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Ordenó mi amo que se diese un pienso a nuestros animales sin quitarles las monturas, pues habíamos de partir al instante; pidió al guardián café caliente, entramos en uno de los cuartuchos laterales, amueblados exclusivamente con paja, para que cada cual, según los modos o costumbres de su indolencia, se tumbase y estirase. Tan inquieto y abrasado en zozobras estaba mi amo, que cuando el vejete nos trajo el café, servido en vasos humeantes, no se cuidó de catarlo. Yo sí lo hice porque me sentía transido y desmayado. El Nasiry, según me dijo, apartar no podía de su mente la idea y la imagen de aquella ola del Mogreb derrotado y huido. Hacia donde estábamos vendría la ola, pues no había más camino de fuga que el que seguíamos, ni en dicho camino más reposo que el maldito Fondac.
De improviso, estando él y yo en estos pensamientos y melancolías, oímos ruido al exterior, que no era del viento, sino de caballerías galopantes, y de voces al parecer humanas o de diablos que hablaran a estilo de los hombres. No pudo contenerse El Nasiryy salió, salimos a la puerta. Lo que llegaba era la ola, sus primeras espumas salpicantes. Dos moros se apearon: venían manchados de sangre y lodo, pintadas en el rostro la ira, la ansiedad, la desesperación; sus caballos negros blanqueaban del sudor, y apenas podían valerse ya, mal sostenidos por sus remos temblorosos. Apenas se apearon los dos primeros jinetes de la ola, vimos llegar a otros dos, y como al medio minuto, seis más en caballos derrengados ya del furioso correr, los vientres heridos y rasgados por las espuelas... Quisimos volver a nuestro albergue y asegurarnos contra la invasión; mas la curiosidad de ver la ola engrandeciéndose a medida que avanzaba, nos detuvo en la puerta. Los primeros que a pie llegaron fueron tres, con resoplido de peatones que ganan el premio en la carrera; tras ellos aparecieron cuatro; luego, de golpe, como unos veinte, seguidos de tres a caballo: uno de estos jinetes venía mal herido y medio muerto. Antes de que lo bajaran del caballo, se cayó él como un fardo, y al rebotar en el suelo, dio señal de agónica vida en voces roncas... Aterrados entramos mi amo y yo en el corral, y al punto nos obligó a salir de nuevo un gran vocerío, clamor inmenso, como si todos los gemidos del dolor humano se tradujeran al lenguaje de la mar brava revolcándose en la playa pedregosa. Era la plenitud del ejército en dispersión, que a lo alto del monte llegaba ya con el imponente hervir de su cólera despechada, y la espuma de las maldiciones que escupía contra la tierra y el cielo.
226 págs. / 6 horas, 36 minutos.
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Publicado el 20 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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