Francisco y Arístides con Guerra, los forasteros, que eran un matrimonio de la Magra y una señora madrileña de medio pelo, contemplaban, a instigación del erudito guía, el pendón de las Navas colgado en el triforium. Fausto no se hartaba de admirar los púlpitos, deplorando tal vez que por su magnitud no pudieran aquellas hermosas piezas meterse en un bolsillo.

—Perdonados recíprocamente —dijo al fin el barón mascullando las palabras como quien recita una lección mal aprendida—. Y es muy grato para mí decirlo ahora que han variado las terribles circunstancias que a los dos nos impulsaron a reñir y a sacudirnos el polvo en el Corralillo. ¡Vaya, que fuimos ambos impertinentes, tontos y brutales! Pero dejémoslo: pelillos a la mar, y amigos otra vez. Lo que importa es que mi pobre hermana se ha curado de aquel horrible espasmo.

—¿Es de verdad? ¡Cuánto me alegro! —dijo Guerra con tanto asombro como júbilo, aunque, en rigor, Arístides no le merecía crédito, y sus palabras le sonaban a sarcasmo de lo más fino.

—Vete por allá y lo verás. ¡La pobrecilla, menudo temporal ha corrido! Dos días, chico, dos días entre la vida y la muerte. Pero salió, y al hacerle crisis la espantosa fiebre, hízola también aquella otra enfermedad diabólica que le pegó el tío Pito. Ya tenemos mujer. No la conocerás cuando la veas. Entre mamá y yo, y el buen médico que la asiste y un amigo sacerdote, hombre que hace primores en la medicina del espíritu, hemos realizado este milagro. No creí que nos saliera la campana como nos ha salido. ¿No lo crees? Pues date una vuelta por allá. Te digo que es otra mujer. Figúrate que ha tomado afición a la iglesia, y confiesa y comulga, y reza rosarios y letanías. No se puede dudar que la religión es un bálsamo, pero un señor bálsamo. La desgracia nos enseña lo que la felicidad y el ruido del mundo nos hacen olvidar.

No volvía Guerra de su asombro. ¡Dulce curada, Dulce religiosa, Dulce convertida! Necesitaba verlo para creerlo.

El enfadoso cicerone promovió la reconstitución del grupo, disponiendo la subida a la torre, y los forasteros se llevaron tras sí a Casiano y Arístides, pues el cojo, impulsado siempre de la fuerza centrífuga, se había ido a contemplar la colosal pintura de San Cristóbal, y desde allí cautelosamente se unió a la partida por el trascoro.

Don Francisco, Guerra y Fabián volvieron a la antesacristía, y antes de llegar a la puerta, el beneficiado se persignó de hombro a hombro y de la frente a la cintura, diciendo al madrileño con escandalizada admiración: «¡Pero usted, Sr. D. Ángel, da la mano a ese hombre!».

—¿Por qué no?

—Vamos, vamos; ya no me queda nada que ver en este gracioso mundo. ¡A ése pillastre le da usted su mano!

—Y no sólo le doy la mano, sino que le he pedido perdón por una ofensa grave que le inferí.

—¡Perdón a ese tunante, zapa! Si es tan malo como su hermano, como no sea peor. Perdón, sí... con una vara de fresno.

—Cada cual mira estas cosas a su modo y según su conciencia.

Don Francisco volvió a persignarse y a invocar a la Virgen del Sagrario, mirando con profunda lástima a su amigo, el cual se despidió fríamente, saliendo por la puerta de los Leones, después de hacer genuflexión ante la Capilla Mayor. El clérigo y el salmista le miraban desde la puerta de la antesacristía, y antes de que saliera le pusieron su comentario.

—¡Cuando yo te digo, Fabián, que este D. Ángel o D. Diablo no rige, no rige bien!

—¡Anda, morena! ¿Pues y lo que dicen de que va a fundar una orden para hombres y mujeres de ambos sexos?

—Así saldrá ella. ¡Buena estará la orden, sí, buena, buena! Apuesto que será para proteger a toda esta pillería, so pretexto de enmendarla y corregirla, o para poner a mesa y mantel a tantísimo holgazán. En cambio, los verdaderos necesitados, los que llevan a cuestas una familia numerosa, como tú y yo... no tocamos pito en esas magnas funciones de la caridad de teatro. Pero déjate estar, que allá nos lo dará Dios con creces, y cuando cerremos el ojo, nuestro rinconcito en la Bienaventuranza Eterna no hay quien nos lo quite. Anima super astra quiescit. Con que... consolarse: La una. Adiós, hijo mío; vámonos en demanda del sacrosanto puchero.

Capítulo VI. Bálsamo contra bálsamo

I

Consistió la enfermedad de Dulcenombre en una fiebre altísima, que sólo duró dos días, como racha ciclónica que con la violencia de su propio girar se aleja más pronto, y la remisión brusca la dejó en pocas horas en despejada convalecencia, aturdida y sin fuerzas, con el vago conocimiento de haber escapado a un grave peligro. En su interior reinaba la grata impresión de una crisis o prueba decisiva pasada felizmente, durante la cual estuvo la naturaleza titubeando entre decretar la muerte o la vida. Alegrábase la infeliz joven de vivir, pues hasta entonces, ni en sus mayores angustias había sufrido nunca las nostalgias del otro barrio, ni jamás pensó en ser Parca de sí misma. Al despertar de aquella lúgubre somnolencia, vio y sintió que la vida es buena, mejor dicho, la bondad de la vida se estampaba en su alma con la categórica lucidez de los conocimientos primordiales. Al propio tiempo, su memoria no le daba noticia clara de todo lo que había hecho y sentido en aquel turbulento período de vida toledana, cuya duración no le era fácil apreciar. De algunas cosas conservaba la impresión inmutable, como si aún las estuviese viendo; pero otras se le borraban y obscurecían, rebeldes a su propia investigación. Figurábase a veces que aquella crisis había sido como una infancia, y las reminiscencias de lo acontecido resultábanle como las memorias de la edad primera, que unas se conservan clarísimas y otras se desvanecen, quedando sólo de ellas sombra, mancha o perfil indefinibles.

La tarde aquella de la visita de Guerra y de la colisión entre éste y Arístides, Dulcenombre se hallaba en el período culminante de su desatino, del cual pasó a una especie de estado tetánico, y se llevo dos días en una pura convulsión, con tan horrible traqueteo que toda la familia junta no la podía sujetar. Al ver a su hija en tal situación y a su primogénito descalabrado (porque resbaló en el borde del Corralillo y fue rodando por el cerro abajo, etcétera...); al ver tanto desastre y desdichas tantas, doña Catalina se llenó de consternación, y no sabiendo a quién volverse, pues su marido no era hombre para las grandes adversidades (ni para las pequeñas), elevó sus ojos al Cielo, y con grandísima aflicción pidió a la Virgen bendita que la amparase.

Porque conviene notar que la buena señora, tan propensa a chiflarse por cualquier tontería, en las ocasiones graves conservaba el juicio claro, como si su entendimiento, que se destemplaba con las contrariedades chicas, se templara y robusteciera con las gordas. De estas compensaciones ofrece mil ejemplos la mamá Naturaleza. Así, en aquellos días de amargura en que parecía que el Cielo irritado se desplomaba sobre la familia de Babel, doña Catalina no tomó ni una vez siquiera en boca los reyes de la casa de Trastamara, ni mentó ningún castillo, ni reclamó para sí y sus sucesores los caserones de la calle de la Plata. Razonable y diligente, a todo atendía, de todo cuidaba, proponía los remedios más acertados, y si hubiera tenido otro Rey Consorte, las dificultades no habrían sido tantas. Pero Simón no puso nunca en los asuntos de familia más que una atención distraída, como hombre de Estado, cuya inteligencia reclaman mil negocios extradomésticos de importancia nacional y europea.

Una de las ideas más substanciosas que surgieron en la mente de doña Catalina fue que toda aquella cáfila de desventuras era consecuencia de lo mucho que ofendían a Dios su marido y sus hijos, el uno dando el timo a los contribuyentes, los otros inventando mil diabluras para desvalijar al que cogían por delante. Como en aquella temporada, por fortuna (que tantos males alguna compensación habían de tener), Simón barría para dentro, llevando bastante dinerito a casa, la de Alencastre discurrió que parte de los fondos malamente adquiridos debía ella emplearla en aplacar la cólera celeste. Pero no le satisfizo la idea pagana de desarrugar con ofrendas el ceño de los dioses; no se contentó con mandar aceite y velas al Cristo de las Aguas y encargar misas a don Juan Casado, sino que solicitó la intercesión de éste para que le trajese a su casa los consuelos el Cristianismo. No se hizo de rogar el cura feo, hombre muy aficionado a componer desarreglos y enderezar torceduras. Desde que doña Catalina le mandó aquel recadito que decía: «por Dios, D. Juan, venga usted a casa, que parece que se nos cae el cielo encima», fue el clérigo allá y entró diciendo: «Aquí estoy, señora mía, y aquí estaré al pie de sus desgracias; pero con la condición de que no ha de sacar a relucir su regia parentela, porque en cuanto la saque, me marcho».

—Déjese usted de reyes, D. Juan de mis pecados. Ni qué me importan a mí las injusticias cometidas en mi persona, pues habiéndome quitado...

—Alto, alto ahí, señora, que se resbala.

—Pues alto, y vamos a lo que importa. Mi hija se muere.

—Verá usted cómo no. Ánimo, valor y miedo. Nadie se muere aquí sin mi permiso. ¿Han llamado al médico que les recomendé?

—Sí; ha venido esta mañana. Aquí está la receta que dejó. Volverá esta tarde... Y mi príncipe de Asturias hecho un Ecce Homo. ¿Se ha enterado usted? Cayose por el cerro abajo, y si no es porque se engancha la ropa...

—Tampoco se morirá. No apurarse.

—¡Ay, usted me vuelve el alma al cuerpo! No es como Simón, que me aflige con sus augurios.

Era el tal presbítero (vulgarmente llamado Juanito Casado) joven y dispuesto, natural de Cabañas de la Sagra, donde había heredado recientemente haciendas, molinos y rebaños. Pasábase la vida entre campo y ciudad, atento a sus intereses, y cuidándose de lo temporal, como un buen burgués cargado de familia. La de Juanito se componía de una hermana viuda sin hijos, de varias primas monjas, de dos o tres sobrinas (las de Rebolledo) modistas de sombreros, un sobrino cadete y otros parientes lejanos. Todos recibían de él algún auxilio. La riqueza le había matado la ambición eclesiástica, y al poco tiempo de heredar, su fama de buen teólogo y los laureles ganados en el púlpito le importaban tanto como las coplas de Calaínos. Llegó a comprender que valen más algunas fanegas de buena tierra labrantía que una prebenda de oficio en el coro toledano, y que es más bonito y hasta más cómodo sentarse en la cocina de una casa de labor entre los trabajadores, hablando de las faenas del día, que repantigarse en las sillas de Berruguete, asombro de las artes. Con tales ideas, renunció al ideal de su juventud, que era oponerse a la Lectoral o Doctoral cuando vacasen, y aunque el Arzobispo, conocedor de sus singulares dotes, le quiso atraer ofreciéndole montes y morenas, Casado no cayó en la trampa, y prefirió la libertad y alegría de su castañar. En su desviación de los antiguos gustos, llegó a encontrar más hermoso un buen corral de gallinas que una función solemne de seis capas, y el canto de los pajarillos le embelesaba más que el órgano, y la Capilla Mayor con todas sus magnificencias y la Summa de Santo Tomás con toda su miga teológica le parecían menos interesantes que un campo de trigo bien espigado.

Había sido coadjutor en la Magdalena y en San Nicolás, distinguiéndose como confesor de moda en aquellas parroquias de tanta y tan buena feligresía. Pero a semejantes glorias renunció también, trocándolas por el positivismo bucólico, pues tiene mucho más chiste, dígase lo que se quiera, contemplar en el campo la sabiduría infinita que estarse todo el santo día dentro de una caja oyendo pecados y secretos vergonzosos. Tantas y tan variadas eran sus relaciones en Toledo, que por mucho que el campo le llamase no podía desprenderse completamente de la ciudad, y repartía su existencia dando a ésta los días y meses de mal tiempo, y los buenos a Cabañas de la Sagra. En una de sus cortas invernadas cogiéronle los Babeles por su cuenta para que les ayudase en la grande empresa de la corrección de su hija.

Antes de la tremenda crisis D. Juan había tratado de reducir a Dulce con persuasivas amonestaciones y chuscas parábolas; pero el resultado no correspondió a sus buenos deseos. Hubo escenas lastimosas y hasta repugnantes, pues Arístides intentaba someter a su hermana por la violencia, a lo que se opuso el cura. La trastornada joven cayó después en abatimiento profundísimo, y su quebranto era tal que Casado, de acuerdo con el médico, permitió que doña Catalina levantara la prohibición absoluta de bebidas espirituosas. La enferma, tomó con gusto porciones muy tasadas, hasta que al iniciarse el período de nervioso desquiciamiento, con altísima fiebre, le entró tal repugnancia de la bebida, que, habiendo recetado la facultad medicamentos con preparación alcohólica, costó mucho trabajo hacérselos tomar. En su delirio, la infeliz profería blasfemias horribles y expresiones soeces, que oyó con paciencia el presbítero, murmurando: «ya te lo diré yo luego», y doña Catalina, consternada, se llevaba las manos a la cabeza y decía mirando al techo: «¡Pero cómo ha de tener Dios lástima de nosotros oyendo estas atrocidades!»

—No afligirse, madama —replicaba D. Juan—, que arriba ya están hechos a oírlo, y a las cabezas tras tornadas no se les hace caso.

Pasó la fiebre. El médico continuaba prescribiendo los estimulantes, y la paciente entró en un período de franca sedación, el ánimo abatido, la memoria deslabazada, pero con destellos de inteligencia que cada día iban siendo más vivos. Doña Catalina respiraba llena de esperanzas; pero temía que a lo mejor saltase la enferma con nuevas querencias del maldito trinquis a que debía su mal. D. Juan no era de esta opinión, y alegaba algún ejemplo, por él visto, de persona radicalmente curada del vicio después de una crisis semejante. Hicieron la prueba ofreciendo a Dulce una copita de licor fuerte; pero ni a tiros la quiso tomar. Sólo de olerlo se le revolvía el estómago, y de probarlo sólo vomitaba.

—¿Pero será verdad —dijo al cura feo, recogiendo en su memoria retazos y jirones de los acontecimientos pasados—, será verdad que yo...? Me parece que lo recuerdo, o que lo he soñado, o que alguien me lo ha dicho... ¿Será verdad que he perdido el juicio por...? Tengo una idea de haberme quedado dormida después de... y de haber bajado a la calle desmelenada y en chancletas diciendo palabras inmundas. No me queda duda de que en Madrid salí de mi casa con el tío, y él empeñado en que habíamos de ir a ver la mar. Después en Toledo... creo que... no sé... paréceme que algunas tardes...

Revolviendo sus ojos atontados de una parte a otra, interrogaba con ellos a su madre y a D. Juan. Doña Catalina, limpiándose las lágrimas con la punta del pañuelo, acudió a quitarle de la cabeza aquellas ideas. «No, hija mía, es figuración tuya; restos del delirio febril que te quedan entre ceja y ceja».

—No, no, voy recordando, y... me gustaba, me gustaba lo que ahora me repugna —dijo Dulce reclinando su cabeza en la almohada y mirando fijamente a D. Juan.

—Lo pasado, pasado, niña. No pienses en eso —replicó el clérigo, que tutear solía a las personas con quienes hablaba tres veces—. Todo fue que te pusiste un poquitín alegre. Esto no tiene nada de particular, y proponiéndote no repetir, estamos de la otra parte. Lo mismo que el decir porquerías y ofender de palabra al Santísimo Sacramento. Claro, lo has hecho con el juicio trastornado; pues no siendo así, ¿cómo habías tú de decir que la Virgen es una acá y una allá, y que los santos son unos tales y unos cuales?

—¡Yo... yo he dicho eso! —exclamó la joven espantada.

—Sí lo dijiste. ¿Y qué? No te aflijas —indicó el clérigo—. Cuando yo tuve las viruelas, me puse tan malo de la cabeza, que delirando dije que me casaba con el señor Cardenal. Los enfermos tienen bula de disparates. Lo que has de hacer ahora es ir a pedirle perdón a la Virgen Santísima de las perrerías que has hablado de ella.

Dulce calló, mirando al techo. Doña Catalina metió enseguida la cucharada: «Sí, hija, ahora que el Señor te ha hecho el beneficio de ponerte buena, tienes que reconciliarte con Él, y dejarte de esos piques con Su Divina Majestad. ¿Qué culpa tiene Dios de lo que a ti te ha pasado? Porque hayas sufrido algún contratiempo, ¿vas a dejar de creer lo que el dogma nos enseña? Porque sí, sepa usted, D. Juan, que hace muchísimo tiempo que no pone los pies en la iglesia, y que se las echa de descreída y de librecultista y qué sé yo qué...

—¿De veras? —dijo Casado haciendo ademán de pegar a la enferma, que mirándole se sonreía—. Ya verás cómo te pongo yo las peras a cuarto. Déjate estar. Conmigo no hay descreimiento que valga. El diablo me conoce, perro maldito, y cuando me ve entrar en una vivienda, ya está él recogiendo sus bártulos para largarse. A más de la tirria que me tiene porque soy yo más feo que él, no me puede ver ni escrito, por que le sacudo de firme siempre que puedo. Y el muy sinvergüenza no queda cosa que no inventa para fastidiarme: que el reuma, que los callos, que las muelas. Pero yo impávido, dándole cada piña que el crujido se oye en el último infierno... Sí, sí, esta crisis va ser saludable para tu cuerpo y para tu alma, porque ahora que se va el médico entro yo... y te advierto que soy pesadito de veras, que al que cojo, le mareo, le vuelvo loco, y que quiera que no quiera le hago vomitar todo el ateísmo y toda la librepensaduría...

Ya desde aquella noche empezó D. Juan a catequizarla, conociendo que su alma necesitaba de enérgica medicina. Y la verdad, no encontró grandes resistencias, porqué la infeliz joven padecía entonces principalmente de un desmayo de la voluntad, como quien habiendo agotado su fuerza en descomunal lucha, cae postrado y sin aliento; todas las iniciativas y erguimientos de su carácter habían cedido, y se entregaba, exánime y desangrada, para que hicieran de ella lo que quisiesen.

Con gran contento de doña Catalina, y aun de don Simón, que en su lucrativo puesto oficial abogaba porque se rindiese culto a las venerandas creencias de nuestros padres, Juanito se pasaba dos o tres horas del día al lado de Dulcenombre, departiendo con ella, y no siempre de religión, pues entre los temas serios metía mil hojarascas graciosas, cuentos y hasta chascarrillos, descripciones amenísimas de la vida del campo y de las costumbres sagreñas.

—No crea usted —le dijo Dulce—, que yo he sido jamás atea. Lo decía, y hasta llegaba a creérmelo yo misma a fuerza de decirlo. Es que del despecho y de la rabia que me entraron cuando ese me dejó, yo no sabía por qué registro salir, y salí por ese. Luego, al saber que él se convertía, me entraron a mí ganas de irme con Satanás; pero no me iba, no, a pesar de que se me salían de la boca aquellas estupideces. Era el reconcomio, el torcedor que tenía dentro. Pero yo creo en Dios y en la Virgen, y me pesa haberles ultrajado.

—Basta, no es necesario más. Si ahora te propones perdonar de todo corazón a los que te han ofendido, y lo consigues, pero de todo corazón, sin farsa, ¿entiendes? habremos puesto una piquita en Flandes. Perdona, o en otros términos, arroja de ti todo ese asiento corrupto que llevas en el espíritu, y pronto te daré de alta...

Dulce masculló la respuesta. Decía que no y que sí, y el tal perdón se le atravesaba en la garganta como una píldora gruesa y pestífera difícil de pasar.

II

«Bajo el punto de vista de la representación social», como hinchadamente decía el inspector del Timbre, los Babeles habían ganado mucho en Toledo, pues alternaban con familias decentes de empleados en la Delegación de Hacienda, y con otras toledanas, ya del comercio, ya del señorío mediocre. Como no les conocían, y el D. Simón era hombre que con su coram vobis daba un chasco al lucero del alba, fácilmente hicieron amigos, y doña Catalina recibió y pagó visitas de esposas de capitanes, de hermanas de canónigos, de tenderas de la calle del Comercio, de patronas de huéspedes y de otras señoras honestísimas, cuyos maridos se ocupaban en tráficos menudos o tenían labranza en la provincia.

Para darse más lustre y apersonarse más, D. Simón iba con su cara mitad, oficialmente, a la misa de doce de la Magdalena, muy favorecida del señorío civil y militar. Allí se codeaban con el brigadier y su señora, con todo el profesorado de la Academia, con la oficialidad de la Comandancia general, y con multitud de señoras y señoritas elegantes. A la salida, daban unas vueltas en Zocodover con ese pasear reposado y solemne de las personas distinguidas, y veían pasar el batallón de cadetes con su música; de vuelta de la misa de tropa en San Juan Bautista... Animado y alegre está Zocodover a semejante hora, pues al gentío que sale de la Magdalena, en el cual se destaca mucho sombrero de señorita, mucho ros y teresiana de militares, únese pronto el aluvión de alumnos, que al volver de San Juan, rompen filas en la Academia, y se lanzan hacia la plaza en bulliciosos grupos. Poco antes han llegado los coches de la estación soltando los viajeros del tren de las once, y el famélico cicerone acosa y embiste a los forasteros. La gorra inglesa de viaje con orejeras, sobre cabeza masculina o femenina, véase muy a menudo entre la multitud, en la cual no faltan moños de picaporte, sombreros de veludillo y refajos verdes y rojos, para hacerla más abigarrada y pintoresca.

Don Simón, de gabán un poco raído y muy estrecho, por datar de una fecha en que su dueño era de menos carnes, guantes nuevecitos y chistera atrasada en dos modas y pico, solía irse con su compañero de inspección o con el comisario de policía a tomar un tente—en—pie en casa de Granullaque, establecimiento que a tal hora rebosaba de consumidores, cadetes, forasteros de los que van a prisa, con billete de ida y vuelta, y alguna pareja de curas de pueblo, de balandrán con esclavina, paraguas y teja corta, los cuales han ido a las Sinodales. En tanto que don Simón se arreglaba el estómago con un bartolillo y una copa, quitándose sólo un guante, doña Catalina daba vueltas en la plaza con sus amigas, y los ojos se le iban tras los cadetes, admirando su desenvuelto y gentil porte. «¡Es un dolor —pensaba la buena señora—, que mis hijos no sean así! ¡Ay, si hubieran tenido otro padre, que desde chiquitos les hubiera encarrilado por la senda del estudio y la formalidad, hoy serían generales lo menos! Da gozo ver estos chiquillos tan salados, tan caballeretes, con su espada al cinto, lo que prueba que tienen que mirar por el honor».

Dulcenombre no acompañaba jamás a sus padres en esta exhibición dominguera y fantasiosa, primero porque su delirio y enfermedad se lo impidieron, después de curada porque sentía indecible vergüenza de presentarse en paraje tan público. El primo Casiano continuaba fiel al cariño con que la distinguía, pero sus viajes a Toledo eran menos frecuentes a causa de las ocupaciones de labranza que le retenían en el pueblo, lo que doña Catalina y Babel vieron con satisfacción, porque les aterraba que se enterase de las evaporaciones de la niña. Alguna vez que fue allá el bargueño en ocasión que Dulce estaba muy tocada, pasaron marido y mujer las de Caín por ocultarle la triste realidad, inventando mil fábulas, que el confiado optimismo del hidalgo labriego tomaba por artículo de fe. Pero no les llegaba la camisa al cuerpo, porque, naturalmente, temían que D. Juan, aunque por el pronto se prestase a favorecer a los padres en su campaña de corregir a Dulce, abriera después los ojos de su amigo y le quitara de la cabeza la idea que tanto a los Babeles agradaba. Pocas esperanzas tenían, pues, de cazar pájaro tan gordo; pero mientras Casado no les derribase de golpe el bien armado artificio, en él persistían hasta que saliese lo que Dios quisiera. Por fin, gracias a Dios, en su convalecencia y mejoría no presentaba la joven ningún síntoma sospechoso, y los padres, gozosos de no tener que representar las comedias de antes, recibían con palio al buen bargueño. El cual no iba nunca con las manos vacías, y se descolgaba por allí cada lunes y cada martes llevando a su pretendida regalitos de caza o pesca, bien la media docena de perdices, bien anguilas que parecían boas por lo grandes y gruesas, ya la pareja de palomas pechugonas, de irisado cuello y patas rojas, ya una caterva de pollos bien gordos, que doña Catalina soltaba en el patio para hacerse la ilusión de que tenía granja, y oírles cacarear antes de retorcerles el pescuezo.

Lo que a D. Simón disgustaba en el asunto de Casiano, hombre para él, como para todo el mundo, estimabilísimo, era el traje. «La única tacha —dijo a su mujer—, que ponerse puede a este hombre de pasta de ángeles y de hojaldre de caballeros, es que se vista como se viste. Porque mira tú que ese pantalón a la rodilla y esas polainas y todo ese pergenio parecen cosa de comedia. Francamente, cuando sale conmigo paso un mal rato... Me da vergüenza de que la gente me vea con él».

Doña Catalina la chiflada, sin duda por serlo en grado sumo, saltó con una furiosa crítica del traje moderno, diciendo que los hombres del día son, bajo el punto de vista de la ropa, unos horribles monigotes. «Mira tú que esos pantalones hasta abajo, que no te dejan lucir tu buena pierna, y ese tubo de chimenea que lleváis en la cabeza y el suplicio de esos cuellos almidonados, y el gabán que parece prenda inventada para que parezcáis osos en dos pies, sin cintura, sin talle ni aire de caderas, son de lo más ridículo y prosaico que se puede inventar. Y no puede tener más defensa que la igualdad, quiero decir, impedir que los hombres de buenas formas como tú las luzcan, para no dar dentera a los mal formados. El traje de Casiano favorece la belleza corporal, y hace bien en preferirlo a vuestros vestidos de mamarracho. Debéis adoptarlo, para lo cual sería conveniente que la nueva moda viniese de arriba, principiando los ministros y los diputados y senadores por vestirse a la bargueña, y luego la chusma iría entrando por el aro».

Don Simón se reía, y D. Juan Casado que estaba presente apoyó, quizás por seguir la broma, las opiniones indumentarias de la rica—hembra, diciendo que también los clérigos debían aspirar a ser menos feos que actualmente lo son, presumiendo un poquitín y dejándose bigote y perilla como Lope y Solís, y melenas a lo Calderón.

En cuanto Dulce pudo valerse, su madre y Casado la llevaron a la Magdalena, la hicieron asistir al rosario por las tardes, por las mañanas a misa, y a los pocos días confesó y comulgó, hallándose después de esto con una tranquilidad de espíritu que no había conocido en mucho tiempo. Su característica en aquella temporada era el decaimiento de la voluntad, y si conforme la condujeron a la iglesia, la hubieran metido en un sitio de escándalo y corrupción, su pasividad habría sido quizás la misma. Pero a los pocos días de religioso ejercicio, ya ponía algo más de energía propia en él, y por este camino, pasito a paso, llegó a tomar gusto a lo que al principio fue desabrido manjar, concluyendo por encontrarlo substancioso y dulce.

Largas horas pasaba en la hermosa capilla de Nuestra Señora de la Consolación, la cual por el nombre empezó a cautivarla, y con sincero fervor pedía consuelos a la Virgen. Pero la imagen que más hondamente hablaba a su espíritu era la del Cristo de las Aguas, que frente al de la Virgen tiene su altar, efigie de mucha devoción en Toledo por la interesante leyenda de su aparición en las ondas del Tajo, y por ser abogado predilecto de la ciudad en tiempo de sequía y calamidades públicas. Dulcenombre simpatizó (no hay más remedio que decirlo así), con aquel Cristo desde la primera vez que le vio, y al poco tiempo de rezarle ya le tuvo por su protector, y le revistió en su mente de todos los atributos de la divinidad tutelar y misericordiosa. «Porque yo, Señor —le decía la Babel—, no aspiro a la perfección ni mucho menos: sé que he de ser siempre pecadora y lo que te pido es que me pongas en condiciones de vivir sin ofenderte en cosa mayor, para lo cual lo primero es que me arranques la ley que todavía le tengo a ese pillo, pues mientras tenga dentro de mí esa ley, dispuesta estoy a dispararme y hacer cualquier desatino. ¿Pues no soñé la otra noche... y no sé si lo soñé o lo pensaba en vela... que me agradaría que mis hermanos le matasen? No, Señor, esto no ha sido más que una idea que pasó, como pájaro que vuela, como sombra de una nube que corre por allá arriba. Yo no quiero nada de muerte; pero si no serenas mi corazón, el mejor día salgo con una pitada muy gorda... Yo me conozco, sé que soy atroz en mis quereres, y reconozco que la sangre de familia que llevo en mis venas no es de lo mejorcito».

En el altar del Cristo ardía siempre una vela suya, y Dulce cuidaba de que nunca dejase de lucir, pues su preocupación supersticiosa llegaba al extremo de barruntar desdichas, si se apagaba. Con ella y otras que distintos fieles ponían allí, el dorado altar y sus exvotos de cera, entre lazos y cintas, se rodeaban de esplendor fúnebre. El amarillo cuerpo de la santa imagen reproducía con su patinoso barniz antiguo las llamas rojizas, y el cárdeno rostro, el perfil hebreo, la expresión cadavérica adquirían un terrible acento de verdad. La cabellera de mujer que le cuelga en mechones por entre las espinas, velando en parte el rostro, en parte cayendo hasta el costado, le hacía más lúgubre, más muerto, más lastimoso. Ante él, sentía Dulce inefables esperanzas en la misericordia celeste, y de todo corazón le encomendaba su cuita. Representando la imagen al divino Jesús después de muerto, no dejaba de tener para la penitente misterioso lenguaje, reflexión de las propias ideas de ella y de las irradiaciones de su alma. Algunas tardes creía verle más adusto que de ordinario, otras benigno y hasta risueño. Figurábase a veces que los agarrotados dedos no permanecían en mortuoria quietud, y no siempre veía en la misma cabeza el mismo grado de inclinación sobre el pecho. Rara vez estaba sola la capilla; siempre había en ella algún afligido suspirón, madre atribulada o incurable enfermo. No sonaba allí un aliento humano que no expresara algún dolor terrible.

Una tarde tuvo que entrar Dulce en la sacristía, no en la de la capilla, sino en la general de la parroquia, y al volver, atravesando la nave lateral de la epístola, vio en un confesionario a un hombre de rodillas, medio cuerpo metido dentro de la caja, como penitente que con gana lo toma. Aunque no le vio el rostro, creía reconocer a una persona muy de su intimidad en otros tiempos. «No hay duda —se dijo suspensa—; son sus pies... Reconozco también la ropa. Lo que no reconozco y me parece inverosímil es su postura, esa actitud de penitente compungido que parece se quiere comer al confesor. Ya sabía yo que andaba hecho un beato, pero no creí que a tanto llegase». Volviose a la capilla, y desde allí, por entre los hierros de la verja, miraba trémula y sin sosiego. Sensaciones extrañas tras de las cuales vinieron sentimientos más extraños todavía, la distrajeron de su devoción al Cristo, que en aquel rato desapareció a sus ojos, como si le hubieran sacado en procesión por las calles.

Deseando cerciorarse, detuvo al sacristán de la capilla, que por allí pasaba, y pidiole informes: «Dime, ¿conoces tú a ese caballero que está confesando?

—Ya lo creo: es D. Ángel... buena persona.

El que de este modo hablaba era un ser de voz atiplada y modales femeninos, de rostro simioso, viejo adolescente o joven caduco, según se le mirase. Llamábanle Entre todas las mujeres, sin duda por su oficiosidad relamida con el bello sexo en el servicio de la capilla de la Consolación, tan frecuentada de hembras de todas las clases sociales. Fuera de la iglesia solía servir de diversión a los chicos por su braceo afeminado y sus andares poco varoniles. Dentro, les empeñaba sus funciones con increíble actividad, acomodando en buenos asientos a las señoras de viso y desplegando una especial destreza escurridiza y reptante al pasar entre tantísima falda, en días de gran lleno, para encender velas o acudir con el cepillo de la colecta. Era o había sido también un poco sastre; se cosía primorosamente su ropa, y en su calidad de mariquita negra salía en la procesión de Viernes Santo con el grupo que representa a los escribas y fariseos. Dulce le conocía y le trataba con cierta intimidad porque eran vecinos; pues Entre todas moraba con su madre, sastra de curas, en un desván de la casa habitada por los Babeles.

—¿Con que D. Ángel? ¿Y hace mucho que viene por aquí?

—Todas las mañanas le tiene usted a la primera misa; ¡ay, Jesús!, pues no es poco puntual; y paga tres, si no me engaño.

—Dime, ¿confiesa con D. Juan Casado?

—No, señora; con D. Atanagildo.

—¿Qué disparates dices?

—¿Pero no sabe la señorita que llamamos D. Atanagildo a D. Atanasio Gil? Es broma, y él no se enfada. Pues ese caballero dicen que era de la piel de Barrabás, ¡ay, Dios mío!, masón, republicano y de la común, disoluto y de malas pulgas, y ahora le tiene usted convertido y como una malva, con una devoción que da gusto. Es muy corriente, y el sábado me dio una moneda de cinco duros. ¡Ay, hija, es la única que he visto en mi vida!

—¡Qué gracioso! —dijo Dulce riendo de un modo poco adecuado a la santidad del lugar.

—Pues estás en grande, Entre todas, con semejantes parroquianos.

No pasó de aquí el diálogo. La Babel se fue a su casa, y aquella noche observáronla sus padres más contenta, más decidora que de costumbre. Al otro día fue a misa con su madre, y vio a Guerra oyendo devotamente la de D. Juan Casado, de rodillas, libro en mano, con un recogimiento y una atención que rara vez en hombres de su clase se ve. Doña Catalina no reparó en el antiguo amante de su hija. Ésta no le quitaba los ojos: al salir le perdió de vista; pero a la tarde, en el momento de pasar a la sacristía parroquial, se le encontró de manos a boca. Aunque la iglesia no estaba muy clara, ambos se vieron, y Ángel fue quien primero le dirigió la palabra, con familiar modo, como si el encuentro no le afectara poco ni mucho.

—Dulce, ¿tú por aquí? Sabrás que me alegro de verte. Por tu hermano supe que has estado mala. ¡Cuánto lo sentí! Tenía pensamiento de ir a visitarte un día de estos.

—Sí —dijo ella con naturalidad—. He tenido un mal de nervios, cosa tremenda; pero ya estoy bien, gracias a Dios.

—¿Sabes que me complace mucho verte aquí? Hija, ¡qué transformaciones, qué mudanzas en tan corto tiempo!

—¡Ya lo veo... ¡Quién lo hubiera dicho! Mira cómo al fin, arrieritos los dos, nos hemos encontrado en este caminito. Tenemos que hablar. ¿Irás por casa? Puedes ir, que allí no nos comemos la gente.

—Yo lo creo que iré. Hablaremos, sí. Y tus hermanos ¿buenos?

—Buenísimos... queriéndote mucho, como todos en casa. ¿Irás, irás por allí?

—Mañana sin falta, a la hora que tú me indiques, me tienes allá.

Díjole Dulce la hora, y se separaron. Él salió a la calle, algo soliviantado por la irónica amargura que notar creía en el tono de su antigua esposa ilegal, y ella se fue a contar el caso a su amigo el Cristo de las Aguas.

III

Puntual a la cita, Ángel penetró en el antro Babélico a las tres de la tarde. Recibiéronle Dulce y doña Catalina, que se creyó en el deber de poner unos morros de a cuarta, temerosa de nuevas complicaciones. Pero la buena señora, que ya había observado en su hija cierta tranquilidad al dar cuenta del encuentro en la parroquia y de la anunciada visita, notó con asombro que la recibía sin visible alteración. A poco de cambiarse las fórmulas de urbanidad y las primeras manifestaciones referentes a la salud, Dulcenombre, con perfecto aplomo y semblante risueño, se dejó decir esto: «Ya estoy curada, curada de todo, de todo; fíjate bien. El Santísimo Cristo de las Aguas se ha portado conmigo como un caballero, concediéndome lo que con tanta devoción le pedí».

—Me alegro mucho —dijo Guerra—. Dios no abandona a quien con fe y amor se pone en sus manos.

—Justo; y buen ejemplo soy yo, que no hace mucho sentía una pena, un ahogo, que no me dejaban respirar, y ya... como con la mano. Conviene decir las cosas claras, para no dar lugar a malas interpretaciones. Yo padecía, yo llevaba un puñal clavado en el pecho; pero desde que te vi convertido en beato baboso, con medio cuerpo dentro del confesonario; desde que te vi de rodillas hociqueando en el libro como se ponen los hipócritas, me desilusioné, hijo; ¡pero de qué modo!, y el cuchillo se me desclavó, creo que para siempre. Ha sido como un milagro. Verte yo en tales posturas y quitárseme la ley que te tenía, como si me limpiaran el alma de toda aquella broza, fue todo uno. Lo estaba yo sintiendo y me parecía mentira. ¡Pero si no puede ser de otro modo! ¿El querer es pecado? A saber... Puede que lo sea, porque yo no concibo enamorarse de un hombre que hace en las iglesias los desplantes que tú. El Señor me perdone; pero no es culpa mía si el amor humano y la devoción de veras no hacen buenas migas. En una mujer todo eso es natural y hasta bonito, ¡pero en un hombre...!, quita allá...

No supo Guerra qué contestar por el momento, pues las ideas se le obscurecieron con aquella salida brusca de la que fue su amante; mas no tardó en rehacerse, repeliendo el amor propio, que sin duda quería salir con alguna botaratada, y acudiendo a sus recientes convicciones en busca de una respuesta airosa.

—Yo me alegro mucho —dijo al fin—, y nada tengo que oponer a eso de que la piedad ardiente desilusiona del amor mundano. Bien podrá ser. Hay casos... me parece a mí... en que tal vez suceda lo contrario. Cada cual ve estas cosas a su manera. Lo que yo deduzco claramente de lo que acabas de decirme, es que hay cierta incompatibilidad entre el cumplimiento exacto, a la letra, de nuestras obligaciones religiosas y el actual convencionalismo de las opiniones humanas. Y siendo obra imposible el poner de acuerdo una cosa con otra, lo mejor es decidirse por la verdad, desdeñando esa falsa ley de estética social que ha establecido la ridiculez del seglar piadoso; lo mejor, digo, es seguir el camino de Dios, sin mirar atrás para ver quién se ríe y quién no se ríe, ni hacer caso del vano juicio de mujeres.

A pesar de la entereza que revelaban estas palabras, el converso no las tenía todas consigo, y tocaba a somatén dentro de sí para convocar fuerzas esparcidas, reunirlas y poder triunfar de los sofismas de Dulce. La cual, sintiéndose fuerte, se echó a reír, trasteando a su amigo con cierta saña, como si después de tener el vencido a sus pies, quisiera patearle.

«¿Y todo eso parará en meterte a cura a fraile? Tal piensa tu amigo Entre todas; pero yo no lo creeré hasta que tú no me lo confirmes».

—Resoluciones de esa naturaleza— dijo Guerra mordiendo el látigo—, no son para confiadas a quien no podría juzgarlas sin frivolidad.

—No, si yo no lo censuro —agregó ella, dueña del campo—. Pues no faltaba más. Al contrario, puesto a ello, debes ir hasta el fin. O santidad a punta de lanza, o nada. Si Dios te llama por ese camino, aféitate, ponte la falda negra, y ¡hala!, al altar. Más vale eso que no hacer el beato con pantalones, que no pegan, no pegan, no, a tal género de vida. Por supuesto, si te ordenas, no seré yo quien te oiga la misa. ¡Dios mío, que horror! (Tapándose la cara.) Hay cosas que parecen delirios de la fiebre... y sin embargo son verdad.

Doña Catalina, que había escuchado el anterior diálogo con atento mutismo, se escandalizó como Dulce, y haciendo también de su mano máscara para cubrir el rostro, dijo así:

—¡Jesús, oírle misa a este hombre! Hay cosas que no están en el orden natural, y que si suceden han de traer un cataclismo.

—Pues si es así —afirmó Dulce, muy seria, apoderándose de un elevado pensamiento—, sea en buen hora. Véase por dónde han tenido conclusión feliz cosas, ¡ay!, que parecían no poder tenerla nunca. ¡Sacerdote!, el decirlo me causa asombro y al mismo tiempo me da una gran tranquilidad. Háceme el efecto de que te moriste diez años ha. Tú, clérigo, no eres la persona que yo conocí. Resultas otro, y como es para mí de absoluta imposibilidad querer a un cura, como eso no cabe en mi natural, como lo rechazo y lo repugno lo mismo que repugnaría y rechazaría el tener por marido a un toro o un caballo, me encuentro regenerada, libre de grandísimo peso. ¡Ay!, yo también soy religiosa a mi modo, a lo chiquito, a lo pecador; aspiro a portarme bien y a ser perdonada y a ganarme cuando me muera un huequecillo del Cielo, de los menos visibles, allá por donde están los que fueron más imperfectos y se salvaron por la muchísima misericordia de Dios. Sí, yo soy también algo piadosa, y desde que pasé aquella crisis he rezado mucho al Cristo de las Aguas, no ofreciéndole lo que me sería difícil cumplir, no metiéndome en muchas honduras, sino contentándome con el triste papel de persona afligida que quiere ver calmados sus dolores. Y el Señor me consolaba y me decía: «no seas tonta; no te apures; ten paciencia, que ya se te quitará eso». Yo, sin ser santa ni mucho menos, tuve paciencia y esperé; y mira por qué camino tan imprevisto me trajo el divino Jesús el remedio que yo le pedía. Estoy curada, y bien curada. El señor me ha dicho: «levántate y échate a correr».

No se puede garantizar que fuera cierto en todas sus partes lo que Dulce afirmó; pero de algo que efectivamente existía en su alma y de otro poco añadido por ella con vigorosa voluntad, resultaba una situación moral bastante aproximada a lo expuesto. El tiempo completaría la desilusión, y bastante triunfo era ya sentirla clara y terminante, como la sedación de un dolor antiguo. Ángel beato era un ser bien distinto del Ángel demagogo, cismático y en pugna con todo el orden social. Aquél fue su encanto; éste se le indigestaba. El primero con sus propias imperfecciones la cautivó; el segundo con su perfección no le servía ya. ¡Contrasentidos de la naturaleza humana, que prueban quizás cuán extensa es por estos barrios la jurisdicción de Luzbel!

Arístides, que arrimado a la puerta había oído parte del diálogo anterior, entró a saludar a Guerra en el momento de salir doña Catalina a echar de comer a sus pollos. Ocupó el hijo la silla de la madre, y con seriedad campanuda endilgó a su enemigo esta felicitación:

«Mi enhorabuena, querido Ángel, por esa determinación. Si ya se sabe, si es de dominio público que te retiras al yermo. ¡Quién pudiera hacer otro tanto!

—Este danzante quiere tomarme el pelo —dijo el converso para sí, tragando quina—. Paciencia: le dejaremos que diga lo que quiera. Vengo preparado a todas las humillaciones posibles.

—¡Dichoso tú que eres dueño de tu conducta, y puedes dar el gran esquinazo a esta farsa en que vivimos! ¿Es cierto que fundas una gran casa para asilo de menesterosos y corrección de criminales? Si es verdad, oh varón santo, acuérdate de mí, que por los dos conceptos puedo pedirte plaza. Soy pobre y no soy bueno. ¿Qué más quieres? Seré uno de los mejores casos que se te presenten, y te aseguro que entraré en tu iglesia con el corazón bien dispuesto. Quizás quizás obre tu amparo en mí tan eficazmente que al poco tiempo de estar allí te sirva para discípulo.

—No siendo yo maestro, mal puedo tener discípulos —replicó el otro.

—O de criado.

—Yo estoy para servir a los demás, no para que me sirvan a mí.

Ángel sintió sobre sí la ironía maleante del primogénito de Babel; pero se había propuesto humillarse, y se humillaba.

—Lo que funde o lo que deje de fundar —dijo Dulce, al quite de su amigo—, es cosa reservada, y ni a ti ni a mí nos lo ha de contar. No te metas en lo que no te importa. Cuando sea lo veremos, y ello ha de resultar cosa seria y de importancia.

Arístides calló, poniéndose a contemplar la estera; y por un ratito no se oyó más que la voz de doña Catalina que en la ventana de la galería llamaba a sus gallinas y polluelos, cacareando tan bien y con tanto furor que parecía que iba a poner huevo.

¿No sabes —dijo bruscamente el barón mirando a Guerra de hito en hito—, que me he quedado con el Circo de verano para la temporada próxima? El local es malísimo, allá en los Agustinos Recoletos; pero les voy a traer a estos brutos una compañía acrobática como no la han visto en toda su vida.

—Me alegro mucho —replicó Ángel, gozoso de que se variara la conversación—; te deseo buenas entradas.

—Te mandaré billetes... Pero ¡ay! no, ¡qué disparate he dicho! ¡Tú en un circo de caballos viendo clowns y amazonas!... Perdóname... es que no me acordaba.

—No hay por qué perdonar. No me escandalizo de nada.

—A éstos —indicó Dulce con desdén—, les ha entrado la manía de las empresas de espectáculos. Mi primo Poli parece que se queda con la Plaza de Toros.

—Sí —agregó Arístides—, pero perderá la camisa. No tiene quien le fíe dos pesetas; sin dinero no podrá traer más que cuadrillas de invierno, y la grita se oirá en Jerusalén. Mi circo es otra cosa. Mañana me voy a Madrid a ultimar los contratos con el representante de una compañía que está en Lisboa. ¿No se te ofrece nada para la Villa y Corte?

—Nada.

—¿No quieres que te traiga algún breviario, algún...?

—Lo tengo. Gracias.

—¿Algún silicio, disciplinas...?

—Los tengo también.

—Pero de seguro que no tienes correa.

—También la tengo —dijo el convertido enfrenándose; y para sí añadió—: Me escarnece, porque me ve moralmente desarmado. Paciencia, y aguantar.

—Veo que nada te falta. ¡Ah! la chapita de Carlos Siete.

—Esa para ti: yo no gasto chapas de nadie.

—Sí, hombre. Aquella que dice Libertad, Igualdad, Fraternidad, grabándole encima un bonete.

Guerra ya no podía más; pero su propósito de no alterarse, de sufrir era tan fuerte y poderoso que abrazándose a él, como a un lábaro santo, se salvó del peligro de la ira. No obstante, temiendo que si allí continuaba llegaría su paciencia a la máxima tensión, no contestó al último escarnio de Babel más que con una sonrisa, y se levantó para retirarse, dando la mano a Dulce y diciéndole sencillamente: «adiós, hija».

Dulce le contestó: «hijo, adiós», con un suspiro que era el último aleteo de su ilusión expirante. Dio Guerra también la mano al primogénito, que se la estrechó con afectación, diciéndole en un rapto de brutal sarcasmo: «Abur, maestro. Acuérdate de mí cuando estés en el Paraíso».

Ángel tuvo en la punta de la lengua la respuesta: «Ni yo soy maestro, ni tú buen ladrón»; pero se la tragó con muchísima saliva, más amarga que la hiel.

En esto apareció Fausto con risa convulsiva, y cuando el visitante llegaba al ángulo del corredor donde arranca la escalera, le acometió por la espalda con estas injuriosas palabras: «¡Hipócrita, chupacirios, catamonjas, ¿a quién quieres engañar con tales arrumacos?».

Al instante se echó Arístides sobre su hermano, poniéndole la mano en la boca; pero aún pudieron salir de ella, a pedazos, algunas expresiones que declaraban su iracundia frenética: «¡Puño, si debiéramos cobrarle las perradas que nos ha hecho...!»

Volose Dulce con la salvajada de su hermano, y le dijo: «So bruto, ¿no ves que no quiere reñir con vosotros, que no reñirá aunque le llaméis perro judío? Dejadle... Es hombre muerto».

El hombre muerto salió, atravesando tranquilo el patio sin honrar con una mirada a los Babeles, que desde la ventana de la galería alta le vieron salir y disputaban sobre si se le debía insultar o no. Iba decidido hasta a dejarse pegar, o por lo menos hasta sostenerse frente a tal canalla en la actitud más pasiva que posible fuera dentro de lo humano. Pareciole que los pollos de doña Catalina le miraban con desprecio, y salió a la calle contento de sí mismo, orgulloso de aquella grande y decisiva victoria sobre su enemigo mayor, su carácter.

Capítulo VII. La trampa

I

De allí se fue por San Miguel a su casa de la calle del Locum, y hasta muy avanzada la noche estuvo escribiendo en pliegos de marquilla; y no debía de serle fácil la tarea, pues a cada instante tachaba, y vuelta a escribir entre renglones. Por fin, después de romper muchas hojas y emborronarlas de nuevo, pareció satisfecho de su obra, y se levantó tronzado de tan larga inmovilidad del cuerpo; estiró los brazos, y se puso a dar paseos por la habitación, a prisita, frotándose las manos que se le habían quedado yertas. Cualquiera que le viese habría comprendido que aquel corre—corre por el cuarto, aquel brillar de los ojos, y el murmurar de los labios, señales eran de que el hombre había dado resolución a un problema trascendente, o encontrado el quid de gravísima dificultad. En vela estuvo hasta muy cerca del día, y cuando se fue a la cama cayó como en un pozo. Las ocho serían cuando entró Teresa a despertarle, cosa desusada, y hubo de darle dos o tres empujones para hacerle abrir los ojos.

—¿Qué hay, qué ocurre? —murmuró el madrileño alarmadísimo—. ¿Qué hora es?

—Las ocho. Te despierto porque ahí tienes visita, don Francisco Mancebo, que quiere hablarte con muchísima urgencia.¡Vaya unas horas de traer recados! Pero dice que es cosa grave, y que no hay más remedio sino que te tiene que hablar. En la sala baja está esperándote.

—Voy al momento —dijo Guerra echándose de la cama, pues aquella visita de Mancebo tan a deshora le daba mala espina. ¿Qué sería? Vistiose a escape, y bajó.

El clérigo no se entretuvo en saludos, y desde que le vio entrar le embocó sin preparativo alguno las siguientes palabras:

—Grandes novedades, Sr. D. Ángel, novedades estupendas. Sepa usted que no la admiten.

—¡Que no la admiten!

—Lo que usted oye. Yo no he vuelto aún de mi asombro. Ayer acordó la Congregación no dar el hábito a Lorenza, porque hay ciertas dudas acerca de... En resumen, que la echan, que no la quieren...

—¡Qué me dice, hombre! Si no puede ser...

—¿Va usted a salir? Yo tengo que volverme a la Catedral. Véngase y parlaremos por el camino. Tengo que decirle cosas graves, y me temo que las paredes oigan...

Ángel subió por su capa, y al punto salieron los dos.

—Pues por las trazas, amigo mío —díjole Mancebo en cuanto llegaron a la calle— en ello anda el dientecillo venenoso de la calumnia. Figúrese usted qué cuentos les habrán llevado a las hermanas, para inducirlas a resolución tan triste y ruidosa. Yo me lo temía, crea usted que me lo temía, porque francamente...

—Explíquese usted.

—A lo que iba, Sr. D. Ángel: alguno, o algunos han armado un sinfín de catálogos que la niña no es trigo limpio; que en Madrid tuvo amores con su amo, y tal y qué sé yo... que en Toledo, mientras vivió en mi casa, usted y ella no hacían vida de santos; que durante el noviciado las visitas menudeaban de un modo sospechoso, y que han mediado cartas como de novios, y telégrafos y garatusas; y por fin, que cuando la niña salía para acompañar a las que van a casa de los enfermos, se veía con usted en la calle, y... ¡zapa! qué sé yo.

—¡Qué infamia! —exclamó Ángel echando lumbre por los ojos—. ¿Pero usted no se indigna? Le veo a usted tan tranquilo, que no sé qué pensar.

—Hombre, francamente... (Con perfecta calma.) yo me indigno. ¿No ve usted lo indignado que estoy? Pero soy viejo y ya tengo la sangre muy fría. La quiero recalentar, y ella, la muy condenada siempre como hielo.

—¿Y qué sucederá ahora? (Con la mayor confusión.)

—Pues ahora (No pudiendo enfrenar la risilla que en sus labios retozaba.) me parece que quedará curada para siempre de sus aspiraciones a la sublimidad. Si en el Socorro no la admiten, ¿a dónde va con su santo cuerpo? No tiene más remedio que volver a casa de su tío, el cual la recibirá con repique de campanas, como a una hija pródiga... al revés, y... y..., y... Tres veces intentó completar la idea, y no se atrevió, dejándola para mejor ocasión.

—No, no; esto no puede quedar así. Hay que deshacer esa torpe trama, confundir a los calumniadores probar a esas hermanitas que son unas tontas y que no merecen el sagrado hábito que visten.

—¿Y quién es el guapo, quién es el Quijote que se mete a deshacer un entuerto como éste?

—Yo, yo, yo lo deshago, ¡vive Dios! (Con arranque generoso.) aunque tenga que habérmelas con todo Toledo. ¡Pues no faltaba más! ¿Hemos de permitir que triunfe la mentira, que la inocencia sucumba sin defensa, que cuatro necios o cuatro tunantes pongan tacha a la reputación de una persona que vale más que todas las Hermanitas de todos los Socorros del mundo y que todas las monjas y frailes de todas las Religiones.

—Pues yo, qué quiere usted que le diga... (Encogiendo los hombros hasta aproximarlos a las orejas.) Yo no me metería en libros de caballerías... Claro, desmentirlo sí; decir que la chica y el Sol allá se van en brillo y pureza, eso sí... pero llevar las cosas por la tremenda y empeñarnos en que todo el mundo confiese, las hermanas inclusive, que no hay hermosura como la de doña Leré del Toboso... Por cierto que toda la noche me la he pasado cavilando en quién podrá ser, o quiénes, mejor dicho, los que han armado este tremendísimo catafalco de embustes. Y no desconocerá usted que lo combinaron con cierto arte, sacando partido de los hechos más inocentes. ¡Ah! se me olvidaba lo más salado... No hay tragedia sin su motita de sainete. Dijeron también que en la época última, usted y mi sobrina se comunicaban por medio de un tercero. ¿Y quién creerá usted que es ese tercero, ese correveidile que porteaba los recadillos, los avisos de citas, et reliqua?... Pues no era otro que el angélico D. Tomé.

—¡Estupidez! Algunas veces fui al Socorro con el capellán de San Juan de la Penitencia; pero jamás me llevó recados, ni yo necesitaba de tal mensajero. (Indignándose.) Y no comprendo en verdad, Sr. de Mancebo, cómo se ríe usted de tales infamias.

—Es que me hacen gracia... por la monstruosidad de la calumnia.

—Pues a mí no me hacen ninguna gracia, ni veo fundamento para que usted tome estas cosas a broma.

—¡Pobrecito D. Tomé, paloma torcaz, qué lejos está del papel que le cuelgan...!

—Le juro a usted (Con exaltación, apretando los puños.) que si cojo al inventor de esta grosera y villana burla, no le quedarán ganas de repetirla.

—Yo me doy a pensar; voy pasando revista a los sospechosos y... Dígame usted: (Parándose.) ¿habrá salido esta culebra de la tertulia de D. José Suárez?

—Qué sé yo... (Cabizbajo.) Podrán mi tío y su mujer hablar con ligereza, bromear con la reputación de una persona; pero se me hace muy cuesta arriba creer que sean capaces de una calumnia calculada como ésta, y de llevar chismes de tal naturaleza a la Superiora.

—Ta... ta... (Batiendo un rápido movimiento, como si atrapara moscas en el aire.) Le cogí; creo que cogí al criminal... ¡Qué idea! A ver qué le parece. (Acorralándole en el hueco de la puerta del Locum.) ¿Habrá sido Juanito Casado, el clérigo de Cabañas? No sabrá usted que es primo hermano de la Madre del Socorro.

—No lo sabía, ni conozco a ese curita más que de vista. Yo le juro que si adquiero el convencimiento de que es él, no le valdrá su cara fea, y yo se la volveré bonita.

—Esto ha sido una suposición —dijo Mancebo, llevándose a su amigo por la puerta del Locum, que conduce a las cámaras bajas de la Catedral, donde está la oficina de Obra y Fábrica—. Ni yo quiero tampoco echarle ese borrón a Juanito, a quien tengo por persona formal y decente. Es que se pone uno a buscar y revolver por todos lados, y la maldita suspicacia humana que llevamos en el magín va marcando como la manecilla de un reloj. ¡Ah! otra idea. ¿Vendría el aire de esa familia endemoniada?... ¿cómo le llaman, Señor? El inspector del Timbre, padre de una tanda de ladrones.

—No sé, no sé... (Con gran confusión.) Yo he de poder poco, o he de saberlo, y el calumniador, quien quiera que sea, me la pagará. ¡Vaya si me la pagará!

Llegaron a la oficina de Obra y Fábrica, donde no había nadie, ni nada que hacer, y Mancebo, después de hojear varios papelotes que tenía sobre su pupitre, se puso a picar una colilla. Ángel se paseaba desde la mesa del canónigo obrero a la de D. Francisco. De repente saltó con la determinación de ir al Socorro a hablar con la Superiora.

—No le recibirán a usted. Tienen sus horas, y...

—Pediré una entrevista con Lorenza.

—No se la concederán.

Guerra había cogido de la mesa del canónigo obrero una regla de rayar papel, y la esgrimía como batuta. De repente dio con ella tan fuerte golpe sobre la mesa, que la partió en dos pedazos, y uno de ellos fue a dar a la pared de enfrente.

—Calma, amigo D. Ángel, y no nos destroce el material, que no está la Fábrica tan sobrada de fondos.

Sin contestarle nada, Guerra se embozó en su capa, y se fue, subiendo por la escalera que sale al atrio de la Sala Capitular. Tan preocupado estaba que atravesó el templo como si pasara por un almacén. Ni las campanillas de las misas le sacaron de su abstracción, ni las caras conocidas que vio, ni el recogimiento y santidad del sitio. Como un rehilete salió por el claustro, tomando luego la dirección de la Trinidad y Santo Tomé para ir al Socorro, a donde llegó en un cuarto de hora. Díjole la portera que no se podía ver a la Superiora hasta la tarde, ni a ninguna de las hermanas.

Aburrido tornó hacia la Catedral, renegando de la Congregación que cerraba sus puertas a protectores de tal calidad, y cerca ya del Salvador se encontró a una pareja de hermanas, Sor Natividad y Sor Expectación, la negra de alabastro. Ambas eran conocidas suyas. Alegrose mucho del encuentro y las acometió con una granizada de preguntas, a las que hubieron de contestar con todo el comedimiento propio del hábito que vestían. No estaban enteradas de nada. Sólo sabían que Sor Lorenza había estado asistiendo en la misma casa a una novicia, enferma de cáncer, y que desde el día siguiente la sustituiría otra hermana, porque a Sor Lorenza la trasladaban a una casa de Gerona, para donde saldría «mañana o pasado».

Oír esto Guerra y volarse fue todo uno. Despidiose como hombre que ha perdido el seso, y echó a correr hacia la Catedral. «Cualquier día consiento yo que la manden a Gerona... Esto es un destierro, una proscripción infame. ¡Si creerán esas beatonas que voy a tolerar tal procedimiento de inquisición veneciana! Leré es inocente, y al que me diga lo contrario, aunque sea el mismo Cardenal, le enseñaré yo el respeto que se debe a la verdad, a la virtud. ¡Trasladada nada menos que a Gerona! ¿Por qué? Porque una infame lengua... porque un alma venenosa... vamos, que no puede ser. ¡Ah! señoras del Socorro, no se debe permitir que la asquerosa envidia triunfe de la verdad. ¿Qué inquisición es esta? ¡Castigar al inocente, dar la razón al vil delator! Repito que esto no puede ser, señoras del Socorro. Hay que oír a Leré, y oírla delante de mí, mejor, oírnos a los dos delante de toda la Congregación. No basta con decir: «Dios sabe la verdad, Dios ve nuestra inocencia». No basta, no, ¿cómo ha de bastar?»

Hablando de este modo, excitado, furioso, llegó otra vez a la Catedral, donde faltó poco para que entrara con el sombrero puesto. Ni por un momento se le ocurrió entregarse a sus ordinarias devociones. Misas había en diversos altares, y no se le ocurrió acercarse a oírlas. Bajó nuevamente a la Obra y Fábrica, donde aún estaba D. Francisco picando tabaco. Al oírle repetir la referencia de las hermanitas, el anciano clérigo soltó los chismes de la industria tabaquera, diciendo:

—¡Zapa, conque a Gerona! ¡Qué atrocidad! Eso es más serio de lo que yo creía. Luego, permanece en la Congregación. Pues yo pensé que la echaban, que nos la devolvían...

—Esta tarde —dijo Guerra sentándose en la silla del canónigo obrero y dando un puñetazo sobre el pupitre—, voy allá, y le juro a usted que, o la veo, o pasa algo muy gordo, pero muy gordo.

—Calma, calma, amigo mío. Quien va esta tarde allá soy yo, ¡Vaya con las correntonas, gabachas!... Poco a poco, señoras mías, que hasta ahí podían llegar las bromas. Serénese usted; advierta que con esa hormiguilla y ese furor súpito está dando la razón, o apariencias de razón, a los calumniadores. Ponga usted el pleito en mis manos, y espere la sentencia, que ella será lo que más convenga a todos. Ahora mismo me voy, ¿a dónde creerá usted? a casa de Laureano Porras, el capellán y director de esas señoras, el cual ha de decirme qué hay de ese destierrito a Gerona. Mientras no conozcamos los hechos, nada podemos hacer. Después determinaremos.

Sosegáronse con esto los nervios y el espíritu de Ángel, el cual convino en aguardará su amigo allí.

—Mejor es que me espere usted arriba, en la Catedral, porque subirá luego a la oficina el señor obrero; y no hay necesidad de que se entere. Fijemos un sitio para poder encontrarnos fácilmente: aquí en esta nave, junto al San Cristóbal o si le parece mejor en la capilla Mozárabe.

—En la Mozárabe.

Cogió Mancebo su teja, y salió despacio, muy despacio, mirando el suelo y los ennegrecidos escalones como si algo tuviera que deletrear en ellos.

II

Ángel subió también a la Catedral. Estaban en la misa mayor, y la magnificencia del culto, el canto del coro, las voces orquestales del órgano, le impresionaron hondamente, determinando una remisión brusca de aquel estado de fiebre mental. El canto particularmente le transformó por completo, realizándose lo que indica la inscripción del órgano. Psalant corda, voces et opera; Canten los corazones: el de Guerra cantó también al unísono de la grave salmodia, diciendo: «Dios grande, he olvidado invocarte en esta tribulación. No permitas que triunfe la mentira. No permitas que sea condenado el inocente».

La grandiosa nave parecíale entonces de una severidad sombría, y el Cristo colosal suspendido sobre la verja de la Capilla Mayor se le antojó ceñudo y austero, respondiendo más a la idea de justicia que a la de misericordia. No se resignaba el hombre a la idea de que el conflicto se resolviese con el destierro de Leré, y el corazón le anunciaba desdichas mayores. Creyó que le sometía la divinidad a pruebas terribles, y dudaba si tendría valor para soportarlas, o si tales pruebas le arrollarían como impetuosas olas, contra las cuales nada puede la menguada fuerza del hombre. Inquietándose de nuevo, trató de calmar con la oración el tumulto de su alma, y compelió su voluntad a la obediencia poniéndole grillos y esposas; pero ¡ay! los hierros resultaban blandos como cera ante la distensión convulsiva, epiléptica de su carácter.

Arrimose a la verja del Coro, apoyándose en uno de los machones cuyo metal, por lo bien labrado, debió de ser blando cedro entre las manos del artista. Tan pronto miraba de frente al altar de la Capilla Mayor como al interior del Coro, volviendo la cabeza. Todo aquel espacio, entre las cinco bóvedas de la nave central, le había parecido hasta entonces la expresión más gallarda que del arte cristiano existe en el mundo. El retablo, que es toda una doctrina dogmática traducida mediante el buril, el oro y la pintura del lenguaje de las ideas al de la forma, le produjo siempre un vértigo de admiración. Pero aquel día el retablo se alzaba hasta el techo como sublime alarde de la humana soberbia. Las verjas peregrinas le daban comúnmente idea de puertas celestiales, que cerradas para los pecadores se abren para los escogidos. Aquel día se le antojaron frontispicios de jaulas magníficas para dementes, atacados del delirio de arte y religión. La Virgen del altar de Prima en el Coro le recordaba, salvo el color negro, a su parienta doña Mayor, y en las sillerías bajas, las grotescas figuras de tallado nogal remedaron el gesto y el cariz de Arístides y Fausto Babel. La figura de D. Diego López de Haro se había convertido en D. José Suárez, y uno de los mascarones del órgano con turbante turquesco era el propio D. Simón Babel, inspector del Timbre.

De pronto un clamor argentino, celestial, puro que del Coro salía, hirió sus oídos. Era la vocecita de Ildefonso, que cantaba con los otros seises: tu autem, domine, miserere nobis.

—¡Ah! pillo —se dijo, sintiendo en su alma un gran consuelo—. ¿Estabas ahí? no te había visto.

Allí estaba, sí, arrastrando la cola de la sotana roja, goteada de cera. Ángel contempló por los huecos de la verja al sobrinito de Leré, que le miraba con picarescos ojos, y se reía el muy tuno, afectando formalidad en la postura. Sin forzar su imaginación, el atribulado creyente oyó aquella graciosa y bien timbrada vocecilla como si fuera la de Ción, que venía del Cielo, rasgando las nubes y horadando las bóvedas de la iglesia para decirle: «Papaíto, no te sometas. Leré es tuya, tan tuya en la religión como fuera de ella, y Dios hará lo que a ti te dé la gana».

Concluida la misa, se fue a la antecapilla del Sagrario, que dentro de la inmensa basílica era el hueco en que con más gusto se acomodaba y se embutía. Sin sentir se le pasaba el tiempo contemplando, al través de la verja grandiosa, la efigie vestida con asiática magnificencia, cargada de joyas cuyo peso rendiría las fuerzas de veinte Sansones. La capilla, toda mármoles y bronces, es digno estuche de la imagen que mide por celemines las piedras preciosas de sus arreos suntuarios. Como la devoción de la Virgen era la que más fácilmente prendía en el corazón de Guerra, allí se encontraba muy bien, en excelente disposición para sensibilizar la tutela que desde su trono celestial dispensa a los humanos la Reina de los Cielos.

Las ideas del devoto novel sobre las imágenes y sobre las vestiduras de éstas habían cambiado en aquella crisis tan en absoluto, que lo que antes le había parecido mal, ahora le parecía de perlas, sin duda por ver tantas y tan hermosas en el manto de la Virgen. El lujo material que envuelve los símbolos de la divinidad era ya, a sus ojos, de una lógica perfecta, pues nada más propio que aplicar al enaltecimiento y esplendor de tales símbolos todo lo bueno, fino y selecto que existe en la Naturaleza. No menos bellos que las flores son los rubíes y topacios; no menos hermoso que el fuego es el oro. Procedemos, pues, racionalmente adornando los objetos representativos de la divinidad, con luces, joyas y metales riquísimos, como signos que materializan y declaran el humano respeto.

En tal concepto, la pomposa imagen de Nuestra Señora del Sagrario le representaba o sensibilizaba mejor que ninguna otra, de la parte de acá, la sumisión de la Naturaleza a las potencias celestiales; de la parte de allá, el poder soberano de la divina intercesora, pues aquel trono de plata dábale idea, aunque vaga, de la inenarrable excelsitud del Cielo; los soles y lunas, el manto de perlas, las ajorcas, el pectoral, el cíngulo y la corona le permitían entrever y vislumbrar algo de las incomprensibles bellezas de arriba, y en suma, la materia selecta combinada por el arte creyente, le servía como de punto de apoyo para saltar hacia lo espiritual y lo intangible.

Dirigió mental plegaria a la Virgen, pidiéndole que no permitiese el triunfo de la calumnia contra Leré inocente. Y no es fácil determinar qué imagen embargaba más el ánimo del neófito, si la del Sagrario, que ante sus ojos tenía, o la de la ausente amiga y consejera, porque las dos se confundían en su corazón y hasta en las percepciones de sus alborotados sentidos. La humilde novicia del Socorro era ya, transcrita y estampada en su imaginación, el estímulo de todos sus actos, desde los más insignificantes a los más trascendentes. Jamás caballero de los que iban por el mundo castigando la injusticia y amparando el derecho, soñó en su dama ideal atributos de belleza y virtud tan peregrinos como los que Ángel en su monja soñaba. Porque aquellos andantes aventureros veían a sus damas simplemente hermosas, y cuando más, castas como los serafines; pero Ángel veía a la suya hermosa sobre toda ponderación, de una honestidad y pureza absolutas, y además, con una ciencia que dejaba tamañitos a todos los padres de la Iglesia. Esta pureza y este saber divinizaban a sus ojos el rostro de Leré, si no vulgar, tampoco dechado de belleza; y se le antojaba de tan soberano hechizo que no podrían imitarle buriles ni pinceles de los más inspirados artistas. Y para llegar a la última embriaguez de idealización, representábase el traje de la novicia del Socorro, en la realidad bastante prosaico, como el más elegante que imaginarse podría, no con esta gentileza sensual de la mujer del siglo, sino con otra muy distinta, cuyo secreto hay que buscar en la iconografía cristiana y en sus mejores intérpretes, los pintores religiosos. La falda negra de estameña hacía unos pliegues propiamente escultóricos; el cuerpo, la toca cubriendo el busto, el velo corto, la manga ancha, todo era de una composición perfecta y de contornos exquisito. Echándose a volar por los espacios del ensueño, concluía por imaginarse el velo de su amiga recamado de perlas, el busto cruzado por un pectoral que deslumbraba, y la toca guarnecida de esmeraldas y perlas, formando como un rostrillo u ovalado marco, que en su magnificencia no era todavía digno de encerrar el inspirado semblante y los ojos sibilinos de la hermanita del Socorro.

Tales delirios no estorbaban la oración que a la Virgen dirigía con toda su alma: «Señora y Madre mía, tú me infundes valor sólo con dejarme llegar hasta ti; hácesme comprender que la injusticia no triunfará, y me alientas a defender la inocencia, aplastando las cabezas de los discípulos de Satanás que andan por el mundo. Leré no saldrá de aquí, porque el dejarla salir viene a ser como declararla culpable. No, no puede ser. Los que la condenan a ese estúpido destierro tendrán que humillarse ante ella y confesar y declarar en alta voz su pureza intachable. ¿No es verdad, Señora y Madre, que tú quieres esto y me ordenas que así lo disponga? Y para llegar a este fin de justicia, ¿qué debemos hacer? Lo que los sucesos indiquen. Defenderemos a Leré por los medios materiales que correspondan a la violencia que con ella se quiere ejercer. En esto no puede haber ofensa de Dios ni de ti. Dios permite que en la humanidad se consumen actos de fuerza y que se derrame sangre para impedir el mal. La fuerza es tan de Dios como el espíritu, y la violencia en pro del bien y contra el mal ley santa es. Pues las guerras contra infieles, díganme, ¿qué fueron? ¿Qué significan los trofeos que adornan esta venerada iglesia cristiana? Leré no puede servir de juguete a la caprichosa disciplina de tres o cuatro monjas ignorantes e histéricas. Leré está llamada a muy altos destinos. Por ella y para ella fundaré yo la orden más grande, más bella, mejor armonizada con los tiempos que corren. No será mía la gloria, sino suya, pues no soy más que un tosco intérprete de su hermoso espíritu. Pero tal mujer no puede ni debe prestar obediencia a las que han nacido para ser sus inferiores; y yo, con tu divino auxilio, la redimiré de esa oprobiosa tutela monjil, y la pondré en el eminente lugar que le corresponde».

Su mente caldeada llegó a imaginar que asaltaba el convento, que imponía su voluntad a las hermanas, que éstas se le rendían sin condiciones, y que la calumniada novicia saltaba gallardamente a la jerarquía de Superiora o Madre de la comunidad.

III

Y a todas estas, ¿qué hacía el ingenioso Mancebo? Al salir de la Catedral desde la oficina de la Obra y Fábrica, recorrió despacio la nave lateral de la Epístola hasta la capilla Mozárabe. Allí torció sobre su derecha, siguiendo por delante de la puerta del Perdón, siempre con el mismo paso lento, la mirada recogida, cual si llevara el Santísimo en una procesión solemne. Meditando en el delicado paso que a dar iba, se dijo: «Si ahora voy yo a Laureano Porras, y Laureano Porras se descuelga, como es probable, con alguna cosa que a este bruto de D. Ángel no le agrade, este bruto de D. Ángel me va a comer».

Detúvose un instante en la puerta de la Presentación; salió al Claustro, volvió a entrar, indeciso, y por fin se metió en la capillita del Cristo de las Cucharas. «Si en realidad —pensaba—, no necesito ver a Laureano Porras para saber lo que me ha de decir. Pero en fin, demos de barato que me persono allá. Ya me figuro que voy por el Nuncio Viejo... ea, ya estoy en las Tendillas... un pasito más, y entro en la calle de los Aljibes. Tun, tun... «¿está D. Laureano?...» sí... pues adentro. «Hola, Laureano, buenos días. ¿Qué tal?... No tan bien como tú. ¿Te maravillas de verme aquí? Pues ya debes suponer; vengo a que me enteres de eso de mi sobrina...» Me parece que estoy oyendo la contestación del amigo Porras: «Pues muy sencillo, D. Francisco: que nadie está libre de un arañazo, y como en estas órdenes hay que mirar mucho por la reputación, las hermanas han dispuesto que su sobrinita se vuelva al siglo, donde hace más falta que en el Socorro».

Así pensaba tomando asiento plácidamente en un banco, a la izquierda de la verja.

—Esto que pienso —decía cruzando las piernas, apoyando el codo en el brazo del banco y la mejilla en el puño—, es la pura realidad. Sucederá exactamente como lo he discurrido; me dirá Porras lo único que en rigor puede decirme; de modo que ¿para qué molestarme? ¿Pues qué necesidad tengo yo ahora de echarme a rodar por esas calles, y todo para que me digan lo que sé? Estate quietecito, hijo mío, y descansa, y si puedes, descabeza un sueñecito en este cómodo banco, que anoche no dormiste nada, pensando en esa muñeca... Porque lo que yo digo: la santidad que gasta la niña es pueril y de juguete. Esta mañana, cuando aletargado me quedé después del largo insomnio, lo pensaba yo, y de este modo razonaba... mi tesis. Ella se irá al Cielo, si muere, porque es buena; ¿pero entrará como santa canonizable? ¡Quia! Buenos están los tiempos para andar en esos dibujos. Irá y la pondrán en un sitio muy alto de la bienaventuranza eterna, más alto que el sitio en que me pongan a mí. Pero ¿en qué concepto la llevarán a ese empíreo luminoso?... Es un suponer, Señor. Como entre los ángeles hay tantísimo niño, desean tener una muñeca con que jugar... y en tal concepto irá mi sobrina a las regiones etéreas, luminosas... que yo no puedo figurarme cómo serán... irá, eso es, como la más preciosa de las muñecas para los angelitos... ji, ji, ji. (Riéndose solo.) ¡Ay Dios mío, qué cosas se me ocurren!... Pues a lo que iba: ahora estoy en realidad delante de Laureano Porras, a quien pregunto por su madre... ¡Y que malita debe de estar la pobre señora! ¡Quien la conoció cincuenta años ha, cuando era la moza más guapa de Toledo! ¡Pobre doña Cristeta! Y ahora se empeña este maldito Laureano en que yo tome las once. Déjame a mí de onces y de bizcochitos... Quedamos en que allí no quieren a mi sobrina, en que mi sobrina volverá a la casa paterna de su tío... Ya la tenemos, y a poco que el madrileño ese nos ayude, fuera tonterías místicas. No es que sea tonta la niña, pues talento le sobra, para comprender lo que nos conviene a todos. Y no sé yo cómo no entiende que el que fue su señor está enamorado de ella como un bruto, y que todo ese furor católico que le ha entrado no es más que los movimientos desordenados y el pataleo de la amorosa bestia que lleva en el cuerpo... ¡Dios mío, qué cosas vemos los que recibimos de ti el beneficio de una larga vida! Lo que yo no acabo de comprender, Señor, es por qué anda todo tan torcido en tu mundo, cada persona donde no debe estar, y nadie contento, y todos queriendo ir por donde ir no pueden; cerrado el camino para los de pies ligeros, y abierto para los cojos; unos con más de lo que necesitan, otros reventando de ganas de poseer lo que aquellos desprecian. Francamente, vive uno y vive año tras año sin ver las cosas arregladas, y los que ahora son chiquitines verán, cuando se caigan de viejos, lo mismo que yo estoy viendo en mis días... Bueno, Señor. Quedamos en que estoy hablando con Laureano Porras, el cual me dice lo que en buena lógica debe decirme. Yo no lo invento, yo no invento nada. No hago más que seguir los sucesos al son y paso que llevan. Porque, yo he observado en mi larga vida que el desear vivamente una cosa y persistir en tal deseo; es la mejor manera de encauzar los acontecimientos para que al fin venga a realizarse y a cumplirse lo que anhelamos. Porras piensa como yo, que la chiquilla debe volver al siglo y dejarse de hacer pinitos religiosos superiores a sus fuerzas muñequiles. Las cosas llevarán el aire que deben llevar; adelante, y marquemos el compás a los acontecimientos, ¡tan, tan!... que ellos al fin y a la postre bailarán como queremos que bailen. (Adormeciéndose.) No quisiera dormirme, porque se me haría tarde... A bien que Laureano me entretiene demasiado con su cháchara. Es hombre que cuando pega la hebra no hay medio de ponerle punto final. Y su madre, hidrópica y todo, también es de las que despotrican por siete, y le envuelven a uno en la conversación, sin dejarle un resquicio por donde salir. Convenido, convenido que la niña se vuelva a casa; y luego, ¡dulcísima Señora del Sagrario, protectora de toda mi familia, madre de los desconsolados, ayúdame! Con poco que me ayudes, les caso. ¡Vaya si les caso! Y entonces, ¡qué felices todos! don Ángel el primero, porque sus intereses deben de estar muy abandonados y necesita quien se los cuide. Bien puede decir que le ha venido Dios a ver, porque yo soy un lince para administrar. Alabándome de ello, alabo al Señor que me dio estas grandes cualidades para todo lo económico. Y digan lo que quieran los tontos, también lo económico es de Dios, por que sin lo económico, ¿cómo vivirían las sociedades? No, Dios no quiere que el salvajismo prevalezca, y sin lo económico, ya se sabe... Lo que a mí me entristece es que teniendo este don de administrar no pueda emplearlo y lucirlo por falta de materia administrable. ¡Qué desordenado anda el mundo! Si a mí me pusieran de ministro de Hacienda... no aquí, no en España, donde todo se vuelve caciquismo, filtraciones, chanchullos, y qué sé yo qué, sino en... (Se duerme profundamente.)

Breve fue su sueño; pero en los minutos que duró tuvo tiempo de soñar las cosas más estupendas: que era inglés, y ¡¡ministro de Hacienda de Inglaterra!!, sin dejar de ser Mancebo, y presbítero y beneficiado de la Catedral de Toledo; que la Virgen del Sagrario tenía el manto recamado de libras esterlinas, y otros mil disparates... Despertó con sobresalto, creyendo que su sueño había sido larguísimo, y como no tenía reloj para consultar la hora, entráronle sospechas de que había transcurrido gran parte del día. Por dicha, acertó a entrar en la capilla el sacristán de ella; don Francisco le llamó, y apoyándose en él para tomar la vertical, le dijo: «¿Te parece, Sandalio amigo, que tengo tiempo de haber vuelto de casa de Laureano Porras? Digo, de haber ido... No, no es eso... Es que me dormí, y tengo un poco ofuscadas las entendederas... Pero las doce no serán». Adquirido el convencimiento de que ni las once habían dado aún, Mancebo se entonó, puso orden en su meollo, hízose dueño de todas las ideas que en su cerebro bullían antes de dormirse, disciplinó las rebeldes, acarició las sumisas, y se fue de la capilla de las Cucharas, tomando el camino de la Mozárabe... Como no encontrase a Guerra en el punto de cita, le buscó por diferentes sitios de la iglesia, y ya desesperaba de encontrarle, cuando Ildefonso, que ya había dejado en la sacristía su hopalanda roja, le dijo que el madrileño estaba en la antecapilla del Sagrario.

Allá fue Mancebo, y antes de decir palabra a su amigo, arrodillose delante de la imagen de su particular devoción, para orar breve rato. Después, no queriendo tratar de cosas tan profanas delante de la augusta Señora, cogió al otro del brazo y se lo llevó al vestíbulo del Ochavo o trascapilla de la Virgen, y allí, sentaditos codo con codo, platicaron de esta manera:

Gracias a Dios que le encuentro a usted... Hombre, ¿no quedamos en que nos veríamos en la Mozárabe?

—Yo entendí que en la del Sagrario.

—¡Ay, estoy rendido! He venido a escape, porque allí me entretuve. Laureano, cuando rompe a charlar, no acaba. Luego, mis piernas no están ya para estas prisas, y la calle de los Aljibes no es aquí me llego.

—Qué hay, (Impaciente.) qué dice ese buen señor?

—Pues excusábamos la consulta, porque lo que dijo ya lo sabía yo, y piensa lo que yo pensaba. En resumen, el rum—rum ha sido tan fuerte que las hermanas no han tenido más remedio que dar esa satisfacción a la opinión pública... por más que están convencidas de la inocencia de la niña.

—Pues si es inocente, ¿a qué el castigo? (Sulfurándose.) ¿Qué opinión pública ni qué niño muerto? Esto es un complot indecente, envidias de las otras hermanas, que quieren alejar a la que les hace sombra con su talento y su virtud.

—Pero si no hay destierro, ni la mandan a Gerona, ni ese es camino... Calma, hombre, calma.

—¡Ah! ¿Pero dijo el capellán que no se ha pensado en el destierro?... Explíquese usted.

—No... pero... sí, me lo dijo, me lo dijo. (Para sí.) ¡Demonio de hombre! Si no le contesto lo que él quiere, me pega.

—Me alegro. Respirando como quien se libra de un gran peso. Crea usted que estaba yo decidido a emplear la violencia, a impedir por cualquier medio semejante iniquidad, saltando por encima de todo. No crea usted; aún insisto en algunos de los propósitos que había formado. Leré, que tanto vale, no puede seguir subordinada a las que debían besar la tierra que ella pisa. Yo quiero que sea Madre.

—¡Que sea madre! (Con júbilo.) Pues eso mismo quiero yo, ¡zapa! Si acabaremos de entendernos... Bueno... verá usted lo que pasa. La niña, aburrida y mortificada de que se cuenten de ella esas barbaridades, ha dicho que no quiere más Socorro, ni más velo ni más hábito de estameña, y que se vuelve a su casa con su familia de su alma, con sus sobrinos queridísimos y con su tío que la adora.

—¡Ha dicho eso!

—Como usted lo oye. Y el contratiempo este considéralo como un aviso del Cielo, como una indicación de que debe variar de camino, dedicándose a otros deberes más difíciles de llenar que los del monjío, a la mundana lucha, a trabajar por el bien y la salud espiritual en compañía de sus iguales, y a darnos a todos la felicidad que tan bien nos hemos ganado.

—Don Francisco, usted sueña. (Estupefacto.)

—El que sueña es usted: Por mi boca está hablando la lógica humana... y diría la divina si no temiera ser irrespetuoso con la divinidad.

—¿Es cierto lo que usted me dice? (Inquietísimo.) Don Francisco, que me vuelve usted loco.

—Lo que hago, Dios lo sabe y la Virgen también, es tornarle a usted a la razón.

—¿Pero el capellán ha dicho eso? Júremelo.

—Hombre, yo no acostumbro jurar.

Tan aturdido estaba Guerra, que no sabía qué pensar, ni qué hacer, ni qué decir. Se levantaba y a sentarse volvía, comunicando al clérigo su turbación y desasosiego.

«Yo necesito comprobar ahora mismo esas noticias, Sr. D. Francisco —dijo al fin—. Iré al Socorro, y hablaré con ella, valiéndome de los medios necesarios para facilitar la entrevista, cualesquiera que sean.

—Ea, no empecemos a hacer tonterías. ¿Sabe usted lo que saca de tomar las cosas con esa comezón y esa fiebre? Que resulte un argumento más en contra de mi sobrina y una confirmación de la maledicencia.

—Pues si no ahora, esta tarde misma he de salir de dudas.

—¡Dale bola! No sea usted tan fulminante. Calma, sangre fría; váyase al cigarral y espere tranquilo los acontecimientos. Podrá suceder que, si se presenta usted en el Socorro con la cara fosca y echando lumbre por los ojos, la niña se asuste de su determinación y dude, y tengamos nuevos líos, nuevas dilaciones, y qué sé yo. De fijo que Lorenza estará pensando ahora en volver con nosotros; pero titubeará, tendrá sus vacilaciones, sus escrúpulos; y si va usted allá con historias, ¡zapa! puede que se nos tuerza otra vez y nos quedemos sin ella. (Echando el resto.) Conténtese con saber que la Madre y las hermanas, y el capellán Porras le aconsejan que abandone la vida religiosa... Vaya, ¿aún quiere mejores noticias? Pues estaría bueno que ahora lo echáramos a perder todo por la fogosidad y las impaciencias de este buen señor. Estese tranquilo en su casa, que Lorenza vendrá, lo tengo por tan cierto como este es día, y todo se reduce a no espantar al pececillo que tiene ya la boca abierta para tragarse el anzuelo. Para mí es cosa hecha; la hija pródiga vuelve a casa, y con ayuda de nuestra Protectora Sacratísima, la casaré con... Pepito Illán.

Ángel había caído en una especie de letargo mental, y Mancebo le observaba la fisonomía con atención aguda, con socarrona perspicacia. En la mente del madrileño había aparecido una nebulosa, masa grande y difusa de ideas que aun no tenían forma pensable. Insistió de nuevo el clérigo en que no hiciera nada, en que dejara correr los acontecimientos y aguardase, porque si al Socorro iba con alguna tracamundana impropia del recogimiento monjil, podía escandalizar a la Congregación, y a la niña y al pueblo entero, de lo que resultaría lo más contrario al deseo de todos. Como el puchero le llamaba, se despidió, diciendo para sí al abandonar la santa iglesia: «¡Demonio de hombre, qué perdido está! Si él y ella y todos hicieran lo que yo discurro, ¡qué bien estaríamos, y qué al derecho irían las cosas que ahora van torcidas!... A casa, hijo, a la casa de las once bocas, que el bendito garbanzo te espera. ¡Ay, qué vida esta! Siempre soñando con que mañana será mejor que hoy, y luego salimos con que todos los días son iguales, y no mejoramos, ni ese es el camino... Pero ahora no me queda duda de que va de veras, y Lorenza hará lo que yo pienso, y lo que le aconsejan Laureano y las hermanas... porque no hay duda de que se lo aconsejaron... o se lo aconsejarán, que es lo mismo».

IV

Guerra se fue a su casa llevándose a Ildefonso, a quien convidó a comer. Apenas concluyeron, mandole al Socorro con dos cartas, una para la Superiora y otra para Leré, abierta. Ordenó al chiquillo que le llevase la respuesta a la Catedral, a donde se fue sin pérdida de tiempo, y entraba en ella cuando el cimbanillo llamaba a coro, diciendo en lo alto de la gran torre con su agudo y sonoro acento: vox mea clamat; ergo canonici venite, y los canónigos le obedecían, entrando por esta y la otra puerta, y tomando el camino del Vestuario.

Poco después empezaba la Nona, que oyó el neófito con delectación, y las Completas. Nunca le pareció la Catedral tan risueña, ni el canto tan hermoso y sentido, ni el Presbiterio tan rematadamente suntuoso y bello. Todas las figuras que decoran el muro externo de la Capilla Mayor, ángeles músicos en diversas actitudes, unos con trompeta en la mano, otros con cítara o violín, unían sus voces y la de sus delicados instrumentos a la patética salmodia, alabanza triunfal del Señor y confianza en sus misericordias. La soberana iglesia se le representaba en un grado superior de artística hermosura, como inmenso relicario de marfil esculpido por manos de ángeles, adornado de metales tan ricos por la materia como por la labra, y de piedras preciosas que en las contrapuestas oquedades transparentaban la luz del cielo, el cual, por aquellos anteojos de esmeraldas y rubíes, contemplaba el ámbito peregrino donde la vida mortal sueña con la eterna.

Ildefonso no tardó en volver con la respuesta, una carta de Leré en la que le decía que fuese allá a las cuatro en punto, carta en cuyo laconismo el exaltado caballero, sin saber por qué, vio algo de cariño profano, o cierta inclinación a lo temporal. Sus corazonadas llegaron hasta ver en la letra un poco rápida de la epístola la mano nerviosa de una persona que interrumpe la operación de hacer su equipaje para trazar una carta urgente.

¡A las cuatro en punto! Y era forzoso aguardar, pues las dichosas cuatro en punto dormían aún en los senos futuros del tiempo perezoso. ¡Pues apenas faltaban siglos para la hora de la cita...! ¡Como que eran las tres! Ángel ardía. La muestra interior del reloj de la Catedral era una de las caras más antipáticas que había visto en su vida. La impaciencia no le impidió volver su pensamiento hacia la divinidad que en aquel recinto moraba, y se humilló para decirle con la más viva efusión del alma piadosa: «Señor, si has dispuesto que yo cumpla mi destino en la vida de acá por medio del matrimonio con la que destinabas para ti, en buen hora sea, y no cesaré en mis alabanzas de tu bondad hasta que se me seque la lengua. El disponerlo tú así significa que así debió ser desde el principio, y que tanto ella como yo habíamos tomado senderos torcidos. Tú los enderezas. ¡Cuán equivocados son nuestros juicios, Señor! Yo creí que la reservabas para ti, como si los humanos fuéramos indignos de poseerla. Pero ahora resulta que los caminos de la tierra también llevan a la perfección y a la vida perdurable. Por ellos iremos Leré y yo, la mirada siempre fija en ti, adorándote y ofreciéndote nuestros corazones con la esperanza de que nos admitas en la morada celestial».

El reloj tuvo la condescendencia de dar las tres y media. Guerra oyó la voz de Fabián, que parecía la del propio Isaías clamando entre ruinas y sombras, y maldiciendo a los impíos. La campana grande daba de tiempo en tiempo los toques canónicos, y a su profundo son, creeríase que toda la iglesia trepidaba, cual si de los subterráneos viniese un estremecimiento convulsivo de fiebre telúrica. Ángel no pudo contenerse más tiempo, y salió escapado camino del Socorro, a donde llegó tan pronto, tan pronto, que pensó no haber invertido ningún tiempo en recorrer la distancia. Dio vueltas por la Judería aguardando la hora exacta, y por fin, como todo llega en este mundo, entró, y ved aquí a mi hombre en la sala locutorio, esperando a la novicia y a la hermana que solía acompañarla. Su sorpresa fue grande al ver que Leré se presentaba sola en la visita, lo que le transcendió a ruptura con las hermanas y a preliminares de abandono de la Congregación.

Pero a la primera sorpresa siguieron otras, verbigracia: él se figuraba que Leré estaría preocupada y triste, y la vio alegre, risueña, en todo el esplendor de su serena ecuanimidad. Añádase a esto un accidente puramente local. La única ventana de la sala que daba al patio hallábase cubierta de percal rojo, y las caras de ambos interlocutores se teñían del reflejo de la tela transparente. El rostro de Leré, extremadamente arrebolado, parecía recién salido de una fragua.

«Ya sé lo que ha ocurrido —dijo Ángel ávido de entrar en materia.

—¿Por quién lo supo usted?

—Por Mancebo.

—¡Ay, ay! No conviene fiarse de mi tío, que es muy buena persona, pero suele ver las cosas arregladitas a su deseo.

—Me lo dijo esta mañana, y he pasado un día cruel. ¡Verte calumniada, sin poder salir a tu defensa...!

—¡Defensa! ¿A qué defenderme? Ante Dios no lo necesito, pues sabe mi inocencia. Que los de acá me crean culpable, ¿qué me importa?

—Pero la opinión... las hermanas. (Un poco desconcertado.) Importa, sí, que tus compañeras tengan de ti la opinión que mereces.

—¡La opinión que merezco! Palabras de puro artificio que nada significan en mi conciencia.

—Ya ves. Hasta pensaron facturarte en gran velocidad para Gerona.

—Si; eso se pensó en el primer momento.

—Pero ante todo. ¿De dónde o de quién partió la calumnia?

—No lo sé, ni tengo interés ninguno en averiguarlo. A los que la fraguaron les perdono de todo corazón, y casi casi les agradezco la injuria, porque me proporcionaban lo que tanto deseo, ocasión de martirio, que rara vez se presenta en estos tiempos de vida tonta, dentro de la cual no hay drama humano ni divino, ni proporción alguna de hacer grandes méritos. Recibí el agravio con gusto, con placer íntimo que me adulaba el corazón, porque el dolor es mi querencia; yo lo busco, ando tras él desalada, como si fuera parte esencial de mí misma que me han quitado y que necesito reintegrar en mí. Es, hablando el lenguaje del mundo, mi media naranja. Pues digo que recibí el ultraje con gozo, porque me favorecía en mi deseada imitación de Nuestro Señor Jesucristo, que, siendo divino, soportó y perdonó ultrajes mayores. Me alegré, sí, porque yo no había sufrido ningún insulto de este calibre, ni desgracia alguna, ni aun contratiempos de estos que irritan a las personas. Me hacía falta una prueba, un cáliz amarguísimo, y como éste lo era, me lo bebí con delicia pidiendo a Dios que lo hiciera más amargo, y más repugnante de tomar... Fue un día de prueba para mí el día de ayer. Hallábame yo asistiendo a una infeliz novicia que tenemos aquí enferma de cáncer.¡Si viera usted...! está muy mal; su cara es una pura llaga con un agujero, la boca, por donde le introduzco los alimentos y las medicinas. La noche anterior fue terrible. La pobrecita, en el delirio de la fiebre y de la consunción, me insultaba con los denuestos más atroces. Parecía que me profetizaba lo que me iba a pasar. Por la mañana, la Madre me llamó, y con rostro sereno contome lo que decían de mí... Parecíame algo inclinada a creerlo, o por lo menos dudosa y llena de sospechas. Al decirme que me disculpara y que probase mi inocencia, tuve un momento de angustia y de cobardía, del cual pronto me rehíce. Respondí tranquilamente que lo que me imputaban era contrario a la verdad en absoluto; pero que yo no podía probar nada. Que presentaran pruebas los calumniadores. Yo no podía hacer otra cosa que negar redondamente.

—¿Y no te indignaste?

—¿Yo? No conozco la indignación. Dije a la Madre: «No puedo hacer más que negarlo, consolada por la voz del Señor que habla en mi conciencia. Y después de negar, me cumple obedecer. Si la Congregación me destina a otra casa, allá me voy. Si la Congregación no me estima digna de vestir su hábito, me lo quitaré. Si me arrojan de aquí, saldré, y dispuesta estoy a hacerlo que me manden, y a no tener voluntad». Así se lo dije a la Madre.

—¿Y la Madre...?

—La Madre se echó a llorar, y como si recibiera una inspiración del Cielo, me abrazó y me dijo: «Eres inocente».

—Ya, ya; muy bien. (Clavándose las uñas de una mano en los músculos de la otra.) Pero aquí no puedes seguir.

—Después de lo que pasó entre la Madre y yo, nadie me ha dicho que me marche. El capellán don Laureano Porras había opinado, antes de que la Madre hablara conmigo, que me debían poner en una casa de Arrepentidas.

—¡Qué infamia! (Indignado.) ¡A ti, a ti en una casa de corrección! ¿Dónde está ese pillo, que le quiero enseñar...?

—Cálmese usted, por Dios. El pobre D. Laureano aconsejaba cuerdamente. Me creía culpable.

—¿Y hubieras tú consentido...? No me lo digas, porque...

—Si la Congregación hubiera dispuesto que yo entrase en las Arrepentidas, yo habría ido allá sin chistar. Obedezco siempre; no tengo voluntad.

—¡Leré! (Absorto y casi sin habla.) ¿Pero no ves que eso habría sido declararte... corregible... declararte culpable...?

—¿Y qué? La vana apreciación del mundo no significa nada para mí.

—Pero el hecho sólo de entrar en las Arrepentidas te ponía el sello de mujer mala.

—¿Y qué? Si Dios me ponía el sello contrario en mi conciencia, ¿qué podía importarme que me tuvieran por lo que no soy?

Atontado, como si fuera por el aire cayéndose de la torre de la Catedral, Ángel no tenía en su cerebro ideas para contestar a su divina consejera. Caía, caía, sin llegar nunca al suelo.

—Tu tío —balbuceó al fin—, me dijo que acobardada ante la calumnia, volvías a tu casa y renunciabas a la vida religiosa.

—Eso debió decírselo D. Laureano, porque el pobrecito no lo había de inventar. Tal fue la idea de nuestro capellán ayer tarde, cuando la Madre le dijo que creía en mi inocencia como en el Evangelio. Pero ya varió de parecer. Esta mañana confesé con él, y hace un rato me ha dicho que tome el hábito, y que no hagamos caso de esas hablillas de gente desocupada. Pero créalo usted, si D. Laureano me manda a las Arrepentidas, allá me voy, y el pasar por mala sin serlo me proporcionaría una humillación que me vendría como anillo al dedo para pulir y acrisolar mi alma.

Tanta sublimidad sacó de quicio al novel creyente, que en un arranque de entusiasmo fervoroso, casi llorando, casi arrodillándose ante la novicia, le dijo: «Hija mía, perdona mis malos pensamientos, que no son dignos de llegar hasta ti. Pero necesito confesarte una flaqueza mía muy grande. Con lo que me dijo tu tío, me aluciné, me trastorné, llegando a pensar que salías del Socorro y que te casabas conmigo».

—¡Jesús mío, qué disparate! (Riendo con toda su alma. Risa franca y graciosa.) ¡Pero qué cosas se le ocurren! No quiero más esposo que el que se digna tenerme por suya. Ni sirvo yo para estos matrimonios de acá; no sirvo, crea usted que no sirvo. Mi tío debe de estar un poquitín trastornado. ¡Pobrecito!

Echando lumbre por los ojos, que con el reflejo de la cortina parecían bañados en sangre, Guerra le dijo: «Eres sublime, Leré. Ya que no puedes igualarme a ti, acércame siquiera... Insisto en que no debes continuar en una Congregación donde se ha dudado de tu mérito inmenso. Estás llamada a muy altas empresas, y yo en mi esfera humilde oigo el llamamiento de Dios para que te ayude. Fundaré la orden de que debes ser directora, hermandad o como quieras llamarla, que te permitirá derramar por el mundo los tesoros de tu corazón divino. Todo cuanto tengo es tuyo; tuyo cuanto puedo y cuanto valgo.

—Eso no puede ser... ni viene al caso. ¡Fundar lo que ya existe! Esta institución religiosa es excelente para dar algún alivio a la pobrecita humanidad, que es pura miseria.

—Pero yo deseo que tú mandes, que no seas mandada... Yo quiero que tu espíritu sublime se traduzca en hechos... Te daré a conocer mi plan...

Leré meditó. Parecía vacilante. Era humana y la oferta de presidir y gobernar una gran fundación hirió su mente soñadora, haciendo flaquear sus propósitos de perpetua servidumbre.

—Veremos —murmuró—, y sus pupilas bailaban frenéticas, como no habían bailado nunca.

Guerra pudo observar en ella un fenómeno semejante a la oscilación de un gran monumento, esto es, la torre de la Catedral, que se tambaleara, no para caerse, sino para calzar mejor sus cimientos poderosos en las profundidades del suelo. Pasado un ratito de abstracción profunda, la novicia miró fijamente a su amigo y le dijo:

—Pues bien, acepto... pero con una condición.

—La que tú quieras.

—Mire que es algo dura la condición esta, amigo don Ángel. No hay que comprometerse antes de conocerla.

—No importa... Fundemos la institución que llevará tu nombre, y haz de mí lo que quieras.

—Pues... fúndese eso, tal y como usted lo ha concebido; pero antes de que el caso llegue, si ha de contar conmigo, es preciso que usted se haga sacerdote.

Ángel recibió el tiro a pie firme, a cara descubierta y con ánimo resuelto. El fogonazo, el estruendo, y el boquete enorme que hizo al penetrar en su cerebro la proposición de Leré, le exaltaron más, y delirante, fascinado por su ídolo, se arrancó a decir:

—Seré sacerdote.

—¿De veras?

—Tan de veras como estamos aquí tú y yo.

El júbilo hizo perder a Sor Lorenza por un instante breve la serenidad augusta de su carácter.

—Bien, bien —dijo con voz opaca—. El Señor está con nosotros. Le pertenecemos ya. El buen camino se nos abre ¡y qué camino! Detrás se quedan el mundo tonto, la ridícula sociedad, y los intereses temporales, no más importantes que juguetes de chiquillos. ¡Qué contenta estoy! Este minuto en que el papá de mi Ción me ha dicho lo que acabo de oír vale por años enteros de esas dichas ilusorias del mundo. ¿No lo cree usted así? Concluyamos por hoy... Es hora de que nos separemos.

Ángel la veía como digna de figurar en los altares, y si no estaba ya en ellos era, a su modo de ver, por injusticia y yerro de los hombres, que los hombres mismos pronto, muy pronto rectificarían. Salió de allí inflamado en adoración de Leré, ya sin voluntad, disparado satélite de aquel rutilante planeta. El fresco de la calle, despejándole la cabeza, no modificó en manera alguna sus graves resoluciones. Reconoció el poder inmenso de su inspirada maestra y doctora y pensó que así como a él le transformaba, podía transformar el mundo entero, si se le daban medios de traducir en realidades su grande espíritu. «Es criatura sobrenatural, mensajera de Dios —se decía—, y ante ella abdico mi razón, me aniquilo, me borro de mis propios papeles, y soy y seré lo que ella quiere que sea».

Santander.— Diciembre 1890.

Tercera parte

Capítulo I. El hombre nuevo

I

Del Socorro no fue Ángel directamente a su casa, sino que se estuvo paseando por San Cristóbal hasta la hora de la cena, y no hallándose su mente en la mejor disposición para apreciar el tiempo, llegó a la calle del Locum un poco tarde, cuando ya Palomeque y el capellán de monjas habían trabado relaciones con las sopas de ajo. Poco expansiva estuvo en la mesa, y al levantarse de ella, como sintiese una fuerte atracción hacia el inocente y sencillísimo D. Tomé, se metió en su cuarto, robándole el tiempo y la soledad que para sus estudios y rezos necesitaba. Creía que la persona a quien primero debía comunicar sus graves resoluciones era el santito aquel, capaz, mejor que nadie, de comprenderlas y apreciarlas. Pero no se determinó a romper el sello que tales determinaciones suelen poner en los labios, y ambos frente a frente permanecieron taciturnos. Retirose Ángel a dormir, difiriendo para otra noche la confidencia, y se acostó tan tranquilo, notando en su espíritu una placidez y serenidad bienhechoras, que le calmaban los nervios, soliviantados aún por las agitaciones insanas y el desvarío pasional de aquel crítico día. Durmió poco tiempo, pero profundamente, sin soñar con la máscara griega, ni con Ción, ni con nada, ni caerse desde un quinto piso, y madrugó para ir con Teresa a la misa del Santo en la Catedral. De allí fue a San Juan de la Penitencia, donde oyó la de D. Tomé, y vuelta a la Catedral y a embutirse en la ante—capilla del Sagrario. Mas no podía encadenar por entero su pensamiento al rezo ni a la sostenida atención que la misa exige. El pensamiento, insubordinado y antojadizo, se le escapaba de su propia cabeza, como de mal guardada cárcel, para ir hacia cosas y asuntos que con invencible fuerza le requerían.

La gravedad del compromiso contraído con Leré disculpaba la insubordinación de la mente del neófito, quien no hacía más que pensar en cómo y de qué manera sería su propia personalidad después de la transformación externa que estaba próximo a sufrir. El hombre presente o viejo veía, con poder plástico de la imaginación, al hombre nuevo o futuro. Eran, si así puede decirse, dos yos, el uno frente al otro, el uno espectador, el otro espectáculo. «Fácilmente —se dijo Guerra—, puedo figurarme cómo seré, y casi casi me estoy viendo entrar aquí a decir misa en uno de estos altares. Con toda claridad se me representa mi cuerpo vestido de sotana y manteo, la cara rapada... Esto sí que no me lo figuro bien... ¿yo sin barba?... Pero ello ha de ser, y luego veremos la cara que resulta... Pues me parece que estoy entrando por la Puerta Llana, que tomo agua bendita, que me dirijo a la sacristía, y me revisto y salgo a este altar; digo mi misa, consagro, y realizo la oblación sublime». Un gozo íntimo del espíritu le sobrecogía, pensando esto, gozo que en su exaltación tenía algo de temor, como la cortedad o recelo del que de improviso fuera admitido a la presencia de un soberano poderoso a quien nunca había visto más que de lejos.

De pronto, entráronle vivos deseos de ir a pasar el resto del día al cigarral, y después de orar un rato ante la Virgen, salió de la santa iglesia. En la calle de la Puerta Llana fue sorprendido por espectáculos desagradables. Vio venir dos figuras grotescas, mamarrachos envueltos en colchas, el uno con careta de negro bozal, el otro representando la faz de un horroroso mico, y ambos se le pusieron delante en actitud desenfadada y un poco insolente, hablándole con voz de tiple. «Ya no me acordaba de que hoy es domingo de Carnaval —pensó Ángel, apartando con un empujón a las dos máscaras, empeñadas en que les dijese si las conocía o no. Un poco más allá, a la entrada de la calle de San Marcos, vio a un tío muy sucio, cubierto con una estera vieja, la cara y las manos pintadas de hollín, el cual llevaba una especie de caña de pescar, con cuerda de la cual pendía un higo. En derredor suyo, un apretado cerco de chicuelos, cuya algazara se oía en toda la plaza y calles adyacentes. Empujábanse unos a otros para acercarse, y con la boca abierta daban brincos pretendiendo coger el deseado higuí, que saltaba en el aire con las sacudidas de la cuerda, a los golpes dados en la caña por el horrible esperpento, que tan estrafalariamente se divertía. La bulliciosa inquietud de los muchachos contrastaba con la estúpida seriedad del tiznado personaje. Uno de los chicos que más brincaban y con más anhelo abrían la boca para pillar el cebo era Ildefonso. Guerra le vio, sin que el chico le viera a él, y no pudo menos de reírse de los apuros que estaba pasando el futuro cadete. Llegose a él, y tirándolele una oreja le sacó del grupo, mandándole ir a su obligación, y al rapaz le faltó tiempo para salir escapado con otros monaguillos hacia la Catedral.

Media hora después, Ángel había pasado el puente, y marchaba con lento paso por la polvorosa carretera de Polán. Al pasar más allá de la Venta del Alma, parose a contemplar su querido caserón de Guadalupe emplazado en una de las crestas del montuoso terreno, en situación eminente y dominadora, y se dio a imaginar la gallarda vista de la soberbia construcción que dentro de algún tiempo allí se alzaría. Por el camino bajaban carretas de bueyes cargadas de carbón, conducidas de paletos montunos con angorras de correal, chaquetón de raja, sombrero de velludo deslucido por la edad y el polvo, y abarcas de cuero; tipos enjutos, todos sequedad y delgadez avellanada, sin barba, y el polvo sentado en las cejas y en los labios. Algunos conocían a Guerra, de verle en la Venta Nueva cuando se paraban a descansar, recibiendo de él la fineza de un vaso de vino, y le saludaron con urbanidad campechana tan seca como sus huesos, pero cordial y bien entonada.

Al llegar, al cigarral, salió D. Pito a recibirle gozoso, pues ya no se hallaba sin él. Además, el pobre marino no era tratado en Guadalupe con toda consideración cuando el amo no estaba presente, y días hubo en que le fue preciso empalmar el bacalao asado del desayuno con las sopas de la cena, pues la Jusepa se iba a lavar al río, Cornejo a trabajar en el monte, y ninguno se cuidaba de él. Con Tirso no hacía buenas migas después de los rebencazos y la peladilla de marras; pero alguna vez, acosado por el hambre, no tuvo más remedio que acudir a él para que le diera queso y mendrugos de lo que en su zurrón llevaba.

«Gracias a Dios, hombre, que viene usted por aquí. Ya pensaba yo ir a buscarle, Carando. ¡Cinco días seguidos en Toledo! Yo, la verdad, aunque no me va mal aquí, me aburro cuando pasan días sin hablar con gente. Siempre, siempre entre animales no es para mí. Acostumbrado estoy a las soledades del mar... cosa magnífica, que ensancha el alma; pero estas soledades de tierra y firmamento, viendo lagartos en vez de peces, y piedras donde debieran estar las olas, y cruzándose con Tatabuquenque que ladra y con Cornejo que relincha, no me petan, no. Con usted sí, con usted me voy yo a donde quiera, y me establezco en la última grieta del mundo.

—Bien, hombre, bien. No hay que buscar grieta mejor —le dijo Guerra—. Nos agazaparemos en ella, y aquí acabará usted su miserable vida. Yo cuidaré de que nada le falte.

—¿Nada, nada? ¡Ah! D. Ángel, usted piensa jugármela; pero no, no me dejo coger. A mí me han dicho que... vamos, no sé si será discreto repetirlo.

—Sí, hombre, desembuche todo lo que piense.

—Pues allá va. Me han dicho que usted es un santo, o que lo quiere ser... o... vamos... No, no se asombre. Me lo han dicho. Y no hay inconveniente en explicarle cómo y cuándo. Porque verá usted: tan aburrido anduve estos días, solo y olvidado, como pobre en puerta ajena, que me entró la comezón de bajarme a Toledo, y fui, y medio medio nos hemos reconciliado mi hermano y yo... ¡Si viera usted qué tiberio el de ayer en aquella casa, y cómo se puso la Catalina!... Compañero, nunca la he visto más perdida. Dijo que ella no reclama la corona de España porque no quiere chocar; pero que su dinastía es la legítima, así, así, y que D. Carlos, y Alfonso son unos usurpadores... Pero vamos al caso. (Desmemoriado.) ¿Qué estaba yo diciendo?

—Que le habían dicho que yo soy santo; y si fue doña Catalina quien le dio la noticia, (Echándose a reír.) poco hemos adelantado.

—No fue Catalina; fue Casiano... digo... no sé si fue el bargueño, porque la memoria hace algún tiempo que se me ha dormido, como los compases en día de niebla. Siempre que tenemos calma, no sé qué me pasa, la memoria se me va, y no me acuerdo de maldita cosa ¡me caso con mi abuelo! Pero en fin, dígamelo quien me lo dijere, yo sé que usted va a fundar una cosa, una casa, un convento o no sé qué demonios para recoger menesterosos, amparar huérfanos, vestir desnudos, curar enfermos, enderezar tullidos, y todo lo demás que es pertinente a la caridad en grande. Buena idea, buena, y el mejor trampolín para dar el gran brinco hasta el Cielo, y salvarse bien salvado. ¡Qué envidia le tengo, D. Ángel! Pues no crea usted, he pensado en esto toda la noche, y me he dicho para mi capote: «Pues si este bendito de Dios piensa recoger desgraciados, aquí me tiene a mí para desgraciado fundador...»

—¿Eso qué duda tiene? D. Pito el primero.

—Pero espere usted un poco, compadre. Al pensar en esto, al pronto me alegré, y después me entristecí. Primero dije: «ya hice mi suerte; ya tengo aseguradito el combustible para las singladuras que me quedan». Pero luego me ocurrió que... y me volví a poner triste, y así estuve entristeciéndome y alegrándome por turno hasta que me dormí.

—Ya —dijo Guerra penetrando el pensamiento de su amigo—. Es que no se puede entrar en el seno de una Congregación religiosa sin dejar los vicios a la puerta.

—Justo y cabal. Yo calculo así: «pues, como quiera que sea, Pito querido, en ese establecimiento de religión, llámese como se llame, Carando, ha de haber mucho catolicismo, ¡me caso con Judas! y mucho melindre de confesonario; y le sacarán a uno el mandamiento, y la tabla de Moisés, haciéndonos creer que en el Infierno se trinca y en la Gloria no. Pues yo digo, con perdón, que si me quitan el consuelo, no hay quien me embarque, porque el beber, más que vicio, es en mí naturaleza, y dejarme en agua pura es lo mismo que condenarme a muerte. Y si no, dígame, ¿qué va ganando mi alma con que yo beba agua, convirtiendo mi estómago en una casa de baños? No, señor; en mí no quita lo bebedor a lo cristiano, y si Dios me ampara y la Virgen del Carmen no me vuelve el rostro, al Cielo me pienso ir, sin avergonzarme de empinar, pues con ello no hago yo mal a nadie; y aunque me trastorne, ¿qué? Nada importa el trastorno de la cabeza, si aquí está la conciencia más limpia y más pura que la coronilla de los ángeles.

—Descuide usted —replicó Ángel riendo—, que todo se arreglará. ¡Lucida estaría una Religión en que se permitiera la embriaguez! Pero para todo hay bula, compañero, y no estoy porque se condenen en absoluto los hábitos arraigados en una larga vida, y que al fin de ella vienen a ser la única alegría del anciano.

—Eso se llama cristiandad, amigo D. Ángel. Ist

. Vivan los hombres de sal... y de... gramática.

—Cuando estés conmigo —le dijo Guerra tuteándole por primera vez—, no te faltará nada de lo que necesites para vivir. Cada edad, cada estado, cada naturaleza tienen su sed. Unos la aplacan en este vaso, otros en aquel. El tuyo no es bueno; pero no seré yo quien te lo quite.

Comprendiendo la piedad suprema y un tanto sutil que encerraban estas palabras, D. Pito se conmovió. El oírse tutear pareció le natural, como signo de su inferioridad evidente, mientras que Ángel le aplicaba el tú casi sin darse cuenta de ello.

«Maestro —suplicó D. Pito, a quien se le vino a la boca este tratamiento para suavizar el tú que también empezó a usar—, si te parece, como a mí, que no es muy católico que estemos en ayunas a las doce del día, manda a esos fámulos tuyos que nos hagan un almuercito.

—También yo tengo ganas, ¡vaya! —dijo el solitario entrando en la casa y dando sus órdenes a Jusepa.

II

El marino se fue a dar un paseíto y a tomar el sol, que aquel día, después de una mañana calimosa, picaba bien. Se sentía ágil, vigoroso, con ánimos para tirar mucho tiempo y gozar de la vida, espíritu y cuerpo dispuestos a nuevas empresas. Conviene añadir, para completar la historia del buen navegante, ciertas explicaciones de cosas que le habían pasado aquellos días, a saber: que con la rusticación, la vida al aire libre en país tan sano, las comidas metódicas, la paz del ánimo, se le recalentó la fría sangre, despertando en él dormidos instintos, y retrotrayéndole a la mocedad. La afición al mujerío, que fue la debilidad capital de su vida y ocasión de sus quebrantos, se le reverdeció en términos que se pasaba las horas de otero en otero, soñando con poéticas aventuras y con deleitables encuentros en medio de la soledad no morosa del monte. Pero la realidad no correspondía a sus delirios, porque si alguna hembra se parecía por allí, era comúnmente más fea que el Demonio. Con su imaginación remediaba el capitán estas jugarretas de la caprichosa realidad, y no necesitaba forzarla mucho para figurarse que a la vuelta de un matorral, o en el hueco de una peña, se iba a tropezar con alguna zagala preciosa, ataviada de verdes lampazos.

La zagala ¡ay! en paños menores no salía por parte alguna; pero como a falta de pan buenas son tortas, empezó D. Pito a mirar con ojos poéticos a las zafias labradoras de refajo y moño que pasaban hacia el puente. A todas les echaba piropos alambicados, llegando a proponer a más de cuatro que le quisieran, y como las tales mozas, antes que enamoradas de él, parecieran temerosas y sorprendidas de su facha, el marino dedicaba un ratito de la mañana a componerse y acicalarse, peinándose con agua las greñas, ladeándose el gorro de piel y atusándose con saliva los cerdosos bigotes. Viendo, en fin, que ni por esas daba golpe, concentró todos sus afectos y esperanzas en Jusepa, determinándose a borrar mentalmente la fealdad de la moza, transformándola en hermosura cabal y sin tacha. La Naturaleza había compuesto en ella a uno de sus más esmerados ejemplares de antídoto contra el amor, dándole una patata por nariz, ojos de pulga, boca de serón, color de barro crudo, cabellos ralos, desiguales y no muy blancos dientes. Tenía en cambio cierta tiesura gallarda, pues la Naturaleza rara vez extrema sus agravios, ciertos andares que podrían pasar por airosos, el seno de no escaso bulto, y los brazos bien torneados. Pues estas cualidades bastáronle a D. Pito para construir en su mente una diosa. Rechazado con brío a las primeras insinuaciones, se creció al castigo, y la acosaba y la perseguía sin dejarla vivir. Con los descalabros, fácilmente pasó del capricho a la pasión, y se sintió invadido de idílicas ternuras, de melancolías románticas. Hasta se le ocurrió escribirle cartas apasionadas, y momentos hubo en que se creyó el hombre más infeliz del mundo porque su ingrata no sabía corresponderle más que con un par de coces o tal cual relincho.

«No soy tan feo yo —pensaba, componiendo la cara lo mejor que podía—, ni mi vejez es tanta que inspire repugnancia a una buena moza. Bastantes, y bien guapas, se han vuelto locas por mí. Y aunque no soy bonito, tengo muchísima sal para mujeres.

Representábase a Jusepa como una virtud arisca y a prueba de tentaciones, y esta idea le espoleaba más para vencerla y rendirla. No poseyendo más caudal que su ternura, la derrochaba a manos llenas, y el hombre, en su crisis senil, hasta poeta se volvía. Aquel domingo, mientras disponían el almuerzo, fuese un rato al monte a contarle sus cuitas a los romeros y tomillos, echando del pecho sus giros como puños, y pidiendo a las ninfas o genios silvestres algún talismán con que ablandar aquel pedazo de divinidad en bruto llamado Jusepa. La misma dama de sus pensamientos fue quien le llamó a comer, desde el camino, con voces que en orejas menos predispuestas a lo ideal que las de D. Pito, hubieran sonado como el dulce rebuznar de una pollina. «¡Eh, so Mojiganga! venga... ya tié el pienso en el pesebre».

Fue corriendo a toda máquina; pero alcanzarla no pudo, antes de entrar en casa, con el delicado objeto de darle un pellizco en el brazo, o donde pudiera. Ángel le esperaba sentado ya a la mesa, y los dos almorzaron con buen apetito. De sobremesa, el marino dio rienda suelta a su locuacidad, atizándose copas, y tanto se arreó, que hubo de desbocarse por los siguientes despeñaderos:

«Mira, maestro; yo he pensado que, pues vamos a reunirnos al modo de frailes, no debemos meternos en grandes penitencias. Lo que salva no es privarse del consuelo inocente; lo que salva es hacer bien al prójimo, dar a cada uno lo suyo, y respetar la vida, la honra y hacienda de Juan y Pedro; lo que salva es ser humilde y no injuriar. Pero porque comas pescado, porque bebas vino o aguardiente no te han de quitar la salvación, si te la ganas con buenas obras. Y hay otro punto que debemos tratar antes de meternos mucho en honduras frailescas. ¿Vamos a ser todos hombres, o habrá jembrerío? ¿Vamos a estar separados, varones a una parte, las niñas a otra?

Ángel le respondió que no se ocupase de lo que no le importaba, que ya le dirían dónde le pondrían y cómo había de vivir, sometiéndose o retirándose según le conviniera.

«Porque yo —prosiguió el capitán, inspirado—, tengo mis ideas, y las voy a decir para que no se me pudran dentro. ¿Que son disparates? Bueno. ¿Que son acertadas? Mejor. Pues yo sostengo que eso de prohibir el amor de hombre a mujer y de mujer a hombre me parece que va contra la opinión del Ser Supremo. El querer no es pecado, siempre que no haya perjuicio de tercero, y si pusieron en la tabla aquel articulito fue por razones que tendría el señor de Moisés allá, en aquellos tiempos atrasados. Pero no me digan a mí que por querer se condena nadie.

—Presentada la cuestión así — dijo Guerra—, yo también sostengo lo mismo. Por amor nadie se condena; al contrario...

—Ni se peca, hombre, ni se peca en nada de lo que al amor toca... ¿Que tienes un retozo con mujer libre? Pues no faltas, no faltas, y asunto concluido. Vamos al caso. A mí no me entra religión con esas abstinencias, aunque lo digan siete mil concilios, Carando, francamente, pues cuanto existe en la Naturaleza es de Dios, y no hay quien me quite esto de la cabeza. Yo, ¿por qué lo he de negar? en cuanto veo un buen palmito, ya se me está cayendo la baba. No lo puedo remediar; no paso porque me obliguen a hacer fu al elemento femenino. ¡Yo con cogulla, yo bajando los ojos al pasar junto a una dama, o pongo por caso, de una labradora! No, maestro; eso no va conmigo. Si me ponen hábito y me llevan en procesión, a la primerita mujer que vea le largo un par de besos volados, y cuatro retóricas dulces, de las que yo sé.

—No se te privará de echar requiebros a las labradoras; pero bien comprendes tú, amigo Pito, que una reunión de personas con fines religiosos no puede ser como tú la imaginas en este punto grave del querer. Proscribir en absoluto el amor, nunca... Pero la licencia, el escándalo, ¿cómo se han de permitir?

—Pues si no proscribes el amor, dime cómo lo vas a establecer.

—Si yo no lo establezco, Pito querido.

—Ta, ta, ta... Es que no tienes plan acerca de tan grave particular. Pues mira, ese plan te lo voy a dar yo. Escucha, y no te rías, porque yo soy muy serio. Cierto es que no tengo estudios; pero he viajado, he visto muchísimo mundo; la mejor lectura es el viaje, y no hay libro como el globo terráqueo. Si tratas de reunirte con otros buenos, y con otras buenas, ¿por qué no rompes con estas rutinas de Europa, con estas antiguallas de las religiones de acá? Si nos vas a dar una secta nueva, ¿por qué no adoptas una que sirva para aumentar la especie humana y perfeccionarla; una que, en vez de privarnos de las gracias del bello sexo, que son la mejor hechura del divino Señor, nos las multiplique? Eso de la castidad, ¿a qué conduce? A que se acabe el mundo. ¿Pues no es mejor repoblarlo? ¿No son los niños tan bonitos y tan queridos de Dios? Pues en vez de secarnos y consumirnos en esa castidad que daría fin a las criaturas, ¿por qué no aumentamos el número de nenes?

Ángel le miraba sin saber a donde iría a parar, y la risa retozaba en sus labios.

«Las cosas claras, maestro. La mejor de las sectas es la de los mormones. ¿A qué esas risas? ¿a qué ese asombro? Escúchame. No lo tomes a broma. ¡Ah! es que estáis aquí muy atrasados. Vete al Occidente de la gran República, y verás. (Exaltándose.) Yo puedo hablar, porque lo he visto, sí señor, lo he visto, Carando, y nadie me lo cuenta. ¡Me caso con mi abuela! óyeme; no te rías, atiende a lo que digo. En un viaje que tuve que hacer de Nueva York a San Francisco por el ferrocarril de mar a mar, me puse malo y tuve que quedarme en una estación, de cuyo nombre no me acuerdo, en el estado de Utah. Yo dije:

«Pues no me voy de aquí sin ver a esos polígamos de que tanto se habla», y me planté en el lago Salado, y visité la ciudad mormónica. ¿Qué te crees tú? ¿Qué allí no hay religión? ¡Pues si oyeras aquellos cantos por las calles y vieras la devoción con que están en el templo, oyendo al mormonazo que les predica!... Cada varón tiene en su casa diez o doce chicas... Y que las hay... de patente (Besándose las puntas de los dedos.) ¿Pero de qué te ríes?... ¡Si creerás que allí no hay moralidad! Más que aquí, pero más. Allí ni robos, allí ni asesinatos, allí ni riñas, allí ni cuestiones. Y tan civilizados como en Chicago o en Boston, ¡Carando! y activos y trabajadores como ellos solos. Otra cosa que te maravillará: las mujeres no arman peloteras, aunque a veces se juntan veinticinco en la casa de un mismo señor sacerdote, pues allí todos los hombres dicen misa, quiero decir, que hacen culto y ceremonias de pateta que el Demonio que las entienda. (Sulfurándose.) Pero si estoy hablando en serio. Te diré más: el famoso Brigham Young me convidó a comer. Es un hombre sumamente echado palante, simpático, buena persona, buena; y allí le quieren...! vamos, que se dejarían matar por él. No bajan de doscientas cuarenta y siete las prójimas que ha tenido desde que es jefe o papa de la secta. Cuando yo le vi, sus esposas me parece que eran veintitrés. ¡Y qué bien le guisaban, qué bien le cosían, qué bien le planchaban las camisas! Figúrate tú si será padre el hombre, que en una semana sola le nacieron nueve chiquitines. Con los que ha tenido desde que empezó, se podría formar un pueblo... Te digo que da gusto aquel país. ¡Y qué ciudad tan bonita, tan, limpia y tan floreciente! El amigo Brigham me enseñó todo, y por las noches me llevaba a su casa, donde teníamos concierto, y allí oirías a las niñas cantando salmos, con un sonsonete gangosito como las monjas de acá. Y que me quería el hombre, puedes creerlo, y hubiera dado cualquier cosa por convertirme a su religión condenada. Allí bautizan, dándole a uno un remojón de cuerpo entero en el lago. Pero yo no quise tomar baño, y me largué viento en popa. Brigham me dio unos librotes que dijo son la Biblia de ellos, y el Libro santo y la santísima qué sé yo. Nunca pensé leerlos, y se me perdieron en el naufragio del Colorado. ¡No puedes figurarte cuánto envidiaba yo al sujeto aquel tan listo, y tan...! Vamos, maestro, no te rías, que lo que te cuento es la verdad pura. Para concluir: haz caso de mí, y si fundas algo, arréglanos una sectita como la del lago Salado. No creas que te van a hacer la oposición, no; tendrás prosélitos a miles. Un poquillo de alboroto habrá, pero tú no haces caso, y avante. Para evitar que digan o no digan, ¿sabes lo que haces? Pues reducir la cosa a términos discretos. No consentir que cada varón, monje, sacerdote o lo que sea, se descuelgue con un serrallito de muchas plazas, sino establecer que el género se reparta a tanto por barba, de modo que cada hermano tenga su par de hermanitas... y basta... (Con entusiasmo.) Sí, hombre, decídete, y déjate de simplezas. Pero si lo enamorado no quita lo religioso. Saldremos en procesión, cantando novenas y maitines, y el rosario de la aurora; educaremos muy bien a las criaturas que vayan saliendo; y todos, hombres y mujeres, quedan obligados a trabajar de sol a sol; viviremos en paz, sin envidias, ni celos, ni trapisondas, y practicaremos las obras de misericordia, curando tiñosos, refrescando sedientos y albergando a todos los peregrinos que caigan por aquí. Pocos sitios habrá en el mundo más al caso que este cigarral, y se le pondrá un nombre bonito, que disimule bien, como por ejemplo: la Ciudad Salada, o San Bolondrón bendito... Eso tú.

Oyó Guerra estos despropósitos, primero con tentaciones de risa, después con enojo, por fin con lástima, sentimiento más adecuado que ningún otro al lamentable desorden cerebral del pobre marino. Intención tuvo de echarle un buen sermón contra el mormonismo; pero luego cayó en la cuenta de que sería pedantería inútil disparar razones contra un entendimiento completamente embotado por la chochez y el vicio. Vio a D. Pito como un caso admirable para ejercer las obras de misericordia, un enfermo que necesitaba asistencia, y nada más.

III

La primera persona a quien Guerra confió el secreto de su resolución fue D. Tomé, en la estrecha sacristía de San Juan de la Penitencia, después de misa; y tan de sorpresa cogió al capellán la revelación, que su linfático temperamento no pudo recibirla con el asombro y júbilo que parecían del caso. Un rato estuvo el hombre suspenso y como entontecido, soltando monosílabos que más bien expresaban susto que otra cosa, y por fin dio rienda suelta a su alegría, poniéndose a punto de llorar de gozo. «Supongo —dijo a su amigo—, que entrará usted en el Seminario».

Guerra no supo qué contestar. No había pensado entrar en el Seminario, ni creyó que tal entrada fuese menester. Asustole la idea de someterse a disciplina escolástica, y convertirse en motilón aunque por poco tiempo, y su mal domado carácter dio un brinco, haciéndole decir: «¿Al Seminario? No será preciso: Veremos».

Encargó después al capellán que no divulgase la noticia hasta que llegara la ocasión, y se fueron a su casa. Aquel día, o quizás el siguiente, pues sobre esto no hay seguridad, recibió Ángel una carta de Leré, bastante extensa, llena de exhortaciones y consejos emanados de la sabiduría divina, trazándole un plan de conducta para la preparación. Sin mentar para nada el Seminario, le recomendaba que se viera con D. Laureano Porras, hombre muy al caso para llevarle derechito a donde se proponía ir. Al propio tiempo le indicaba que las visitas al Socorro debían ser ya menos frecuentes, quedando reducidas a una por semana, los lunes, a las cuatro de la tarde. Que esto le supo mal al aspirante a clérigo, por sabido se calla; pero como procedía de su doctora infalible, concluyó por creerlo bueno y razonable. Dos días después de la carta fue, según en la misma le indicó su amiga, a la calle de los Aljibes a presentarse al Sr. de Porras. Pero Dios lo dispuso de otra manera (sus razones para ello tendría), y cuando Guerra entró en la casa, creyendo habérselas con el capellán del Socorro, encontrose delante de una señora gruesa, o más bien hinchada, que por las trazas parecía hidrópica, la cara de color de cera tirando a verde terroso, mal vestida y peor tocada, con una especie de turbante por la cabeza, en la mano un palo, la cual entre lágrimas y suspiros le notificó que su hijo Laureano había caído con pulmonía doble, y que mientras el Señor decidía si se lo llevaba o no, quedaba encargado interinamente de la dirección espiritual del Socorro D. Juan Casado. Acompañó Ángel en su tribulación a la excelente y por tantos motivos compasible doña Cristeta, y se volvió a su casa, donde seguramente recibiría nuevas órdenes de Leré. En efecto, las órdenes llegaron, no en esquela ni recadito, sino que fue portador de ellas el propio Casado, con toda su fea personalidad.

Al cuarto de hora de palique en la salita baja de Teresa Pantoja, mirábale Ángel como un buen amigo; de tal modo le cautivaron su gracejo, su naturalidad, el tono sencillo y sin afectación con que hablaba de asuntos religiosos. No mentó el capellán interino a la novicia del Socorro, y díjose enviado por su prima Sor María de la Victoria, Superiora de la Congregación. «Me ha dicho que tiene usted que consultar conmigo importantes resoluciones, y los caminitos que hay que seguir para pasar de la vida seglar a la vida eclesiástica. Bien, me parece bien. Hablaremos cuando usted quiera y todo el tiempo que usted quiera, porque mientras no venga la época de sembrar el garbanzo, de Toledo no pienso moverme... Ya sabe usted que soy labrador... tengo ese vicio, esa chifladura. No sé si en mi estado, y vistiendo estas faldas negras, resulto un poquitín extraviado de los fines canónicos. Yo creo que no; pero bien podría ser que mi pasión del campo menoscabara un poco la santidad de la Orden que profeso. No me atrevo a rascar mucho, no sea que debajo del destripaterrones aparezca el pecador. Lo único que digo en descargo mío es que hago todo el bien que puedo, que no debo nada a nadie, que mi vida es sencilla, casi casi inocente como la de un niño; que si ahorqué los libros, no ahorco los hábitos, y siempre que se me ofrece ocasión de ejercer la cura de almas, allí estoy yo; que no me pesa ser sacerdote, pero que si me pusieran en el dilema de optar entre la libertad de mi castañar y la sujeción canónica, tendría que pensarlo, sí, pensarlo mucho antes de decidirme. Por esto verá usted que no me las doy de perfecto, ni siquiera de modelo de curas... ¡Bueno está el tiempo para modelos! Ni hallará en mí un hombre de ideas alambicadas y rigoristas, de esos que todo lo ajustan a principios inflexibles, no señor... Ya sé yo lo que quiere el Sr. de Guerra: en mí tendrá un consejero leal, un buen amigo, un compañero, que desea serlo más y con lazos de estado común y de amistad más firme. Ya nos conocíamos, Sr. D. Ángel; ya bregué yo en otra parte con personas muy ligadas a usted... cuando el Diablo quería. En fin, que me tiene muy a sus órdenes en mi casa, que es suya, todas las mañanas y tardes y noches... hasta la siembra del garbanzo. (Echándose a reír.) Después, ni un galgo me coge. Tendría usted que ir a buscarme allá, y me encontraría a la sombra de un olivo, o con la escopeta, dándoles un mal rato a los conejos. Ya he dicho a esas buenas señoras y a mi prima Victoria que cuenten conmigo mientras esté enfermo el pobrecito Porras. Conque, ya sabe, calle del Refugio, vulgarmente llamada de los Alfileritos. Con Dios, y hasta cuando guste».

No tardó Ángel en plantarse allá, tal prisa tenía de entrar en consorcio espiritual con un sujeto que le era simpático, que le parecía instruido, fuerte en toda la ciencia humana, así la que se aprende en los libros salidos de la imprenta, como la que anda y habla y come en los textos vivos que llamamos personas, escritos a veces en lenguas muy difíciles de entender. Guerra, no obstante, se ponía en sus manos por vía de ensayo leal, esperando a conocerle de cerca para decidir si debía entregarse definitivamente a él en cuerpo y alma. Más que por su inteligencia tolerante y por su afabilidad seductora, Casado le atraía por una cualidad resultante de la combinación feliz del carácter con circunstancias y accidentes externos. El hombre era absolutamente desinteresado, quizás por la independencia dichosa que gozaba. Sin la seguridad de esta independencia en el que había de ser su iniciador, Guerra no se habría entendido con él, pues quería que su padrino tuviese no sólo el desinterés personal sino el colectivo, es decir, que no apostalizase por delegación de una de esas órdenes poderosas y de organismo unitario, que aspiran a absorber o desleír al individuo, haciéndole desaparecer en la masa común. Así, aunque Ángel había llegado a admirar a los jesuitas y a comprender su irresistible fuerza de catequización, no quería meterse con ellos, porque... lo que él decía: «Me quitarán mi individualidad; perderé en el seno de la orden toda iniciativa, y la iniciativa es parte integrante de la resolución que he tomado. Porque yo me consagro a Dios en cuerpo y alma; le entrego mi vida y mi fortuna; pero quiero entenderme directamente con él, salvo la subordinación canónica y mi incondicional obediencia a la Iglesia; quiero conservar dentro de las filas más libertad de acción de la que tiene el soldado raso, lo cual no impedirá que yo someta mis planes al dictamen augusto del que en lo espiritual a todos nos gobierna. Huiré, sí, cuidadosamente de englobar en persona y mis bienes en un organismo que admiro y respeto, pero que va a los grandes fines por camino distinto del que yo quiero tomar. Y que hay diferentes caminos lo dice la variedad de familias eclesiásticas existentes dentro del Catolicismo, institutos nacidos de las diferentes fases que en el transcurso del tiempo va presentando la sociedad. Yo no entro en la Iglesia docente como átomo que a la masa se agrega; creo que mi misión es otra, y que no soy soberbio al expresarlo así».

Con tales ideas, no es extraño que viera en D. Juan el hombre como de encargo para apadrinarle y dirigirle en aquella empresa. El único pero que, alambicando mucho las cosas, podía ponerle, era el profundo egoísmo que revelaba su exclusivo amor a las delicias del campo y de la agricultura, relegando a segundo término sus obligaciones sacramentales. Pero este egoísmo, como elemental y, si se quiere, constitutivo en la Naturaleza humana, no resultaba odioso, máxime cuando Casado no era tirano con sus deudos y arrendatarios, y hacía mucho bien a la gente menesterosa de la región agrícola en que tenía sus propiedades. No quedaba, pues, como argumento de algún valor en contra suya, más que la afición loca del campo, por el regalo, la libertad y los mil gustos y satisfacciones que le producía, sin los apuros del labrador pobre. Vivía en medio de todos los bienes, paladeando la vida, no dando más que lo sobrante y muy sobrante, viendo trabajar a sus sirvientes, recreándose con los frutos de la Naturaleza, sin ninguna clase de angustias ni afanes para obtenerlos. Pero esta clase de egoísmo, tan refinado y sutil que apenas se distingue entre otros egoísmos groseros y de bulto que hay en la sociedad, no le quitaba la estimación de su apadrinado, el cual era bastante listo para comprender que no se puede pedir a la humanidad, fuera de ciertos casos, más de lo que naturalmente puede dar. Los santos son rarísimos, las criaturas excepcionales, como Leré, nacen de siglo en siglo. Si D. Juan Casado no hubiera sido, de oficio, vendimiador de almas, no habría que ponerle tacha por mirar más a las viñas del hombre que a la del Señor. Seglar, sería un modelo de ciudadanos, perfecta partícula del Estado, piedra robusta y bien cortada de la arquitectura social. Su pasión era la más noble que existir puede, la más útil, y a boca llena lo repetía, apropiándose un texto del amigo Cicerón: Nihil est agricultura melius, nihil uberius, nihil dulcius, nihil homine libero dignius. ¡Ah! ¡pues si él fuera libre! Pero no lo era: en su coronilla llevaba un disco sin pelo, bien rapado, marca de pertenencia a un amo que cultiva y pastorea tierras y ganados mejores que los de Cabañas de la Sagra.

IV

En casa propia vivía Casado, la cual era de las mejores de la calle de los Alfileritos, antigua, con el escudo de cinco estrellas, emblema del cardenal Fonseca, a cuya familia perteneció, habiendo pasado después a ser propiedad de la hermandad del Refugio, que no era otra que la Ronda de pan y huevo.

Nada de particular tenía el patio, de columnas de granito en los cuatro lados. Los evónymus, plantados en enormes macetas rojas como tinajas habían adquirido extraordinario desarrollo: eran verdaderos árboles que elevaban hasta el piso alto sus copas de perenne verdor.

Al entrar de visita, Ángel se pasmó de la longitud de la sala en que le recibieron, pieza que podía competir en dimensiones, si no en ornato, con la Sala Capitular de la Catedral. Las puertas vidrieras que en las cabeceras comunicaban por un lado con el gabinete y alcoba de Casado, por otro con el comedor, eran monumentales, de arco ondulado a estilo de cornucopia, y pintadas de azul. Sus vidrios cortos y el plomo inseguro de las uniones hacían al abrir y cerrar, o cuando pasaba alguien, una especie de musiquilla semejante a la de un piano antiguo, de esos que llevan ya cincuenta o sesenta años sin que hieran sus cansadas teclas más que los chiquillos de tres generaciones. Las paredes de esta disforme cuadra se veían apenas, tan bien cubiertas estaban de objetos mil, por los cuales atónita se esparcía la vista, solicitada de tanto colorín y de tanto mamarracho heteróclito. No era nuevo para Guerra aquel ordenado desorden de cosas diversas, y vio en él la mano de una de esas mujeres hábiles y apañadoras que de todo sacan partido para engalanar su vivienda. Porque no existe cosa alguna de trabajillos manuales ni de habilidades monjiles o de colegio de señoritas, que allí careciese de representación. No faltaba ninguna casta de perritos bordados, ni modelo alguno de marcos para estampas y fotografías, pues los había de paja, de papel cañamazo, de flores de cuero, de talco, de conchitas, de hilillos de vidrio, de cañas, de ramitas de ciprés, de obleas, de peluche y de cuentas ensartadas en alambre. La cantidad de retratos era tal, que con ellos se podía formar un pueblo. Ángel se entretuvo un rato mirando las cartulinas descoloridas o flamantes, grupos de familia, señoras gordas, señoritas flacas, cadetes novios, grupos de niños, criaturas muertas, curas, militares, toda una sociedad, toda una generación, en esas posturas que jamás toman las personas en la realidad. La vista se extraviaba entre tanta baratija, pues todos los espacios, encima y debajo de los muebles, hallábanse ocupados por muñecos mil, frágiles y grotescos, figurillas de nacimiento, y entre ellos, arrimados con cierto arte a los objetos de bulto, cromos pegadizos de los que dan de premio en los colegios, o de los que visten las pastillas de chocolate. Por aprovechar todo, la mano allegadora de la diosa que en aquel recinto imperaba, había colocado también allí, adhiriéndolos a la parte inferior de los fanales que tapaban floreros, envolturas de cajetillas habanas, de esas que ostentan la fábrica de cigarros o un vapor pasando por delante del Morro. Hasta las cubiertas de los librillos de papel de fumar tenían allí su puesto.

Pues digo; si se fueran a examinar una por una las cajitas de cartón, no se acabaría en media semana, pues las había de cuantas clases ha imaginado la industria tenderil, de dulces, de pastillas para la tos, de jabones finos, de paquetes de polvos, todas colocadas buscando la simetría en tamaños y colores. Los caracolitos de diversa forma, los tarros de pomada con el retrato de la emperatriz Eugenia, las tazas sueltas de juegos de té, los palilleros sin palillos, las vajillas de muñecas, los pitos de feria, no se podían contar. De lo que Guerra se admiraba más era de que todo aquel sin fin de cachivaches estuviese limpio de polvo, todo perfectamente ordenado y dispuesto, señal de que existía una persona exclusivamente consagrada a cuidarlos. Sobre las láminas, que eran la historia de Moisés, de lo más malo que en el género de estampas se conoce, con marcos de caoba, lucían algunos penachos blancos, de esa espiga que llaman cinerea, y por aquí y allí colgaban cintajos y lazos que fueron moños de guitarras o panderetas. El sofá y los sillones no podían en rigor carecer de los antimacasares de rosetas de crochet, blancos con motita roja en el centro, y había un almohadón que semejaba un puerco—espín con picos de lanilla de todos colores. Ni faltaba tampoco la alfombra casera, de pedacitos, ni el gorrete tapando el tubo de la lámpara de petróleo, jamás encendida, ni la canastilla de flores de trapo colgada del techo y con funda de tul verde. De antigüedades sólo había un fragmento de bajo relieve en madera estofada, que debía de ser de algún retablo, con una cabeza como de sayón, con turbante, cara grotesca enseñando la lengua, y la mitad de otra cara. Cubría el pavimento de la vasta pieza alfombra de fieltro, flamante, bien cuidada. Cuando no había visita, las pesadas maderas de las dos ventanas se entornaban para que no entrase la luz solar a comerse los colorines de la estampada alfombra; y en el centro, frente al sofá, campeaba un brasero de copa, que por lo limpio brillaba como el oro, y nunca tuvo lumbre. Pero se quería obtener con él sin duda un efecto de calefacción moral, porque las visitas sólo con mirarlo se iban consolando del frío de la sala, aun en la estación más rigurosa.

Más interesante que aquel templo de las baratijas era la divinidad, llamémosla así, que en él moraba, Felisita Casado, viuda de Fraile, hermana del cura, la cual apareció en la sala antes de que Ángel tuviese tiempo de examinarla toda. Era de bastante más edad que su hermano, y habría pasado por su madre si en la fealdad se le pareciese. Pero no: tenía Felisita mucho mejor lámina que el clérigo, y en su rostro, más bien envejecido que viejo, algo había que daba fe y testimonio de no haber espantado a la gente. Ni asomos de presunción quedaban en ella, y se presentó con el busto cruzado por una toquilla obscura, falda de hábito del Carmen con cordón, zapatos de orillo y mitones color de tabaco. Su cuerpo se encorvaba ligeramente como si padeciese un dolor de cintura, y su cabeza no se mantenía bien derecha. Recibió a Guerra con agrado, diciéndole que su hermano no podía tardar, que le esperase. Mirábale con cierto recelo, como si temiera que al sentarse le chafara el cojín de picos, o le ensuciara la alfombrita con el fango pegado a las botas. Quizás por no ver profanado su santuario, en el cual, abierto el balcón para la visita, entraba un sol descarado que se iba a comer los colores de la alfombra, invitó a Guerra a pasar al comedor. «Usted es de confianza —le dijo—, y estará mejor y más a gusto aquí».

Antes de que Ángel pasara al comedor, Felisita entornó las maderas, expulsando al sol con un gesto tiránico y de pocos amigos. ¡Bonita se pondría la alfombra, y todo, Señor, todo, con aquella luz que entraba tan atrevidamente a curiosear en la sala! En el comedor ya podía colarse de rondón, porque el piso estaba cubierto de estera de empleita ordinaria, amarilla y roja, formando algo como las barras de Aragón, y aunque las paredes y el aparador igualaban a la sala en lujo de chucherías, éstas no eran tan selectas como las otras. Dos señoras bastante entradas en años, amigas de la viuda, se congregaban junto a un brasero, no simbólico como el de la sala, sino lleno de cisco bien pasado. El comedor tenía cierro de cristales a la calle, con dos jaulas de codornices y una de jilguero o verderón. El gato hermosísimo, gordo, manso, perezoso, de color cenizo y ojos de topacio, se amodorraba sobre el sofá de Vitoria con cojinetes de percalina encarnada.

Atendía Felisita al visitante, sin olvidar a sus dos amigas, y mientras le hablaba para entretenerle, no podía dejar de pensar que los paños de crochet de los sillones de la sala se habían torcido con la visita; que uno de ellos, pegándose a la espalda del Sr. de Guerra, al levantarse éste, se había caído al suelo, y que la alfombrita de pedazos quedó con la punta doblada y con algunas impresiones de barro sobre sus inmaculados colorines. ¡Vaya que tener las cosas tan bien arregladitas, y pasarse la vida cuidándolo todo, para que lo desarregle y lo ensucie el primero que viene de la calle! ¡Qué vida esta, Señor, tan miserable y angustiosa!

Pero nada de estas quemazones internas dejaba traslucir Felisita conversando con Ángel, y en tono gangoso y con los más comunes y manoseados conceptos hablábale del frío extremado de aquel año, de las funciones de la Catedral y de la subida del pan. La buena señora compartía su vida entre dos afanes: consistía el primero en madrugar y ser de las primeras que aguardaban, en la Puerta Llana, a que Mariano el campanero abriese la Catedral, y de allí no salía hasta después de misa mayor, para volver por la tarde a vísperas. El resto del tiempo consumíalo el afán de arreglar su casa y tener bien limpio todo aquel matalotaje, cada cosa en su sitio. Y tan a pechos tomaba estos dos órdenes de ocupaciones, que por cualquier falta o contratiempo que en una u otra ocurriera se ponía mala. Lo mismo le daba el mal de corazón o la dispepsia flatulenta cuando alguien le ensuciaba la sala o le descomponía sus altaritos, que cuando al señor Deán le dolían las muelas y no podía asistir al Coro, o cuando Palomeque, por ser un tumbón muy amigo de su comodidad, dejaba de decir la primera misa del Sagrario. La vida de Felisita era un continuo sufrir. Tres días horribles de flato y acideces y rescoldera de estómago pasó una vez por que al pertiguero D. Lucio de la Rosa se le cayó la peluca en una festividad solemne. La distribución de su tiempo y de su atención entre estas dos esferas de actividad variaba según las ausencias y presencias de su hermano. Hallándose Juan en Toledo, acortaba la señora por el lado eclesiástico, aumentando por el doméstico, y al revés cuando el clérigo se iba a Cabañas. Eran en sus gustos y aficiones tan contrarios, que Felisita detestaba el campo, y por nada de este mundo habría acompañado al clérigo en sus excursiones fuera de la ciudad natal. Las hermosuras de la Naturaleza eran para ella como caracteres de un idioma desconocido. Su verdadero campo era la Catedral, y el ambiente más regalado el que a incienso y cera trascendía. ¿Qué árboles más bonitos que los haces de columnas que sostienen las bóvedas, ni qué cielo más hermoso que éstas? ¿Qué pajarillos más canoros que el flauteado del órgano? ¿Qué mugido de buey igualaba a la voz de Fabián? ¿Ni cómo habían de compararse las faenas de la recolección con una fiesta doble de primera? ¡Cuánto más simpáticos los canónigos, salmistas, pertigueros y monagos que toda la caterva de mozos de labranza, peones, gañanes y pastores, gente ruda, mal hablada, con aquellas manazas que parecen pezuñas y aquellas greñas sin peinar... puf...!

Su continua presencia en la Catedral durante luengos años habíale dado un saber litúrgico que ya quisieran para sí muchos clérigos. Sin haber hojeado nunca la cartilla de la diócesis, se sabía el color de las vestiduras para todos los días del año, y en cuanto al complejo ceremonial de las dominicas de Adviento, y desde Septuagésima a Resurrección, podría dar quince y raya al propio maestro de ceremonias. Conocía la serie de arzobispos desde D. Gil de Albornoz para acá, sin que se le perdiera uno en la cuenta, llamándolos el señor Tal, el señor Cual, y su hermano le consultaba más de una vez, por no tener tan bien ordenados los catálogos de su memoria.

Cuando Juanito estaba en el campo, la viuda de Fraile y su criada, una chiquilla sagreña, vestida de estameña de Madridejos y pañuelo de talle de los llamados del zurriago, figurilla parecida a las de nacimiento, se mantenían con muy poco. Un diario de cinco o seis reales les bastaba. Hallábase entonces Felisita en sus glorias, porque en la cocina no había nada que hacer, no venían visitas a revolver la sala, y todo estaba limpio, ordenado, cerradito. Podía eternizarse en la Catedral sin limitación de tiempo, hasta que bajaba el campanero con las llaves y el perro para cerrar la Puerta Llana.

Menos tiempo del empleado en dar a conocer a Felisita tardó en llegar D. Juan, quiero decir, que se apareció en ocasión que corresponde a la mitad de las referencias que acaban de leerse: al concluir éstas, ya el catecúmeno y el sacerdote se habían ido al cuarto de este, pasando por la sala, y allá estaban metidos en substanciosa conversación, de la cual algo, desde fuera, al través de los frágiles vidrios, se traslucía.

V

Entre otras prendas eminentes, dio el Cielo a Felisita una curiosidad a prueba de secretos, pues mientras más enigmáticas eran las cosas, más empeño ponía ella en descifrarlas. No habría tenido precio para egiptóloga, y si la emprende con los jeroglíficos de Menfis o con cualquier clase de garabatos en piedra o papiro, de seguro que les saca toda la enjundia que tuvieran, y aun un poco más. Su vista era de lince; su oído cazaba al vuelo toda sílaba perdida y las inflexiones lejanas de la voz. Desde que su hermano y Guerra se encerraron en el despacho o gabinete del primero, no tuvo sosiego, y para poder arrimar el hocico a la vidriera, despidió a sus amigas a fin de quedarse sola. Deslizose a lo largo de la sala, cuyas maderas cerró completamente para rodearse de obscuridad; sus zapatillas de fieltro eran el silencio mismo; pasó, cual si fuera a caza de un ratón, agachándose junto a los vidrios y aplicando la oreja derecha, que era la más lista de las dos y la que principalmente funcionaba en casos de espionaje mayor.

«¿Qué tratarán? ¿Será cosa de compras de tierras? No sé para qué quiere este hombre más fincas, cuando tiene ya media Sagra. ¡Ay, las tierras! no las puedo ver. Siempre pensando en el nublado, en el pedrisco. Y por causa de las condenadas tierras, tiene una que alegrarse cuando llueve, yo que detesto la lluvia.

A la primera sílaba pescada, entendió que no se trataba de tierras, sino de cielos, es decir, de cultivos espirituales. «Es cosa de conciencia —se dijo relamiéndose de gusto—. Ya; este señor será algún pecador muy malo, que quiere enmendarse, o algún marido burlado que pide el divorcio, y quizás están de por medio hijos naturales o esposas artificiales... Anda, anda, parece que hablan de una monja, de una hermanita del Socorro...»

Aguzó de tal modo el oído, que era como una lezna. ¡Y qué conceptos tan raros ensartó en el aire la sutil punta! Juanito preguntaba al señor aquel si su vocación era sincera, si no habría en ello alguna jugarreta de la imaginación, de esas que, por lo bien tramadas, engañan a la misma sabiduría. Luego contestaba el otro en voz baja y apenas perceptible, con gran impaciencia y enojo de la viuda de Fraile, que habría querido que gritara como un energúmeno. En cambio don Juan todo lo decía tan clarito, que un aspirante a sordo lo podría entender desde la sala. «Porque hay casos, se han dado y se dan casos de pasiones que a sí propias se creían espirituales y místicas, y luego ha resultado que por dentro de ellas corría el aliento de Satanás. Hay que estar muy en guardia y escarbar mucho, hasta descubrir el tuétano». Felisita sonreía admirando el talento de su hermano. ¡Pasión mística, resabios de amor mundano, vocación de sacerdote, monja de por medio! ¡Qué comidilla más sabrosa! La espía se chupaba los labios, como si tuviera entre ellos una pastilla dulcísima o un licor delicioso. Pero aquel condenado de hombre no se explicaba claro. Su voz era un muje muje, del cual apenas se destacaba tal cual sílaba, o alguna frase más bien adivinada que oída. Supliendo el conocimiento auditivo con la interpretación libre, entendió Felisita que la cosa había empezado por noviazgo, u otra forma cualquiera de amoroso enredo. Pero al fin, todo era puramente espiritual, y en cuanto a su vocación... Aquí la voz de Juanito arrojó nuevamente claridades deslumbradoras sobre el obscuro diálogo, y la escuchante pudo comprender que el sujeto aquel deseaba cantar misa. Realizada cumplidamente en él la más radical metamorfosis, el hombre viejo había perecido, cual organismo que muere y se descompone, saliendo de sus restos putrefactos un hombre nuevo, un ser puro... Luego siguieron palabras en tropel que apenas se entendían, porque D. Juan se puso de espaldas a la vidriera y echaba la voz para el otro lado.

Felisita no volvía de su asombro. ¡Aquel señor quería ser presbítero! ¡Cosa más rara! ¡Y ella creía que el presbítero nace y no se hace, es a saber, que la carrera eclesiástica se empieza siempre en la juventud, mejor dicho, en la niñez, y que sólo la siguen muchachos pobres y campesinos, rarísima vez los señoritos de familias urbanas y acomodadas! Entre las frases sueltas que pudo pescar, había oído «mi hija». ¡Luego era viudo, o tenía familia a espaldas de la Iglesia! Y sin duda era rico, porque algo dijeron también de cuantiosos intereses y de fundar un Asilo para pobres... ¡Vaya, vaya, que un caso como aquel no lo había visto la viuda de Fraile en todos los días de su vida! ¡Un caballero de buen porte, viudo, rico, meterse cura, consagrarse a cuidar enfermos y recoger mendigos callejeros! ¿En qué tiempos vivimos? ¿Podrá tal cosa suceder? El sueño, la historia, que viene a ser como un sueño retrospectivo, ¿pueden acaso revestirse de realidad y hacerse sensibles a la vista y al tacto del hombre despierto? La dama curiosa pensaba que es muy divertido vivir, cuando viviendo se ven cosas tan raras, y se puede llegar a la consoladora tesis de que nada es mentira.

Gran confianza tenía Casado en su hermana, y de todo le daba noticia, exceptuando, claro está, los asuntos de conciencia. Así pues, en cuanto se retiró el otro, no fue preciso que Felisita le instara para saber de su boca lo que en buena ley podía ser contado. Escuchó lo que con avidez la viuda, coordinándolo con los retazos tornados al oído por ella, y de todo formó su composición. Dígase en honor suyo que la curiosidad y manía de enterarse no iban acompañadas del furor chismoso, máxime en asuntos que pudieran relacionarse con su hermano. Era incapaz de profanar las confidencias delicadas que éste le hiciese, llevándolas a las tertulias de beatas que suelen improvisarse en algún rincón de Reyes Nuevos o de San Ildefonso, antes y después de las misas tempranas, o al círculo de cotorronas que en el comedor de su propia casa y al amor del brasero algunas tardes se formaba.

Pero de nada valía la discreción, pues a los dos días de la visita de Ángel a D. Juan, observó Felisita que era público y notorio parte de lo que ella escuchó pegada a la vidriera. En la casa de Mariano el campanero, allá en las alturas de la torre, donde tiene su vivienda el que modula todo aquel vocerío misterioso de los sonoros bronces, oyó hablar del caso, como noticia corriente en Toledo. A Guerra le conocían de vista dos señoras que hablaron de su próxima investidura eclesiástica; pero entre las verdades metieron mil exageraciones y patrañas: que el tal D. Ángel había sido masón de los peores; que en una de las trifulcas de Madrid mató él solo más de doscientos militares, y que su fortuna era tan grande, pero tan grande, que gozaba una renta de tantísimos miles de duros diarios. A cada paparrucha, seguía otra mayor, desafiándose las bocas a cuál disparataba más. Salió a relucir allí la rutinaria conseja, ordinariamente atribuida a un inglés, de que el Sr. de Guerra quería comprar al cabildo el cuadro del Expolio, dando por él la cantidad de onzas que cupieran bien colocadas sobre la tela, hasta cubrirla, y la otra fábula, también antiquísima y popular, de que el edificio proyectado por D. Ángel había de tener un número de puertas y ventanas igual al de los días del año. Todo esto se picoteaba en la galería de piedra del frontispicio de la Catedral, sobre la puerta llamada de los Escribanos o del Infierno, tomando el sol de la tarde. La tal galería, que corresponde a la morada del campanero, y es como balcón o solana a más de veinte metros de la calle, no tiene precio para sitio de tertulia. Los únicos ruidos que allí pueden turbar la placidez de la charla son el mugido del viento forcejeando con la torre, y el clamor vibrante de las campanas próximas. Entre las columnas de granito hay algunos tiestos, que alteran, desde fuera, la severidad arquitectónica. Las palomas, avecindadas en desconocidos agujeros de aquellas alturas, cruzan sin cesar por delante de la galería, desde la cual se ven también, considerablemente agrandados, los profetas y obispos que decoran el frontis, disformes, cabezudos, unos con mitra colosal, otros con emblemas de bronce o hierro en sus manos ingentes. El gato del campanero suele familiarizarse con toda aquella vecindad escultórica, y no tiene que brincar mucho para echar una siesta sobre el libro de San Fulgencio, que parece un Diccionario, o sobre el arpa de David.

Pues, como se iba diciendo, Felisita, en la tertulia campaneril, a la cual no pocas tardes concurría sin temor de los ciento diez escalones, se dio bastante tono, manifestándose mejor informada que las preopinantes, poniendo las cosas en su verdadero lugar, y atribuyendo a su hermano el mérito de la preciosa conversión del madrileño. Se habían hecho tan amigos, que D. Ángel no daba paso alguno sin previa consulta con su director, y no pasaba día sin que a la puerta llamara dos o tres veces. «Ya no tengo manos para tirar del cordón, y el tal entra ya en casa como si fuera la suya propia. Eso sí; es hombre fino, que cuando le estropea a usted un cojín o le deja barro en las alfombras, pide mil perdones, y a la chica me la tiene trastornada de tantas propinas como le da. Enjambres de pobres le esperan a la puerta cuando sale, por lo cual tengo el zaguán perdido de pulgas... y de otra cosa peor. Mi hermano le da libros y papelorios para que lea y se vaya enterando». Alguien dijo después haber oído que en cuanto Guerra se ordenase le harían arzobispo, pues era hombre muy bienquisto en la Corte, y se tuteaba con Ministros y personajes que fueron compinches suyos en la masonería.

VI

Era la viuda de Fraile gran madrugadora. Al toque de alba (doce solemnes campanadas que da Mariano poco antes de romper el día, y que se oyen de toda la ciudad), saltaba de su lecho y presurosa se vestía. En ayunas salía de casa, y arrebujada en su mantón color de papel de estraza, con zapatos de patio grueso y mitones obscuros, emprendía la marcha hacia la Catedral, por el jardinillo de los Postes y el Nuncio Viejo, comúnmente sin encontrar un alma. Ya los pájaros piaban saltando de rama en rama en las acacias de la plazuela de San Nicolás. La luz de la aurora, tímida y soñolienta, principiaba a dar vida y color a las partes altas de la ciudad; las sombras de las calles se atenuaban; oíanse cantos de codornices y algún esquilón de convento lejano, cuyo sonido parecía temblar de frío, como la mano de la monja que desde el coro tiraba de la cuerda. En las boca—calles refilaban corrientes de aire glacial, cortantes como espadas de la tierra. Aún no se oían los pregones del lechero y carbonero, ni el trote vivo de los caballos en que se reparte el pan a domicilio.

Llegaba Felisita a la Puerta Llana antes que las otras abonadas, a excepción de una de ellas, ciega, que debía de ir a media noche, pues la más madrugadora siempre la encontraba allí, hecha un ovillo junto a la vera. No tardaba en comparecer doña Mauricia, la tía de los dos capellancitos mozárabes, Úrsula Morote y otras beatas más o menos viudas, con quienes la de Fraile conversaba un ratito, echando pestes contra Mariano por su tardanza en abrir. Llegaba también un viejo con trazas de obrero inválido, capa raída de raja parda color de regaliz, calzón azul manchado de yeso, y montera o boina de lo más traído. Éste y otro de igual empaque eran candidatos a apóstoles, es decir, que habían puesto en juego sus influencias para figurar en el lavatorio del próximo Jueves Santo. Felisita les apoyaba con toda su privanza sacristanesca y capitular; pero se temía que vencieran otros pretendientes con mejores aldabas. Luego aparecía el monaguillo que ayudaba la misa del Santo, y al poco rato otros que para entrar en calor se ponían a jugar a la pelota contra el muro de la Catedral. Abríase la confitería de enfrente, y un señor arreglaba en el escaparate las bandejas de yemas y bizcochos.

La conversación de los fieles cristianos versaba sobre cosas pertinentes al objeto que allí les llevaba. «Hoy no nos dice la misa D. Julián, porque está de semana...» «Pues la del Cristo tendido la dice hoy el Sr. Luque, por que el Sr. Cascajares sigue fastidiado con sus dolores de estómago, y el médico le ha prohibido coger los fríos de la mañana...» «Don Francisco la dice hoy, pero no en San Ildefonso, sino en el altar de la Señora... » «¡Pero cómo se le pegan las sábanas a este Mariano! No tardarán las seis». El reloj confirmó esta opinión cantando por todo lo alto las seis, a punto que asomaba por el extremo occidental de la calle, como viniendo de San Justo, el canónigo Sr. Luque, tapándose boca y nariz con el manteo, y antes de llegarse a la Catedral se metió un momento en la confitería. No tardó en recalar por el Pozo Amargo don Francisco Mancebo, también embozado hasta los ojos, mejor dicho, hasta las vidrieras, que aquel día estaban de servicio. Oyose por fin el áspero chirrido de la llave con que María no abría, y fue saludado con un murmullo de satisfacción, como el que suena en los teatros cuando dan gas. La pesada puerta, se abrió despacio, y apareció el campanero, de capa, con un gorro negro calado hasta el pescuezo, y el manojo de llaves en la mano. Mientras abría la verja, las personas que esperaban le recriminaron por su tardanza, y él les gruñía, menos amable que su perro Leal, negro y de hermosa estampa, el cual salió brincando, dejándose acariciar de las beatas y olfateando a todos, dueñas y monaguillos. Precipitose dentro el grupo impaciente, y Mariano, seguido del perro, corrió hacia el otro lado de la iglesia para abrir las puertas de la Feria y las dos del Claustro.

Los feligreses madrugadores se esparcieron por las naves solitarias, frías, obscuras aún, anegadas en una penumbra suave que atenuaba los ángulos, profundizaba las concavidades y estiraba los haces de columnas. La luz matutina se introducía por lo más alto, y las ventanas orientales del crucero eran las primeras que se teñían de vivos colores, proyectando tonos naranjados sobre los segmentos de las bóvedas. La sombra se iba contrayendo hacia abajo, cortada duramente por las claridades azules que penetraban, al abrir y cerrar las hojas de los canceles. Las lamparitas de la Capilla Mayor y del Sagrario, lucían como lejanísimas estrellas, moteadas sobre las masas confusas de arquitectura, que a cada instante se iban desnudando irás de la sombra que las envolvía. Pocos minutos después de abierta la iglesia, salía la primera misa, que en tiempo frío se celebra en Reyes Nuevos, como el lugar más abrigado de la Catedral. Felisita y sus protegidos los presuntos apóstoles, algunas veces Teresa Pantoja, la oían, y ésta y la viuda de Fraile solían comulgar después de ella.

No pocas veces fue también D. Ángel, y una de las mañanas más frías de Marzo, cuando Felisita embocó a la Puerta Llana media hora antes de abrir, le encontró allí hablando con la ciega, que era la primera que llegaba. Saludáronse, y charlaron de cosas pertinentes al ramo de misas matutinas. Al entrar, propúsose ella no perderle de vista; pero por más que ojeó, no le fue fácil seguirle dentro de la vastísima cavidad del templo. En Reyes Nuevos no estaba, y mientras oía su misa, la Casado se devanaba los sesos calculando si D. Ángel oiría la del padre Mancebo en la capilla de San Ildefonso, o la de D. Julián en el Sagrario. Esto la desazonaba, porque ¿no era más natural que oyese las misas que a ella se lo antojara designarle? «Nada, Señor, que estos hombres convertidos no saben lo que se pescan». Grandes zozobras turbaban su espíritu, produciéndole, como fenómeno reflejo, dispepsia flatulenta y una molestísima opresión del epigastro. Las causas de su mal eran muy complejas: que D. Ángel no hacía las cosas a gusto de ella; que a la sobrina del canónigo Tesorero se le habían enconado los sabañones, y que se susurraba que aquel año no daría el Gobierno los ocho mil reales para el Monumento. Así se lo dijo un vara de plata, añadiendo otras noticias lastimosas, a saber: que las monjas de San Juan de la Penitencia, al arreglar las planetas moradas que debían usarse el Domingo de Ramos, las habían dejado cortas, y los señores canónigos y beneficiados no querían ponérselas ni a tiros.

¡Cuánto chismorreó la viuda de Fraile aquellos días, los de la primera y segunda semana de Cuaresma, ya en la tertulia de Mariano el campanero, ya en los corrillos que se formaban a la salida de la santa iglesia, en los cuales solía meter baza Teresa Pantoja, y algunas veces también D. Francisco Mancebo! Baste decir que allí se comentaron sucesos diferentes relacionados con lo que aquí se va contando; algo se dijo de la profesión de Leré, verificada sin ningún aparato en el Socorro, con asistencia tan sólo de Guerra, los de Mancebo y los de Suárez, comenzando la nueva hermanita, desde el siguiente día, a prestar el servicio de enfermera en las casas que lo solicitaban. Algo se habló también de la prosperidad del Socorro con el dinero de tantísima limosna, mientras perecían las pobres monjas de los monasterios de clausura. (Grandísima pena de Felisita, con bolo histérico, pirosis y titilación del párpado derecho), y de paso se dijo que el Sr. de Guerra tenía encantados a sus maestros por la inteligencia y aplicación que desplegaba. Mas era un hombre que no se sometía enteramente, y algo traía entre ceja y ceja. Mancebo no supo disimular bien la dentera que le causaba el verle en manos de D. Juan Casado.

A los graves motivos de pena que hacían infeliz a la viuda, debía unirse pronto otro de los más terribles. Fue a su casa, y ¡oh sorpresa dolorosa! su hermano y D. Ángel habían tomado la sala por suya, y se paseaban en ella de largo a largo como si fuera el Miradero o la alameda de Merchán. ¡Pero qué insolencia y qué desparpajo y qué falta de respeto al sagrado de una sala tan bien puesta! Acechando desde la puerta vidriera del comedor, vio que no sólo había osado el intruso abrir de par en par las maderas, sino que con los pisotones que daba había convertido la alfombrita en un guiñapo; los paños de crochet yacían arrugados en el suelo, revueltos con papeles rotos. Felisita ¡ay! observó aquellos estragos con amargura hondísima, considerando las pruebas horribles a que somete nuestro Padre Omnipotente a las criaturas. ¡Que vivamos para ver tales cosas! ¡Que de ningún modo que miremos el mundo deja de presentársenos como un valle de amargura, duelo y tristeza!

¿Y qué demonios trataban? ¿No podían platicar en el cuarto de Juan? ¿Acaso el asunto exigía las amplitudes de la sala, para manotear como molinos de viento? ¿No se podía discutir todo lo divino y lo humano sin arrojar colillas sobre una alfombra riquísima, de a veinte y dos reales la vara, y que se conservaba como el día que salió de la tienda, con sus llores tan preciosas y frescas como las flores de verdad? Vaya, vaya, todo aquel exterminio, y las voces que uno y otro daban, a manera de estudiantones en casa de huéspedes de a seis reales, eran porque D. Ángel sostenía... que... Pero la cólera no permitió a la viuda enterarse. Hubiera entrado con un zorro y les habría echado de allí a zurriagazos para que se fueran con sus teologías a otra parte, y despotricaran todo lo que quisieran en mitad de un corral.

VII

La amistad de Casado y Guerra crecía y se afianzaba con el trato. La copiosa biblioteca del cura feo iba pasando, volumen a volumen, por las manos de su discípulo, el cual se permitía comentar sus lecturas con una libertad que otro menos despierto y tolerante que D. Juan no hubiera consentido. Charlaban más que discutían, aunque a veces Ángel hizo gala de opiniones extrañas y un tanto sediciosas, que el otro celebraba por su originalidad, y rebatía con la argumentación de carretilla usada por los escolares en las academias de gimnasia dialéctica. En cuanto a los estudios, no toda la ciencia eclesiástica era igualmente atractiva para Guerra, pues si los Lugares teológicos le causaban tedio, la Liturgia le enamoraba, como arte de los ritos que tiende a sensibilizar todas las ideas cristianas. Estudiábalo con deleite, admirando el poder imaginativo de los creadores del maravilloso simbolismo, inspirador del arte religioso, sistema que entraña una peregrina adaptación de las ideas a la forma, y que ha tenido la mayor parte en la universalidad y permanencia de la fe católica. No hay que decir que le bastó ejercitar un poco el latín eclesiástico para dominarlo.

Lectorem delectando, pariterque monendo, logró Casado arrancar a su discípulo multitud de preocupaciones, y quitarle repugnancias de antiguo existentes en su alma, entre las cuales la más difícil de extirpar fue la que el Seminario le inspiraba. Era como un miedo pueril que se cura, mirando de cerca el objeto de que proviene. Trabajillo le costó a don Juan llevarle al Seminario, como de visita; pero una vez allí, la aprensión se disipó como por encanto. Casi todos los profesores eran amigos y compinches del cura sagreño, personas simpáticas y agradables, que recibieron bien y agasajaron a D. Ángel, poniéndose a sus órdenes, franqueándole la biblioteca, y mirándole, en suma, como una adquisición preciosa que debía ser tratada con todo miramiento. Al salir le decía Casado: «¿Lo ve usted? Estos infelices no se comen los niños crudos. Pertenecen a lo que, no sé si con bastante razón, se llama el elemento ilustrado. Hay de todo, naturalmente; pero uno con otro, resulta un conjunto muy bonito. Lo que a usted le ha puesto carne de gallina es la idea o el temor de que la enseñanza estuviera en manos de la célebre Compañía. Tranquilícese, amigo. En Toledo no tienen casa los jesuitas ni se les ha ocurrido restablecer la que tuvieron en San Juan de la Leche. ¿Para qué la quieren, si Toledo es pueblo pobre?».

Resultado de esta visita y de las buenas amistades que en el Seminario hizo, fue su asistencia a la cátedra de canto. Casado no le podía enseñar esta parte importante de la Liturgia, no sólo porque su oído era detestable, sino porque desconocía la técnica musical. Con el profesor de solfeo y canto litúrgico hizo el aspirante a clérigo buenas migas desde el primer día, y ambos pasaban ratos muy agradables, examinando teórica y prácticamente la inagotable riqueza coral de la Iglesia. Como Ángel tenía buen oído y excelente gusto, aquellas conferencias, que a veces se prolongaban dos horas después de clase, eran fuente de purísimos deleites, no sabiendo en rigor si era el sentimiento religioso o el artístico lo que despertaba en su alma tan grande y puro entusiasmo.

El cura sagreño llegó a sentir por su educando simpatía profunda, y si al principio el carácter del maestro al del discípulo se impuso, apareciendo éste en una especie de subordinación filial, lentamente se iban cambiando les términos de aquel parentesco del espíritu; pues con movimiento de balanza, pausado y casi inapreciable, el subordinado se iba poniendo por encima del director, y el carácter firme de D. Juan parecía plegarse ante las durezas mayores del de Ángel. Verificábase este fenómeno en la esfera de las opiniones más que en la del sentimiento, y lo más raro era que, igual supremacía iba adquiriendo el neófito sobre otros clérigos que con curiosidad mezclada de respeto le trataban. Todos creían ver en él una adquisición inapreciable. No había otro ejemplo de persona de viso y de gran fortuna que abrazase el estado eclesiástico en tiempos tan de capa caída para la religión.

Si las tardes venían buenas, ahijado y padrino se iban al cigarral. Allí, el cura campestre no se podía contener, y dando de mano a las teologías y rúbricas, dejaba correr la vena de su saber agronómico. Tiraba chinas a Cornejo por la detestable poda de los árboles, daba su opinión sobre la manera de cavar, uniendo la acción a la palabra si a mano venía. Jusepa les hacía chocolate, y se lo tomaban plácidamente sentados a la sombra de los cipreses, contemplando el cielo purísimo, y embebeciéndose en la dulce melancolía del paisaje rocoso salpicado de olivos. Los almendros y albaricoqueros hallábanse ya cuajados de flores, blancas en unos, rosadas en otros, y los efluvios de la vegetación naciente inundaban el aire de aromas, llevando al sentido la idea de renovación de la existencia, del vivir otra vez y tornar a la juventud.

Algunas tardes, cuando Guerra estaba solo, íbase paso a paso hacia la Virgen del Valle por la vereda polvorosa y solitaria, entre cercas de tapial de tierra, de un color de ocre tan vivo que parecen amasijos de rapé. La tosquedad primitiva de las construcciones agrarias le encantaba, el desorden de los plantíos, lo accidentado del terreno, el árbol que se sale por medio del tapial ostentando sobre el camino sus ramilletes de flores, el derrengado puentecillo, el arroyo que se desliza entre peñascos con tan poca agua que apenas se le siente, las casitas humildes, blanqueadas, las pitas de un verde cerúleo, con sus pinchos como navajas, y que parecen defender la heredad como la defendería un perro de presa. Excitada su mente en aquellos días por la estética musical, aplicaba con avidez el oído a cuantos rumores venían de las fragosidades que por todas partes le rodeaban. No tardó en afirmar que ninguna música escrita por los hombres igualaba a la sonatilla de los cencerros de las cabras que se precipitan por aquellas barranqueras, de regreso del monte. El encanto de la tal musiquilla ¿consistía, más que en los sonidos, en la serenidad inefable de la hora crepuscular, reflejando las vibraciones recónditas del alma del oyente? Ello es que le sumía en dulce éxtasis, y la estaba oyendo hasta que se perdía por el alejamiento del rebaño, y después de perdida llamábala a su cerebro, y en él la voluntad la repetía.

En la Virgen del Valle solía detenerse hasta muy entrada la noche. Bajaba después por la rápida pendiente, para pasar el Tajo en la barca, y en verdad sentía que el viaje fuese tan corto, pues gozaba lo indecible con el espectáculo de las márgenes de áspero cantil, que a la luz de la luna ofrecen un claro obscuro pavoroso y sublime, paisaje dantesco en el cual las calvas peñas, la corriente cenagosa y arremolinada, la barca misma, hermana de la de Aqueronte, sobrecogen el ánimo y encariñan la voluntad con las arideces de la vida ascética. Si no le daba por quedarse un rato platicando con los barqueros en el más próximo ventorrillo, subía hacia San Pablo, en cuya vecindad solía hacer una visita antes de dirigirse a su casa.

Don Tomé, desde principios de cuaresma, no era ya huésped de Teresa Pantoja, pues habiéndose establecido en Toledo unos tíos suyos, se fue a vivir con ellos. Eran marido y mujer, él de extraordinaria flaqueza, por lo cual irónicamente le llamaban Anchuras, ella no menos seca y amarilla, sin más apodo que la supresión de la primera sílaba de su nombre. Trabajaba él en curtidos, y había venido de Cebolla para ponerse al frente de un taller de pellejos y botas en las Tenerías. Con lo que allí ganaba y la ayuda del capellancito, se mantenían todos con relativa holgura. Para D. Tomé, el tío Anchuras era como un segundo padre, pues le había costeado la carrera y auxiliado siempre en sus necesidades. En cuanto a la tía Gencia, mujer de pocas palabras y de sórdidos instintos, nacida y criada en Erustes, bien puede decirse que era la persona más inteligente y dispuesta de la familia. La casa en que vivían, en la calle de los Doctrinos, era un tabuco arqueológico de los más peregrinos de Toledo, y Anchuras se maravilló de que una madriguera que le costaba seis duros al mes fuese tan a menudo visitada de extranjeros y de pintores que llegaban a la puerta pidiendo permiso cortésmente para examinar el patio. En su espacio breve, ofrecía a la admiración de los artistas dos puertas platerescas, un par de arquitos árabes, zapatas y canecillos tallados con gracioso arte y una ventana gótica cubierta de cal. D. Tomé llevó a su amigo Palomeque, el cual, absorto ante aquella olvidada joya, aseguró de buenas a primeras que allí había vivido el Greco. Mentira: el Greco vivió hacia San Bartolomé. A los pocos días sostuvo que el morador de la casa fue Diego Copín. En las paredes de una habitación alta se encontraron, rascando cuidadosamente el revoco, algunos dibujos platerescos que concordaban con los de la cajonería de la antesala capitular.

La tal casucha era un encanto. Para hacerla más bonita, Anchuras embadurnó de color sangre de toro los pilastrones de madera, las puertas bajas y las tinajas que hacían de tiestos con plantas diversas, blanqueó las paredes, remendó con yeso el brocal del pozo, y tendió de una parte a otra cuerdas para colgar la ropa lavada. Los domingos trabajaba de carpintero, y de albañil, o de adornista, pues con unos cuantos colores de temple pintó en la galería alta unas cenefas que parecían chorizos colgados al humo, y unas flores que semejaban huevos fritos. «Ya que vienen tantos señores a verlo —decía el buen hombre—, que lo vean bien pulido».

Pues en aquel nido se pasaba Ángel algunos ratos, mayormente si volvía del cigarral por la barca. Ocupaba D. Tomé la mejor pieza de la casa, y allí tenía su inocente biblioteca de manuales y libros de rezo, la mesa con los apuntes de historia, las varias colecciones de acericos, y una detestable reproducción del Cristo de la Cruz al revés. Después de charlar un poco con su amigo, Guerra se iba a su casa, que por San Juan de la Penitencia, San Justo y el callejón del Toro no distaba más de diez minutos de la calle de los Doctrinos.

Y conviene advertir que en aquella temporada había momentos en que la soledad nocturna de las calles toledanas llegó a imponer cierto temor a la misma persona que otras veces tanto había gustado de ella. Durante toda la Cuaresma, parte por desgana, parte por imposición propia, Ángel comía muy poco, a veces tan sólo lo preciso para tenerse en pie; no reparaba con el sueño la falta de nutrición, porque apenas dormía, y se pasaba las horas meditando o leyendo, sin sentir la necesidad del descanso. De aquí provino tal vez que algunas noches le turbaran alucinaciones que si al principio le hacían cierta gracia, concluyeron por producirle indecible inquietud. Ya no era nuevo en él contemplar mentalmente su propia persona ya transformada; pero de esto a verla con los ojos de la cara había gran diferencia. Dentro de la Catedral, a la hora postrera de la tarde, poco antes de cerrar, cuando todo es allí silencio y sombras que convidan a místicos ensueños, Ángel veía que un clérigo de buena estatura atravesaba por el crucero de Sur a Norte. Desde la obscura capillita del Cristo de la Columna le miraba pasar, reconociéndose en él. «Soy yo mismo —se decía—, sólo que sin barba y con traje clerical. Bastante más delgado, eso sí; pero soy el mismo: no tengo la menor duda». El misterioso sacerdote se perdía de vista, y con la mayor ingenuidad del mundo murmuraba Guerra: «Vaya, me he metido en la antecapilla del Sagrario. Tengo costumbre de orar allí todas las tardes». Una fuerza psíquica bastante poderosa le impulsaba a seguir al que creía su propio ser, pero otra fuerza más grande, como instintivo miedo, le paralizaba. A los pocos minutos, el clérigo salía del Sagrario, atravesaba el crucero, y haciendo genuflexión ante la Capilla Mayor, iba derecho a la Puerta de los Leones, y en ella se desvanecía. «Esto sí que es gracioso —dijo Guerra, que habiendo seguido de lejos a su alter ego, se detuvo al verle desaparecer—. ¿Cómo es que he salido por la Puerta de Leones, estando cerrada?» La confusión y el mareo que sintió no pueden definirse. Las naves se agrandaban desaforadamente, hasta el punto de que viendo venir a Mariano y al perro Leal, que hacían la ronda por las capillas antes de cerrar, tardó, a su parecer, más de media hora en llegar hasta ellos. «Mariano —preguntó a gritos al campanero—, ¿está abierta la Puerta de Leones?»

—El Sr. Palomeque no ha venido esta tarde.

—¿Cómo explica usted que, estando cerrada esa puerta, he salido yo por ella? —dijo, aplicando la boca al oído del campanero, que era sordo como una empanada.

—Mañana es doble de segunda, con cuatro capas —replicó Mariano con afabilidad.

Salió Ángel murmurando: «Pues yo tengo que poner esto en claro. ¿Y a dónde habré ido ahora con mi cuerpo, y mi sotana y manteo, que bien se ve que son nuevecitos? Vaya usted a saber a dónde he ido yo ahora...»

VIII

Por la noche, equilibrado su espíritu, consideró el caso como un fenómeno mental muy en consonancia con la vida que hacía. Pero no dejaba de pensar en él. Después de las nueve, volviendo de la casa de D. Tomé, en medio de una gran obscuridad, vio delante de sí al clérigo, andando a distancia como de veinte pasos. Al principio dudó si era la imagen que en la Catedral había visto; pero pronto la tuvo por la misma que calzaba y vestía, el propio hijo de doña Sales con teja y manteo. «Me reconozco —pensó—; soy yo mismo; es mi aire, mi andar». Si aceleraba el paso, el clérigo también iba más de prisa; a veces se le perdía en las obscuridades proyectadas por las paredes de San Juan de la Penitencia; a veces, pasando bajo un farol del alumbrado público, veíale tan claro, tan claro, que todas las dudas se disipaban. Dio el fantasma la vuelta de la Cuesta de San Justo, y al ir hacia la devota imagen de Cristo que en el ángulo de la parroquia se venera, cantaba en voz clara el gradual Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem. «Es mi propia voz —decía Ángel, casi sin aliento—. Y ¡qué casualidad! ese mismo gradual lo canté yo esta tarde en la lección del Seminario; luego lo he repetido durante todo el paseo, y paréceme que ahora mismo, sin darme cuenta de ello, repitiéndolo estoy».

Al llegar junto al Cristo, ya no vio más al clérigo, y tan sobrecogido estaba, que se arrodilló un ratito con intención de rezar. Otra noche, entrando por el callejón del Toro, que es el paso más breve para la calle del Locum, sintió pisadas que venían hacia él. Arrimose todo lo que pudo a la pared, pues resulta bastante difícil el cruce de dos personas en aquel estrechísimo conducto, más bien camino de topos que de cristianos. Aunque la obscuridad era densa, como de viaje subterráneo, Guerra vio claramente su propia personalidad vestida de sacerdote, y cuando se encontraron, detuviéronse ambos, por la imposibilidad de salir de allí sin que uno de los dos retrocediera. Vio su cara como si se hallara delante de un espejo que tuviese la virtud de limpiar de barbas el rostro. Los ojos, la mirada, la expresión, el aliento eran los mismos. El fantástico presbítero le puso ambas manos en los hombros, y él puso las suyas con confianza enteramente autopersonal en los del otro. A un tiempo y con una sola voz dijo el clérigo al seglar, y el seglar al clérigo: «domine, ¿quo vadis?»

Y en el mismo instante, Ángel sintió un golpe en el cráneo, y despertó en el sofá de su cuarto de la calle del Locum. Apoyada la cabeza en la palma de la mano, ésta hubo de deslizarse, y la cabeza rebotó contra el duro brazo del mueble.

«Ha sido sueño —se dijo—. Pues otras veces no lo fue, porque despierto y bien despierto estaba.

Tres días después, la misma historia. A eso de las ocho de la mariana viole pasar por la calle de San Marcos en dirección como de San Cristóbal... Pronto se le despareció, dejándole confuso. «Sin duda —se dijo—, voy a celebrar en el Socorro». Y aquel mismo día, cansado de dar vueltas, se metió en Santa Isabel, y sentándose en el banco próximo a una de las rejas del coro, se quedó como en éxtasis, es decir, que perdió la noción del tiempo, y aun la del lugar en que se encontraba. En medio de aquella vaguedad soñolienta se le presentó su misteriosa imagen, saliendo de la sacristía y avanzando hacia él con decidido paso. Sentose a su lado, y en tono de reprensión amistosa le dijo: «¡Tú aquí tan tranquilo, rondando monjas, mientras nuestro buen amigo D. Tomé se muere! ¿No sabes que cayó gravemente enfermo hace dos días y que los médicos dicen que no la cuenta?». Restregose Ángel los ojos, y salió de la iglesia como alma que lleva el Diablo, pensando así: «Pues sueño no es, que bien despabilado estuve... Como que vi a la monja sacristana recogiendo las ropas por el cajón del coro. Bien claro lo vi... no tengo duda».

Fue corriendo a casa del capellán, y en efecto, el pobrecito había caído con una gástrica, que pronto degeneró en tifoidea de las más malignas. A Gencia y Anchuras se les podía ahogar con un cabello, tan afligidos estaban con el triste pronóstico que hizo el médico aquella misma mañana. «Luego no fue sueño —pensaba Ángel, razonando la última aparición de su yo clerical—. Y lo demuestra el haber resultado cierta la enfermedad de este bendito... Luego yo existo en otra forma, soy un ser doble, soy una proyección de mí mismo en el tiempo futuro...» No tardaron en apuntar en su mente algunas dudas, que se diseñaron mejor al poco rato, porque dio en sospechar que Teresa Pantoja le había dado cuenta la noche antes del grave mal de D. Tomé. «Hay en mí como un eco apagadísimo de la voz de Teresa contándomelo... No lo puedo asegurar; pero tampoco puedo negarlo. Es fácil que Teresa me lo dijera, y que yo lo oyese con poca o ninguna atención. No me enteré; pero en mi cerebro quedó como un dato suelto, caído, que después, al revolverse las ideas, asoma por donde menos se piensa, y lo ve uno y... De alguna manera tuve noticia del hecho, y me lo recordé mediante el fenómeno ese del dualismo... Y en último caso, ¿a qué devanarme los sesos indagando lo que hoy no es accesible a mi razón, mientras tengo delante un hecho real que reclama toda mi energía?».

Pronto echó de ver que su amigo estaba mal cuidado, pues los tíos, principalmente la señora Gencia, tenían más fe en supersticiones y artes charlatánicas que en la ciencia médica. Guerra fue a ver al Deán, protector decidido de D. Tomé; el buen señor se trasladó lo más pronto que pudo a la calle de los Doctrinos, y enterado de las condiciones deplorables en que el enfermo se hallaba, propuso que se llamase a una hermanita del Socorro.

Las aficiones de Anchuras al arte pictórico tomaron un vuelo colosal, y sus ratos de ocio, que eran muchos por estar en reparación aquellos días la fábrica de curtidos, dedicábalos al manejo constante de brochas y pinceles. Sintiéndose agitado del numen divino, quiso que su vivienda fuese digna de las visitas de los rebuscadores de rarezas, y no se le ocurrió nada mejor que pintar de amarillo y rojo todo el gracioso ornamento de las dos ventanas del patio, esmerándose en las bichas y en los flameros para que destacaran bien. En las habitaciones altas cubrió con lechada de cal hasta las vigas añosas, de un precioso tono de melaza con vetas de carey, y no pareciéndole bien el azul pálido, al temple, de puertas y ventanas, les arreó dos manos de verde de persiana, al óleo, sin reparar que en la estancia donde así desplegaba su genio artístico dormía el pobrecito D. Tomé. Entre humedades de cal, y colores frescos de aceite pasó el bendito capellán noches y días sin chistar, insensible a los accidentes de la naturaleza física, e incapaz de protestar contra las molestias aunque las notara.

A mayor abundamiento, Gencia tenía instintos prenderiles y una predisposición genial al acopio de restos, desperdicios y menudencias. Aprovechar quiso su estancia en Toledo para reunir cuanto trasto viejo cayera en sus manos, con objeto de escoger lo utilizable y llevárselo a su residencia de Erustes. Lo mismo se traía a casa la mitad de un anafre que una silla con sólo dos patas, un paraguas sin tela que una muñeca descabezada. Todo lo recogía y apilándolo iba en la sala baja y en el patio, sin perjuicio de clasificar y apartar el género con criterio genuinamente mercantil. De semejante morralla pensaba sacar partido en Erustes, en Cebolla o en el mismo Talavera, vendiéndola a buen precio. Con el trabajo crecía y se afinaba la afición, tentándole la codicia y acariciando la idea de traficar más en grande, por lo cual, a los pocos días empezó a traer trapos de diferentes telas, cascos de vidrio, fragmentos de hierro de todas clases, huesos no enteramente mondados de carne. «Yo creo —dijo a Guerra el señor Deán, al salir, echando una ojeada de repugnancia sobre aquellas improvisadas Américas—, que esto es muy malsano, y que hay aquí, con los pinceles del uno y los trebejos de la otra, bastante veneno para inficionar a media humanidad.

Tan trastornado estaba el enfermo por la fuerza de la calentura, que a nadie conocía. Su boca habíase vuelto negra; sus dedos no cesaban de pellizcar las sábanas, y a ratos deliraba espantosamente, queriendo echarse del lecho. Frecuentes hemorragias agotaban sus fuerzas, y el delirio versaba entonces sobre historia de España para niños. Su amigo Ángel era D. Fernando el de Antequera, el con de D. Julián, o Recesvinto en persona, y su tía Gencia doña María de Molina, o la propia mamá de San Fernando. Preguntábales su significación histórica, con las mismas fórmulas de catecismo del Epítome que había compuesto. Anchuras, al darle friegas en el espinazo, oyose interpelar de este modo: «Y qué hizo usted, Sr. D. Alonso, después de lo del Salado?».

Ángel tuvo con los dueños de la casa más de una reyerta, porque Gencia porfiaba que el más eficaz remedio de la calentura era un escapulario dentro del cual se introdujera bien dobladita la oración de San Casiano, y que al exterior tuviera el aditamento de la muela de un difunto. Igual fe tenía en los exorcismos y proyecciones de vaho sobre la boca, pecho y estómago del enfermo, marcando al propio tiempo cruces, con la punta del dedo mojado en aceite de una lamparita que hubiera estado encendida tres viernes delante de cualquier estampa de la Virgen.

Felizmente, llegó por la tarde la hermanita del Socorro, una tal Sor Facunda, madrileña, y desde entonces tuvo D. Tomé la esmerada asistencia que su acerbo mal exigía. El buen amigo se pasaba allí largas horas del día y de la noche, observando el proceso terrible de la enfermedad, que a los siete días de iniciada llegó a tomar un carácter aterrador, excluyendo toda esperanza. Un lunes por la mañana salió para ir a su casa, llevando la seguridad de que a la vuelta encontraría difunto al capellancito. Al regreso encontrose con una novedad que le causó gratísima sorpresa, mejor dicho, con dos novedades: la primera fue que en vez de Sor Facunda estaba allí Leré. La superioridad las había cambiado de casa. La segunda era que D. Tomé vivía.

«Milagro, milagro —dijo Guerra si poder contener el júbilo que se desbordada en su alma—. Contigo ha venido Dios a esta casa, y por entrar tú, ya el enfermo parece otro. Satanás te tiene miedo, y en cuanto te ve, recoge sus bártulos, enfermedades y pestilencias, y sale como un cohete.

IX

Tiempo hacía —replicó Leré riendo—, que no oíamos al amigo D. Ángel desatinar de esa manera. ¿Es que se le ha concluido la formalidad que adquirió no hace mucho? ¡Quiá! no, no. Ahí donde le ven, es menos niño de lo que parece. Si D. Tomé está mejor, hombre de Dios, es porque el Señor lo había dispuesto así. ¿Qué tiene que ver eso con que yo venga o deje de venir?

—Piensa tú lo que gustes, conforme a tu santa modestia, y déjame. Lo único bueno que hay en mí es esta idea que tengo de tu poder espiritual, y si la perdiera, quedaría reducido a un hombre insignificante y vulgar. ¿Por qué es disparate creer que Dios obra maravillas por intercesión tuya? Bendito error el mío, si lo es, pues equivocándome me salvé.

A todas estas, D. Tomé se había despejado, y hablaba como el que despierta de un largo sueño o vuelve de un remoto viaje. La remisión demasiado brusca anunciaba una crisis favorable. Leré le observó cuidadosamente, enterándose del plan prescripto, y examinó las medicinas, haciendo observaciones de enfermera experimentada.

«¿Tanta, tanta quinina será conveniente? Esperemos a ver lo que dice el médico. Dígame, D. Tomé: ¿no le duele el oído derecho? Puede que tenga algo de superación. ¿Comería usted un alón de pollo? ¿Tiene repugnancia del caldo? ¿Le gustaría que se le añadiera un poquitín de Jerez?»

La alcoba era irregular, lóbrega y mal ventilada, sin ventana a la calle. Seguía una sala grandona, por el estilo de la de Casado, desmantelada, sin estera, fría como un panteón. Allí, sobre la propia mesa en que el capellán tenía sus libros y papeles, veríais el arsenal farmacéutico, recetas y frascos de diferentes drogas, cucharillas, mostaza, la candileja de las veladas, el termómetro clínico y todo lo que tratamiento tan complejo exigía. Guerra explicó a Sor Lorenza el plan del facultativo, quien no tardaría en llegar, y como expresara ideas optimistas acerca de aquella favorable crisis, la enfermera movió la cabeza y dio un suspiro, indicando que no participaba de tal confianza. «En poco tiempo he visto algunas caras de enfermos, y la de este pobrecito capellán me parece que no es cara de vivir mucho. Desconfiemos de las remisiones bruscas. La tifoidea se retira, sí, pero endosando el caso a otra enfermedad peor. Dios resolverá».

El médico, que entró poco después, hombrecillo microscópico y nada joven, bastante práctico en el oficio, pareció contento de la vuelta que había dado el mal, aunque algo dijo de los peligros de la convalescencia y de si los pulmones estaban así o asá. Transcurrió el día con esperanza; D. Tomé molestado a ratos por una tos ronca y dolores vivísimos en el pecho; Leré asistiéndole y consolándole con palabras cariñosas, a veces humorísticas, atendiendo a todo con ligereza y prontitud increíbles; Ángel ayudando en lo que podía y se le mandaba, gozoso de que su maestra compartiera con él obra tan meritoria y santa.

Por la tarde se dejó ver Palomeque, y no pudo resistir la tentación de rascar las paredes de la sala buscando trazos de Diego Copín, y aunque es cierto que no encontró ni rastro de ellos, no había quien le apeara de sus temerarias opiniones. También fue Casado, que se llevó a Guerra a dar un paseo, y al volver éste, ya de noche, encontró a Leré comiendo con Gencia en un cuartito próximo a la sala, lleno de trastos viejos. Hacía las veces de mesa una voluminosa caja de cartón colocada encima de dos sillas, y las comensales se sentaban, la una en una cesta boca abajo, la otra en un rollo de persianas liadas con bramante. Aparecieron los postres dentro de un morrión de miliciano, y la botella de vino, de la cual sólo Gencia bebía, asomaba por la boca de un saquito de viaje. Otra botella desempeñaba muy bien el papel de candelero. Guardaba la tía del capellán algunas cosas dentro de la caja de un violín, igual a un ataúd de niño. Semejante instalación hubo de provocar algunas risas y comentarios graciosos. Leré, concluida la comida, se puso a rezar el oficio de la Virgen, junto a la mesa de la sala, y Ángel daba conversación a don Tomé, que parecía muy animado. Desde su lecho, por la vidriera entreabierta, contemplaba a la hermanita del Socorro, cual si con los ojos se la quisiera tragar.

«Creo como usted —dijo con recatada voz a su amigo—, que mi enfermera tiene algo de sobrenatural. Lo mismo es verla que sentir en mí un alivio, un descanso... Hasta el aire que hace al entrar consuela. ¿Qué tiene esa mujer en los ojos, que al mirarle a uno parece que le mira la propia esperanza?»

Guerra oyó estas palabras con asombro, no porque su sentido le extrañara, sino porque era la primera vez que hablar le oía con tanta animación. Nunca había sido el capellán muy amañado para expresar su pensamiento; siempre fueron sus conceptos descoloridos y vulgares. Pero ¿acaso deliraba otra vez, y la fiebre le concedía facultades imaginativas y retóricas que jamás tuvo? Mirándole de cerca, observó Ángel que los ojos del enfermo brillaban; luego siguió éste hablando de un modo tan reposado y discreto, que no cabía suponer que delirase.

«Sí —le dijo Guerra—, esta mujer es excepcional. El Espíritu Santo mora en ella. Posee un saber inspirado, revelado más bien, que excede a cuanto pudiéramos imaginar. Es la pureza misma, el compendio de todas las virtudes, persona escogida por Dios y destinada a grandes fines... lo ha de ver usted...

—Vaya si lo es —dijo D. Tomé mirando al techo—. Así lo he pensado hoy, viéndola al lado mío. Santa entre las más santas... Hoy me dormí dos veces, y las dos veces soñé que me llevaba en sus brazos hacia el Cielo... No, no crea usted que es cosa muy disparatada. ¡Peso tan poco! Soy como una pluma, y un niño me llevaría en volandas.

Guerra se asombró más, y no supo qué contestar a su amigo, el cual volvió a extasiarse contemplando a Leré, que en la sala próxima, junto a la luz, continuaba absorta en su lectura, sin sospechar que se hablaba de ella.

—De veras le aseguro, amigo D. Ángel —prosiguió el autor del Epítome dando un suspiro—, que desde que nací hasta hoy, vamos, en todo el tiempo de mi vida, no he visto una persona que me haya impresionado como esta benditísima hermana.

—Y la impresión ha sido honda —dijo el otro, algo picado—, porque se le desata a usted la lengua; piensa con más libertad y más brío, y encuentra las palabras más fieles al pensamiento. Parece usted otro hombre, amiguito D. Tomé. La crisis de anoche le ha transformado.

—Puede... La crisis fue como nube tempestuosa, de la cual salió esta hermana, esta virgen mandada por el Cielo, al modo de centella, para prender en mí y no dejarme apagar. ¡Qué mudanza de ayer a hoy! Ayer muriéndome, hoy vivo. Sin duda esta señora benditísima trae a Dios en sí. Y su entrada en esta casa fue señal de salir yo de aquella caverna dolorosa en que me consumía.

—Don Tomé, (En el colmo del estupor.) algo pasa en ese cerebro. Ahora por primera vez, desde que le conozco, le oigo a usted emplear figuras en la conversación.

—Es que parece que siento en mí una transfusión de talento. La ideal enfermera ha penetrado en mi cerebro con una luz, y adiós tinieblas, adiós telarañas que en él entretejían mil obscuridades polvorientas.

—Vaya, vaya, que estamos inspirados. Ea, no conviene excitarse, amiguito. Me temo que no va a dormir esta noche si sigue tan dado a la retórica. Déjese de hacer figuras, y consuélese con la idea de su rápida mejoría, y de que ha escapado milagrosamente.

—¡Ay, no! (Dando un gran suspiro.) Alguien me secretea en el fondo del alma que esta mejoría es para cambiar de género de muerte.

—¿Pues no dice que la hermanita es la esperanza, y que cuando le mira...? Descuide usted, que ella pedirá a Dios por su salud, y Dios no le niega nada.

—Creo, como esa es luz, que estoy sentenciado a morir pronto, y que la hermanita no podrá salvarme. Bien lo sabe ella. ¿Cree usted que no lo sabe? ¡Ay, si tuviera crueldad bastante para decir ciertas verdades, vería usted qué pronto nos desengañaba! Adviértole, amigo D. Ángel, que no temo la muerte, que casi la deseo; pero me moriría más gozoso, me moriría en la plenitud de la dicha, si la hermana Lorenza y yo expiráramos juntos.

—¡Caramba!

—Porque juntos nos iríamos a la morada celestial, y eternamente juntos viviríamos, gozando de Dios.

X

«¡Pobre niño! —se decía Ángel, que sólo le contestaba con monosílabos, incitándole de continuo al descanso. Anchuras, que acababa de cenar en la cocina, entró en la sala, de puntillas, mientras la señora Gencia, desbaratándose de sueño, bajaba casi a gatas para acostarse. La primera mitad de la noche fue mala para el pobre enfermo, que parecía deshacerse con la tos, y extinguirse en cada acceso de disnea. Sobre las once, se tranquilizó. Anchuras, que ya había descabezado más de un sueñecico, enroscándose en una silla, cogió la puerta y descendió a los aposentos del patio. Quiso Leré que Ángel se marchara; pero éste no la obedeció, temiendo que el capellán se agravase. A las doce, D. Tomé dormía, y ambos enfermeros platicaban en la mesilla de la sala, separados por una luz y varias medicinas.

Hablaron reposadamente, sin recelo alguno, con infantil abandono, Ángel dándole cuenta de su preparación para la nueva vida, Leré animándole a seguir sin vacilaciones ni desmayos. Luego se trató del Socorro, y sostuvo la hermana que la Congregación, tal como estaba constituida, apenas podía remediar parte mínima de los males que afligen a la humanidad.

«La mía, la nuestra —dijo Guerra con ardor—, tendrá una esfera mucho más amplia. Ya el arquitecto me está trazando los planos del santo retiro que levantaré en Guadalupe. Aguarda... ya sé lo que vas a decirme. El edificio no puede existir sin cimentación, y por ésta entiendes no sólo el fundamento y afirmado de piedra, sino las bases morales del instituto. A eso vamos.

—Créame, D. Ángel, el cuaderno que me llevó hace tres días no contiene más que generalidades, muy bonitas, sí, pero que no me dan luz sobre cosas tan importantes como la regla o canon que debemos seguir. Ha escrito usted cosas muy buenas acerca de nuestras relaciones con los enfermos y menesterosos; pero lo de nuestras relaciones con Dios se le quedó en el tintero. Ya sé que ello saldrá, y lo estoy esperando.

—Esa parte tan principal es de tu incumbencia.

—¡Ay, no!... Sería soberbia en mí ponerme a dictar reglas... No faltaba más... Conste que yo no soy quien funda, sino usted. La gloria, si gloria resulta, mía no será. Yo no tengo que hacer más que aceptar el puesto que me señalen, y desempeñar en él las funciones que en él me correspondan. ¿Que me echan al último lugar? Pues en él me estoy. ¿Que me ponen, como usted desea, al frente de la sección de mujeres? Pues allá me voy, y veremos si sé gobernar, pues esta es la hora en que ignoramos si saldré enteramente inepta para todo lo que no es obediencia.

—¡Inepta tú! No te achiques. Sirves para meterte en el bolsillo, no digo ya la sección de mujeres, sino la de hombres, y para regir la cristiandad entera. La persona que ha tenido poder bastante para hacerme a mí clérigo, será capaz de mover de un soplo las montañas.

—No soy yo quien ha obrado ese prodigio, D. Ángel (Gozosa, con gracejo, doblando y desdoblando un papelito.) No me cuelgue usted milagros. El Señor es quien lo ha hecho, tocándole a usted en el corazón.

—El Señor lo confirmó; tú lo hiciste. Sobre cosa tan grave, no se puede llegar a una afirmación categórica sin ahondar mucho en la conciencia. Lo que hemos escarbado y revuelto en ella no te lo quiero decir. Por fin, con ayuda de Casado, hombre muy práctico y muy buen minero de estas capas profundas del alma, he logrado encontrar la verdad, y vas a saberla, aunque te escandalice un poco. Pues...

—¿Pero qué? ¿se va a confesar conmigo? (Sonriendo, sin quitar los ojos del papelito que doblaba.)

—¿Y por qué no? ¿Por qué no repetirte lo que hemos hablado D. Juan y yo, en secreto íntimo, tratándonos de sacerdote a sacerdote, o como amigos del alma que nada deben ocultarse? Cuanto pasa en mí debes saberlo tú, que eres mi maestra, mi doctora...

—No... (Asustadilla, sin mirarle.) Guarde sus confesiones para D. Juan, y déjeme a mí.

—Don Juan es hombre observador, muy sagaz, muy zahorí, y a poco de empezar nuestras conferencias... no hará de ello más de quince días... me dice: «Amigo D. Ángel, la vocación de usted es una vocación contrahecha. La loca de la casa le engaña. Su inclinación a la vida mística no tiene más fundamento que el hallarse revestida de misticismo la persona de quien anda enamorado...» y lo soltó así, en crudo. «Trátase de una pasioncilla mundana como otra cualquiera, de las que para bien o para mal perturban a los hijitos de Adán». Yo le contesté que mi pasión mística había tenido quizás el origen que él decía; pero que ya, transvasada enteramente, era puro amor de las cosas divinas, y por lo que a ti respecta, adoración santa de un ser superior, digno de estar en los altares.

—Y D. Juan ¿no se reía de tantísimo disparate? (Mirándole con ligera expresión burlona.)

—Pues se mofaba de mí, llamándome niño inocente. Instábame a examinar bien mi conciencia, y así lo hice. En ella permanecía estampada la locura que me inspiraste, Leré de mis pecados, locura que aún miro dentro de mí, como cosa relegada a segundo término. De ti dependió que aquella fiebre se convirtiese en esta otra, ya limpia de toda liviandad, en esta ansia de nueva y mejor vida. Hay que decirlo todo muy claro para que se entienda bien. Tú, quitándome toda esperanza por el lado humano; tú, obstinada en no quererme más que en Dios, cambiaste la dirección y el carácter de mis afectos. Siempre te quiero; me dejaría matar por ti, pero el cariño que ahora te tengo es fraternal, al modo angélico. ¿Si vieras qué trabajo me costó hacerle comprender esto a Casado? Se obstinaba en que eso del amor angélico no es más que fantasmagoría... Pero tanto le argüí, y de tal modo afinó la dialéctica, que al fin no tuvo más remedio que admitir como buena nuestra mística unión.

—Eso de mística unión —dijo Leré, mordiendo el papelito tantas veces doblado—, no me hace ninguna gracia, amigo D. Ángel. Déjese usted de uniones.

—Llámala amistad.

—No prodigar vocablos que den a entender algo parecido a esos delirios tontos, que dice usted fueron origen de... (Inquieta.) A mí no me hable usted de esas cosas. Cierto que el mal pasó, pero una vez curada la llaga, no conviene manosearla, no sea que reverdezca. Todo eso que usted me cuenta de enamorarse, de querer con fuego distinto del que Dios pone en nuestro corazón para adorarle, todo eso, Sr. D. Ángel, es para mí... como si me hablara usted en chino. Ya se lo dije otra vez, si no recuerdo mal. Y lo que de ello resulta es que no reconozco ningún mérito en mí por ser como soy. No hay lucha, porque no hay estímulos de pecar. He venido al mundo con esa bendición, y Satanás maldito, que lo sabe, ni siquiera se me acerca. De modo que no me vuelva a contar si tuvo o no tuvo locura por mí, pues soy yo muy cuerda, don Ángel, y aunque no estuviera imposibilitada de corresponderle por la religión que profeso y los votos que hice, jamás me encontrará en ese terreno, del cual no digo nada, ni sé si es bueno o malo. Póngase siempre en el terreno de la religión y nos entenderemos.

—En él estoy. No hago más que referir historia, y mostrarte la evolución de mi espíritu. Me has acrisolado, hija mía, y la prueba de ello es que puedo hablar contigo de cosas tan delicadas sin peligro ninguno, sin recelo de que vuelva yo a los diabólicos orígenes de esta veneración que siento por ti. No creas que esto es nuevo. Si se hubiera escrito todo lo que han sentido muchos que fueron santos, leeríamos páginas semejantes a esta que hoy saco a relucir ante ti. Que te quise con amor distinto del que ahora siento. Que me hubiera casado contigo. ¿Pues qué duda tiene? ¿Por qué no he de decirlo si es verdad? No, no puedo abominar de haberte querido en otra forma. Ya, ya sé que no me habrías correspondido nunca. No hay que repetirlo tanto. No podemos variar la naturaleza de las cosas, y el ser tú como eres es la causa verdadera de que yo haya venido a ser como soy. Y si ahora...

A esto llegaba cuando D. Tomé, despertando, dijo en alta voz y tono de canto llano: Salvum me fac Deus: quoniam intraverunt aquae usque ad animan meam. Infixus sum in limo profundi: et non est substantia.

XI

Nunca le había oído Guerra cantar en voz alta, como no fuera en los oficios. Sano y en la iglesia, nunca entonó tan bien ni con tanto brío como postrado en el lecho, medio cuerpo ya dentro de la sepultura. Fue verdadero canto de cisne. Pasó el resto de la noche inquietísimo, entre toses horribles y disneas que le ahogaban. No quería que la hermana se separase de él ni un minuto, y para suplicarle que estuviese presente, su voz tomaba tonos infantiles, quejumbrosos. Semejante transformación del carácter anunciaba una crisis nerviosa de las más profundas, y el médico lo declaró así por la mañana, con pronóstico muy poco lisonjero. Si Dios no hacía un milagro, D. Tomé sucumbiría de una tisis pulmonar galopante, y a la ciencia no le quedaba nada que prescribir, como no fuera paliativos. La exaltación afectiva marcábase más a cada instante, determinando un desusado brillar de la inteligencia. Bien pudiera decirse que le había salido imaginación, como pudiera salir un tumor. En las cavidades cerebrales debió de verificarse fenómeno parecido a la erupción volcánica, al modo que en un olvidado y frío monte se abren cráteres que vomitan fuego. Fuera de los accesos que avisaban la muerte, como delanteros o heraldos, D. Tomé no padecía físicamente, y en lo moral, el delirio de amor sobrehumano producíale delicias inefables que arrebolaban su rostro y encendían su mirar. Al contrario de lo que en las postrimerías de los tísicos suele acontecer, el capellancito no hacía proyectos de vida, sino de muerte, ni perseguía la quimera de ponerse bien. La ilusión que tenía de áureos matices sus últimos instantes era morir santamente. ¿De dónde provenían las palabras tiernas que brotaban de sus labios, de dónde las ideas luminosas que relampagueaban en su cerebro? No es fácil decirlo. Pero aquel arrebato de amor espiritual no habría sido tan vivo y ardiente sin la presencia de la hermanita del Socorro. Mirándola se quedaba como en éxtasis, y pronunciaba frases y expresiones que podrían conceptuarse dichas por un ser intruso, escondido en la caduca armazón corporal del pobre don Tomé.

«Bien veo ahora —le decía—, que somos hermanos, que nuestras almas suenan acordes. ¿Por qué no nos conocimos antes? Dios dispuso que viviéramos ignorado el uno del otro, hermanos místicos que vagan errantes por diferentes regiones, y que se juntan en el abrazo de la muerte, en ese abrazo que nos da la impresión de calor del seno de Dios nuestro Padre... Hermana Lorenza, ¡qué dicha tan grande morir en vuestros brazos! Vos deseáis morir también. ¿Cómo no, si apenas sois humana? Dios dispone que a mí se me acabe el destierro antes que a vos, porque no tengo aquí ninguna misión grande que cumplir. Mi insignificancia me redime antes que a vos vuestra grandeza. Pero se os guarda en la mansión etérea un trono de los más altos, y cuando vayáis, me encontraréis prosternado en el más bajo escalón de él.

Leré no sabía qué responderle. Semejante lenguaje no concordaba con su manera llana y natural de producirse. Sus palabras piadosas eran glosadas al instante por D. Tomé con el énfasis sermonario de que atacado estaba, como de intensa fiebre. «Mirándoos, parece que me encandilan los resplandores de la celestial Sión, esa cumbre excelsa cuya luminosa gala no es apreciable a nuestros flacos sentidos. Oyéndoos, paréceme que oigo las armonías angélicas. Miradme, sostenedme con vuestra voz mientras yo tuviere algo de vida, pues cuando os alejáis de mí, véome rodeado de tinieblas y de un silencio triste».

Gencia se apartaba llorando y decía: «¡Pero qué malito está! No habla cosa alguna al derecho». Por la tarde, la inquietud insana se había calmado, y la beatífica adoración de su enfermera presentó carácter más humano y razonable. Ya no usaba el enfático tratamiento de vos. «Hermana Lorenza —le dijo—, dichosos los enfermos que usted asiste, por que se ven tocados por esas manos divinas y alentados por ese corazón que a Dios pertenece. No sé en qué consiste que ahora, próximo a entregar mi alma a Dios, todo lo veo claro, y a usted la veo como una santa. Déjeme besar la orla de su vestido.

—Don Tomé, por Dios (Con afabilidad graciosa.) no me confunda con alabanzas tan estrepitosas. ¡Santa yo! ¿en qué lo ha conocido?

—¡Ay, no me equivoco... hermana! Sin acabar de salir de este mundo, principio a llegar al otro. Tengo la mitad de mi ser aquí, la otra mitad allá. La mitad de allá me da la penetración de las cosas humanas. No me parezco a mí mismo. Mi entendimiento siente ya las ramificaciones con la ciencia eterna. ¿Cuándo me veré enteramente libre? ¿Cuándo podré exclamar con toda mi alma: exultet iam angelica turba caelorum?

En esto, entró Guerra de la calle, y el capellán le dijo: «D. Ángel, habría sentido irme sin darle un abrazo. Es usted de los buenos. Pero aún le falta andar parte del caminito para desprenderse de algo malo que se adhiere a su costra mortal. Viva como yo en la obscuridad, en la pobreza humilde, sano de cuerpo y espíritu, sin pretender nada, en absoluta castidad, sin las sacudidas de la pasión mundana, amando sólo a Dios y la mirada siempre fija en la muerte. Así, cuando le llegue la hora, estará tan tranquilo como ahora yo lo estoy».

Guerra le abrazó conmovido, y no supo qué decirle. El consuelo vulgar de ilusionarle con la vida le pareció improcedente.

«La hermana seráfica —prosiguió D. Tomé—, queda encargada del amigo querido para encaminarle allá, y así nos juntaremos los tres en la eternidad dichosa.

Leré se apartaba para que no la viese llorar, y volvía con semblante risueño a satisfacer el ansia de oírla y verla que aquel bendito sentía, satisfacción que era como anticipado goce de la dicha celestial. Luego rezaron los tres, y por iniciativa de D. Tomé leyeron el oficio de difuntos. Alternativamente leían Leré y Ángel, y el enfermo, que se sabía de memoria casi todo el texto, cantaba de vez en cuando con entonación fervorosa algún versículo: Audivi vocem de caelo dicentem mihi: Beati mortui qui in Domino moriuntru... Requiem aeternam dona eis, Domine. Et lux perpetua luceat eis.

Temiendo fatigarle, suspendieron la lectura; pero él les incitaba a seguir, y no quería más conversación que aquella, ni otras suertes de distracción. La hermanita rezó un rato en voz baja, el rosario entre los dedos, D. Tomé le respondía sin quitar de ella los ojos. Por último rompió a cantar con exaltado acento la antífona: Vidi turbam magnam, quam dinumerare nemo poterat, ex omnibus gentibus, stantes ante thronum. Y después: ¡O quam gloriosum est regnum in quo cum Christo gaudent omnes Sancti! Amicti stolis albis sequuntur Agnum quocumque ierit. Vinieron luego los comentarios del texto, en los cuales desplegó todo su entusiasmo y exaltada facundia. Leré no le quitaba los ojos cuando el pobrecito capellán describía la turbamulta de santos en las regiones de bienaventuranza, vestidos de blanquísimos cendales, siguiendo al Cordero, al Cristo por donde quiera que iba.

Aunque el médico auguró aquella tarde que D. Tomé no llegaría al día siguiente, ello fue que pasó la noche con relativo bienestar, y la aurora le encontró como dispuesto a seguir tirando. Su propio fervor de muerte prolongaba las palpitaciones de la vida, y reanimaba el cuerpo miserable. Fue el Deán a verle y también Casado, y hallándole con bastante despejo, ordenaron que se le diera el Señor, lo que se cumplió con humilde majestad, si así puede decirse, en la tarde de aquel día. D. Tomé parecía iluminado por resplandores sobrenaturales. Su rostro no era el mismo. Su demacración le embellecía, y el gozo vivificaba sus muertas facciones. Sin haberle visto no se podría formar idea de la unción ferviente con que dijo las palabras: Domine, non sum dignus... etc.

A la conclusión cantaba a media voz el salmo: Celestis urbs, Jerusalem —Beata pacis visio —Quae Celsa de viventibus —Saxis ad astra tolleris, etc...., llegando hasta el final sin olvidar un solo verso. Leré y Guerra no podían contener sus lágrimas. Y él les dijo: «¿A qué ese llanto, si debéis festejar mi partida y despedirme con canciones de triunfo?».

Cayó después en un colapso, del cual no creyeron que saldría; pero la vida se agarraba al cuerpo por vicio de costumbre. Lo más particular fue que hasta tuvo apetito aquella noche, y tomó algún alimento, quedándose dormido después con tranquilo sueño. Leré, rendida, se fue a descansar un rato en un cuarto próximo al de los trebejos, en el cual Gencia le había puesto un colchón sobre el duro suelo y una manta. Ángel en tanto hizo la guardia en la sala, primero leyendo o meditando, y atormentado al fin por pensamientos que le hicieron pasar horas amarguísimas, las cuales habían de ser, por razones que él mismo dirá, memorables.

A la madrugada, sintió rezongar a D. Tomé, y acudió junto al lecho. Reclamó el capellán su enfermera, sin cuya vista no podía pasarse, y Guerra le dijo que convenía no interrumpir el sueño de la pobrecita hermana, pues no podía tenerse ya de puro fatigada. Convino el enfermo en dejarla descansar, y entabló con Ángel uno de aquellos diálogos espirituales que eran como el numen sibilítico de su vida expirante.

«¡Qué feliz soy, amigo mío! ¡Ay, quién tuviera autoridad para dar a usted un consejo, en mi despedida de la existencia, al estrechar por última vez la mano de un amigo que ha sido conmigo tan bueno!

—No es preciso que usted se muera —le dijo Guerra—, para tener autoridad ante mí.

—Pues si mi palabra tiene algún valor para usted, las últimas que le digo son que persista en su idea de hacerse sacerdote, sobreponiéndose a los desfallecimientos y flaquezas que pudieran asaltarle. ¿Verdad que hay flaquezas, dudas y desmayos?

—Ya lo creo... ¡Cómo adivina usted, y qué claro lo ve todo! —dijo Guerra afligidísimo, pues aquella noche su alma se había llenado de sombras—. No merezco la benevolencia de un ser tan puro y santo. Amigo mío, soy un miserable: lo digo sin atenuación alguna, sin falsa modestia. Nada más tonto que la ilusión de querer regenerarme. Mis caídas son tremendas. La indignidad de mi ser al propio Satanás espantaría.

—¿Qué es ello? ¿Ha tenido algún mal pensamiento?

—¿Uno solo? (Golpeándose la cabeza.) Diga usted que no hay en mí pensamiento que no sea malo.

—Cuando salen víboras, se lucha con ellas y se las estrangula.

—Eso intento, eso quiero; pero... ellas son las que me estrangulan a mí.

—Encomiéndese a Dios y a la Virgen.

—Ya lo hago, hombre, ya lo hago, y... Gracias a mis esfuerzos no me he perdido aún, pero me perderé, crea usted que me perderé. Hay dentro de mí una raíz mala, que a veces parece muerta; pero está tan viva como yo, y cuando menos lo pienso, echa unos brotes que me cogen toda el alma y me la ahogan, me la envenenan.

—Ánimo, D. Ángel. No se conquista en una hora la fortaleza tremenda de uno mismo, defendida por nuestros hábitos, por nuestros apetitos que, como familiares, conocen muy bien todas las entradas y salidas.

—Pero usted, ¿cómo sabe esas cosas?

—Por experiencia propia nada sé. He sido desde chiquito un caso de hombre teórico. Mis ideas vienen de fuera, no de dentro.

—Bienaventurados los que no conocen el mal sino por lo que oyen, o por lo que les cuenta un libro.

—Al contrario, bienaventurados los que lo ven vivo, dentro o alrededor de sí, porque esos tendrán el gusto y la gloria de patearlo.

—Cuando no son pateados por él. (Con amargura.) No, amigo D. Tomé, vale más ser así, como usted; nacer inmune, nacer tibio y refractario a las pasiones.

—No, no, vale más luchar... Amigo D. Ángel, sea usted animoso; hágase fuerte. Meta en un puño a esa maldita concupiscencia, que es la que surte de condenados el Infierno.

—Lo sé ¡ay! lo sé.

—Paréceme que ya es de día —dijo el enfermo, variando bruscamente de ideas—. Entra la claridad del sol, de ese sol que ya no veré más, porque hoy me muero, hoy sin falta. ¿Qué quiere usted apostar? Pero valiente cuidado me da a mí de no ver esta candileja, cuando veré otras, y miles de millones mucho más resplandecientes.

—¡Y que serán bonitas! Pero a mí me da el corazón que no las verá en algún tiempo. Hoy está usted mejor.

—¿Mejor? Por dentro empezó ya la desbandada. La vida se va retirando. Ya no la siento sino en algunas partes de mi naturaleza... Y cuanto más pronto mejor. Dios que me ha hecho tantos favores dándome unas cosas y privándome de otras, me concederá una agonía fácil... (Con volubilidad.) Dígame... en confianza. Estos días pasados, cuando deliraba, ¿he dicho muchos disparates?

Guerra le tranquilizó, asegurándole no haberle oído nada que no fuera la misma discreción. «Hablaba usted de Historia».

—¡Ah! (Dándose una palmada en la frente.) Ya no me acordaba de que he sido profesor de Historia. Veo mi ser antiguo como si fuera una vida lejanísima, una vida mil años ha, con largo espacio de muerte entre ella y la actual, si es que la actual merece nombre de vida. ¿Con que hablé de Historia? Ahora recuerdo que me atormentaba la idea de numerar los Reyes de Castilla con la cifra que les correspondía como de León... Y dígame: en otro orden de cosas, ¿no disparaté? Porque la hermana Lorenza, por su bondad y su cara risueña y tranquila, me impresionó de tal modo que creo haberle echado flores, como si en mí resurgiera un ser nuevo.

—Nada le dijo usted que no pudiera decirle yo, u otro cualquiera de los que tanto la admiramos.

—Bien; me tranquilizo. Criatura sin igual es la hermana Lorenza. Yo, si pudiera, la cogería entre mis brazos, la apretaría fuerte, muy fuerte, y me la llevaría conmigo. Hágase usted cargo de la absoluta pureza de este amor, remedo del de Cristo a su esposa mística la Iglesia. Me creerá usted cuando le diga que en mí no existe ni ha existido jamás nada que ni remotamente trascienda a sensaciones de amor físico o sensual. El Señor me hizo este beneficio desde que me puso en el mundo.

—Lo creo, lo creo.

—Y soy tan puro hoy como el día que nací. Por eso, no vacilo en abrazarme con la hermana Lorenza y en regalar su oído con palabras cariñosas. El lenguaje místico se parece al que no es místico. La diferencia está en la limpieza de los labios que lo pronuncian. Los míos no articulan palabra que no se pudiera decir a la hostia consagrada. Y lo mismo que beso el ara donde consagramos el pan y el vino, besaría el rostro de la hermana Lorenza. ¿No haría usted lo mismo?

—¿Yo?... Creo que no.

—¿No lo intentará siquiera? ¿No se educará para llegar a eso?

—¡Educarme! ¿Cómo?

—Azotando la propia naturaleza con disciplina de pensamientos castos, y si es preciso punzantes. Así lo recomiendan las obras piadosas escritas por santos y sabios que fueron pecadores. Yo, como no lo he sido, repito la receta, sin añadir nada por cuenta mía. Sólo digo a usted que nunca tuve de hombre más que la apariencia, y esa no muy clara, porque un amigo mío que conmigo tenía gran confianza me dijo un día: «Tomé, ¿sabes lo que cuentan de ti los compañeros? Pues dicen que tú no eres hombre, sino una mujer disfrazada». Al oír esto, amigo D. Ángel, sentí cólera, la única vez que en mi vida la he sentido, y cierto rubor, cierta vergüenza... Me eché a llorar... Después, en distintas ocasiones de mi vida, me atormentaba la idea de que la gente creyese, como dijo aquel pícaro, que yo era mujer disfrazada de cura. Disparate, Sr. D. Ángel; pero disparate a medias, porque yo no soy mujer, pero tampoco hombre: soy un serafín... ¿Qué... no lo cree?

—¿Pues no he de creerlo?

—Quiero decir que en la tierra he sido todo lo serafín que se puede ser, o de pasta y pura calidad serafinesca

XII

Apareció Leré, la cara risueña, fresca, recién lavada con agua fría, y sus primeras palabras fueron para informarse de cómo estaba el niño. Empleaba un tono semejante al que se emplea con las criaturas. «Bendita sea usted y benditísima la hora en que vino al mundo —le dijo D. Tomé cruzando las manos.

Púsose a rezar mientras Leré cogía la escoba para barrer la sala. No tardaron en sentir a la señora Gencia, revolviendo en el patio, y ella y Anchuras, saltando sobre montones de trapos, huesos y herrajes, subieron a ver cómo había pasado la noche el sobrinico. Quiso Gencia quitarle la escoba a la hermana; pero ésta no lo consintió. Al fin tuvo que soltarla, porque al capellán le dio una congoja tan fuerte que creyeron se quedaba en ella. La tía, que fácilmente se acobardaba, empezó a llorar como un ternero. El médico, que vino cuando D. Tomé no había salido aún de su paroxismo, mandó que trajeran la Extremaunción, y Ángel fue a avisar a San Justo. Al llegar con el cura que traía los Santos óleos, D. Tomé se había repuesto, y recibió el Sacramento en estado de completo despejo mental. Conmovedora fue la ceremonia, y admirables la serenidad y alegría con que el moribundo se dejó imponer la cristiana unción, señal de ser despachado irrevocablemente para el otro barrio.

Concluido el acto, y retirado el coadjutor de San Justo, D. Tomé se despidió de todos, haciendo a Gencia y Anchuras mil prolijas recomendaciones para que las transmitieran a la familia, y distribuyendo su peculio, consistente en setenta y dos reales y algunos céntimos, entre los parientes más pobres. Los efectos que poseía los repartió también, dando a Guerra casi todos sus libros, a Teresa Pantoja, que se apareció por allí, los acericos y un San Antonio, y a Palomeque dos mapas y el Cristo de la cruz al revés. Mandó que su ropa se repartiera entre los pobres que la quisieran, y tuvo un recuerdo de piadosa amistad para el rector del colegio en que daba lecciones, para los alumnos, para las monjitas de San Juan de la Penitencia, que seis veces al día mandaban a la portera con afectuosos recados. Quitose luego dos escapularios que tenía, y los destinó a su madre, entregándoselos a Gencia. El breviario fue para Guerra, y un librito de rezos en castellano, muy mono y con viñetas, para Leré, acompañado de dos o tres medallas y de una cruz con el corazón de Jesús en medio y un pelícano en la cabeza.

«Sería gracioso —dijo recostándose fatigado del esfuerzo de la distribución—, que listo ya para marchar, y bien despedido y encomendado, resultara que la muerte me desprecia. No, Señor mío amantísimo, no, Virgen Santa, no me digáis que tengo que vivir más. ¡Viva la muerte, y muera la vida! Pronto, pronto. Quítenme, quítenme esta putrefacta envoltura, que me pesa y me incomoda. Pase a ser propiedad de los señores gusanos; y que les aproveche. Ya no respiro más que con la cuarta parte de un pulmón; ya no sé lo que es paladar; ya no puedo mover las piernas. El oído me falta, y la vista se me enturbia. Hermana Lorenza, aunque me quede ciego y vivo, os veré, porque estampada estáis en mi alma. Muerto y renacido, allá os veré mejor, y vos me veréis a mí, porque entre uno y otro no mediarán las tinieblas de la muerte. Vos viva, morís conmigo, y yo muerto, vivo en vos, porque nuestros espíritus no reconocen distancias de tiempo ni obscuridades de espacio... Señor y Padre mío, acogedme, no me dejéis aquí... ¡Ah! por fin me lleváis, ¡oh dicha! Ya subo. ¡Qué tristes estarán allá abajo los que siguen en aquel horrible destierro, cargando un cuerpo todo miseria y necesidades asquerosas! ¡Y cómo les deben pesar aquellas carnazas, todo aquel matalotaje de piernas, brazos y estómago! Yo sí que soy feliz ahora: ya no tengo huesos, ni pulmones, ni corazón, ni nervios, ni nada de aquella piltrafería inmunda. Apenas me que da un poquillo de sesos, que se van escurriendo y dejándome limpio... Ya se acabaron los sentidos; ya no tengo tacto, ni vista, ni me moría... no me acuerdo de nada... ya no sé lo que es hambre y sed. Las últimas gotas de sangre se desprenden y caen. Las siento escaparse de mí y dejarme puro. Dentro de un momentito veré a Dios con otros ojos, con otra suerte de mirar y de ver, y por más que discurro no acierto a figurarme cómo será. Es que aún no me he desprendido de toda aquella costra grosera... Ya, ya... ya no padezco, no siento nada; ya no...

Las diez serían cuando el pobre D. Tomé, inerte en el lecho, balbucía con incierta voz aquellas descosidas expresiones. Lo que dijo después no se entendió. Eran sonidos inarticulados que se confundían con la cadencia lenta de la ya difícil respiración. La agonía fue larga, pero serena, sin sufrimiento, y expiró cuando el reloj de la Catedral cantaba con pausada retumbancia las doce.

Anchuras y Gencia hicieron duelo estrepitoso en una tesitura que no podía durar. En la primera media hora, creyérase que perdían un hijo; en la segunda, que era sobrino el muerto; en la tercera, primo en tercer grado, ya la cuarta ya era D. Tomé pariente lejano. Retirose Leré, después de orar un buen rato de rodillas junto al cadáver, que amortajaron Ángel y Anchuras, poniéndole un hábito de San Francisco mandado por las monjas de San Juan, y encima el traje de cura. Como no tenía carnes que perder, no se desfiguró, ni parecía menos vivo en el féretro que cuando yacía durmiendo en su angosta cama. Ángel no se separó de él sino el tiempo preciso para ir a cenar a su casa.

Día fue aquel para Guerra de los más críticos de su vida, lleno de cruelísimas dudas, de abatimientos que le desplomaban el alma a los profundos abismos, de negra tristeza y de presagios horribles. Caldeada la cabeza por un continuo batallar con dos o tres ideas, salió después de anochecido, y no había llegado a San Justo, cuando apareció delante de él la visión del clérigo, su propia persona con sotana, manteo y teja. En vez de temor, como otras veces, sintió enojo de aquel encuentro, y acelerando el paso se aproximó al fantasma y le puso la mano en el hombro. Volviose la sombra, y al mirarle de cerca la faz, Ángel dio un grito de sorpresa, pues el tal no era una imagen de simple apariencia espectral, sino el propio D. Eleuterio García Virones, muy conocido en Toledo, de complexión fuerte, clerizonte llorón, estrafalario y mísero que pasaba por buen latino, y solía predicar sermones gerundianos en los pueblos de la provincia.

«Dispénseme —le dijo Guerra—. Yo creí que era...

—¿Quién?

—Un amigo mío... pero muy amigo. El andar, la estatura... vamos; que se confunde usted con...

—Celebro confundirme con sus amigos para tener el gusto, el honor... —dijo D. Eleuterio con refinada amabilidad—, de que usted me hable. ¡Ay, Sr. D. Ángel! este encuentro casual me parece a mí que es cosa de la divina Providencia. Si yo le asegurara que en el momento de sentir su mano en mi hombro, venía pensando en usted... ¿qué diría?

—Pues diría que... no diría nada.

—Pensaba en usted ahora, sí señor; recordaba que sólo una vez tuve el gusto de verle en el cuartito bajo de Granullaque, y me condolía de no tratarle más para atreverme a pedirle un favor.

—¿Un favor... a mí?

—A usted que tan grandes los hace a cuantos tienen la suerte de... Dispénseme; este encuentro providencial me produce tal trastorno...

—Explíquese mejor y dígame en qué puedo servirle.

—Pues como los tiempos están tan malos, Sr. D. Ángel, (Dándole la derecha y caracoleando a su lado con oficiosa cortesía.) he pensado que esa capellanía de monjas que ha dejado vacante el pobrecito Tomé, le vendría muy bien a un servidor. En ello venía pensando ahora, y decía: «Si ese D. Ángel Guerra me quisiese apoyar, estábamos de la otra parte. Porque él tiene gran metimiento con las monjitas de San Juan, y metimiento con el cabildo catedral, y metimiento en Palacio...»

—Calle usted, hombre, y ponga punto a esos metimientos, que sólo están en su imaginación.

—Yo sólo que me digo, y dispense. Me llamo Eleuterio Virones, muy servidor de usted. Si se digna echar un memorial por mí, y lo toma con empeño, mía es la plaza; dos mil cochinos reales al año; ya ve usted que turrón. Pero con eso y algo que saque por otro lado, nos iremos arreglando. Creen algunos que no hay más pobres que los que piden a las puertas de las iglesias, y otros andan por ahí, vestidos de paño negro, que merecen más el óbolo de las personas caritativas.

—Pues que Dios les ampare —dijo Guerra, que aquella noche no estaba en disposición de soportar tales acometidas en medio de la calle—. ¿De dónde saca usted...? Yo no puedo, no puedo...

Y se alejó rápidamente hacia la Tripería para poner punto final. Quedose el otro en medio de la plazuela de San Justo, sorprendido de las despachaderas poco urbanas del Sr. de Guerra. El cual no se había alejado cien pasos cuando sintió resquemor de conciencia por su desconsideración con aquel infelizote; y como hombre de impresiones repentinas y de cambiazos bruscos en el temperamento, volvió a la plazuela, y viendo al clérigo retirarse cabizbajo hacia la Cuesta de San Justo, le llamó con grandes voces.

«Eh! D. Eleuterio... venga acá... dispénseme... iba distraído. Yo tendré mucho gusto en servirle, sí, hombre, mucho gusto, y haré los imposibles. Si de mí dependiera, mañana mismo».

Poco faltó para que el otro le besara la mano. Fue dándole matraca hasta la calle del Locum. Cenó Ángel de prisa y corriendo, y se volvió a la guardia y vela del cadáver de su amigo, no separándose ya de allí hasta la hora del entierro, las diez de la mañana, el cual fue modestísimo, acompañado de unas veinte personas, entre las cuales descollaban el Deán, Palomeque y D. Juan Casado. Los anónimos eran dos o tres caballeros de paño pardo, naturales de Cebolla o Erustes, otros tantos compañeros de Anchuras, algún profesor del colegio en que el difunto enseñaba Historia, el sacristán y acólitos de San Juan. Pocos llegaron hasta el cementerio, entre ellos Guerra, con quien volvió su inseparable amigo Casado, platicando de cosas tan interesantes, tan íntimas, tan graves, que bien merecen ser puntualmente referidas.

Capítulo II. Casado confesor y consejero

I

Dieron tierra al inocente D. Tomé poco antes de las doce de un día espléndido, sin una nube en el Cielo, día primaveral, risueño y consolador que se metía por los poros y por los sentidos, alegrando sangre y alma, y fortificando las fuentes de la vida. Aun dentro del cementerio no resultaba triste la mañana. Cantaban los pajarillos sobre las sepulturas, y en las abiertas y vacías se colaba el sol vivificador como si de broma quisiera enterrarse. La caja que guardaba el cuerpo seco y frío de D. Tomé cayó en lo profundo silenciosa, y se agazapó allí dentro como en un nido, que había de ser eterno. Los que conocían bien al muerto se figuraban a éste gozoso en el acto de recibir encima la sábana de tierra y abrigarse con ella. No se oyeron lástimas tiernas ni suspiros hondos. El sacristán de las monjas echó de menos un ramo de azucenas en las manos yertas del difunto.

Guerra y Casado salieron. El segundo no podía estar triste, aunque las conveniencias se lo ordenaran, y la mascarilla fúnebre, de rúbrica en todo entierro, se le iba cayendo a cada paso que daba hacia la ciudad. A los doscientos pasos, ya la mascarilla se había desprendido enteramente del rostro feo, que por compensación era simpático, y fiel espejo reproductor de las alegrías de la Naturaleza. Atravesando el Campo de tiro en dirección a Merchán, entablaron un diálogo memorable del cual no conviene perder punto ni coma.

CASADO. — —¡Pobre D. Tomé, alma de Dios! Dentro de un mes, dentro de pocos días, mañana quizás, ya nadie en el mundo se acordará de él, como no sean su madre y hermanos.

GUERRA. — —Vea usted... Un ser puro, que llega a la edad viril conservándose niño, conservándose ángel, desaparece sin dejar rastro de sí, sin que la humanidad experimente la menor emoción. No hizo mal alguno, representó en la Tierra la doctrina pura de Cristo, y la Fama no se ha enterado de su existencia. Cae con menos ruido que la hoja del árbol.

CASADO. — —¿Y qué? ¿De cuándo acá los escogidos de Dios necesitan bombo de gacetilla como el que se administra a los autores de comedias, o a las señoras que dan un baile?

GUERRA. — —Se ha dicho: «Bienaventurados los pobres de espíritu...» Y yo pregunto: «¿Hay alguien, entre los que hoy se conceptúan personas superiores dentro del catolicismo, que envidie al pobre D. Tomé y que desee vivir y morir como él?» Más claro, ¿hay alguien que se proponga tomarle por modelo?

CASADO. — —En vez de hacer preguntas, amigo mío, afirme usted, propóngase tomar por modelo al susodicho D. Tomé, que de Dios goza. Por mi parte, creo que cada cual debe cultivar el bien en sí, según las condiciones de su propia naturaleza. La condición angélica no es concedida a todos, mejor dicho, hay distintos modos de ser angélico, sin fijarnos en este o el otro caso. Variadísimo es el reino de la naturaleza espiritual. Hay mamíferos, aves y moluscos. Qué ¿se ríe usted? Pues yo sostengo que nunca el caballo debe echarse a volar, y que el pájaro no debe hacer vida de ostra. Conque, a otro tema... ¿Pero ha visto qué día tan hermoso? ¡Qué bien viene la hierba, qué florido está el campo! La nostalgia de mi querida Sagra me consume ya, y, Dios me lo perdone, mal año para las señoras esas del Socorro que me tienen preso, ausente de mi afición. Si Laureano Porras sigue mejorando, con la ayuda del Señor, no es mal esquinazo el que les voy a dar el mejor día a mis ovejas provisionales.

GUERRA. — —Egoísta. ¡Y que están poco contentas las hermanas con su pastor interino!

CASADO. — —Yo también lo estoy con ellas; pero ovejas por ovejas, me divierten más las merinas. Llámeme usted egoísta: sé que lo soy. Llámeme enamorado: tengo mis amores allá, y estoy como los novios ausentes que miran a la luna. Dentro de algunos días no habrá quien me vea el pelo en esta ciudad que dicen es un tesoro de arqueología cristiana. Yo se lo regalo a los anticuarios, a los artistas españoles y extranjeros que vienen en bandadas por ahí, y me voy a mis geórgicas prácticas y reales, harto más bonitas que las que compuso el Mantuano. No quiero nada con Toledo. Harto estoy de ver curas feos y cadetes bonitos, paredones mudéjares y cresterías góticas. Con que si quiere venirse conmigo, verá qué buenos días pasamos.

GUERRA. — —No puedo. Y siento mucho que usted se me vaya, porque ahora quizás le necesite más que nunca.

CASADO. — (Con extrañeza.) —¿Para qué me necesita, voto a tal, si ya puede soltar los andadores? Ahora vamos como por carriles... (Observándole preocupado.) ¿Pero qué? ¿se tuerce la vocación? ¿Ocurren dudas, vacilaciones?... Dios nos tenga de su mano.

GUERRA. — —Ocurre algo de lo que usted dice, y algo más. Ocurre que me tengo por hombre indigno de abrazar el estado eclesiástico.

CASADO. — —¡Ay de mí! ¿tropezoncitos tenemos? Pues al caballo de buena sangre, se le tira del freno y arriba con él... Pronto, dígame qué le pasa. ¿Es cosa de conciencia?

—De conciencia.

—¿Actos o simplemente pensamientos?

—Pensamientos que no son menos graves que los actos, amigo D. Juan.

—Pues a desembuchar... Pero aguárdese un poco. Somos naturaleza flaca, y los grandes problemas morales no deben impedir que nos alimentemos. Al contrario; en cuerpos desmayados no anidarán jamás grandes resoluciones. Por consiguiente, almorzaremos, si usted no se opone a que rindamos este tributo a la vil materia. ¿Quiere hacer una cosa?

—Lo que usted disponga.

—Pues vámonos a casa del amigo Granullaque; nos meteremos en el cuartito bajo, y charlaremos allí todo cuanto nos dé la gana. ¿Conformes? Pues ahora, vaya desembuchando por el camino... ¡Ah! no olvidar que hoy es vigilia: supongo que la vil materia no se opondrá a que cumplamos con la Iglesia. Bueno: conformes también. Adelante... ¿No se atreve con el grave caso de conciencia? ¿Quiere que le haga preguntas como a los niños y a los soldados?

—No, no necesito anzuelo. Pues, verá usted. Estos días últimos... y noches, debo añadir... pasados junto al pobre D. Tomé con la hermana Lorenza...

—¡Ay, ay! D. Ángel de mi vida.

—No... no crea...

—Me asustó usted. Vamos, siga.

GUERRA. — —Pues anteanoche, sí, la noche antes de morir el capellancito, me quedé allá. Por el día vi a la hermana Lorenza y hablé con ella, sintiendo en mí la adoración respetuosa que tanto ha influido en la mudanza de mi carácter y de mis inclinaciones. Nunca me pareció tan divina, nunca tan ideal, nunca tan adornada de esa belleza mística y...

CASADO. — —Malo, malo... Esas místicas hermosuras me escaman a mí mucho, porque fácilmente se come el diablo lo místico dejando sólo lo plástico. Siempre quiebra la soga por lo más delgado.

—Cuanto ella dijo pareciome lo más hermoso, lo más sabio, lo más tierno...

—Tampoco lo tierno me gusta. Ojo con esas blanduras que...

—En resumen, que en toda aquella parte del día, no sentí ninguna turbación malsana, como no fuera un sentimiento de celos o envidia de D. Tomé, por figurarme que Lorenza le creería más cristiano a él que a mí, y le amaría más... Pasó aquel desvarío, dejándome una exaltación de piedad, un ansia vivísima de ser puro y santo como ella, una impaciencia abrasadora de entrar en la vida eclesiástica. Pero a la noche...

—Ya, ya lo veo. Que no todas las horas son iguales. El sol las trae buenas y la luna las trae detestables. No bastan a veces los mejores propósitos. Se necesita cálculo para evitar las ocasiones, y huir de las horas malignas como de trampas dispuestas por ese peine de Satanás, que es más listo, pero más listo...

—Cuando volví de cenar en mi casa, ya un poco tarde, Gencia, que estaba de guardia junto al enfermo, me alumbró al sentir mis pasos en la escalera, y después se marchó. D. Tomé descansaba. La hermana Lorenza, después de cuarenta y tantas horas de trabajo sin probar el sueño, se había echado sobre un colchón en el cuartito próximo al que llamaremos comedor, y dormía como una criatura.

—También me cargan esos cuartitos próximos. Mucho ojo con ellos. Yo suprimiría en toda casa los cuartitos mediatos e inmediatos... Y en conclusión, todo se redujo a un mal pensamiento.

—Pero tan malo, que tardaré en arrojar de mí el rastro de vergüenza que me dejó. A un hombre como usted no debo ocultarle ni el más ligero detalle de lo que en mi interior ocurría. Hablemos como penitente y confesor, y también como amigos.

CASADO. — (Al pasar por la puerta del Cristo de la Luz.) —Sí, amigo mío. Hablando con franqueza y con toda la libertad que la decencia permita, nos entenderemos mejor, y podremos analizar más claramente el caso. El lenguaje encogido y de circunloquios obscurece los asuntos. La amistad y el campechanismo saben presentarlos en su realidad sinuosa, alumbrándolos por delante y por detrás.

GUERRA. — —Corriente. Pues resultó, amigo mío, que al encontrarme allí, solo, viendo por una parte al enfermo profundamente dormido, y a la enfermera por otra, mi ser sufrió uno de esos vuelcos súbitos que a veces deciden del destino de un hombre. Todo el espiritualismo, toda la piedad, toda la ciencia religiosa de que me envanecía, salieron de mí de golpe. ¿Ve usted cómo se vacía un cántaro de agua que ponen boca abajo? Pues así me vacié yo. No quedó nada. Era ya otro hombre, el viejo, el de marras, con mis instintos brutales, animal más o menos inteligente, ciego para todo lo divino. De puntillas me acerqué al cuarto en que reposaba la hermana Lorenza, y a la escasa claridad que allí entraba de la sala, la vi... medio la veía y medio la sentía. Ya sabe usted que duermen vestidas, tan sólo aflojándose el justillo y quitándose la toca. La manta la cubría de las rodillas abajo. No me pregunte usted si había suficiente claridad en el cuarto para verla bien; yo sólo sé que la vi, y que consideré la mayor felicidad posible en este mundo y en el otro, felicidad superior a la bienaventuranza eterna, la de... (Expresábase en voz tan baja que apenas se oía.)

CASADO. — —Vaya, vaya. (Serio.) Una pérfida emboscada de ese tunante... Pero acabe usted. ¿No fue más que tentación?

GUERRA. — —Tentación horrible. Mi sangre era fuego, y al propio tiempo un frío mortal me corría por el espinazo. Mis ideas... Pero no había ideas en mí, sino un apetito primordial, paradisiaco... lo llamo así porque relaciono mi estado con el de los primeros pobladores del mundo, en la fecha remota del pecado original. ¿Qué dice usted? ¿que si me parecía hermosa? No puedo responder categóricamente. ¡Hay tantas clases de hermosura! La que yo apreciaba entonces era algo que de mi propia imaginación emanaba y a ella volvía entre llamaradas. Si en aquel momento me ofrecen lo que yo deseaba, a cambio de la bienaventuranza eterna, lo acepto sin vacilar. No me importaba una eternidad de tormentos a cambio de...

CASADO. — —¡Pues no estaba usted poco tremendo! D. Ángel, hay que domarse. De lo referido hasta ahora, deduzco que usted no podía satisfacer sus deseos sino empleando la violencia. ¿Llegó ese caso?

GUERRA. — —No... por Dios, no me suponga usted tan perverso. Hubo un instante en que medí mentalmente mi fuerza muscular... Pero aquello pasó, por fortuna mía. Lo repugnante, lo odioso y villano de tal intención se presentó a mi espíritu con tal claridad, que en este sentimiento de mi infamia me apoyé para luchar con la tentación y vencerla, como la vencí.

CASADO. — —Bien, hombre, bien. Quedando circunscripto a la esfera de las intenciones, el caso, aunque grave, no es desesperado. Tiene cura, sí señor, tiene cura... Y ahora voy a hacerle a usted una observación, no de sacerdote a penitente, sino de hombre profano a hombre corrido en estas arduas materias; y conste que aquí hablamos como amigos, en la intimidad más llana y familiar. (Parándose por centésima vez en medio de la solitaria cuesta del Cristo de la Luz.) Pues no comprendo que provoque esas insurrecciones terribles de la carne ninguna mujer del ramo de monjas, sobre todo de estas callejeras. Son por lo común tan sin gracia, cuidan tan poco de su persona, usan unos trajes tan esmeradamente apartados de todo artificio satánico, y unos zapatones tan feos, que... vamos, que no lo entiendo. Me parece que tentar en el terreno ese es ya el colmo de la travesura infernal... Claro que hay desvaríos muy extraños; pero no creí... que... vamos... hablo por apreciaciones puramente teóricas... No sé... Eso allá ustedes, los que han cursado la mundología hasta el grado de doctor.

GUERRA. — —Amigo D. Juan, imposible que un hombre aprecie con exactitud las vibraciones cerebrales y nerviosas de otro. Cada hombre es un mundo. La impulsología humana (valga la palabra) está por descubrir. Yo le concedo a usted que en la mayoría de los casos, son poco o nada tentadoras las santas mujeres que se consagran en público a la caridad, y esto, naturalmente, contribuye al prestigio de tales órdenes. Pero hay casos excepcionales, circunstancias y antecedentes personalísimos. ¿Cómo se explica usted que quien es el mismo recato, la personificación de la honestidad y de la virtud, haya provocado sin conocerlo un conflicto de conciencia como aquel en que yo me vi? Quizás por lo mismo, quizás por esa ley de maldición que ordena pisotear lo más puro y cubrirlo de lodo. Quiso valerse de mí el espíritu malo para satisfacer su eterna envidia, para escalar las regiones celestiales y profanarlas, convirtiendo los ángeles en bestias. De veras digo que si yo no creyera en el Diablo, en aquella noche tremenda le habría tenido por la cosa más real del mundo. Yo le sentía, le tenía metido dentro, y su boca era mi boca, sus nervios mis nervios, su sangre mi sangre... Por fin, lo que me salvó fue la repugnancia de apelar a la violencia y a la traición. El sentimiento del honor hizo más fuerza en mí que la moral pura. El desprecio de mí mismo me contuvo más que el temor de Dios.

II

CASADO. — (Acelerando el paso para ir decididamente donde guisaban.) —¿Pero no le pasó por las mientes pedir auxilio al único que lo da eficaz contra el Demonio? Volver la voluntad a Dios, invocar a la Virgen son remedios infalibles cuando el alma no está dañada.

GUERRA. — —Nada de eso se me ocurrió, ni me acordaba yo en aquellos instantes de que tal Dios ni tal Virgen existen en el Universo. Cuando pensé en la divinidad, ya había conseguido amarrar la bestia con la cadena del honor y de la dignidad, los primeros instrumentos de defensa que encontré a mano. Un accidente externo vino en mi ayuda. D. Tomé llamó. Acudí a su lado, y la presencia de aquel bendito moribundo puso fin a mis angustias. Vi salir a Satanás rechinando los dientes. Digo que le vi, porque aquella idea de mi salvación, como las anteriores ideas de mi peligro y lucha, tomaba tal fuerza en mi mente, que casi casi le daban forma sensible mis sentidos. Le prevengo a usted que tengo una increíble facultad de materializar las ideas, y cuando la mente se me caldea con un pensar fijo y tenaz, suelo ver lo que pienso. En esta temporada, cuando la idea de hacerme cura ha secuestrado mi pensamiento con exclusión de toda otra idea, ¿sabe usted lo que me ha ocurrido? Pues que he visto en la Catedral y en las calles, de noche, un clérigo que al encuentro me salía o iba delante de mí, un ser corpóreo y tangible, mi misma persona, mi propia cara, y con él, o sea conmigo mismo, he hablado como hablo ahora con usted.

—Eso sí que es raro. Apresurémonos, amigo, que es poco higiénico platicar de esas cosas con el estómago vacío.

—¿Quiere usted otro ejemplo? Pues al amanecer de aquel día, cuando la hermana Lorenza se apareció ante mí por primera vez después de la tentación que he referido, venía rodeada de pies a cabeza de una luz cegadora, y sus ojos me miraron con una severidad que me hizo estremecer, y echándose mano al seno, se arrancó un pedazo de carne... me parece que lo estoy viendo... de carne, sí, grande y blanquísimo, chorreando sangre, y me lo arrojó a la cara, diciéndome con más compasión que ira estas palabras que nunca olvidaré: «Toma... para la pobre bestia».

—¿Pero es eso verdad...?

—Las dudas acerca de la realidad del caso me atormentan desde aquel momento. A veces creo que fue tal como acabo de referirlo, y juraría que oí las palabras y que vi los ojos acusadores; a veces dudo y niego. Lo que sí aseguro a usted es que me alegraría de que hubiera sido verdad. Una de las ansias que más me atormentan es la de lo sobrenatural, la de que mis sentidos perciban sensaciones contrarias a la ley física que todos conocemos. La monotonía de los fenómenos corrientes de la naturaleza es desesperante. Lo sobrenatural, lo maravilloso, el milagro, me hacen falta a mí, y por encontrarlos diera todo lo que poseo.

—Me temo, Sr. D. Ángel, (Suspirando.) que no encuentre usted esa joya, aunque a peso de oro la pague. Pero examinemos ahora el estado de la víctima después de esa semi—catástrofe o caída moral, que caída es, y en un muladar. De que está el hombre manchado hasta el cogote no cabe duda. Falta saber si podrá limpiarse; porque si no...

—¡Ah! yo le juro a usted que el desprecio de mí mismo por aquella acción pensada no puede ser mayor. Mi abatimiento es tal que creo que Dios no ha de querer perdonarme.

—Eso no. No achiquemos la misericordia divina. Proponiéndose no reincidir...

—Por proponérmelo no quedará. Pero...

—Aprisita, que ya estamos cerca. (Atravesando Zocodover.) Allí le diré a usted más de cuatro cosas.

Llegan a la hostería de Granullaque. Casado empuja la vidriera y penetran ambos, encontrándose frente a la boca del horno, guarnecida de azulejos. En el reducido espacio que media entre la vidriera y el horno, hay un mostradorcillo, y tras éste un hombre, de gorra y blusa, fumando en pipa corta, en la mano la pala con que mete y saca los bartolillos o las cazuelas de cabrito y besugo... «Buenos días —dícele Casado—. Que nos den prontito de almorzar».

—¿De vigilia, D. Juan?

—Pues claro. No faltaba otra cosa.

—Mire que la vigilia se está acabando. Muy poco quedará.

—Magnífico. Eso prueba que hay cristiandad en la feligresía. Vamos allá.

Pasan al patio, donde hay no pocos parroquianos almorzando de tenedor o pasteleando con copas, y se meten en una salita baja, donde no penetra el público. Es lugar reservado a los amigos de la familia. D. Juan toma posesión de una mesa, saludando desde lejos a dos personas que divisa en la habitación próxima, un clérigo y una señora mayor. Palmotea. Preséntase el mozo, la servilleta al hombro.

«Pronto; encarga una tortilla con jamón. ¡Ah, qué disparate!... Quiero decir con espárragos... tampoco, que no es el tiempo. Pues tráenos una tortilla con nada, con huevos. Pero listo, que estamos pereciendo. Venimos nada menos que del cementerio, y con la pena y el aire de la mañana nuestros cuerpos no son cuerpos, sino más bien ánimas del Purgatorio... Oye: tráete en seguida una botella de Valdepeñas. Del bueno, ya sabes. Y que nos preparen un plato de pescado, sea lo que fuere».

Hasta después de la tortilla y de los primeros tragos, no estuvo D. Juan en disposición de ocupar su mente en cosas tan sutiles como los problemas de conciencia. Hallábanse enteramente solos, y del cuarto próximo, separado de aquél por grueso cortinón de fieltro, sólo llegaba el sordo rum rum de una cháchara familiar. El diálogo se reanudó en esta forma:

CASADO. — —Pues ahora, Sr. D. Ángel, acabe de ilustrarme, y sepamos si el caso de autos le ha producido, como parece natural, aversión o desgana de la carrera religiosa.

GUERRA. — —No señor. Del suelo hondísimo y asqueroso en que caí, me he levantado con mayor anhelo de la vida contemplativa. Creo que, una vez en ella, no he de tener esos arrechuchos infames.

—¿Está seguro de ello?

—Seguro, seguro, no; lo presumo, lo espero.

—Pues opino, salvo mejor parecer, que el sacramento del Orden debe aplazarse hasta que haya seguridad completa de que esos arrechuchos, como usted dice, no han de reproducirse. Amigo mío, esto no es cosa de juego. Otros tal vez, indulgentes con esa fragilidad, no le pedirían más que un simple propósito de enmienda; y con tal que quedara a salvo el dogma, la pureza del principio, le darían a usted el pase. Para mí, tan importante como el dogma es la disciplina moral, y no le dejo pasar, no, mientras no le vea bien curado y limpio. Todo se reduce a sofocar los malos pensamientos por medio de la oración, la compunción, el trabajo, las buenas obras y una continua vigilancia de la bestia.

—He comenzado a emplear parte de ese tratamiento.

—¿Sin resultado?

—Así, así. Llevo desde ayer un trabajo mental de los más rudos. No puede usted figurarse cuánto me impresionó la muerte del pobrecito capellán. Creí que presenciaba mi propia muerte. Velando su cadáver, solos él y yo, he tratado de purificar mi espíritu. No estoy descontento. Pero veo a Dios ceñudo, a la Virgen ocultándome su rostro divino, y desconfío del perdón.

—No, ¡vive Dios! no haya desconfianza. (Partiendo un besugo asado y emprendiéndola con su ración.) Varones eminentes de la cristiandad, patriarcas y santos han pasado por ese crisol terrible de las tentaciones. Pues qué, ¿creía usted que la turbamulta caelorum se compone toda de seres como el virginal D. Tomé? No; de todo hay; hombres fueron los más, sujetos a las flaquezas de nuestro infelicísimo linaje. Las vencieron, las lloraron como David con acentos sublimes, y allá están en el quinto cielo. (Bebiendo.) No hay que acobardarse, amigo mío. ¿Quién no ha sido tentado alguna vez? Sólo nuestro Señor Jesucristo pudo decirle al pillo ese: «Vade retro. No tentarás al Señor tu Dios». Pero ¿los demás, nosotros, el mísero gusano terrestre...? Caemos siete veces al día, y otras tantas, si se puede, volvemos a levantarnos... Pero qué es eso, ¿usted no come?

—Ya como.

—¡Hijo, ni que fuéramos anacoretas! ¿Y no bebe?

—También; pero no mucho.

—No condeno la sobriedad. Pero créame, conviene alimentarse, sobre todo cuando es rudo y continuo el trabajo cerebral. Si tuviera usted que meterse en uno de esos confesionarios de monjas que parecen cisternas, y estarse allí toda la tarde oyendo pecaditos o más bien escrúpulos que se quiebran de sutiles, ya me diría si se puede trabajar sin comer... Con que decíamos que habrá perdón siempre que tengamos arrepentimiento de verdad.

GUERRA. — —Y en cuanto a si debo persistir o no en mi propósito, observaré que se ha hecho de tal modo mi espíritu a la idea de pertenecer al estado eclesiástico, que me será difícil renunciar a él. ¿A dónde voy yo ahora con mi persona, solo, sin familia, sin afecciones, con los gustos enteramente cambiados? He tomado grande afición al ritual católico; me enamoran, me seducen los actos religiosos, particularmente el ceremonial de la misa, todo amor, piedad y poesía. «¿Será esto, me pregunto a veces, dilettantismo, delirio estético y amor de la forma?». No lo sé. Pero sea lo que quiera, adoro el simbolismo del culto, y quiero ser artista de él. Es una clase de vocación que usted no puede rechazar, porque la rúbrica me hace amar el dogma.

CASADO. — —Eso es empezar por el fin; pero no importa. Adelante... ¡Ah! (Después de beber un buen trago.) Se me ocurre una gran idea. Establezcamos una distancia prudencial entre usted y esa hermana del Socorro, que es quien nos perturba, y habremos ganado el pleito. Yo haré que la manden a otra provincia.

GUERRA. — (Excitado.) —Eso no. De ella han partido las inspiraciones de esta mudanza mía. Si es cierto que en momentos breves, peligrosos, fue causa inocente del trastorno que he contado, y en todo tiempo su presencia, su mirar, su voz, acortan la distancia entre mi pensamiento y la divinidad. Cualquier exhortación suya me hace amar el bien y la virtud con pasión verdadera. Dejarla, dejarla, si no se quiere que yo me convierta en el más vulgar de los hombres.

CASADO. — —Bueno... transigiremos Amigo D. Ángel, (Con alegría decidora.) todo se arregla, habiendo buenos deseos y espíritu de verdad... (Al mozo.) Oye tú, ¿no nos traes algún postre?... Pues decía que vamos bien, bien. Yo, sin embargo, me permito proponer que no nos precipitemos en el cambio de estado. No quiero sobre mí la responsabilidad de un siniestro grave. Porque el otro, el malo, el sinvergüenza ese que por buen nombre llaman Ángel de las tinieblas, podría armar un lío muy gordo con todo eso de la estética del culto, y la musiquita, y la hermana inspiradilla, los ojos que miran, el espíritu que hace de las suyas, y la materia que se dispara... y tal y qué sé yo. A Segura le llevan preso. Sigamos instruyéndonos, sigamos preparándonos. Buenas son las lecciones de canto; pero no hay que olvidar la teología dogmática y moral. La historia eclesiástica, el derecho canónico, son magníficos sedantes para los nervios excitados. Y por encima de todo eso recomiendo el reposo, que nos trae la claridad de entendimiento; la vida metódica sin abstinencias ni paseos solitarios que suelen dar de sí desvaríos y alucinaciones. Conviene además no arrojar del pecho la alegría, no zambullirnos en metafísicas agotantes, ni empeñarnos en buscar lo sobrenatural, pues las leyes físicas no son cosa de juego, y no las ha hecho el caballero ese de arriba para que cualquier barbilindo de por acá las altere a su antojo... Si le parece, tomaremos café... Y volviendo al caso grave, perdonado queda; pero se me ha de dar cuenta diaria de las disposiciones en que cada día se encuentra el sujeto, para ver si asoma algún síntoma sospechoso... Medianillo está el brebaje, que llamaremos pseudo café. Vea usted, no puedo meterle a esta gente en la cabeza la rúbrica de hacer el café como Dios manda... Fumaremos un cigarrito... Conque ¿se ha enterado? Un parte diario de la situación moral, y si hay paliques con la hermanita quiero saber qué efectos...

GUERRA. — —Créame, D. Juan: de mis conversaciones con ella salgo siempre dispuesto a dejar tamañitos a los santos del cielo.

CASADO. — —Eso no está mal... El cigarro es infame. Este debe de ser de las tabaquerías del Infierno, y de los que se fuma el perro cabrón ese, más feo que yo, y más malo que su madre, la serpiente del Paraíso... Y para concluir, sepamos también de una vez cuándo se pone mano en esa fundación, que Toledo aguarda como la novena maravilla. ¿Es una secuela del Socorro, con más amplitud, con más elementos? ¿Es algo nuevo que exige autorización pontificia? ¿Será simplemente toledana, o tendrá ramificaciones en toda la Península, radicando aquí la casa matriz? ¿Abraza la beneficencia domiciliaria y la hospitalaria? ¿Qué nombre, qué advocación llevará?

GUERRA. — Ahora mismo le sacaré a usted de dudas.

III

No contaban con las interrupciones impertinentes. Apenas había empezado Ángel a explicarse, cuando entre su palabra y la curiosidad de su amigo se interpuso un cuerpo extraño, que hizo suspender la relación. No era otro que D. Eleuterio García Virones, pretendiente fastidioso de la capellanía de la Penitencia, el cual, al proyectar su estampa sobre la mesa, llenó de consternación a los dos que en ella, charlaban.

«Ya sabía que estaban ustedes aquí... muy señores míos... Me lo dijo el mozo, y no he querido pasar sin saludarles. ¡Carambo! parece que lo ha hecho la Divina Providencia. Pasar yo... decirme el otro... ¡qué casualidad! las dos personas que podrían, si quisieran, conseguirme la plaza...»

Dijo esto apoyadas las manos en la mesa, inclinándose hasta tocar con su desteñida teja las cabezas de ambos comensales.

CASADO. — Mire, D. Eleuterio, aquí hace usted tanta falta como los perros en misa. Hablábamos de cosas reservadas...

VIRONES. — De cosas reservadas. Pues entonces... (Sentándose.) me voy al momento. Pero antes prométanme...

CASADO. — Le prometemos nuestra gratitud si se larga.

VIRONES. — No dé tan fuerte, Hermano. Tenga piedad de un clérigo pobre (Cogiendo un terrón de azúcar.)

GUERRA. — Lo que el señor quiere es que le convidemos a café.

VIRONES. — Si usted se empeña...

CASADO. — ¡Dale! Si se le convida, ya tenemos Virones para todo el día. ¡Café! Mejor querría él una copa de aguardiente.

VIRONES. — Bien sabe usted que no lo cato.

CASADO. — Vaya, tome un cigarro, y retírese por el foro.

A la luz del día, vio Guerra la persona del clérigo en muy distinto aspecto y forma que cuando se le apareció, de noche, en la plazuela de San Justo. D. Eleuterio revelaba en el descuido de su traje y en el poco aseo de su cara y manos cierta conformidad o naturalización con la miseria. Su cara redonda, cetrina, untuosa cual si le hubieran dado aceite; su barba de seis días; sus lagrimales como acabados de salir de un largo sueño; sus labios carunculosos, teñidos de zumo de tabaco; su collarín grasiento; la sotana manchada de babas, de caspa y de ceniza; las manos pringosas y el manteo con tornasoles, declaraban el santo horror al agua, la abstinencia del jabón, y absoluto desprecio del bien parecer.

CASADO. — Haga el favor, amigo Virones, de no acercarse tanto a mí cuando habla, que trae aliento de vinazo.

VIRONES. — No es verdad. ¿Vino yo? No lo pruebo más que cuando consagro. Esas bromas, Juanito, son de mal género. Podría creer el Sr. de Guerra que yo tengo el vicio.

CASADO. — Creería la verdad. En fin, ahí tiene el café con su ron correspondiente.

VIRONES. — Lo tomo por ser obsequio del Sr. de Guerra. ¡Ay Dios mío, qué mal año para los curas pobres! Mire usted, D. Ángel, si pide para mí la placita esa y no se la conceden, le harán un desprecio... vamos, que será una cochinada.

CASADO. — ¡Qué le han de dar! A usted; para que coma, hay que mandarle a una parroquia de las más montunas de la diócesis, allá, entre cerdos, que es donde encaja bien. D. Ángel lo pedirá y yo lo apoyaré, para que se nos vaya usted lejos y no nos tumbe con ese tufo que echa de sí.

VIRONES. — No me gustan a mí las aldeas, donde todo es miseria y basura. Aquí me bandeo mejor, y si me dan la capellanía, con eso y algún sermón de los de moco—suena, moco—suena, defiendo las arrastradas sopas de ajo... ¿Pues no me ha dicho Mancebo esta mañana que pretende la plaza el chico de doña Pepa la Manchada, ese mariquita que se ordenó hace dos meses y que no sabe ni ponerse el manípulo? Estamos ya de injusticias hasta la corona. D. Ángel, ¿echará usted un empeñito por mí? Mire que andamos mal, pero mal.

GUERRA. — Pero, hijo mío, ¿de dónde saca usted que yo puedo sacarle la plaza? Yo no soy nadie...

VIRONES. — Que no es nadie, ¡carambo! Y no saben dónde ponerle. Y cuando va por la calle, la gente se le queda mirando, y dice: «ese es ese tan rico que va a cantar misa». Cualquier día cantaba yo misa si tuviera la décima parte de lo que tiene usted. ¡Vaya un oficio y vaya unos tiempos! Por un sermón del Patrocinio de San José, que tiene miga, vaya si tiene miga, ¿sabe lo que dieron? Seis duros, dos en calderilla. Vale más procurarse una borrica y ponerse a llevar agua o carbón a las casas. ¡Cuando me acuerdo de que hice ascos a la carrera de albéitar! El maldito latín me perdió. Le tomé afición como se podría uno enviciar con el aguardiente o el tabaco. Me gustaba Cicerón. ¡Maldito sea, y toda su casta! Alguien me susurró al oído que me darían una prebenda. Tragué el anzuelo con voracidad de tiburón, y aquí lo siento clavado todavía en el mismo buche. Me pescaron, y aquí me tiene usted fuera de mi elemento...

CASADO. — No nos venga usted con la historia de que su elemento es el agua...

VIRONES. — Mi elemento es el trabajo, quaerens panem.

GUERRA. — (Con prontitud.) Sr. Virones, si no lo lleva a mal, yo me permito aconsejarle que no piense más en la capellanía. Otra cosa mejor y más propia para usted he de conseguirle yo.

VIRONES. — No me lo diga, D. Ángel, que del gusto paréceme que me desmayo. ¿Qué va a ser ello?

GUERRA. — Un curato de pueblo.

CASADO. — Hombre, sí. Se ha muerto el ecónomo de Pelahustán, partido de Escalona.

VIRONES. — Pues a Pelahustán me voy, si me nombran. Vegetaremos. ¿Pero de veras...?

GUERRA. — Hoy mismo veré al Secretario del Cardenal.

CASADO. — Se hará, D. Eleuterio; pero a condición de que usted nos deje en paz, y se vaya a tomar el aire.

VIRONES. — (Suplicante.) D. Ángel, por la preciosa sangre de Cristo, no deje pasar el día de hoy sin dar el golpe. Yo le acompañaré. Ahora está el Secretario en la oficina.

GUERRA. — Pues ahora. (Levantándose.)

CASADO. — ¿No lo dije? Ya le cayó que hacer.

VIRONES. — El llanto sobre el difunto.

CASADO. — Buena breva le ha caído a usted, compadre Guerra.

VIRONES. — Cállese, sagreño maldito, y déjele entender la caridad como entenderse debe. Jesucristo dijo: «lo que has de hacer mañana, hazlo hoy».

CASADO. — Jesucristo no dijo tal cosa.

VIRONES. — Lo dijo Franklin: lo mismo da.

CASADO. — Lo mismo no da, hereje.

VIRONES. — Pues lo digo yo: «si me has de dar el pan, dámelo pronto». La diligencia es prima hermana de la caridad. Pax multa diligentibus.

CASADO. — ¡Pobre D. Ángel! Día de prueba. A la noche me lo contará.

GUERRA. — ¿No hemos de hacer algo por el prójimo?

VIRONES. — ¡A Palacio! ¡Vivan los hombres de resolución! Casadillo, fastidiarse.

CASADO. — Divertirse.

(Salen GUERRA y VIRONES.)

Retirose D. Juan, después de charlar un ratito con el hombre situado en la boca del horno, y al atravesar el callejón que conduce a Zocodover, encontrose de manos a boca con su amigo Casiano, el cual le dijo: «A buscarte iba. Ya supe que almorzabas en el comedor bajo de Granullaque. Me lo dijo Bartolo. Entró, y te vi desde la puerta; pero como estaban contigo el Padre Virones y D. Ángel, el masón ese que ahora estudia para cura, no quise pasar.

—¿Has venido hoy?

—Esta mañana, y no quiero volverme sin parlamentar contigo.

—¿Cómo anda aquello? (Con vivo interés.) ¿Está bien nacido lo mío? ¿Sabes si compró Palomo las dos mulas que le encargué? ¿Qué tal pinta tiene el sembrado de la suerte de abajo? Supongo que no habrá humedades por allá. ¿Será tarde ya para sembrar el garbanzo? ¿Y qué tal estamos de gallinas? ¿Viste mis tres cerdos? ¿Te parece que podremos trasquilar dentro de un mes?

A este aluvión de preguntas contestó el bargueño con brevedad, ansioso de abordar otro tema; pero cuando iniciarlo quería, el amigo le tapaba la boca con sus nostalgias campesinas. «¡Ay, Casiano de mi alma! ya no puedo más. Estoy de monjas hasta aquí. En mal hora me comprometí a sustituir al amigo Porras, que ya va bien: Dios le conserve. Pues digo, esta tarde tengo que ir allá y sepultarme en un lóbrego confesionario, donde debo llamarme Jonás, porque me parece que estoy en el vientre de la ballena. Y oiga usted allí, hora tras hora, los tremendos pecados de esas benditas. Ya me los sé de memoria. Y mañana función y misa cantada; comunión general; manifiesto. Por la tarde, reserva. No va a ser mala carrera la que eche yo el día que me suelten. No me vuelven a ver aquí hasta el Corpus lo más pronto. Con que dime, ¿qué tal trabaja la Capitana que me compraste en Villaluenga? ¿Empareja bien con la Repulida?

—Parecen mellizas la una de la otra, y hermanas de ellas mismas enteramente, —replicó el de Bargas, y sin más se fue al bulto—: ¿Vas a tu casa? Pues iré contigo; tengo que hablarte sobre lo que me urge.

—Pues habla pronto, aunque sea debajo de tus urgencias.

—Nada; que yo ando irresoluto, Juan, y el cuento es que no tengo sosiego, y quisiera decidirme por el sí o el no. Necesito un consejo de amigo, y tú vas a dármelo. Es caso de conciencia.

—Por lo visto, hoy se saca ánima. Estoy de suerte, y hasta las piedras de la calle se me vuelven casos de conciencia. Casiano, por ser tú quien eres, no te pego un empujón. Vámonos a casa.

Diez minutos después, hallábanse ambos en el gabinete de D. Juan, la puerta vidriera cerrada, y a obscuras la sala próxima.

—Pues llegó el momento, Juan amigo, de decirte con todas mis potencias naturales que esa mujer me tiene trastornado.

—Lo sabía, Casiano, lo he visto, y he pedido a Dios por ti. Dulce es guapa, graciosa, sentimental, requetefina y elegante. Tiene, pues, todas las hierbas maléficas para trastornar a un bárbaro como tú, que en tu vida las has visto más gordas, digo, más flacas, pues en el ramo de carnes, hay que confesar que tu prima no está de buen año... Pero entendámonos, y fuera caretas. ¿has pensado en casarte?

—¡Ay, hijo de mi vida, ahí está el basilio! La muchacha me peta. ¿A qué andar con rodeos? Yo soy más claro que el sol. Me gusta como el agua en tiempo de sequía, como el sol en humedades. Vamos, que me gusta como el santísimo pan que uno come cuando tiene hambre. Pero...

—Pero... Por ahí. La chica, de por sí te llena; pero tiene más peros que un peral.

—Así es, y no se atreve uno con tanto pero.

—Algunos de ellos gordos, de tres libras.

—¡Que no fuera ella sola, caída de las estrellas, sin padre ni madre!

—Ni hermanos.

—Dígote que el padre es un punto como pocos. Su madre, mi tía Catalina, no es mala en el fondo.

—¡Qué ha de ser mala en el fondo!... pero cuidado con la superficie!...

—No hay más sino que está más loca, que todos los que moran en el Nuncio.

—Pero en su locura es un ángel... de cornisa. No hace mal a nadie, como no sea a los republicanos, por aquello de mentar tanto a los reyes, que fueron sus abuelitos.

—Pues dígote de los hermanos... ¡Potra, qué par de pillos! Para un rato, pasen; pero si les dejas tomar confianza, te sacan los ojos.

—Lo que es a mí...

—Cada sablazo que me dan, crujen los andamios del firmamento.

—Y tú tan tonto que te lo dejas dar.

—Potra, ya no. Hoy les metí a entrambos el resuello en el cuerpo.

—Así, así. Y que te traigan ratas, o cuñados con sable. Si Dulce ha de ser tu mujer, ponle por condición que se declare huérfana de padre y madre, y de hermanos. Tú haces una raya, y de allí no te pasa ningún Babel.

—¿Pero qué has dicho? ¡Casarme! ¿Me lo aconsejas tú?

—Yo no te aconsejo nada. Dígolo porque si no hay más peros que esos...

—Hay más peros, Juan; quedan por relatar los peros peores.

—Dios nos asista. Querido Casiano, se me ponen los pelos de punta oyéndote. Si has de contarme alguna cosa muy tremenda, prepárame en forma gradual, porque me dañan las emociones fuertes.

—Juan, no necesito prepararte paliativamente ni aun decirte nada, porque tú todo lo sabes.

IV

El grandísimo socarrón de Casado se hacía de nuevas, viendo venir a su amigo y conociendo el intríngulis de su grave consulta.

«¿A qué es engañarnos? —dijo el guapo sagreño—. Lo que yo sé, sábeslo tú, lo supiste antes que nadie, porque contigo tuvo Dulce confianzas, cuando se desbarató de los nervios irracionales, y estuvo si casca o no casca.

—¿Pero qué pretendes tú? ¿Que yo te revele secretos de confesión?

—No es eso, ¡potra! Sin confesarla, sabías tú que Dulce ha tenido sus más y sus menos. Aquel Madrid es de muy malas circunstancias, y las muchachas más honestas se pierden en un tris, aunque no quieran. El cuento es que desde que se empezó a correr que la susodicha me gustaba, no han faltado acusones y chismosos que vengan a traerme mil catálogos de ella. Que si fue, que si hizo, y dale que es tarde. Yo aparto las mentiras inventadas por la envidia; pero por más que quito jierro, siempre queda algo. Lo que no tiene duda es que Dulce estuvo casada, vamos al decir, por la iglesia civil, con ese amigo tuyo que dicen fue masón y republicano federal de los del petróleo, y que ogaño se ha convertido y quiere entrar de fraile descalzo. ¿Es verdad, sí o no, que estuvo casada con él?

—Hombre, casada precisamente no.

—No seas materialista, hombre. Es un decir... vamos. El cuento es que a mí me lo dijeron, y, pásmate, lo creí. Me dio el corazón que era verdad, porque estas cosas parece que se adivinan, putativamente. Hace días que la propia Dulce, portándose como una señora, me dijo al verme sumamente adelantado en mi querer: «Casiano, tú no mereces que se te engañe, ni es leal en mí presuponerme lo que no soy». La pobrecita quería hablarme claro y contarme sus contras; pero la vergüenza no la dejaba. Yo digo que donde hay vergüenza natural no ahonda la maldad... Pues verás: esta mañana cogí por mi cuenta a la tía Catalina; y solos ella y yo, le dije: «¿Qué hay de esto, tía Catalina?»

—Y la pobre señora se echó a llorar, y cantó de plano. Como si lo viera.

—Lo adivinas. Se arrodilló delante de mí, y al modo que parlan en el teatro, me dijo: «Noble Casiano, perdóname. Ya no puedo más, y rompo el silencio. Mi conciencia se oprime ocultándote la verdad. Cierto es que a la niña no se la podría enterrar con palma, como no fuera la del martirio, porque ese pillo la defraudó, diole palabra de consiguiente matrimonio, la perdió, como quien dice, valiéndose de nuestras circunstancias miserables. Pero yo te aseguro, que, aparte lo material, la niña es un ángel, y te quiere de veras. Tú dispones de su suerte». Esto dijo, y siguió llorando y echando babas más de media hora. Luego entró Dulce, que venía de la Magdalena, y adivinando con su buen entender lo que habíamos hablado, se echó a llorar también, y a mí, la verdad, se me puso un nudo en la garganta.

—No está mal la escenita. Vamos, las dos te han conquistado con sus babas.

—No, ¡potra! Yo no me determino hasta que tú me des un buen consejo con toda ilustración. Dime con franqueza: ¿crees que ya no hay nada entre mi prima y el que va a ser clérigo?

¡Oh! nada, absolutamente nada. Te lo garantizo. Cosa concluida desde hace tiempo, y según creo, sin soldadura posible.

—¡Ay, potra, qué peso me quitas de encima!

—¿Pero te basta eso? ¿Te satisfaces con el presente, y echas un velo sobre...?

—Déjame a mí de velos. Lo que hay es que siempre es un consuelo saber que ogaño no hay mácula. Lo pasado, siempre es pasados y nadie lo puede resucitar más que con el pincha y raja de las habladurías. Yo te digo con verdad una cosa: si tu amigo se hace cura, es lo mismo que si se muriera para la efectividad del querer. De modo que bien puedo hacerme la cuenta de que Dulce es viuda.

—Chico, ¿sabes que manejas bien el sofisma?

—¡Potra, no!... Pero no seamos materiales. (Impaciente.) Todo se reduce a que no hubo bendiciones. Suponte ahora tú que yo no hubiera estado casado con mi difunta, y que mi difunta, en vez de fallecer de calenturas, se hubiera metido monja. ¿Pues dejaría yo de ser en tal caso tan viudo como ahora lo soy?

—Casiano, (Dándole un abrazo.) eres un escolástico de primera y un ergotista como hay pocos. Casi casi me has convencido. Y todo eso es para pedirme un consejo. Pues voy a dártelo. No te cases.

—Pero, ven acá. (Con abatimiento.) ¿Crees tú por ventura que Dulce no es de franca ley, y que volverá a las andadas?

—No. Te digo en conciencia que la tengo por corregida radicalmente, y que me parece mujer de buen natural, capaz de ser honradísima si la ponen en camino de serlo.

—Entonces... Ven acá: hay virtud o no hay virtud. Si la hay, ¿crees tú que la virtud se debe castigar? ¿No lo crees? Pues si cuando Dulce se decide a ser inocente, se la desprecia, ¿te parece a ti que eso es justicia?

—Casiano, dame otro abrazo. Eres un abogado de tomo y lomo, y para picapleitos no tendrías precio. ¡Qué bien trabajas la sentencia! Voy a dártela. Cásate, hombre, cásate.

—No; es un supongamos. Yo no digo que me case, ni eso se puede resolver así, del tirón.

—Hablemos claro, Casiano: en esto el primer consejero es tu corazón. Oígalo tu conciencia, y obre según lo que él te diga.

—Pues mi corazón y los sentidos racionales me dicen una cosa, y el miramiento, la idea de si hablarán o no hablarán en el pueblo me dice otra.

—Bueno; figúrate tú que en el pueblo no dicen nada, porque no se enteran. Supón que ocurre ese milagro, pues milagro sería. No queda más juicio que el tuyo propio, el de tu conciencia.

—Con la conciencia me entiendo yo: le echo cuatro satisfacciones, y en paz.

—Tu conciencia y tu corazón lo han de resolver. En cosas tan delicadas no se pide consejo a nadie, porque figúrate que yo te quito de la cabeza ese cariño, y tú caes en profunda melancolía, te desmedras, te pones a mirar a las estrellitas, y al fin te mueres de amor, como dicen que se han muerto otros, que yo no lo he visto; figúrate esto, y ya comprenderás que no quisiera yo cargar con tal responsabilidad. ¿A ti te gusta Dulce?

—Como gustarme, ¡potra!, (Tumbado.) creo que no cabe más gusto, ni más ilusión...

—Como bonita, lo es. (Con acento de conocedor.) Y después que volvió sus ojos a Dios, se hizo mucho más simpática, pero mucho más. En las mujeres cae muy bien la devoción y el creer de firme. Con eso tienen la mitad del camino andado para ser honestas. Pero... todo se ha de decir, Casiano; todo se ha de pesar, y ya que tú no ves más que perfecciones en tu novia, yo voy a señalarte los defectos. ¿No te parece a ti que es algo flaca?

—¡Flaca!

—De carnes quiero decir; no interpretes mal...

—Chico, sobre este particular te diré una cosa que no quiero se me pudra en el cuerpo. A ti no te oculto nada de lo que me anda por los interiores. Pues sabrás que una de las cosas que más me enamoran en ella es su delgadez.

—¡Ah! lo flaco, hay que reconocerlo, no perjudica a lo elegante; al contrario. Talle más esbelto no lo encontrarás. Como que puedes decir que te casas con un junco. Pero sepamos qué demonio de chiste le encuentras a flaqueza tan extremada.

—Juan, tú te acordarás de mi difunta Librada. (Rascándose la cabeza.) La pobrecita, parte por su figuración de naturaleza, parte por aquella enfermedad que no sé cómo se llama, se puso tan gorda, pero tan gorda, que era como una pipa. Cada pierna era así, y ya no tenía en ellas movimiento. La delantera había que llevarla por delante en un carro cuando salía de casa. ¡Y qué tripona más desaforada, y qué...! En fin, que cuando me quedé viudo, gracias a Dios, digo, gracias no, que la sentí; pues cuando Dios se la llevó, dije: «ya no quiero más mujeres gordas, aunque por cada libra de sebo me traigan un millón».

Casado rompió a reír con tal estrépito, que atronaba la casa.

«Pues sí, chico, déjame a mí de mujeres de libras, y de esas carnazas que le ahogan a uno. La mujer, que sea esbeltita y de buena estatura. Pues digo, cuando en Cabañas vean aquel tallecito tan elegante, aquel aire de señorío, aquella manera de vestir y llevar la ropa.

—Basta, hombre, límpiate esa baba, que se te está cayendo. No seas tan meloso, ni quieras ahora darnos dentera a todos con las gracias enjutas de tu mujer.

—¡Mi mujer! (Con inquieta duda.) Muy pronto lo has dicho. No, todavía no han madurado las uvas.

—Anda, que bien maduro estás.

—No, ¡potra! hay que mascarlo mucho. ¿Sabes cómo me decidiría de un golpe? (Con arranque.) Pues si tú me lo mandas...

—¿Yo? Quita, hombre, no seas bruto.

—Tú, que sabes tanto del mundo y de lo que no es mundo; tú, que entiendes de circunstanciales de mujeres...

—¿Yo?

—Por las rejas santificadas del confesonario, hombre. No creas que digo otra cosa.

—Sí; pero eso no vale, eso no instruye. Yo no la he corrido nunca, ni cuando era estudiante. Como tengo la dicha de ser feo adrede, todas me hacían fú, y quedeme a obscuras. Pero aún quién sabe... Puede que salte alguna que... Ya no me asombro de nada, y pues hay quien se prenda de la flaqueza, (Con gracejo zumbón.) podría haber quien de la fealdad se enamorase. Pero mientras me cae esa breva, yo no soy ducho en mujerío, como no sea en algo que se relaciona con las tretas que suelen gastar...

—¿Te parece poco?

—Pero es un saber que no basta para que yo te ilustre, ni menos para que te mande casarte, como pretendes. No te precipites. Piénsalo algún tiempo más; procura serenar tu espíritu antes de tomar una resolución. Nos vamos a Cabañas dentro de unos días, y allí estaremos un mes, reflexionando...

—¡Un mes sin verla! Eso sí que no lo con seguirás de mí.

—Pues ¡hala! (Levantándose.) Ahórcate mañana mismo.

—¿De veras?

—Haz tu santo gusto, y no pidas consejo. Basta, basta ya de consulta. Déjame en paz, Casiano; tengo que hacer.

Despidiole con cierta sequedad, y solito en su gabinete, midiéndolo con las piernas de largo a largo, se dejó caer en meditaciones profundas. «Todos vienen a pedirme consejo; el uno me trae gravísimos conflictos de la conciencia; el otro casos delicados de convencionalismo social. ¿Y a mí qué? Nada, nada, Juanito mío, vete pronto a tu castañar, y vive para ti, dejando a los demás que se arreglen como quieran. El amigo Ángel quiere entrar en la vida eclesiástica sin desprenderse de ciertas efervescencias imaginativas muy peligrosas... A mí, que entre. Vaya bendito de Dios, y cante misa. El otro, este pedazo de alcornoque bargueño, ahogando escrúpulos, apechuga con la prójima de Babela que es simpática, sí señor, por su propia historia lamentable y su cara expresiva. Enhorabuena vayas, hombre; cásate. Estas resoluciones heroicas que desafinan con tanta gracia el llamado concierto social, tienen cierto mérito, sí señor. En fin, que todos me piden el consejo que desean, y yo, que les veo venir, a todos digo: «adelante con vuestros faroles». No, no me meteré yo a torcer el destino de nadie. Que cada cual siga su inclinación, pues las inclinaciones suelen ser rayas o vías trazadas por un dedo muy alto, y nadie, por mucho que sepa, sabe más que el destino... Conque, a vivir se ha dicho. Corra la fuente abundantísima de los hechos humanos, y oigamos su ruidillo gracioso sin meternos en variar el curso que las aguas llevan. Apárteme yo a un lado, yo, perteneciente al reino vegetal... yo, que por mi estado y por otras causas tengo que mirar las pasiones humanas como se miran los retozos de los animalitos de Dios en medio del campo. Guerra y Casiano, brincad todo lo que gustéis. Y yo pregunto ahora: (Dando un gran suspiro.) ¿Llegará a ser Ángel una gran figura de la Iglesia católica? Puede que sí. ¿Será feliz Casiano con su belleza flaca, toda sentimiento, fragilidad interesante y modosa? Puede que sí lo sea. Vivamos y veremos. Y tú, pobre cura malcarado y silvestre, nada tienes que hacer en medio de estas alegrías triunfales. ¿Cuál es tu amor, tu único consuelo? La tierra. Pues a la dulce tierra, que te espera con los brazos abiertos. Ya no puedo más. Me ahoga esta vida. Un poco de paciencia, hijo. Esta tarde, al vientre de la ballena. Mañana, al campo libre». (Pónese la teja y sale.)

V

¡Virgen Sacratísima del Sagrario; santos gloriosos Ildefonso y Eugenio; Leocadia y Casilda, mártires benditas; Cristo Tendido, Santiago caballero y Pedro guardián de las puertas celestiales, todas cuantas imágenes pobláis la sacra iglesia toledana, sin excluirte a ti, San Cristóbal granadero, que tocas el techo con las manos: acudid en auxilio de vuestra fiel parroquiana Felisita, que no sabe a cuál de vosotros encomendarse, tan trastornada entra en vuestra casa, a la hora de vísperas, aún no repuesta de la impresión que le causara lo que oyó aquel día pegándose a la vidriera! Y tan nerviosa salió de su casa, que sus pies no acertaban a fijarse en el suelo, y al pasar bajo el arco de Palacio, en el momento de sonar la campana gorda, se llevó ambas manos a la cabeza, pensando que la torre se le iba encima poniéndosele por montera. Atormentada por la dispepsia, sentía sus ardores como si se hubiera tragado el anafre de la plancha con fuego y todo.

Pues ahí era nada en gracia de Dios lo que escuchado había. Casiano, aquel bruto bargueño de lucida estampa y entendimiento caballar, quería casarse con una que fue de cáscara amarga. ¡En el nombre del Padre, del Hijo...! Mas no era esto lo peor entre los horribles descubrimientos de aquel día, sino que... la ninfa de Casiano había sido antes ninfa de D. Ángel, el que estudiaba para cura. Una de dos: o se hundía el mundo, o amenazaba caer sobre Toledo otro cólera como el del 84... Intentó rezar. ¿Pero quién rezaba con aquel barullo dentro del cerebro? Se volvió medio loca recordando uno de los más inverosímiles detalles de la confidencia pescada. El animal de Casiano amaba a su novia ¿por qué creerán ustedes? ¿Por bonita? No. ¿Por honesta? Menos. Pues ¿por qué? Por flaca. Se había prendado de los huesos. ¿Cuándo se vio capricho más extravagante? Los esqueletos, o las esqueletas estaban de enhorabuena.

A la mañana siguiente, la viuda no pudo oír con devoción la misa de Reyes Nuevos. La distraían dos señoras que entraron poco después de ella, y se pusieron a examinar los sepulcros antes de que saliera el sacerdote. Mal rato pasó discurriendo quiénes podrían ser aquellas dos mujeres, y la pena de su curiosidad no satisfecha prodújole un intolerable amargor de boca. Rara vez veía en Reyes Nuevos, a tal hora, personas desconocidas, como no fueran ingleses irreverentes, que todo lo quieren fisgonear. De las dos señoras, la mayor enseñaba las regias sepulturas a la más joven, alta y de agraciado rostro. ¿Serían protestantes, Dios Sacramentado? ¡Ah! no, porque al salir el sacerdote se hincaron ambas y oyeron su misa devotamente. De Madrid debían de ser. Concluida la misa, la señora mayor volvió a extasiarse en la contemplación de las estatuas yacentes de los Enriques II y III, y sus respectivas consortes. Acercose la de Fraile con disimulo y oyó estas palabras: «Mira, mira qué guapetona está la Reina doña Catalina. Según dicen, el retrato vivo de mamá. Este D. Enrique era la persona más corriente que puedes figurarte. Como que empeñó el gabán para salir de un apuro. Aquel otro de barba cerrada, y que parece hombre de malas pulgas, es el de Trastamara. Le quiero y le respeto como de la familia; pero no me gusta que matara a su hermano Pedro, aunque en rigor, de aquella trapatiesta tuvo la culpa un francés, un lipendi que llamaban D. Claquín...

No necesitó Felisita oír más. «Ellas son, la madre y la hija, la madre loca, que se cree emparentada con estos reyes... nuevos, y la hija flaca, la reina vieja de D. Ángel, y ahora reina nueva, de Casiano. ¡Tanto como me habló de ellas Juan, y yo rabiando por conocerlas! ¡Qué casualidad conocerlas ahora! Virgen Santísima, ten compasión de mí. Que no me dé ahora el arrechucho gordo. Me sentaré hasta que pase este sudor frío, y este bulto que me sube de la boca del estómago, como si me inflaran un globo aquí dentro. ¡Con que las Babelas! Y verdaderamente es guapa la chica. (Mirándolas desde un banco de enfrente.) Ésta es la que, según me contó Juan, se curó del amor con unas terribles borracheras, y luego le mataron el vicio con la religión bendita... Pues lo que es yo no me voy sin echar un parrafito con ellas. ¿Qué haré para trabar conversación? No se me ocurre nada. Me consta que aprecian mucho a Juan, y en cuanto me conozcan... A ver si me atrevo... Ahora quieren ver de cerca el enterramiento de D. Juan I, que tiene corrida la cortina. Si viniera Pepe, él la descorrería. ¿Dónde demonios se habrá metido ahora este pelmazo de sacristán? Vamos, la descorreré yo misma, y así trabaremos conversación». Dirígese a la cabecera de la capilla, y tirando de la cuerda, descubre la estatua orante de D. Juan I.

Gracias, señora —dijo doña Catalina con muchísimo remilgo.

—Ya, ya sé que son ustedes de sangre real —afirmó Felisita echando por la calle de en medio.

—Ay, señora, me alegro de que usted lo sepa y lo declare, para que no me digan que lo invento yo.

—Mamá, mamá —murmuró Dulce a su lado, tirándole de la manga del abrigo.

—Porque nadie quiere creerme, ¡ay de mí! y mis propios hijos se burlan cuando les digo y les demuestro que la sangre que llevamos... Estate quieta, hija...

—Todo sea por Dios —murmuró Felisita, que no hallaba medio de presentarse mientras doña Catalina no abandonase su real manía.

Dulce contemplaba la estatua, y doña Catalina seguía desbarrando, hasta que la de Fraile metió baza, diciendo:

«Usted no me conoce. Yo soy la hermana de Juanito Casado.

La de Alencastre prorrumpió en chillidos.

«Dulce, hija mía, mira, ven. La hermana de D. Juan. ¡Qué felicidad conocerla! Pues no se parece... digo sí. En los ojos tiene un no sé qué... Señora mía, ¡cuánto gusto...!»

Hiciéronse las tres los cumplidos de ordenanza, y Dulce preguntó a Felisita, con grandísimo interés, por su hermano.

—¡Qué caro se vende el pícaro! Tantísimos días sin dejarse ver. Yo creí que había marchado a la Sagra.

—Ocupadísimo, hija. Las hermanitas no me le dejan vivir. Gracias que el amigo Porras va mejor... Pero díganme: ¿piensan ustedes oír otra misa? En esta capilla ya no hay más. Pero podremos alcanzar la de D. Mateo en el Sagrario.

—Vamos allá, vamos —dijo la de Alencastre—. Si usted la oye, nosotros también, que harto necesitamos pedir a Dios que nos saque del berenjenal en que nos vemos metidas.

Oyeron la misa de D. Mateo, y durante ella, ardía en febril curiosidad la viuda por saber en qué berenjenal habían caído las Babelas. No fue preciso pinchar a doña Catalina para que hablase, porque la buena señora sentía verdadero furor de comunicación y familiaridad, y en cuanto salieron al claustro por la Puerta de la Feria, se franqueó con su flamante amiga cual si tuviese con ella conocimiento de muchos años.

—Ay, señora mía, tengo unos hijos que son las plagas de Faraón. Así como de ésta no hay quejas, porque es, ahí donde usted la ve, más buena que el pan, virtuosísima y trabajadora como ella sola, los varones, ¡ay! los varones me consumen la figura, y acabarán por llevarme al panteón antes de tiempo. Por el lado de ésta, todo es felicidad, y ahora vamos a casarla con un conde...

—Mamá, por Dios... mamá.

—Quiero decir... con... No seamos materiales.

—Con Casiano... Si le conozco. Es amigo nuestro.

—Y algo pariente, según creo. De modo que vamos a emparentarnos todos. ¡Qué dicha!... Pues decía que mis hijos... El mayor, hombre de gran talento, de presencia tan elegante y fina que cuando estrena ropa me le tomarían por duque o vizconde, tiene la desgracia de que todo lo que emprende le sale al revés, y el pobretín ¡se ve metido en unos enjuagues...! El cuento es que no trabaja, y quiere hacerse capitalista en un abrir y cerrar de ojos. Hay tan malos ejemplos, señora, que no es de extrañar que los jóvenes pierdan el sentido y salgan con la antigua martingala de lo que es de España es de los españoles. En fin, que mi Arístides ha tenido que esconderse porque un juececillo de Madrid dictó auto de prisión contra él... Verá usted... el desventurado se metió a empresario de circo, contrató la compañía y los caballos, tomó dinero, y ahora dicen los saltimbanquis que no les ha pagado, y que si vendió o no vendió las caballerías.

—¡Cosas de chicos! —indicó Felisita con cierto flujo de adulación.

—Justo y cabal. Pero váyale usted al juez con esas chiquilladas. El otro hijo mío, no menos despejado que su hermano, sólo que le da por las matemáticas, también ha tenido que escurrir el bulto porque un señor de aquí, que le llaman D. José Suárez, fue al juez con la cantinela de que le habían estafado con una letra falsa. Los criminales debieron de ser unos tipos venidos de Madrid; pero como tuvo mi hijo la mala suerte de pasear con ellos, vea por donde el pobre Fausto es quien paga los vidrios rotos. Y el juez quiere trincarle. Hemos pasado ayer un día infernal. ¡Qué de menos echamos al buen D. Juan para que nos consolara y nos diera un consejo de los que él reserva para los amigos, con aquel talentazo de Dios!... Mi marido no sirve para estas cosas, y en cuanto oye hablar de justicia, no le llega la camisa al cuerpo. Hombre de bien a carta cabal, podría ocupar las más altas posiciones sólo con echarse a la espalda sus ideas de toda la vida. Pero es tan delicado, que no ha querido nunca destinos pingües sino alguna placita modesta y obscura, porque, lo que él dice: «no se debe vivir para comer, sino comer para vivir, y estoy más tranquilo en un rincón, que no quemándome las cejas en una dirección general o desempeñando una cartera». Lo mismo pienso yo, y aunque por mi parentela pico muy alto, también me inclino a la obscuridad sin afanes, y más me gustaría que mis hijos fuesen carpinteros o albañiles y me trajeran un jornal, que ver los, como he visto a mi Arístides, hoy tirando millones y mañana buscando una triste peseta.

Aunque gozosa de conocer personalmente a la original familia, Felisita principiaba a cansarse de las jeremiadas de la rica—hembra, y procuró llevar la conversación a otro terreno. Dieron varias vueltas en el ala del claustro, y en una de ellas las invitó a volver a entrar para oír otra risa. Vacilación de Dulce; desgana de dona Catalina, que ya creía haber cumplido con Dios. Decidieron por fin separarse; y la viuda de Fraile, que de buena gana habría seguido con ellas hasta introducirse en su casa, y registrarla toda, y ver cómo vivían, se asustó de las trapisondas que la Babel contó de sus hijos, y con exquisita prudencia se abstuvo de intimar con semejante gente. Despidiéronse con mucho melindre, mucho dengue y mucho ofrecimiento de visitas, y la Casado se metió otra vez en la Catedral, diciendo: «¡Ay! me han dejado la cabeza como un bombo».

Sus nervios, no obstante, se tranquilizaron, y la mañana habría sido de las más apacibles, si uno de los apóstoles no le hubiera llevado el cuento de que ya estaban elegidos los trece pobres del Lavatorio, y que él y su amigo (el otro protegido) no iban incluidos en la lista. (Berrinche, acideces, timpanitis y regurgitaciones intolerables). Marchose a su casa de muy mal talante, y lo primero que hizo al ver a su hermano fue contarle el encuentro de aquella mañana, y repetirle con fiel memoria todos los disparates dichos por doña Catalina, con lo que se divirtió mucho el buen clérigo

Capítulo III. Caballería cristiana

I

Antes de marchar a la Sagra quiso don Juan despedirse de su amigo, que se había encerrado en Guadalupe, y una mañanita con la fresca, vestido de balandrán y empujando el bastón nudoso, tomó el camino de los cigarrales y se plantó allá, tan terne. Antes de llegar a la casa vio entrar albañiles y un carro de ladrillo. «¿Pero qué? ¿Ya empiezan las obras? No puede ser... Pues sí, parece que...». D. Pito, que le salió al encuentro, comiendo su ración de bacalao chamuscado, le sacó de dudas.

«Hola, señor navegante, ¿cómo va por aquí? ¿Qué es esto? ¿Obras tenemos?

—Bien venido sea, compadre Casado. ¿Obras dice? No son más que chapuzas... cosa provisional, para atender a necesidades del momento. Ya sabrá que hemos comprado el cigarral de Turleque, ese que linda con Guadalupe.

—No lo sabía. Y ese perdido, ¿todavía en la cama?

—¡Quiá! Ya hemos dado un paseo, y ahora trabaja en su cuarto. Yo voy a coger grillos... Me divierte mucho. Hasta luego.

Entró D. Juan en la casa, y su primera sorpresa fue la transformación del piso alto en que el dueño moraba. En pocos días se habían arreglado allí dos aposentos cómodos, uno de los cuales era gabinete de trabajo, con muebles de pino, ancha mesa, estantes, tablero de dibujo. Tomaríase por oficina de ingeniero.

«Hola, hola, compañero Guerra, parece que hay preparativos. Me huele a construcción. ¿Y qué es esto? Planos. Bien, magnífico. Hermosa planta. Y la alzada me gusta también. A ver, a ver, explíqueme esto.

Sentose el cura, y Ángel le fue mostrando las trazas que allí tenía, obra de un hábil arquitecto de la localidad.

«Hombre, déjeme que le felicite —dijo el sagreño con calor—, porque veo que adopta usted el estilo toledano. ¡Gracias a Dios que me echo a la cara un arquitecto con sentido común! Porque en esta histórica ciudad, que es por sí un sistema completo de arte constructivo, siempre que emprendemos alguna obra, nos salen con esos adefesios a la francesa o a la madrileña, edificios que en otra parte serán muy bonitos, pero que aquí parecen obra del Demonio. Bien; mampostería concertada, con verduguillos, y machones de ladrillo, y éste dispuesto con toda la gracia mudéjar... Bien... las puertas principales de piedra, y de esa elegantísima y robusta composición que constituye un tipo de arquitectura esencialmente toledano. Soberbio... sí señor.

—Fue lo primero que le encargué al arquitecto. «Tome usted de los monumentos de esta ciudad los elementos artísticos de la obra».

—Todo ello, amigo D. Ángel, por la sola razón de la forma, ya resulta simpático. Veo dos grandes cuerpos de edificio, independientes, unidos por arcadas a un cuerpo central... Aquí está la iglesia.

—Y los locutorios, y las dependencias administrativas, todo lo que es común...

—Ya, ya comprendo. Los cuerpos laterales son, como si dijéramos, ellas y nosotros. Aquí los religiosos; aquí las religiosas.

—Exactamente.

—¿Y qué advocación, señor mío?

—Cualquiera. Lo determinará otra persona.

—Ya... Aquí leo: Puerta de la Caridad.

—Sobre esa puerta habrá una campana que se toque desde fuera. Toda persona que necesite nuestros auxilios, ya por enfermedad, ya por miseria, ya por otra causa, llamará en esa puerta, y se le abrirá. Nadie será rechazado, a nadie se le preguntará quién es, ni de dónde viene. El anciano inválido, el enfermo, el hambriento, el desnudo, el criminal mismo, serán acogidos con amor.

—Muy bonito, pero muy bonito. Váyame explicando. ¿Habrá en uno y otro sexo vida reglar, con profesión, votos...?

—Sí señor.

—Y para la turbamulta de asilados, refugiados, penitentes, o como se les quiera llamar, ¿habrá número limitado de plazas?

—Para el auxilio inmediato y de momento, no pondremos limitación. Todo el que necesite socorro, por una noche, por un día, cama, abrigo, alimentos, lo tendrá. Luego, el que quiera quedarse, se queda si hay sitio. Las puertas se abren en toda ocasión para los que quieran salir. Libertad completa. No hay rejas, ni aun para las personas profesas. El pueblo, la humanidad que padece física o moralmente, entra y sale a gusto de cada individuo.

—Muy bonito, pero muy bonito. Otra cosa: ¿Y el sostenimiento...?

—Por de pronto, yo atiendo a todos los gastos de creación. He calculado bien, y me queda renta bastante para sostenernos durante algunos años sin ningún ingreso. Para proveer a las necesidades del porvenir, suponiendo que vengan ampliaciones, que establezcamos casas en otras partes, o ensanchemos la de Toledo, admitimos limosnas y donaciones entre vivos. No se admiten legados, ni ninguna donación en forma testamentaria.

—Bonito de veras. Se necesitará licencia pontificia, porque ofrece ciertas novedades de importancia la constitución de estas casas.

—Ya está pedida.

—Y los hermanos y hermanas congregantes, ¿a qué regla monástica se ajustan?

—A la suya propia. Vida común; cada sexo en su casa, en contacto y familiaridad con los acogidos. No se excluye la vida puramente contemplativa en los que de ella gusten. Pero la misión principal de todos es el consuelo y alivio de la humanidad desvalida, según la aptitud y gustos de cada cual. Habrá hermanos enfermeros, hermanos penitenciarios...

—Y penitenciarias y enfermeras a la otra banda... Bonitísimo, sí; pero me parece, con perdón de usted, que se abarca demasiado. Los enfermos requieren salas aisladas...

—En nuestras casas se proscribe el aislamiento riguroso, y se prescinde de esas reglas anticristianas de la higiene moderna que ordenan mil precauciones ridículas contra el contagio. Se prohíbe temer la muerte, y huir de las enfermedades pegadizas. El que se contagia, contagiado se queda, y si se muere, se le encomienda a Dios. No habrá más higiene que un aseo exquisito y las precauciones de sentido común.

—Y las dolencias morales, veo que también tendrán aquí su medicina, o por lo menos su higiene.

—El tratamiento del cariño, de la confraternidad, de la exhortación cristiana, sin hierros, sin violencia de ninguna clase. El pecador que aquí venga no podrá menos de sentirse afectado por el ambiente de paz que ha de respirar. Si los medios que se empleen para corregirle no hallan eco en su corazón; si se rebela y quiere marcharse, no le faltará puerta por donde salir, con la ventaja de que pudo entrar desnudo y sale vestido, pudo entrar hambriento y sale harto. Descuide usted, que ya volverá.

—¿Y si el pecador es criminal, de los que caen bajo el fuero de la justicia humana?

—Si lo reclama la justicia, esto no es burladero de las leyes. Así como entran y salen los pecadores y los necesitados y los enfermos, la justicia tiene también la puerta franca. No se le disputa al César lo que le pertenece. Aquí, ni negamos consuelo a quien lo ha menester, ni ocultamos al que no lo merece, ni vendemos a la justicia secretos de nadie. Nos entendemos con Cristo, y creemos trabajar por Él organizando nuestros auxilios en la forma que va usted viendo. Viene a ser esto la casa temporal de Dios, donde se entra por amor, se reside por fe, y se sale franqueando una puerta en cuyo frontón está la Esperanza, porque el que sale, fácil es que vuelva, y los que permanecen dentro ruegan por su vuelta y la esperan.

—Bonito, bonito a no poder más. (Meditabundo.) ¡Sí, aquí veo una puerta que se llama de la Esperanza.

—Abierta está al costado del Ocaso, y por ella salen los que se cansan de estar aquí y son llamados de la liviandad ruidosa del mundo. La otra puerta, la de la Caridad o del Amor, ábrese al Oriente.

—¿También simbolismo?

—El Oriente es la vida nueva. El Ocaso es una muerte transitoria, de la cual nos consuela la seguridad de la resurrección del día.

Muy bien. Fáltame saber una cosa importante. ¿Y aquí los votos serán perpetuos o temporales?

—Al entrar haranse por cinco años, siendo revocables al expirar este plazo. Pero en el grado segundo, o sea al renovar los votos, hácense perpetuos.

—¿Habrá absoluta incomunicación entre los hermanos y hermanas?

—Absoluta en lo que se refiere a la vida interior. Pero asistirán juntos al culto, y podrán reunirse a ciertas horas en una sala o locutorio donde conversen libremente. ¿A qué ese miedo ridículo a la comunicación?

—No, si yo no he dicho nada.

—Hay además el capítulo o junta general de la comunidad, que se reunirá cuando ocurra alguna duda sobre la aplicación de la regla, y en dicho capítulo tendrán voz y voto las mujeres lo mismo que los hombres.

—¿Y la indumentaria?

—Los hermanos vestirán el traje común eclesiástico fuera y dentro de la casa; las hermanas un hábito semejante al del Socorro. Quisiera que fuese enteramente blanco. Pero eso no es de mi incumbencia decidirlo.

—Pues, compadre Guerra, le diré con franqueza que lo que conozco de su fundación me gusta. No habrá nada, dicho se está, que indique desconocimiento de la jurisdicción ordinaria, nada que disuene dentro de las armonías del catolicismo.

—Cierto; así será. Si diferencias nota usted entre ésta y otras congregaciones poco menos modernas que la mía, son puramente de forma. En lo esencial, quiero parecerme a los primitivos fundadores, y seguir fielmente la doctrina pura de Cristo. Amparar al desvalido, sea quien fuere; hacer bien a nuestros enemigos; emplear siempre el cariño y la persuasión, nunca la violencia; practicar las obras de misericordia en espíritu y en letra, sin distingos ni atenuaciones, y por fin, reducir el culto a las formas más sencillas dentro de la rúbrica; tal es mi idea. Soy un pecador indigno; espero redimirme con la oración, con este trabajo en pro de la humanidad y en nombre de Cristo Nuestro Señor. Mi alma llenose de lepra: de ella me limpiará el amor en su acepción más lata y comprensiva, el amor, que como Dios es trino y uno, quiero decir, múltiple y uno, porque en diversas formas se enciende en el corazón de los humanos, pero es uno en esencia. Fuera distingos: el amor único y soberano vive y alienta en mí. En él hallarán calor todos los desgraciados que me busquen, vengan de donde vinieren.

—Don Ángel, toque usted esos cinco —dijo Casado, estrechándole con efusión la mano—. Todo ello es muy bonito; pero... yo conozco el mundo y le advierto que ha de tener contrariedades, que no ha de faltarle oposición.

—Se vencerá. (Con extraordinaria confianza.) Lucharemos.

—Luchar, ¡ay! Buena falta hace. ¡Estamos tan muertos, espiritual y religiosamente hablando...! Convengamos en que los españoles, los primeros cristianos del mundo, nos hemos descuidado un poco desde el siglo XVII, y toda la caterva extranjera y galicana nos ha echado el pie adelante en la creación de esas congregaciones útiles, adaptadas al vivir moderno. Pero España debe recobrar sus grandes iniciativas.

—Cabal; esa es mi idea. (Con entusiasmo.) Inteligencia soberana la de usted, D. Juan.

—Sí, amigo mío. (Acorde con el entusiasmo del otro.) Esa invasión de hermandades de extranjis es una humillación para nuestro país. Ya me va cargando a mí tanto Sagrado Corazón, tanta María Alacoque, Bernardette, y qué sé yo qué. Sí señor, seamos claros: ¿no es una vergüenza que se haya despertado esa devoción de la Virgen de Lourdes, con romerías estrepitosas que son un río de ofrendas, mientras que nadie les dice nada a nuestras gloriosas advocaciones del Pilar de Zaragoza y del Sagrario de Toledo? ¿Y dónde me deja usted la venerable Guadalupe? Ya que España en todos los órdenes parece moribunda, renazca siquiera en el religioso, en que ha picado tan alto.

—Sí, sí. (Con exaltación.) Parece que soy yo quien habla por esa boca. Concordancia mayor de pensamientos no puede darse. D. Juan, abráceme. Aún no le he mostrado más que una parte de mis ideas. Saldrán a su tiempo las otras, que todavía están fermentando aquí, y espero que las aprobará y hará suyas. Y ahora, compañero, salgamos, que quiero esparcirme un poco y tomar el aire.

II

Salieron a recrear la vista en la hermosura del campo florido, ya con toda la lozanía y frescura de Abril, y Ángel dio explicaciones a su amigo sobre las novedades que allí encontraba. Habiéndole propuesto en buenas condiciones la compra del cigarral colindante, no vaciló en adquirirlo para ensanchar sus dominios. Más que por su extensión, superior a la de Guadalupe, gustole Turleque por su espaciosa casa, la cual, modificada en su distribución interior, podría servir de albergue cómodo para quince o veinte personas. En ella pensaba el fundador instalar, por vía de ensayo, a unos cuantos infelices que, arrimados ya al calorcillo de su caridad, formaban parte de su familia doméstica y en cierto modo religiosa. Los albañiles que Casado vio al entrar trabajaban en la reparación del edificio de Turleque, recorriendo el tejado, armando tabiques y abriendo puertas y ventanas. En otra casa de la misma finca vivían los cigarraleros de ella, marido y mujer, ambos de ancianidad bíblica, que Ángel no quiso despedir, aunque no los necesitaba.

Y que no faltarían habitantes para el retiro provisional de Turleque y Guadalupe, lo probaba la prisa que algunos desheredados de la fortuna se daban para pedir albergue en él. Allí vio D. Juan a la ciega madrugadora, primera ocupante de la Puerta Llana, una hora antes de que se abriera la Catedral. Vio también a dos de los llamados apóstoles, uno de ellos cegato, cascarrabias y paticojo, el otro bastante tieso todavía; como que estaba ayudando a los peones que destruían la tapia divisoria de las dos fincas, y cargaba espuertas de tierra, despacito, eso sí, para no sofocarse. Hablaron con la ciega, que se dijo contenta en aquella vida; sólo echaba de menos la misita de alba que era su espiritual desayuno. «No apurarse, hermana —le dijo el amo—, que ya tendremos catedral». La ciega dio las gracias sin poner ninguna expresión en su cara inmóvil, muerta, privada de todo signo de lenguaje fisionómico. Era joven y había perdido la vista a los doce años, de viruelas, que le dejaron el rostro como un rallo.

«Dios se lo pagará a usted, amigo D. Ángel —le dijo el clérigo cuando a la casa volvían—, y le dará prosperidad en su empresa, y quizás victoria completa contra los enemigos que han de salirle».

—Allá veremos. Yo voy a mi fin, sin acordarme de que puede haber obstáculos... Pero todo esto, amigo D. Juan, honra y prez de la Sagra, no impide que almorcemos, porque usted tendrá apetito, téngolo yo también, y no faltará en la despensa algún forraje que echar a la bestia.

—Hombre, me parece muy bien. El espíritu es un caballero que merece toda mi estimación; pero el cuerpo no es ningún hijo de tal, y debemos tratarle como de casa por los servicios que nos presta con sus piernas, llevándonos de aquí para allá; con sus brazos, alcanzándonos las cosas que están lejos; con su estómago, que es el laboratorio y almacén de fuerzas vitales, y por fin con esta olla, donde el pensamiento tiene su oficina. Démosle lo que pide... y pronto, señor castellano de Guadalupe y Turleque, pues he de volverme pronto a Toledo para tomar el coche de Cabañas, que sale a la una.

Almorzaron solos, porque D. Pito, no contando con que se anticipara la hora, se entretuvo toda la mañana en su cacería grillesca. No eran las doce cuando el cura feo salió de Guadalupe, y es fama que iba diciendo para su balandrán: «Muy bonito, Juan, muy bonito. Pero no te metas en esto. Allá él».

Antes de llegar al puente, vio una figura negra y deslucida que hacia arriba presurosa caminaba, y cuando la tuvo cerca reconoció a D. Eleuterio García Virones con toda su humanidad descuidada y pringosa, sus hábitos en que la mugre de rúbrica se amasaba, con el polvo del camino, su desteñida teja echada hacia atrás.

«¿Viene de allá, Casado? —le dijo en cuanto estuvieron a distancia de poder hablarse.

—Pues allá me voy yo, ¡carambo! harto ya de la vida. No puedo más, no resisto más. Usted, el hombre de las chiripas, que ha nacido de pie, no comprenderá mi desesperación.

—¿Pero qué le pasa, pedazo de...?

—Pues nada. Si le parece poco... Que nos prometieron, como usted sabe, el curato de Pelahustán, y acabo de saber que se lo han dado a otro. Así, como usted lo oye. ¡Valiente feo le han hecho a D. Ángel! Había usted de oír las razones que da el Secretario, grandísimo mamalón... Ahora sale con que me darán el de Arisgotas cuando vaque, pues parece que anda mal de la vejiga el titular. De modo que tengo que estar pendiente de si al párroco de Arisgotas le cuesta trabajo o no le cuesta trabajo hacer aguas menores. Estoy que bramo.

—Tenga paciencia, D. Eleuterio, y deje el bramar para los toros. Un sacerdote debe conformarse con la adversidad.

—La injusticia, la indecencia de no darme la plaza, habiéndosela prometido a D. Ángel, me sacan de quicio. Voy corriendo allá, por que ya no puedo más con la adversidad, que a usted le parece tan bonita... ¡Carambo, carambómini! como no le ha visto la cara de cerca!... Pues D. Ángel me dijo: «Carísimo D. Eleuterio, si le birlan el curato y se ve en gran necesidad, váyase a Guadalupe, donde tendrá hospedaje y manutención todo el tiempo que quiera».

—Pues ande ligero, que está la mesa puesta.

—Voy, sí que voy. No más pobreza vergonzante, no más humillaciones en silencio. Vale más vestir el chaquetón de un hospicio. Que me quiten los hábitos. Para lo que me han servido, ¡carambo! Que me pongan un camisón y una soga a la cintura. Mejor, más comodidad. Que me suelten en el monte. Me basta con un pedazo de pan y cualquier bazofia caliente. ¡Qué delicia, qué descanso, Dios de Israel! ¡No pensar en que hay que mandar a la compra todos los días; no ocuparse de si salen sermones o entran funerales, ni de si sube la carne o bajan las misas, y olvidarse de que una peseta, por mucho que usted la sobe, no da de sí más que veinte perras grandes!

—Pues D. Ángel le recibiría con repique de campanas, si las tuviera. ¿No sabe? Quiere poner capilla en Guadalupe. Me figuro que caerá usted allí como agua de Mayo.

—¡Ay, Juan, qué consuelo! A este hombre le debían hacer arzobispo. Si me acoge, crea usted que no vuelvo a pasar el puente de San Martín. ¿Sabe lo que hice esta mañana, cuando determiné venirme aquí? Pues le dije al ama que me sirve: «Señá Rosa, coja toda su ropa y la mía; métala en un saco y sígame». Ahí detrás viene. Ya la encontrará usted con todos nuestros ajuares a la cabeza. Omnia mea mecum porto. Pues qué, ¿iba a dejar a la pobre señora en medio de la calle, una mujer apreciabilísima, viuda de un peón caminero? Creo que D. Ángel me la admitirá, si me admite a mí. También me traigo... con ella viene detrás... el sobrinito que tengo conmigo, huérfano de padre y madre... ¿Le parecerá a D. Ángel mucha familia?

—Hombre, no sé...

—¡Ay, el Señor sea conmigo! Siento no haberme anticipado, para cogerle a usted allí y tener un apoyo en el caso de ser mal acogido.

—No lo necesita usted. Vaya, corra y expóngale su situación con sencillez ingenua y sin aspavientos... Y no le detengo más, que es tarde. Temo perder el coche...

Siguió camino abajo D. Juan, y camino arriba el angustiado Virones, que llegó a Guadalupe como un pavo, no tanto por el calor del viaje como por la ansiedad que le cortaba el resuello. Recibiole Guerra sin alardes de protección, y cuando balbuciente y cortado le manifestó el clérigo la impedimenta que traía, se echó a reír y le dijo con buena sombra: «¿Y el gato no viene también? Tranquilícese, D. Eleuterio, que para todos habrá un rincón. Me alegro de poder darle hospitalidad con toda su gente. Luego veremos de colocarle, si no es que prefiere seguir aquí. Por de pronto, instálese con su ama y su niño en esta casa del cigarralero de Turleque, en compañía de la señora ciega que usted ve sentada en aquella piedra, junto a las pitas.

Encantado de tan gallardo recibimiento, no sabía el mísero Virones cómo expresar su gratitud, y casi soltaba la moquita para echarse a llorar. «Dígame, señor y dueño mío, qué tengo que hacer aquí, pues en algo he de ocuparme, y los beneficios que recibo, en alguna forma he de pagarlos. En mi niñez, como hijo de canteros, supe hacer pared. ¿Quiere que ayude a los que trabajan en la cerca?

—Si le gusta y le conviene el ejercicio corporal, puede ayudar a los canteros, o bien traer tierra de aquel desmonte. Si prefiere la ocupación contemplativa, emplee mañana y tarde en esparcirse por estas fincas y la Degollada, que no está lejos. Si se cansa de leer en el entretenido libro de la Naturaleza, y prefiere los de letra impresa, ahí tengo algunos, que le franquearé cuando los necesite.

—No, libros no, ¡carambóbilis! Les tengo odio y mala voluntad. Ellos son los que me han perdido. ¡Cicerón infame, Séneca maldito!...

—Pues paséese, o trabaje de peón o albañil. Aquí disfruta de completa libertad, y cuando se aburra y quiera marcharse, solo o con su séquito, se va usted tan fresco, sin más obligación que la de advertírmelo con dos palabritas: «me voy».

—Paréceme sueño —dijo el cuitado sacerdote—. ¿Es esto la edad de oro, la felice Arcadia, o qué carambólibus es? D. Ángel, bendiga el Señor sus santas intenciones. Dígame otra cosa: ¿qué vestido usaré? ¿me van a poner algún hábito?

—Vístase como quiera. Le prevengo que tendremos capilla, y que podrá celebrar...

—¡Celebrar! (Con desabrimiento.) También había tomado odio al oficio... Pero, en fin, lo que usted disponga. D. Ángel, yo le seré muy poco gravoso. Tanto yo como la señora Rosa, que es persona muy cabal y circunspecta, estamos hechos a la sobriedad sin melindres. Por mi estampa y este color sanguíneo, créenme algunos glotón. Pues nada de eso. Apenas como lo necesario para sustentarme, y resisto hambres calagurritanas, si es menester. ¡Lo mismo que la fama de borracho que me han dado mis enemigos! Yo le juro a usted que es calumnia, y que no bebo más que agua.

—Mejor.

—El único vicio que tenía en mis tiempos juveniles era jugar a la barra.

—Aquí puede tirar todo lo que quiera.

—Y entiendo un poco de animales, pues estudié un año de albéitar, y el tío que me crió era el mejor veterinario del partido de Orgaz.

—Me alegro. Eso me conviene. Va a resultar que el amigo Virones es un estuche. ¿Le gustaría ponerse al frente de una escuela de párvulos?

—No me pregunte cuál es mi gusto, sino dígame el suyo para mirarlo como mandato. Albañil o cantero, cura de almas o albéitar, jugador de barra o maestro de escuela, soy su criado humilde.

En esto llegaron el ama, desgarbada, escueta, tímida y sin ninguna gracia, y el sobrino, la más gallarda, la más interesante estampa de chiquillo que se pudiera imaginar, lindo como un ángel, con cierta gravedad melancólica en su rostro murillesco. Fueron bien recibidos, y el propio Virones les notificó la vida libre, cómoda y placentera que todos se iban a dar en aquel campo hermosísimo. Creyeron, como lo había creído el clerizonte, que soñaban. Parecioles aquello el final obligado de todo cuento infantil: «Después de tantos trabajos y fatigas, recibioles el Rey en su corte, les colmó de favores y obsequios, y todos fueron tan felices».

III

A los pocos días de aquella campestre actividad y de casi continuo vivir al aire libre, mejoró notablemente el estado nervioso del neófito, que dormía bien, y ni de día ni de noche volvió a tener alucinaciones, como el encuentro con su propia imagen vestida de cura. Adquirió su alma una serenidad apacible, en la cual veía claramente los nuevos horizontes de su vida. Sentíase fuerte contra las tentaciones, y aun robustecido por la lucha para combatirlas y vencerlas. El estado eclesiástico que pronto abrazaría, representábasele como el más hermoso, el más perfecto, el más adecuado a las ansias de su espíritu, y cuando atrás volvía los ojos para echar un vistazo a su vida pretoledana, sentía tal repugnancia, que antes quisiera mil veces la muerte que volver a ser lo que fue y a pensar lo que entonces pensaba.

El constante trato con sus huéspedes, amigos o hermanos, servíale de distracción y enseñanza, pues observaba sus caracteres, sus buenos o malos hábitos, y de ello inducía reglas prácticas para lo porvenir. A los dos días de residir en Turleque, D. Eleuterio Virones se había convertido en el más desaforado ganapán que jamás se vio en aquellos campos. No pudiendo resistir a la instintiva comezón de ejercitar su titánica fuerza, cargaba piedras enormes, poniéndolas al pie de obra, hacía pared, ayudaba a Cornejo en algún trabajo agrícola, se encaramaba en las techumbres para colocar tejas, y era, en fin, de suma utilidad. Y no le hablaran a él de libros, ni de latines, ni de cosas espirituales o sabihondas. No lo hablaran tampoco de embobarse delante de una puesta de sol, ni de poner los ojos en blanco porque olían los tomillos o cantaban los pájaros. No era poeta, ni entendía de tales cosas. Así pues, aunque se llevaba muy bien con D. Pito, no concordaban en sus gustos y aficiones, pues si al capitán no le daba el naipe por el trabajo físico, ni por la constructividad, Virones no se divertía cogiendo grillos, ni saltando de peña en peña, ni hocicando en los espesos matorrales por ver si había nereidas de refajo escondidas en ellos.

En buena armonía con la cigarralera de Turleque, doña Rosa preparaba la comida para los acogidos y arreglaba la casa y las camas. Con Jusepa no se llevaban bien ni el ama de Virones ni ninguna otra hembra del lado de Turleque, porque Jusepa era geniuda, envidiosa, con más púas que una zarza, y como animal doméstico acostumbrado a campar solo en la finca, gruñía y mordisqueaba a los intrusos. Igual inquina sentía Cornejo hacia toda aquella tropa advenediza, que no iba allí más que a estorbar; pero no dejaba traslucir sus rencores delante del amo.

De los dos apóstoles, el paticojo gruñía sin cesar, por si doña Rosa y señá Liboria, que tal era el nombre de la cigarralera de Turleque, no le daban ración tan grande como él creía merecer. Cuando no devoraba el tío aquel, echaba sapos y culebras por su boca desdentada. Había sido carretero, llamado por mal nombre Maldiciones. El otro, todo humildad y compostura, tenía cara de santo, pareciéndose mucho, pero mucho, al retrato del Maestro Juan de Avila, obra del Greco, que es una de las mejores galas del Museo Provincial: la misma expresión de simplicidad piadosa, de modestia, de ternura inefable. Llamábanle Mateo a secas. Si este infeliz no daba nada que hacer, su compañero traía revuelto todo el cotarro. Una mañana, la ciega fue a D. Ángel con la requisitoria de que la noche anterior el apóstol le había hecho proposiciones amorosas de lo más indecente, amenazándola con una mano de palos si no se dejaba seducir. El amo llamó aparte al pérfido, y le echó una peluca como para él solo. Pero en vez de humillarse, Maldiciones se plantó, diciéndole con la mayor insolencia: «Para lo que usted me da, ¡cójilis!... Mátanle a uno de hambre, y luego le piden virtud... ¡re—cójilis!».

Recogió sus alforjas vacías, y se fue. No podía vivir sino en la mendicidad vagabunda, y sentía la nostalgia de las puertas de las iglesias, en las cuales llevaba veinte años de honrada profesión de cojo. Por una irónica fatalidad, la pobre ciega llamábase Lucía. Su única exigencia era que la dejaran ir a oír misa, y tomando por lazarillo al sobrinuco de Virones, íbase a Toledo los domingos y algunos días de precepto. No tenía más familia que una hermana, mujer de un trabajador de la Fábrica de Espadas, hombre de poca cristiandad, según decía, que la consideraba como carga difícil de llevar, por lo que era feliz en su nueva posición, sin más familia ni más amos que Dios y el señor de Turleque y Guadalupe.

El chiquillo de Virones (sobrino se quiere decir, y lo era realmente), la más preciosa adquisición de la flamante hermandad, tenía todo el desarrollo propio de sus seis años, cosa rara en estos tiempos de raquitismo: su perfecta hechura de cuerpo, su rostro de peregrina belleza recordaban los inspirados retratos que hizo Murillo del Niño Dios, de ese niño tan hechicero como grave, en cuyos ojos brilla la suprema inteligencia, sin menoscabo de la gracia infantil. Para mayor encanto llamábase Jesús, y no era ésta la última coincidencia: había nacido en un pesebre, yendo su madre de Cuerva a Mazarambroz en una fría noche de Febrero. D. Eleuterio contaba el caso con prolijidad; como que acompañaba a su hermana María (ya viuda del Secretario del Ayuntamiento de Ajofrín) en aquel trance mal previsto, pues la señora se equivocó en la cuenta, y no creía librar hasta Marzo. Unos pastores les prestaron auxilio, llevándoles alimento. A no ser por la fecha y porque no vinieron reyes de Oriente, ni tampoco de Occidente, el caso habría ofrecido, según Virones, una perfecta semejanza, en lo accidental, con el nacimiento del Redentor del mundo.

Encantaban a Guerra la dulce seriedad de aquel niño, su quietud, su docilidad, sus travesurillas, de lo más cándido que puede imaginarse, su lenguaje claro y con acentos de misteriosa ternura. Manso como un cordero, se habría dejado castigar sin protesta, si hubiera sido alguna vez merecedor de castigo. El amo le llevaba de la mano, pareciéndose al San José del Greco que decora la capilla de Guendulain; sólo que le faltaba la capa amarilla con que la iconografía cristiana viste al carpintero de Nazaret. Se entretenía conversando con él, y a veces, quizás por espejismos de su propio pensamiento, encontraba cierto sentido profundo y simbólico en lo que el chiquitín decía. Un buen rato consagraba diariamente a darle lección de lectura y escritura, en su despacho, tarea sumamente grata, porque Jesús era la misma obediencia, se aplicaba un poquitín, y al trazar con sus dedos rígidos el palote ponía unos hocicos muy monos. Expresaba su cansancio suspirando, por no atreverse a manifestarlo de otro modo, y entonces el maestro le mandaba a jugar.

El resto del tiempo consagrábalo a madurar su proyecto, y a discurrir sobre los inconvenientes que cada día iba descubriendo en él. La última visita de D. Juan habíale dejado la impresión de que alguna particularidad importante no gustaba al sagreño, a pesar de los elogios que al conjunto y a la idea tributó con más cortesía que sinceridad. Esto le traía intranquilo, y no cesaba de pensar en ello, ya manteniéndose firme contra la rutina, ya inclinándose a la transacción. «No sé qué razones de peso pueden oponer a mi plan de instalar cada sexo en sendas alas de un edificio, unidas por la fraternidad, separadas por la decencia. Esta prevención contra la proximidad de hombres y mujeres, es quizás la causa de la mayoría de los escándalos que ocurren en el mundo. ¿A qué ese temor? ¿A qué ese alejamiento absurdo, con tantísima reja y con el valladar de la distancia? El trato honesto, la decente aproximación son mejor defensa de la virtud que los desvíos huraños. Contra tales rutinas tengo yo que sostener una lucha, en la cual no pienso ceder ni un ápice de terreno. La verdadera santidad no se asuste de la vista y trato entre personas de distinto sexo: al contrario, más expuesta es la soledad soñadora. Hizo Dios al hombre para la sociedad, y en ella es mayor mérito la pureza... Por consiguiente, diga lo que quiera Casado, no habrá quien me apee de esto... Es fácil que clamen: «escándalo, escándalo», y que alguien intrigue para que no me concedan la autorización indispensable. Pero no me importa. Lucharemos. Ya sabré dar mis razones. ¡Pues no faltaba más!... (Exaltándose.) La mujer es la gala de la Naturaleza, el encanto del hombre así en la vida casta como en la que no lo es. La razón, que es el hombre, no daría de sí jamás ningún fruto, sin que el, sentimiento, o sea la mujer, no la alentara y encendiera. Sin mujer, somos como lámpara vacía y sin mecha. La castidad, el más perfecto y sublime estado, no es tal castidad, no es virtud, no es nada, sino en la comunicación decente de los dos sexos. Para luchar con el mal social, se necesita del conjunto de todos los elementos sociales. Aislándonos, no valemos nada. La noción primera del amor no surge sino en medio de la vida, en el inmenso escenario poblado de seres distintos, y en el tumulto de las varias pasiones que los unen y los separan. Tanta reja, tanta precaución y tanto encierro entre paredes, extinguen la fuente del amor. En cambio, el trato social y la castidad misma, aunque extraño parezca, la enriquecen de aguas purísimas. Esto diré yo a los rutinarios y cortos de entendimiento que escrupulicen sobre el particular. Defendereme con brío, y mis ideas prevalecerán pese a quien pese».

IV

Llegada Semana Santa, se suspendieron los trabajos, con gran disgusto de Virones, que, según decía, estaba en su elemento cargando peñascos y abriendo cajas de cimientos. No quiso ir a Toledo ni a tiros, y se pasaba el tiempo trayendo leña de la Degollada. En cambio, el apóstol Mateo decidió echarse a pechos todas las funciones de la Semana Mayor en la Catedral, y aunque se sentía lastimado en su amor propio, por el desprecio que el Cabildo hizo de su persona en la elección de los trece pobres para el Lavatorio, no le fue difícil perdonar tamaña injusticia.

La ciega también quiso ir a la Catedral, y Jesús servíale de lazarillo, no muy a gusto, la verdad sea dicha, porque el señor le había dado para que jugase un cabritillo precioso, blanco y saltón, y todo el santo día se lo pasaba el chico con su animal atado de una cuerda, paseo arriba paseo abajo, estimándole más que a las niñas de sus ojos. El niño y la bestiezuela graciosa hacían un grupo encantador.

Guerra fue el domingo a la función de las palmas, cuya solemnidad melancólica le embelesó. D. Francisco Mancebo llevole a un buen sitio del presbiterio, desde donde pudo ver y oír cómodamente la lectura de la Pasión, verdadero paso escénico, lleno de austeridad majestuosa. En él, la liturgia no se contenta con el simbolismo del ritual ordinario, y aspira a producir las desgarradoras emociones del drama. Ángel no quitaba los ojos de los tres sacerdotes que en diferentes púlpitos, y revestidos de alba y estola atravesada, dialogan el texto evangélico, haciendo el uno de Cristo, el otro de Evangelista, y el tercero de Turba. No necesitaba seguir las palabras de San Mateo en el breviario de Semana Santa que Palomeque puso en sus manos, porque había leído el Evangelio detenidamente la noche antes, y la voz clara y bien modulada de los tres cantores permitía la fácil inteligencia del texto. Durante todo el tiempo que duraron las recitaciones, su emoción fue tan honda que apenas respiraba, y cuando oyó cantar el emisit spiritum, se le puso un nudo en la garganta y sintió un dolor agudísimo en el corazón. En todo aquel día, repitiendo con fácil retentiva la salmodia, no pudo desechar su oído la vibración de la robusta voz del capellán salmista que cantaba por Cristo.

A la conclusión tuvo la mala suerte de tropezarse con D. León Pintado, con Felisita, con doña Mayor y María Fernanda, que le entretuvieron, le marearon y no le dejaron paladear libremente toda aquella miel mística que había libado en la patética ceremonia. Obsequiole el Deán con un palmito, que fue cedido a Teresa Pantoja, y a Guadalupe se llevó el que le regaló Mancebo. Por éste supo que Leré prestaba servicio en una casa pobre del cerro de las Melojas, asistiendo a una mujer a quien habían cortado los pechos, esposa de un obrero de la Fábrica de Espadas, llamado Zacarías Navarro, hombre hábil pero muy pendenciero, trapalón y algo sacerdote de Baco.

Al retirarse al cigarral con Jesús y la ciega, ésta le refirió mil particularidades de su familia, por las cuales vino a comprender que el domicilio pobre donde actuaba de enfermera la divina Leré, no era otro que el de la hermana de Lucía. Para cerciorarse diole las señas, y ella contestó:

—Sí señor, me dijeron que la hermanita es una a quien se le zarandean los ojos; y cuentan que es santa.

—Según mis noticias, el cuñadito de usted debe de ser hombre muy dado a camorras.

—¿Pues por qué me salí yo de allí, señor de mi vida, sino porque no le podía aguantar? Y el caso es que María Antonia, ¡la mi pobre! para la operación que le han hecho, está mejor allí que en el hospital. La hermanita tiene mismamente los serafines dentro del cuerpo. ¿Sabe, señor? El cura de San Andrés fue quien la llevó. Pero Zacarías es muy cabezudo, y aunque habla poco, ¡da más guerra...! ¡Qué cáscara de hombre! Lo sabe ganar cuando quiere, porque es muy mecánico de suyo; pero ahora está, como quien dice, más allá de la cuarta pregunta. Ni viendo a su mujer como la ve, y la casa tan revuelta, y los niños sin más madre por hoy que la hermanita, no se cura de sus mafias, y siempre anda entre mala gente.

En estas y otras informaciones menos interesantes pasaron el camino, y en Turleque encontraron a Virones jugando a la barra, y ganando a cuantos con él, en tan vigoroso ejercicio, se atrevían a contender. D. Pito era el menos afortunado de la partida, lo que le tenía furioso. Todo lo soportaba menos ser vencido por un clérigo en empuje de brazo, y se amoscaba cuando los espectadores se reían de su flojedad. Tatabuquenque era el único capaz de medir sus fuerzas con D. Eleuterio; pero no le llegaba ni con mucho. Viéndose el último, D. Pito no hacía más que despreciar los ejercicios corporales, ensalzando los del entendimiento, y sosteniendo que la idea más trivial de un tonto vale más que todas las proezas gimnásticas de atletas de circo y curas gigantones.

El lunes volvió Guerra a Toledo con Mateo, llevándose por delante a Jesusito y a la ciega. A ésta le encargó fuese a visitar a su hermana, por enterarse de cuanto allí ocurría y de si trataban bien a la enfermera. «La función de hoy en la Catedral no tiene nada que ver ni menos que oír. Váyase al cerro de las Melojas, y llévese al chiquillo. Pero no tarden mucho, que luego estaré con cuidado. Al medio día les esperamos en el puente de San Martín, para volvernos juntos a casa».

Fueron allá Lucía y el Niño Dios, después de oír misa en San Juan de los Reyes, y les recibió Leré, a quien contaron que vivían en el cigarral con D. Ángel, lo que interesó mucho a la hermanita. Mil preguntas les hizo de la vida Guadalupense y Turlequina, de la gente que allí moraba, de los edificios que iban a construir, a lo que respondía Jesús con grandísimo tino y discreción: «Ahora no estamos haciendo más que paderes, para que no salte nadie a robarnos la fruta, y dimpués vamos a hacer unas casonas mu grandes, donde habrá curas, monjas y sacristanes... Yo tengo un cabrito que entiende todo lo que le digo... Por la mañana tomamos chocolate, al medio día nos ponen tajadas y sopa, higos pasados y nueces; por la noche tajadas otra vez y ensalada de escarola, que a mi tío le gusta mucho... Mi ama Rosa, que sabe de sastra, le está haciendo una chaqueta nueva al Sr. Mateo. D. Ángel llevó de Toledo la tela... Don Ángel me da lección, y dice que yo sé mucho, y que voy a ser un sabio, y qué sé yo qué... Hay uno allí que le llaman Sr. de Pito, que era el que pasaba la barca en unos ríos grandes de agua que llaman la mar, y tiene mal genio... Anda dando trallazos a los árboles y a las piedras, y dice que se... casa con los Reyes Magos».

Leré no podía tener la risa oyendo estas inocencias, y le dio mil besos, admirada de su hermosura y gentileza. Dejole jugando con los niños de María Antonia, y se fue a sus quehaceres. Lucía encontró a su hermana muy abatida, prisionera en el lecho, llena de vendajes que no la dejaban moverse, circundada de horror y pestilencia. Gracias a la prodigiosa enfermera y a su omnímoda disposición, apenas se conocía en la casa la terrible situación de su dueña. Tempranito barría Sor Lorenza toda la casa, preparaba el desayuno para Zacarías y el almuerzo que había de llevar a la Fábrica. Después levantaba a los niños, hembra de seis años y varoncillo de dos, les lavaba, les vestía, les daba de comer, y sin descansar de esta faena, a la alcoba de la enferma a curarle las terribles heridas, a darle los medicamentos, a oír las órdenes del médico para ejecutarlas puntualmente. «Si estas mujeres no se van derechas a gozar de Dios —opinaba María Antonia, no sé yo quién ha de ir. Como si no le bastara con asistirme, me acompaña, procura distraerme, reza conmigo, me cuenta cuentos, me anima, me alienta...»

Extrañó Lucía el sentir pasos como de hombre en la habitación alta o desván de la casa, y María Antonia, después de vacilar y desmentirse varias veces, le dijo en baja voz: «Pues sabrás... Pero esto es un secreto, y no lo has de contar ni a tu sombra. Me temo que Zacarías, mala y todo como estoy, me arme un zipizape. Ahí arriba tenemos a un amigote suyo, que está escondido porque anda buscándole la justicia. Le llaman Fausto, y sabe de hierros y máquinas tanto como mi marido. No sé qué diabluras ha hecho que le quieren meter en chirona... La verdad, molesta poco; pero siempre estoy sobre ascuas, no sea que... (Alzando la voz). Hermana Lorenza, ¿le ha dado de almorzar al bergante de arriba?

—¿Qué años hace? —dijo Leré risueña, entrando de la habitación próxima—. Ya se ha puesto entre pecho y espalda una chuleta como la rueda de un carro, y todo el vino que había. ¡Qué risa con el hombre! No hace más que dar patadas y echar mil herejías indecentes por aquella boca... y que el juez es un pedazo de tal. ¡Pobrecillo! Yo le digo que sea bueno y no haga picardías. Pone la cara muy afligida y me contesta: «¿Por qué cree usted que me persiguen? Pues porque quiero hacer un gran bien a la humanidad y sacarla de la esclavitud. Aquí donde usted me ve, soy un petit Mesías. Pero los hombres... ¡qué atajo de animales! se los come la envidia y no me dejan funcionar.

—Buenas funciones serán las suyas —dijo la enferma con desfallecimiento—. Pero este marido, ¡qué incumbencias me trae!... Y que estoy yo para bromas, hecha una carnicería...

—Pues oiga —añadió Leré, riendo—. Esta mañana va y me dice: «Compañera, si usted quiere, le puedo dar la clave para averiguar los números que han de salir premiados en la Lotería. De modo que si no se saca el premio gordo es porque no le da la gana». Me eché a reír. «Si a mí ya me cayó —le respondí—. Buen tonto es usted si sabiendo el intríngulis, no tiene ya en el bolsillo todo el dinero del Gobierno». ¡Pues si le vieran cuando le da por tirarse de los pelos y echar maldiciones...! Yo le riño, le digo mil barbaridades, y concluye por echárseme a reír. Me pide papel y tinta, se lo llevo, y se pone a hacer garabatos, rúbricas, firmas y unas escrituras tan monas, que parecen de letra antigua. A lo mejor se vuelve tierno. Me dice que yo soy santa, y que él también lo sería... si tuviera dinero.

—¡Valiente trápala! —murmuró la ciega, y ya no hablaron más del huésped. Lleváronle a María Antonia los niños para que los acariciara sin aproximarlos a su cuerpo herido, escena por demás triste y conmovedora. Por fin, retiráronse Lucía y su lazarillo, tomando el camino del puente de San Martín, donde el señor de Guadalupe les esperaba. Todo el resto del día estuvo Leré trajinando en la casa, sin un momento de descanso. Los ratos que no pasaba junto a la enferma, asistiéndola con manos blandas y espíritu de excelsa caridad, empleábalos en sus rezos y meditaciones, o en entretener a la paciente con charla de cosas santas, dulcemente festivas y consoladoras.

Al anochecer llegó Zacarías, hombre de buen ver, recio, delgado y flexible como el puro acero, la faz morena, algo impregnada de ese tizne lustroso que no pueden desechar los que trabajan en hierro; los ojos como ascuas, reflejando siempre las chispas de la forja sobre el negro profundo del carbón; más vivo de genio que de lengua. Acarició a los chiquillos, sentado junto al lecho de su mujer, haciéndose el cariñoso, en realidad más compasivo que amante, y mostró esperanzas (que no tenía) de verla pronto curada. Fue después cautelosamente al desván del recluso, con quien estuvo charlando más de media hora, en tanto que Leré le arreglaba la comida, y bajó con cara fosca y mirar atravesado. Mientras comía no desarrugó el ceño. Chupando un cigarro salió a la puerta, y examinó cuidadosamente la calle, como receloso de que alguien vigilaba su morada.

María Antonia dormía. Leré rezaba, de guardia junto al lecho. Zacarías la llamó con un ps, ps, y llevándola a un rincón de la salita, le habló en esta forma:

—Hermana Lorenza, me parece que fisgonea la calle uno de policía. Si alguien ha llevado el soplo, y ese alguien es usted...

—¡Yo! Déjeme en paz. Yo no llevo soplos, bien lo sabe Dios.

—Ya, ya sabemos que va para santa. Por tal la tengo. Pero podría creer que la santidad... pues... obligaba a denunciar... Este amigo mío es un chico honrado.

—Mejor. ¿Y a qué me viene usted a mí con esa historia? Yo estoy aquí para cuidar a su pobre mujer. Si mi asistencia no le conviene, me retiro.

—No, no es eso: de la asistencia no hay queja... (Agarrándole un brazo y apretándoselo como con tenazas.) Pero así y todo, ¡Dios! si usted lleva el cuento de mi amigo, ¡Dios! yo no reparo, y sin dejar de mirarla como santa, como ángel y como todo lo que se quiera, ¡Dios! le corto a usted el pescuezo.

—Ea, suélteme el brazo, que me duele, pedazo de bruto —respondió Leré, animosa—. Yo estoy aquí cumpliendo con mi deber y sirviendo a Dios, y no temo nada, pero nada, ¿lo entiende usted? porque Dios vela por mí; y ni usted me ha de cortar la cabeza, ni se ha de atrever tan siquiera a rasguñarme con la punta de un alfiler. ¿Qué modos son esos, Zacarías? ¿Qué es eso de cortar pescuezos? ¡Ah, pensaba el muy tonto que yo me iba a poner a temblar y a dar chillidos! Más miedo le tengo a una pulga que a usted.

—Si no hay soplo, nada digo... (Desconcertado.) Era un supongamos. No hay ofensa, ¡Dios! Portándose bien...

—No es usted, el bobo de Coria, quien ha de juzgar mi comportamiento. Ea, bastante hemos hablado. Es tarde: acuéstese, que aquí no hace ninguna falta.

—¿Pero también vela usted esta noche?

—¿Pues para qué estoy aquí? He dormido la siesta. Más cansado está usted que yo, con la cabeza más caliente. Váyase a la cama, y déjenos en paz.

—No tengo sueño.

—Pues entreténgase en afilar el cuchillo con que me quiere descabezar.

—Bien afilado está —gruñó Zacarías, sacando de debajo de la blusa una faca tremenda que abrió, mostrando la brillante hoja, cuya sola vista causaba estremecimiento de las carnes, cual si éstas presintieran la fría desgarradura del corte. Los ojos de Leré pestañearon ante el espantoso acero, como aves que aletean asustadas, y su rostro palideció un poquitín, pero nada más que un poquitín.

—No crea que tengo miedo —le dijo dominándose—. Pero guarde el chisme ese, que María Antonia me parece que ha despertado. Buena se va a poner si oye las gracias de su querido esposo. Váyase a dormir la mona, y mañana tempranito, con la fresca, entra y... aquí me encontrará, ya con la cabeza preparada para que me la corte. Ea, buenas noches.

El bárbaro aquel se introdujo, rezongando, en el lóbrego mechinal donde dormía, y Leré contó todas las horas de la noche junto a su enferma, que tuvo ratos larguísimos de insomnio y crueles sufrimientos.

V

No esperó Ángel a llegar al cigarral para hacer a Lucía y su acompañante preguntas mil. Como se le había encargado el secreto, la ciega no mentó al pajarraco que en la vivienda de su hermana se escondía. Jesús fue sometido a un prolijo interrogatorio. «¿Qué has visto? A ver; cuéntame».

—Una monja.

—¿Y cómo era?

—Bonita.

Guerra se detuvo en el camino más de una vez para mirarle atentamente, escrutando sus pupilas de Niño Dios. Creía distinguir en el fondo, muy en el fondo de ellas, la imagen de Leré, del tamaño de un cañamoncito.

«¿Y no te dijo nada?»

—Me preguntó que si era amigo tuyo.

—Tú le responderías que sí. ¿Y no te dio nada?

—Pan y cinco pasas... Adentro había una mujer mala.

—¡Una mujer mala!

—Sí, acostada y llorando, porque le han cortado el cuerpo... No, el cuerpo no... esto.

—Ya.

Jesús se cansaba de la caminata, y Mateo se lo echó a cuestas. Resultaba un auténtico San Cristóbal, Christo ferens.

El miércoles volvió Guerra a la Catedral para oír la Pasión según San Lucas, y aquel día, el hermoso canto impresionole aún más que el domingo. Al oír la robusta voz del Cristo diciendo: Filiae Jerusalem, nolite fiere super me, sed super vos ipsas flete, et super filios vestros... no pudo reprimir las lágrimas; y cuando el pueblo, por boca de los seises acompañados de fagot, clamaba: Tolle hunc et dimitte nobis Barabbam... Crucifixe eum... le faltó poco para perder el conocimiento. Al concluir, sudor frío mojaba su frente. Cerrando los ojos, y concentrando el pensamiento, veía la escena del Calvario, clara y viva, y la majestad inenarrable del Dios sacrificado, los ladrones retorciéndose en sus cruces, tumulto y confusión en la tierra circunstante, el cielo lleno de congoja y tinieblas.

El jueves madrugaron para no perder nada de la imponente festividad In caena domini. A las ocho empezaba con el Lavatorio; seguían la misa y comunión general, luego el acto de bendecir los óleos, y la procesión con Pange lingua para encerrar el Sacramento. Como era día de tanto barullo, y el regreso había de ser muy tarde, porque la ciega no quería perder el sermón del Mandato, Ángel determinó que no fuera Jesús, y que antes de anochecer saliera con su cabritillo a encontrarles. Pusiéronse, pues, en marcha tempranito. Mateo iba delante con la cigarralera de Turleque, ávida de contemplar el Monumento y de visitar diez o doce Sagrarios; detrás Guerra con la ciega, a quien servía de lazarillo, practicando así la humildad sin ninguna afectación. La gente que encontraban por el camino se reía del grupo, y algunos no pudieron menos de considerar que el señor de Guadalupe había perdido el seso. Mateo y Liboria andaban tan a prisa, que al llegar los otros al puente se habían perdido de vista. Entraron Lucía y su conductor en la Catedral poco antes de las ocho, y ya campeaban los trece pobres en el tablado del crucero, vestidos de blanco, con una especie de toalla por la cabeza. Parecían realmente hebreos de los tiempos bíblicos. Colocada la ciega en sitio donde pudiera enterarse bien, Guerra se subió al presbiterio, no sin que le atisbara D. Francisco, que oficiosamente acudió a saludarle y a ofrecerle breviario. Por él supo que la familia no tenía novedad, y que el monstruo le había pegado tal mordisco a su tía que por poco le arranca el dedo. Ello fue un movimiento instintivo, como los de los perros cuando alguien les quita la comida. También se tropezó con Ildefonso, ya tan disgustado de la sotana roja, que no veía las santas horas de ahorcarla para entrar en el colegio.

Durante la misa y comunión general, el presbiterio era un ascua de oro. La riqueza y arte supremo de los accesorios del culto concordaban con la hermosura del ritual. El prefacio de la Santa Cruz que en tal día se canta elevó el alma del neófito a las más altas esferas de la poesía religiosa, y prosternado repitió el Sanctus, Sanctus. Antes de empezar la bendición de los óleos, en una tregua o descanso de las complejas ceremonias de aquel día, fue visitado otra vez por Mancebo, el cual le dijo: «Ya, ya sé que tiene usted allá al bueno de Virones. Es una obra de caridad que el Señor ha de premiarle. Y que le será útil el tío, porque para tirar de un carro no hay otro».

En la cara y en el acento se le traslucía el desconsuelo por no ser partícipe de los beneficios que el fundador de Guadalupe entre los necesitados tan generosamente repartía. No supo disimular la tristeza que el favor de Virones le causaba, y cuando Guerra encareció la pobreza de éste, se aventuró a decir: «Desgraciado es sin duda alguna. Pero otros le dan quince y raya, no sólo porque miran más al decoro y se avergüenzan de la miseria zarrapastrosa, sino porque llevan sobre sí mayor carga de familia y se ven rodeados de increíble número de bocas».

Ángel sintió que ante el anciano clérigo, sustentador de tanta familia, se le redoblaba el anhelo humanitario de que se hallaba poseído. Por aquellas fechas, la exaltación mística encendía en su corazón un desatinado amor a la humanidad, inspirándole deseos ardientes de remediar toda desventura, de perseguir el mal, y derramar tesoros de bienestar y alegría entre toda clase de gentes. Quería que nadie padeciese de necesidad o de escasez, que todos viviesen gozosos, con la corta medida de bienes que a cada humano corresponde. Habiendo calado con perspicacia de hombre de mundo las aspiraciones de Mancebo, ¿cómo no satisfacerlas, cuando tan fácilmente le conmovían necesidades menos abrumadoras y postulantes de menor mérito? El fervor humanitario se desbordó en su corazón, y no pudo menos de decir: «Amigo don Francisco, perdóneme si antes no le he dicho que necesito de su cooperación. Usted vale mucho; yo necesito que me ayude».

—Sr. D. Ángel —replicó Mancebo balbuciente, viendo abrirse ante sí las puertas del cielo—, ya sabe que puede disponer de mi inutilidad.

—Fuera modestia. Usted es hombre de grandísimas disposiciones para administrar, y además un santo varón...

—Don Ángel, no me avergüence con tantos elogios. (Casi llorando.) Ordéneme lo que guste... Precisamente me he puesto ahora tan bien de la vista, que podré desempeñar... Y aunque viejo, conservo el caletre como un reloj para todo lo que es traqueteo de números.

—Cuento con usted. Cuando le sobre un rato, váyase por Guadalupe.

—Con alma y vida... Dispénseme ahora... Tengo que ir al coro... Hablaremos...

Salió del presbiterio tan ágil como si le hubieran quitado treinta años de encima. El crucero ofrecía un aspecto de magnificencia oriental. Los curas de todas las parroquias, vestidos de casullas o dalmáticas blancas, desfilaban ante las ánforas entonando tres veces el Ave sanctum oleum. El acto resultaba lento, teatral, deslumbrador. Pero como grandiosidad patética, nada podía compararse a la procesión, con el incomparable himno Pange lingua. Allí se sintió Ángel en la plenitud de su vocación eclesiástica, se reconoció definitivamente admitido en el apostolado de Cristo, y digno de que a sus manos descendiera el cuerpo vivo del Redentor. Desprendido ya de las últimas costras de la materialidad terrestre, era todo espíritu, todo amor a Dios Omnipotente y a su hechura la mísera humanidad redimida. Al concluir la ceremonia, delante del Monumento alumbrado con millares de luces, y que fulguraba en el fondo de la nave obscura, entre terciopelos de color de sangre cuajada, hallábase como suspenso, respirando en esferas y regiones muy distantes de las humanas.

Lucía y Mateo se fueron a recorrer las estaciones, y él les siguió de lejos. En poco tiempo visitó bastantes iglesias de conventos, con toda la cera de sus sagrarios encendida, las ventanas tapadas para rodear de dulce obscuridad la urna resplandeciente. Algunas ostentaban paños estupendos, tiestos de flores y objetos de peregrino valor artístico. En todas reinaban un silencio y reposo dulcísimos que infundían la idea de profunda veneración al misterio. «Misterio» decía el centelleo de las luces, formando como una constelación ininteligible; «misterio» la obscuridad muda y las telas moradas que cubrían las imágenes; «misterio» los grupos que entraban y salían, rezando entre dientes. En algunas iglesias vio pelotones de tropa, que penetraban marcando el paso militar. El ruidillo de sables y espuelas decía también «misterio», y «misterio» el áspero sonido de las carracas en las torres, como patadas de caballerías que trotaran por un cielo de madera.

Volvió a la Catedral para oír el sermón del Mandato, quiso Dios que no lo oyese con el recogimiento debido, porque al acercarse al púlpito, topó de manos a boca con Justina, que alegrándose mucho de verle, le dijo cosas que profundamente le perturbaron: «¿No sabe, D. Ángel, lo que ha pasado? Pues que la niña ¡pobrecilla! ha tenido que salir a escape esta mañana de la casa en que asistía, ahí en el cerro de las Melojas, porque el bruto ese, el marido de María Antonia, la quiso matar».

—¿Qué me cuenta usted? (Absorto, suspenso.) ¡Matarla!

—Lo que oye.

—¡Si D. Francisco, a quien he visto hace un momento, no me ha dicho nada!

—Como que no lo sabe. No hemos querido decírselo, porque es capaz de revolver a Roma con Santiago. La niña salió esta mañana y se fue al Socorro. Dice que Zacarías sacó un cuchillote muy grande y la amenazó con segarle el pescuezo. ¡Figúrese qué susto...! La causa no la sé; pero no hay que discurrir causas, sabiendo que ese Zacarías empina el codo un día sí y otro también.

La irritación de Guerra, oídas estas cosas, era tal, que si en aquel momento le dan un arma y le ponen delante al bárbaro agraviador de su ídolo, allí mismo, sin acordarse de la santidad del templo, lo pasa de parte a parte.

—¿Y Leré?

—Pues buena, sin un rasguño. No fue más que amenaza. Pero qué amenaza sería, que la niña, tan templadita como es, no tuvo más remedio que tomar la puerta.

Ángel apretaba los puños y mascaba con nerviosa fuerza, comiéndose los pelos del bigote. Dejole solo Justina y se fue a oír el sermón. «¡También mártir, Dios mío, o a punto de ser mártir! Es lo único que le faltaba». Poco a poco se fue serenando. El predicador se desenvolvía muy bien. «Amaos los unos a los otros. Perdonad a vuestros enemigos. Haced bien a los que os aborrecen». Si Cristo avanzó su mejilla para que el traidor Judas se la besara, si reprendió a los apóstoles cuando sacaron las espadas en el huerto, si tantos ejemplos nos dio del perdón de las injurias, y hasta intercedió por sus asesinos, ¿qué remedio quedaba más que perdonar al cafre de Zacarías, fuera quien fuese? Vaya, ¡que si llega a matarla!... Pero, ¿por qué sería?... ¿Qué móviles, qué impulsos...? Forzoso era saberlo.

VI

Salió de la Catedral medio trastornado. Las carracas anunciaban la procesión, y un gran gentío se agolpaba en la calle de la Trinidad esperándola. Fue por allí en busca de Mateo y Lucía para recogerles, y alcanzó a ver sobre la movible muchedumbre las figuras de los pasos, que avanzaban con ese balanceo peculiar de las imágenes llevadas al hombro, sacudiéndose a derecha e izquierda en su rigidez estatuaria. Pareciole todo irrisorio y populachero, triste desilusión del ritual de por la mañana, tan hermosamente ideológico. Alejose buscando su camino, y allá por la Judería encontró a la ciega y al apóstol que le habían tomado la delantera. Siguioles a cierta distancia; a ratos se les unía y les hablaba; luego quedábase atrás, ansioso de soledad y meditación. Tal era el cansancio de todos, que echaban una sentadita siempre que encontraban dónde. Por fin, con estas paradas, se les vino la noche encima, y más allá del puente observó Ángel el cielo cargadísimo y ceñudo por la parte de Occidente, con cariz de chubasco. La atmósfera pesada y bochornosa amenazaba con algún trastorno meteorológico, que a Guerra le pareció de rúbrica en tal fecha, y que concordaba muy bien, además, con la tempestuosa opresión que él en su espíritu sentía.

Más arriba de la venta del Alma, vieron venir a Jesús con el cervatillo. «Pero, hijo mío —le dijo Guerra adelantándose a encontrarle—, ¿para qué has venido con este tiempo? Nos vamos a mojar. Démonos prisa». Cuando esto decía, levantose un viento que les rodeó de sofocante nube de polvo. No se veían. La racha vino con tal ímpetu, que por poco les tira al suelo. La ciega empezó a dar gritos, desenvolviéndose de sus sayas, que silbando se le subieron a la cabeza. Guerra cogió de la mano a Jesús. El ventarrón trajo más nubes de polvo, que recogía del camino seco y esparcía con furia y bramidos horripilantes. El cabritillo brincaba como atacado de locura, y rompiendo la cuerda, apretó a correr fuera del camino, hacia el fondo del barranco pedregoso. Jesusito chillaba. Ángel le dijo: «Espérate aquí, y bajó en seguimiento del azorado animal, que más bien parecía que volaba, y a cada instante torcía su rumbo, describiendo ángulos y curvas mareantes. Túvole a ratos casi al alcance de sus manos; pero de repente se despeñaba desde lo alto de una roca y a increíble distancia se ponía.

Llegó por fin Guerra a encontrarse en una profundidad cavernosa; miró para arriba, y no vio a Jesús ni a los otros dos. El choto se perdía de vista, para asomar después donde menos se pensaba. En esto empezó a caer una lluvia torrencial, goterones como nueces que hacían al caer ruido semejante al de las carracas en los campanarios. Ángel trató de subir, y no acertaba con el sendero. Un relámpago iluminó con violada claridad aquella hondura, y no tardó en sonar el trueno, tan violento que parecía que la bóveda del cielo se cascaba en dos. Al retumbar en las concavidades peñascosas, redobló la lluvia, azotando la tierra cual si quisiera desmenuzarla. Ángel corrió por un sendero que delante tenía, buscando una oquedad en que guarecerse: el cabritillo vino a metérsele entre las piernas, rindiéndose al peligro, y ambos se escabulleron por el desigual piso, resbalando aquí, saltando allá.

De repente cesó de llover; pero aún sonaban truenos, y la repentina iluminación eléctrica pintaba en aquellas profundidades antros terroríficos, abismos que causaban vértigo, y contornos recortados, como fantásticos bocetos de animales monstruosos. En los intervalos, la obscuridad lo borraba todo, y no se veía más que la quebrada línea de los bordes superiores, dibujándose sobre un cielo pardo. Ángel notó entonces en sí prurito de movilidad y extraordinario vigor físico: su sangre circulaba ardorosa, y un calor de estufa le sofocaba. Veía el bulto blanco del cabritillo que andaba delante de él, meneando el rabo, y le siguió sin ver dónde ponía los pies. Pero el terreno iba siendo cada vez más seguro, así como el barranco más estrecho. Llegaron hasta penetrar en una angostura tortuosa, formada por paredes altísimas y verticales: arriba el cielo como una faja ondulada. Llegaron por fin a terreno más espacioso: la barranquera se abría formando como un tazón o cráter de conglomeraciones caprichosas, alumbrado por claridad semejante a la de las lámparas de alcohol, azulada, incierta, volátil. No sonaban truenos ni fulguraban relámpagos. El aire quieto y mudo parecía muerto. Ángel echó la vista para arriba, y vio a Régulo, el corazón del León, sobre un cielo limpio, profundo y sereno.

El paso irregular del chotillo pronto le llevó a la boca de una gruta en cuyo interior se veía luz. Penetraron en ella el animal y el hombre, hallándose éste en tal manera poseído de la situación, que nada de lo que veía le causaba sorpresa; antes bien, todo lo hallaba natural y conforme consigo mismo. Franqueada la cueva, encontráronse en otro cráter mayor que el primero, y de cantiles más altos y escabrosos, en los cuales había pasos o grietas accesibles, con peldaños tallados en la roca. Por una de estas escaleras vio descender a Leré, vestida de hermana del Socorro, pero toda de blanco, alzando un poco la falda por delante para no tropezar en ella. En la derecha mano traía una luz que le teñía el rostro de resplandor rojizo. Tan natural consideró Guerra aquel encuentro, que se adelantó hacia la mística joven como si la esperase.

Leré soltó la falda y se llevó un dedo a la boca, imponiéndole silencio. Metiose por una cavidad, que a su paso se iba iluminando del mismo resplandor sanguinolento que su lámpara despedía, y tras ella siguieron el cabritillo y Guerra. Pero éste no pudo contenerse, y abalanzándose hacia la doctora, le echó ambas manos al cuello. La doctora se desligó suavemente de aquel abrazo y siguió. Ángel, furioso, dio un salto para cogerla, de nuevo; pero lo mismo era tocarla que la gallarda imagen se deshacía entre sus brazos como si fuera humo. El infeliz, exhalando un mugido sordo, cayó en tierra, y en el mismo instante se le echó encima el cabritillo, poniéndole las dos patas delanteras sobre el pecho... ¡Horrible transformación del animal, que de inocente y gracioso chivato convirtiose en el más feo y sañudo cabrón que es dado imaginar, con cuernos disformes y retorcidos, y unas barbas asquerosas! Ángel no podía respirar. El feroz macho le oprimía el tórax y le echaba su resuello inmundo y pestilente. Invocando todas las fuerzas de su espíritu, pudo al fin el hombre sacar su voz del pecho aplastado, y clamó con angustia: «Huye, perro infame. No tentarás al hijo de tu Dios».

El esfuerzo de esta exclamación hízole perder por un instante el conocimiento. Al recobrarlo, vio a Leré ante sí, con el pecho descubierto, y éste era como manantial del cual afluía un arroyo de sangre. Sin mirar a su amigo, arrancose un pedazo de carne blanca y gruesa, y lo arrojó al animal, que hocicaba junto al desdichado Guerra. Éste pudo advertir que el cabrón devoraba lo que le arrojó la santa. La cual había vuelto a cubrirse el seno, y fijaba en el amigo sin ventura sus ojos de enfermera piadosa, como si contemplara un cruel padecimiento imposible de remediar. Les resoplidos de la fiera infundían al pobre pecador un terror angustioso. Quiso levantarse: con ojos suplicantes pidió auxilio a su maestra, que no hacía más que suspirar, sentada, apoyando el codo en su rodilla y la cabeza en la palma de la mano. Ángel se puso a rezar. El cabrón le hocicaba, le mordía, gruñendo desaforadamente. Suplicio mayor, ni en los mismos infiernos lo habría de seguro. «¿Qué haces, Leré de mi vida, que no me socorres? —logró al fin exclamar el cuitado—. Si te ofendí, ¿no eres tú la misma piedad? ¿No eres mensajera del que perdona? ¿No eres tú el ángel de la compasión y el consuelo de los que sufren? Ampárame. Ten lástima de mí, y no me dejes devorar. ¿Tan cruel castigo merecen un mal pensamiento y una acción instintiva?».

Leré miraba al suelo, del cual cogía chinitas para arrojarlas lejos de sí. Después levantose, y lentamente se alejaba sin hacer caso de los tormentos ni de las desesperadas voces de su amigo. El cual se vio entonces acometido de animales repugnantes y tremebundos, culebras con cabezas de cerdos voraces, dragones con alas polvorientas y ojos de esmeralda, perros con barbas y escamas de cocodrilo, lo más inmundo, lo más hórrido que caber puede en la delirante fantasía de un condenado. Todos aquellos bichos increíbles le mordían, le desgarraban las carnes, llenándole de babas pestíferas, y uno le sacaba los ojos para ponérselos en el estómago, otro le extraía los intestinos y se los embutía en el cerebro, o de una dentellada le dejaba sin corazón. Aún conservaba el martirizado bastante conciencia de sí para exclamar con el pensamiento: Crux fidelis, dulce lignum, ven en mi ayuda. ¡Dios mío, Virgen santa, Leré bienaventurada, socorredme!

Creyó al fin que volvía de un fuerte paroxismo, y se encontró tendido, imposibilitado de moverse, ciego, con agudísimos dolores en todo el cuerpo. Las infernales alimañas habían desaparecido, ¡gracias a Dios! Soledad y silencio profundísimo le rodeaban... Creyó sentir a lo lejos el balar del choto. Levantose con gran trabajo, y poniendo atención a otro rumor más intenso, pudo discernir que era un cántico de mujeres. Más bien arrastrándose que andando, acercose al sitio de donde a su parecer tales rumores venían, y el órgano de la vista volvió a funcionar. En un alto, varias mujeres de blanco vestidas parecían tomar agua de una fuente: unas con el cántaro al hombro, otras sentadas esperando que el cántaro se llenase. Entonaban con clara voz un himno, que primero le sonó a profana música; pero pronto hubo de advertir que era el himno de la iglesia, Vexilla regis. Lo sabía de memoria, y unió su voz a la de las mujeres. «Leré, Leré —gritó después—, ¿por qué no me miras? ¿Qué fuente es esa de que cogéis agua? Si no es la del perdón, que eternamente mana y jamás se agota, ¿qué fuente puede ser?»

Trató de ir hacia allá; mas las piernas no le obedecieron. En esto observó que el cabritillo reaparecía, como antes, travieso y saltón, meneando la cola. Al volver a mirar para la fuente, ya las blancas mujeres desfilaban una tras otra, y desaparecieron en pocos minutos. Tratando de avanzar, metió los pies en un charco, y el frío le refrescó la memoria de los sucesos precursores de las singulares escenas terroríficas que se han descrito. Entonces empezó a gritar: «Jesús, Jesús, ¿dónde estás?» Nadie le respondió de lo alto de la tenebrosa y áspera sima en cuyo fondo se encontraba. Trató de subir, mas no halló la vereda. «¿Qué hora será?» pensaba, y mirando al Cielo, vio a Régulo donde mismo le había visto antes.

VII

Noche de zozobra y susto fue aquella para los habitantes de Guadalupe y Turleque, viendo que transcurrían las horas y el amo no parecía. Por fin salieron a buscarle, siguiendo las indicaciones de Mateo y Jesús, y exploraron con hachas de viento toda la barranquera sin hallar ni rastros del descarriado D. Ángel. Divididos luego los buscadores, D. Pito y Cornejo, que habían tomado la vuelta del arroyo de la Cabeza, encontraronle al romper el día, como a una legua del sitio en que según Mateo se había perdido.

«¡Ay maestro de mi alma —le dijo D. Pito abrazándole—, yo creí que te habías largado al otro mundo! Tremendo fue el ciclón de anoche. ¿En dónde te cogió?»

Observaron las ropas de D. Ángel desgarradas y su cara llena de cardenales. No contestó a las preguntas que le hicieron, y fue con ellos a Guadalupe, donde lo primero que hizo fue tomar alimento, pues no se podía tener. El cabritillo no pareció hasta el viernes por la tarde, hallado por un pastor.

Repuesto un poco de su quebranto, y ya cambiado de ropa, Ángel salió de su habitación sobre las ocho, y llamando a Mateo y a la ciega, les dijo: «Id a la adoración de la Cruz en la Catedral. Yo también iré. Después de la función, llegáos a esa casa del cerro de las Melojas, y enteráos de lo que allí ocurre para que puntualmente me lo contéis a la tarde».

Y salieron el apóstol y la ciega. Y D. Pito, llegándose al amo con cariñosa solicitud, le dijo: «Querido maestro, échate a dormir, y déjate de más viajatas a Toledo para ver funciones de iglesia, que te trastornan el sentido. ¿Qué necesidad tienes hoy de adorar cruces ni calvarios? Que los adoren ellos, y tú te estás aquí quietecito viéndonos jugar a la barra».

—No sabes lo que te dices, querido Pito. Haz lo que te cuadre, y déjame a mí. ¿Me aconsejas que duerma? No puedo: oigo la voz que me dice: «Surgite et orate, ne intretis in tentationem».

—¡Ay, Dios mío, tú deliras con las tentaciones! Sin cuidado me tienen a mí... ¿Que vienen los demonios a hacerme cosquillas?... Pues dejarlos. Esta vieja carne, ya ni el Demonio la quiere. El muy perro cabrón sabe que ya no tiene uno con quién ni con qué pecar. ¡Triste cosa es la vejez, y considerarse uno despreciado, y ver que le falta la única alegría humana, que es el querer y el ser querido! ¿De qué le sirve encontrarse con una hembra más hermosa que el sol? Yo pregunto: ¿dónde están aquellas tretas satánicas de que hablan fábulas antiguas, y que consistían en volverle a uno la juventud a cambio de una firmita en pergamino donde constaba la venta del alma? ¿Ha pasado eso alguna vez? ¿Puede acaso volver a pasar? Pues que venga el escribano de rabillo y cuernos, y yo le prometo mi firma en el documento azufrado, y cátame aquí hecho un mozalbete y con la cara frescachona. Pero ya verás tú cómo no vienen diablos con rabo ni sin él a proponerme tal cosa: todo eso es música celestial y sueños de poetas.

—¿Para qué quieres volver a la juventud? —le dijo Guerra seriamente—. ¿Para volver a sufrir y a encenagarte de nuevo en el pecado? Piensa en la muerte, Pito, piensa en tu salvación.

—La salvación la tengo segura, ¡me caso con San Pedro! que así me lo ha prometido la Virgen del Carmen, a quien rezo alguna vez. Siempre me protegió la Señora, salvándome de ciclones, abordajes y temporales duros del Sudoeste. Ella es la estrella de la mar que luce después de las tempestades, consolando al marino y diciéndole que volverá a ver a la familia... Pero esto no quita que yo haga mis gustos, si puedo, pues bastantes amargores tiene la vida para que uno se prive de un retozo inocente. Ya se sabe que al llegar la hora de rendir viaje, se acuerda uno de toditos los pecados, y los echa fuera de un limpión, y mirando para las cruces dice: «tan amigos como antes». Yo creo en la cruz, y si el Demonio me trae el papelito para que le venda el alma a cambio de la juventud, al echar la firma hago con mucho disimulo una crucecita; en medio de garabatos. Claro: luego resulta que no vale la firma, y deshacemos el contrato, y el otro tiene que devolverme el dinero... digo, me devuelve mi vejez, y yo me quedo tan fresco, después de haberle dado el gran timo.

Esforzándose en contener la risa, Ángel habló a su amigo con severidad, recomendándole que pensara más en Dios y en la muerte que en las chicas guapas y en la juventud. Pronunciada la exhortación, que fue larga y oída con respeto por el estrafalario capitán, se fue a Toledo con Jesús.

Inquieto como nunca estuvo aquel día don Pito, corriendo de mata en mata y de peña en peña, oscilando entre la cólera insana y el aplanamiento sentimental, y tan pronto le entraban ganas de armar una tragedia, como de echarse a llorar con ternezas indignas de un varón. Los desvíos de la para él oronda Jusepa le trajeron a tan lastimoso estado, y el caso era que mientras más coces le atizaba la ninfa guadalupense, más sublimemente guapa y apetitosa le parecía. Ya ni a seguir se determinaba sus gallardos zancajos y trotes desde la Degollada a Turleque o viceversa, porque la moza tenía la mano como un martillo, y en una revirada que dio con el brazo derecho, por poco le manda a paseo las pocas muelas subsistentes. Veíala pasar desconsoladísimo, tiernos los ojos, plegada la boca, suspirante el pecho, llamando en su auxilio tan pronto a los ángeles como a los demonios.

Allá se queda D. Pito, y sigamos a Jusepa, que también a ella le pasan cosas dignas de ser referidas. El Sábado Santo, día en que empezaron de nuevo los trabajos, fue la moza a la Degollada a llevar la comida a Cornejo, que estaba sacando piedra con otros canteros en lo más lejano de la finca. Al filo de las doce volvía por aquellos andurriales, y al atravesar un trozo de monte espesísimo en el cual los tomillos, cornicabras y enebros, entrelazando sus ramas, apenas dejan paso, sintió ruido entre el follaje. Al pronto creyó que era algún animal, cabra perdida o perro vagabundo; detúvose a mirar, y vio salir de entre la espesura ¡ánimas benditas! la cabeza, los brazos, el cuerpo de un hombre. Su primer impulso fue de espanto. Pero ni de atemorizarse tuvo tiempo, porque el aparecido, agachándose entre las hierbas, le habló en términos tan insinuantes y lastimosos, que antes de verle bien ya la mujer le compadecía. Lo que principalmente le sorprendió fue la hermosura del hombre, que era mozo, afeitadito como los toreros, esbelto y flexible, de hablar dulce y amoroso, cual Jusepa no lo había oído nunca.

En resumidas cuentas, el tal, en pocas y apremiantes palabras, le pidió socorro. Andaba fugitivo, huyendo de la justicia por causas no vergonzosas, y no había comido en dos días. Sintiose Jusepa traspasada de pena, y con ganas vivísimas de ampararle, no contribuyendo poco a esta efusión de piedad las gracias del rostro del sujeto, las cuales pareciéronle a ella el acabose de la gentileza varonil. El duro corazón de la sobrina de Cornejo se reblandeció de súbito como pedazo de resina arrojado en una hoguera, y aunque al principio se mostró arisca, fue por el rigor de la costumbre. Sentía que algo se desquiciaba en su interior, que todas las rigideces de su alma se trocaban en blanduras; en suma, quedose la pobre aldeana como si un poder milagroso le infundiera nuevo espíritu. No fue preciso que el otro insistiera en su demanda para que ella le diera unos pedazos de pan que en su cesta llevaba. Devorolos con ansia el desconocido, y mientras comía le echó a su favorecedora un sinfín de requiebros amorosos, llamándola ángel... como quien dice. «Aquí pueden verle —indicole Jusepa temblorosa—. Escóndase allá». (Señalándole una casucha destechada que había sido cabaña, en tiempo de los Jerónimos.) Anochecido volveré, y le traeré algo de mantención.

El otro le dio las gracias, y vuelta a echar le flores a granel con su lengua de inflexiones blandas, a la andaluza. Jusepa siguió su camino: no es hiperbólico decir que iba absolutamente trastornada. En su vida había visto ella un corte de cara más bonito y saleroso. Era como un sueño, como la ilusión de toda la vida realizada de repente por milagro de Dios y de las ánimas benditas. ¿Pues y aquel mover de brazos tan gracioso? ¿Pues y el habla, que era como una música que acariciaba el sentido? Ráfagas de poesía atravesaron el alma de Jusepa, y hasta aquel día nunca sintió rebullir y patalear dentro de sí un ser divino, rasgando las fibras endurecidas de su tosca naturaleza.

Toda la tarde estuvo pensando en el hombre, creyéndole a veces apariencia fingida, o hechura de su pensamiento supersticioso. ¡Y qué cosas tan bonitas le había dicho! ¡Vaya que llamarla ángel! Nunca oyó Jusepa dulzuras semejantes, como no fuera de la boca horrible de D. Pito. Pero el desconocido las decía con toda su alma. ¿Cómo no, si parecía el perfecto tipo del conquistador de mozas? Y que debía de ser tan valiente como cariñoso, torero quizás, hombre que sabía ponerse delante de una fiera, y que arrodillado a la verita de una buena hembra, sería las puras mieles.

Al anochecer volvió allá, so pretexto de haber olvidado algo, y no llevó cesto, para no infundir sospechas, sino un pañuelo bien liado con algunas cosas de comer, pan, jamón y dulces. En la casa sin techo hallo al hombre majo, el cual, presentándosele en pie, acabó de enloquecerla con su apostura gallarda. ¡Qué talle, qué piernas, qué bien sacado cuello! ¡Y con qué gracia, sombrero en mano, la saludó, arrojando a borbotones de su boca lisonjas y finezas que emborrachaban!

Entraron en conversación, y pronto supo la villana que el doncel, aunque de apariencias andaluzas, era madrileño neto, y que pertenecía a la carrera tauromáquica. Sólo esto faltaba para que Jusepa se despatarrara de admiración. Pues sí: el tal mataba en la Plaza de Madrid, y ganaba muchísimo dinero. Por salir a la defensa de una mujer, armó bronca con un señor cortesano, conde nada menos, y del coraje con que le atizó, cátale muerto. Claro, no tuvo más remedio que salir pitando, para que no le prendieran. Oíale Jusepa embobada, pendiente de aquellas palabras ceceosas, que debían de ser el lenguaje que hablan los serafines cuando se ponen peneques. Para mayor efecto, era soltero, y tenía en Madrid más de cuatro novias que se despepitaban por él. ¡Eterna gratitud a su favorecedora debía! Como que estaba muertecito de hambre, cuando ella se apareció por allí. ¡Qué encuentro, qué felicidad! Y allá te va otra vez el ángel de mi salvación. Cuando se oía llamar así, creía Jusepa que el sol, la luna y las estrellas se le paseaban por el cuerpo. Para completar sus explicaciones, el guapo desconocido le dijo que había venido en el tren, pero que en la estación de Algodor entendió, por soplo que tuvo, que al llegar a la de Toledo le prenderían, y andando el tren saltó a la vía, con riesgo de su preciosa existencia; se subió por los vericuetos que dominan el ferrocarril, y estuvo vagando dos días sin tener que llevar a la boca. En Toledo no le faltaban amigos y parientes, personas de mucha suposición, con los cuales quería comunicarse, para ver si podían esconderle convenientemente o facilitarle el paso a la frontera de Portugal.

Grande interés despertó en la montaraz Jusepa todo este relato, que creyó como el santo Evangelio. Decidida a prestar al prófugo todo el auxilio posible, díjole que, por de pronto, lo mejor era quedarse en aquella guarida, hasta ver. Ella procuraría traerle una manta, bien escondidita para que nadie la viera. Y mantención no había de faltarle. En lo que hizo el hombre más hincapié fue en la necesidad de que le avisara tan pronto como viese en cualquiera de las fincas próximas asomos de Guardia civil, a pie o a caballo. Sí, porque la justicia y los parientes del conde muerto habían de despachar en persecución de él lo menos un tercio de la Benemérita. Convino en ello la angelical tarasca, y le dio un pañuelo de seda para que se lo atase en el brazo derecho, que le dolía por haber hecho gran violencia con él al arrojarse del tren. Vestía pantalón ceñido, chaqueta y faja, con sombrero blanco de castor, bastante destrozado, lo mismo que las botas de caña clara y de intachable forma. ¡Y qué anillos tan lindos en sus dedos lucía! Por cierto que en cuanto Jusepa se fijó en ellos para alabar su hermosura, él se quitó con gentil desenfado el mejor de los tres, y se lo dio. No quería ella tomarlo; pero hubo de ceder a instancias ardorosas, sumamente sandungueras.

A la tercera entrevista, que fue tempranito, casi al rayar el día, le llevó tabaco, por que el pobre rabiaba por fumar, dos pañuelos de la mano, finos, con faja de color, lo mejorcito del arca, una empanada y una botella de vino del superior que había en Guadalupe. No cesaba de recomendarle la permanencia en aquel escondrijo hasta que ella proporcionarle pudiese otro mejor, o llevarle a Toledo. El madrileño se encontraba bien allí, y le hizo mil preguntas acerca de la finca donde servía, de sus parientes, de sus amos, etcétera, y oyendo nombrar a D. Ángel, dijo que le conocía, y que era buena persona; pero que una monja, endiablada le tenía sorbido el seso, y pensaba gastarse toda su fortuna en conventos, misas y procesiones. A Jusepa se le iba el tiempo insensiblemente, escuchando a su ídolo, pues ídolo llegó a ser para ella, en tal manera sagrado y querido, que habría dado su sangre toda y su vida por salvar la de él. Su loca pasión no reconocía freno alguno. Con semejante hombre habría ido a donde él quisiera llevarla, a la santidad o al crimen. La confianza se estableció pronto, porque la sobrina de Cornejo, que nunca había querido a nadie, echó de sí en un punto y de un vuelco todos los tesoros de su alma fue como incendio repentino en almacén cerrado y olvidado, lleno hasta el techo de materias inflamables.

VIII

No era fácil que estos encuentros de la loba y el zorro en medio del monte se sucedieran sin el obstáculo de algún indiscreto testigo. Si no hay pared que no tenga oídos, tampoco hay soledad, por silvestre que sea, en la cual no se abran algunos ojos, y éstos fueron en aquel caso los del salvaje Tirso, que con sagacidad cinegética siguió el rastro de la moza bravía, y descubrió el enredo que entre las ortigas y malezas de la casucha se ocultaba. Pero Jusepa, a quien la pasión había dado agudezas y previsiones a prueba de cazadores, entendió al momento que la malicie del pastor había tirado de la manta, y avistándose con él en un recodo solitario, cuando volvía con las cabras, le habló resueltamente, haciendo como que le confiaba el secreto. «Es un señorón de Madrid, que se oculta porque le andan persiguiendo por esto de la libertad, de los milicianos, y por el sufragio de las ánimas universales. Cuidado como le vendes, Tirso, y si dices algo lo has de pasar mal, pero mal. Porque es gentilhombre de la boca del rey, tiene muchísimo poderío, y no la contamos, Tirso, no la contamos si se mus va la lengua. Viceversa, si te callas, tendrás todo lo que quieras. Te daré jamón».

El jamón le gustaba tanto al salvaje, que por tan exquisito manjar firmara él un pacto con el Demonio, como el que por jamones de otra clase estaba dispuesto a firmar D. Pito. «¿Me darás de anquel que tiés en la ispensa y que trasciende a las puras glorias, to guarnío de unos pelos de mieles rubias como el oro?

—Sí, jamón en dulce con huevo hilado. Todo aquel piazo grande que viste allá será para tu boca, si haces lo que te digo y callas.

Conformose el bruto, que además recibió de la moza unas perras grandes que ésta llevaba en el bolsillo, y se fue decidido a tapiar con piedra y barro la puerta cochera de su boca, no menos embelesado en su mente con la idea de mascar mieles de oro, que pudiera estarlo su señor con una visión angélica. Jusepa, en tanto, no era la misma mujer, y si alguien se hubiera cuidado de observarla, habría notado en ella radical mudanza, cierta irregularidad en su trabajo, a veces despachando las obligaciones con desusada prontitud, a veces desentendiéndose de las cosas más importantes. Pero como Cornejo apenas paraba en casa por el día, y el amo no se fijaba en tales menudencias, sólo Dios se iba enterando. Los cigarraleros de Turleque, Mateo, y aun el mismo Virones notaron, sí, que la fiera se componía y acicalaba más que antes; sus polvorosas greñas lucían peinadas y engrasadas, con alguna ondita sobre la frente, que era gran novedad. Bien ceñido el cuerpo, su mejor pedazo, parecía otro; bien lavadas cara y manos, si otras no parecían, porque la fealdad y aspereza ni Dios se las había de quitar, resultaban menos desagradables a la vista. Esto, sin contar con fregoteos menos al alcance del público fisgón. Algo había de hacer para justificar exteriormente aquello de ser arcángela.

Pero aún hubo en Jusepa transformación de calidad más noble, afectando a la esfera del sentimiento y del carácter. Hízose menos áspera, más complaciente. La que jamás acarició a un niño, y por lo común les despedía de su lado con soplamocos y refunfuños, se recreaba ya con Jesusito, besándole y estrechándole contra sí, y lo propio hacía con las demás criaturas que andaban por Guadalupe o Turleque. Iguales efusiones de cariño sentía por los viejos, asombrados de que tan pronto hubiera perdido el puerco—espín todas sus púas. A D. Pito, sin dejarle tomar las confianzas que él tomarse quería, tratábale con más miramiento, con cierta consideración filial, que el maldito viejo aprovechaba como huésped, pero no agradecía como pretendiente.

Cada día empleaba más precauciones para acercarse con cautelosa pata al refugio del zorro, impaciente ya por salir de allí; y abrirse paso entre el sinnúmero de guardias civiles que en aquellos caminos prestaban servicio. Una noche, disfrazado con gorra de pellejo que Jusepa le dio, y una manta parda, se aventuró a ir a Toledo, escurriéndose por el barranco hasta el puente, y tornando a su escondite antes de que rompiera el día. Según dijo a la tarasca, en Toledo estaba la persona que le tenía el dinero; pero no había podido encontrarla. Con esto, la moza le ofreció todo cuanto ella poseía, que no era mucho, y él hubo de aceptarlo, después de mil melindres, porque no lo tomara a desprecio. Charla que te charla, la loba llegó a insinuar al zorro ideas muy donosas, verbigracia: Su amo, el Sr. de Guerra, tenía la hormiguilla de socorrer a todos los desgraciados que quisiesen acogerse a él. El mayor gusto que se le podía dar era pedirle hospedaje, contándole alguna desgracia gorda o miseria irremediable. ¿Por qué el madrileño no se presentaba, pidiéndole asilo y amparo? Entonces viviría tan ricamente en Turleque, quizás en Guadalupe por ser persona fina, y podrían verse a todas horas. Un rato estuvo él pensando la contestación, y al fin salió con la música de que no era inválido ni pordiosero. Claro que podría pedir hospitalidad; pero al instante le conocería todo el mundo, por ser persona célebre, cuyo retrato andaba en los papeles y hasta en las cajas de cerillas. Y lo que él principalmente quería evitar era que su popular rostro le denunciara. Como en aquellas fechas ya la justicia le supondría internado en las Alemanias o en las Rusias, mejor era esperar guardando el incógnito, hasta que tuviera medios de irse a Portugal. La idea de partir para tan lejos ponía fuera de sí a la inflamada Jusepa, que con suplicantes ojos y voces de flauta ronca le rogaba que no se fuese, y él fingía acceder a las ansias de su ángel salvador, diciéndole que si no podían largarse juntos (y a esto no se determinaba la villana) se quedaría en aquellos contornos todo el tiempo que pudiese.

También del nombre y apellido trataron; y antes de declararlos a su adorada, hízose muy de rogar, aparentando recelos y vacilaciones, como si se tratara del más grave secreto. Por fin dijo llamarse D. Álvaro, y ser de una de las primeras familias de España, de los Fernández de Córdoba y Téllez Girón. Sus padres le habían hecho aprender francés y le dedicaban a la carrera diplomática (Jusepa no sabía lo que esto era); pero él desde chiquito mostró tal afición al toreo, que no le podían sujetar, y contra la voluntad de sus papás y hermanos, y de toda la grandeza, tomó la alternativa en Madrid, siendo ya un espada de los más famosos, y habiendo matado más toros que pelos tenía en la cabeza, arrancando siempre, sin haberle visto nunca las orejas al miedo. Todas estas cosas tragábaselas ella y a gloria le sabían. Las creía como artículo de fe, tales eran su ceguedad y trastorno, amén de que siempre fue persona de escasísimo despejo.

IX

No muchos días después de Pascua de Resurrección, dispuso Ángel explanar el terreno en que había de asentarse la proyectada casa religiosa, y no bajaban de cuarenta los trabajadores que en esto se emplearon. Virones hacía de listero, y Mateo de capataz. El apóstol llamado Maldiciones volvió el domingo de Pascua, muerto de hambre, y pidió perdón al amo, rogándole que le admitiese, juntamente con un compañero que traía, apóstol auténtico, pues fue de los agraciados aquel año con la limosna del Lavatorio. Uno y otro fueron bien recibidos, y por cubrir el expediente hicieron como que trabajaban; pero no hacían más que charlar y fumar cigarrillos, esperando las horas de comida y cena.

Confirmó Lucía la noticia de que la hermana del Socorro no prestaba ya servicio de enfermera en casa de Zacarías. La razón de su ausencia o la ignoraba o no quería decirla. Lo que sí aseguró fue que su hermana, desde la partida de Sor Lorenza, carecía de asistencia formal, que allí escaseaba todo, los medicamentos y hasta la comida, porque Zacarías miraba más a sus amigotes que a su mujer. Oír esto y decir Guerra «vamos allá», fue todo uno, y la ciega con grandísima efusión de fe y cariño le contestó: «Si el señor va, la paz será con mi pobre hermana. El señor lleva consigo los consuelos de Dios, y allí donde él entra no puede durar la tristeza».

Pusiéronse en camino sin pérdida de tiempo en la mañanita de un día despejado y fresco, él actuando de Lazarillo, ella mas contenta que unas pascuas, porque en las tinieblas de sus ojos había empezado a ver en el amo un ser extraordinario, encarnación de todas las virtudes, y no ciertamente parecido a los demás hombres. Lo que a todas horas oía contar de su bondad, de su caridad, de sus colosales proyectos filantrópicos y cristianos, llegaba a su mente agrandado en las bóvedas negras y cavernosas de la ceguera, en las cuales la imaginación trabajaba libremente, sin que la perturbaran las realidades de la luz. Por el camino no cesaba de decir: «Si el señor se digna visitar aquella pobre casa, mi hermana mejorará. Hace días que vengo pensando en esto; pero no me atreví a decirle al señor que fuera. Anoche soñé que el señor iba... me lo daba el corazón. Pues soñé que lo mismo era llegar el señor, que animarse verídicamente mi hermana y volverse otra. ¡Cosas del sueño son éstas que a veces salen verdad! Y yo acá me sé que todo lo que veo durmiendo, se cumple de una manera o de otra... Pero tenga el señor cuidado cuando entremos, no sea que esté Zacarías y al pronto nos reciba como acostumbra, con gruñidos de perro guardián. Y no será malo que el señor eche unas cuantas bendiciones y recelo que se acostumbra para espantar al demonio, porque me temo que algún diablillo se esconda en los agujeros altos de la casa».

—Verás tú —le dijo Guerra—, cómo no aparece por allí ningún diablo; y aún confío en que se ablande Zacarías. Todos estos que se comen los niños crudos son los más tiernos cuando alguien les habla al corazón.

Al subir desde el puente a la puerta del Cambrón, encontraron a Mancebo que bajaba. «¡Zapa! esta sí que es buena. Allá iba yo».

—Me alegro de encontrarle, D. Francisco. Nos viene usted como anillo al dedo. Véngase con nosotros.

—¿Pero a dónde demonios vamos, señor D. Ángel? ¿Es lejos?

—El que se decide a trabajar conmigo y a seguir mi camino, no pregunta nunca si es lejos o cerca.

—Pues vamos, hombre, vamos —murmuró D. Francisco un si es no es contrariado, pero decidido a obedecer con tal de entrar en la Compañía y encargarse de algún grave negocio de ella.

Atravesaron la Judería, encaminándose hacía los Gilitos y a las tortuosas callejuelas que rodean la parroquia de San Cipriano. Un poco fatigado de la caminata, harto presurosa para sus flacas piernas, Mancebo refunfuñaba para su sayo: «Pero este D. Ángel me toma a mí por un azacán. Harto sabe que yo soy un águila para funciones administrativas, y no para corredurías sofocantes, echando un palmo de lengua. Pero aguardemos a ver en qué paran estos trotes.

—Pues Sr. D. Francisco, nos viene usted de perillas —le dijo Guerra abrazándole familiarmente poco antes de llegar a las Melojas—. Hoy mismo queda encargado de...

—¿De qué, hombre, de qué...? Satisfaga mi curiosidad.

Tanteando las paredes, Lucía indicó que habían llegado. El clérigo palideció, y echándose atrás dijo:

—Por las trazas del edificio y por el barrio que pisamos, esta es la casa donde quisieron matar a mi sobrina... D. Ángel de mis pecados, ¿a dónde, con cien mil gruesas de demonios, me trae usted?

—¡Ay, que tiene miedo, que tiene miedo! —exclamó Guerra con hilaridad zumbona—. Pues amigo, el cobarde no sirve para andar conmigo. ¿Qué teme usted? ¿que nos asesinen a los tres? Pues por su parte, después de una larga vida honrosa y santa ¿qué más puede desear que el martirio? ¡Morir en el ejercicio de la caridad! O somos cristianos o no lo somos.

Haciendo de tripas corazón, D. Francisco entró receloso y precavido, a bastante distancia de Ángel, que daba su mano a la ciega.

Los dos hijos de María Antonia jugaban en la sala tirando de un carretoncillo con una sola rueda, cargado de pedazos de baldosín. Dos vecinas acompañaban a la enferma, bastante agravada, tan abatida que apenas podía hablar. Ángel sintió mucho que no estuviese Zacarías, por ver si era el león tan fiero como le pintaban. Lo primero que hablaron las vecinas presentes fue para expresar la absoluta precisión de llevar a María Antonia al hospital, si había de tener mediana asistencia.

—Nosotros —díjoles Guerra—, traemos el hospital aquí. ¿Qué hace falta? ¿Tres o cuatro visitas diarias de médico? Las tendrá. ¿Medicinas? Todas las que sean necesarias, sin tasa alguna. ¿Qué más se pide? ¿Una persona que cuide a la enferma y de ella no se aparte? Bien; pero como, por el genio que gasta el señor de la casa, no puede encargarse de la asistencia una mujer sola, pondremos una mujer y un hombre. La mujer será cualquiera de las que me oyen, si tiene algún tiempo que perder; el hombre será mi amigo Mancebo...

—Querido D. Ángel... yo... —dijo el beneficiado balbuciente—. Verá usted... yo...

—Ya sé lo que me va a decir. Sus ocupaciones... Corriente. Yo le ayudaré: turnaremos en la guardia. Usted por las mañanas: después del coro, una horita; dos horitas por la tarde. El resto del día y toda la noche, yo. Me parece que no se quejará de exceso de trabajo.

Don Francisco sintió un nudo en su garganta. Eran las objeciones que querían salir, y que se tropezaban con la saliva entrante. No se atrevió a indicar que a él no le daba el naipe sino por la contabilidad monda y lironda. Adelantándose a su pensamiento, Guerra le dijo: «En cambio de la brevedad de la guardia, amigo Mancebo, queda encargado usted de la administración de este hospital domiciliario; usted toma nota de todos los gastos y los abona con los fondos que recogerá del Sr. D. José Suárez, mi pariente. Cómprese un libro, en cuya primera hoja abrirá la cuenta de esta asistencia inaugural, y continúe la serie hasta que podamos llevarnos a Turleque a nuestros pobres enfermos desvalidos».

Mancebo, algo consolado con aquello de tomar dinero, distribuir fondos y anotar números en un libro, expresaba su aquiescencia con expresivas cabezadas.

«Y ya deseo empezar mi guardia —añadió Guerra mirando a las dos vecinas—, porque tengo ganas de que salga el Zacarías ese tan fiero, que tuvo el increíble valor de amenazar de muerte a una hermanita del Socorro. Veremos si se atreve conmigo.

—Señor —dijo Mancebo receloso—, permítame... Ese Zacarías será todo lo bruto que se quiera, pero es dueño de su casa y jefe de su familia, y nosotros, con fines muy santos y muy buenos, eso sí, nos hemos colado en su domicilio, somos unos intrusos, y nada tendría de particular que el hombre se amoscara y nos pusiera en la calle. De modo que, a mi juicio, lo primero es traernos un permiso de la autoridad para allanar moradas caritativamente, y lo segundo, que dicha autoridad nos dé una parejita de la Guardia civil por lo que pudiera tronar.

—Déjese usted de autoridades, y de permisos, y de guardias civiles —replicó Ángel nervioso—. Los que se presentan desinteresadamente en la casa del dolor con el doble carácter de médicos del cuerpo y del espíritu, no necesitan la papeleta de un alcalde. Nuestros poderes vienen de más arriba. Si no quieren recibirnos, si nos ultrajan, si nos arrojan, salimos tan frescos y nos vamos a otra parte. Verá el descreído y expedientero D. Francisco como al fin somos admitidos y agasajados. Cierto que al principio hemos de tropezar con la ingratitud y la barbarie; pero ya verá, ya verá como luego se allanan nuestros caminos. Por eso quiero yo hacer esta prueba; quiero asaltar con mi ejército de caridad la casa de un enemigo. ¡Que nos rechaza! Nos vamos. ¡Que nos injuria! Oímos y callamos. ¡Que nos da golpes! Los sufrimos con paciencia. A otra parte con nuestra música, y el que no tenga fe, D. Paco, que se vuelva atrás, y se vaya bendito de Dios.

X

A moco y baba lloraba la ciega oyendo estas fervientes razones, y las otras dos mujeres no volvían de su estupefacción. Nada quiso objetar Mancebo, no porque le faltaran argumentos, sacados de su acendrado positivismo, sino porque se encontraba en minoría, y temió deslucirse. «Bueno; todo eso está muy bien —dijo al fin—. No seré yo quien descomponga el altarito. Acepto mi papel, y creo que para que esto marche, Sr. D. Ángel, para que esto vaya como por carriles, lo primero es ir en busca de los fondos. Conviene, pues, que me dé usted un vale, o...

Pareciole bien al otro esta previsión, y pidiendo pluma y tinta, escribió en un librito talonario que siempre llevaba consigo, y arrancada la hoja, se la dio a Mancebo, que presuroso salió a tomar el aire con ella. ¡Cuánto mejor se estaba en la calle que en aquel antro ahogado y mal oliente, oyendo gemidos de dolor, y mirando tanta miseria y desorden! Una de las dos vecinas llevose el niño pequeño a su casa, y la otra se prestó a cuidar de la enferma sin ningún estipendio, por puro espíritu de compañerismo y caridad. Ambas recelaban que Zacarías armase al venir una grandísima tracamundana; mas contra la general creencia, ninguna tragedia ocurrió al presentarse el forjador de aceros, quien si al pronto oyó displicente y ceñudo las explicaciones de Ángel, al poco rato de oírlas mostraba indiferencia de cuanto allí pasaba. Parecía hombre en quien se habían secado las fuentes del sentimiento y de la piedad. Por de pronto, la idea de que todos los gastos corrían de cuenta de aquel señor desconocido, que por las trazas debía de ser o pastor protestante o jefe de alguna congregación filantrópica de las muchas que salen ahora, fue mano de santo para domarle, pues estaba comido de trampas y acosado de usureros voraces. No mostró gran interés por su esposa ni por los niños.

Sobre el caso de haber amenazado de muerte a la hermanita, dijo que sí y que no; que nunca fue su intención matarla; que por aquellos días se ocultaba en la casa un amigo muy querido, guapo chico, acosado por la infame justicia. Hubo temor de una delación. Sospecharon de la monja... Él no quería faltar a las leyes de la hospitalidad, decidido a defender a su amigo de todos los guindillas y soplones del mundo. Vele ahí por qué levantó el gallo a la socorrista, creyendo que... Después se convenció de que no... Quiso pedirle perdón; pero la hermanita se fue el sábado por la tarde al Socorro, y no volvió más. Y el amigo también tomó el portante, buscando lugar más seguro. Refirió estas cosas el armero con indiferencia y sin ningún calor, como quien narra hechos vulgares y corrientes. «Si la Sor quiere volver —dijo al fin—, por mí que vuelva. Seremos amigos».

—Gracias —le contestó Guerra—. No es la mejor garantía la amistad de usted.

Transcurridas unas horas, Zacarías parecía menos hosco, y hasta se podían notar en él síntomas de gratitud. No se opuso a nada de lo que las vecinas iban acordando al tomar la dirección de la casa; facilitaba lo que de él dependiese, y por fin, después de comer con escaso apetito lo que le dieron, salió sin decir oste ni moste, y no se le volvió a ver el pelo en todo el santo día.

Cuando llegó Mancebo con el dinero, ya el forjador de espadas no estaba allí. «Señor D. Ángel —dijo el clérigo—, ya tenemos fondos. De paso he avisado al médico que usted me indicó. Llevaré nota clara de todos los gastos que vayan ocurriendo, y empiezo por disponer la compra de mañana, media libra de carne y un cuarto de gallina. Con la farmacia me entenderé directamente. Esto va bien. Pero dígame: ¿en esta campaña ha de ser todo gastos? ¿Y los santísimos ingresos dónde están?

—¿Los ingresos? Vendrán de arriba.

—¿Cómo de arriba?

—Del celaje. Veo que es usted hombre de poca fe, amigo D. Francisco. Los ingresos caerán de las alturas como el maná. (Incredulidad de Mancebo.) ¿Qué es eso?... ¿lo duda?

—No... así será. Es que como nunca he visto llover maná... Puede ser. Digo que a mí no me cayó nunca. Por lo demás me gustaría verlo caer.

—Sembrar y esperar. Sólo que estas cosechas no las da la tierra.

—Conformes. (Sonriendo.) Dios dirá.

Como hombre muy aficionado a enterarse del medio en que funcionaba, Mancebo revolvió toda la casa; subió al desván, salió a un patinillo trasero, fue de una parte a otra registrando, y el resultado de sus olfateos no debió de ser muy tranquilizador, porque llamando aparte a Guerra, le secreteó en la forma siguiente:

—Amigo D. Ángel, me parece que estamos en un sitio sumamente peligroso. Mi opinión es que nos larguemos de aquí, mandando a esa señora al hospital. Examinada la localidad, hame dado en la nariz un tufillo de...

—¿De qué, hombre de Dios? Aquí tenemos al padre del miedo.

—Diga de la prudencia. Pues sospecho y casi casi afirmo que (Bajando más la voz.) estamos en una guarida de monederos falsos. ¿Qué, se ríe? Usted todo lo toma a risa. He visto por ahí instrumentos sospechosos, y arriba unas escrituras, o más bien papeles estampados con rasgueos y garambainas como los de los billetes de Banco. D. Ángel de mis entretelas, gran cosa es la caridad, pero hay que ver dónde y cómo se ejerce. Claro que no debe haber distinciones, y así lo mandó nuestro Señor Jesucristo que al mismo Judas infame dio su parte en la cena. Pero una cosa es la conciencia y otra la sociedad. Porque figúrese, D. Ángel, que estamos aquí tan descuidaditos, hechos unos santos, y viene la policía y muy santamente nos coge a todos y ¡zapa! nos lleva a la cárcel... con muchísima santidad. ¡Qué susto, qué vergüenza!

—Querido Mancebo. ¿Qué nos importa que aquí fabriquen o hayan fabricado moneda falsa? La nuestra, la que nosotros acuñamos, es de toda ley. Si usted tiene miedo a la policía y a la cárcel, váyase. Yo me quedo.

—¡Ah! pues yo también. (Tragando saliva.) Indico un peligro... pero a pie firme siempre, Sr. D. Ángel. —Y para sí decía—: Menudo susto nos van a dar. Yo me lavo las manos. No estoy aquí más que para la contabilidad. Véanse mis papeles. Digo lo que decía don José Suárez al darme el dinero: «Veo los gastos; pero los ingresos ¿dónde demonios están?» Mucha plata tiene este D. Ángel; pero la moneda suelta corre que es un primor. Cierto que tarde o temprano empezará el goteo de las limosnas. Entonces, ¡qué gusto ser cajero de esta institución! Mi humilde opinión es que deberíamos echar una derrama, y llamar a las puertas de toda persona caritativa, diciendo: «Contribuid al socorro de la humanidad». Pero quien manda manda... Veo el óbolo que sale y no veo el óbolo que entra. Y la caridad en grande escala necesita, como el comercio, su Debe y su Haber».

En estas reflexiones estuvo hasta la hora en que Guerra le dijo que podía retirarse, lo que hizo de bonísima gana. Llegada la noche, las vecinas prepararon una frugal cena para D. Ángel y Zacarías; pero éste no se dejó ver por allí, y la ciega y el señor de Turleque cenaron en buen amor y compaña. Quedó abierta la puerta por si el armero a deshora entraba, y se dispusieron a pasar la noche. La vecina enfermera montó la guardia en la alcoba. Lucía se acomodó en un rincón de la sala, apoyando la cabeza en una silla baja; y en un sillón de hule, derrengado y con todo el pelote a la vista, descabezó Ángel su primer sueño. Desvelado estuvo más de tres horas, contándolas por el reloj de la cárcel vecina, y ya principiaba a aletargarse cuando la ciega, tocándole las rodillas, le dijo con apremiante voz: «Señor, señor, despierte... ¿No sabe lo que pasa? Que he recobrado la vista... Digo, como recobrarla, absolutamente no; pero el Señor me concedió la facultad un rato para que viera el mayor de los prodigios.

—¿Qué cuentas, pobre mujer?... ¿Estás segura de hallarte despierta? (Poniéndole la mano en la frente.)

—Señor, señor, (Abrazándole las rodillas.) lo que le cuento es tan verdad como que Dios es nuestro padre. Desperté y veía. ¡Ay, yo sé lo que es ver, porque cuando niña vi, y me acuerdo de cómo son las cosas! Desperté con vista, señor, y vi la habitación con todos sus trastos, y ese sillón con la lana de fuera, y usted dormido en él o velando con los ojos cerrados. Vi ahí enfrente el armario de la loza, y la cómoda con aquellas láminas rotas y el perrito de yeso, vi la estera con tantísimos desgarrones, y la puerta de la alcoba abierta. Y la luz que alumbraba la sala ardía en un vaso, como una estrella que está muy lejos, chiquita, nadando sobre un dedo de aceite encima de tres dedos de agua. Le juro, señor, que lo vi, y que le cuento la verídica realidad. ¿Verdad que lo cree? Pues aún me falta decirle lo mejor vi a mi hermana salir de la alcoba, con un niñín en brazos, dándole de mamar.

—Eso sí que no puede ser. Lucía, ten juicio.

—Señor, que la Santísima Virgen me deje también muda si no es verdad que lo vi. María Antonia tenía sus pechos sanos y bonitos... Oigo todavía los chupetazos que daba el chiquillo.

—Lucía, si duermes aún, despierta, vuelve en ti.

—¡Ay, que no lo quiere creer! ¡Dios mío! ¿cómo se lo diré para que me crea? (Retorciéndose los brazos.) Y mi hermana se llegó a mí, y yo hablarle no podía, de tan trastornada como estaba. Por fin rompí y le dije... ¿qué sé yo lo que le dije? Pero aquí me suenan todavía las palabras que me respondió: «Si tuvieras fe no te asombrarías de lo que estás mirando. Sana estoy, y he recobrado lo que perdí. Mírame bien: no creas que son prestados, que míos son, y muy míos. La Sor me los dio esta noche, arrancándoselos de su pechó y poniéndolos acá». Y mi hermana volvió a la alcoba arrullando a la criatura, y diciendo: milagro fui, milagro soy.

—¡Qué inocente eres, Lucía! Para que te convenzas de que soñaste, acércate al lecho de tu hermana, y pregúntale si es cierto que...

—Será que han desbaratado el milagro después de hacerlo. Yo juro que vi y oí lo que le cuento, señor. Cuando mi hermana se metió en la alcoba, ¿sabe? vi salir de ella a la monjita del Socorro y entrar en el cuarto donde duermen los niños. Viendo esto, quedeme otra vez sin la facultad, y me volvieron las tinieblas en que vivo siempre.

—La hermana Lorenza no está aquí, ni en el cuarto de los pequeñuelos. Además, ni el chiquitín de tu hermana es de pecho ni duerme aquí esta noche.

—Señor, no me contradiga, no me lo niegue... Si lo que he visto no es verdad en este momento, lo será. Si el señor no lo ve así es porque no tiene fe.

—Fe tengo; pero no creo que tu hermana recobre lo que perdió, ni menos que se pueda verificar ese traspaso de... No delires, hija.

—Lo he visto, lo he visto. (Acentuando enérgicamente con las manos.) ¡Tuve la facultad! El que viva sin fe, que me lo niegue.

—Entra en el cuarto de los niños, palpa bien por todos lados, y si encuentras allí a la hermana Lorenza, creeré tu historia, y seré el primero en proclamar el milagro.

De puntillas entró la ciega en el cuarto, y Guerra, movido de una curiosidad que no acertaba a explicarse, entró también. La una con el tacto y el otro con sus claros ojos cercioráronse de que allí no había nadie más que la niña mayor, dormida. «¿Lo ves? ¿te convences? —le dijo el amo con pena, conduciéndola de la mano a la salita.

—No me convenzo, señor. Afirmo lo que afirmé, y creo lo que vi.

XI

Volvió Guerra a ocupar su sillón, y la candorosa ciega el lugar donde pasado había la primera parte de la noche. Rezaba a media voz. Poco después del diálogo referido, Ángel sintió a María Antonia hablando quedamente con su enfermera. Acercose a la puerta de la alcoba, y oír pudo estas desvariadas expresiones: «Hermana Lorenza, ángel de Dios, ¿y qué debo daros en cambio de lo que me dais? Me curáis con vuestra propia carne y me dais vuestra sangre y vuestra vida.

Contestole la vecina en términos cariñosos, llevándole el genio, y la incitó al descanso y a tomar la pócima que la ofrecía. Pero María Antonia no se mostraba sensible a tan razonables exhortaciones; negábase a tomar el brebaje, y con descompasado mover de brazos y febril brillo de los ojos, decía: «Pero si estoy curada, Gumersinda. ¿No lo ves? ¿Pero no lo ves? Haz el favor de apartarte a un lado, que no me dejas mirar a la otra, a la bonita, a la que trae recados del Padre Eterno y al oído me los dice. No sé a cuento de qué os oponéis todas a que me cure la hermanita. Ella quiere, y vosotras, entrometidas, puercas, sinvergüenzonas, no la dejáis... es lo que veo... no la dejáis. Os habéis propuesto que yo me pudra en este puño de cama; pero no lo conseguiréis, no, no lo conseguiréis. Tengo mi ángel, que ahora está detrás de ti... le veo la toca blanca... y los ojos le bailan detrás de los tuyos que están fijos en mí. No, no me abandona la Sor salada, y en cuanto la dejéis acercarse a mí, me curará. Me lo prometió, de parte del señor de Dios, el cirujano presupotente, y lo ha de cumplir... (Inquieta.) Pero hazte a un lado, mujer... ¡Que siempre has de plantarte entre la Sorita y yo, para no dejarla que me cure! Gumersinda, tú antes no eras así. ¿Por qué te has vuelto tan mala? ¡Envidiosa! Como no has podido criar a tu hijo, porque se te secó la leche ¡ja, ja! no quieres que yo... Pues mira, yo pensaba criarte el tuyo... límpiate ese moco... criártelo junto con el mío, que para todos hay, y aún me sobra... mira... Si te da dentera de vérmelas, rabia y rabia y rabia».

Tenaz en la persuasión y en el cariño, ya asintiendo a los disparates que decía, ya refutándolos con gracejo, Gumersinda logró hacerle tomar el potingue, y la infeliz mujer se fue calmando poco a poco. Las expresiones de su delirio dejaron de ser inteligibles, cual si se alejara la voz que las pronunciaba, sumergiéndose en lo profundo.

Volviendo al deshecho sillón que de cama le servía, inútilmente trató Guerra de conciliar el sueño. Sintió roncar a la ciega, retorcida en mala postura, y algo habría dado por imitarla y descansar. «Esta bienaventurada —pensó—, estará regocijándose ahora con otro delirio milagrero, y despierta sostendrá que ha visto lo que sueña. ¡Dichosos los que no llevan aquí el terrible espejo de la razón, desvanecedor de los engaños de la fantasía, porque ellos están mejor preparados para la fe! Yo, con mi razón firme y bien educada, siéntome sujeto cuando quiero lanzarme a creer, y mi propio sentido desvanece la dorada ilusión del milagro.

Tanto le inquietaron estos pensamientos, que no pudo permanecer en el sillón, y se puso en pie. Dio algunos paseos por la casa; pero el temor de hacer ruido y turbar a la enferma le sugirió la idea de echarse a la calle. Como la puerta no estaba cerrada, fácilmente y sin el menor bullido salió. Amanecía ya, y una claridad pura y rosada despuntaba en el cielo. Oíase el gargoteo del Tajo que muy cerca de allí corre impetuoso entre aceñas rotas. Cantaban gallos. Enfrente, el muro rocoso que al río sirve de caja comenzaba a teñirse de variados tonos, y por encima de la cresta del monte en que está la Virgen del Valle apareció la estrella de la mañana con fulgor hermosísimo y virginal. Espectáculo tan bello le sumió en éxtasis, y no tenía alma más que para dirigir una ferviente invocación a las alturas sin fin, entonando a media voz el himno Ave maris stella, Dei Mater alma. Y después dijo la antífona Salve Regina... vitae dulcedo et spes nostra. No la había concluido cuando el astro comenzaba a palidecer, diluyendo su luz en la purísima diafanidad del cielo azul, limpio, inmaculado.

No tardó en sentir el caballero cristiano profunda fatiga, y se volvió a la casa. Al entrar, todos dormían incluso Gumersinda, que rendida del sueño apoyaba su frente en el lecho de María Antonia. Trató de imitar a los demás, y al recostarse y cerrar los párpados, sintió un deseo vivísimo de ir al Socorro. ¿Pero cómo, a tal hora? No se daba cuenta de la verdadera razón de aquel insensato estímulo, en puridad un ansia loca de ver a Leré, de platicar con ella, de hacerle mil preguntas, de consultarle sobre dudas y cuestiones importantes, y más claro aún, ansia de contemplarla y extasiarse ante ella. Tan vivo era su anhelo, que se conceptuaba infeliz si al momento no lo realizaba. «Pero la hora es impropia» le dijo su razón. Y el deseo: «Yo cambiaré la hora y haré que en vez de ser ahora las cinco sean las tres de la tarde». Para todo hay remedio.

«No seas loco —se dijo volviendo sobre sí y apreciando claramente su situación—. Vale más que descanses. Anoche no has dormido ni media hora. Y ten presente además que lo que comiste ayer no bastaría para alimentar a un pájaro. No, de aquí no te mueves hasta que venga Mancebo a relevarte, y Mancebo no vendrá hasta después de Tercia.

Este razonable temperamento duró poco. «Ahora mismo —pensaba—, ahora mismo voy. Me muero si no voy, si no la veo al instante». Pero intentaba moverse y no podía. Su cabeza era de plomo, sus piernas de palo insensible. «Este sueño, este maldito sueño me mata, porque esto no es dormir, sino morirse, y morir sin verla es tristísima cosa...

Y he aquí que a las once de la mañana, próximamente, despertaba en su casa de Guadalupe... y al despertar encontrose tendido en su lecho. La turbación y el desasosiego que se apoderaron de su alma no pueden ser descritos. Llamó... vino Jusepa.

—Jusepa, por tu vida, sácame de una horrible duda ¿cómo y cuándo he venido yo aquí? ¿Trajéronme en volandas los ángeles, las brujas, o quién?... ¿Qué hora es?

—Son las once, señor... ¿Pero el señor no se alcuerda que vino esta mañana? Yo no sé cuándo llegó a casa, porque no estaba aquí. ¿Pero no se alcuerda que mus encontramos por el camino? Yo bajaba, el señor subía.

—Ah! sí, sí... (Exprimiendo su memoria como un limón que ha dado ya todo el zumo.) Yo venía, y más acá del puente te encontré y te dije «Jusepa, ¿a dónde vas?» y tú me contestaste: «Señor, a Toledo a un recado...» Sí, llegué aquí, y me eché vestido en esta cama, y caí como en un pozo. ¿Pero cómo vine yo acá, cuando mi propósito y mi deseo eran ir al Socorro?

Jusepa alzó los hombros y contrajo los labios en serial de su absoluta incapacidad para resolver las dudas del amo.

«Porque... (En la mayor confusión.) aguárdate. Yo estaba... eso lo recuerdo bien... ¡allá...! ¡Ah! voy viendo más claro. Entran las imágenes de lo pasado en mi memoria poquito a poco, a retazos, que luego tengo que juntar para que resulte el sentido... Si, Mancebo llegó y me dijo: «Ya estoy aquí, D. Ángel. Puede marcharse cuando guste. Usted necesita descanso». Y entonces sin duda salí y me vine acá... Pero... esta maldita memoria no acaba de aclararse. Conservo la idea de haber querido venir con la ciega, de haberle dicho: «Lucía, vámonos». Dime, ¿ha venido Lucía?

—Yo no la he visto, señor.

—Y cuando nos encontramos, ¿qué te dije yo?

—El señor, cuando yo le contesté: «voy a un recado», me dijo: «anda y no te pierdas.» Y yo le dije digo: «señor, sé muy bien el camino».

—Ah! ya, ya voy recordando. Díjete aquello, porque me pareció que ibas con un hombre, y que el hombre, al verme, se escondió detrás de las paredes en ruinas que hay más allá de la Venta del Alma.

—Señor... (Dominando su turbación.) yo le juro que no diba con dengún hombre.

—¿Y qué? ¿No eres tú mujer? ¿Estás condenada a ser insensible? No es crimen amar, ni mucho menos. No tienes necesidad de decirle a tus novios que se escondan de mí, pues yo no me como los novios de nadie.

—¿Novios yo? El señor olvida que soy casada.

—¡Ah! sí; tu esposo, hijo de Cornejo, está en presidio. Casi, casi eres viuda. En cualquier estado que se viva, nadie se exime del achaque de amar... y para todo hay bula... Bien, Jusepilla, bien; tus referencias ayudan mi memoria, y gracias a ellas, voy recordando mi caminata desde el cerro de las Melojas hasta aquí. ¿No es cierto que en el puente había unos hombres a caballo disputando con los de consumos? Pues lo mismo que doy ese detalle de lo que encontré en el camino, podría dar otros. Sí, sí, y cuando entré en el cigarral, salía Cornejo con dos trabajadores que me dijeron... No importa lo que me dijeron... Y allá, cuando pasaba por delante de Santa María la Blanca, vi a unos ingleses que salían de ver la sinagoga, y poco antes me había encontrado al chico segundo de Justina Mancebo, y hablé con él y le dije... Bueno, Jusepa, bueno: ahora, lo que más importa es que yo almuerce. Mi debilidad es tal, que las palabras para ponderarla se niegan a salir de la boca, y el pulmón no quiere darme aire para poderlas articular; tan incomodadas están conmigo todas las partes del cuerpo por el maltrato que les doy... Espera: al paso que me haces el almuerzo, mandas un recado a D. Pito, si está, o a Virones o a la ciega, si ha vuelto, para que alguno de ellos me acompañe a la mesa. Tengo miedo de comer solo, porque me distraigo, se me enfría la comida, y hasta se da el caso de que me entre un bárbaro deseo de arrojarla por la ventana, sin probar de ella, por puro flujo de abstinencia, por la tecla de mortificación... Oye, Jusepa, vuelve acá: que llamen al niño Jesús al momento y me le traigan, que quiero charlar con él. (Sale Jusepa.) Sí; deseo saber lo que piensa de esto Jesusito. No dice nada que no sea una verdad profunda. Su inocencia no es otra cosa que la Teología disfrazada. Este niño no ha venido aquí por casualidad, ni debe de tener parentesco con Virones. Este niño es algo que no cae dentro del fuero de lo natural. En sus ojos, que parecen ver lo que nadie ve, se transparentan regiones luminosas, donde nada se ignora, donde no existen la duda ni la ignorancia terrestres. Son ventanas por don de lo infinito se entretiene en contemplar lo finito... para reírse de él. Mi cerebro parece que se vacía de toda idea. (Con extremo desfallecimiento.) No obstante, ahora recuerdo con perfecta claridad cuanto hice y vi y pensé en las primeras horas de la mañana. ¡Vaya que olvidar cosa tan clara y hechos tan bien determinados! Poco después de Mancebo, que me despertó, fue el médico, el cual examinó a María Antonia, y puso muy buena cara cuando la vendaron... Me dijo: «Cicatriza, sí señor, cicatriza. No lo creí; parece milagro». Nos alegramos mucho de oírselo decir, y yo le pregunté: «¿Curará, Sr. D. Acisclo?» Contestome con un gesto de optimismo y un veremos que me llenó de esperanza. ¿Pues no ha de curar, si puso sus manos divinas en ella la...? Tente, cabeza, que te disparas... Pues sí, aquel ángel de Dios se arrancó su propia carne para... ¡Jusepa, Jusepa, que me muero de hambre!

XII

Señalan las crónicas al llegar a este punto dos hechos de suma importancia. Primero: que comió el señor de Guadalupe y Turleque con buen apetito. Segundo: que Jusepa le dio bastante mal de almorzar, guardando los bocados mejores para quien ella sabría. Iba llenando con ellos un cesto, en el rincón de su alacena, hasta que llegaba la hora de tomar soleta hacia la Degollada. La circunstancia de andar por allí bastantes jornaleros sacando piedra, amén de los que trabajaban en la explanación, favorecía de una parte las escapatorias de la villana, y de otra ponía en grandísimo peligro al majo madrileño, pues no era fácil que con el continuo pasar de gente pudiese guardar el acónito, como decía Jusepa. Pero de tal modo se habían despertado las facultades de ésta, juntamente con su energía afectiva, que discurrió los arbitrios más ingeniosos para rodear al D. Álvaro de las mayores seguridades posibles. Consiguió disfrazarle hábilmente con algunas prendas de su marido y otras que trajo de Toledo, y el galán pudo espaciarse un poco de noche, y aún de mañana, evitando el pasar por Guadalupe. En una de éstas, el perseguido caballero se fue a la ciudad, y contra lo que Jusepa esperaba no volvió ni aquel día, ni al siguiente, ni al otro. Desesperación y amargura de la loba, que a todas las ánimas habidas y por haber invocaba, y creyó firmemente que debía ir a hacerles compañía en el Purgatorio.

Por fin, en la noche del quinto día, volvió a presentarse el majo en su escondite, y cuando ella le vio, a punto estuvo de perder el sentido. Allá se traía el tal mil historias que atropelladamente contó a su amante para justificar tan larga ausencia: Que en Toledo se había encontrado a unos parientes que le brindaron protección; pero no fiándose de ellos, pues deseaban su muerte para heredarle, renunció al albergue que le ofrecían. Que el amigo que debió venir de Madrid con el dinero no había parecido aún, por lo cual era forzoso esperarle unos días más. Su plan era, en cuanto llegase el amigo con los santos cuartos, salir pitando para Portugal a uña de caballo. Y juraba por sus ilustres antecesores que no daría un solo paso en el camino de su salvación, si ella, su angelote redentor, mil veces bendito, no le seguía. Hecha un puro arrope manchego y babeándose toda de satisfacción, Jusepa contestaba, como persona de conciencia, que de buen grado le seguiría si no fuera por el aquel de ser mujer casada. ¡Qué diría su familia; qué la comarca cigarralesca; qué Toledo, donde tanta gente la conocía; qué, en suma, todito el orbe católico!

Acalló tales escrúpulos el galán con fingidos arrebatos amorosos y con razones que acabaron de hacer perder el juicio a la ya dislocada Jusepa. En cuantito que él se pusiera en salvo, estableciéndose en las Alemanias, en los Estados Unidos de Nápoles, o quizás a la parte Norte de las islas del continente de los Países Bajos, recobraría la recopilación de su personalidad, sin miedo ninguno a la justicia; y ¿a que no saben ustedes lo primero que haría? Pues escribir una carta al reverendo Papa para que, a vuelta de correo, le despachase el divorcio de su adorada. Eso es, y hágote soltera. En seguida le daría su mano, y si la familia de él no lo miraba con buenos ojos por ser su ángel un poco a la pata la llana, él se pasaría la familia por las narices. Además, al tiempo de casarse reclamaría el título de Barón que un tío suyo le usurpaba contra todo fuero, y hágote Baronesa. Parece que estas bolas de tan grosera calidad no habían de ser creídas por ninguna persona de mediano entendimiento, ni aún en las zonas más apartadas de la realidad social. Pues el tragadero de la loba hallábase dispuesto a pasar ruedas de molino aún mucho mayores, si el peine aquel hubiera querido administrárselas. Más atrevida en cada etapa de su aventura, llegó a concebir la temeraria idea de albergar al zorro majo en la propia casa de Guadalupe. Para esto era menester aguardar circunstancias favorables: que su tío Cornejo se quedase algunas noches en la choza de las canteras, y que el amo se fuera por algunos días a dormir a su casa de la calle del Locum, aunque en rigor la presencia del amo no estorbaba absolutamente, pues el buen hombre hallábase tan ido de la cabeza con aquellas gaitas de la religión, que era facilísimo burlarle y hacerle ver lo blanco negro.

Jusepa se equivocaba, pues si el señor de Guadalupe se corría un poco más allá de la realidad en la percepción de ciertos fenómenos relacionados con la vida espiritual, en todo lo referente al orden de su casa y a los trabajos constructivos, solía mostrar un tino y penetración admirables. La prueba de esto la tuvo la propia Jusepa una tarde en que su amo, viendo lo mal que le servía, díjole con bondad: «Jusepa, a ti te pasa algo. Tú no eres la mujer de antes. Haces mal en tener secretos conmigo. Tú no riges bien de la cabeza, señal de que andas mal del corazón. Tú te compones, te acicalas, te distraes, y zancajeas por ahí más de lo que acostumbrabas».

Púsose todo lo encarnada que podía, pues su piel de vejiga mantecosa era más sensible al lustre del sudor que a los arreboles de la vergüenza, y balbució algunas excusas y explicaciones. Tentada estuvo después de arrancarse a una confesión total con D. Ángel, pero no se determinó a ello, por temor de disgustar al otro. ¡Lástima no contar con el amo, que era tan bueno, tan generoso, y seguramente estimaría en mucho las buenas partes del D. Álvaro, y le ampararía como caballero cristiano, poniéndole a salvo de los del tricornio!

Por sabido se calla que Guerra volvió puntualmente a la guardia en casa de Zacarías. Una mañana le sorprendió Mancebo, corriendo a encontrarle con expresiones y gestos de alegría. «Señor, señor, milagro tenemos».

—Qué... qué ocurre? (Con viveza.)

—Milagro precisamente no; pero... He querido decir maná... Vamos, que ha empezado a caernos hoy por la mañana, y como siga, pronto será benéfica lluvia.

—¿No lo decía yo, D. Francisco? Para que aprenda a tener fe.

—Pues hoy me fui a la botica de Zapatero con ánimo de pagarle todas las medicinas que se han traído desde que empezamos a trabajar aquí, y... ¿qué creerá usted? Sale el propio D. Pedro Zapatero y me dice que no es nada. Pues señor, bueno... A este paso... Dice que siendo para obras de caridad y para cosa dispuesta por usted no cobra; que el también tiene su aquel de hombre pío, y que patatín y que patatán.

—A ese Zapatero le hice yo un favor en Madrid años ha. Tenía un hijo enfermo, que estudiaba farmacia, y yo... Pero me callo, que las buenas obras piden olvido.

—Pues hay más, mi querido patrón, señor D. Ángel. Hoy está de Dios que sea día de maná. Me paso por casa de los Illanes y... oiga usted este golpe. Después de hablarme con entusiasmo de usted, Gaspar me dice que pone a nuestra disposición unos sacos de judías... Yo me figuro que estarán algo picadas... pero de todos modos se agradece, ¿no es verdad que se agradece?

—Ya lo creo. Picadas o no, dígale que se estima muchísimo su donativo. Reciba usted todo lo que le ofrezcan, aunque sea un trapo viejo, un alfiler o un grano de arroz.

—Bien, bien, superlativo. Y ahora, para saber si están picadas o no están picadas las tales judías, (con oficiosidad, haciendo gancho con el dedo índice en torno de la nariz.) se me ha ocurrido una idea sumamente ingeniosa. Que me mande uno de los sacos a casa, y allí probaremos el género, y según como resulte, así se destinará a estas bocas o a aquellas bocas.

—Perfectamente. Pruébelas usted, y si le convienen, puede continuar la cata hasta que se acaben.

—No tanto, si bien tenemos un monstruo en casa que daría cuenta de ellas, aunque estuvieran más picadas que el alma de Judas... Magnífico. Yo creo, salvo el parecer de usted, que no sería malo que hablaran de esto los papeles públicos, pues así correría la voz del bien que estamos haciendo, y se animarían muchos a darnos maná. Pepito Illán, que plumea bien, pondría la noticia.

—No, no, no... Déjese de papeles y de bombos ridículos. Lo repruebo rotundamente. Esto no es una empresa. La miseria y el dolor no necesitan avisos para cundir hasta nosotros. La piedad tampoco necesita las alas del reclamo para venir volando en nuestra ayuda.

Diose por convencido Mancebo, y en aquel punto entró el médico, que cada día se maravillaba más de lo bien que iban cicatrizando las terribles heridas de la enferma. Atribuíalo a su buena encarnadura, y a la eficacia y puntualidad con que se la cuidaba. Aseguró que en los hospitales rara vez se obtienen tan excelentes y prontos resultados, y que en toda su carrera clínica no había visto un caso semejante.

«Empezamos con pie derecho —dijo Guerra meditabundo—. Dios bendice nuestros primeros pasos. Adelante pues.

La vecina que se prestó a cuidar a María Antonia sin retribución alguna era una mujer dispuesta y agradable como pocas, alma expansiva, corazón puro, joya obscurecida y olvidada, como otras mil, enmedio de la tosquedad de las muchedumbres populares. Sentíase Guerra humillado por aquella mujer que practicaba la caridad sin ninguna petulancia, que se sacrificaba por sus semejantes sin dar importancia al sacrificio, que era buena sin decirlo y hasta sin saberlo, y como el botánico que encuentra una bonita y rara flor entre las breñas, y la corta para clasificarla, sometiola al siguiente interrogatorio:

—¿Usted quién es? ¿Cuál es su gracia?

—Soy, señor, sin gracia ninguna, Gumersinda Díaz, natural de Tembleque, y mi marido es albañil.

—¿Cuánto gana?

Ahora nada, señor, porque hay parálisis de obras. Pero cuando trabaja, trae nueve reales.

—Que vaya a Guadalupe, si se contenta con un jornal de peón; y cuando empiecen las obras, su medio duro no hay quien se lo quite. ¿Y cuántos hijos tienen?

—Seis... con perdón... (Cortada.) Pero... tengo que decirle una cosa... con desengaño, señor... porque no cuaja en mi natural la mentira. Monifacio y yo no somos mismamente casados. Vivimos así... pues.

—Amancebados es el nombre.

—Queremos casarnos por la Iglesia; pero el sacar los papeles y el tanto más cuanto de la Vicaría nos imposibilita, porque viceversa no tenemos dinero. Unas señoras que hablan para casar a los que viven con familia, le dijeron a una servidora que nos traerían los papeles y toda la incumbencia para las bendiciones; pero no han vuelto a parecer.

—Pues yo pago papeles, incumbencias y bendiciones. ¡Hala! a casarse tocan. Claro está que lo mismo les protejo casados que solteros. Es igual... Pero no está mal ponerse en regla. D. Francisco, ocúpese de arreglar esto. Tome nota... Calle y número de la casa. Pronto... y cuidado con los olvidos.

No se hizo de rogar Mancebo para salir en seguimiento de aquella nueva necesidad, por que más le gustaba esparcirse de calle en calle que estar allí oliendo ungüentos y escuchando quejidos. «A mí —decía—, que no me saquen de mi administración y del negocio callejero, olfateando dónde hay necesidades y procurando que todo se haga con buena economía. Trabajo por caridad, pues a todas estas, ¿qué voy yo ganando? Un triste saco de judías picadas. Y contento, eso sí. Por Dios y por el prójimo se despeña uno y se rompe la cintura... máxime cuando a la postre algo me ha de tocar; que también en mi casa hay apuros y escaseces, ¡zapa! también tengo alla cuadros bien lastimosos. Pues qué, ¿mis once bocas son bocas de ángeles? Y mi monstruo, ¿es por ventura el vellocino de oro? Yo, bien lo sabe Dios que ve mi conciencia y mis manos, no he de tomar ni un real de todo este numerario que manejo. Nada se me ha de pegar... pero tenga presente el D. Ángel este tan levantisco de mollera, que también nosotros somos de Dios, que Roque no lo gana, que los chicos parece que tienen dientes en los pies según se comen el calzado, y en fin... ya que no cobro sueldo ni tanto por ciento, no estaría de más que se pusiera en la lista mi propia casa. Ya sabemos lo que dijo el Apóstol: El que bien administra, adquiere el premio de la gloria. Bien ganado me lo tengo ya. Pero no olvidemos que también dicen las Escrituras: Repártase conforme a lo que cada uno necesite... Justicia, Sr. D. Ángel, equidad... y cuerda para todos».

XIII

Conviene indicar que Zacarías se humanizó. Después de tres días de ausencia de la casa conyugal, apareció una mañana con semblante sombrío, extenuado y soñoliento, cual si hubiera sufrido largas vigilias o si acabara de realizar enormes esfuerzos corporales. No se hallaba Guerra en la casa cuando entró, y sí Mancebo, que tuvo más miedo que vergüenza y no sabía qué decirle. El desdichado armero pareció interesarse por su mujer, mostrándose solícito con ella ¡a buena hora! y pesaroso del abandono en que la había tenido. Con Ángel estuvo receloso y como avergonzado, balbuciendo excusas, alabando fríamente lo que en su ausencia se hizo, y prometiendo enmendarse y cuidar de su familia como era su obligación. Bien se le conocía que le encantaba no tener que recurrir a su flaco bolsillo para las distintas necesidades que surgían. Creyérase que brujas o duendes trasteaban en la casa. Llegar y encontrarse la comida pronta, y ver que nada faltaba, nada, y que los suministros de plaza y botica entraban como por mano de los ángeles... vamos, parecía cosa de milagro. ¡Lástima que tal estado de bienandanza no fuese definitivo! Porque despedido de la Fábrica por faltón y pendenciero, ¿cómo resolvería el problema vital cuando su mujer se pusiera buena o se muriese, que una otra solución habían de ser el desdichado término de aquella Jauja?

Siempre metido en sí, glacial y adusto, echaba largos párrafos con Ángel, en que éste se lo decía todo, y el otro apoyaba o contradecía ligeramente con frases cortas. Pero una noche, hallándose los dos en la sala, después de cenar juntos, mostrose el forjador de aceros más comunicativo, y puso en sus palabras un interés y calor enteramente nuevos en él para los que de poco tiempo le trataban.

«Señor, puesto que usted, por el flujo de la santidad, no quiere que nadie ande desconsolado, ni perseguido, ni hambriento, ni desnudo, ¿por qué no socorre a un hombre que es sin duda el más desgraciado de todo Toledo, con tantísima calamidad encima que no puede valerse? Amigo de usted fue, y aunque tenga sobre su conciencia dos o tres... o veinte casos gordos, no es malo de su natural de por sí, y si le amparan, haga cuenta de que hace una buena obra, porque ya ni el Diablo quiere cuentas con él.

Con prontitud y alegría se declaró Ángel dispuesto a socorrerle, aunque fuera el más empedernido de los pecadores y el más avieso de los criminales. Bastaba con que Zacarías le dijese el nombre del tal, desechado por el Demonio mismo, y su residencia. Pero no quiso, el otro soltar la prenda del nombre, hasta que el favorecedor no diese garantía de la formalidad de su propósito, dirigiéndose en persona a la morada de aquel sujeto, sin dar conocimiento a nadie de semejante paso, y dejándose guiar de Zacarías.

«Si es verdad que el señor quiere saber el nombre para favorecerle y no para delatarle, véngase conmigo, y cuando le vea sabrá quién es. Pero hemos de ir solos usted y un servidor... ¿Qué?... ¿tiene miedo?

—No conozco el miedo, y menos ahora que antes. El paso es arriesgado. No sería gran disparate sospechar que me llevan a un sitio solitario o a una guarida de ladrones y asesinos para robarme.

—No hay forma de que yo le pruebe que se equivoca. No puedo darle más fianza que mi palabra, y ésta no corre en la plaza como buena moneda, lo sé... Pero usted me cree o no me cree, y si no quiere que vayamos, ¡Dios! no iremos.

—Pues sí que voy —replicó ángel con gallarda resolución—. No llevo armas. Voy con la idea de hacer el bien y de socorrer a un desgraciado. Quizás en otro tiempo no habría llegado mi temeridad hasta tal extremo. Hoy sí, porque soy todo voluntad, heme impuesto una regla muy rigurosa, y a ella no faltaré ni delante de cien muertes. El miedo, ¿qué digo miedo? la prudencia no fue nunca santo de mi devoción. Riesgos terribles he corrido; he jugado mi vida más de una vez. Hoy que la vida no significa nada para mí, y sólo miro al alma que ningún ladrón me puede robar, en la cual ningún asesino, por armado que venga, me puede hacer ni un ligero rasguño; pues hoy, digo, en un paso como éste dado con Dios y por Dios, figúrese el buen Zacarías qué miedo tendré. Ninguno, hombre, ninguno. Esa cara fosca y esos pelos tiesos me dan tanto cuidado como si al encuentro me saliera una gallina. Conque, vamos ahora mismo.

Echose el armero un chaquetón sobre las espaldas, y sin pronunciar palabra salió, seguido de Guerra. Obscurísima era la noche, y no había por allí ni asomos de alumbrado público. Anduvieron un buen trecho por las Carreras de San Sebastián en dirección contraria a la abandonada parroquia de este nombre, y al entrar en una de las veredas trazadas en los taludes o vertederos, y que más parecen para cabras que para cristianos, Zacarías tuvo que dar la mano a su compañero, pues todo el valor temerario de éste no le libraría de pisar en falso y rodar por aquellas movedizas pendientes hasta el río, cuyo clamor pavoroso en tan endiablado lugar hubiera llenado de pavura el más intrépido corazón.

«Vaya, Sr. D. Ángel —dijo el huraño Zacarías parándose después que anduvieron un buen trecho—, sea usted franco, y confiéseme que tiene miedo. Porque ¿cómo no, si aquí, aunque el señor dé voces no habrá quien le favorezca, como no baje del Cielo algún angelote, de esos que pintan... y crea usted que no había de bajar... ¡pa chasco!

—Cierto que la ocasión y el sitio para atacarme —dijo Guerra con aparente serenidad—, son que ni encargados al mismo Infierno; pero usted no me atacará. Créalo o no lo crea, yo le aseguro que voy firmemente persuadido de que no me trae aquí para ninguna cosa mala. Así me lo hace ver mi fe.

—¿Pero de veras que no me tiene miedo? (Sorprendido y como contrariado.) Si parece mentira, ¡Dios!

—Vamos, que no temo, que estoy tan tranquilo como en mi casa.

—Y ya que no teme que yo le espanzurre aquí, ¿no se le pasa por el pensamiento la idea de que le puedo robar? Porque si yo saliera ahora diciendo: «Ea, D. Ángel, entrégueme todo lo que lleva, reloj inclusive», ¿qué remedio tenía más que aflojar?

—¡Dale! Tampoco eso se me ocurre. ¡Empeñado el hombre en que he de tomarle por un pillo! Pues no me da la gana.

—¡Ah, D. Ángel! A mí no me convence usted de que está tranquilo, ni de que me cree persona formal. Mi fama no me abona; pero yo le juro que... Como si lo viera, sé lo que ahora está pensando usted, sí; va pensando que si le ataco, se defenderá con su fuerza muscular que es grande, superior a la mía.

—En efecto tengo buenos puños, y no es tan fácil derribarme. El que me atacara sin armas ya tendría para divertirse un rato, si yo me proponía defenderme. Pero es el caso que como cristiano, profeso el principio de que no debemos herir al prójimo ni aun en defensa propia. Así lo ordenó Jesucristo, y así lo hizo más patente con su conducta. Y si no, fíjese usted, ¿no le habría sido fácil, con sólo quererlo, poner patas arriba a Judas y a toda la canalla que fue con él a prenderle? Pues no lo hizo. De este modo nos enseñó a no defendernos del enemigo, a sucumbir, única manera de consagrar el derecho y la justicia. Corra la sangre del cordero y caiga sobre su matador. Así se destruye el mal: no hay otro modo.

Siguieron hacia abajo, silenciosos. El río se oía cada vez más cercano, como si estuviera a dos o tres varas del suelo que pisaban. Zacarías se detuvo y señaló una cruz que alzaba muy poco del suelo: «Aquí mataron hace dos años a un primo mío, mozo de estas Tenerías. Le cosieron a puñaladas y después le tiraron al río. No crea; es lo más fácil del mundo. El Tajo está aquí; se le puede pasar la mano por el lomo. ¿No le siente el resuello?

—Ya lo siento. Parece que nos quiere tragar. ¡Y qué ruido mete! Por lo que veo, amigo Zacarías, vamos a esos talleres de curtidos que se cerraron cuando el cólera.

—Sí, porque se murió aquí hasta el gato. ¿Qué tal, le gusta el paseo? Vamos; ya poco nos falta. ¿Ya se le va pasando el canguelo? No, D. Ángel, no le hago daño; pero confiéseme que me ha tenido miedo.

—Que no lo confieso, aunque usted se arrepienta de sus buenas intenciones.

—¡Ajo! ¡Dios! que sí, que me temió. (Con acento de ira.) ¿Pues qué? ¿Soy yo algún mariquita? Yo quiero que después de tenerme miedo me agradezca el no haberle hecho nada. ¿Todo ha de ser agradecer yo?

—Hombre, pues si usted se empeña, agradeceremos. Vamos, no se apure por eso. Estoy agradecidísimo...

—Y reconozca que si él es caballero yo también lo soy.

—Se reconoce.

—Y que cuando tocan a ser cristiano, cada uno es cada uno.

—Lo declaro también.

—Pues conste que somos iguales.

Diciendo esto, dio un aldabonazo en una puerta que Ángel no veía, y en el mismo instante oyeron ladrar un perro. Alguien, con exquisita precaución, inquirió desde dentro quién llamaba, y Zacarías contesto secamente: «abrir». Al franquear la puerta, dejose ver, a la escasa claridad que del interior venía, un hombre macilento, a quien Guerra de pronto no conoció. Más que por la fisonomía, por el metal de voz al dar las buenas noches, supo quién era... el mismísimo primogénito de Babel, desfigurado por la inanición, el cansancio y la longitud de su barba no tocada de la tijera en mucho tiempo. Parecía figura gótica de las más expresivas y espirituales, que acababa de descender del tímpano de una puerta del siglo XIII.

XIV

«Arístides —le dijo Guerra alargándole la mano—. No te había conocido, aunque venía pensando en ti. Cuando este buen amigo me habló de un desechado del Infierno, sospeché que eras tú.

Nada contestó a este saludo el barón de Lancaster, cuyo abatimiento y postración superaban a cuanto pudiera decirse. Guerra observó el local: una crujía abierta a la intemperie por el lado del Tajo, y que más parecía depósito de inmundicias que habitación de seres humanos, llena de objetos cuya forma no podía determinarse bien a la mortecina luz que la alumbraba, un farolillo semejante a los que arden colgados ante las imágenes en las calles toledanas. Mirando bien, se podían distinguir pilas de diversas formas, pellejos inflados, sacos de greda, y broza de tenerías, más perceptible al olfato que a la vista.

«Sí —dijo Arístides con voz cavernosa, sentándose sobre una caja en la cual había restos de comida entre papeles grasientos—, aquí me tienes. Pues yo, cuando entendí que Zacarías no venía solo, me figuré quién era. Sólo tú eres capaz de sobreponerte a toda consideración y de olvidar rencores antiguos para venir a consolar a estos desgraciados.

Al oír el plural, Guerra ahondó más con sus ojos en aquellas cavidades tenebrosas, y vio que allá en el fondo, sobre un montón de tablas, se alzaba una cabeza. Era la de Fausto, tendido boca abajo, estirados los cuatro remos. Despertó en el momento aquel, y alzándose sobre las patas delanteras (su aspecto era enteramente el de un animal), bostezó y volvió a echarse, recogiendo las manos y apoyando en ellas la cabeza ladeada. Zacarías sentado en un rincón no desplegaba sus labios.

—Pues ya ves cómo vivimos, si esto es vivir —prosiguió Arístides con dolorido acento.

—Tú dirás: «muy gorda tiene que ser la que éstos han hecho para verse reducidos a tal miseria y a escurrir el bulto de este modo». Pues te diré con el alma en los labios, sin atenuar nuestras culpas, que la penitencia no corresponde al pecado. A ti se te debe decir la verdad, la verdad descarnada y seca, que duele al salir de la boca. Yo siento un consuelo en confesarme contigo sin quitarme ni un ápice de responsabilidad. Pues fue que alquilé los caballos para el circo, y hallándome muy raso de dinero, carcomido de acreedores y con mil necesidades angustiosas por satisfacer, los vendí, entiéndase los caballos, y... Después no pude pagar a la compañía; y ya ves... me armaron este lío... Sé que merezco la cárcel... pero mientras pueda defenderme de ella, me defenderé. Mi padre no ha querido ampararme, y con esos pujos de honradez que le han entrado ahora, nos echó de casa a Fausto y a mí. Hemos peregrinado, como perros vagabundos, por diferentes corrales. Pase la falta de libertad; pase el vivir entre tanta porquería; pero el no comer, el aniquilarse por falta de alimento, no se puede sufrir. Yo le dije a Zacarías ayer: «si no salgo pronto de esta situación tan... espiritualista, me tiro al Tajo».

—Pues, aunque no es un consejo lo que te hace más falta —le dijo Guerra—, principiaré por dártelo. Resígnate, Arístides. Has faltado: es forzoso que padezcas. Preséntate a la justicia, ingresa en la cárcel. Yo te pasaré un diario mientras estés allí, para que tú y tu hermano no tengáis que comer el rancho de los presos. ¿Qué? ¿Haces ascos a mi proposición? Careces de espíritu cristiano y de todo sentido de justicia. Estás dañado hasta la médula.

—No, entendámonos. (Acariciándose la barba.) Lo que me dices, querido Ángel, no puede ser más justo. Debo expiar mi culpa. Pero... ¿y lo que he sufrido ya, no vale nada?... los sonrojos, el hambre, la desnudez, el frío y la pérdida de la libertad?

—Yo te daré alimentos y ropa. Todo lo tendrás, menos la libertad que no mereces, como reconocerás tú mismo si no te ciega el orgullo.

—No la merezco, es verdad; pero no puedo renunciar a ella, no puedo. La muerte me espanta menos que la cárcel con la lentitud del procedimiento criminal y las trapacerías de la curia. Mi desgracia consiste en un desequilibrio monstruoso. Mejor soporto la deshonra que el dolor físico. Tengo la epidermis mucho más fina que la conciencia: no lo puedo remediar. Si quieres tú que me corrija, no me mandes a la cárcel, porque de ella saldría convertido en el más avieso de los criminales: lo adivino, lo siento en mí. ¡Ay! si yo me viera algún día sin trampas, y pudiendo vivir con cierta holgura, cree que sería un buen hombre, incapaz de causar a nadie ningún perjuicio... Si quieres favorecerme, proporcióname recursos para llegar con mis pobres huesos a la frontera de Portugal o de Francia.

—No me pidas que favorezca la impunidad. (Con energía.) Yo no te delataré; yo te ocultaría si pudiera. Pero hemos de reconocer y confesar que también es cristiano el dueño de los caballos. Te daré de comer; te vestiré si estás desnudo; te visitaré en la cárcel si vas a ella. ¿No es esto bastante?

—¡Ay, es más de lo que yo merezco! (Rebañando en su mente exhausta para buscar una idea.) Pero... ¿qué te importa a ti, ni qué le importa a la cristiandad que yo me ponga en franquía? Si por pudrirme yo en la cárcel cobrara el de los caballos... Pero si no ha de cobrar... ¿Qué van ganando la justicia teórica ni la justicia práctica con que yo esté encerrado tres, seis o más años?

—No me importa a mí la justicia oficial. Sí me importa la moral, o sea la que el cristianismo llama penitencia. Has faltado; tienes necesariamente que padecer.

—¿Te parece (Con desaliento.) que mi existencia ha sido un puro goce? ¿Qué sabes tú, hombre rico, dueño de tus actos, qué sabes tú lo que es padecer? Llamas padecer a imponerse una privación, ayunos y quisicosas místicas, que se practican con gusto por el recreo que dan a la imaginación. Yo te traería conmigo a mi escuela de sufrimientos; a esta escuela de las necesidades reales, hondas, que llegan a lo vivo; a la clínica de la mortificación impuesta por la fatalidad, no por caprichos de nuestra propia mente, y aprenderías lo que es padecer... Y en último caso, Ángel, (Levantándose con gallardía.) yo me pongo en tus manos. La desesperación no me permite escoger entre éstos o los otros remedios. O me mato, o te obedezco en todo y por todo. ¿Dices que a la cárcel? Pues a la cárcel.

—No, yo no te mando a la cárcel. Te propuse que te impusieras tú mismo esa pena infamante, como expiación de tus delitos. No quiero yo echarte la cruz encima, sino que tú la tomes y andes con ella. Haz lo que gustes. Sin cruz no hay redención, Arístides.

—De modo que, en suma, ¿qué me das? ¿Comida y vestidos dentro de la cárcel?

—O fuera de ella si burlas a la justicia.

—Pues opto por lo segundo. De todas maneras, reconozco que eres un hombre excepcional, y que debiéramos besar la tierra que pisas... Seguiré defendiendo mi libertad como pueda. Algo es algo, (Animándose.) y con lo que me das para comer y vestir, quizás pueda ponerme en lugar seguro, aunque sea ayunando y en cueros vivos. Suceda lo que quiera, conste que te reverencio, que me pesa haberte ofendido, y que te adoraría si no conociera tu modestia. (Con emoción.) Sólo el hecho de haber venido a esta pocilga merece gratitud eterna. Discurre en qué forma puedo pagarte tantos beneficios.

—No necesito recompensa, pues nada vale lo que hago por ti. Es lo corriente, lo vulgar, lo que haría cualquiera.

—No, no te achiques. Favorecer al que ha sido nuestro enemigo, al que quizás lo fue hasta el día de ayer... eso, Ángel, no es corriente ni vulgar. Y la prueba es que me parece que yo no lo haría. (Vibrando, como si le aplicaran una corriente eléctrica.) Ya ves si soy sincero. Desde mi imperfección admiro tu virtud sublime... y por lo mismo que estoy... tan bajo y tengo que alzar mucho la cabeza para verte, es mayor mi... admiración.

Poco más hablaron. Zacarías y Fausto no pusieron de su parte una sola palabra en este sombrío diálogo, perfectamente adecuado a la inmunda lobreguez del sitio y a la candileja angustiosa que lo alumbraba. Convinieron en que Ángel enviaría sus socorros por mediación del amigo que allí le condujo, y con una despedida cordial terminó la visita. El caballero cristiano y su guía se retiraron de aquel antro de tristeza miserable. Menos locuaz a la vuelta que a la ida, y sin cuidarse tanto de inspirar miedo a su acompañante, Zacarías le llevó hasta su casa.

Dos días después de esto, hallándose Ángel en su gabinete del cigarral de Guadalupe, recibió una extemporánea visita. Era el barón de Lancaster, de pies a cabeza transformado, sin barba ni bigote, con grosero traje de paño de Sonseca, faja negra, zapatones blancos, y sombrero de los más comunes. Pues el pícaro, en aquella traza tan desconforme con su figura y sus hábitos, había encontrado modos de resultar airoso, y hasta un poquitín elegante. Pero nada le desfiguraba como su buen humor, contraste rudo con las murrias tétricas de las Tenerías. Anticipose a la curiosidad de Ángel, explicándose en estos términos:

«No contabas conmigo en estos barrios. Pues, hijo mío, tú tienes la culpa de mi frescura. ¿Para qué eres tan bueno? Gracias a tu divina generosidad vivo y... he podido tomar esta facha. Francamente, me cuesta trabajo creer que no estamos en Carnaval... Pues bien, aquí me tienes... a tu disposición. ¿Me denunciarás?

—¿Estás loco? ¡Denunciarte! Mi opinión, ya te lo dije, es que debes imponerte tú mismo el sacrificio de entregarte a la justicia; pero si te falta valor para sacrificar tu libertad, y vienes a que yo te dé asilo, cuenta con él. Para eso y para otras cosas de más empeño estoy aquí.

—Me has devuelto la vida —replicó Arístides tomando asiento con muestras de cansancio—, y si algún sacrificio grande pudiera yo hacer, haríalo por ti, amparándote como me has amparado. Pero no necesitarás nunca de mi inutilidad. Soy tan desgraciado, que ni siquiera puedo demostrar mi gratitud más que con palabras que se lleva el viento. No me creerás lo que voy a decirte, pues tengo la desdicha de que hasta mis intenciones han de ser tenidas por moneda falsa. Pero créaslo o no, yo te digo que siento que no vivamos en tiempos de esclavitud para venderme a ti, y ser tu esclavo.

—Vamos, amigo Babel, (Con gracejo.) tú, con tal de tomar cuartos...

—No me vendería por dinero. Tus beneficios no se pueden tasar, ni mi libertad tampoco. (Con humildad un poco teatral.) Juro que sería tu esclavo incondicionalmente.

—Yo no compro esclavos. Prefiero tenerte por amigo, que es lo que me manda Jesucristo, verdadero y único Señor de nuestros cuerpos y de nuestras almas.

—Pues si no me quieres como esclavo, acógeme como peregrino. Me basta con que me des un rincón en cualquier desván de tu casa. Quien hace cerca de un mes que no ha dormido en cama, no extrañará...

—¿Cama? En esa alcoba tienes la mía; acuéstate cuando quieras. En ella descansarás esta tarde y dormirás esta noche.

—¡Y que me digan a mí que no eres un ángel! No, no, descansaré muy bien en este sofá.

—Que no. Has de dormir en mi cama: es el mayor gusto que me puedes dar. Si te descuidas te trato como a esclavo, y te mando acostarte bajo pena de azotes.

—Pues obedezco... ¡Hermosa servidumbre! (Insinuándose con exquisita flexibilidad.) Si das las sobras de tu mesa a este infeliz que hace tanto tiempo no prueba comida caliente, completarás tu caridad...

—¿Sobras dices? Cenarás conmigo, y te obsequiaré como a huésped extraordinario.

—¡Ah! no creía yo en lo sublime; pero ya lo veo y lo toco. No, querido Ángel, no merezco sentarme a tu mesa. Cumple con este pobre prójimo dándole una ración de la sopa boba que repartes a los acogidos de Turleque. Además, no quisiera que mi tío Pito me viese...

—No temas al pobre capitán, que no hará sino lo que yo le mande.

—Bendito tú mil veces... Pero a todas estas no he podido explicarte por qué estoy aquí. Zacarías nos entregó puntualmente lo que le diste el primer día para comprarnos ropa. Pero lo que le diste ayer... No te enfades... El pobrecillo tuvo una mala tentación, se fue maquinalmente al garito, y cátate que una mal intencionada sota le escamoteó lo que el filántropo de Guadalupe destinaba al socorro de nuestras miserias. Perdónale, que no sabe lo que se hace. El desdichado nos confesó casi llorando su culpa. Y lo que más le requemaba el alma era que tú llegaras a enterarte... Pues esta mañana, viéndonos sin auxilio mi hermano y yo, socorridos a medias, pues él había comido más que yo, y yo en cambio le ganaba en ropa, deliberamos. Con este arranque y esta espontaneidad que me ha dado Dios, opiné que debíamos acudir a ti, y contarte la verdad. Fausto que no, y que no. Suele pecar de altanería quijotesca. Recuerda que cierto día te ofendió gravemente de palabra, y no quiere humillarse a pedirte una limosna. En vista de que no podíamos ponernos de acuerdo, yo he venido, y él se ha quedado allá.

—¿En aquel inmundo albañal? Que venga, que venga también.

—Esperaba tu arranque generoso... Por más que se te pinche por ver si surge en ti un movimiento de cólera o de inhumanidad, nada, nada. Te petrificaste en la perfección; eres otro hombre, fundido en crisol nuevo. (Con énfasis.) Delante de ti, se avergüenza uno de respirar y hasta de vivir.

Con esto terminó el coloquio, y los antes fieros enemigos, reconciliados ya, ¡singular caso de caballería cristiana! salieron juntos y se encaminaron a Toledo, separándose en San Juan de los Reyes. Ya entrada la noche, apareció de nuevo Arístides en Guadalupe, en compañía de un cojito con blusa enyesada como la de los albañiles. Los que alcanzaron a verles comentaron su llegada, expresando cada cual una opinión distinta.

«No vos calentéis la cabeza —dijo el apóstol Mateo, rascándose la suya—, en pensar si serán o no serán estos o los tales y cuales, aparentes o viceversa efectivos, caballeros en traza de pobretes o al revés. Yo vos aseguro que el primero que vino es artista, verbigracia, barbero, y que debe de venir para afeitar al amo y quitarle toda la barba y raparle la corona, porque se me antoja que es llegado el caso, mismamente lo veréis pronto, de ponerse D. Ángel en la propia fisonomía y figuración de señor eclesiástico.

Capítulo IV. Ensueño dominista

I

En los días de estas vulgares ocurrencias poco dignas de ser contadas, volvió de la Sagra el clérigo D. Juan, lo que tampoco merece, bien mirado el caso, figurar en las páginas de la Historia. Diversos móviles le trajeron a Toledo al mes escaso de haberse ido, y entre ellos fue de más peso la necesidad de hacer algunas compras que el recrudecimiento de los achaques de Felisita, con vahídos frecuentes y dilatación lacerante del diafragma (por haber sabido que el Penitenciario y otro canónigo se habían puesto como ropa de pascuas en la última reunión capitular). Estas y otras razones precipitaron su vuelta, y al siguiente día de su llegada, que era domingo, se encaminó al Socorro, obedeciendo a un recadito que desde allí le enviaron.

Como día festivo, casi todas las hermanitas estaban en casa, pues según las reglas de su instituto, las que asistían enfermos que no se hallaran en situación de suma gravedad, retirábanse el sábado por la tarde, consagrando veinticuatro horas a la oración, al descanso y a recrear sus ánimos con distracciones inocentes. Cuando Casado entró, a eso de las cuatro, algunas rezaban en la capilla, y las más rebullían como colegialas en el patio de la casa, el cual, aunque con honores de jardín o huerta, no podía negar que había sido corral de gallinas. La primera que salió a recibir a D. Juan fue la Madre Sor Victoria, que le dejó al poco rato en poder de Sor Lorenza y Sor Expectación, la negra de alabastro, ambas con el rostro muy encendido por haberse sofocado en el bullicioso juego de las cuatro esquinas.

«Don Juan —dijo Leré al sagreño—, dispénseme que le haya molestado. Quería hablar con usted, y como me dijeron que se marchaba pronto, no quise que se me escapara. Ya sé que lo de su señora hermana no es cosa de cuidado...

—Y aún sería menos, si Felisa no tuviera la maldita costumbre de hacer propias todas las desgracias ajenas; pero es una mujer que llora cuando le duelen las muelas a sus amigas, y que se suena cuando estornuda el señor Deán. Y usted, ¿qué tal? Vaya que se nos está poniendo muy guapa...

—Es favor.

—¡Qué colores, qué tez saludable y qué alegría de ojos! Se conoce que la mejor higiene es vivir revolviendo enfermos asquerosos y oyendo lástimas y bramidos de dolor. ¡Estupendo trabajo! Nada existe en nuestros tiempos más digno de admiración y respeto. El Señor, que todo lo mira, reparte entre sus ministras los bienes de la salud perfecta y de la alegría del corazón, irradiaciones de una conciencia limpia como el sol... Y ahora que recuerdo: me dijo Porras que en una casa donde usted asistía, la quisieron matar.

—Fue más el ruido que las nueces. Cierto que aquel pedazo de bárbaro me amenazó dos o tres veces. ¿Cree usted que tuve miedo? Ni pizca. Pero puse el caso en conocimiento de la Madre, como era mi deber, y la Madre me mandó retirar... Conque vamos al grano, don Juan, que no quiero entretenerle mucho. Yo desearía... pues... como usted tiene tanta influencia con D. Ángel... que le hiciera comprender las dificultades de picar muy alto en eso de la Congregación que quiere fundar.

—Conozco a medias su proyecto, hija mía.

—Pues conózcalo a enteras, y verá que allí hay cosas muy bonitas, si muy bonitas; pero...

—Pero que en la práctica, de puro bonitas se caen... y no hay medio de ponerlas en pie.

—Exactamente. De la forma, del modo con que D. Ángel desarrolle su pensamiento depende que nosotras lo aceptemos o no.

—Le prevengo a usted que él cuenta conque, una gran parte de las socorristas se vayan con él.

—Iremos, ¿quién lo duda? tal vez en ramillete, con nuestra Madre en el centro, si la Congregación es autorizada en toda regla; pero me temo que con los planes demasiado... grandones de nuestro buen amigo...

—Poco a poco: no decirle a nuestro buen amigo que puede faltarle la autorización, por que fácil es que se lo lleve todo pateta, y que el fundador caiga con un golpe de ictericia. Lo que ha de hacer usted es ir recortándole poquito a poco los vuelos. La influencia de usted sobre él, en el orden espiritual y en las más puras formas que cabe imaginar, es decisiva, legítima influencia de lo divino sobre lo humano. No tiene más que extender su dedo sobre las constituciones escritas por él, y decirle: «borro esto, y esto y esto». Puede que rezongue; puede que su voluntad, hecha a las iniciativas, cerdee un poco, pareciendo que se rebela y no transige; pero al fin transigirá. Créame a mí: coja las tijeritas, y con mucho mimo y mucha suavidad, hoy le corta usted una pluma, mañana otra, hasta dejarle las alas en disposición de no poder volar más arriba de cierta altura razonable. Yo no le he visto desde que he vuelto; pero mañana mismo...

Sor Expectación, que se alejó un instante, picada su curiosidad por el ruido de pasos y voces que en la próxima capilla se oía, volvió diciendo: «Si está ahí D. Ángel... en la capilla. La Madre le enseña el San José, que nos ha venido de Madrid... ¡Qué cosas tiene D. Ángel! Dice que es un horrible adefesio de gusto francés, y que si le pegamos fuego, él le arrojará la primera cerilla».

CASADO. — En nombrando al ruin de Roma... Yo me voy, Sor, y le encomiendo a su habilidad.

—No; quédese, por Dios. A usted le hace más caso que a mí.

—¡Ay, hija mía! nos estimamos mucho; pero en el fondo no nos hacemos recíprocamente gran caso.

Entró Ángel, echando pestes contra la iconografía moderna, y al ver al sagreño, su sorpresa y alegría hiciéronle olvidar los horrores artísticos de que abominaba. Abrazáronse fraternalmente. La Superiora, que en pos de él entró, parecía un tanto amoscada de la irreverencia con que el caballero de Turleque, discurriendo como artista, se burlaba de la escultura que ella creía exactísimo retrato del Santo Patriarca. Reanudada la disputa, D. Juan, tomando el partido de Guerra, dijo más de cuatro cuchufletas a la Superiora, con quien, por ser primos, gran confianza tenía. Rebatiolas la Madre Vitoria con más fe que sentido estético, y un cuarto de hora se llevaron los cinco enzarzados en una polémica que hubo de terminar quedándose cada cual con su opinión, y el San José tan espigado, tan fresco de mejillas y tan estiradito de cuello como le dejaran el carpintero y el pintamonas que de la nada de un pedazo de peral le habían sacado. Fuéronse la Madre y Sor Expectación, y no bien se quedaron solos los dos amigos y la hermanita, rompió D. Juan de esta manera:

«Hablábamos de usted, D. Ángel, y yo decía que no he acabado de entender la nueva Congregación Guadalupense y Turlequina.

—Amigo Casado, (Nervioso.) no sea usted marrullero, y si tiene reparos que hacerme, hágalos de frente.

—¿Reparos? Al conjunto, a la idea total hay que quitarles el sombrero. Pero ciertos detalles de organización no me entran... Mejor que las descripciones detalladas, valdrán los ejemplos prácticos, para darme luz sobre ciertas particularidades. Vamos a ver: siéntese usted, y escuche y responda. Supongamos que yo no soy quien soy, sino un pobrecito de las calles, y que me caigo de hambre y tengo las carnes al fresco. He oído decir que de la parte allá del puente de San Martín hay una casa de Dios donde apañan a todo el que llega, y arrastrándome como puedo me voy hacia ella...

—Llama usted a la Puerta de la Caridad: se le abre al momento...

—Y me encuentro delante de un conserje de sotana o de una portera con tocas, que me toman el nombre...

—No le toman nada. Le conducen sin pérdida de tiempo al departamento de hombres, donde le visten si es que llega mal de ropa, y pasa usted al gran refectorio, donde habrá próximamente cincuenta o sesenta plazas...

—¿De asilados o de hermanos?

—No hay diferencia para el caso. En la misma mesa comen unos y otros. Supongamos que llega mi hombre a la hora de comer y que todos los sitios están ocupados: hay treinta y cinco acogidos y quince hermanos profesos. Pues uno de éstos se levanta, le deja a usted su puesto y se va a comer a la cocina.

—¡Ah!... ya... (Con asombro.) Pues mire, eso es nuevo, novísimo de puro viejo. Volvemos a los primitivos tiempos de la Iglesia, a la fraternidad pura.

Leré oía y callaba, con suprema modestia.

«Bueno, bueno. Pues tocan a recogerse. Supongo que me llevarán a un dormitorio...

—No, señor. ¿Qué? ¿creía usted que los hermanos duermen cada uno en su celda, y que almacenamos a los asilados en dormitorios de cuartel o de colegio? (Con acento machacón.) No hay más que celdas: en ellas duermen los profesos siempre que no haya un acogido que las ocupe. De modo que llega D. Juan, y si tenemos todos los departamentos ocupados, un hermano le deja su celda y su lecho, y se va a dormir a un banquito del claustro.

—Ya... ¿Y si me da un tifus, viruela o el trancazo?

—Pues en la propia celda donde ha dormido, se le cuida y se le cura, o se le amortaja. No hay salas de hospital donde los enfermos son colocados como casos clínicos, donde el dolor y la muerte se multiplican por el número de camas puestas en fila.

—Muy bien, muy bien, si la práctica responde a la hermosura de la idea... Vamos a otra cosa. Figurémonos que en vez de ser yo el tipo ese que he dicho, soy un perdis, un criminal, un bandolero, que arrepentido de veras o de mentirijillas, me planto allá, tiro de mi campana...

—Se le recibe lo mismo. Nadie le pregunta si es bandido o qué demonios es. A usted le tocará decirlo, si ha ido con la intención de descargar su conciencia y buscar consuelo en la paz de aquella familia religiosa. Y no crea que la casa le servirá de escondite contra la justicia, porque ésta tiene la puerta abierta de día y de noche para entrar y registrarlo todo. Vamos, que si el hombre se ha colado allí por librarse de la Guardia civil, se lleva chasco.

—No; debo suponer que si voy allá es porque temo a mi propia conciencia más que a la policía. Enterado. Los hermanos me consuelan, me reconcilian con Dios, me quitan de la cabeza mis malos pensamientos... Bueno. Pero supongamos que en vez de darme por seguir las vías pacíficas y espirituales, me da por lo contrario, y me rebelo y armo camorra, y la emprendo a bofetada limpia con el primer turlequino que me echo a la cara...

—En ese caso, el profeso que reciba un porrazo, con él se queda. Está prohibida la defensa. Para casos muy extraordinarios, que espero sucedan rarísima vez, tendremos dos o tres hermanos del orden seglar que cojan al rebelde agresor, y sin causarle daño alguno le acompañen a la Puerta de la Esperanza, y le hagan salir por ella... Confío mucho en la oxigenación moral, en los efectos saludables y rápidos de la mansedumbre y de la persuasión evangélica.

—Hermosísimo como idea; pero en la práctica... —observó Casado mirando a la hermanita, que ni con palabras ni con la expresión del rostro dejaba entender su pensamiento.

—¡La práctica! —exclamó Guerra excitándose—. Ya veía yo venir la muletilla. Es el comodín que sirve para amparar las rutinas más estúpidas. La práctica, amigo mío, no puede menos de responder a toda buena teoría. No seamos timoratos; no pensemos mal de la realidad, juzgándola como la infalible desilusión de nuestras ideas, como el hálito vicioso y malsano que ha de convertirlas en humo. Cultivemos la idea sin desconfiar de la realidad, que vendrá ¿pues no ha de venir? a dar forma y vida al pensamiento, pues para eso existe. El mundo físico, ¿qué es más que un esclavo del mundo ideal y el ejecutor ciego de sus planes? Basta, D. Juan, basta. No nos asustemos con el coco de la práctica, con ese fantasmón traído a nuestros tiempos por un positivismo huero y sin substancia. No; la realidad es mejor de lo que usted cree. Cabalmente desea ella, en los desmayados tiempos que alcanzamos, que le echen ideas grandes, ideas sublimes para materializarlas y darles cuerpo y vida, en bien de los humanos y para gloria de quien hizo los astros y el polvo de la tierra. Y si me apuran, diré que la realidad hállase hoy como hastiada de su pedestre y vil trabajo, con tanta vulgaridad económica y mecánica, y anhela, ¡vive Dios! remontarse a más altas esferas.

Don Juan, aturdido, no supo qué contestar. Leré, con toda su modestia y compostura grave, no pudo disimular la absoluta concordancia de su pensamiento con el de su espiritual amigo.

II

Dejó pasar Casado el buen efecto que en los dos escuchantes produjeron las exaltadas razones de Guerra, y prosiguió luego su analítica información. «Pues ahora, mudémonos el sexo. Ya no soy quien soy: ni pordiosero de las calles, ni perdulario ni asesino, y me convierto en señora. Supongo que en lo fundamental regirá del lado de las mujeres la misma ley que del lado masculino. Vamos, que las hermanas viven en celdas, y abandonan su cuartito y su cama a la primera mujer que llega de la calle; que comen en un gran refectorio, cuyos puestos ocupan hasta que...

—Exactamente.

—Y del lado femenino habrá niños de pecho, otros ya crecidillos, y no faltarán biberones para los primeros y escuela para los segundos. Todo ello se cae de su peso. Pero vamos allá: figurémonos que yo soy una mujerona de rompe y rasga, que creyéndome arrepentida, o estándolo de veras, o fingiéndolo, me meto en la santa compañía de estas señoras; y una vez que me albergan y me llenan el buche, me sublevo, y empiezo a echar veneno de mi boca inmunda, y la emprendo a trastazos con las santísimas hermanas...

—Don Juan (Interrumpiéndole.) ¡Si hoy tiene usted congregaciones destinadas a domar mujeres de mala vida, y las monjas se desenvuelven muy bien de todos esos peligros! Empiece por tener en cuenta el efecto moral de la simple convivencia con personas que son la pureza misma. Claro que a lo mejor salta un disgusto... Hay hijas de muchas madres... Pero verá usted como no ocurren tragedias ni en el lado de los hombres ni en el de las mujeres, y que por un caso de ineficacia de los medios evangélicos, habrá mil de reconocido triunfo contra el mal. Lo único que debo añadir es que en esta Casa de Dios se prohíbe castigar al prójimo aun en defensa propia. El o la que recibe algún ultraje de palabra o de obra, se aguanta y espera más. Se ha dicho «no matarás», y hay que cumplirlo a la letra.

—No es que me parezca mal. Yo voy poniendo objeciones, para que usted, al contestármelas, presente rodeadas de claridad las ideas que constituyen su fundación. Soy aquí lo que se llama el abogado del diablo en las controversias o juicios contradictorios de canonización. Ya comprendo mejor el sentido genuinamente cristiano que ha de tener eso, que yo llamaría Domus Domini, si no se ha pensado en otro nombre mejor. ¿Qué tal? ¿Acepta el título? Me alegro. Alguna parte he de tener yo en obra tan grande. Y ya veo que por ley de retórica popular, van ustedes a llamarse doministas... En fin, bastante hemos hablado ya los del lado masculino. ¡Qué bien nos vendría que Sor Lorenza nos dijera su opinión! Porque ella, ahí donde usted la ve, con su boquita cerrada y su aire de angelical ignorancia, tiene mucho talento, y de fijo se calla muy buenas cosas. Pero no vale; las tiene que decir.

—¿Yo? D. Juan, (Con timidez graciosa.) ¿pero cómo quiere que yo hable delante de dos personas de tantísimo talento? Déjenme oír y callar y aprender, que mucho aprende quien poco sabe.

—Vamos, que no se atreve. Pero yo le adivino el pensamiento y voy a expresarlo por ella. La hermana Lorenza piensa que si Domus Domini se establece con la aprobación pontificia, y a falta de ella con la del superior inmediato, a las socorristas les faltará tiempo para convertirse en doministas, y ella será la primera que vaya. ¿Acierto?

—Sí señor.

—Pero Sor Lorenza cree que el proyecto es demasiado vasto, que abarca mucho...

—Un poquitito grande me parece —dijo Leré soltándose como con andadores—, pero eso no me quita las ganas de entrar. Ni el exceso de trabajo ni el peligro me acobardan... A mí no me asusta la grandeza más que por una cosa: porque sea un inconveniente para la aprobación; vamos, que a los superiores les parezca el dominismo demasiado largo de talle y digan: «a recortar, a simplificar», y en esto de si se recorta o no se recorta, se pase el tiempo y no se haga nada.

—No —dijo Guerra con gran vehemencia—, el miserable expedienteo no entorpecerá esta obra.

—Apláquese —indicó Casado, poniéndole la mano en el hombro—; la hermanita se ha expresado con grandísimo sentido; y ahora voy a permitirme declarar una cosa que la Sor tiene entre ceja y ceja, y que no se atreve a decir.

—Don Juan — manifestó Leré, soltando briosamente los andadores y lanzándose a la expresión animosa de sus ideas—, no se tome ese trabajo. Yo lo diré, pues nada importa que resulte un disparate.

—¡Ay, cómo se suelta la muy charlatana! Pues no quiero cederle la palabra, y yo seré quien lo diga, que derecho tengo a ello por el trabajo que me ha costado adivinarlo. Me llamo Juan Claridades. A la Sor le parece mal que los dos sexos vivan en un mismo edificio... y no venga usted con eso de que son alas... ¡qué alas ni qué música! ¿Dejarán de estar próximos, y de verse continuamente? Esas arcadas que según el arquitecto separan a las soresde los frates, me parecen a mí... vamos, no me atrevo a decirlo... Arcaditas, ¿eh? Usted no ha oído que entre santa y santo pared de cal y canto?

—Don Juan —dijo Guerra nervioso, mascándose el bigote—, si cree que debemos ser esclavos de la vulgaridad y de las rutinas...

—Pero hijo mío, si la vulgaridad y las rutinas son una segunda atmósfera dentro de la cual respiramos, fuera de la cual es casi segura la asfixia. Ya sé yo que en principio es hermosa la aproximación, la fraternidad entre caballeros cristianos y señoras cristianísimas. Pero usted no cuenta con la vocinglería del mundo, con eso que... Vamos, aquí sale también la realidad, que a usted le parece tan complaciente, y que yo tengo por persona de muchas esquinas, a quien hay que mirar mucho antes de meterse con ella.

—Mire, D. Ángel, venga acá, oiga —dijo Leré con las formas de persuasión más encantadoras—. A mí no me asusta que los hermanos estén tan cerca de nosotras, ni hago maldito caso de las arcadas. Ponga usted una muralla de la China o un hilo de seda; lo mismo me da. Pero el mundo es muy malicioso... Ya, ya le veo venir. Usted, con el no importa, lo resuelve todo. Tratándose de la conciencia, está bien el no importa. Yo digo: «que hablen de mí lo que quieran; no miro más que a Dios». Pero aquí se trata de dar forma a un edificio que al público pertenece, y que de él y de la confianza de todos ha de vivir después, y no podemos estrenarnos escandalizando a ese mismo público. ¿Qué necesidad tiene usted de que la gente desconfíe y se ría de los doministas, y haga mil catálogos? ¿No será lástima que por ese detalle le nieguen la aprobación, y se quede con sus proyectos muertos de risa, sin poder realizar todo el bien que traen consigo?

—Declaro —afirmó D. Juan con entusiasmo, batiendo palmas—, que esta Sor tiene más caletre que un concilio. ¡Qué bien dicho y con qué poquitas palabras!

Guerra, un tanto desconcertado, no sabía qué razones oponer a las de su amiga, la cual impávida prosiguió de esta suerte:

«Don Ángel, créame a mí. Modifique esa parte importante. No se alucine con la idea de la unidad: deje la unidad para lo esencial, y en la forma transija. Fuera esas alas y esas arquerías. En el edificio de Turleque y Guadalupe pónganos a nosotras solas. Encárguenos los ancianos y los niños, y los enfermos incurables; échenos todo el trabajo que quiera. Pero a los hermanos se los lleva usted lejos, cuanto más distantes mejor. ¿No tiene usted otra finca que llaman la Degollada, en el monte que fue de la Sisla? Pues allá planta usted su casa de varones, y establece en ella la regla dominista en la forma proyectada. Ellos en su casa, nosotras en la nuestra, y Dios en todas partes. De este modo el proyecto nace vivo. De la otra manera me temo que nazca muerto... o moribundo».

Conticuere omnes. El primero que rompió el largo silencio fue Casado, diciendo a su amigo con un poquito de sorna:

«¿Lo ve usted?... ¿se convence ahora?»

Ángel no se convencía; pero no hallaba en su mente ideas ni palabras para contradecir a la doctora. Porque ante los juicios de ella sus juicios enmudecían avergonzados, como el rústico que es llevado ante la majestad de un rey. Polemista valiente y flexible, habría destruido con facilidad tales objeciones si don Juan o el propio Concilio de Trento se las hicieran. Pero hechas por Leré, venían armadas de punta en blanco, revestidas de invulnerable coraza y con el estoque ondulado del arcángel. ¿Qué cristiano se les atrevería? Estaba de Dios que la opinión de quien decía no tener ninguna imperase siempre, y que la voluntad rectilínea del hombre cediese a la oblicua y soslayada de la mujer. No era nuevo el caso, pues se viene repitiendo en la humanidad de poco tiempo a esta parte, desde Adán y Eva nada menos; como que nuestra protoabuela fue la primera que se puso los pantalones.

A las excitaciones de Casado, contestó al fin: «¿Qué tengo que decir sino que se hará cuanto ella disponga? Construiremos la casa de varones al extremo oriental de la Sisla».

—Así, así —dijo Leré radiante de júbilo—, es como llegan a ser verdad las grandes ideas. Yo creo, como usted, que la realidad se presta a todo lo que quieran hacer de ella; creo también que es llegado el momento de encargarle a la realidad obras más grandes que estas menudencias que se estilan ahora. Pero hay que dárselas poquito a poco, para que no se asuste. Antes que transformar lo que ya existe, conviene hacerle creer que se le dejará como está, para que lo existente no chille y nos ahogue. Si quiere usted ir lejos, empiece por andar despacito, y siéntese de vez en cuando. El que a mucho aspira, debe ser parsimonioso y cauto. Que la gente no se entere de que es cosa muy grande lo que se va a establecer, porque resultará que no comprendiéndolo, lo creerá malo. Vale más que se diga: «esto no es nada, es lo mismo que ya conocemos», y así entrará la idea en los moldes de la realidad. Una vez dentro, lo que entró encogido, va creciendo, creciendo, y los moldes se ensanchan por sí o se rompen, y la realidad pone otros, sin asustarse de nada... ¿Qué, se ríen ustedes de los disparates que digo?

—¡Disparates, hija mía! —exclamó D. Juan gozoso—. Si habla usted con toda la sabiduría del amigo Salomón.

—Irán los varones a la Degollada —repitió Ángel meditabundo, pues aquella idea se le metió en el magín, atormentándole ya como idea fija—. ¿Qué más tienes que decir?

—Nada más. Yo no dispongo nada. Digo lo que se me ocurre, y usted hace después lo que cree más conveniente. Todo su plan me parece oro molido. Por lo que a nosotras toca, algunas de mis compañeras y yo nos prestamos gustosas a ayudarle, siempre que vaya por delante la conformidad de nuestros superiores. Iremos con el mismo hábito, con la misma regla. El exceso de trabajo no nos importa. Échenos usted viejos imposibilitados, enfermos corruptos, niños, mujeres de mala vida. Nos repartiremos los servicios, según los gustos y aptitudes de cada cual, para atender a todo. Que los asilados tengan libertad de salir cuando les plazca, a mí no me asusta. Que se prohíba el defenderse de los ultrajes, no es nuevo para mí. Que sea ley no temer el contagio de las enfermedades pegadizas, paréceme muy bien. Que nos hallemos a todas horas dispuestas a morir, es cosa de clavo pasado. Que estemos obligadas a dejar nuestra celda y nuestra cama a la menesterosa que llega, encaja perfectamente con la idea que tengo de la caridad. Que no tengamos puesto en la mesa sino cuando no haya ninguna mujer hambrienta que lo ocupe, también me agrada. ¿Qué más quiere que le diga? No se me ocurre más. Mis ideas son pocas y de escasa substancia. Estos señores, que tanto saben, perfilarán bien la labor, y nos darán una cosa que sea el asombro del mundo.

—Si algo resulta que sea admiración del mundo —afirmó Guerra fervoroso—, no será obra mía, sino de quien me abrió estos horizontes. Yo no soy nadie.

—¡Ay, Dios mío! —dijo Casado—. ¿Pero es esto un certamen de modestia?... Por de pronto las socorristas, piedra angular del gran edificio, han de influir poderosamente en los destinos y en el desarrollo de la Domus Dominis; y como ahora resultan dos casas, busquemos un plural más determinado que el Domus, y digamos Civitates Domini. ¿Qué tal? ¿Me luzco para encontrar títulos? Las Ciudades de Dios es lindo rótulo, D. Ángel. Ya me están entrando ganas a mí de hacerme ciudadano de esas místicas poblaciones. Sí señor, pediría plaza, si no me lo vedara el convencimiento de mi inutilidad.

—Don Juan, véngase —propuso Leré con entusiasmo—. Sea usted allí, como en el siglo el amigo y el consejero del fundador, que pronto, prontito, ha de vestir también el traje de sacerdote. ¿Cuándo será ello, D. Ángel? No olvide, con tanto pensar en la jaula, que es usted el primer pájaro que la tiene que habitar.

—Será... —manifestó Guerra algo confuso—, cuando este D. Juan me dé por bien preparado.

—Será... —indicó el sagreño—. No hay prisa. Digo, como prisa, alguna hay, y en todo el curso del presente año, tendremos el gusto de oírle al caballero de Turleque y Guadalupe la primera misa.

—Me dice el corazón —agregó la de los ojos temblones—, que el Señor ha de ponernos por delante un caminito de prosperidades.

—Amén —murmuró Casado, entornando los ojos, y pensando en el caminito de la Sagra.

—Y ahora, mis respetables señores D. Juan y D. Ángel —dijo Sor Lorenza poniéndose en pie—, me van ustedes a hacer un favorcito, que es tomar la puerta, porque tengo que ir a la capilla a rezar el rosario. Esto no quiere decir que yo les despida...

—Sino que nos manda a paseo... —dijo Casado riendo—. Es que al lado de Sor Salomona se nos pasan las horas insensiblemente. Adiós, hermana.

—Señores doministas, adiós.

Ángel salió sin chistar, dejándose el alma entre las tocas de la inspirada socorrista.

III

Don Juan absorto y Guerra fascinado paráronse en la puerta de la calle, y se miraron. «Pero diga usted, D. Ángel, esta monjita ¿tiene en el cuerpo algún serafín con borla de doctor?»

—¡Dios mío!... tiene el Espíritu Santo, el Verbo, la Santísima Trinidad, o qué sé yo.

—Comprendo la atracción espiritual, la influencia... Mucho cuidado, amigo. ¿No teme usted el vértigo?

—Si no fuera, como es, la santidad misma, temería... Pero... Concluirá por hacer de mí un pedazo de santo. Ya no tengo ideas, ya no tengo planes. Ella se encarga de pensar por mí. En la esfera del pensamiento, yo no soy yo, soy ella. Ya lo ve usted: me da forma, como si yo fuera un líquido y ella el vaso que me contiene.

—¡Qué cosas! (Suspirando.) Y no es el primer caso. ¡Qué agudeza de mujer, qué suavidad para insinuarse! Parece que funda el amigo y quien funda es ella. ¡Canario con el sentido práctico de la niña! Yo me felicito de que por sugestión de esa hermana salomónica haya, usted salvado el mayor de los inconvenientes para la fundación. Ahora encontrará facilidades para todo, y las Civitates Domini podrán ser un hecho dentro de corto plazo. (Andando despacio hacia Santo Tomé.) Y en cuanto a ordenarse usted, insisto en que no nos precipitemos. Aguarde a que el expediente de la Congregación se resuelva en Palacio...

—Ahora mismo voy a ver al arquitecto. (Con resolución.) Hay que variar radicalmente...

—Sí, sí, los varones a la Degollada. Estarán allí muy bien. ¡Lástima que el proyecto no abrace también el fomento de la agricultura, porque en este caso, no les faltaría un hermano arador!

—También, también. Les pondré un gran trozo de huerta, para trabajar en el culto sagrado de la madre tierra.

—Calma, calma. Enfrene por Dios esa imaginación, que ya se dispara otra vez. Usted, cuando le recortan por un lado, se ensancha por otro. ¡Pícara iniciativa! Créame, sin el tío Paco de la hermanita, que es la que trae las mermas de la realidad, los proyectos de quien yo me sé no llegarían nunca a la prosa y vulgaridad del hecho.

—Bien implantadas mis ideas —dijo Guerra con profética seguridad—, aunque la implantación sea gradual, como quiere Leré, llegará día en que esta congregación ejerza una poderosa influencia en el mundo.

—No picar tan alto. Conténtese con favorecer a los desgraciados, y con practicar sin ruido las obras de misericordia.

—Pero practicadas las obras de misericordia estrictamente y a la letra, puede venir una grande y verdadera revolución social.

Detuviéronse. Anochecía ya. D. Juan le miró a la cara, y observó que los ojos del neófito despedían centellas.

—Déjese de revoluciones —le dijo con bondad—, y sea humilde en sus propósitos. Achíquese, si quiere ser grande.

—Don Juan, no sé cómo usted no lo comprende. La aplicación rigurosa de las leyes de caridad, que Cristo Nuestro Señor nos dio, aplicación que hasta el presente está a la mitad del camino entre las palabras y los hechos, traerá de fijo la reforma completa de la sociedad, esa renovación benéfica que en vano buscan la política y la filosofía... Pues qué, ¿hay quien se atreva a declarar perfecto el estado social, ni aún en las naciones cristianas, ni siquiera en las que obedecen al sucesor de San Pedro? ¿No estamos viendo que todo ello es un edifico caduco y vacilante que amenaza caer y cubrir de ruinas la tierra? La propiedad y la familia, los poderes públicos, la administración, la iglesia, la fuerza pública, todo, todo necesita ser deshecho y construido de nuevo.

—¡Don Ángel!... (Asustado.)

—¿Pues qué creía usted? ¿que los que tenemos algo en la cabeza podemos dejar de pensar en esto? Yo jamás pondré mano en la política. Dadas mis ideas y mis sentimientos de ahora, miro todo eso como un mundo microscópico; no me ocupo de él. Pero si no soy político, soy misionero, y arrojo una simiente... menudita, menudita, de la cual saldrá una planta cuyas raíces minarán toda la tierra.

—¡Don Ángel, D. Ángel...!

—Yo no pronunciaré discursos, yo no echaré mi voto en una urna, yo no emplearé un arma, ni aun la más inofensiva. Mi misión es practicar las obras de misericordia estrictamente, a la letra. Dentro de algunos años, verán si hay muchedumbres o no hay muchedumbres al lado mío. Y no me diga usted que la Iglesia... ya le veo venir. No, la Iglesia no practica la caridad más que en la parte que le conviene, para sostener su organización temporal. Yo me río de la organización temporal de la Iglesia, y mis ciudades son de una consistencia indestructible. Deje usted que pase tiempo, y verá. Tal vitalidad tiene esta idea, que si los que la establecemos morimos a manos de la envidia o de la estúpida intervención del Estado, los que la recojan después serán más fuertes. Yo no lo veré quizás. Pero otras generaciones de doministas se encontrarán dueñas de una inmensa fuerza espiritual, y sin quererlo, se les formará entre las manos, por pura ley física, la sociedad nueva.

—Don Ángel de mis pecados, si la hermana salomónica le oye a usted, le va a calentar las orejas.

—Pero sin aguardar a las generaciones futuras, (Con exaltación.) se verán en nuestro propio tiempo fenómenos que han de causar maravilla. Yo no pienso hacer propaganda directa de mi Congregación. Ella sola cundirá rápidamente por su natural propiedad difusiva. Verá usted cómo el estado eclesiástico se transforma. El clero catedral está llamado a morir y renacer en nosotros.

—Eh... poco a poco...

—No se asombre, D. Juan. La influencia social del ascetismo positivo y altruista será tan grande, que no pueda sostenerse aquel organismo caduco. El Estado no sabrá sustraerse a esta lógica inflexible, y dejar a que las Catedrales pasen a nuestras manos por endósmosis, amigo mío, por equilibrio. No desmerecerá por eso el culto, ni serán menores su magnificencia y poesía. Verá usted entonces... y no creo que esto tarde mucho... verá usted, digo, ocupados todos los asientos del soberbio coro; la capilla de música será lo que antes fue; las ropas y alhajas lucirán como en los tiempos más gloriosos de las artes, y el claustro no será un accesorio baldío, sino que contendrá escuelas, hospitales, talleres de industrias artístico—religiosas, y todo lo concerniente al grandioso instituto dominista.

—¡Don Ángel, por María Santísima! (Tentándole la cabeza.) ¡que se le afloja, que se le cae el tornillo!

—Delirio y sueño fueron los acontecimientos decisivos del mundo antes de convertirse en hechos naturales y corrientes. Pues qué, D. Juan amigo, ¿hemos de ser meros plagiarios de las Congregaciones extranjeras? ¿No tronamos juntos contra esa caterva de instituciones que sólo responden a fines de utilidad inmediata, y no entrañan este principio mío de entereza cristiana y de interpretación literal del Evangelio? Pues yo quiero renovar el carácter profundamente evangélico de las órdenes antiguas, y vaciarlo en los moldes de la vida contemporánea. Mi obra es genuinamente española. ¿No decía usted que estamos muertos, espiritualmente hablando, y que se nos concluyen las iniciativas religiosas? ¿No echaba de menos el nervio y la acción de nuestros ascetas y fundadores?

—Es cierto, sí, ¡qué diantre!... pero...

—Pues aquello no puede resucitar sino en la forma que propongo: el espiritualismo encarnado en las materialidades de la existencia, pues si Dios se hizo Hombre, su doctrina tiene que hacerse Sociedad. Verá usted, al poco tiempo de establecernos, qué energías formidables se concentran en nuestras manos. Ningún poder, de estos artificiosos y convencionales que ahora se estilan, tendrá consistencia para resistirnos. La atracción será de tal calidad que todo cuerpo chico se unirá forzosamente al cuerpo grande.

—Como idea pura, Sr. de Guerra, no me parece mal; pero yo dudo que los hechos sean tales como usted con tanto salero los pinta. Lo veremos, lo veremos; digo, lo verá el que viva, pues ello será cosa de siglos...

—No tanto quizás. (Disparado.) No tardará mucho en verificarse la absorción del clero catedral por el dominismo avasallador, y los provinciales de nuestro instituto serán jefes de cada diócesis, y el general vendrá a ser cabeza de toda la Iglesia española. Se reirá usted de mí, D. Juan, si le digo que, andando el tiempo, el Estado mismo se ha de subordinar a nosotros. ¿Cómo no, si el Estado quedará reducido para entonces a funciones de escasa importancia? Los pueblos se administrarán solos y repartirán libremente sus ingresos y gastos. La beneficencia, la enseñanza, la penitenciaría, las bellas artes, la agricultura, serán doministas. ¿Qué será el Estado? nada más que un ligador, un compulsador de energías y funciones extrañas. Fuera ejército. La constante práctica del dominismo ha demostrado su inutilidad. Fuera diplomacia, pues siendo universal el dominismo, él se basta y se sobra para mantener la concordia entre las grandes familias del Universo.

—Si no creyera —dijo D. Juan gravemente, poniéndose guapo de puro feo—, que habla usted sin saber lo que dice, amigo D. Ángel, pensaría que con toda su vocación religiosa y su misticismo, no ha dejado de ser tan revolucionario como cuando se desvivía por alterar el orden público, antes de venir a Toledo. Por mucho que se modifique externamente, entusiasmándose con el simbolismo católico y volviéndose tarumba con la poesía cristiana, detrás de todos estos fililíes está el temperamento de siempre, el hombre único, siempre igual a sí mismo. Pero como todo eso que ha de traernos el dominismo será para dentro de una docena de siglos, o, como si dijéramos, el día del Juicio por la tarde, no le hago caso, y si tan largo me lo fías, ya puede usted delirar todo lo que quiera.

—Yo no mido el tiempo futuro, no sostengo que sea tarde ni temprano. Señalo la idea y sus probables desarrollos. Ella misma se encargará de la cronología, imposible de apreciar por mí ni por nadie.

—Dígame, ¿y todas esas cosas se las va a decir a la hermana Lorenza?

—No... sí, se las diré... no, (Confuso y sin saber por dónde salió.) . no es esto de su incumbencia. En nada se opone el vuelo del dominismo a la modestia y a la sencillez de los planes de Leré. Ella ve lo inmediato con claridad admirable: verá lo remoto cuando se encuentre en un punto de mira más elevado. ¿Qué hago yo más que sacar consecuencias de sus ideas acerca de la práctica absoluta de las obras de misericordia? Leré es la inspiración inicial, y si no se da cuenta hoy de los alcances de sus ideas, ¿qué importa? Dentro de su cerebro y en su corazón puro, todo amor a Dios y a la humanidad, existe la totalidad del dominismo, como existe el pájaro dentro del huevo. Allí está todo en substancia: no falta más que el aire exterior que amplificará las formas embrionarias... Observaría usted esta tarde que todo lo esencial le pareció muy bien. ¿Qué más sanción se quiere? Y créalo usted, el superior eclesiástico no puede menos de aprobar mi plan, que es la interpretación más ceñida y leal del dogma. La autoridad no se fijará en el probable desarrollo histórico de la institución, el cual yo solo veo claramente, de tanto meditar en él. Pero los demás no lo ven, no... la rutina les cría cataratas.

—Arraigo D. Ángel, (Tratando de aplacarle.) no se remonte; no desprecie la autoridad, a la cual tiene que someterse, si persiste en ser eclesiástico.

—Ya lo creo que persisto, y eclesiástico seré, y usted lo ha de ver. Me someto; pero tengo inteligencia, que debo a Dios, no al que me imponga la tonsura; pienso y siento con estímulos de mi alma, que de muy alto reciben su impulso inicial. No pienso ser nunca un organillo que se toca desde fuera con manubrio. No; mi música dentro de mí está. (Deteniéndose, obligados por el interés vivo del diálogo, y mirándose frente a frente.) Pues bien, le hablaré a usted con toda franqueza. Yo no entraré en la familia eclesiástica con miras cismáticas ni de rebeldía; yo seré uno de tantos en el orden canónico. Pero el dominismo está conmigo, planta magnífica que echará hojas y ramas, y pronto será un árbol corpulento. Yo no haré más que regarlo, y el dominismo crecerá y dará fruto. Vendrán las consecuencias naturales de toda idea: la lógica hará lo que ella tan bien sabe hacer. ¿Cree usted, hablando en confianza, que la actual unidad de la Iglesia podrá subsistir desde el momento en que el suelo de nuestra nación eche de sí un árbol tan hermoso como éste cuya semilla va a caer en tierra? No, diga usted que no. Veo para dentro de un plazo no muy largo... (Con inspiración.) veo, sí, como le estoy viendo a usted, la emancipación de la Iglesia española, la ruptura con esa Roma caduca, y el establecimiento del papado español.

Don Juan, como si le apuntaran con un revólver, dio un brinco hacia atrás, y se puso a cuatro varas de distancia.

—Don Ángel de todos los demonios... ¿qué es eso? ¡Hasta ahí podían llegar las bromas! No puede desprenderse de su levadura turbulenta y sediciosa...Vade retro. Si lo que ha dicho no es chanza, olvídese del santo de mi nombre. Allá se entienda con su dominismo y sus locuras. Yo no puedo, no puedo seguirle por esos caminos vitandos, y recojo velas, y me desligo de todo compromiso de padrinazgo... Entiéndase solo, y llévele esas monsergas cismáticas al señor Cardenal; verá qué órdenes le da, ¡canario!

—Amigo D. Juan, no hay que tomarlo por la tremenda. Ist

. Yo creí que usted no se asustaba de una apreciación histórica, de una profecía, pues todos somos algo profetas. Mi cisma es puramente especulativo. Sosiéguese y apadríneme sin ningún recelo, que no le daré ningún disgusto, ni antes ni después de las órdenes. Aprecie con un criterio elevado lo que le he dicho, y...

—Hombre, cada uno tiene su alma en su almario... No es que le falten a uno ideas sobre todas las cosas pretéritas y futuras. Yo no me asusto de nada que sea especulativo, y tengo manga ancha para las profecías. Pero quiero vivir en paz con la Iglesia, de la que soy hijo sumiso; vivo feliz en mi subordinación, y no gusto de buscarle tres pies al gato.

—Lo que dije fue apreciación pura de historiador o de filósofo, olvidándome del clérigo que apunta en mí. No, no renuncie a ser mi padrino, ni a instruirme en lo que aún ignoro. Pues qué, ¿nos hemos de arrancar la inteligencia?

—Hombre, no... pero... (Contemporizando.) Esas cosas son muy graves... y cuando se piensan, no se deben decir.

—En público no; pero entre amigos, entre hombres estudiosos...

—En ningún caso. (Parándose.) Déjese de profetizar nada contrario a la jerarquía inmutable y universal de la cabeza de la Iglesia. El tiempo traerá lo que quiera. ¿A qué nos metemos nosotros en eso? Si la historia pasada nos marea, la historia futura ¿qué hará si no volvernos locos? Dejemos al tiempo su oficio; vivamos en paz con lo vigente, que es nuestra segunda atmósfera, y no pretendamos quitarle a Dios su función sublime, que es alterar las cosas y ponerlas patas arriba, cuando le da la santa gana de hacerlo. Él es el gran reformador, el gran revolucionario: nosotros, pobres bichos imperceptibles, no debemos hacer más que vivir en la gota de agua donde nos pone, y ver y callar, alabándole siempre, y mirando con cuánta gracia y soltura lleva los siglos por delante hasta su consumación.

Nada contestó Guerra a estas sesudas palabras. Detuviéronse a la puerta de la casa del arquitecto, y se despidieron apretándose cariñosamente las manos, y deseándose una buena noche, pues ya se había puesto el sol, las calles se anegaban en sombra, y transpuntaba en el cielo la luna nueva como una hoz de plata.

—Eso; vea pronto al arquitecto —le dijo Casado—, y que le modifique las trazas. Los hombres lejos, lejos... No la encharquemos... Y váyase luego a Guadalupe, y descanse y procure dormir, que bien lo necesita.

Capítulo V. A Bargas

I

De la calle de la Misericordia poco tardó Casado en llegar a la suya, y por el camino iba pensando acerca de su amigo cosas que no es bien se queden inéditas. «¡Qué barullo en aquella cabeza, Santa Bárbara bendita! Las intenciones buenas, el corazón generoso; pero no puede contener el temperamento que se le dispara... Quiere ser asceta, y sin pensarlo, cátate revolucionario. ¡Pobre D. Ángel, en qué parará!... Por un lado creo salvadora la influencia de la hermanita, y por otro le tengo más miedo que a un arma cargada a pelo. No sé qué pensar de este caso extrañísimo; no sé si alegrarme de que el hombre se ordene, o echarme a temblar. Mi razón y mi experiencia no me dan la clave de esta naturaleza en que facultades y sentimientos tan diversos se confunden y entrelazan, y por más vueltas que le doy al acertijo, no lo puedo descifrar».

Con estas cavilaciones entró en su casa, y habría continuado revolviéndolas en su caletre, si no diera de narices un encontronazo tremendo con doña Catalina de Alencastre que esperándole estaba, y ya tenía medio trastornada a Felisita.

—¡Pero D. Juan —exclamó la noble señora corriendo a él con los brazos abiertos—, que ha estado en un tris que nos vayamos a la Sagra sin verle! Hoy, cuando me dijeron «está en Toledo», cogí la mantilla, y me vine como un cohete por esas calles.

—Yo también... no quepo en mi pellejo de puro gozoso, viendo a mi señora doña Catalina tan campante, y con cara de Pascuas.

—¡Ay, no, D. Juan! Por un lado contenta estoy, pues lo de Dulce parece cosa hecha. Pero por otro, ¡ay, mis hijos, mis pobres hijos! Nadie sabe a dónde han ido a parar. Paréceme que se han muerto los pobrecitos, y no puedo arrancar de mí la pena que me causa el no saber en qué rincón del mundo se han metido. Ellos se merecen lo que les pasa, por que otros más destornillados no creo que existan; pero soy madre, y no puedo menos de... (Lloriqueando.) En fin, sea lo que Dios quiera... Por el lado de mi hija (Echándose a reír.) todas son bienandanzas... Ya Casiano se arrancó, y me alegro, porque estaba la niña, como San Alejo al pie de la escalera, sin saber si bajaba al Cielo o subía al Infierno, digo... lo contrario... ¡Cómo tengo la cabeza! Pues sí, Casiano es nuestro, amigo D. Juan. La Virgen del Sagrario se ha portado como quien es, y yo le estoy muy agradecida.

Al oír esto, la viuda por poco pierde el conocimiento; pero se dominó. La pirosis le abrasaba las entrañas. No tuvo más remedio que hacer el dúo a su hermano, expresando las mismas congratulaciones con menos sinceridad.

—Felicito a la familia y felicito a Casiano —dijo el clérigo—, y me felicito yo, porque así no habrá más consultas.

—Gracias, gracias, D. Juan santísimo y reverendísimo —chilló doña Catalina soltando una risa epiléptica, que alborotó más los nervios de la viuda, poniéndolos vibrantes como cuerdas de violín heridas por el arco.

—Pero no ha llegado todavía el momento de dejar libre y horro a nuestro grande amigo y consejero —agregó la rica—hembra—, y he venido a suplicarle que se pase por allá y eche unos exorcismos a la niña, porque desde anoche se me ha puesto muy triste... ya ve usted, cuando debía bailar de gusto..., sí señor; y habiéndola reprendido por su tristeza, díjome que, sin despreciar a Casiano, más que dar el sí a un hombre, le gustaría dárselo al Ser Supremo, metiéndose monja. ¿Ha visto usted qué patochada? De algunos días a esta parte, la niña se me ha vuelto tan babosa con la religión, que toda la mañana se la lleva en las iglesias, besuqueando reliquias y diciéndoles secreticos a las imágenes. Francamente, esto me da mala espina.

Felisita sentía que se le atravesaban en el esófago lo menos diez o doce cuchillos muy afilados, y que la saliva que tragaba se le volvía pintura verde de persianas.

—Pues eso no está mal —dijo el socarrón de Casado—. Buena preparación para el matrimonio es la vida mística. En suma, ¿qué quiere usted de mí? ¿Que vaya y la...?

—Eso es: que vaya usted y la coja por su cuenta, y le eche un par de párrafos de esos que usted sabe. Yo creo que no cerdea; pero, vamos... podría... La imaginación es una gran lunática, y a lo mejor sale por lo s registros más absurdos. Yo que para agarrar la ocasión por los cabellos me pinto sola, he resuelto que nos vayamos mañana a Bargas, donde se celebrará la boda lo más a prisita posible. ¿No le parece bien esta determinación? (Con nerviosa risotada.) El llanto sobre el difunto, y quitamos a la niña de esta atmósfera de santurronería, y de otras atmósferas que aquí hay, no sea que sus nervios nos hagan alguna trastada.

—Admirable partido. A Bargas con el negocio —dijo Casado—, y que el cura de allá les eche las bendiciones en cuanto lleguen. Estas cosas, doña Catalina, cuanto más a paso de carga, mejor.

—Bendita sea su boca, D. Juan. Pues nos vamos mi hija y yo solas, con el novio... Ya sabrá que a Simón le trasladaron a Albacete.

—No lo sabía... Por muchos años.

—Yo me alegro, porque la sombra de mi marido no me gusta para estas cosas. Él es bueno, sí, y más honrado que los ángeles. Pero como no viene de cepa ilustre, a lo mejor le mete a usted la pata, y... No, no; que se vaya a la Mancha, y redondee su capitalito. Lo que siento ¡ay! es marcharme sin saber qué es de mis hijos, en dónde benditos de Dios se han metido. (Moqueando.) Todo no puede ser felicidad, y por buenos y nobles que seamos, no merecemos que Dios nos haga nuestro santísimo gusto en todo. ¿A dónde iríamos a parar?...

—Claro; ¡a dónde iríamos a parar, si nuestros deseos se cumplieran sin tasa! La felicidad se nos indigestaría y reventaríamos de dichosos. Más vale así. Doña Catalina, bienandanzas por un lado, sufrimientos por otro, hoy se llora y mañana se ríe, y así se va uno defendiendo en esta vida mortal, que no es más que un engaño, una ilusión, un sueño, comúnmente de los más tontos. Conque...

—Nada, D. Juan, (Levantándose.) que le estamos muy agradecidas, y espero que no me faltará mañana. Salimos a la una.

Felisita, al despedirla, de buena gana le habría clavado las uñas en el rostro; pero la cortesía pudo más que su saña nerviosa, y recíprocamente se rociaron la cara con mil lisonjas y floreos de urbanidad.

Puntual y atento, D. Juan se personó al siguiente día en la casa babélica a punto que las dos señoras ponían su ropa en los baúles. D. Simón le secuestró el primero, acorralándole detrás de una mesa, para decirle que se alegraba de cambiar de provincia, por el oprobio que sus hijos le habían arrojado a la cara en Toledo y Madrid. Felizmente, ninguna de las indecentadas de Arístides y Fausto le alcanzaban a él. El Ministro, satisfechísimo de su gestión, quería llevarle a la Secretaría.

A Dulce la encontró D. Juan melancólica, pero firme en las líneas que su destino le marcaba. No vacilaría, no, pues la generosidad de Casiano era como uno de esos tablones flotantes a los cuales hay que asirse irremisiblemente en caso de naufragio. Cierto que su espíritu, en los últimos días, había sentido querencias hondas hacia lo espiritual y religioso; pero el sentimiento de la realidad a todo se impuso. A pesar de haber rezado tanto y pedido infinitas veces perdón a Dios y a la Virgen por la mala conducta de antaño, aún no las tenía todas consigo, y su conciencia no acababa de serenarse, por aquello de encajar al bargueño moneda falsa en vez de la de ley que él se merecía.

Sobre esto la tranquilizó D. Juan en el ratito que hablaron a solas, diciéndole que nada de lo concerniente al pasado borrascoso ignoraba Casiano, y que pues él así la quería, no resultase ella más papista que el Papa. Grandes elogios hizo Dulce de su futuro, poniéndole en los cuernos de la luna, asegurando que, sin sentir por él ese entusiasmo que es la flor fina del querer, le estimaba y le respetaba y... vamos, le quería honradamente como a su amparo y sostén en esta vida mortal. ¡Y qué noblote, qué sencillo, qué buenazo! Todo cuanto ella le decía, era para él como los santos Evangelios. Su generosidad no tenía límites: después de llenarles la casa de pollos y gallinas, de quesitos y chorizos, de jamones y conejos, últimamente le llevó un regalo tan magnífico como delicado, que estuvo anunciando algunos días sin precisar lo que era, manteniendo así en gran tensión la curiosidad de las Babeles. Era un soberbio vestido de bargueña, de lo más fino, con todos sus arrequives y faralaes, el cual agradó mucho a Dulce, que lo halló pintiparado para su cuerpo y talle, como si le hubiera tomado medidas la más hábil modista, y doña Catalina, del entusiasmo que le entró, estuvo si se dispara o no se dispara con aquello de los Reyes.

En resumen, Dulce esperaba felicidades en su matrimonio. Luego preguntó a D. Juan si no iría alguna vez a Bargas, porque era muy sensible que no se volviesen a ver. Replicó el clérigo que aunque las más de sus propiedades radicaban en país sagreño, algo tenía también en la patria de su amigo, así como éste poseía intereses en tierra de Cabañas. De modo que se comunicarían frecuentemente.

—Don Juan —dijo doña Catalina metiendo su cucharada—, allá nos veremos, y hemos de brincar juntos por aquellos campos de Dios. Paréceme mentira que pronto sentaremos nuestros reales en mi bendita patria: Yo le juro a usted que de esta hecha me vuelvo pastora, cojo un cayado y me lanzo en trenza y en cabello por aquellas dehesas, llevando por delante mis ganados.

—Todos seremos pastores —agregó Casado con cierta emoción—. ¡Viva el campo, viva la paz de la aldea, viva la agricultura! Nos haremos todos rústicos, y rústicamente viviremos en la mejor de las Arcadias, con bienes comunes, y comunes goces y penas. No, penas no, porque en aquella región de sosiego no las habrá.

—Don Juan —indicó Dulce algo conmovida—. Que todo eso que ha dicho no se quede en jarabe de pico. Seremos todos rústicos, todos pastorcitos, y formaremos una sola familia...

—Eso es, y ¡viva la tierra generosa, madre de todo bien!

—¡Vivaa!

—Don Juan —chilló doña Catalina, llevándose a los ojos la punta del pañuelo—, no me podré acostumbrar a dejar de ver su cara preciosa.

—Señora —replicó el clérigo—, no me adule usted tanto que me voy a trastornar.

—No, no me vuelvo atrás; «su cara preciosa» he dicho y lo sostengo. Esa fama de hombre feo que le han dado a usted es una injusticia, y yo me pronuncio contra ella.

—Eso mismo digo yo cuando me miro al espejo. Injusticia. No lo entienden.

—Bueno, convengamos en que es feo; pero con una fealdad bonita.

—O bonitura fea: lo mismo da. Bien dicen que el que no se consuela... Yo, sin embargo, no necesito consolarme, porque voy muy a gusto por el mundo con mi mascaroncito de picaporte.

—Pero es usted muy salado, D. Juan —dijo Dulce con toda su alma—; pero muy salado. Llegó el momento de partir, y Casado las acompañó hasta la posada de donde salía el coche, llevándoles el cesto de la merienda, porque ellas y D. Simón no tenían ya manos para más líos, paquetes y sacos. Casiano las esperaba; subieron al estrecho vehículo, y éste no tardó en partir por el Miradero abajo. Dulce por una portezuela y doña Catalina por otra saludaban con sus pañuelos al presbítero, el cual sentía y disimulaba una penita inexplicable, y al propio tiempo un contento... inexplicable también.

Capítulo VI. Final

I

Confuso y trastornado salió D. Pito de Guadalupe una mañanita, trazando eses con su planta insegura, y encaminose al monte como alma que llevan los demonios. Y no era la desgracia de sus amores el único motivo de aquel singularísimo estado cerebral, sino otras cosas inauditas que le pasaban, fenómenos subjetivos, desórdenes del sistema nervioso y del órgano de la vista. «Razón tienen —pensaba—, los que dicen que el abuso del empinar ataca las potencias intelectuales, y hace un lío de toda esta mecánica que tenemos en la sesera. ¿Qué es lo que me pasa, Señor de los Ejércitos de mar y tierra, Virgen del Carmen saladísima, que desde anoche acá no hago más que ver visiones? ¿Será que me voy a morir? En mis mayores borrascas de ginebra o ron, siempre conservé claro el sentido; jamás vi lo blanco negro, ni me salieron fantasmas».

El caso fue que la noche antes, habiendo entrado en la cocina con una regular estiva de alcohol en su estómago, vio a dos hombres que le parecieron sus sobrinos Arístides y Fausto. El primero no era exactamente el mismo, sino una falsificación imperfecta, pues no tenía barba, y vestía de un modo muy estrambótico: el segundo sí que era pintiparado, con su patita coja y su cara de granuja. Quedose atónito al verles, y se echó en un banco donde solía descabezar las monas antes de acostarse a dormirlas. Entreabriendo los ojos, atisbaba a los dos sujetos, que tuvo por almas del otro mundo evocadas al calor de su propia substancia alcohólica. ¡Cosa más rara! Ellos le miraban también, tumbados sobre esteras en el rincón de enfrente, y se reían los muy... D. Pito sentía, comezón de hablarles para desvanecer su engaño; pero se le había puesto la lengua como un corcho, y no podía moverla. Dormido, decía: «No son, no son; y todo es obra de ese infernal Patillucas, que me tiene tirria... no sé por qué».

A la mañana siguiente, vio a Fausto dormido, junto a su camastro pajero... Tenía la cabeza más despejada, y pudo apreciar mejor los objetos reales. Era él, Fausto... ¿Cómo dudarlo, si viendo le estaba? Para cerciorarse, le tocó, y era materia, cuerpo, ropa, no espectro ni vana ilusión de la retina. ¡Yemas! ¡Cuernos sacros del tío Carando pastelero! No podía ser, no podía ser. ¡Fausto allí! Y Arístides, ¿dónde estaba? ¿Serían ellos realmente? ¡Los Babeles en Guadalupe, y con trazas de fugitivos cimarrones...!

Salió, pues, de estampía tirando de las hebras chamuscadas del bacalao que le dio Jusepa, (Con quien no cambiaba ya ni el saludo para demostrarle toda la dignidad de su enojo.) y refrescada su cabeza por el aire matutino, decía: «No puede ser... Desde anoche me atormentan estas visualidades. Yo tengo algo en los ojos y en el caletre. Esta mecánica no va bien. ¿Cómo es posible que el amo admita...? No, no: todo ello es flaqueza de mi cerebro. Beberemos agua fresca, y metiéndome en el aljibe las cataratas del Niágara, quizás vea las cosas al derecho». Después, pensándolo mejor, se acogió al principio de similia similibus; se fue a Turleque, donde tenía en reserva una botella de coñac, y no paró de hacerle carantoñas hasta el medio día. Por la tarde hallábase tumbado debajo de una encina en la Degollada, viendo en el caleidoscopio de su mente el Banco de Terranova con los flotantes témpanos de hielo, después la majestad espaciosa, del Golfo en calma chicha, y por fin el Canal de la Mancha, con cielo calimoso y marejada, el faro de Wulf Rock demorando por la amura de estribor.

Próxima ya la noche, se levantó con el cuello tan dolorido que no podía moverlo, y anduvo un trecho a gatas. Buscando la vertical estuvo largo rato, hasta que pudo tenerse en pie y medio, y tomó el camino de Guadalupe cantando entre dientes una canción gaditana, de la cual una sílaba se tragaba y otra escupía. Sentado después en una piedra junto a espeso zarzal, se pasó más de media hora meditando en su suerte mísera. La cabeza se le despejó. Ya cogía el garrote para levantarse y partir, cuando oyó la voz de Jusepa por el lado de la Degollada. Instintivamente se deslizó de la peña, escabulléndose al amparo de un matojo que le cubría el cuerpo. La voz sonaba más cerca, alternando con otra voz, de hombre. Deslizose D. Pito suavemente a cuatro patas, aproximándose a la vereda por donde la moza y su acompañante habían de pasar. Apenas respiraba, y su cuerpo y su alma no eran más que curiosidad... Pasaron, charlando. Claramente les vio a la luz crepuscular, y el zorro, que por la parte del acechante caminaba, fue mejor visto que la loba.

El viento esparció las cláusulas de aquella conversación idílica. Algunas sílabas sueltas quedaron vibrando en las orejas del capitán. No había oído más que: no... si f... tal vez... pronunciado por la voz masculina, y unos como gruñidos de Jusepa. Largo rato estuvo el acechante sin poderse mover... lelo, idiota, incapaz de pensar, como si se le remontara a la cabeza todo el aguardiente que había bebido en su vida. Incorporado y con las manos libres, se persignó dos o tres veces, diciendo: «O yo me he muerto y estoy penando en el séptimo Purgatorio, o todo es figuración y linterna mágica de mis propias facultades de ver. O el Diablo se divierte conmigo, zarandeándome como una pelota, o el chaval ese que va con Jusepa es mi hijo Policarpo. Vi sus andares, que no fallan; vi su cara, oí su metal de voz... ¿Pero cómo demonios...? ¿de dónde...? No puede ser. Visiones tenemos, y sigue en mi jícara este turbión de fantasmas que me trastorna. Pito, serénate, no hagas caso de quimeras. Tan Policarpo es ese como yo el Papa... Pero esa yegua montuna, tarascona, ¿qué líos trae por aquí? ¡Tanto despreciar mi simpática personalidad para embarbetarse luego con el primer mequetrefe que asoma!» Al llegar aquí sus pensamientos, entrole tal furor que se puso en pie de un salto, y blandiendo el garrote, echó a correr... «¡Ah! ya caigo; ya entiendo ¡Carando! lo que esto significa. (Parándose meditabundo.) El Diablo... sí, no puede ser otra cosa... ese grandísimo perro, cabrón, sucio, indecente, me ha jugado la gran partida serrana. Aceptó lo que le dije de volverme joven; y ¿qué ha hecho el muy puerco? Pues rejuvenecerme, no en mi propio ser y substancia, sino inventando un ser que es mi hijo, o como si dijéramos, yo mismo en edad tierna. Eso no vale, eso no es lo tratado, ¡canalla! ¡Me caso con tus cuernos infernales! (Pateando, dando puñetazos en el aire y retorciéndose como un condenado.) ¡Pillo, gitano tramposo, maldita sea tu madre y la leche que mamastes! Suelta mi alma, suéltala, o te arranco los ojos, ¡yemas furibundas del tío Carando y de la geodesia de las mismísimas bolas del zancarrón de Mahoma!» Vomitando estos y otros disparates siguió con desordenada marcha, retrocediendo a lo mejor, haciendo molinete con el garrote, y apaleando las encinas. De pronto se paraba, y en tono zumbón seguía sus retahílas: «Pero si a la vista está que el Lucifer ese es bobo y no sabe lo que se pesca. ¡Buen pastel ha hecho! Yo le podría refregar los hocicos diciéndole una cosa que no sabemos más que Dios y yo. Poli no es mi hijo: me lo pasó de contrabando la bribona aquella, y yo hice lo que los de la Aduana cuando les untan. ¡Triste de mí!... Véase lo que trae la debilidad de carácter, y el ser uno bueno y no gustar de camorras en la familia. Dejé pasar al chico... por aquello de que el pobrete no tenía culpa, y ahora... (Pateando otra vez.) ¡vaya un pago que me dan, por culpa de los celestiales infiernos y por la pastelera vejiga del barbudo Satanás marrano, mil veces hijo de todas las serpientes y escorpiones del Paraíso acuático y terrestre...!

Dirigióse a Turleque, diciendo: «Mi hijo es Naturaleza, y nadie más que Naturaleza, aquel cacho de ángel, bueno y leal...» Ya Virones y los demás huéspedes habían cenado, y aunque la cigarralera, más benigna que Jusepa con los rezagados, le ofreció potaje caliente, él no quiso tomarlo, ni tampoco irse a Guadalupe en busca de mejor cena, pues había cogido aborrecimiento a su primitiva morada desde que en ella se le aparecieron los fantasmas babélicos. Quedose allí, entre apóstoles, y Virones, tirando de un pitillo, le dio conversación sin sacar de él substancia alguna. A las insinuaciones de D. Eleuterio contestaba el pobre mareante: «No le dé usted vueltas, padre, no tengo más hijo de verdad que Naturaleza, ese borrego de Dios... Yo le engendré... yo... ¿No lo cree? pues no lo crea. No es Naturaleza hijo del pecado, sino de la virtud. El Señor le bendiga y le aumente sus días...»

II

Al siguiente extrañó Guerra no ver a don Pito por ninguna parte. Dijéronle que había dormido en Turleque, y recelando que engolfado en su feo vicio se hallaba, corriendo un temporal duro, fue allá con ánimo de exhortarle, no a la templanza, cosa imposible, sino a emborracharse decorosamente, pues eran ejemplo muy feo en Turleque aquellas turcas hondas, monumentales, empalmando el día con la noche. D. Eleuterio le dio noticias del infeliz capitán, que vagaba por las espesuras hecho una lástima, a ratos como lelo, a ratos dando brincos, y sin acertar a decir más que una sola frase, esto es, que él era el padre de la Naturaleza.

Por la tarde se fue el señor a Toledo, y al volver, ya de noche, vio a Fausto paseándose por los alrededores de Guadalupe. No se hablaron. En el aposento de arriba, despacho o saleta de estudio comunicada con la alcoba, hallábase Arístides, que no salía, temeroso de que le viesen, y al entrar Guerra le dijo: «Me avergüenza el estar inactivo entre tanta actividad, querido Ángel, y no poder serte útil en algo. ¿No podrías encargarme algún trabajo de gabinete?... pues ya sabes que yo no sirvo para cargar piedras.

—Ya veremos —le contestó Ángel—. Aún no has descansado. Tienes mala cara. Tú no estás bien.

—¿Qué he de estar bien? He pasado el día dormitando en este sofá, a veces tiritando de frío, a veces ardiendo en calor y sudando copiosamente. Creo que me he traído de aquel húmedo muladar de las Tenerías un germen de calentura maligna.

—¿Quieres que llamemos un médico?

—No... Quizás no sea nada. Más bien moral que física es tal vez mi enfermedad, y efecto de la tristeza que me agobia. Tanta humillación, y el no ver delante de mí más que miseria, deshonra y artes diabólicas para poder vivir, me abaten el ánimo y me hacen aborrecer la vida. Porque fíjate bien: ¿para qué estoy yo en el mundo? ¿Para qué vivo? ¿No valdría más para mí y para los demás que me llevara Dios?

—Fuera pensamientos tristes. Jusepa, luz. Entró la moza con un quinqué de petróleo, y entonces pudo Ángel observar las mustias facciones de su enemigo amigo, que postrado en el sofá clavaba en la verde pantalla los ojos soñolientos y enrojecidos. «Veamos ese pulso —díjole Guerra sentándose a su lado—. Pues mira, me parece que tienes fiebre, y un poquito alta.

—No diré que no. Siento ahora mucho calor. Los párpados se me cierran como con puertas de plomo, y no respiro con facilidad.

—Duerme bien esta noche, y mañana... si no estás bien, haré venir a D. Acisclo. No temas; es de toda mi confianza.

—Bien; pero esta noche no consiento en ocupar tu cama. Tamaña generosidad me abruma. No me avergüences más de lo que ya lo estoy. No me pongas ante los ojos de una manera tan patente lo pequeño y miserable que soy junto a ti.

—Esta noche dormirás también en mi cama —replicó el señor de Guadalupe en tono imperioso, que no permitía réplica—. Lo mando yo. Si me respetas, como dices, principia por no disgustarme.

—Pero si dermo perfectamente aquí. Conque me des una manta...

—Que no. Basta. Ahora cenaremos. Que Jusepa nos traiga la cena aquí; (Despejando la mesa de planos, libros y papeles.) y que suba Fausto a cenar con nosotros.

Hízose todo como él mandaba, y puso la villana los manteles; mas el segundo Babel se resistió a subir, porque le daba vergüenza, según Jusepa dijo. Fue preciso que el mismo caballero cristiano bajara y lo trajera casi por una oreja, para vencer su cortedad auténtica o fingida. Menos flexible que su hermano, Fausto no encontraba en su menguado repertorio ninguna fórmula de gratitud. La blusa de albañil le caía muy bien, y no se clareaba en él el disfraz como en el refinado barón de Lancaster, que mientras más se empeñaba en no ser caballero más lo parecía. Cohibido y balbuciente, el cojo no acertó a decir a su favorecedor las frases de ordenanza. Pero su turbación no le quitaba el apetito, y devoraba como si aquella fuese la primera vez que comía después de tres meses. Ángel, que cenaba muy poco, les sirvió a los dos sopa, un riquísimo cabrito en cazuela, y vino en abundancia. Arístides, desganado, no hacía más que picar, bebiendo medianamente.

—Anda, anda —dijo a su hermano—, que ahora no puedes quejarte. Bien te llenan el buche. Ya ves que bueno es este hombre, y qué lección nos da de olvidar los agravios.

—Verdad que sí —replicó el cojo—. Dichosos los ricos, que pueden ser buenos, y hasta santos siempre que les dé la gana! El pobre es esclavo de la maldad, y cuando quiere sacudirse la cadena, no puede.

—¿Qué barbaridades estás rezongando ahí? —le dijo Guerra—. Quisiera yo cogerte por mi cuenta para enseñarte a no mirar la pobreza como una maldición de Dios.

—Pues cógeme, ¡caracoles! ¿qué más quiero yo? Pues si yo tuviera un protector, ¡puñales! sería como los querubines... ¿Pero a mí quién me protege? Un rayo. Cuando uno se pone de uñas con la ley, ya es cosa perdida, y hasta las buenas intenciones se le vuelven crímenes, sin pensarlo tan siquiera.

—¡Bonita teoría! —observó Guerra bromeando—. Ahora, más que exponer tu sistema moral te hace falta descanso. Vete abajo, y que Jusepa te acomode donde solía dormir D. Pito, que según creo se ha instalado en Turleque. Duerme todo lo que puedas, y no temas nada.

Pareció Fausto muy agradecido de que se le despidiera, porque se hallaba violentísimo en presencia de su favorecedor, y no fue menester que se lo mandaran dos veces para tomar el portante, dando secamente las buenas noches. Cogió su grasienta gorra de albañil que había dejado sobre una silla, y se fue. No bien se quedaron solos Arístides y Guerra, éste ordenó al otro que se acostara. Nuevos escrúpulos y resistencias delicadas del barón, que al fin, por no marear con etiquetas y cumplimientos, obedeció, echándose vestido y arropándose con una manta. Al acostarse tiritaba, dando diente con diente; al poco rato la reacción febril le hacía sudar; su frente y manos eran de fuego. «Tengo calentura —dijo a Guerra, que le tomaba el pulso—; pero de ésta no caigo. Mañana estaré bien. El caso es que no siento necesidad de reposo, sino de lo contrario, de actividad, de movimiento. Me levantaría sin cuidado ninguno, y me iría de paseo por esos campos.

—No, no, quietud es lo que te conviene.

—¿Crees tú que esto que me pasa no es para impresionar al más indiferente? ¡Verme acogido por ti con tanta generosidad! ¡Presenciar este prodigio de misericordia humana, que es como si la divina se transplantara a la tierra! Bienaventurado Ángel, ¡ojalá pueda yo darte pronto alguna prueba evidente de gratitud!

—No la necesito. Pero si me la das, mejor para ti.

—No ceso de pensar en tu conducta. (Arropándose y volviendo a tiritar.) Estas casas que has fundado, las que fundarás de nueva planta, según dicen, tengo para mí que han de influir grandemente en la sociedad futura. Yo veo aquí algo que se sale de la pauta normal. El cristianismo tuyo paréceme a mí como un restablecimiento de la pura doctrina evangélica.

—Así es —afirmó Guerra pasmado de aquella interpretación que no esperaba de semejante boca.

—Favorecer al enemigo, perdonar todas las ofensas, tratar al criminal como a un hermano, son lecciones que la pobre humanidad iba olvidando y que tú refrescas en su memoria, ¡y de qué modo! con el más elocuente de los ejemplos.

—Yo cumplo el principio. Lo demás vendrá por sus pasos contados —manifestó fríamente el hidalgo de Guadalupe, queriendo ser modesto sin dejar de enaltecer su idea.

—Dime una cosa. (Hecho un lío en la manta, fijando en su favorecedor una mirada profunda.) ¿Es cierto que perdonas todas las ofensas?

—Cierto es.

—¿Todas, todas absolutamente? Dime otra cosa: ¿quién te inspiró esa idea de enderezar el cristianismo, que anda, bien lo sabe Dios, un poco torcido? ¿La aprendiste tú solo?

—Estás hecho un Padre Ripalda. ¿Quieres examinarme? (Sentándose junto al lecho.) ¿A qué ese flujo de preguntas?

—Es que despiertas mi curiosidad en grado sumo, y creo que acabarás por trastornarme. Tus ideas son seductoras y hacen prosélitos sin intentarlo.

—Mis ideas no son nuevas; interpreto y aplico la doctrina de Cristo, que hasta ahora es letra muerta en multitud de casos. Todo se reduce a muy poco, y explicación cabría, como vulgarmente se dice, en un librillo de papel de fumar. Anular la propia personalidad y no ver más que la del prójimo; no matar, no castigar, no defenderse; no alegar ningún derecho; hacer el bien a los demás y guardar el mal para sí; sucumbir siempre ante la ingratitud y la violencia. ¡Ya ves cuán sencillo! Tal sistema de conducta ha de producir, implantado bruscamente, algunas víctimas; pero la idea irá fructificando, y tras las víctimas vendrán los triunfadores. La perversidad concluirá por rendirse.

—¡Ay, da vértigo escucharte! Le llevas a uno con tu pensamiento a una altura desvanecedora, desde la cual todo se ve chico... ¿Crees tú que la perversidad se rendirá al fin? A fuerza de inmolar víctimas, tal vez. Ya, ya voy comprendiendo. La humildad suprema concluirá por traer el supremo poder.

—Vaya, basta. Temo excitarte. No te calientes la cabeza. A dormir se ha dicho.

—No tengo sueño (Acalorado, saliendo de entre la manta como una momia desvendada.) Dime otra cosa. He oído, y lo repito ante ti con todo miramiento, que esas ideas te las sugirió la hermanita del Socorro... esa a quien le tiemblan las pupilas. Me lo dijo no recuerdo quién. A mi hermana no hay quien le quite de la cabeza que entre ella y tú no ha sido todo misticismo... Habladurías de mujeres.

—No digas disparates. (Excitado.) Me estás ofendiendo, Arístides, ofendiéndome gravemente.

—Y tú me estás perdonando antes de recibirla ofensa. Yo te digo lo que oí; pero no pienso de ti nada malo. (Liándose otra vez en la manta.) Entiendo que esa transformación que ha de venir empezará por lo eclesiástico, y que la estupidez del celibato ha de pasar pronto a la historia. ¿Por qué no afrontas la reforma, rompiendo con la Iglesia, y casándote públicamente, según tu propio rito, con tu inspiradora, con la que es ya tu mística dama?

—Cállate la boca —dijo el fundador separándose de él y volviendo al instante—. No blasfemes, no me injuries...

—¡Bah! no me haces tú creer que te parece injuria lo que acabo de decirte. ¿Es que no me crees digno de confiarme tus pensamientos? Mira, (Incorporándose en el lecho, con temblor de enanos y castañeteo de dientes.) no disimules conmigo: yo también sé adivinar; yo sé que te tendrías por dichoso si pudieras anticiparte a la supresión del celibato, celebrando un lindo matrimonio con tu monja tierna. Basta de comedias conmigo. Lo que te detiene es la dificultad material para hacer efectivo tu deseo. ¡Inocente, pusilánime! ¿De qué te sirve tanta divina ciencia? No tienes más que disponer que vuelva la hermana a casa de Zacarías Navarro, y allí celebras tus bodas...

Ángel dio una vuelta sobre si cual si recibiera un golpe en la región encefálica, y fue a dar sobre la cama de Arístides. Rebotó de ella como una pelota, diciendo: «No seas animal, no pagues, mis beneficios con ideas infames.

—¿Pero qué?... (Echándose otra vez.) ¿Crees tú que ella no lo desea más que tú? Con tanta luz en la cabeza, desconoces la eterna condición femenina. Te adora como a su amigo espiritual, sueña contigo noche y día; pero todas esas efervescencias de la imaginación se traducen en el amor humano, en alianza dulcísima de vidas y sensaciones, por ley ineludible de la Naturaleza. Bien lo sabes tú; pero te lo disimulas a ti mismo, te engañas con artificios de inteligencia... Humanízate... En casa de Zacarías... podrás...

Guerra salió disparado hacia la otra habitación, y apoyó sus manos en la mesa, como si le abrumara un dolor muy vivo. Hallábase en situación moral semejante a la de aquella noche en que sintió sobre su pecho las patas del infernal macho. Terror de muerte llenaba su alma, y de la boca se le salían las mismas expresiones angustiosas de la noche de marras: «Huye, maldito, y no tientes al hijo de tu Dios». Arístides completó su pensamiento con expresiones groseras. Ángel, incapaz de reprimirse, corrió a él, le puso las manos en el pecho, le apretó contra el colchón, y rechinando los dientes le dijo: «Cállate o te...»

Arístides exhaló un mugido. «Déjame, bruto —pudo clamar al fin—. ¿No conoces que es broma?»

III

Profundo silencio reinó después de esto en las dos habitaciones. Sin hacer caso del otro, que aletargado parecía, Ángel se paseaba en el gabinete, meditabundo, con mucha idea que revolver y ponderar en su magín; mas no tan recogido en sí que dejara de poner atención en los ruidos extraños que en la parte baja de la casa sentía. Al principio no se fijó; pero vencida su abstracción del cuidado que aquellos rumores le dieron, salió a la puerta del cuarto, y asomándose a la escalera, obscura como boca de lobo, llamó a su criada.

—¿Quién habla ahí, Jusepa? Oigo una voz desconocida.

—Es este hombre, el D. Fausto —dijo la moza subiendo la mitad de los peldaños, hasta una altura en que no había suficiente claridad para que su amo pudiese verla.

—Es que yo siento otra voz de hombre, que no es la del D. Fausto.

La villana, antes de contestar, bajó dos o tres escalones, buscando mayor obscuridad en que envolver su rostro.

—Señor, era un mozo de los de Turleque, que vino con Tirso, y porfiaban que les había de dar de cenar. Ya se fueron.

El amo se retiró de la escalera. No se sentía ruido alguno en la cocina, como no fuese la cháchara sorda de Jusepa imponiendo silencio a uno, que era si duda Fausto, pero cuya voz no se oía. Media hora después, Ángel se sentaba un instante en la mesa, y abría y cerraba el cajón de la derecha. Hojeó despacio un legajo de papeles que sobre el pupitre tenía, y se distrajo de su lectura sintiendo o creyendo sentir cuchicheos en la escalera. Levantose con rapidez, impulsado de un presentimiento, y no había llegado a la puerta cuando esta se abrió sin violencia, suavemente, y apareció Fausto... detrás de él otro hombre.

Con la viveza de juicio que le era propia, y con más serenidad de la que al caso correspondía, Guerra les dijo: «Vamos, era de esperar. Pagáis mis beneficios robándome.

Fausto dio algunos pasos dentro de la habitación, mudo y tétrico. Su acompañante se había quedado en la puerta, en la cual encajaba como en un marco y sobre fondo negro, figura chulesca llenando la página de un periódico taurino. Ángel se acercó a él para ver quién era, pues la pantalla del quinqué arrojaba sobre la mesa casi toda la claridad, y lo demás de la habitación quedaba en penumbra verdosa. «¿Y quién es este tipo que viene contigo? ¡Ah! es Policarpo. ¡Qué caro se vende! Adelante.

—¡Pamplinero! —exclamó Fausto sacudiéndose el temor que le embargaba, y buscando con los ojos a su hermano Arístides, que en aquel momento salía de la alcoba, sin manta, tembloroso de brazos y piernas, más parecido a espectro que a persona viva.

—Eh... ¿ya estáis aquí?... (Turbado y dominándose al instante.) El primero que le toque a un pelo de la ropa, se verá conmigo... Ángel no necesita que se le pidan los favores de esa manera para concederlos.

—¡Pamplinero tú también! —dijo Fausto sacando las uñas de su insolencia habitual.

Ángel se retiró hacia la mesa, y de espaldas a ella se encaró con los tres, ya puestos en línea, y les dijo sin inmutarse:

«Bueno; sepamos pronto lo que queréis de mí».

—Queremos —contestó Poli, adelantandose en actitud fríamente atrevida y desvergonzada—, que nos entregues pronto todo el parné que tengas, porque...

—Porque a ti no te hace falta, que bien rico eres —declaró el cojo, queriendo dar a la intimación un carácter pacífico y casi amistoso—, y nosotros lo necesitamos para escaparnos a Portugal.

—¡Bárbaros! no se piden las cosas con tan malos modos —repitió Arístides adelantándose hasta el amo de la casa, como si quisiera protegerle—. Dejadme a mí, bestias, y Ángel nos atenderá.

Hubo un momento, brevísimo, casi inapreciable, en que Ángel quiso imponerse con una mirada paternal, de conmiseración y reproche juntamente. Pero aquel fugaz propósito pasó como chispa, sin dejar rastro. Con desprecio y amargura les dijo, señalando al cajón derecho de la mesa: «Podéis llevaros lo poco que hay».

Movimiento de Fausto y Poli hacia el mueble. Rápida interposición de Arístides, que con inanotadas y voces teatrales quiso detenerles. «Atrás, atrás... No se procede así con este hombre... Es un santo, es nuestro bienhechor. Pedidle perdón del agravio que os impone la necesidad...»

Alargó los brazos hacia Ángel como si abrazarle quisiera. La actitud del caballero cristiano había sido hasta entonces severamente despreciativa, como la resignación del ser superior insultado por sabandijas. Hizo un esfuerzo de presión terrible sobre sí para sostenerse en el temperamento seráfico del dominio. ¡Qué hermosura, qué majestad ofrecerse indefenso a las injurias y al saqueo de semejante canalla! ¡Qué mérito tan extraordinario dejarse pisotear; no proferir contra ellos ninguna expresión de protesta; no pedir auxilio ni hacer uso de su vigor muscular; proceder, en fin, ante los ultrajes, en perfecta imitación de la conducta del Divino Jesús! Pensándolo estaba Guerra, cuando vio a poca distancia de sí la cara de Arístides, flácida, compungida, macilenta, con expresión de traidora amistad en los ojos febriles, y lo mismo fue ver aquella máscara que sacudírsele interiormente todo el mecanismo nervioso, y explotar la ira con crujido formidable. La manotada fue terrible. Restalló la cara de Arístides como la pelota disparada por la palma ardiente del pelotari, y el hombre, dando un brinco, fue a caer de cabeza contra el sofá, los pies por el aire. En el mismo instante Fausto y Poli se echaron sobre Guerra, que se preparó a parar la embestida. Su coraje le dio tiempo para pensar que si no traían armas fácilmente daría cuenta de los tres. Fausto intentó echarle mano al pescuezo, y el otro se había quitado la faja con intención sin duda de atarle. La lucha fue breve, y las dos manos fortísimas del señor de Turleque se defendían con bravura de las cuatro zarpas babélicas. El cojo cayó patas arriba.

«¡Infames ladrones, rateros viles! —vociferó la boca de Ángel entre espumarajos de rabia—, me como a los tres... y aunque fuerais veinte.

Oyéronse los gemidos roncos de Arístides, que arrastrándose hacia la mesa decía: «No matar... cuidado con matar...»

Si Fausto no valía para nada, Poli era vigoroso. La desgracia de Ángel fue que en las convulsiones de la lucha a brazo, cayó en tierra, y el majo echole encima todo el peso de su cuerpo. Aun esto no fue bastante, y Guerra se le sacudió. Ya le tenía dominado, cuando Fausto le abrazó por el cuello, tirándole hacia atrás, mientras el otro, irguiendose lívido y jadeante, sacó de su cintura, una navaja. Con el chasquido del resorte al abrirse la hoja, se confundió la voz del zorro diciendo: «Te voy a matar; te mato».

—Poli... que no... Poli, sangre no. No seas bestia —gruñó con clueca voz Arístides, revolviendo ya el cajón de la mesa.

Ángel no se aterró ante el acero que el majo le mostraba. Por dicha suya, enredose Fausto los pies en la faja con que había intentado amarrar al señor de Guadalupe, y cayó al suelo. Mientras se recobraba, Guerra se abalanzó al zorro, sujetándole la mano con que empuñaba el arma. En un tris estuvo que se la quitara, porque sus dedos eran como alicates. La intervención, aunque tardía segura, de Fausto dio la ventaja al asesino, y Ángel fue herido en el costado derecho. Al sentir la hoja fría atravesándole las carnes, sus manos destruyeron lo primero que encontraron por delante... Apenas se dio cuenta de que sus dedos estrujaban una cosa blanda. ¿Era un ojo, un labio o una oreja de Fausto? En tal tumulto no era fácil saberlo. Vencido por el arma traicionera, el héroe de Guadalupe cayó, bramando como fiera cazada.

—Estúpidos —gritó Arístides, con un acento que no se puede expresar sino diciendo que gritaba en voz baja—; sangre no... os he dicho que sangre no.

Poli, dejando en el suelo a la víctima que no se defendía ya, se miró las manos. Ni gota de sangre en ellas. Ángel, más aturdido del golpe que en la cabeza recibió al caer, que agobiado por la herida, aunque grave no mortal inmediatamente, volvió pronto sobre sí. Su tremenda voluntad podía más que el desfallecimiento físico, y se incorporó en actitud rabiosa, clamando contra sus infames verdugos. «Os voy a matar... no valéis nada para mí».

—Atarle, atarle —dijo Arístides, que ya se había llenado los bolsillos con todo el numerario en billetes y plata que en el cajón halló—. ¡Pobre Ángel! esto le pasa por terco... No matarle digo, que es un buen hombre. Asegurarle... con muchísimo respeto.

¿Intentaría el león defenderse, aún? Imposible. El hierro en cobarde mano le rindió, y su grande espíritu hubo de ceder a las fuerzas miserables que combinadas habían llegado a resultar superiores. Incapaz de desarrollar energía muscular, pasó por la prueba horrible de verse a los pies de aquella vil gentuza, conservando sus facultades. Le sujetaron los brazos a la espalda con la faja de Poli, le condujeron a la alcoba, y con una cuerda que Fausto había traído liada a la cintura, le amarraron a las patas de hierro de la cama. Con venenoso sarcasmo le dijo Arístides, inclinándose para verle de cerca el rostro: «Si eres santo, ¿por qué no accedistes sin insultos ni provocaciones a lo que estos infelices te pedían? Lo que te pasa por tu culpa es. Yo he querido evitarte un disgusto. Si eres santo, perdónanos, y muérete pidiendo a Dios que nos lleve sanos y salvos a la frontera».

Algo quiso contestarle Guerra, que al ver ante sí los encandilados ojos del barón y su cara mística con destellos infernales, sintió inundada su alma de un furor leonino, como si todo el coraje humano se condensara en ella. No pudo articular palabra; pero revolvió en su boca toda la saliva amarguísima que pudo, y... ¡chas! se la escupió con puntería certera. El salivazo se chafó en mitad de la cara de Arístides.

Tal ultraje habría tenido contestación, dada la impotencia de la víctima para defenderse, si no hubiera ocurrido algo que desconcertó a los tunantes. En la puerta del cuarto apareció Jusepa con cara de terror, la boca como de máscara trágica, erizadas las greñas, los ojos saliéndosele del casco, los dedos tiesos; y en cortadas frases que más bien eran ladridos roncos decía: «Al amo... daño no... al amo no...»

—Esa mujer nos pierde —observó Arístides con la rápida inspiración de un general en jefe. Al instante comprendieron los otros dos el peligro que corrían, pues Jusepa se lanzó otra vez a la escalera. Faltábale aliento para chillar; pero bien se veía que su intención era salir alborotando. Poli corrió tras ella y en el tercer peldaño le echó ambas manos al pescuezo. «Si chillas, te matamos» le dijo Fausto sujetándola por los hombros. Hechos un revoltijo bajaron los tres a la cocina, tristemente alumbrada por el candil que pendía de la campana. La pobre Jusepa, clavando sus aterrados ojuelos perrunos en el guapo madrileño, pudo repetir con un resoplido su angustiada frase: «Al amo daño no».

—A callar —dijo Poli con mugido fiero, atenazando el cuello de la pobre mujer entre sus manos. Jusepa cayó contra la mesa... y sus dedos rígidos se engarzaron inútilmente en la pechera y solapas del que para ella era don Álvaro. La mirada de interrogación suplicante que le echó no pudo ser entendida por aquel bárbaro ciego. A las manos de Poli uniéronse pronto las de Fausto en la garganta y cogote de la loba infeliz, que agarrotada vomitó su propia lengua, y sus ojos se salieron del casco, fijos en su principal verdugo, quien no acertó a ver en aquella mirada última la estupefacción del amor al sentirse inmolado y vendido. No era bastante, y Fausto le echó al cuello una delgada y fuerte cuerda del repuesto que en la cintura traía. Tiraron, y arrastrando el cuerpo de la villana hasta un ángulo de la cocina, dejáronlo allí, seguros de que ya no cantaría.

Arístides, cuyo afeminado temperamento no se avenía con las emociones de escena tan brutal y repugnante, abrió cauteloso la puerta de la cocina, reconociendo el campo para la retirada... Serena era la noche y obscura, pues la luna no había salido aún, y las estrellas apenas brillaban sobre el cielo brumoso. La Naturaleza les favorecía para la fuga, y sin necesidad de concertarse, deslizáronse fuera los malhechores, después de matar la agonizante luz del candil. El instinto les guiaba. La excitación de la pasada tragedia y el sentimiento del peligro que corrían, dieron a los tres ojos de lince y flexibilidades felinas. Junto a los cipreses y dirigidos por Poli, que ya había estudiado el terreno adyacente, saltaron la tapia que les separaba del campo propiamente cigarralesco, y por entre las sombras de los olivos y albaricoqueros fueron en demanda de la cerca exterior de la finca. Al saltarla, sintieron ladrar un perro del lado de Turleque, opuesto a la dirección que llevaban. Apresuráronse por lo que pudiera tronar, y a los pocos minutos sólo Dios sabía por dónde andaban los audaces asaltadores de Guadalupe.

IV

Aquel perro que ladraba en Turleque tuvo en gran inquietud durante más de una hora al anciano cigarralero de la finca; el cual, sin moverse de su cama, no hizo más que manifestar a la cigarralera sus temores de merodeo de legumbres. Librada expresó su asentimiento con atronadores ronquidos. Los apóstoles, Virones, D. Pito y demás huéspedes no interrumpieron en toda la noche su plácido reposo. El primero que descubrió la tragedia de Guadalupe fue un mozo de Turleque, llamado Evaristo, que al levantarse a la alborada, echó de menos la petaca que le había dado el amo. Recordó que la tarde anterior, hallándose en el corral de Guadalupe después de sacar agua del pozo, había obsequiado con un pitillo a Virones, dejando la petaca sobre la piedra del lavadero, con intención de recogerla luego. Fue allá, y al pasar por frente a la puerta de la cocina, notó que no estaba cerrada. Un impulso inexplicable determinó en él la acción de empujarla y mirar para dentro. ¡Santo Cristo de las Aguas! Lo primero que vio, a la incierta claridad del día que apuntaba, fue la cara de Jusepa estampada en la pared, los ojos como huevos, fijos en la puerta, la cabeza dislocada, formando ángulo recto con el tronco yacente. El terror le hizo ver la cara a dos varas del cuerpo.

Pasado el primer espasmo de miedo, el pobre chico apretó a correr hacia Turleque dando voces. Virones salió a su encuentro. Confusión, gritos, tumulto. En cuatro zancajos, D. Eleuterio llegó a Guadalupe; tras él fueron Mateo, el cigarralero y otros, y la espantosa vista de Jusepa les dejó perplejos y aterrados. «¡El amo!» gritó Virones corriendo hacia arriba. Viéronle en el suelo, atado a la cama, pero ya con los brazos libres, pues forcejeando toda la noche había conseguido desligarlos de la faja que por la espalda se los sujetaba. «Estoy vivo» murmuró Guerra al ver entrar el tropel de sus amigos; y ya no dijo más, desvaneciéndose en los brazos amantes que le desligaron y le tendieron en el lecho, casi caliente aún del infame cuerpo de Arístides. La consternación no permitió a los de Turleque determinar nada en los primeros momentos. Unos opinaban que el amo estaba muerto, otros que vivía. Le desnudaron; vieron la terrible herida del costado, y los coágulos de sangre en la ropa. Recobrándose de nuevo, Ángel repitió con voz apenas perceptible: «Estoy vivo».

—¡Vivo! —clamaron a una las voces como vidas de aquellos fieles. Mateo, por sí y ante sí, salió a escape para Toledo en busca de un médico. El cigarralero juzgó más práctico mandar a Evaristo que corría como el viento. Que Mateo avisara a D. Juan Casado, a D. José Suárez... D. Pito fue el último que, llegó, y al ver a Jusepa como acabada de espirar en garrote vil, le temblaron las piernas, y se le paralizó la voz... No acertaba a subir la escalera. Por ella bajó alguien que le dijo «está vivo», y se animó a subir. Al ver a su amigo y protector, rompió a llorar como un chiquillo, y le abrazó la cabeza. «Ya... esos pillos... Me lo temía... Que sepan que no es mi hijo... ese... ¡Virgen del Carmen, Señor, que no se muera el maestro...! Mátame a mí que no sirvo para nada».

Reuniose mucha gente, y al fin se tomaron las determinaciones más elementales... lavar la herida, vendarla, dar alimento al señor. El cadáver de la loba dejáronle como estaba hasta que viniese el juez. En un coche, desempedrando caminos, llegó el médico; poco después en otro, echando chispas, Casado. La curia no fue hasta las doce. Ángel declaró que desconocía en absoluto a los criminales... Tres hombres con máscara... En cuanto a cómo y por qué mataron a Jusepa, nada sabía. D. Pito aseguró conocer a los autores del robo y doble homicidio; pero tan disparatada y contradictoria resultó su deposición, que se le llevaron a la cárcel. Arrastrando la pata inválida y dándose golpes en la cintura para sujetarse los pantalones, partió para Toledo el buen capitán, y decía: «Yo lo descubriré todo... me caso con el arco iris... ¡Mentecato de mí que pensé que eran fantasmas! ¡Tómate fantasmas!... Yo cantaré claro... No me importa ir a la cárcel, ni al patíbulo, con tal que la paguen los que la hicieron».

Después de prestar declaración, Ángel no se dio cuenta de nada, ni siquiera de que le conducían a Toledo en una camilla, y le instalaban en su cama y alcoba de la calle del Locum. Al recobrar sus facultades, la primera persona que vio fue Teresa Pantoja, que lloraba sentada en una silla próxima a la cómoda. Causaron al herido gran extrañeza el Niño Jesús con zapatos de raso, el retrato de Lorenzana y los acericos, cual si no hubiera visto en un siglo aquellos objetos. Inconmensurable distancia ponía su mente entre el pasado y aquel presente triste, desilusión de la vida ante las evidencias de la muerte. Luego vio entrar a D. Acisclo, con Casado y Palomeque, los tres desconcertados, haciendo de tripas corazón y procurando aparentar que se las prometían muy felices. Hiciéronle mil preguntas: si le dolía por aquí, si le dolía por allá; inspeccionole el médico, y no faltaron las expresiones de consuelo propias del caso. Pero el paciente les dijo con serenidad estoica: «Basta de pamemas, señores míos. Ya sé que me muero: me lo dice mi propia máquina, desgobernada ya, y rota. El morir no me asusta. Al contrario, entendiendo voy que es mi única solución posible. La muerte resuelve el problema de mí mismo, embrollado por la vida. Me resigno, y bendigo a Dios que me ha traído a este fin, porque así conviene a la justicia, a la lógica y al descanso de mi alma: Lo que deseo es que no se aparten de mí las personas que me son caras, las predilectas de mi corazón. Es lo único que se va ganando en este juego de la vida: el gusto y la alegría de amar».

Protestó D. Isidro contra la idea de morir, sosteniendo que él había visto casos de heridas más graves terminados con felicísima cura. Explanó teorías muy audaces sobre el diafragma, el peritoneo y el hígado, colocando estas partes donde mejor se le antojaba; y el médico tuvo la caridad de asentir a tantísimo despropósito. Casado no se metió en tales dibujos, y acercándose al herido le dijo en voz queda. «Como esto va largo, aunque no hay peligro de muerte, y necesitamos una asistencia delicada, he dispuesto que venga esta misma tarde la maravilla del Socorro, Sor Lorenza». Harto sabía el sagreño que ésta era la mejor medicina. «Bien, bien, don Juan —díjole su amigo—; sabe Dios que se lo agradezco con toda el alma. Esperaba de usted ese consuelo, porque usted me entiende».

Mal rato pasó aquella tarde, por la imposibilidad de tomar y retener el alimento, que al instante devolvía, y por los agudos dolores que difícilmente cedieron a las inyecciones de morfina. En uno de los descansos que le dio su mal, tuvo que prestar nueva declaración ante el Juzgado, y sencilla y noblemente se ratificó en lo depuesto por la mañana. No conocía a los agresores, ni podía sospechar quiénes eran. Entraron, quizás sobornando a la criada, y le hirieron mortalmente por apoderarse de la suma, no superior a tres o cuatro centenares de pesetas, que destinaba al pago de jornales. Dicho esto, intercedió con el juez para que soltase al pobre D. Pito, absolutamente inculpable en la tragedia de Guadalupe. Su inocencia era palmaria, como se desprendía de las declaraciones de los huéspedes de Turleque, que a su lado le tuvieron toda la noche. El Juzgado no debía dar ningún valor probatorio a las manifestaciones del navegante, verdaderos delirios engendrados por la embriaguez y por la monomanía persecutoria que le afectaba, a consecuencia de antiguos disentimientos con sus sobrinos y su hijo.

No se había marchado la curia cuando recaló D. José Suárez, afectadísimo. Su alma burguesa y chapeada de sensatez, fluctuaba inconsolable entre dos sentimientos de muy distinta calidad, la pena que el martirio de su pariente le causaba, y la rabia de considerar que toda aquella trapisonda era de la propia hechura del interfecto, ¿pues qué otra cosa podía resultar de tanto disparate, y de aquellas levas de apóstoles y perdidos? ¡Al Demonio se le ocurría encerrarse en Guadalupe entre gentuza incógnita, y gastar tontamente el dinero en mantener vagos, y en construir ratoneras para frailes y monjas! Con tales ideas, D. Suero tuvo para su sobrino cariños y reprimendas suaves, con aquello de «ahí tienes, ahí tienes los resultados... etc.». En la sala baja charló con los amigos y conocidos, tratando de inquirir si Ángel había hecho testamento antes de la tragedia. Pero ni Teresa Pantoja ni Casado le sacaron de sus dudas, y se fue caviloso, recelando que su pariente repartiese el caudal de los Guerras y Monegros entre toda la caterva eclesiástica, monjil y apostólica que le había sorbido el seso.

En el tren de la noche llegó Braulio Rojas, a quien llamaron por telégrafo. Tan afligido estaba el buen administrador de Madrid, que no quiso entrar en el cuarto de su señor y amigo, difiriendo para el siguiente día la penosa entrevista, y se fue a dormir a casa de D. Suero.

Mancebo, que pasó casi toda la tarde en la salita baja, sin subir a la alcoba por no molestar al enfermo, no podía con su alma de inquieto y descorazonado. Del disgusto se le había recrudecido el mal de los ojos, obligándole a ponerse las vidrieras, que a cada instante levantaba con el pañuelo para secar sus lágrimas. Pensaba que un hombre tan pío, tan benéfico, padre de los pobres y providencia de los necesitados, no se debía morir en tan lozana edad. Murieran antes los estafermos como él, ya inútiles y cansados de vivir. Pero Dios así lo disponía, y qué remedio había más que acatar los inescrutables designios. En esto llegó Leré, con el envoltorio en que traía su ajuar casero de ministra de los enfermos. El tío salió de la salita para hablar con ella en el patio; mas con la opacidad verde de sus empañados anteojos, no pudo observar la consternación que en el rostro de la hermanita se pintaba. «¡Dios mío, qué pena! —exclamó ahogándose—. Me ha dicho don Acisclo que no hay esperanzas, que la muerte es segura».

—¡Ay, Jesús mío! Nada de esto habría pasado —dijo el clérigo poniendo toda su alma en un suspiro—, si hubieran hecho caso de mí... si tú... Vamos, que tú tienes la culpa de toda esta tragedia, porque si cuando don Ángel te quiso tomar... Vamos, no hay consuelo... ni sé lo que me digo. Señor, Señor, ¿verdad que yo acerté? ¿Verdad que yo dispuse con arte los caminos de la felicidad, y ellos con su cleriguicio los torcieron?

—No desbarre, tío —dijo Leré desentendiéndose de aquella idea—. ¿Pero será cierto que no hay esperanza? Si, sí, esperanza siempre hay. ¿Qué saben los médicos? Confiemos en Dios, pidámosle...

—Verás tú el caso que te hace. Fíate tú del petitorio. Cuando Él permite que las cosas vengan a esta extremidad dolorosa, es por que quiere meternos en la cabeza la idea de que no se juega impunemente con la lógica humana... ¡Ah! sabe mucho el de arriba. Humillémonos y reconozcamos que somos un polvillo miserable que va y viene con el viento... Ahora, hija mía, consuélale en sus últimos instantes; sé condescendiente y piadosa con él, entendiendo la piedad por todo lo alto; y si, como creo, se muestra sensible y amoroso contigo, que al fin el hombre nunca es más hombre que cuando se ve a dos dedos de la sepultura, no respondas a su cariño con los rigores de la mistiquería, ni te conviertas en el puerco—espín de los escrupulillos religiosos. Llévale el genio que saque; baila al son que te toque; asiente a cuanto te diga, que ello ha de ser noble y honrado, aunque tierno; endúlzale las últimas horas, pues nuestro don Ángel, bien lo he comprendido, te quiere siempre por lo humano, pese a todos los transportes y deliquios etéreos. Si así lo hicieres, practicarás la verdadera caridad con el moribundo.

Contestole la Sor que haría lo que su conciencia le dictara y lo que le inspirase Dios, pues harto conocía sus deberes de ministra de los enfermos, y la inmensa gratitud y consideración que a D. Ángel por tan diferentes motivos debía.

En el patio y en la escalera oíanse susurros y cuchicheos. Los amigos entraban por turno en la alcoba del enfermo, y bajaban luego a la sala a comunicarse sus impresiones, ora tristes, ora risueñas. Este ir y venir de gente llevó a los oídos del enfermo la especie de que había llegado la inspirada socorrista, y tiempo le faltó para pedir que comenzara sin dilación su preciosa, irremplazable asistencia.

V

«¿Sabes una cosa? —dijo Guerra a su amiga, después de mirarla extasiado, mientras ella se enteraba del plan curativo y ordenaba las medicinas sobre la cómoda—. Paréceme que despierto ahora; que toda esta vida mía toledana es sueño; que apenas ha transcurrido el espacio de una noche entre aquel tiempo de Madrid y la hora presente. Mi herida, tus tocas destruyen esta ilusión. Ya no somos lo que éramos entonces, Leré. Han pasado muchas cosas que contra mi gusto reconozco por verdaderas. El tiempo ha dado mil vueltas; tú también cambiaste. Yo soy el que me encuentro ahora semejante al yo de entonces... ¿Te acuerdas de mi hija Ción, y de lo mona que era? ¿Te acuerdas de la pena que nos causó su muerte? ¡pobre niña!»

—¡Vaya si me acuerdo! —replicó Leré suspirando—. ¡Cuánto la queríamos!

—Me parece que te estoy viendo enojada porque yo le permitía hacer su gusto en todo. Entonces, Lereílla, empezaba yo a quererte; después te quise más y soñé con la dicha de casarme contigo... Luego...

—Don Ángel, (En pie junto a la cama.) mire que no le conviene mucha conversación.

—Déjame acabar. Después nos volvimos místicos los dos, digo, me volví yo, por la atracción de ti, porque una ley fatal me desformaba, haciéndome a tu imagen y semejanza. ¿Te molestan estas cosas?

—No me molestan... pero... no se intranquilice, D. Ángel. Procure dormir.

—Si estoy muy tranquilo. Mi conciencia es ahora como un espejo. Veo con absoluta claridad todo lo que hay en el fondo de ella. No me avergüenzo de nada de lo que siento, y cuanto siento paréceme digno de ser dicho, para que lo sepan mis amigos de acá; que Dios ya lo sabe.

—Todavía se ha de poner bueno y me ha de contar esas cosas bonitas, y yo he de oírlas con muchísimo gusto.

—¿Bueno yo? En eso no pienses. Tan seguro es que me muero como que tú eres una santa. ¡Y cuán a tiempo me voy de este mundo! El golpe que he recibido de la realidad, al paso que me ha hecho ver las estrellas, me aclara el juicio y me lo pone como un sol. ¡Bendito sea quien lo ha dispuesto así! Me voy del mundo sin ningún rencor, ni aun contra los que me maltrataron; me voy queriendo a todos los que aquí fueron mis amigos, y a ti sobre todos; pidiéndote que me quieras mucho y no me olvides nunca.

—Don Ángel, por Dios, (Echándose a llorar.) ¿cómo es posible que yo le olvide...?

—Es la primera vez que te veo llorar por mí. Si tus lágrimas estuvieran corriendo hasta la consumación de los siglos, no expresarían toda la deuda de cariño que conmigo tienes... Y basta; no quiero cansarte. Dame agua, que tengo sed... (Un momento después, tomando el vaso de manos de la monja.) ¿Sabes? Siento una alegría retozona esta noche. Es por el gusto de verte y de que me cuides tú... Toda la noche conmigo... y viéndote siempre que despierte, si es que duermo. Bien, bien. Que no entre nadie más aquí, con una sola excepción, D. Juan Casado. Si ese desea verme, que pase.

—¿Quiere que le llame? En la galería está.

Pasó D. Juan, y Guerra le hizo sentar en la silla más próxima al lecho. «Amigo mío, estoy muy charlatán, señal de alivio pasajero. Es una tregua que ha de durar poco, y la aprovecho para hacer una declaración delante de la hermana soror! y de mi mejor amigo. Declaro alegrarme de que la muerte venga a destruir mi quimera del dominismo, y a convertir en humo mis ensueños de vida eclesiástica, pues todo ha sido una manera de adaptación o flexibilidad de mi espíritu, ávido de aproximarse a la persona que lo cautivaba y lo cautiva ahora y siempre. Declaro que la única forma de aproximación que en la realidad de mi ser me satisface plenamente, no es la mística sino la humana, santificada por el sacramento, y que no siendo esto posible, desbarato el espejismo de mi vocación religiosa, y acepto la muerte como solución única, pues no hay ni puede haber otra». Leré, sofocada, ahogándose en la confusión del llanto y las palabras, se puso de rodillas y cruzó las manos para decir: «¡D. Ángel, perdóneme si le he causado algún mal... perdóneme! No ha sido culpa mía,... bien lo sabe Dios. Él lo ha dispuesto así: conformémonos todos con su santa voluntad».

Algo quiso poner de su cosecha el sagreño; y no pudo. Hizo levantar a la hermanita, y procuró sosegar al uno y a la otra: «Vaya, vaya... Claro que nadie tiene la culpa. Estas cosas, estas desviaciones de la existencia estas... no sé qué, vienen así: las dispone Dios».

La hermanita se levantó y seguía llorando Ángel, con notable tesón, agregó lo muy importante que aún restaba por decir:

«¡Que tú me has causado mal!... ¡Tonta, si te debo inmensos bienes! Gracias a ti, el que vivió en la ceguedad, muere creyente. De mi dominismo, quimérico como las ilusiones y los entusiasmos de una criatura, queda una cosa que vale más que la vida misma, el amor... el amor, si iniciado como sentimiento exclusivo y personal, extendido luego a toda la humanidad, a todo ser menesteroso y sin amparo. Me basta con esto. No he perdido el tiempo. No voy como un hijo pródigo que ha disipado su patrimonio, pues si tesoros derroché, tesoros no menos grandes he sabido ganar.

Dicho esto, cayó en gran postración, sin dolores ni sufrimientos agudos, pero con la inteligencia un tanto turbada, sin llegar al delirio. Era más bien como una opacidad o depresión de las facultades de pensar y sentir. Durante toda la noche le asistieron Leré y Teresa, que no quiso acostarse. Bregaron ambas con él para hacerle tomar las medicinas, que rechazaba con repugnancia, convencido de su inutilidad. A la madrugada descansó algunos ratos. El desfallecimiento y la fiebre le adormecían, y la sed le despertaba: en esta lucha se iban gastando los pocas fuerzas subsistentes en tan vigorosa naturaleza. En los breves letargos, su cerebro reproducía con fugaz espejismo escenas y pasos de su vida, como la ejecución de los sargentos, la algarada de Septiembre y la muerte de doña Sales. Por la mañana, la presencia de Braulio, que le abrazó conmovido, trajo a su mente reminiscencias tristes de la época en que fue más insoportable y enfadoso el despotismo materno. Recordó los disentimientos con doña Sales, su matrimonio, su viudez y otros mil sucesos y lances, casi desvanecidos ya en su memoria. Y para cada una de estas reversiones del pasado tuvo una palabra en su coloquio con el administrador fidelísimo, no olvidando preguntarle por todos los conocimientos de Madrid, sin omitir a ninguna persona de la clase de antipáticos. Pidiole noticias del de Pez, de Bringas, de don Cristóbal Medina y del marqués de Taramundi, inquiriendo con gracejo si había llegado al fin a la meta de sus aspiraciones políticas.

No queriendo abandonar a su amigo durante la noche, Casado se quedó allí ocupando el cuarto en que había vivido el seráfico D. Tomé. Por la mañana, tomando chocolate, Palomeque y el sagreño sostenían en presencia de D. Acisclo una viva discusión médica, pues el anticuario se preciaba de no ser menos fuerte en inscripciones lapidarias que en la ciencia de Hipócrates, y sustentando la tesis optimista en el caso de Ángel, desembuchó mil desatinos con la mayor frescura. Allí barajó el páncreas con el piloro y el endocardio con el canal raquídeo; pero D. Acisclo, que con Casado sostenía la tesis pesimista, echo el peso de su autoridad en la contienda, manifestando que el caballero cristiano no podía vivir. Tenía el hígado partido por la profunda cuchillada, gravemente afectado el peritoneo, y la hemorragia interna era un hecho patentizado por los vómitos de sangre digerida (pozos de café). Sólo Dios evitaría la muerte, y para esto necesitaba permitirse un milagro, mandando las leyes fisiológicas a paseo. No se daba por convencido D. Isidro, que gozando de perfecta salud, despreciaba a los médicos y hacía chacota de sus doctrinas.

Por sabido se calla que todos los parroquianos de Turleque acudieron a informarse del estado de su favorecedor y amigo. Lucía se presentó la primera con las sayas por la cabeza, cogida del brazo de Mateo, y Cornejo, D. Eleuterio y Maldiciones no faltaron tampoco, atribulados y entontecidos. Salieron de allí con pocas esperanzas, viendo desvanecida en el humo de una vulgarísima realidad aquella ilusión de un vivir continuamente placentero. Razón tenía Virones, que por el camino había venido echando latines y filosofando con amargo pesimismo. Todo lo bueno es humo, nube, sombra. El padecer y las necesidades que agobian son lo único real y tangible. ¡Pobre D. Ángel! ¡Cuántos con menos motivo se habían colado en las páginas del Año Cristiano! La ciega no quiso abandonar a su señor, y con fidelidad perruna quedose acurrucada a la parte afuera de la puerta, inmóvil y rezando entre dientes interminables letanías y misereres.

Don Juan se maravilló, al entrar a ver a su amigo, de verle bastante despejado; pero no cobró por esto esperanzas, porque bien veía la muerte pintada en el moreno rostro, cuya amarillez lívida hacía más intensa la negrura de la barba y cabello. Sereno y melancólico, Ángel sostenía una inocente broma, que Leré conllevaba con gracejo, movida de una flexibilidad profundamente caritativa. Sus maneras, su tono, su franca risa eran lo más gracioso que se puede imaginar. Casado intervino para decir a su amigo una cosa importante. Aunque no existiera peligro de muerte, el buen cristiano debía estar siempre preparado para un cristiano morir... porque...

—Don Juan, dígalo claro y, al derecho. Conmigo no se, necesitan esos circunloquios... ¿Pero tanta prisa corre que...?

Parecía vacilante. El sagreño fijó en él una mirada profunda, y no advirtió disposiciones muy claras a la piedad.

—Como usted quiera... Yo, si usted me lo permite, propongo...

—No se apure —dijo Guerra—. En esto, como en todo, yo no haré nunca más que lo que disponga mi mujer.

Y como D. Juan se riera y la Sor también, esforzándose por poner en su rostro la máscara de una infantil alegría, Ángel añadió: «No hay que reírse... Sepa usted que nos hemos casado anoche... in articulo mortis. Fue testigo el cardenal Lorenzana que ve usted ahí, y nos echó las bendiciones el Niño Jesús... En fin, ¿qué opina mi mujer de lo que dice el amigo de la casa?

—Yo ¿qué he de opinar? —replicó la socorrista apoyando las manos en el lecho, y contemplando muy de cerca la cara sellada por la muerte—. Ya sabe cómo pienso. Si quiere que yo esté contenta y que le quiera mucho; póngase a las órdenes de D. Juan. ¡Si usted lo está deseando!... Como que a todos puede darnos lecciones de cristiandad y de amor a Dios.

—Bendita sea tu boca —le contestó Ángel con ligero movimiento de su rostro hacia el de ella—. D. Juan salado, usted manda y ye obedezco. Reconozco que mi mujer es la que lleva aquí los pantalones, así en lo doméstica como en lo religioso. Ella es el alma, yo el cuerpo miserable. Santa mujer, ¡qué dicha ser su esclavo y salvarse con ella!

—Bueno —murmuró el sagreño, acariciándose una mano con otra—. Pues esta tarde...

Leré, deseando salir para romper a llorar, se aproximó a la puerta.

—No te vayas, Sora —le dijo Guerra—. ¿Crees que necesito quedarme solo para confesar? Confesado estoy. Todo lo que yo pudiera decirle a este clérigo campestre, arador de mi alma, ya lo sabe él. Me ratifico, y nada tengo que añadir.

VI

Fue puesto en libertad D. Pito en la mañana de aquel día, y con toda la presteza que le consentía su pata momia, corrió a la calle del Locum, ávido de ver a su maestro y protector. Temblaba el pobre viejo, y por más esfuerzos que hizo para no llorar, no pudo lograrlo, y lágrimas ardientes corrían por las rugosidades de su cara de corcho. Para en valentonarse y disimular su emoción, empezó a echar de la boca, al ver a Guerra, todas las especies picantes de su repertorio; y le besó repetidas veces la mano, diciendo que se casaba con los once mil millones de vírgenes, con el caballo blanco de Santiago y con todo lo casable. «No te tienes que morir, nostramo —añadió sorbiéndose el moco—, porque aquí estamos los fieles amigos para impedirlo por el santísimo escapulario de la Virgen del Carmen, y por los reverendísimos clavos de todita la recopilación geodésica y mareante del Calvario».

—Bien, Pitillo, eres un valiente y bravo amigo —le dijo Guerra—. Anda y dile a Teresa que te dé una botella de anisete o ron. Te convido. Pobrecito, ¡qué sed habrás pasado en esa infame cárcel!

—No importa. No quiero beber hoy. Que no lo cato, ¡yemas!; lo juro por todas las potencias celestiales, y por el purísimo arco iris peneque de la inmaculada gloria que he de gozar cuando me muera.

A renglón seguido quiso repetir lo que había dicho al juez; pero le llevaron fuera para que no mareara al enfermo con tales retahílas. A Palomeque y a Casado les contó que el juez no había hecho caso de sus declaraciones, creyéndole borracho y demente. La justicia se lo perdía, y por no escucharle no se descubriría jamás a los malhechores, pues como D. Ángel, con increíble generosidad, manifestaba no conocerles, la causa era un montón de tinieblas. Insistió el capitán en que el peor de los criminales, Poli, no era hijo suyo, aunque por tal pasaba, y sin ningún rebozo refería toda la historia del contrabando, y por qué vino a ser putativo autor de semejante pillo. Virones, que llegó después, habló del caso de autos, dando las señas del cojo, a quien vio perfectamente en Guadalupe. Al otro nunca le echó la vista encima; pero por Mateo supo que vestía traje campesino y que no llevaba barba. «Y el tercero, ¿quién es?» agregó D. Eleuterio.

—Sorprendidos de que la noche del crimen no durmiese Tirso en la casa, como de costumbre, le cogimos esta mañana por nuestra cuenta Cornejo y yo, y después de arrearle un buen pie de paliza, cantó. Nos ha dicho que hace lo menos quince días, la desgraciada Jusepa andaba en tratos, al parecer no muy honestos, con un mozo bien plantado, que se escondía en la casilla destechada del monte y se titulaba gentilhombre primero del toreo de Madrid, huido por piques con lidiadores de la grandeza. Tirso descubrió el enredo; pero Jusepa le tapó la boca con golosinas. La noche anterior a la del crimen, el desconocido caballero, que debía de ser un buen peine, anduvo rondando por Guadalupe, y se avistó con otros, probablemente con los huéspedes de D. Ángel. La noche del suceso, cuando Tirso iba de la Degollada a Guadalupe, encontrose al sujeto cortejante de Jusepa, el cual trabó conversación con él, y dándole un puñado de duros, le pidió casi con lágrimas en los ojos un señalado favor. Era que fuese con una carta al caserío de Cañete, próximo a Algodor, y allí la persona a quien el papel iba dirigido le entregaría un caballo, el cual traería pronto a la Degollada y al sitio mismo donde el tipo aquel le hablaba. Prometiole mayor recompensa si cumplía fielmente el encargo. Cayó Tirso en la trampa, o más bien ardid para tenerle alejado de Guadalupe hasta después de medianoche. La carta era un papel en blanco, y ni en Cañete ni en parte alguna existía la persona a quien rotulada iba. Volviose, pues, el pastor para acá sin respuesta, sin caballo y sin ganas de volver a ver al gentilhombre, contentándose con la propina recibida; y en el camino le entró sueño y echose a dormir.

De todo esto se deducía la inocencia de Tirso, sin más delito en aquel caso que el de su barbarie y cerrazón de mollera. Virones iba más allá, sosteniendo la inculpabilidad de Jusepa, pues su muerte desastrosa parecía declarar su desconocimiento de las malas intenciones de los bandidos. Cuando más, cuando más, fue culpable la moza de haber franqueado la puerta al peor de los tres criminales, o de haberle puesto en connivencia con los dos que ya estaban dentro.

Abandonó Casado el grupo en que esta interesante conversación se sostenía, para acudir al lado de Guerra que le llamó. No quería el enfermo retrasar sus últimas disposiciones, y ya Braulio había ido por el notario. Sobrevino D. Suero sin necesidad de que le llamaran, y en el patio platicaba con Palomeque de diferentes asuntos, pues todo no había de ser hablar de tragedias y de si se puede vivir o no con el hígado traspasado. Entre otras cosas, díjole que no volvería al Ayuntamiento si no con vara alta para su proyectado embellecimiento de la ciudad, contando con los mayores contribuyentes, los representantes en Cortes, el Cabildo y el Cardenal. Derribado San Servando, por tierra todas las murallas viejas y el recinto interior de la Puerta de Visagra, con el valor de la piedra se abriría una arteria entre Zocodover y la Catedral, la cual sería rodeada de jardines a la inglesa... No siguió el buen señor, porque Teresa le llamó desde una de las ventanas de la galería alta. «D. José, que haga el favor de subir».

—Dispénseme D. Isidro. Me llama mi pariente.

Y subió ligero. Aún no había llegado el notario; pero no tardó ni dos minutos, encontrándose en la puerta con Mancebo, a quien también mandaron un recadito. Evocando su poderosa voluntad, Guerra dictó sus disposiciones con ánimo entero, sin vacilar un momento, sin olvidar a nadie. El notario tomaba notas para redactar el documento, que sería leído y firmado después ante testigos. Las disposiciones eran un prodigio de memoria y de piedad cristiana. Incorporaron al herido en el lecho con un rimero de almohadas, y presentes el notario, Suárez, Casado, Braulio, Mancebo y Palomeque, dispuso la distribución de su hacienda en forma que había de ser memorable.

Las fincas de Guadalupe y Turleque, y el monte de la Degollada eran para la Congregación del Socorro, que levantaría allí su casa, utilizando en parte o en total los planos del proyecto dominista. Cien mil duros en títulos del 4 por 100 heredarían además las hermanas, destinando la mitad al edificio y el resto para renta.

¡Atiza! —decía para sí D. Francisco, al oír esta cláusula—. No se quejarán las buenas señoras. A poco más se lo maman todo.

Y D. José Suárez, también para su sayo: «Ya empieza el derroche por el lado de la religión. Me lo temía. Entre monjas y frailes nos dejan en cueros vivos».

El testador recomendaba a las hermanas del Socorro que tomaran por su capellán a D. Eleuterio Virones; y si por alguna causa no quisieran hacerlo, rogábales que le empleasen por todo el tiempo de su vida en la finca, como sobrestante, conserje, guarda, hortelano, aparejador, mozo de mulas, o en cualquier oficio semejante.

MANCEBO. — (Para sí.) —¡Anda, anda, no te quejarás, gandul! ¡Qué más quieres! Hecho un patriarcón toda tu vida, y pudiendo decir con el latino: Deus nobis haec otia fecit. ¡Ay de mí! Y al fin y a la postre ¡zapa! para los verdaderos necesitados, no habrá más que unas cuantas misas... Si este mundo está perdido.

ÍTEM. — —Igualmente tendrían amparó en la nueva casa del Socorro, por todo el tiempo de sus días, Lucía, Mateo, Maldiciones, Cornejo, Tirso y los cigarraleros de Turleque; y las hermanas se comprometerían a mantenerles y vestirles, sin perjuicio de lo que el testador dispusiera en favor de ellos.

Llegó el caso de distribuir las cuatro casas que el testador poseía en Madrid.

(Expectación bien disimulada. SUÁREZ hacía figuras con sus dedos en el puño del paraguas; y MANCEBO subía y bajaba las vidrieras a cada instante, limpiándose los ojos.)

La casa de la calle de las Veneras, tasada en cuarenta mil duros era para...

(La pausita que hizo aquí, puso al borde del abismo de la consternación a algunos de los oyentes.)

era para el monstruo... Mancebo no entendió bien, y contrayendo todas sus arrugas, puso una cara de indefinible estupidez.

—Para un monstruo —le dijo al oído con displicencia D. José Suárez, que a su lado estaba—. ¿Y qué monstruo es ese? ¿Es algún dragón del Apocalipsis?

—El monstruo es mi sobrino, hermano de Lorenza —dijo Mancebo, quitándose de un tirón las gafas monumentales, y cayendo en la cuenta, algo tarde, de que había cometido la enormísima desconsideración de echarse a reír. Después hizo trompeta con su mano temblorosa para oír lo que faltaba. D. Ángel nombraba curador ejemplar del monstruo y administrador de la finca a D. Francisco Mancebo, Beneficiado de la Catedral, le relevaba de fianza, y para gastos de administración daba al D. Francisco diez mil duritos en...

La trompeta de Mancebo no pudo recoger el final del concepto, y mi hombre se volvió diciendo: «¿en qué...?

—En acciones del Banco de España —le dijo Suárez afectando gravedad.

La segunda casa, sita en la calle de Tudescos, dispuso el testador que fuese para Jesusito Virones.

DON SUERO. — (Para sí, mordiéndose los pelos tricolores del bigotillo recortado.) Ya tenemos otro monstruo en campaña... Pero aquí todo se vuelve fenómenos y niños zangolotinos.

La casa de la calle de la Magdalena fue para Braulio, y la de la plazuela de Santa Cruz, que era la mejor por lo mucho que rentaba, para Teresa Pantoja.

Don Suero, limpiándose el sudor de la calva, pensó que aún quedaban las fincas de Toledo administradas por él, y sumas de cuantía en Amortizable, según las noticias que Braulio le había dado. Guerra hizo otra pausa para cobrar aliento, y salió después por donde menos pensaban los que maravillados y suspensos le oían. Dejaba una gruesa cantidad en valores públicos para socorro de impedidos, enfermos y menesterosos. Una junta patronal, formada por D. Juan Casado, don Isidro Palomeque y D. José Suárez (y para saber su conformidad les había convocado), se encargaría de administrar aquella suma y de distribuirla conforme a las minuciosas disposiciones que apuntó el testador. Los patronos podían designar sus sucesores en caso de fallecimiento, y si alguno moría sin testar, los dos supervivientes cubrirían, de común acuerdo, la vacante. Entre las obligaciones ineludibles que a dicha junta señalaba, merecen citarse las siguientes: A D. Pito se le daría cada dos días una botella del licor que él mismo designara, y todos los sábados cinco duros en metálico para que se los gastara libre y alegremente como mejor le conviniese, sin que nadie pudiera coartarle en la caprichosa satisfacción de sus deseos. Esto sin perjuicio de atender a su subsistencia en el caso (muy probable ciertamente) de que las hermanitas no quisieran tenerle consigo.

ÍTEM. — —La junta pasaría una pensión de tres pesetas diarias a la hermana de la ciega, operada de ambos pechos, entregándosela en propia mano mensualmente; y si moría, pasaba la pensión a sus hijos. En cuanto a Zacarías Navarro, la junta le pagaría todas las, deudas contraídas hasta la fecha del testamento.

ÍTEM. — —Pensión igual a Gumersinda Díaz, habitante en una casa cuyas señas daría Mancebo. Pensión a Cornejo, y a los cigarraleros de Turleque. Recomendación expresa de atender con iguales socorros vitalicios a Lucía y a los apóstoles, siempre que las socorristas, por cualquier motivo justificado, no pudieran acogerles. Y por fin, pensiones a la asistenta de Teresa, a Basilisa, a Lucas y a toda la servidumbre de la casa de Madrid. Al fallecimiento de estas personas, la junta aplicaría los auxilios a otras, quedando la elección al arbitrio de los patronos. Al despedir a los trabajadores de Turleque y Guadalupe, se entregaría a cada uno el jornal de un mes.

Don Suero tragaba quina y solimán viendo este desfile de pordioseros y gente ordinaria, llevándose cada cual entre las uñas un pedazo del pingüe caudal de los Guerras y Monegros. ¡Ay, si doña Sales levantara la cabeza! Ángel miró a su pariente, y con la penetración que da la no esperanza de vivir, le adivinó los pensamientos. Ya quedaba poco, y no había más remedio que concluir. Las dehesas de Mazarambróz eran para María Fernanda, hija de D. José Suárez, y las casas de la calle de las Tornerías y de la plazuela de Valdecaleros para...

(Aquí una gran pausa, que tuvo en gran ansiedad a D. SUERO.)

para los padres de D. Tomé, residentes en Erustes.

—¡Pero qué memoria, qué memoria de hombre! —decía Mancebo—. No ha olvidado ni al gato.

Concluyó el generoso reparto con recuerdos para Palomeque, D. León Pintado, otros amigos del Seminario y clero Catedral, recuerdo también a D. Acisclo y una bonita suma por sus honorarios. A Casado le dejo las alhajas que habían sido de doña Sales, designando algunas para que a Dulce las entregara: Ordenó que se quemaran todos los retratos de familia que en su casa de Madrid había; que enterrasen a Jusepa en sepultura decorosa, pagada a perpetuidad, pues habiendo sido móvil de su pecado el amor, merecía respeto y lástima piadosa su trágico fin; que no se hiciera gestión alguna para perseguir a sus matadores, a quienes perdonaba, deseándoles paz y arrepentimiento. A misas por su alma destinó por fin un buen pico, designando a Mancebo y a D. Laureano Porras para que distribuyeran la limosna entre sacerdotes necesitados.

Concluida la emisión de su última voluntad, tuvo el enfermo un rato de malestar hondísimo, con angustias, vómitos y rápido agotamiento de fuerzas. Los amigos, a excepción de Casado, retiráronse con dolorido semblante, pero alabando mentalmente la cristiandad del testador... y la misericordia divina.

VII

Dos horas después volvió el notario con el documento en forma legal, y leído que fue, firmaron el testador y los tres testigos.

—¡Qué tranquilo me he quedado —dijo Ángel a la Sor—, al desprenderme de los bienes terrestres! A cada buen amigo entrego un poquitín de lo que fue mi patrimonio. Sólo a ti no te dejo nada material, porque te quedas con una cosa que vale más que todos los tesoros del mundo.

La hermana salomónica, agobiada por la tribulación, había perdido aquel superior ingenio para expresar las ideas y concretarlas en frases sencillas y elocuentes. Con tal furor le temblaban los ojos que no parecía sino que el Espíritu Santo revoloteaba dentro de su palomar, como en estrecha cárcel, rompiéndose las plumas y lastimándose las alas. Y como el caballero cristiano hablara con grave acento de su tránsito inevitable, rompió en llanto la mística doctora, y exclamó bebiéndose las lágrimas: «D. Ángel, Dios que mira mi interior sabe que mi mayor gloria, mi más vivo deseo no son ni pueden ser otros que morirme con usted, y subirnos juntos a gozar de la vida que merecen los buenos».

—¿Juntos?... hoy no, —murmuró Guerra con el conocimiento un tanto turbado—. Otro día... Quien dice hoy dice mañana.

Sentía ganas de adormirse, y una calma profunda en todo su ser, como suave onda que le envolvía. Mientras Leré le arropaba, Ángel le cogió las puntas de los dedos y se las besó.

—Quiero descansar —dijo el caballero de Turleque ladeándose sobre el costado izquierdo, del lado de la pared.

—Me parece bien: a dormir un ratito —indicó Casado mirando su reloj—. A las tres...

—Ya, ya se —murmuró el enfermo con voz que alejarse parecía—. A las tres viene el Señor. Leré, alma soror, cuando venga me llamas.

Transcurrió media hora de triste sosiego y quietud expectante. Leré y D. Juan, sentados uno frente a otro, rezaban mirándose silenciosos... Por fin, Teresa entreabrió la puerta, dejando ver su rostro compungido. Aproximábase el Señor; la campanilla sonó en el portal... Llamaron al dormido caballero; pero no contestó, porque nadie contesta desde la eternidad.

—¡Oh, qué lástima! —exclamó pasmado el sagreño, llevándose las manos a la cabeza. Leré, consternada, no acertó a expresar verbalmente dolor ni lástima. Su pena y su estoicismo eran mudos. Retirose el Señor, lloraron todos los presentes, y la hermana del Socorro, pasada la impresión hondísima de la muerte de su amigo, recobró por merced divina la serenidad augusta sin la cual no fuera posible su trabajosa misión entre las miserias y dolores de este mundo. Conforme a la regla de la Congregación, recogió su ropa, salió con maravillosa entereza, y pasito a paso se fue al Socorro, mirando tristemente las baldosas y piedras de la calle. Al llegar allá, diéronle orden de acudir sin pérdida de tiempo a la casa de un tifoideo.

Los fieles de Turleque, que acompañaban el Viático, prorrumpieron en llanto al saber que habían llegado tarde. Mancebo apenas podía tenerse en pie. D. Pito no se casaba con nadie. El atlético Virones, que era de los más desconcertados, salió a la calle, donde continuaba la ciega, en invariable actitud desde el día antes, las sayas por la cabeza formando capuchón. «Lucía —le dijo—, ya se acabó todo. Hemos perdido a nuestro divino señor».

—Lo sabía —replicó la ciega, volviendo hacia él las dos esferas vidriosas, cuajadas, inexpresivas de sus ojos muertos—. Poco antes de llegar el Señor, vi que el amo se transportaba... Se encontraron un poquito más allá de la puerta, y juntos se subieron... Recemos... por él no; por nosotros.

Santander.— Mayo de 1891.


Publicado el 13 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
Leído 114 veces.