I. Introducción a la Pedagogía
I
Con paso decidido acomete el héroe la empinada cuesta del Observatorio. Es, para decirlo pronto, un héroe chiquito, paliducho, mal dotado de carnes y peor de vestido con que cubrirlas; tan insignificante, que ningún transeúntes, de éstos que llamamos personas, puede creer, al verle, que es de heroico linaje y de casta de inmortales, aunque no está destinado a arrojar un nombre más en el enorme y ya sofocante inventario de las celebridades humanas. Porque hay ciertamente héroes más o menos talludos que, mirados con los ojos que sirven para ver las cosas usuales, se confunden con la primer mosca que pasa o con el silencioso, común o incoloro insectillo que no molesta a nadie, ni siquiera merece que el buscador de alimañas lo coja para engalanar su colección entomológica...
Es un héroe más oscuro que las historias de sucesos que aún no se han derivado de la fermentación de los humanos propósitos; más inédito que las sabidurías de una Academia, cuyos cuarenta señores andan a gatas todavía, con el dedo en la boca, y cuyos sillones no han sido arrancados aún al tronco duro de las caobas americanas.
Esto no impide que ocupe ya sobre el regazo de la madre Naturaleza el lugar que le corresponde, y que respire, ande y desempeñe una y otra función vital con el alborozo y brío de todo ser que estrena sus órganos.
Y así, al llegar al promedio de la cuesta, a trozos escalera, a trozos mal empedrada y herbosa senda, incitado sin duda por los estímulos del aire fresco y por el sabroso picor del sol, da un par de volteretas, poniendo las manos en el suelo, y luego media docena de saltos, agitando a compás los brazos como si quisiera levantar el vuelo. Desvíase pronto a la derecha y se mete por los altibajos del cerrillo de San Blas; vuelve a los pocos pasos, vacila, mira en redondo, compara, escoge sitio, se sienta...
Es un señor como de trece o catorce años, en cuyo rostro la miseria y la salud, la abstinencia y el apetito, la risa y el llanto han confundido de tal modo sus diversas marcas y cifras, que no se sabe a cuál de estos dueños pertenece. La nariz es de éstas que llaman socráticas, la boca no pequeña, los ojos tirando a grandes, el conjunto de las facciones poco limpio, revelando escasas comodidades domésticas y ausencia completa de platos y manteles para comer; las manos son duras y ásperas como piedra.
Ostenta chaqueta rota y ventilada por mil partes, coturno sin suela, calzón a la borgoñona todo lleno de cuchilladas, y sobre la cabeza greñosa, morrión o cimera sin forma, que es el más lastimoso desperdicio de sombrero que ha visto en sus tenderetes el Rastro.
De aquellos incomprensibles bolsillos del chaquetón saca mi hombre, a una mano y otra, diversas cosas. Por este agujero aparece un pedazo de chocolate; por aquella hendidura asoma un puro de estanco; por el otro repliegue déjanse ver sucesivamente dos zoquetes de empedernido pan; de aquel jirón, que el héroe sacude, caen o llueven seis bellotas y algunos ochavos y cuartos; más abajo se descubre un papelillo de fósforos; por entre hilachas salen tres plumas de acero, un trozo de lápiz, higos pasados, un periódico doblado y con los dobleces rotos y ennegrecidos...
Aparta con diligente mano aquellos objetos que hasta ahora no, se consideran digestivos, desenvuelve y tiende sobre el suelo el periódico a modo de mantel, y sobre él va poniendo los varios artículos de comer y fumar. Se coloca bien, echando una pierna a cada lado del papel, quita, pone, clasifica, ordena, se recrea en su banquete y lo despacha en dos credos.
No se meterá el historiador en la vida privada, inquiriendo y arrojando a la publicidad pormenores indiscretos. Si el héroe usa una de las plumas de acero, como tenedor, para pinchar un higo; si se lleva a la boca con gravedad el pedazo de pan, mordiendo en él con limpieza y buena crianza; si hay, en suma, en su alborozado espíritu un gracioso prurito de comer como los señores, ¿por qué se ha de perder el tiempo en tales niñerías? Más importante es que el historiador, con toda la tiesura, con toda la pompa intelectual que pide su oficio, se remonte ahora a los orígenes de aquella propiedad y escudriñe de dónde proceden las bellotas, de dónde el fiero cigarrote, los higos, el pan y demás provisiones, con lo cual, si sale airoso de su empresa y lo descubre todito, se acreditará de sabio averiguante, que es lo mejor para tener crédito y laureles sin fin.
Llevado de su noble anhelo, baraja papeles, abofetea libros, estropea códices destripa legajos, y al fin ofrece a la admiración de sus colegas los siguientes datos, preciosa conquista de la sabiduría española.
A 10 de febrero de 1863, entre diez y once de la mañana, en la Ronda de Embajadores, fue mi hombre obsequiado con bellotas por una vendedora de aquel artículo, de otro que llaman cacahuet, de papelillos de fósforos y avellanas.
Veintitrés mil razones se emplean para demostrar la probabilidad de que esta esplendidez fuera recompensa de uno o de varios servicios, quizás recados a la vecina, ir a comprar dos libras de jabón o traer un saco de ropa desde el lavadero de las Injurias. Y de igual modo aparecen sacadas de la oscuridad de los tiempos pretéritos la procedencia de las demás vituallas y del cigarro, si bien en esto último hay dos versiones, igualmente remachadas con poderosa lógica. ¿Se lo encontró en la calle?
¿Se lo dio Mateo del Olmo, sargento primero de artillería montada?...
Basta. Esta sutil erudición no es para todos, por lo cual la suprimimos.
Adelante.
Después de comer como los señores, piensa mi hombre que fumarse ricamente un puro es cosa también muy conforme con el señorío. ¡Lástima no tener fósforos de velita para echar al viento la llama y encender, a estilo de caballero, en el hueco de la mano! El héroe coge el cigarro, lo examina sonriendo, le da vueltas, observa la rígida consistencia de las venas de su capa, admira su dureza, el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices como piel de veterano. Parece, por partes, un pedazo de cobre oxidado, y por partes longaniza hecha con distintas sustancias y despojos vegetales. ¡Y cómo pesa! El héroe lo balancea en la mano. Es soberbia pieza de a tres...
¡Fuego!
Un papelillo entero de misto se consume en la empresa incendiaria; pero al fin el héroe tiene el gusto de ver quemada y humeante la cola del monstruo. Éste se defiende con ferocidad de las quijadas, que remedan los fuelles de Vulcano. Lucha desesperada, horrible, titánica. El fuego, penetrando por los huecos de la apretada tripa, abre largas minas y galerías, por donde el aire se escapa con imponentes bufidos. Otras partes del monstruo, carbonizadas lentamente, se retuercen, se esparrancan, se dividen en cortecillas foliáceas. Durísima vena negra se defiende de la combustión y asoma fiera por entre tantas cenizas y lavas... Pero el intrépido fumador no se acobarda y sus quijadas sudan, pero no se rinden.
¡Plaf! Allá te va una nube parda, asfixiante, cargada de mortíferos gases.
Al insecto que coge me le deja en el sitio. Síguele otra que el héroe despide hacia el cielo como la humareda de un volcán; otra que manda con fuerza hacia el Este. El ocaso, el cierzo son infestados después. ¡Con qué viril orgullo mira el valiente las espirales que se retuercen en el aire limpio! Luego le cautiva y embelesa el fondo de país suburbano que se extiende ante su vista, el cual comprende el Hospital, la Estación, fábricas y talleres remotos y por fin los áridos oteros de los términos de Getafe y Leganés. No lejos de las últimas construcciones se nota algo que brilla a trechos entre los pelados chopos, como pedazos de un espejillo que se acaba de romper en las manos de cualquier ninfa ribereña. Es el río que debe su celebridad a su pequeñez, y su existencia a una lágrima que derramó sin duda San Isidro al saber que estos arenales iban a ser Corte y cabeza de las Españas. El héroe mira todo con alegría, y después escupe.
Contempla la mole del Hospital. ¡Vaya que es grandote! La Estación se ve como un gran juguete de trenes de los que hay en los bazares para uso de los niños ricos. Los polvorosos muelles parece que no tienen término.
Las negras máquinas maniobran sin cesar, trayendo y llevando largos rosarios de coches verdes con números dorados. Sale un tren. ¿A dónde irá?
Puede que a la Rusia o al mesmo Santander... ¡Qué tié que ver esto con la estación de Villamojada! Allá va echando demonios por aquella encañada...
Sin ponderancia, esto parece la gloria eterna. ¡Válgate Dios, Madrid! ¡Qué risa!... Al héroe lo entra una risa franca y ruidosa, y después vuelve a escupir.
Pues ¿y la casona grande que está allí arriba con aquella rueda de colunas?... ¡Ah!, ya, ya lo sabe. Paquito el ciego se lo ha dicho. Ya se va destruyendo. ¡Sabe más cosas...! En aquella casa se ponen los que cuentan las estrellas y desaminan el sol para saber esto de los días que corren y si hay truenos y agua por arriba... Paquito lo ha dicho también que tienen aquellos señores unas antiparras tan grandes como cañones, con las cuales... Otra salivita.
¿Pero qué pasa? ¿Los orbes se desquician y ruedan sin concierto? El Hospital empieza a tambalearse, y por fin da graciosas volteretas poniendo las tejas en el suelo y echando al aire los cimientos descalzos. La Estación y sus máquinas se echan a volar, y el río salpica sus charcos por el cielo. Éste se cae como un telón al que se le rompen las cuerdas, y el Observatorio se le pone por montera a nuestro sabio fumador, que siente malestar indecible, dolor agudísimo en las sienes, náuseas, desvanecimiento, repugnancia... El monstruo, vencedor y no quemado por entero, cae de sus manos; quiere el otro dominarse, lucha con su mal, se levanta, da vueltas, cae atontado, pierde el color, el conocimiento, y rueda al fin como cuerpo muerto por rápida pendiente como de tres varas, hasta dar en un hoyo.
Silencio: nadie pasa... Transcurren segundos, minutos...
II
Alejandro Miquis (1) estudiante de leyes, natural del Toboso, de veintiún años, y Juan Antonio de Cienfuegos, médico en ciernes, alavés, subían al filo de mediodía por las rampas del Observatorio. Eran dos guapos chicos, alegría de las aulas, ornamento de los cafés, esperanza de la ciencia, martirio de las patronas. Llevaban capa y sombrero de copa, aquellas culminantes chisteras de hace veinte años, que parecían aparatos de calefacción o salida de los humos de la cabeza. Todavía no se habían generalizado los hongos, y la severidad de continente, heredada de la generación anterior, imponía a todo madrileño fino el deber de añadir a su cabeza a todas horas, el inconcebible tubo de fieltro, al cual la época presente, por dicha nuestra, ha quitado importancia, reduciendo su tamaño y limitando su uso. Cienfuegos llevaba en la mano el número de la edición pequeña de La Iberia (fijarse bien en la fecha, que era por febrero de 1863), y a ratos leía, a ratos peroraba. Miquis, con la capa terciada, el brazo enfático, la mano expresiva, tan pronto cantaba como tiraba al sable sin sable. Cienfuegos leyó en voz alta una frase parlamentaria; Miquis, sin oírle, dijo en tono de teatro aquellos afamados versos de Quevedo:
Faltar pudo su patria al grande Osuna, pero no a su defensa sus hazañas...
Iba a seguir; pero, sorprendido, gritó:
—¡Un muerto! —y fue corriendo hacia donde estaba el héroe.
—Quita, hombre, si es un chico... Duerme.
Ambos le tocaron con la punta del pie. Después Cienfuegos, arrodillándose, le observó de cerca. Le sacudieron, le incorporaron. Nada; como un saco.
—Parece desmayado... ¡Eh!, chico, despabílate. ¿Tienes hambre, frío?... A ver, Cienfuegos, mediquillo, lúcete. ¿Qué es esto?
—¿Qué ha de ser? Borrachera... Es un pillete. Mira cómo abre los ojos... ¡Eh!, mequetrefe, ¿te estás burlando de nosotros? Si hubiera por ahí un jarro de agua se lo echaríamos por la cabeza... Eh, perdis, levántate.
—Hombre, no le pegues.
—Enséñale dos cuartos y verás como salta.
El héroe había abierto los ojos y les miraba... Pero como si la impresión de la luz renovara su mal, apretó los párpados, quedándose como muerto otra vez.
—¿Has bebido más de la cuenta? ¿Tienes frío? Si no respondes, te echamos a rodar por el cerrillo abajo. Uno le cogió por los hombros, otro por los pies y le balancearon un rato. Se divertían de veras. Pusiéronle después en mejor sitio, y Miquis, con seriedad filantrópica, dijo a su compañero:
—Hay que ver lo que tiene. No seamos bárbaros. Si yo fuera médico...
Porque se dan casos de muerte por hambre. ¿Qué se te ocurre, qué dices?
Hombre, receta.
—Al momento. Pero para este mal, la botica es la panadería.
El héroe, sin abrir los ojos, empezó a temblar. ¡Pero qué temblor de agonía!
—Si lo que tiene es frío...
—Puede ser. En tal caso no hay mejor boticario que un sastre.
Miquis se quitó al punto la capa. El otro, que le conocía bien, echose a reír.
—Bonita te la va a poner... Deja, hombre, deja. Ahora me acuerdo:
tengo un gabán, que no me sirve, con más ventanas que la catedral de Toledo... Mequetrefe, despierta, abre los ojos, responde: ¿te pondrías tú mi gabán?
Ni respuesta ni señales de haber oído dio el infeliz, que sólo parecía tener vida para sus violentos temblores. Miquis le echó encima su capa, y procuraba envolverle en ella, cosa no fácil estando el otro tendido en tierra. Fue preciso liarle dándole sucesivas vueltas sobre sí mismo. Cienfuegos se moría de risa viendo a su compañero en aquella faena, no menos humanitaria que cómica. En aquel punto y ocasión pasó un señor, hombre respetable por su edad y figura, alto, afable, y que en todo se revelaba como persona de esa clase intermedia en que suavemente se verifica la transición del estado humilde al acomodado. Iba decentemente vestido. Según se mirase a esta o la otra parte de su empaque, debía de variar la calificación que de él se hiciera, pues por el gabán correcto y cepillado parecía más, por la gorra de paño menos de lo que realmente era.
Por su corbata de seda negra, traspasada con alfiler de cabecita de oro y menudas perlas, figuraba más; menos por el cesto de provisiones que colgado del brazo llevaba. Los que no le conociesen como conserje del Observatorio, creeríanle algo a manera de caballero sirviente. Parose a ver la curiosa escena y a dar un palmetazo en el hombro de Cienfuegos, el cual se volvió y dijo con énfasis el nombre de aquel sujeto, cortándolo con la cadencia y número de un endecasílabo:
—Don Floren...cio Mora...les y Temprado.
—Se saluda a la pareja... ¿Vienen ustedes a tomar café con el señor de Ruiz? Estará haciendo la observación de las doce... Pasen ustedes... ¿Y qué es esto? Ya; un borrachillo. Se ven por aquí unos apuntes... El señor director trabaja para que el ministro nos mande cerrar estos terrenos a ver si nos vemos libres de la gentuza que viene aquí a tomar el sol... o a tomar la luna; que de todo hay... ¡Oh!, Miquis, le ha puesto usted su capa. Vaya que usted...
—Lo que tiene este caballero es hambre.
—Pues por un pedazo de pan no ha de quedar.
—Allá iremos todos, señor de Morales y Temprado, —dijo Miquis, mientras el buen señor seguía con paso lento hacia su domicilio.
El héroe empezó a dar señales de vida. Agasajábase poco a poco en la pañosa, cogiendo por aquí un pliegue, por allí otro, y manifestando gran confortamiento y gozo con aquel inesperado abrigo.
—Como me la rompas... —le dijo Miquis amenazándole—. Vamos a cuentas.
¿Te tomarías tú un café?
No parecía sino que estas palabras tenían la preciosa virtud de resucitar a los muertos, según se despabiló nuestro hombre.
—No le digas tal cosa, porque pega un brinco y te rompe la capa.
—¿Te comerías tú una chuleta?
El muchacho miraba con espanto a su favorecedor. Estaba atónito de puro incrédulo. Sin dada le parecía burla lo que oía.
—Si es idiota... ¿pero no lo ves?
—Dime, ¿eres idiota?
El otro contestó con la cabeza negativamente. La energía de su muda réplica quitaba toda duda.
—No, tú no eres memo; pero eres un grandísimo pillo.
Otra negativa del héroe, pero tan enérgica, que a poco más se le cae la cabeza de los hombros.
—Ya..., lo que sí no tiene duda es que eres mudo.
El héroe sonrió un poco, y con trémula pero muy clara voz, dijo así:
—No hombre, que sé hablar.
Desde la puerta del Observatorio viejo, otro, joven, bastante menos joven que Miquis y Cienfuegos, dio dos o tres gritos de esta manera:
—¡Eh, perdidos! ¡Juan Antonio!..., caballeros, ¡que estoy aquí!
Cienfuegos corrió hacia arriba, y cuando estuvo junto a Ruiz, que así se llamaba el auxiliar de astrónomo, el primer saludo fue:
—Mira ese tonto de Miquis.
—¿Qué hace? ¿Con quién habla?
—Pero ¿has visto qué célebre...?
—¿Quién está ahí en el suelo?... ¿Una chica?
—Un gandul que hemos encontrado como muerto. Le ha dado su capa.
—¡Alejandro!... ¡Otro como éste...!
Miquis subía paso a paso, frotándose las manos. Con zumba y chacota le acogieron sus dos amigos. —Tú no aprendes nunca, —le dijo el registrador del firmamento—. Dale bola..., que te vas a quedar sin capa... Y van dos.
—No lo creas. Es una persona honrada.
Ruiz se partía de risa.
—Este pobre Miquis es de lo más inocente... Los tres fueron hacia el Observatorio nuevo, donde está la gran ecuatorial y las habitaciones de los astrónomos. Entraron; pero al poco tiempo salió Alejandro y bajó hacia donde había dejado su capa. Conviene decir que el llamado héroe se hallaba muy bien dentro de su inesperado sayo, y empezaba a mirarlo como cosa propia. Poquito a poquito se fue acomodando en la sabrosa amplitud pegadiza del paño, y al fin como quien no hace nada, se embozó hasta los ojos. ¡Qué le gustaba aquello, y qué bien comprendía la felicidad de los escogidos mortales que poseen una capa! En la vida había probado él las delicias de prenda tan gustosa. Así, cuando se vio solo, aliviado del respeto que le imponía su favorecedor, se familiarizó más con la hermosa tela, y se envolvió mejor, y la apretó contra sí. Lentamente se desvanecía aquel horrible malestar que le había privado del conocimiento; pero el maldito frío no se le quitaba. Sus fuerzas eran escasas, y cuando probó a ponerse en pie tuvo que dejarse caer otra vez, porque las piernas no querían sostenerle. Como sabandija herida, se fue arrastrando hasta un lugar más seco y abrigado. Buscando apoyo en el tronco de un árbol, se sentó en cuclillas, se colgó la capa sobre la cabeza y se tapó con ella todo, no dejando abierto más que un triángulo, por el cual le asomaban solamente ojos y nariz.
Era tan estrafalaria figura, que sería preciso buscarle semejante en las momias egipcias o en salvajes y feos ídolos africanos. Como había cambiado de sitio, Miquis no le encontró al tornar a la rampa.
—¡Ah!, pillo —murmuraba, volviendo a un lado y otro los ojos, hasta que llegó hasta él la voz débil del héroe con estas palabras:
—Señor..., que no me he ido..., que estoy aquí.
—Pues te vas haciendo confianzudo... ¡Qué fresco!... —le dijo el estudiante de leyes, sentándose frente a él—. Si creerás que te voy a dar la capa... No seas tonto, tápate, tápate más. Eso se llama cogerlo con gana. No, no te entrarán moscas.
—Señor, tengo mucho frío... Luego se la daré.
—Me gusta la franqueza... Parece que no eres corto de genio.
El otro se reía dando diente con diente. El frío y cierto gozo que cosquilleaba en su espíritu, se expresaban juntamente en un solo fenómeno.
—Vamos a ver. Has de responderme sin mentira..., porque tú eres muy mentiroso... ¿Cómo te llamas?
—Celipe.
—¿Y que más?
—Celipe Centeno.
—¿De donde eres?
—De Socartes.
—¿Y donde está eso?
—Al lado de Villamojada..., ya lo sabrá usted; donde están las minas...
—Pero ¿qué minas, hombre, qué minas?
—Las minas de Socartes... Aquí está el río, aquí Villamojada, aquí mis minas...
—Enterados... ¿Y tienes padre y madre?
—Sí señor. Pero como no querían que yo desaprendiese..., me tomé la carretera y me vine acá.
—Anda, pillete... A buena cosa habrás venido tú... Conque a desaprender... ¿En qué has venido?, ¿en tren, en carromato...?
—Re—córch... A patita limpia, señor... Siete desemanas y dos días.
—¿Y qué haces aquí? Pedir limosna, vagabundear, merodear...
El héroe no entendía esta última palabra; que si la entendiera habría, protestado severamente. Tan sólo dijo:
—Busco un desacomodo.
No hay medio de averiguar de dónde había sacado el entendimiento de mi hombre aquel barbarismo de anteponer a ciertas palabras la sílaba des. Sin duda creía que con ello ganaban en finura y expresión y que se acreditaba de esmerado pronunciador de vocablos.
—¿Buscas un des...? ¿Qué dices, muchacho?
—Digo que estoy buscando..., de ver cómo encuentro..., de que poniéndome a servir a un señor, me deje tiempo para destruirme...
—Hombre, sí, destrúyete, porque eres el bárbaro mayor que he visto...
Pero explícame, ¿cómo te las arreglas?, ¿cómo y dónde vives?, ¿quién te mantiene?
El héroe dio un gran suspiro, un suspirote que no cabía dentro de la rotonda del Observatorio.
—Una noche dormí en aquella casa.
Señalaba al Museo.
—¿En el Museo?..., ¿dentro?
—No señor. ¿Ha visto usted unos ujeros que hay por desalante, donde están unas figuras muy guapas?... Pues allí. Otra noche dormí en la puerta, de esa fráica...
—¿Qué?
—De esa fráica que hay allá..., donde hacen el desalumbrado de las calles.
—El gas... ¿Y cómo hiciste el viaje?..., ¿pidiendo limosna?
—¡Recó...!, ¿no le digo?... Pues yo traía dinero... Cuando llegué a este pueblo no me quedaba nada... El primer día me dieron medio pan... Yo gano también haciendo recados a las lavanderas, y en la estación un señor me dio a llevar el desequipaje...
—¿Y qué enfermedad tienes?... ¿Por qué estabas desmayado?
—Porque me fumé un cigarro que me dio ayer Mateo del Olmo, sargento de la desartillería. Es de mi pueblo, trabajó en mis minas, y fue novio de mi hermana Pepina... Desencendí mi cigarro, y cuando tan siquiera di seis chupadas, todo me daba vueltas.
—¿Y dónde vives ahora?
—En un tejar que hay allá abajo... ¿Ve usted aquella chimenea grande, grande? ¿Ve usted aquella pared blanca, muy blanca? Tiene unas letras que dicen: Calenturón.
—¿Cómo?
—Calenturón. Allí al lado, en un cobertizo, vivimos muchos pobres.
Nos da de comer la mujer del guarda del almacén.
—¿De qué almacén?
—Del almacén de Calenturón.
—¿Qué es eso?
—Venden cal—en—terrón.
—¿Sabes leer?
—Cuando estuve en casa de la tía Soplada... Me tomó de criado para que le hiciera recados. Tiene puesto de ropas desusadas en el Rastro. No me daba salario, sino la comida, y me puso en la escuela de la calle del Peñón. Estuve un mes y días. Desaprendí las letras, pegué al Cartón, y cuando iba a entrarle al Juanito, me salí de casa de la Soplada, porque tiene un hijo muy malo, que me zurraba. No he vuelto a la escuela; pero me leo todos los letreros de las tiendas, y cuando cojo en la calle un pedazo de Correspondencia, me lo paso todo.
—Bien, hombre, bien. Casi, casi eres un sabio.
—¿Quiere tomarme por criado? —dijo el rapaz prontamente.
—Yo no necesito criado.
—Sí, señor: tómeme, tómeme.
—Por de pronto, vete desprendiendo de la capa, que ya noto su falta, y todos somos de carne y hueso.
Como el caracol se asoma tímidamente al boquete de su choza calcárea, y luego poco a poco, halagado del sol, va saliendo y alargándose, así Felipe iba sacando, por sucesivos avances, primero una mano, luego el cuello, los brazos, y al fin medio cuerpo. Probó a levantarse; pero el mareo y lo mucho que había hablado, le tenían muy débil.
—¿Qué has comido hoy?
—Bellotas...
—¿Y ayer?
—Bellotas..., pan... —No sigas, hombre. Me da dolor de estómago oírte. ¿Comerías tú alguna cosita caliente?
Echando el alma por los ojos, contestó Felipe mejor que lo habría hecho con palabras.
—Ven conmigo. A ver si echas una carrera de aquí a aquella casa grande.
—Sí que podré, —repitió el héroe, midiendo con ansiosas miradas la distancia.
—Allí hay convitazo... ¿Viste aquel buen señor que pasó por aquí? Es el conserje. Celebra los días de su esposa. Le voy a decir que te convide.
Verás. Anda, valiente... No, no te quites la capa. Embózate en ella...
Vamos, hombre, con gracia, con aire.
El otro se reía, probando a embozarse y sin poderlo conseguir.
—Así, bien, así... a la macarena. Eres un zascandil... Me gusta ese garbo. Adelante, paso firme. Bien.
La risa que le entró al héroe impedíale andar, pues tan extremada era su debilidad.
—¡Cómo se ríe!... Vaya, que es usted tonto de veras, señor de Centeno.
Él, que se oyó llamar señor, tuvo una tan fuerte acometida de hilaridad, que se cayó al suelo, temblando de brazos y piernas como un epiléptico.
—¡Ay mi capa, ay mi capita de mi alma!
—No, señor, no..., no se la destropeo, —dijo ahogadísimo Felipe, poniéndose primero de rodillas, luego a cuatro pies, y por último...
¡Aupa, hombre valiente! Ya estás en pie. ¡Gracias a Dios! Ni que fueras de algodón... Pues tú puedes andar. ¡Ah, chiquilicuatro!, lo que tú tienes es mucha marrullería.
—¿Yo?...
—Hipócrita.
Felipe no entendía; mas creyendo era cosa de gracia, siguió riendo.
Miquis le daba empujones y pellizcos, le tiraba de un brazo...
—Que me hace cosquillas, señor.
—¡Pillo, granuja!
—¡Ay, ay!
—Si usted sigue con sus bromas, señor don Felipe, le doy a usted una puntera que, del salto, va usted a su pueblo, allí donde están sus minas.
Llegaron así a la puerta del Observatorio nuevo.
—Entra, hombre... No gastes cumplidos.
Es circular aquel vestíbulo, y con cierto aderezo arquitectónico a la griega. En el centro, cual decorativa estatua representando la vigilancia a la entrada del palacio del estudio, estaba don Florencio Mora...les y Temprado. No pudo contener una observación bondadosa, que salió de sus respetables labios en esta forma:
—Tan chiquillo es el uno como el otro.
—Señor Morales, me tomo la libertad de... —Es usted muy dueño, señor de Miquis, —dijo el bendito Morales, ocultando discretamente un bostezo de hambre tras la palma de la mano...
—De recomendarle a usted al señor de Centeno que no ha comido hoy nada caliente. Puesto que tiene usted convidados...
—Es verdad..., y si usted gusta de honrarnos, señor de Miquis...
—Gracias... Yo voy arriba. Ruiz nos va a leer una comedia. Conque...
—Queda de mi cuenta... —dijo Morales disimulando otro bostezo—. Y la hora de comer se alarga... Entre paréntesis, amigo, como hoy tenemos algo extraordinario... ¡Qué tareas en esa cocina!...
De las cuatro puertas pequeñas que hay en el vestíbulo, una de las de la izquierda, entrando por el mediodía, conducía a las habitaciones particulares de don Florencio. Por allí entraron éste y Felipe, mientras Alejandro Miquis subía solo por la escalera de la izquierda en busca de sus amigos que en lo más alto del edificio estaban.
—Ea, siéntate aquí, —dijo a Felipe, señalándole un banquillo, aquel buen sujeto, a quien el héroe conceptuaba dueño y manipulador de cuanto existía en aquellos edificios para andar en tratos con la luna y las estrellas—. Suelta la capa, que se la vas a poner perdida a don Alejandro.
Aquí no hace frío. ¿Qué tenías? Y sin esperar respuesta, luego que puso la capa bien doblada sobre una silla, empezó a pasearse por la habitación, golpeando duramente con uno y otro pie sobre la estera. Una voz de mujer dijo desde la estancia interna que con aquélla se comunicaba:
—Florencio, ¿todavía no se te han calentado los pies?
—Todavía... Vamos, vamos, prisita, prisita... ¡Qué horas de comer!...
III
Desde el ángulo en que Felipín estaba, quietecito, cohibido, con los pies colgando del alto banco y la gorra en la mano, no se veía sino un extremo de la pieza inmediata, que debía ser como salón o estancia principal del domicilio Florentino. Allí estaban reunidos los convidados, esperando el momento. Se oía grande y gozosa algazara: voces de muchachas, ruido de platos, risas de niños. Felipe veía una de las cabeceras de la mesa, y deliciosos olores de cocina le anunciaban lo que iba a pasar. El observaba todo, callado y circunspecto. Nada perdía su activa perspicacia; nada se escapaba a aquél su instintivo examen de las cosas. De todo, imágenes y olores, iba tomando acta, así como de la figura grande y paternal de don Florencio, comedido, solemne; de aquellas cejas negras y espesas que parecían dos tiras de terciopelo; de aquel bigote blanquecino, recortado y punzante como los pelos de un cepillo; de la gorra de seda que usaba para dentro de casa; de sus botas tan relucientes como grandes, de la exactitud de su andar y ademanes que le daba cierto parentesco con los péndulos de la casa. Tampoco perdía Felipe detalle alguno de los preparativos, aun sin verlos. Seguíalos con atención discreta, paso a paso, en su rápido progresar, y decía para sí: «ya ponen las sillas, ya traen la sopa, ya se sientan, ya echan agua en las copas, ya empiezan».
Don Florencio vio con marcada satisfacción que la comida empezaba, y dio su último paseo.
Su mujer salió a recibirle.
—Todavía el izquierdo está como hielo, —dijo él dando una gran patada con la aludida extremidad—. ¿Vamos a la mesa? Gracias a Dios. Ya era hora.
Felipe notó entonces aumento y difusión de aquellos diversos vapores de comida. Tan pronto olía a cosas fritas, tan pronto a guisados, todo suculentísimo, delicado y confortativo. Él miraba, afectando cierta indiferencia mezclada de compostura, con disimulos muy trabajosos de su verdadero anhelo; y veía que don Florencio, sentado en la cabecera de la mesa, que justamente caía delante de la puerta, le vigilaba desde su asiento. A los otros comensales no les veía Felipe; pero les oía, y podía distinguir, por el metal de cada voz, las varias personas que estaban en la mesa. El habla de la señora con ninguna otra podía confundirse; había dos voces que parecían de señorita fina, dos o tres de niño, y a todas las dominaba una varonil, sonora, grave, al mismo tiempo decidora y chispeante, pues no pronunciaba palabra alguna que no fuera seguida de generales risas y alabanzas.
Lelo, embobado, como esos músicos fanáticos que cuelgan su alma de un hilo de notas, oía Felipe aquel enorme concierto de voces, sorbos y risas, cucheretazos, cuchilladas sobre la loza, toqueteo de platos, esgrima de tenedores, chocar de copas, y esos chupetones de labios que son los besos de la gula. Todas las conversaciones giraban sobre lo que bebía o dejaba de beber el de la voz hermosa, que era el gracioso de la mesa y seguramente el convidado más atendido. Felipe oyó hablar de Jerez, de empanadas de anguilas, de capones cebados, de escabechadas truchas, con infinitos comentarios y opiniones sobre cada una de estas cosas. Así pasó tiempo, tiempo, un lapso indefinido, y por fin los párpados le temblaban, la vista se le iba de puro débil, la piel se le enfriaba, las cavidades de su cuerpo parecían comprimirse y arrugarse, cual odres que nunca más se habían de volver a llenar. ¡Cansancio infinito! Eran ya para él como un peso inútil sus propias miradas, y no sabiendo a dónde arrojarlas, las echó sobre una estampa de Cristo crucificado que delante de él estaba en la pared. Miró los chorros de sangre que al Señor le corrían por el santo cuerpo abajo, y la ferocidad del judiote que le daba el lanzazo, y las tinieblas y flamígeros celajes del fondo, todo lo cual puso espanto en su sensible corazón, llevándole hasta el absurdo convencimiento de que él (Felipito) era tan digno de lástima como nuestro, Redentor.
¡Súbito cambio en su situación! ¡En la mesa hablaban de él! Lo observó sin saber cómo, por la vibración de una palabra en el aire, por milagrosa adivinación de su amor propio. Estremeciose todo al ver que el señor de Morales, desde su asiento presidencial, lo miraba de una manera afectuosa. Después..., ¡visión celeste! En el luminoso cuadro que la puerta formaba, apareció, saliendo de uno de los lados, una cara de mujer que más bien parecía de serafín. Era que una de las señoritas sentadas a la mesa alargaba el cuello y se inclinaba para poderle ver. El murmullo de compasión que del aposento venía, embriagó el espíritu del héroe, y hasta se turbó su cerebro como al influjo de fuerte y desusado aroma. No sabía cómo ponerse ni para dónde mirar. Si miraba al comedor creerían que pedía; si no miraba, lo olvidarían otra vez... Cortó estas angustiosas dudas un niño gracioso y rubio que apareció..., casi puede decirse que entre nubes, desnudillo y con rosadas alas... Apareció, como digo, el niño con un plato en la mano, y se lo puso delante diciéndole:
—Pa ti.
Y el plato, ¡ay!, contenía diversos manjares, bonitos, gustosos, calientes. Decir que el héroe hizo ceremonias o melindres para empezar a consumir el contenido del plato, sería contar patrañas. Se le alegró el alma de tal modo, que no sabía por donde empezar, y esto le parecía bien, aquello mejor y todo venido del cielo. Absorbido como estaba su ser enteramente por tan principal función, aun podía distraer el sentido de la vista para echar una mirada al Santísimo Crucifijo, fue ya, sin saber cómo, tenía rostro de contento. Era más bien el Señor Resucitado que volaba hacia el Cielo, rodeado de gloria. Lo más gracioso era que seguían aún hablando de él en la mesa. Quizás decían alguna broma inconveniente, quizás le comparaban a los gatos, cuando cogen un bocado sabroso y se van a un rincón a comérselo. En efecto..., maquinalmente se había vuelto Felipe de cara hacia la pared, con el plato en las rodillas, y así despachaba su regalo. ¡Vaya unas cosas ricas! ¡Qué gran persona era don Florencio! ¡Y el señor de la voz hermosa, qué gracioso!... Pues aquellas tajadas parecían gloria o pedazos desprendidos de la bienaventuranza eterna. Sin duda eran de la misma carne de las mejillas de la niña bonita que alargaba el cuello para mirarle desde su asiento... ¡Buen queso, bueno! No había niña mejor que aquella doña tal. ¡Y el niño, qué bonito, y las aceitunas, qué sabrosas...! Desde el rincón, miraba él por el rabillo del ojo hacia la puerta sin atreverse a arrostrar la curiosidad de los comensales. Se reían, y la niña bonita se había levantado para verle mejor.
Por fin el plato se quedó vacío, y el mismo niño rubio le trajo pasas, almendras y una golosina amarilla, redonda, lustrosa como cristal, por de fuera dura y quebradiza como caramelo, por dentro blanda y más dulce y rica que todas las mieles posibles... Los de la mesa dejaron de fijar su atención en el héroe. Allí no se pensaba ya más que en beber. El de la voz hermosa debía de ser una humana bodega, según lo que podía almacenar dentro de su cuerpo; las niñas hacían melindres, el otro las llamaba cobardes y ñoñas. Risas y más risas, apremios, protestas, carcajadas, mucho de no por Dios; repetición incesante del vamos, Amparo, esta copita; luego otra voz ay, no, no, don Pedro, por Díos. Y después, Jesús, qué melindrosa... Pero usted me quiere emborrachar..., vamos..., así, valiente... ¡Ay cómo pica! Don Florencio, como fanático por las aguas de Madrid, apenas probaba el Valdepeñas. El héroe le oyó abominar con sesudas razones del ardiente Jerez, y sobre todo, de los vinos compuestos, licores y demás brebajes extranjeros.
—¿Te gustan los oscuritos y manchados o los rubios y flojos? —le oyó decir Felipe aludiendo sin duda a los cigarros, que mostraba en una envoltura de papel. Son de estanco, pero bien escogiditos.
—A ver éste, qué le parece a usted, —dijo el otro sacando un manojo de brevas negras y olorosas.
—Hombre, eso es más fuerte que la pez. Yo, no salgo de mis coraceros.
Gracias...
Restallaron las cerillas... Humo.
Y al poco rato vio Centeno asomar por la puerta un señor no muy alto, doblado y potente, todo, vestido de negro. El rostro hacía juego con el traje, pues era muy moreno. Bien afeitada la barba, los cañones negros sobre la cárdena piel, cruelmente tundida por la navaja, dábanle como aspecto de figura de bronce. Traía en la boca un desmedido puro, del cual debía de sacar mucho gusto, según la fe con que lo chupaba.
Bastaba mirarle una vez para ver cómo salía a la superficie de aquella constitución sanguínea, la conciencia fisiológica, el yo animal, que en aquel caso estaba recogido en sí mismo con indolencia, meditando en los términos de una digestión satisfactoria. Paso a paso llegó hasta el héroe, y le miró de pies a cabeza sin decir nada. Felipe, sobrecogido de respeto, que casi rayaba en terror, se puso en pie y esperó... ¡Qué ojos los de aquel hombre!
IV
Aquella casa de recogimiento y estudio, aquel monasterio de la ciencia se parece a una casa de la vecindad de las más vulgares. Los que allí entran con el espíritu abrasado en esa fe de la ciencia, que escala real y verdaderamente los cielos, creen percibir ecos misteriosos de las altas armonías sidéreas. (Es que la poesía se mete en todas partes, aun donde parece que no la llaman, y así, cuando se cree encontrarla en los arroyuelos, aparece en las matemáticas. ¡Cuántas veces, en un bosque de versos, no se encuentran ni rastros de ella, y se la ve callada, discreta, vestida con túnica de verdad, en la zarza luminosa de una fórmula, enteramente contraria a las formas del Arte!...) Pero los que entran en aquel recinto como se entra en la oficina del Estado donde se hace el Almanaque, no oyen cosa alguna, como no sea la voz casi sublime de don Florencio Mora...les y Temprado, ni ven más que la arquitectura pobre y sin majestad, las dos escaleras, en cuyos descansos se abren las puertas de las habitaciones de los astrónomos, los farolillos de aceite destinados al alumbrado nocturno, verdes, con una montera corva que parece morrión de coracero.
Concluida la observación, Ruiz echó la llave a la sala de la ecuatorial y bajó a su habitación. Miquis y Cienfuegos le oyeron leer su comedia, y la encontraron muy buena, como pasa siempre en estas lecturas de familia. Parecerá extraño que un astrónomo haga comedias; pero ya se sabe que aquí servimos para todo. ¿No fue director del Observatorio un célebre poeta? Anda con Dios, que por algo son hermanas las Musas. Ruiz tenía imaginación, y volvía sus ojos, cansados de escudriñar el cielo, hacia el aparatoso arte del teatro, único que da fama y provecho. Creía él que se puede sobresalir igualmente en labores tan distintas; su espíritu fluctuaba entre el Arte y la Ciencia, víctima de esa perplejidad puramente española, cuyo origen hay que buscar en las condiciones indecisas de nuestro organismo social, que es un organismo vacilante y como interino.
El escaso sueldo, la inseguridad, el poco estímulo, entibiaban el ardor científico de Federico Ruiz. ¿Para qué se metía a descubrir asteroides, si nadie se lo había de agradecer como no fuera el asteroide mismo?... España es un país de romance. Todo sale conforme a la savia versificante que corre por las venas del cuerpo social. Se pone un hombre a cualquier trabajo duro y prosaico, y sin saber cómo, le sale una comedia.
Después que Federico Ruiz leyó la suya, empezaron las disputas. Los tres se habían creído indignos de tener opinión, si no la manifestaran bien adornada de manotadas, aspavientos y porrazos sobre la mesa. Las ideas democráticas, que aún no habían perdido la timidez de la virginidad, el viejo romanticismo, la música clásica, recién venida, gemían en el yunque de aquella disputa, y la sintaxis lloraba lágrimas de solecismos al verse en tales trotes. La lógica, descoyuntada en potro, daba chillidos de sofismas y se vengaba de sus verdugos, aparentando probar las cosas más absurdas, y por último los conceptos convencionales, disfrazados de axiomas, salían por encima de todo, soberbios o insolentes, embozados en la mala fe. Pasó mucho tiempo en estas controversias ociosas, que eran como la esgrima de los entendimientos, ávidos de ensayarse para el presagiado combate. Hubo mucho de pues yo sostengo que hoy por hoy..., y aquello de dígase lo que se quiera, la verdad es... Oyose más de una vez el porque yo soy muy lógico..., y no faltó el yo tengo muy estudiada esa cuestión...
Los instantes volaban. Los minutos corrían con cierta familiaridad juguetona, que no está fuera de lugar en la casa del tiempo. De pronto vieron los disputadores que entraba en la habitación don Florencio, con una bandeja de dulces, copas y una botella. Recibiéronle con alegría, y él, gozoso y lleno de bondad, les dijo al ver su sorpresa:
—Pues qué, señores, ¿no sabían que hoy, 11 de febrero, celebro los días de mi mujer, que se llama Saturna?
—¡Qué gracioso...! —observó Miquis—. Por el nombre de su señora de usted, parece que es esposa de un astro.
—Se llama Saturnina, señor de Miquis.
—Por muchos años...
No estuvieron reacios los tres amigos en la aceptación del obsequio.
Don Florencio, escanciando el jerez, habló un poco de asuntos de la casa... El señor director volvería pronto de Alemania... Se iban a emprender algunas obras en la meridiana y en la biblioteca... Había llegado un gran cajón con el nuevo barometrógrafo encargado a Londres...
Luego, volviéndose a Miquis, le dijo:
—¡Cuánto nos hemos reído con su amigo!
—¿Qué amigo?
—El de la capa, ese infeliz... Le hemos dado de comer, y nos ha contado su historia... ¡Cómo se han reído las chicas!... ¡A Perico le ha caído tan en gracia...! Le hemos hecho mil preguntas. Dice que ha venido de su pueblo a patita para meterse de médico. ¡No, no reírse, señores! Hay casos, hay casos. Yo soy viejo y he conocido a don Lorenzo Arrazola, empollando las lecciones, de noche, a la luz de los portales de las casas... Éste apenas sabe leer; pero tiene una viveza... Dice que estaba en unas minas, que es de la familia de las piedras, y que a él se le ha puesto en la cabeza curar. Todo su empeño es que le tomen de criado, y que le dejen aprender. ¡A mi primo le ha entrado por el ojo derecho...! Entre paréntesis, creo que conocen ustedes a don Pedro Polo y Cortés, capellán de las monjas de San Fernando. Pero no sabrán que tiene una escuela muy bien montada en el hermoso local que le han cedido las señoras a espaldas del convento.
—Le conozco, dijo Miquis con malicia—. Es un cura muy guapetón. Le he visto muchas noches por esas calles embozado en su capa...
—Alto allá, niño. No haga usted suposiciones injuriosas...
—Le he visto en el café...
—Alto...
—Pero, don Florencio, ¿esto es suponer mal? Esto significa que el padre Polo no es hipócrita.
—Como simpático, —dijo Cienfuegos usando un giro popular—, lo es.
—Hombre que no gasta remilgos; pero que sabe su obligación de sacerdote como pocos... Yo lo puedo asegurar así a los señores que me escuchan, —dijo con voz altisonante don Florencio, que admiraba mucho a Olozaga y tenía de cuando en cuando sus dejos y sonsonetes oratorios—. Es Pedro de la mejor pasta de hombres que conozco. Nada de hipocresías; no es él de ésos que dicen una cosa y hacen otra. Lleva el corazón en la mano, y todo cuanto tiene es para los necesitados. Hay quien le critica porque gusta de vestir bien de paisano. ¿Y qué, señores? Para ser bueno, ¿es preciso andar cubierto de andrajos? Muchos conozco, señores, que andan por ahí como anacoretas, y luego en el hogar doméstico..., me callo.
—He oído que el padre Polo es furibundo gastrónomo...
—Alto ahí... Sobre eso también hay pareceres, —añadió Morales tomando asiento—. ¿Que le gusta comer bien en días señalados? Y entre paréntesis, señores, mi mujer nos ha dado hoy una comida..., francamente, creo que ni en Palacio. Volviendo al punto que se debate, diré que sí, ciertamente, a Perico le gustan los buenos platos... Y entre paréntesis, ¿saben ustedes que poquito a poco se ha ido haciendo predicador, y es hoy uno de los mejores que tiene Madrid? Yo soy viejo, he oído muchos oradores en las Cortes, en la Cátedra del Espíritu Santo, y cábeme la satisfacción...
—Muy bien, —clamaron los tres aplaudiendo—. Cábeme la satisfacción...
—No se corte usted a lo mejor... Adelante. —Entre paréntesis, —dijo Cienfuegos con viveza—. También ha tenido usted hoy a su mesa dos chicas preciosas.
—Son hijas de un pariente, el conserje de la Escuela de Farmacia; Amparo y Refugio, dos ángeles, señor de Cienfuegos; trabajadorcitas, modestas. ¡Cómo se han reído con las cosas de Pedro! Porque Pedro es hombre de mucha sal... ¡Y qué corazón, señores! Un ejemplo: vio a ese chico, le encontró simpático y listo. A todos nos daba mucha lástima. Al instante Pedro se volvió a mí y me dijo: «Don Florencio, éste es un hombre: le tomo por mi cuenta». Y yo le dije: «Llévale de criado y enséñale en tu escuela...». Entre paréntesis, señores, los hombres que, como Pedro Polo, se lo deben todo a sí mismos; los hombres que han trabajado para subir desde la nada de su origen al todo de su posición actual, los hombres, en una palabra...
Ésta era ya demasiada oratoria para don Florencio. La plétora de sus ideas le congestionó y no pudo concluir bien aquel brillante rosario de conceptos, —Quiero decir, —prosiguió—, que estos hombres son los que mejor pueden apreciar el mérito y las disposiciones... Volviendo al importante asunto que nos ocupa, diré a los señores que me escuchan que Pedro va a ser nombrado capellán honorario de Su Majestad. Esto no es paja... —¿Qué ha da ser?... Pues no faltaba más...
—Pastor Díaz me le tuvo entre ceja y ceja para una canonjía. El padre Cirilo no le deja vivir..., siempre con recaditos. Y no es porque el primo de mi mujer sea de los aduladores de Su Eminencia Ilustrísima. Al contrario, Pedro tiene pocos amigos entre la gente eclesiástica. Entre paréntesis, no falta quien le critica por su, por su, por su...
Don Florencio no encontraba la palabra; mas la suplía con un vivo ademán que quería decir algo como franqueza, aires distinguidos, soltura...
—Y finalmente, señores, yo soy tan religioso como el primero; pero no me gustan curas retrógrados, sino que vivan con el siglo...
—¡Que se resbala, don Florencio!
Ruiz no podía contener la risa.
—¡Si es un progresistón como una casa! —gritó Miquis, echando el brazo por los hombros al bendito conserje.
—Alto allá, señores, atención... —manifestó gallardamente—. Vamos por partes...
—Está suscrito a Las Novedades y a La Iberia, y es el gran amigote de Calvo Asensio.
—Alto, alto... Orden, señores, orden. Respétese el sagrado de las opiniones. Que Calvo y yo nos tuteemos, sólo quiere decir que ambos somos de la Mota del Marqués, y que le conocí tamañito así. —Vamos que este señor Morales y Temprado, bajo su capita de santo, —dijo Miquis—, es el revolucionario más atroz que hay en Madrid.
—Señor de Miquis...
—Va disfrazado a la Tertulia progresista.
—Señores, si no tuviera el convencimiento, —declamó don Florencio, levantándose un poquito enojado—, si no tuviera el convencimiento deque las palabras dichas por mi particular amigo el señor don Alejandro Miquis...
Era orador sin pensarlo aquel buen señor. Con qué majestad prosiguió la cláusula, después de un pausa de efecto, diciendo:
—...son pura broma, creería que ya la juventud española había perdido el respeto a las canas.
—No, don Florencio... ¡Viva don Florencio!
—Por Dios...
—Aquí entre amigos...
De pie, con la botella vacía en la mano, libre la otra para describir lentos y pomposos círculos en el aire, la gorra un poco echada hacia atrás, el bigote más tieso y las mejillas un tanto encendidas, el insigne don Florencio fue soltando de sus autorizados labios estas palabras, que ni de los de Solón salieran con más gravedad:
—Porque vamos a ver, señores; establezcamos bajo seguras bases esta cuestión. De que a uno le guste la libertad, no se deduce, no se puede deducir..., de ningún modo se deduce... —Pero ¿qué es lo que no se deduce?... —preguntó Alejandro impaciente.
—No interrumpir. ¡Silencio en las tribunas!
—Entre paréntesis, señores, los que hemos andado a tiros con los montemolinistas en Zaldivar y Estella... Pero no, no quiero tocar esta cuestión personal. Mis méritos son escasos, y los dejo aparte. Resumiendo:
yo he sido siempre un hombre de orden, muy español, muy enemigo de lo extranjero y de la tiranía; pero... Entre paréntesis, ahora me acuerdo de cuando el pobre Bartolo Gallardo me decía: «Mientras haya curas no nos curaremos». Éramos muy amigos. Tenía la cabeza del revés... Yo no fui ni soy de su parecer, y por eso digo: Mucha libertad, mucha religión, para que el mundo ande derecho. De otro modo no es posible, no señor, lo sostengo... ¡Libertad, religión!... Y no me sacan de ahí. Olózaga, en las Constituyentes del 55, pensaba lo mismo. ¿Para qué sirve la libertad de cultos? Absolutamente para nada. Para que los demagogos, señores, insulten a los ministros del altar... Veo que se ríen. Bueno, ríanse todo lo que quieran. Ustedes son unos polluelos que no tienen mundo. Leen muchos libros, que yo no leo; pero no crean que por eso saben más. ¡El mundo, la experiencia, los años! Ésos, ésos, señor de Miquis, ésos son mis libros.
Cuando uno tiene la cabeza llena de canas puede reírse de las ilusiones y desvaríos de la juventud... Y veo que la juventud está hoy muy echada a perder. ¡Esas democracias extranjeras!... Si aquí tuviéramos juicio...
Pero no, con eso de todo o nada nos están pervirtiendo... Yo conozco gente de Palacio que me ha asegurado que no hay tales obstáculos tradicionales... Aquí se habla más de la cuenta.
—Como que el mejor día me llaman al Duque.
—No digo yo que al Duque precisamente, —manifestó don Florencio de una manera augusta—, pero...
—Más vale que no nos lo diga usted...
—Que lo diga...
Don Florencio dio algunos pasos hacia la puerta, y de improviso volvió acompañado de esta soberana idea:
—Yo digo que en la Europa hay tres hombres grandes, tres hombres de talento macho..., y son: Napoleón III, el cardenal Antonelli y don Salustiano de Olózaga.
Y sin esperar respuesta, cual hombre convencido de que no merecían escucharse los comentarios que se hicieran a su afirmación, dio otra vuelta a lo militar, y se fue diciendo:
—Señores, que haya salud, y que les aproveche.
Despareció. Los tres amigos tuvieron la consideración de esperar a que estuviera lejos para soltar la risa, y tras la risa las agudezas que a competencia descargaron sobre el bendito señor, hasta que le dejaron bien acribillado... Era un progresista platónico y vergonzante que se iba callandito a la Tertulia algunas noches, y desde el rincón donde se sentaba no perdía sílaba de los discursos. Pero sólo gustaba de aquéllos que fuesen templados y juiciosos, y si le seducía la sencillez elegante y la diplomática malicia de Olózaga, o la pedestre claridad de Madoz, desde que algún orador fogoso se salía con embozadas invectivas o con palabritas y donaires contrarios a la religión, ya estaba mi hombre desasosegado y fuera de su centro. Se escabullía con disimulo, y abandonaba el local, diciendo para sí:
Estos señores matarán al partido con su imprudencia... La exageración es causa de todos los contratiempos del partido... Nada, no conocen que todo se puede conciliar, el triunfo del partido y la religión de nuestros mayores.
Su inteligencia, según decía Ruiz, era una petrificación, en la cual se veían hasta tres ideas perfectamente conservadas, duras o inmutables como las formas fósiles que un tiempo fueron seres vivos. No tenía vanidad sino para suponerse amigo de célebres personajes, y decía: «Cuando Fermín Caballero y yo nos conocimos en Barajas de Melo...», o bien: «Don Martín me contó tal o cual cosa...», «Don Antonio González me quiso llevar a Londres cuando fue a la embajada»... Era hombre de gran sobriedad, enemigo de las bebidas espirituosas y aun de la horchata de cepas; muy inteligente en aguas; de estos catadores de manantiales que distinguen con admirable paladar el agua de la fuente del Berro de la de Alcubilla, y encuentran diferencias notables entre la de la Encarnación y la del Retiro. Así, en días señalados, se le veía descender al Prado y tomar asiento en el banquillo de una aguadora, de quien era parroquiano, y allí hacerse servir un gran vaso de Cibeles o el Berro, el cual iba bebiendo a sorbos, paladeándolo y gustándolo con más chasqueteo de lengua que si fuera manzanilla de Sanlúcar o amontillado, de treinta años. Su pericia en esta materia, con doctas aplicaciones a la Geografía, se mostraba siempre que en su presencia se hablaba de viajes por pueblos o ciudades famosas. Él ilustraba las discusiones diciendo:
«¡Oh, Bustarviejo!..., ¡pueblo de muy buenas aguas!», y otras veces su desdén de todo lo extranjero encontraba ocasión de enaltecer la patria de este modo: «¡Bah, París!..., pueblo donde no se puede beber un triste vaso, de agua...».
Desde su edición pequeña de Las Novedades observaba el movimiento político, sin comprender de él más que la superficie bullanguera y la palabrería rutinaria. A veces hallaba en su diario alguna cosa ininteligible, algo que era como los escalofríos y el amargor de boca del cuerpo social y síntoma de su escondida fiebre. Entonces se llevaba el dedo a la frente, afectaba penetración, y risueño, borracho de agua, decía a su consorte:
—Saturna: ¡qué cosas escriben estos haraganes para hacer reír a la gente!
V
Las cuatro serían cuando Miquis bajó y con él sus amigos. Ya no estaba su protegido en el lugar donde le había dejado, sino junto al pórtico norte del edificio, viendo cómo discurrían con algazara, por entre los setos de evónyimus y aligustre, las dos niñas bonitas y el reverendo primo de la esposa de Morales. Ésta y el propio Mora...les y Temprado gozaban de los últimos rayos del sol en la columnata del Observatorio viejo, dando palique a una señora mayor que les acompañaba. Dos niños jugaban en la explanada meridional, oprimiendo alternativamente los lomos de un caballo de palo.
—Mire, señor, —dijo Felipe a su protector, agarrándole de un faldón—; mire aquel caballero que allí está con esas señoritucas... Me va a desasnar.
—Buena falta tienes... —Me toma de criado..., tiene discuela... Mañana voy...
Ruiz y Cienfuegos se decían disimuladamente cosas picantes sobre las dos agradabilísimas niñas del conserje de la Escuela de Farmacia... Mas no se entienda que de esta murmuración saliese concepto alguno contrario a la buena fama de las tales, siendo todo referente a recuerdos de Ruiz, a la hermosura de ellas y al gusto que ambos tendrían en tratarlas con la mayor confianza. Cienfuegos las había visto en el paraíso del Real y casi había hablado algunas palabras con la menor, que era la menos bonita y tenía un defecto. Faltábale un diente. A la mayor se le podía decir, como a Dulcinea, alta de pechos y ademán brioso. Tenía lo que llaman ángel, expresión de dulzura y tristeza, y un hermosísimo pelo castaño, que podría figurar allá arriba, allá, en la constelación del León junto a la cabellera de Berenice.
¡Lástima grande que se notara en su cuerpo cierta tendencia a engrosar más de lo que pedían la justa proporción y repartimiento de las formas humanas! Era, no obstante, ágil y airosa. Pusiéranle túnica griega y bien podría pasar por Diana la cazadora, que, según dice Pausanias, era de formas redonditas, o por Cibeles, la que dio vida a tantísimos dioses.
Luego, aquel cuello blanco, torneado... ¡Adiós!, desaparecieron las dos y don Pedro tras aquellos arbolitos y ya no se les vio más. La tarde caía.
—Vamos, —dijo Miquis, poniéndose su capa—, que le entregó Felipe.
Aún estuvieron mucho tiempo allí, porque don Florencio pegó la hebra con Cienfuegos, y entre hablar de tal o cual cosa, y despedirse y volverse a despedir, y ofrecimiento por acá, congratulación por allá, se vino el crepúsculo encima quedamente. Fresquecillo picante convidaba a todos a marcharse. Ruiz se volvió a su casa. Cuando Cienfuegos y Miquis bajaban la cuesta, éste se sintió detenido por una tímida fuerza que le atenazaba el borde de la capa; volviose y vio al más humilde de los héroes, que con gran consternación le dijo:
—Señor, ¿se va sin decirme nada?
—Es verdad: ¡ya no me acordaba de ti! Ven con nosotros.
Ligerísimo, expresando su afecto con saltos, como un perrillo, emprendió Felipe la marcha al lado de su protector. No puede formarse idea de lo que padeció su dignidad al oír decir a Cienfuegos:
—¿Estás loco? ¿A dónde vas con ese espantajo?
—A casa. Le voy a dar ropa.
—¡Ropa!... Mañana voy con aquel caballero... A las ocho, a las ocho... Me toma de criado, y me enseña todo lo que sabe, —dijo Felipe brincando.
—¿Te pondrías tú unas botas mías?
—¿Qué hacer...?
—Pues yo le voy a regalar una corbata verde, —indicó Cienfuegos.
—Y tengo yo una levita, que se la podría poner un duque.
Oyendo tales cosas, veía el bueno de Felipe delante de sí mundo risueño de comodidades, glorias, grandezas y regalo. El cielo se abría plegando su azul, como las cortinas de un guardarropa, y mostraba una y otra prenda; ésta para invierno, aquélla para verano; y tras la ropa mil objetos de lujo y opulencia, como por ejemplo: varias cajas de cerillas, un bastoncito, un reloj con tres varas de cadena, anillos, una cartera con su lapicito para apuntar, paraguas, etc.
—Y dos camisas viejas, ¿qué tal te vendrían?
—Vamos, que tengo yo un cinturón de gimnasia que no me sirve para nada...
—Y yo un sombrero número 3. ¿Te lo pondrás?
Felipe brincaba. Su gratitud no podía ser elocuente de otro modo.
—Es tarde, —dijo Cienfuegos avivando el paso—. Doña Virginia se va a poner furiosa porque tardamos.
—¡Valiente cuidado me da a mi Doña Virginia! Di, Felipe, ¿dormirías tú en una cama de colchones si te pusieran en ella?
Felipe, atacado de un gozo convulsivo, echó a correr, desapareció. Al poco rato, Miquis le sintió a su espalda, imitando con donosura infantil el ladrar de un cachorrillo.
A trechos con prisa, a trechos lentamente, disputando en cada esquina y pasando repetidas veces de una acera a otra, llegaron los dos amigos y su protegido al centro de Madrid. Por cualquier motivo fútil, cuando no lo había de importancia, habían de estar siempre cuestionando y riñendo Miquis y Cienfuegos. En ellos la amistad no habría tenido goces, despojada de la irritación de la controversia, y de aquel dramático interés que provenía de las frecuentes embestidas entre uno y otro temperamento. Lo que hablaron, lo que argumentaron, lo que por aquella simpleza de ir a prisa o ir despacio dijeron, no se puede contar. A poco más pasan de las palabras a las obras.
—Es que no me gusta que esperen por mí.
—Mira no te vaya a comer doña Virginia...
—No es sino que...
—No me vengas a mí con...
—Bruto, no es eso...
—Animal, no se puede tratar contigo...
Llegaron por fin a su casa, que era de las que llamamos de huéspedes, y estaba, según cuenta quien lo sabe, en una mala calla situada en un barrio peor, la cual si llevara nombre de varón como lo lleva de hembra, se llamaría del Rinoceronte. Subieron al cuarto, que era segundo con entresuelo, por la mal pintada, peor barrida y mucho peor alumbrada escalera, y antes de que llamaran abrió con estruendo la puerta una hermosa harpía, que en tono iracundo les increpó de esta manera:
—¿Son éstas horas de venir a comer? ¡Qué señores éstos! No se puede con ellos. Usted, don Alejandro, tiene la culpa.
—Señora, ¿quiere usted irse a...?
—¿A dónde, a dónde?
—A donde usted quiera.
Acobardado Felipe por el destemplado lenguaje de aquella matrona, se detuvo en el último escalón, mirando con ansiedad a la puerta, que se iba a cerrar ante él. Retrocedió Alejandro para llamarle; mas cuando la señora, tan guapa como furiosa, oyó que Miquis decía: «entra, muchacho», se arrebató más, cerró de golpe, y he aquí sus dramáticos acentos, conservados por un erudito averiguador:
—Pero qué... ¿Habrase visto? ¿Otra vez me trae estafermos de la calle?... No faltaba más...
—Señora, —dijo Miquis con zalamería—. Si no me deja usted hablar, no hay medio de entendernos. Yo sólo quería pedir a usted tuviese la bondad de dejar dormir a ese chico en la buhardilla. Oír esto y volarse fue todo uno. Los demás huéspedes acudieron al ruido, curiosos de ver lo que pasaba.
—¿Qué les parece a ustedes este don Alejandro?... —prosiguió la dueña de la casa, pasando ya del furor a las burlas—. Niño, ¿es esto una hermandad para recoger pobres?... El mes pasado me trajo un italiano de ésos que tocan el arpa; hace días un viejo ciego con joroba y clarinete, y hoy... Vaya unos amigos que se echa el tal don Alejandro. Y no pide nada..., que les ponga cama en la buhardilla, que les dé de comer... Vaya, señores, a la mesa, a la mesa.
Entre tanto, Miquis acercaba su rostro al ventanillo y por el enrejado de cobre decía:
—Felipito, Felipito...
—Señor...
—Espérese usted ahí un momentito...
Los compañeros de hospedaje se burlaban, y la misma doña Virginia, pasado aquel primer chispazo de ira, se reía también, diciendo:
—¡Pobre don Alejandro!... Es un buenazo.
Y no paró en esto su desenojo, sino que, mientras se servía la sopa, fue adentro y sacó pedazos de pan, queso y golosinas, y poniéndolo todo en un papel salió a la escalera. Al poco rato volvió al comedor asustada, con las manos en la cabeza y riendo a todo reír. —Pero ¡qué loco, Virgen madre, qué loco!... Allá está dándole ropa...
Le ha dado el chaqué azul que no se ha puesto más que tres veces..., y dos camisas y unas botas enteramente nuevas... ¡Jesús, Jesús!
En el extremo de la mesa sonó una voz campanuda, dictatorial, que separando con pausa las sílabas, promulgó esta sesuda frase:
—Acabará en San Bernardino.
II. Pedagogía
I
Dice Clío, entre otras cosas de menor importancia quizás, que don Pedro Polo y Cortés se levantaba al amanecer, bajaba a la iglesia de las monjas, decía su misa, se desayunaba en la sacristía, fumaba un cigarrillo, volvía después a su casa, charlaba con su madre por espacio de un cuarto de hora, cambiaba de ropa, daba un suspiro... Todo esto ocurría invariablemente día por día, sin que nada faltase, ni el chocolate, ni el suspiro. Esto último era como la señal para entrar en el local de la escuela, cuyas puertas se abrían a las ocho en verano y a las nueve en invierno.
Hemos dicho que se abrían las puertas. ¡María Santísima!, ¡qué ruido, qué pataditas, qué empujones! La vetusta casa temblaba como en amenaza de desplomarse. Y el estruendo duraba hasta que aparecía don Pedro, no diré repartiendo bofetones, sino sembrándolos con gesto semejante al del labrador que arroja en tierra la semilla. Luego daba una gran voz. ¡Vaya un silencio, camaradas! Creo que se podría oír el ruido que hiciera una mosca frotándose la trompa con las patas... Después, poquito a poquito, saltaba un murmullo, una sílaba, una palabra, y de esto se iba formando susurro hondo y creciente que no se sabe a dónde llegaría si don Pedro con su potente quos ego no lo atajara.
Había un pasante a quien llamaban don José Ido, hombre aplicadísimo a su deber, pálido como un cirio y con ciertos lóbulos o berrugones que parecían gotas de cera que le escurrían por la cara; de expresión llorosa y mística, flaco, exangüe, espiritado; manifestando en todo las congojas de una de esas vidas de abnegación y sacrificio heroicamente consagradas a la infancia. Tenía en la frente un mechón de negros y espeluznados cabellos que parecía un pábilo humeante, y en sus ojos, siempre mojados, chisporroteaban, con la humedad y el pestañeo, las más desgarradoras elegías. Era el mártir oscuro y sin fama de la instrucción, el padre de las generaciones, el fundamento de infinitas glorias, la piedra angular de tantas fortunas y de preclaros hechos. Políticos que habéis firmado sabias leyes; ministros que con un meneo de rúbrica lleváis diariamente la felicidad al corazón de vuestros amigos; negociantes que autorizáis un crédito; notarios que dais fe; poetas que conmovéis la muchedumbre; jurisconsultos que lucháis por el derecho; médicos que curáis, y periodistas que escribís y amantes que fatigáis el correo, acordaos de don José Ido, que al poner una pluma en vuestra mano torpe y al administraros el bautismo de tinta, iniciándoos en la religión de la escritura, os dio diploma y título de cristianos civilizados...
Porque el fuerte, o mejor dicho, el sacerdocio de nuestro don José Ido, era la caligrafía. Enseñaba por el Evangelio de Iturzaeta una forma redonda, armónicamente compuesta de trazos gordos y finos, con cada rasgo para arriba y para abajo que daba gloria, y un golpe de mayúsculas que podría competir con lo mejor de los tiempos benedictinos. Cuando por encargo especial acometía un trabajo de felicitación o cosa semejante, para implorar por cuenta propia o ajena la benevolencia de cualquier magnate, eran de ver aquellas emes iniciales con el cabello erizado de entusiasmo, aquellas haches que arrastraban más cola que un pavo real, aquellas erres que hacían cortesías, aquellas efes con más peluca que Luis XIV, aquellas eses minúsculas que parecían saltar de gozo, aquellas eles a caballo sobre las íes, aquellas jotas con morrión, y otras infinitas maravillas que producían a la vista ilusión de pirotecnia, todo rematado con unas etcéteras que a la cola de esta procesión pendolística iban con plumachos, blandiendo alabardas y banderolas. El resto lo hacían mil vaivenes de rúbrica como flechas disparadas o laberinto arácnido, en el centro del cual aparecía lánguido, indolente, cual si cayera mareado en medio de tanto círculo el claro nombre de José Ido del Sagrario.
La clase duraba horas y más horas. Era aquello la vida perdurable, un lapso secular, sueño del tiempo y embriaguez de las horas. Nunca se vio más antipática pesadilla, formada de horripilantes aberraciones de Aritmética, Gramática o Historia sagrada, de números ensartados, de cláusulas rotas. Sobre el eje del fastidio giraban los graves problemas de sintaxis, la regla de tres, los hijos de Jacob, todo confundido en el común matiz del dolor, todo teñido de repugnancias, trazando al modo de espirales, que corrían premiosas, ásperas, gemebundas. Era una rueda de tormento, máquina cruelísima, en la cual los bárbaros artífices arrancaban con tenazas una idea del cerebro, sujeto con cien tornillos, y metían obra a martillazos y estiraban conceptos o incrustaban reglas, todo con violencia, con golpe, espasmo y rechinar de dientes por una y otra parte.
En la cavidad ancha, triste, pesada, jaquecosa de la escuela, se veían cuadros terroríficos: allá un Nazareno puesto en cruz; aquí dos o tres mártires de rodillas con los calzones rotos; a esta parte otro condenado pálido, cadavérico, todo lleno de congojas y trasudores, porque se le había atragantado una suma; más lejos otro con un cachirulo de papel en la cabeza y orejas de burro, porque sin querer se había comido una definición. Como el sol reverbera sobre el rocío, así, por toda la extensión de la clase, las sonrisas abrillantaban las lágrimas, cuando no las secaba el ardor de las mejillas. Los números y rayas trazadas en los encerados daban frío, y mareaban los grandes letreros y las máximas morales escritas en carteles. Las negras carpetas, al abrirse, bostezaban, y los tinteros, ávidos de manchar, hacían todo lo posible por encontrar ocasión de volcarse... Daba grima ver tanto dedo torpe y rígido agarrando una pluma para trazar palotes, que más se torcían cuanto mayor era el empeño en enderezarlos. Las bocas, nerviositas, hacían muecas con el difícil rasgueo de la pluma... A lo mejor un cráneo sonaba seco al golpe de un puño cerrado y duro. Restallaban mejillas sacudidas por carnosa mano. Los pellizcos no cesaban, y a cada segundo se oía un ¡ay! Se confundían las voces de bruto, acémila con los lamentos, las protestas y el lastimoso y terrorífico yo no he sido. La palmeta iba cayendo de mano en mano, incansable, celosa de su misión educatriz, aporreando sin piedad a todo el que cogía. La quemazón de la sangre, el cosquilleo, el dolor agudísimo, daban entendimiento al torpe, mesura al travieso, diligencia al indolente, silencio al lenguaraz, reposo al inquieto. Y como auxiliares de aquel docto instrumento, una caña y a veces flexible vara de mimbres sacudían el polvo. Había nalgas como tomates, carrillos como pimientos, ojos con llamaradas, frentes mojadas de sudor de agonía, y todo era picazones, escozor, cosquilleo, latidos, ardor y suplicio de carnes y huesos.
Salvas las contadas ocasiones en que se veía cruzar por el aire una mosca con rabo de papel, sucediendo a esto la algazara propia del caso, el aburrimiento llenaba las horas de la clase, aquellas horas que avanzaban arrastrándose como las babosas sobre la peña. Los miembros se entumecían, y no había fuerza humana capaz de impedir las patadas, los desperezos, aquel acostar la cabeza sobre los brazos cruzados, el cuchicheo, la inquietud... Una autoridad férrea, despótica, a quien la conciencia del deber daba algo de la crueldad sublime que enalteció a Junio Bruto, Jefté y Guzmán el Bueno, recorría los bancos, desde que se notaban los primeros síntomas de la rebelión del fastidio. A la manera que el cómitre de una galera iba sacudiendo con duro látigo la pereza de los infelices condenados al remo, así don Pedro ponía rápido correctivo con su mano o su vara al arrastrar de suelas, a las pandiculaciones, al cuchicheo, al mirar, al reír. ¡Pobres orejas! ¡Cuántas veces se veía la mano del maestro levantar muy alto una cabeza sus pendida de una oreja o empujar otra sobre, la carpeta con tal fuerza, que a poco más se incrusta la nariz en la tabla!... Su máxima era: Siembra coscorrones y recogerás sabios.
II
Don Pedro Polo y Cortés era de Medellín; por lo tanto tenía con el conquistador de Méjico la doble conexión del apellido y de la cuna. ¿Había parentesco? Dice Clío que no sabe jota de esto. Doña Claudia, madre de nuestro extremeño, sostiene que sí; mas para probarlo se vale del sentimiento antes que de las razones. El padre, hombre que gozó la más pura y noble fama de honradez, murió desastrosamente en la cárcel veinte años antes de estos sucesos que ahora referimos. Perseguido con saña por graves delitos ajenos, de que su buena fe le hizo en apariencia responsable, fue mártir del honor; fue, como suele decirse, un carácter elevado y glorioso, de ésos que, si no abundan, no faltan tampoco en cada edad, para que conste, conforme al plan del mundo, que este no es patrimonio de los males. Murió como un santo, y muchos están con menos motivo en los altares.
La familia no había vivido nunca con holgura, y muerto el jefe de ella, quedó en triste miseria. A Pedro Polo le correspondía llevarla sobre sí, cosa en extremo difícil, pues se encontraba con veinticuatro años a la espalda, sin haber estudiado cosa alguna, sin oficio, carrera ni habilidad que pudiera serle provechosa. Sólo sabía leer, escribir, contar y un poco de latín más macarrónico que erudito. Había pasado la niñez y lo mejor de su juventud dedicado a divertimientos corporales y al saludable ejercicio de la caza. De su complexión atlética, ¿qué beneficio podía sacar como no fuera un jornal mísero? A las ciencias no les tenía maldita afición. La milicia le seducía, pero ya era tarde para pensar en ella. Ir a cualquier parte de las próvidas Américas en busca de fortuna cuadraba a su natural aventurero y a su atrevido espíritu; pero mientras parecía la fortuna, que allí como en todas partes no se alcanza sin trabajo y paciencia, ¿de qué vivirían su madre y su hermana? El comercio no le desagradaba; pero no tenía más capital que su escopeta y un poco de pólvora. Cualquier profesión, por breve y fácil que fuese, requería tiempo y libros, y la necesidad de la familia no tenía espera. Una sola carrera había, cuya posesión pudiera acometer y lograr en poco tiempo el joven Polo. Le apretaba a seguirla un tío suyo materno en tercer grado, canónigo de la catedral de Coria; hubo lucha, sugestiones, lágrimas femeninas, dimes y diretes; el tío ofreció pensionar a la madre y hermana mientras durasen los breves estudios, y por fin todos estos estímulos y más que ninguno el agudísimo de la necesidad vencieron la repugnancia de Polo, le fingieron una vocación que no tenía y...
Cantó misa, y la familia tuvo un apoyo. Cinco años pasó Polo y Cortés en Medellín, viviendo con estrechez, pero viviendo. Con sus misas, sus funerales y bautizos, desempeñando la coadjutoría de la parroquia, pudo pagar deudas onerosas que abrumaban a la familia. Disentimientos y rivalidades de sacristía le obligaron a salir de su pueblo. Vivió algún tiempo en Trujillo; desempeñó más tarde un curato en Puente del Arzobispo, y luego residió seis años en Toledo, siempre con grandísima penuria, mortificado por la pena de no poder sacar a su madre y hermana de aquella triste vida, llena de incomodidades y pobreza. Esto tuvo feliz término cuando se estableció en Madrid. ¡Gracias a Dios que le sonreía la fortuna!
Desde que una azafata de la Reina, extremeña, solicitó y obtuvo para Pedro Polo el capellanazgo de las monjas mercenarias calzadas de San Fernando, la vida de aquellas tres personas tomó cariz más risueño y un rumbo enteramente dichoso. ¡Las monjas eran tan buenas, tan cariñosas, tan señoras...! Ellas mismas sugirieron a su bizarro capellán la idea de poner una escuela donde recibieran instrucción cristiana y yugo social los muchachos más díscolos, y para realizar este noble pensamiento le ofrecieron el local que tenían por el callejón de San Marcos en la casa del marquesado de Aquila Fuente, tronco de aquella piadosa fundación.
Era el edificio tan viejo, que por respeto a su origen glorioso se tenía en pie. La planta principal servía para habitación de don Pedro y su familia, y la baja, que tenía espaciosas cuadras, para albergar la escuela y toda la chiquillería consiguiente. Hermoso plan, tan pronto pensado como hecho. Así como el tío canónigo (a quien don Pedro en sus ratos de jovialidad solía llamar el bobo de Coria) había dicho hágote sacerdote, las monjas habían dicho a su vez hágote maestro. Para su sotana pensaba Polo así: ¿Clérigo dijiste?, pues a ello. ¿Profesor dijiste?, pues conforme. Dichosa edad esta en que el hombre recibe su destino hecho y ajustado como toma un vestido de manos del sastre, y en que lo más fácil y provechoso para él es bailar al son que le tocan. Música, música, y viva la Providencia.
El éxito de la escuela fue grande. Centenares de hijos del hombre acudieron de todas las partes del barrio, atraídos por la fama de docto, paternal y juicioso que había adquirido Polo sin saber cómo. El caudal de la familia engrosaba lentamente, y vierais por fin cómo se dulcificaba la hasta entonces amarga vida de aquella buena gente; cómo podía gozar doña Claudia de comodidades que hasta entonces no conociera, y Marcelina Polo decorar su persona con severa compostura. No faltaban ya en la casa los alimentos sanos y abundantes, ni el abrigo en invierno, ni algunos honrados esparcimientos en verano. Aunque la mayor de las satisfacciones de don Pedro Polo era el bienestar de su madre y hermana, por quienes sentía verdadera adoración, no le disgustaba tomar para sí una parte de los dones de la fortuna, y al año de establecida la escuela se le podía ver y admirar, vestido de paisano o de eclesiástico, según los casos, con la pulcritud y el lujo de los curas más distinguidos.
Aquel nobilísimo oficio le daba mucho que, hacer al principio, porque tenía que aprender por las noches lo que había de enseñar al día siguiente, trabajo penoso e ingrato que fatigaba su memoria sin recrear su entendimiento. Todo lo enseñaba Polo según el método que él empleara en aprenderlo; mejor dicho, Polo no enseñaba nada; lo que hacía era introducir en la mollera de sus alumnos, por una operación que podríamos llamar inyecto—cerebral, cantidad de fórmulas, definiciones, reglas, generalidades y recetas científicas, que luego se quedaban dentro indigeridas y fosilizadas, embarazando la inteligencia sin darla un átomo de sustancia ni dejar fluir las ideas propias, bien así como las piedras que obstruyen el conducto de una fuente. De aquí viene que generaciones enteras padezcan enfermedad dolorosísima, que no es otra cosa que el mal de piedra del cerebro.
III
También dice la chismosa Clío que el temperamento de don Pedro Polo era sanguíneo, tirando a bilioso, de donde los conocedores del cuerpo humano podrían sacar razones bastantes para suponerle hostigado de grandes ansias y ambicioso y emprendedor, como lo fueron César, Napoleón y Cromwell. Sobre esto de los temperamentos hay mucho que hablar, por lo cual mejor será no decir nada. Quédese para otros el fundar en el predominio de la acción del hígado el genio violentísimo de nuestro capellán, y en el desarrollo del sistema vascular, así como en la superioridad de las funciones de nutrición sobre las de relación, la intensidad de sus anhelos, su fuerza de voluntad incontrastable. Cierto es que si se hubiera dedicado, como su paisano, a conquistar imperios, los habría ganado con rapidez. Habiéndose metido, por la fatalidad de los tiempos y de las circunstancias a instruir muchachos, los instruía por los modos y estilo que el otro empleó en domar naciones. Y no comprendía Polo la enseñanza de otra manera. Se le representaba el entendimiento de un niño como castillo que debía ser embestido y tomado a viva fuerza, y a veces por sorpresa. La máxima antigua de la letra con sangre entra, tenía dentro del magín de Polo la fijeza de uno de esos preceptos intuitivos y primordiales del genio militar, que en otro orden de cosas han producido hechos tan sublimes. Así, cuando movido de su convicción profundísima, descargaba los nudillos sobre el cráneo de un alumno rebelde, esta cruel enseñanza iba acompañada de la idea de abrir un agujero por donde a la fuerza había de entrar el tarugo intelectual que allí dentro faltaba. Los pellizcos de sus acerados dedos eran como puncturas por las cuales se hacían, al través de la piel, inyecciones de aquella sabiduría alcaloide de los libros de texto.
Gran auxilio prestaba a don Pedro el pasante don José Ido, mayormente en el arte de escribir. Polo escribía mal, y su ortografía era muy descuidada. Ido lo ayudaba también en las lecciones, y hacía leer a los pequeñuelos, mas con tan delgada voz y entonación tan embarazosa, que para articular una sílaba parecía pedir prestado el aliento al que estaba más próximo. Los chicos, desde el mayor al más pequeño, respetaban y temían tanto a don Pedro, que ni aun fuera de la clase se atrevían a hacer burla de él; pero al pobre Ido lo trataban con familiaridad casi irreverente. Las paredes del callejón de San Marcos estaban de punta a punta ilustradas con el retrato del señor de Ido, en diferentes actitudes y eran de ver lo parecido del semblante y la gracia de la expresión en aquellos toscos diseños. No faltaban explicaciones y leyendas que decían:
Ido diendo a los toros; y por otro lado: Ido del Sagrario calléndosele los calzones. Porque este pobre calígrafo tenía las carnes tan flácidas, que toda su ropa parecía escurrirse, y que cada pieza, desde la corbata a los pantalones, estaba más baja del sitio que le correspondía. Otra cosa que daba motivo así a las cuchufletas como a las ilustraciones, era el cartílago laríngeo o nuez del pasante, el cual era grandísimo. Entre las pinturas murales, que representaban casi siempre escenas de toros, había una cuyo letrero decía: El toro, perdone ustez — me le enganchó de la nuez...
A este hombre probo, trabajador, honrado como los ángeles, inocente como los serafines, esclavo, mártir, héroe, santo, apóstol, pescador de hombres, padre de las generaciones, le trataba don Pedro delante de los chicos con frialdad y sequedad; mas cuando estaban solos le abrumaba a cortesanías y piropos, como éste: «es usted más tonto que el cerato simple», dicho con desenfado y sin mala voluntad. O bien le saludaba así:
—Cierre usted esa boca, hombre, que se le va por ella el alma.
Y era verdad que parecía que el alma estaba acechando una ocasión para echársele fuera y correr en busca de mejor acomodo.
Los capones y pellizcos, los palmetazos y nalgadas, las ampliaciones de orejas, aplastamiento de carrillos, vapuleo de huesos y maceración de carnes no completaban el código penitenciario de Polo. Además de la pena infamante de las orejas de burro, había la de dejar sin comer, aplicada con tanta frecuencia, que si las familias no sacaban de ella grandes ahorros era porque no querían. Todos los días, al sonar las doce, se quedaban en la clase, con el libro delante y las piernas colgando, tres o cuatro individuos que se habían equivocado en una suma o confundido a Jeroboan con Abimelech, o levantado algún falso testimonio a los pronombres relativos. Los autores de estos crímenes no debían alcanzar de nuestro Eterno Padre el pan de cada día, que todos piden, pero que sólo se da a quien lo merece. Bostezos que parecían suspiros, suspiros como puños llenaban la grande y trágica sala. Isaías no habría desdeñado llorar tan dolorosas penas, y hubiera hallado algún sublime acento con que pintar aquellos desperezos tan fuertes, que no parecía sino que cada brazo iba a caer por su lado. A menudo las páginas sucias, dobladas, rotas de los aborrecidos libros se veían visitadas por un lagrimón que resbalaba de línea en línea. Pero esta forma del luto infantil no era la más común. La inquietud, la rebeldía, el mareo, la invención de peregrinas diabluras eran lo frecuente y lo más propio de estómagos vacíos. Quien gastaba su poca saliva en mascar y amasar papel para tirarlo al techo; quien dibujaba más monos que vieron selvas africanas; quien se pintaba las manos de tinta a estilo de salvajes...
Cuando la clase concluía, allá a las cinco de la tarde, después de diez horas mortales de banco duro, de carpeta negra, de letras horribles, de encerado fúnebre, el enjambre salía con ardiente fiebre de actividad.
Era como un ardor de batallas, cual voladura de todas las malicias, inspiración rápida y calorosa de hacer en un momento lo que no se había podido hacer en tantas lloras. Una tarde de enero, un chico que había estado preso sin comer y sin moverse en todo el día, salió disparado, ebrio, con alegría furiosa. Sus carcajadas eran como un restallido de cohetes, sus saltos, de gato perseguido, sus contorsiones, de epiléptico, la distensión de sus músculos, como el blandir de aceros toledanos, su carrera, como la de la saeta despedida del arco. Por la calle de San Bartolomé pasaba una mujer cargada con enorme cántaro de leche. El chico, ciego, la embistió con aquel movimiento de testuz que usan cuando juegan al toro. El piso estaba helado. La mujer cayó de golpe, dando con la sien en el mismo filo del encintado de la calle, y quedó muerta en el acto.
IV
Es forzoso repetir que la crueldad de don Pedro era convicción y su barbarie fruto áspero pero madurísimo de la conciencia. No era un maestro severo, sino un honrado vándalo. Entraba a saco los entendimientos y arrasaba cuanto se le ponía delante. Era el evangelista de la aridez, que iba arrancando toda flor que encontrase, y asolando las amenidades que embelesan el campo de la infancia, para plantar luego las estacas de un saber disecado y sin jugo. Pisoteaba rosas y plantaba cañas. Su aliento de exterminio ponía la desolación allí donde estaban las gracias; destruía la vida propia de la inteligencia para erigir en su lugar muñecos vestidos de trapos pedantescos. Segaba impío la espontaneidad, arrancaba cuanto retoño brotara de la savia natural y del sabio esfuerzo de la Naturaleza, y luego aquí y allí ponía flores de papel inodoras, pintorreadas, muertas.
Por uno de esos errores que no se comprenden en hombre tan bueno, estaba muy satisfecho de su trabajo, y veía con gozo que sus discípulos se lucían en los Institutos, sacando a espuertas las notas de sobresaliente. Don Pedro decía: ellos llevan el cuerpo bien punteado de cardenales, pero bien sabidos van.
A los tres años de esta ordenada vida capellanesca, escolástica y cardenalicia, la familia se encontraba en un pie de comodidades que nunca había conocido. Doña Claudia Cortés se trataba con azafatas, alabarderas, tal cual camarista y otras personas bien puestas en Palacio. Marcelina Polo, que llevaba el peso de la casa, había logrado decorar ésta con cierta elegancia relativa. En el reducido círculo de las relaciones de la familia pasaba ya por dogma que ningún cacareado colegio de Madrid ofrecía a los muchachos educación tan sólida, cristiana y de machaca—martillo como el del padre Polo. Llegó día en que eran necesarias las recomendaciones para admitir una nueva víctima en el presidio escolar. Desgraciadamente para la familia, los ingresos, aunque regularcitos, no correspondían a la fama, del llamado colegio, por tener don Pedro una cualidad excelsa en el terreno moral, pero muy desastrosa en el económico, la cual era una extremada y nunca vista delicadeza en cuestiones de dinero. Aquella voluntad de hierro, aquel carácter duro se trocaban en timidez siempre que era preciso reclamar de algún chico o de sus padres el pago de los honorarios. Así es que muchos no le pagaban maldita cosa, y él antes se cortara una mano que despedirles. Este sublime desinterés lo tuvo también el padre de don Pedro, de donde le vino, al decir de sus contemporáneos, que muriera en afrentosa cárcel. La economía política debe llamar a esta virtud voto de pobreza, y es evidente que estorba para todo negocio que no sea el importantísimo de la salvación.
Pero bueno es decir que los fallidos ocasionados en la caja por los efectos de esta santidad los compensaba Polo y Cortés con otros ingresos que le sobrevinieron cuando menos pensaba. Alentado por varios amigos, se metió a predicador. Hizo una tentativa; le salió regular; animose; fue entrando en calor, y al año se lo disputaban las cofradías. Él no era por sí elocuente; pero le favorecían su voz grave, llena, hermosa, a veces dulce, a veces patética, y su facilidad de dicción. En tres o cuatro leídas se apropiaba un sermón de cualquiera de las colecciones que existen. De su propia cosecha ponía muy poco. Había tenido también el talento de asimilarse el énfasis declamatorio y la mímica del púlpito, que tan grande parte tienen en el éxito. Cada perorata le valía una onza, y a su madre le daba con cada sermón diez años de vida, porque, según ella, a los ángeles mismos no se les ocurrirían cosas tan sublimes y cristianas como las que su hijo echaba por aquella boca. No se desvanecía don Pedro con estas lisonjas, flores preciosas del amor materno, y a solas con su conciencia literaria, cuando bajaba del púlpito, iba diciendo:
—Dios me perdone las boberías que he dicho.
Muchas amistades cultivaba don Pedro en Madrid. Eran las principales la de un empleado de Hacienda que conoció en Toledo, y la de un fotógrafo, excelente sujeto, extremeño, y que también era Cortés de nombre y genio.
Las señoras de ambos visitaban mucho a doña Claudia, y tomaban participación en sus jugadas de lotería. Porque es bueno saber que a la madre de don Pedro le había entrado pasión tan ardiente por la Lotería Nacional, que en todas las extracciones echaba algo, y se pasaba la vida discurriendo y combinando números. Éste era bonito, aquél feo, tal otro había sido afortunado, cual refractario a la suerte; pero la suya era con todos tan mala como incorregible su manía de probarla dos o tres veces al mes. El empleado de Hacienda paseaba con don Pedro algunas tardes, y las de día de fiesta infaliblemente. Se ponían los dos muy guapos, de guante y gabán, y se medían todo el Retiro, hablando de la cosa pública, del reconocimiento del reino de Italia y de la guerra de Santo Domingo. El fotógrafo no había encontrado manera mejor de corresponder a la amistad de los Polos que retratándolos a todos de todas las maneras posibles. Por esto se veían las paredes de la salita salpicadas de diferentes imágenes en cuantas formas se pueden idear: don Pedro, de hábitos, sentado; don Pedro, de paisano, con un libro en la mano; Marcelina, de mantilla, ante un fondo de ruinas y lago con barquilla; don Pedro y su madre, sobre telón de selva con cascada, ella sentada y estupefacta, él en pie mirándola, y otros muchos más.
Dos parentescos tenían los Polos en Madrid, y los dos eran con venerables conserjes de establecimientos científicos. El de la escuela de Farmacia, padre de las dos guapas chicas que vimos aquel día en donde queda dicho, era pariente lejano de Polo. Su apellido era Sánchez y Emperador; pero a las niñas se las llamaba comúnmente las de o las del Emperador. Doña Saturna, esposa de aquel don Florencio Morales que se emborrachaba con agua, era sobrina de doña Claudia. A estos parientes consideraban más que a nadie los Polos, no sólo por sus cualidades y virtudes, sino porque doña Saturna poseía entre éstas una de grandísimo valor para don Pedro. Era aquella señora la más eminente cocinera que se ha visto, doctora por lo que sabía, genio por lo que inventaba, y artista por su exquisito gusto. Cuentan que en su juventud había vivido con monjas y servido después en casas de gran rumbo. Todo lo dominaba, la cocina rancia española y la extranjera, la confitería caliente y fría. De aquí que don Pedro la trajera en palmitas, porque el buen señor, al pasar de su primitiva vida miserable a la regalona en que entonces estaba, se pasó también gradualmente y sin darse cuenta de ello, de la sobriedad del cazador a la glotonería del cortesano. Le acometían punzantes apetitos de paladar, y mientras más rarezas coquinarias probaba, más se encariñaba con todas y más deseaba las nuevas y aun no conocidas. Su gusto se refinó mucho, y sin aborrecer los platos nacionales, adoraba algunos de los extranjeros connaturalizados en España. Su madre alentaba esto mimándole y engolosinándolo sin tasa, discurriendo las cosas más aperitivas y confabulándose con doña Saturna para proporcionarle un día y otro esta novedad, aquella sorpresa.
Siempre que los Polos invitaban a algún amigo a comer, doña Saturna se personaba en la casa desde muy tempranito, y cuando Morales celebraba sus días o los de su mujer, el primer convidado era Polo. Las de Emperador iban a una y otra parte, y en ambas eran muy agasajadas por sus méritos, por su índole modesta, por ser huérfanas de madre y por aquel ángel, aquella mansedumbre graciosa, aquel dejo y saborete de sentimentalismo que tenían.
Marcelina Polo las quería entrañablemente, y hacía para ellas laborcillas de gancho, corbatas y mil enredos y regalitos. Ya que hemos nombrado a la hermana del capellán, conviene decir que esta señora, de más edad que don Pedro, era lo que en toda la amplitud de la palabra se llama una mujer fea. Su cara se salía ya de los términos de la estética y era verdaderamente una cara ilícita, esto es, que quedaba debajo del fuero del poder judicial. Debía, por consiguiente, recaer sobre ella la prohibición de mostrarse en público. Así lo conocía la dueña de aquel monumento azteca, y ni tenía en su habitación espejos que se lo reprodujeran, ni salía más que para ir a la iglesia o a visitar amigas de confianza. Era una persona insignificante, pero que tratada de cerca inspiraba algunas simpatías. Ocupábase de cuidar la casa, de hacer obras de mano, generalmente de poco mérito, y de rezar, escribir cartitas a las monjas o enredar un poco en la sacristía de la iglesia. Resumiendo todo lo que nos dice Clío respecto a estas tres personas, nos resulta que se avenían y ajustaban maravillosamente, viviendo bajo un mismo techo y amándose con ardor, tres diferentes pasiones: Gula, Lotería, Religión.
V
—¡No, si no te he de pasar nada; si te he de brear y batanear y curtir, hasta que seas otro y no te parezcas a lo que fuiste!... Haz cuenta de que naces. ¿Dices que quieres aprender y ser hombre?, pues ahora te las verás conmigo.
Esto decía Polo a su nuevo alumno, recogido por caridad un domingo por la tarde, en momentos de satisfacción digestiva. Se vieron, se hablaron, se comprendieron, simpatizaron y de la simpatía salió el siguiente contrato: don Pedro sería maestro de su criado y el criado sería discípulo de su amo. Perfectamente... A la familia le hacía falta un chiquillín que desempeñase recados, barriese casa y escuela, que a veces no podían con más polvo, y prestara además otros servicios. Doña Claudia se veía negra muchas veces para poder repartir a domicilio los papelitos en que hacía constar las participaciones que ésta o la otra persona tenían en sus jugadas. Marcelina recibió a Felipe con benevolencia. ¡Cuántas veces había dejado de mandar un recado importante a las monjas por no temer quien lo llevara! Agradó a todos el muchacho, y como llevaba la buena ropa que le había dado Miquis, casi casi parecía un paje, un caballerito... Señaláronle para su vivienda un cuarto, o más bien garita, en los deshabitados desvanes de la casa, los cuales, aunque llenos de trastos y polvo y telarañas, fueron para él mejores que cuantos palacios puede soñar la fantasía.
Hasta aquí muy bien. ¡Grande, inesperada fortuna del héroe, que decía gozoso: Ahora no hay quien me tosa. ¡Si la Nela me viera en medio de tantos santos, blandones, murumentos y animales!... Y era verdad que en compañía de todo esto se hallaba, porque los sotabancos del caserón de Aquila Fuente servían a las monjas para depósito de objetos inútiles o de otros que no tenían hueco en la sacristía, y allí había cantidad de imágenes, las unas rotas, las otras desnudas, aparejos de funeral y diversas piezas del monumento de Semana Santa en cartón y madera. Los animales eran los que acompañan y simbolizan a tres de los Evangelistas, piezas enormes y algo pavorosas, cuya vista daría miedo a quien no tuviera corazón tan esforzado como el de Felipe.
Los primeros días pasaron bien. En la escuela, la torpeza del neófito no causaba sorpresa al maestro ni a don José Ido, por estar el chico en estado completamente primitivo o cerril. Ni en el servicio doméstico había tiempo aún de juzgarle, porque su ignorancia de todas las cosas le disculpaba de su inhabilidad. Si no sabía el destino de los objetos más usuales, como una bandeja, la badila, el molinillo de café, ¿cómo se le podía inculpar equitativamente de no traer lo que se le pedía, de equivocarse casi siempre y aun de romper alguna cosa? Marcelina llevaba con cierta resignación sus desaliños, le aleccionaba con paciencia y le alentaba con discretos plácemes cuando era puntual. Menos tolerante doña Claudia exageraba las faltas de él y ponía las manos a la altura de sus anteojos siempre que la criada, muerta de risa, venía a contar alguna fechoría o gansada del pobre Felipe. Porque Maritornes, preciso es decirlo para que cada cual tenga su verdadero puesto, lo había declarado guerra a muerte desde el principio, y muchas cosas que él hubiera hecho bien las hacía mal porque ella le confundía con sus gritos y le atropellaba con sus lenguarajos. No habían pasado tres semanas, cuando doña Claudia decía a todo el que la quisiera oír:
—¡Qué cosas tiene mi hijo!... Habernos traído aquí este... Lo que digo, es un número sin premio.
Una cualidad buena reconocían todos en Felipe, y era que jamás contestaba a las reprimendas, ni se daba por aludido de los pellizcos, coscorrones y demás argumentos en vivo que en la escuela y en la cocina se le hacían. Todo lo llevaba con paciencia aquel estoico pequeño de cuerpo. Si no llegaba a decir, como el otro, que el dolor es bueno, en su interior lo diputaba justo y merecido, y a solas lloraba de rabia, encolerizado contra sí mismo, o se ponía de hoja de perejil, ponderándose su torpeza y brutalidad... ¡Si aquello parecía arte del demonio! Él procuraba salir airoso de todo, y todo le salía lo peor posible. ¿De qué le valía poner en cada faena sus cinco sentidos y aun alguno más? Notaba en sus manos una tosquedad que las hacía ineptas para todo lo que no fuera cargar espuertas de tierra. Mal o bien, ya se iba haciendo a manejar platos y tazas; pero cuando le ponían una pluma entre sus tiesos y duros dedos; cuando le sentaban delante de un papel rayado y le mandaban trazar... ¡Dios de los pequeños, Dios de los débiles!, ¡qué sudores, qué congojas, qué doloroso esfuerzo! La mano se le ponía rígida y trémula; era una mano de cartón que, en vez de sangre, estaba llena de cosquillas. Para someterla a la voluntad, el angustiado alumno alargaba el hocico, hacía trompeta de sus labios, distendía todos los músculos de su cuerpo, contraía los dedos de los pies... Ni por ésas; sólo conseguía mancharse de tinta hasta el codo, y en tanto el infame palote no salía. Daba grima ver aquel trazo curvo, erizado de púas como un cardo... Y cuando, al fin, parecía que iba saliendo un poquito más derecho..., ¡cataplúm!, un coscorrón del pasante le hacía soltar el papel para llevarse la mano a la parte dolorida y rascársela cuanto permitieran las iracundas miradas de don Pedro... Nueva tentativa, nuevo fracaso, acompañado de esta lluvia de flores:
—Burro, eso no es escribir, eso es dar coces...
En lectura iba bien. Pero cuando, pasado algún tiempo, le pusieron a desflorar los elementos de las artes y ciencias... ¡Dios misericordioso, amparo de la ignorancia!... Nada, nada, Polo y don José Ido convinieron unánimes en que carecía absolutamente de memoria y entendimiento. No había fuerza humana que pudiera hacerle decir bien ninguna de aquellas sabias definiciones que compendian la sabiduría de nuestros libros escolares. No son para contados los testimonios que levantaba y los trastrueques que hacía al intentar decir que el participio es una parte de la oración que participa de la índole del verbo y del adjetivo. En otras definiciones se trabucaba más por no conocer el valor y significado de las palabras.
¡Flojita cosa era para él saber lo que es Gramática! Re—córcholis, si no sabía lo que es arte.., si no sabía lo que quiere decir correctamente...
Por algo, sí, por algo, Dios de justicia, pensaba el pobre Centeno que fabricar ciertas definiciones y asar la manteca eran cosas harto parecidas. Luego venía la Historia Sagrada con sus cáfilas de nombres, sus genealogías, sus guerras, sus episodios patéticos y trágicos. Aquello era otra cosa. Aun en insulso extracto, la historia de Israel ofrece interés a la infancia. Pero el entendimiento del pobre Centeno no estaba hecho, no, para retener tanto y tanto nombre de individuos y pueblos. Deploraba la fecundidad de Jacob, y las tribus le traían a mal traer, porque confundía una con otra, o le colgaba un parentesco al más pintado. Él no sabía de linajes, ¡contra!, y lo mismo daba Juan que Pedro. Un día cometió un desliz bíblico—mitológico achacando a Nabucodonosor excesos y desmanes del Señor de Júpiter, y al ver que todos se reían, dijo con mucho desenfado:
—Lo mismo da; tan pillo era el uno como el otro.
La algazara que produjo esta observación fue tan grande, que don Pedro tuvo que dar zurribanda general para imponer silencio, aunque él mismo no contenía la risa.
Venía luego la Doctrina Cristiana. Al fin, al fin se iba a lucir.
Como que ya sabía él algo, y aun algos de cosa tan buena, santa y admirable, de que se deriva la máquina toda del humano saber. Pero a las primeras de cambio, ¡Dios de los tontos!, empezó mi sabio a desbarrar.
Érale imposible retener en la memoria las respuestas que comprenden y definen los altos principios del Cristianismo. Cuando las cláusulas eran breves y sencillas, menos mal; mi hombre las espetaba de corrido; pero ¡ay!, cuando venía una de aquellas cosas hondas, largas, enrevesadas y oscuras que guardaba el librito en sus últimas hojas, ya era Felipe hombre perdido... Allá iban proposiciones que harían estremecer de espanto a los Santos Padres. ¡Risas, escándalo y patadas en la clase! No se ha visto ni verá más atrevido heresiarca. ¡Decir que la gracia es un ser divino que nos hace esclavos del demonio!... ¡Ciérrate, boca nefanda!
Un día, que fue de los más infelices que tuvo Centeno en la casa de don Pedro, a los tres meses de haber entrado en ella; un día en que todo lo dijo mal y lo hizo peor, y echó por aquella boca los más horribles despropósitos que pueden oírse, don Pedro tuvo una idea entre humorística y sanguinaria que al punto quiso poner por obra como saludable escarmiento y visible lección de sus alumnos. Porque cuando el tal don Pedro, siempre tan serio y ceñudo, con aquella cara de juez inexorable y aquella expresión de patíbulo, tenía humoradas, eran éstas ferozmente irónicas, verdaderas caricias de puñal, como los epigramas de Shakespeare. Cogió a Felipe, me le puso de rodillas sobre un banco, le encasquetó en la cabeza el bochornoso y orejudo casco de papel que servía para la coronación de los desaplicados. Luego, en el airoso pico de esta mitra colgó un cartel que decía con letras gordas, trazadas gallardamente por don José Ido: EL DOCTOR CENTENO.
¡Dios de Dios, qué risa, qué estruendo, qué ovación! Aquel día tenía don Pedro humor burlesco. Su alma de pedernal echaba chispas, y de su verbosidad chancera brotaban cuchillos. De sus chistes resultaba el escarnio. Paseándose delante de la víctima, con la palmeta en la mano, decía:
—Este señor vino a Madrid para ser médico. Como es tan aprovechado, tan sabio, tan eminente, pronto le veremos con la borla en la cabeza...
Ánimo, hombre, no llores... No hay carrera sin trabajos... Ya estás a medio camino. Si sabes más que ese tintero... Serás módico: tómale el pulso a la pata de la mesa.
¡Risas, confusión, aplausos, bramidos! Don Pedro era el maestro más gracioso...
VI
Por desgracia de Centeno, la antipatía que inspiró a doña Claudia, en vez de disminuir con el tiempo, iba creciendo a causa del carácter seco y desabrido de aquella señora. Era la roca árida en que había nacido la negra encina que llamamos don Pedro Polo. Luego la maldita criada agravaba la situación de Felipe con sus enredosos chismes. De todo lo malo que en la casa pasaba había de tener la culpa el sin ventura hijo de Socartes. Si traía algo, lo traía tarde; si se lo confiaba cualquier faena de la cocina, echábala a perder; si redoblaba su esmero, resultaba que, por atropellar las cosas, salían mal; si al ir a comprar algo lo hacía con poco dinero, lo que había traído era detestable; si resultaba caro, era un sisón; si hablaba, era entrometido; si se callaba, sin duda estaba meditando picardías; si se limpiaba la ropa, era un presumido; si no, era un Adán. En resumidas cuentas, habría deseado el Doctor (pues dieron en llamarle de este modo, y también el Doctorcillo) tener la sabiduría de aquel señor tan despejado de que hablaba la Historia Sagrada, Salomón, para poder complacer a la doméstica y a la señora. Los regaños de ésta, importunos y soeces, le ponían en tal tristeza, que le entraban deseos de marcharse de la casa. Viendo que sus leales esfuerzos no tenían estímulo ni recompensa, desmayaba su valeroso ánimo, y lo mismo le importaba cumplir que no. Así, cuando iba a recados, se detenía en las calles mirando los escaparates o añadiéndose al corro que por cualquier motivo se formara, o entablando sabroso palique con este o el otro amigo. En tanto, las horas de servicio crecían de lo lindo y las de enseñanza mermaban. Viéndole cada día más torpe, apenas se lo tomaba lección de aquellas condenadas materias que tan poca gracia le hacían, y el gran don José Ido, al llegar a él, decía:
—Mira, Doctor, más vale que te vayas a subir agua, que estas cosas no son para ti.
Y él veía el cielo abierto, porque más le gustaba y más le instruía sacar agua del pozo y cargar una cuba que repetir aquello de que el artículo sirve para entresacar el nombre de la masa común de su especie.
De las enseñanzas de la escuela, lo único que le agradaba era la Geografía. Cierto día que estaba en la clase y tenía delante un mapa muy bonito, donde se veían los países pintados con rayas y masas de colores, y el mar azul y las islas de extraña forma, sintió una tentación que sin duda debía de ser mala. ¡Diablos de chicos; no hay cosa que no inventen!... Pues se le ocurrió nada menos que dejar a un lado los palotes, como se arroja fatigosa carga, y ponerse con toda su alma a retratar el mapa, imitando los contornos y perfiles que allí parecían el propio rostro de las naciones. ¡Qué lástima no tener caja de pinturas o al menos lápices de colores! Así, así debían ser enseñadas todas las cosas.
¿Por qué no se han de pintar la Gramática y la Doctrina?... Manos a la obra y venga papel. Sacó del bolsillo un pedazo de lápiz y aquí te quiero ver, talento. Raya por allí, raya por allá; aquí un pico, más allá un hueco, todito iba saliendo a maravilla: la Inglaterra, que es una isluca con muchas púas; Suecia, que parece una gran pieza de bacalao; Franciota con luengas narices; Portugalito con la boca risueña, que es la del Tajo; Italia como una bota; Grecia cual manojo de pueblecitos, y Rusia grandísima, informe, esteparia, soñolienta sin fisonomía... Muy bien. La cosa prometía. El retrato estaba hablando, y aunque a algunas de las naciones no las conocería ni la mala mujer que las inventó, si el artista tuviera goma con que borrar para rehacer su trabajo..., ¡re—contra!... Tan engolfado estaba en sus golfos, y tan aislado dentro de sus islas, que no vio venir a don Pedro, el cual se acercó por detrás pasito a pasito... ¡Ay Dios mío! Del primer capón poco faltó para que los nudillos del maestro penetraran hasta la masa cerebral del geógrafo pintor, y detrás otro y otro, dados al compás de estas cariñosas frases:
—¡Animal, siempre de juego, pum!... ¡Si te voy a freír. ¿De esa manera, ¡pum!..., correspondes al bien que te he hecho recogiéndote..., ¡pum!, de las calles? No se puede..., ¡pum!, sacar partido de ti. Anda, anda, arriba...
El resto de tan cristiano discurso fue, más que pronunciado, escrito con las manos del maestro sobre las mejillas rojas del criminal y sobre otras partes de su cuerpo. Cada lagrimón que le caía abultaba más que un garbanzo. La suerte es que se los iba bebiendo a medida que llegaban a la boca; que si los dejara rodar, seguramente le mojarían la ropa. Al subir, se tentaba el cráneo para indagar cuántos y de qué calibre eran los agujeros que en él, a su parecer, tenía.
Doña Claudia estaba de malísimo talante aquel día por tres motivos.
Primeramente le dolía la cabeza, como atestiguaba la venda que se la oprimía, sujetando dos ruedas de patata sobre las sienes. Añadid a esto el disgusto que le ocasionaba la lista grande, que acababa de leer, en cuyo documento, por uno de esos descuidos tan propios de nuestra mala administración, no aparecía premiado ningún número de los que la señora tenía. Seguramente la lista estaba equivocada. Por último, doña Claudia había descubierto en la criada cosas de que no se podía echar la culpa a Felipe. Así, cuando éste se presentó y le dijo llorando: «El señor me ha mandado que suba», doña Claudia se puso en pie, dio al aire las dos aspas de sus brazos, y con voz desabrida le contestó:
—Di a mi hijo que aquí no hacen falta monigotes.
Felipe tornó al piso bajo; mas no tuvo ánimo para entrar en la clase, y sentose junto a la puerta de ella, esperando a que don Pedro saliese y le dijera algo. Allí estuvo largo rato, oyendo el rumor hondo del aula, tan semejante al del mar, y como éste, músico y peregrino. Lo compone un vagido constante de cláusulas que vienen y van, salpicar de letras, restallido de palmetazos y aquel fondo mugidor de la murmuración infantil, que es como el constante silbar de la brisa. Este fenómeno, sobre que entristecía el alma del buen Doctor, le convidaba a mecerse en meditaciones... ¡Qué desfallecimiento el suyo! No podía ya tener duda de que era el más bruto, el más torpe y necio de la escuela.
Él lo comprendía bien, por virtud de su propio entendimiento, en que cada esfuerzo era un fracaso, y además debía de ser cierto, porque lo aseguraban personas como Polo y don José Ido, que eran dos templos de sabiduría. Verdaderamente, el Doctor Centeno no debía estar sino en Socartes, rodeado de sus iguales, las piedras, y de sus dignos prójimos, las mulas. ¿Por qué algunos chicos decían tan bien sus lecciones, y él no daba pie con bola?... ¡Qué cosa más triste! Toda la vida sería un animal... Sí, tan médico sería él como puede serlo una calabaza. ¡Qué desengaño! Y no era por falta de voluntad, que si la voluntad hiciera sabios, él se reiría del mismo Salomón. Era porque le faltaba algo en aquella condenada y cien veces maldita cabeza... Pero no, no lo podía remediar, ni estaba en su mano corregir su natural barbarie. Había hecho fatigosos y titánicos esfuerzos por retener las sabias respuestas de los libros, y las palabras se le salían de la memoria como se saldrían las moscas si se las quisiera encerrar en una jaula de pájaros... El Doctor Centeno para nada servía, absolutamente para nada. ¡Malditos libros, y cómo los aborrecía! Y era tan bobo Felipe, que se le había ocurrido aprender muchas cosas, preguntándolas al pasante. Porque en los cansados libros no se mentaba nada de lo que a él le ponía tan pensativo, nada de tanto y tanto problema constantemente ofrecido a su curiosidad ansiosa.
¡Oh!, si el doctísimo don José le respondiese él sus preguntas, cuánto aprendería! Adquiriría infinitos saberes, por ejemplo: por qué las cosas, cuando se sueltan en el aire, caen al suelo; por qué el agua corre y no se está quieta; qué es el llover; qué es el arder una cosa; qué virtud tiene una pajita para dejarse quemar, y por qué no la tiene un clavo; por qué se quita el frío cuando uno se abriga, y por qué el aceite nada sobre el agua; qué parentesco tiene el cristal con el hielo, que el uno se hace agua y el otro no; por qué una rueda da vueltas; qué es esto de echar agua por los ojos cuando uno llora; qué significa el morirse, etc., etc.
Pensando en estas simplezas, dieron las doce y terminó la clase de la mañana. ¡Momento feliz! Creeríase que el día, perezoso, daba un salto y se ponía de pie... Iban saliendo los escolares a escape y atropelladamente; el último quería ser el primero. Todos, al pasar por donde Centeno estaba, le decían alguna cosa. Éste le daba con el pie; el otro le incitaba a que saliera también para jugar en la calle, y unos con desvío, los más con afecto, todos tenían para él palabra, pellizco o arrechucho. Don Pedro le vio en la puerta, y ceñudo le dijo:
—Hoy estás sin comer.
Ni asombro ni pena causó esto a Felipe, por lo acostumbrado que estaba a tales penitencias. De los seis días de labor de cada semana, tres por lo menos se los pasaba a la buena de Dios. Es forzoso repetir que Polo hacía estas justiciadas a toda conciencia, creyendo poner en práctica el más juicioso y eficaz sistema docente; no lo hacía por ruindad, ni por la sórdida idea de ahorrar la comida de su doctor criado.
Los condenados a ayuno se quedaban en la clase. Se les obligaba a estudiar en aquella triste hora, vigilados por el pasante, a quien una mujer andrajosa llevaba la comida en dos cazuelillos. Mientras ellos leían o charlaban, él comía sus sopas y un guisote de salsa espesa. A veces, cuando les veía muy desconsolados les daba algo. Después hacía traer un café, y repartía el azúcar que sobraba, siendo tal su bondad, que generalmente tomaba el brebaje muy amargo para que no faltara a los hambrientos la golosina. Alguno había tan mal agradecido, que cuando Ido se distraía reprendiendo a otro, echábale bonitamente dentro del vaso un pedazo de tiza de la que servía para escribir en el encerado.
Centeno, por estar privado de comida, no dejaba de servir la de sus amos en el comedor. Luego, cuando la criada ponía la mesa en la cocina, se le mandaba bajar a clase con el estómago más vacío que las arcas del Tesoro. Era tan desgraciado, que siempre llegaba después que el seráfico don José había repartido los terroncillos. Pero algún alma tolerante y cristiana se acordaba de él, hay que decirlo claro; sí, Marcelina le guardaba siempre alguna cosita, para dársela al anochecer, a escondidas de su hermano y de doña Claudia, que decía:
—¿Sabes lo que haces con esos mimos? Pues consentirle y echarle a perder más.
Y a pesar de tantos y tan variados rigores, Felipe tenía cariño a don Pedro; le quería, le respetaba y se desvivía por agradarle. Las reprimendas que su amo le echaba heríanle en lo más vivo de su alma, y ésta se le inundaba de contento cuando sorprendía en el semblante da él señales o vislumbres, por débiles que fueran, de aprobación. Le miraba como un ser eminente y escogido, cual instrumento de la Providencia, grande y terrorífico como aquel Moisés que hacía tan vistoso papel en las Escrituras. Algunos domingos el terrible don Pedro tenía un arranque de generosidad, digno de su alma varonil. Aquella rigidez se doblaba; aquella dureza se fundía; aquel bronce se hacía carne. Llamaba a Felipe, y echando mano al bolsillo, le daba un par de cuartos, diciéndole:
—Toma, hombre, vete por ahí de paseo y compra alguna golosina.
VII
Frente a la casa de don Pedro, por el callejón de San Marcos, se veía, en muestra negra con letras blancas, el título de un periódico.
Estaba en el piso bajo la redacción, y en el sótano la imprenta y máquinas del mismo. Felipe, siempre que salía, se paraba delante de las ventanas a ver por los cristales a los señores que escribían el diario, reunidos alrededor de una mesa con tapete verde, en la cual había muchos papeles cortados, manojos de cuartillas, grandes tijeras y obleas rojas. Los tales eran, según Felipe, los hombres más sabios de la tierra, porque inventaban todas aquellas cosas saladísimas que salían en el papel al día siguiente. Les miraba él desde fuera con supersticioso respeto, y se admiraba de que siendo todos tan sabios no tuvieran mejor pelaje.
Disputaban, reían, y mientras el uno escribía, otro daba grandes tijeretazos sin piedad en distintos papeles más largos que sábanas. De todos aquellos simpáticos señores el que más atraía la atención de Felipe era uno que siempre se sentaba frente a la ventana, y por eso se le veía mejor desde la calle. No era joven; tenía la cara redonda, la nariz muy chica y picuda, la expresión avinagrada, el mirar soberano, y grande, espaciosa y reluciente calva, por la cual se pasaba suavemente la mano, para acariciar sus ideas. Vaya, que si toda aquella cabezota estaba llena de talento, aquel debía de ser el hombre del siglo. ¡Con qué gravedad tomaba ora las tijeras, ora la pluma, y con qué aire se acomodaba a cada momento los anteojos sobre la nariz!... Observando estas cosas, Felipe se detenía en la calle más de lo regular; los recados tardaban eternidades, y luego doña Claudia o Marcelina ponían el grito en el cielo y llovían bofetadas. Mayores fueron aún las distracciones de Centeno cuando se hizo amigo de otro chico de la misma edad, poco más o menos, que era hijo del mozo de la redacción y servía en ésta y en la imprenta para hacer recados y llevar pruebas. No salía nunca el Doctor a un mandado sin asomar las narices a la puerta de la redacción para ver si estaba su amigo. Éste también le buscaba, y como se encontraran, ambos se pasaban las horas jugando, olvidados de su deber. Desde que se vieron simpatizaron, y desde que se hablaron su afecto apareció tan vivo como si fuera antiguo. El primer cambio de palabras fue para enterarse de los nombres.
—¿Cómo te llamas tú?
—¿Yo? Felipe Centeno. ¿Y tú?
—Yo me llamo Juanito del Socorro.
En figura y en genio no tenían semejanza, pues Socorro representaba menos edad de la verdadera; era delgado, flexible y escurridizo como una lagartija. Parecía tener alas en los pies y porque no andaba sino a saltos, y hablaba haciendo mil contorsiones y monerías. Era más embustero que el inventor de las mentiras, que según parece, fue la serpiente del Paraíso, y además vanidoso y lleno de las más graciosas y ridículas presunciones. Se comía la mitad de las palabras, y dándose aires de protector, llamaba a su amigo hijito, con un retintín que habría hecho reír a la rueda de una noria. Por Socorro supo Felipe que el señor de la calva y de los espejuelos sobre la nariz chica era el que escribía los artículos y sueltos de Hacienda.
—¡De Hacienda! —exclamó Centeno, abriendo la boca todo lo que se puede abrir. —Hijí..., tú no sabes; es un señor que siempre está muy enfadado, y cuando escribe, dice que la Deuda..., ¡bum!, la Hacienda, ¡bum!, el Porsupuestro, ¡bum!..., y echa unas carretadas de números que te quedas vizco.
Felipe le oía con la boca abierta, lleno de admiración.
—¡Vaya un hombre!... ¡Cór...!
—Pues mira, hijí..., cuando no está en la casa, los otros relatores se ríen de él, y dicen que es más tonto que el cepillo de las ánimas. Voy a comprarle cigarros... Que se espere.
En estas conversaciones pasaban el tiempo, y se acompañaban el uno al otro en sus recados. A menudo Juanito hacía ponderaciones de su estado y familia, diciendo:
—Hijí, cuando menos lo pienses, te he de colocar..., porque mira, mi padre tiene muchas haciendas, y aunque está sirviendo, es porque van a subir los de acá, y lo menos le hacen comendante... Yo como todos los días gallina y jamón, porque mamá tiene una amiga que es duquesa y le manda regalos... Un día de estos verás el caballo que me va a comprar papá. Lo van a traer de las haciendas, ¿estás?
Otras veces, Juanito, que era listo y conservaba en su memoria lo que oía en la redacción, decía a su amigo con misterioso acento:
—Hijí..., hijí..., ¿no sabes? Esto se va... Vamos al decir que viene revolución. Los señores lo dicen. Ya está la tropa apalabrada. Se arma, se arma.
Centeno, al oír esto, sentía en su espíritu el pasmo que ocasiona todo anuncio de cosas insólitas, sobrehumanas y jamás vistas ni comprendidas.
—Sí, hijí..., cuando yo te lo digo... Esto anda mal, y los curas tienen la culpa de todo... Mi padre, que sabe mucho y es amigo de los pejes gordos, dice que cuando venga la cosa, hay que ahorcar a mucho pillo. A un hermano de papá le mataron en otra trifulca, y papá dice que se la han de pagar..., porque cuando venga la cosa, habrá lo que llaman melicia.
—Pues algo va a pasar —manifestó Felipe, dándose importancia—, porque ayer don Pedro, en la mesa, dijo que esto se pone feo..., ¿oyes?, y habló del Gobierno, de la tropa, del Porsupuesto... Él también lee por las mañanas un papel, y el otro día contaba que..., pues, no me acuerdo. Tú que sabes estas cosucas, di, ¿qué quiere decir las turbas?
—¿Las turbas?..., pues las turbas... Hijí..., eso está claro. Las turbas somos nosotros.
Alguna vez les sorprendía don Pedro, al salir de noche, en estas conferencias, sentados en la puerta de la redacción o en otra más allá, fumándose entre los dos a turno un roto cigarrillo. El maestro no se contentaba con reprender y castigar a Felipe, sino que a los dos les sacudía algunos pescozones diciéndoles:
—Tunantes, id a vuestra obligación.
Don Pedro salía todas o las más de las noches. Aquel hombre, consagrado a rudo trabajo, necesitaba esparcimiento y ejercicio. En los primeros años de su vida escolástica, solía tertuliar con su madre y hermana después de la cena, hasta la hora de acostarse. Pero llegaron días de mayor cansancio, las digestiones no eran tan fáciles, y sobre este malestar vinieron unas melancolías tan negras que no era posible hacer salir de la boca del capellán una sola palabra. Se paseaba por el comedor mirando al suelo; luego se metía en su cuarto y se estaba allí larguísimo rato solo y a oscuras... De repente sentíasele revolviendo en la habitación, y al fin aparecía de paisano, envuelto en su capa.
—Sí —le decía en un bostezo doña Claudia—, bueno es que hagas ejercicio.
Marcelina lo miraba sin decir nada; pero sus miradas traducían tímidamente esta observación: «Ya le entró a mi hermano la calentura».
Don Pedro decía: «voy a dar una vuelta», y se iba. Regresaba a las once, cuando ya su madre dormía. Su hermana le esperaba siempre, y le alumbraba hasta llegar a la alcoba. Don Pedro sólo decía alguna frase referente al tiempo. Vino después larga temporada en que parecía luchar consigo mismo para evitar la salida. Después de comer se entregaba a la lectura. Compró muchos libros, y otros se los prestaba el fotógrafo, que tenía gran copia de ellos. El leer más grato a su espíritu varonil era el de cosas heroicas y fuera de lo común, historias de bravas conquistas o descubrimientos.
También se entretenía con novelas, prefiriendo las de mucho enredo, llenas de pasos y lances estupendos. Los viajes arriesgados por islas y tierras de bárbaros le deleitaban, y todo aquello en que hubiera lucha con feroces bestias o con los elementos; dificultades, trabajos y el siempre sublime sacrificio del hombre por la cruz y la civilización. Su temperamento se empapaba en esto y se condimentaba, dirémoslo así, como ciertos manjares se guisan en su propio jugo.
Jamás se le vio leer libro místico; y cuando tenía que preparar un sermón, cogía la Cadena de Oro de Predicadores, el Alivio de Párrocos, o bien el socorrido Troncoso, únicos libros religiosos que guardaba, y entresacando de aquí y de allí, esto quiero, esto no quiero, una de cal y otra de arena, componía sus enfáticas oraciones; y aprendidas de memoria, las soltaba como un seráfico papagayo, del mismo modo que sus venturosos discípulos decían las definiciones. ¡Y qué pico de oro!
VIII
La mesa de don Pedro había ido ganando, día por día, en variedad y riqueza. Modestísima en los comienzos de la vida capellanesca, era últimamente casi suntuosa. Sobre los regalos que le hacían las monjas, tenía los de sus discípulos, que no eran cualquier cosa. El 29 de junio se renovaba allí el espectáculo eructante de las Bodas de Camacho. En tal día y en otros marcados, convidaban los Polos a algún amigo o pariente, no faltando nunca don Florencio ni el fotógrafo. Doña Saturna iba puntual a hacer sus primores, y desde muy temprano, ella y doña Claudia se metían en la cocina y estaban todo el día machacando especias, haciendo salsas y picadillos, revolviendo peroles. Generalmente, por ser casi todos los comensales extremeños, las dos señoras hacían el frite, guiso de cordero a la extremeña, que era recibido en la mesa con aclamaciones patrióticas.
Cuando iban a comer las dos chicas de Sánchez Emperador, don Pedro estaba en sus glorias, y se esmeraba en ser muy fino y galante con ellas, especialmente con la mayor, que era la hermosa. Profesaba Polo la teoría, por cierto muy razonable, de que se puede ser a un tiempo buen sacerdote y atendedor de las damas, con lo cual, se reverencia de dos maneras al Supremo Artífice de todas las cosas. Por esto, cuando las de Emperador eran convidadas, vierais al señor capellán y maestro salir de su cuarto muy almidonado, muy peinado y oloroso, en correcto y limpio traje de paisano. Luego, durante el curso de la comida, no cesaba de echar donaires por aquella boca, y galanas flores retóricas del mejor gusto y sin chispa de malicia. Todos lo alababan y reían, no siendo las dos chicas indiferentes a los elogios que se hacían de su mérito.
Después de uno de estos días de honesta jarana, solía estar don Pedro muy taciturno y displicente. Notaban los alumnos en él refinamientos de rigor y exigencias inquisitoriales, al tomar la lección. No perdonaba ni una mota. Aun con la familia estaba el buen señor como enojado; economizaba avaramente las palabras; ponía defectos a la comida diaria; quejábase de inexactitudes en los servicios de su hermana; a cualquier descuido, como un botón por pegar o un cuello mal planchado, daba importancia extrema. Se paseaba silencioso de un ángulo a otro de su cuarto, y Felipe se asustaba oyéndole dar unos suspiros tan grandes, que eran como si por el resuello quisiera descargarse de un pesadísimo tormento interior. Únicamente salía de sus labios la frase rutinaria «voy a dar una vuelta» en el momento de ponerse la capa.
Tal estado de misantropía se iba desvaneciendo lentamente, y el personaje, cual pieza forjada que se enfría y recobra su temple y dureza, volvía a sa carácter normal; pacífico y tierno con la familia, afable y cariñoso con todos menos con los alumnos.
Cuando don Pedro se iba a dar la famosa vuelta, doña Claudia, que cenaba sola y más tarde que su hijo, se comía el salpicón o la ensalada, con el cortadillo de vino, y luego se daba a la endiablada tarea de combinar sus números, y recorrer las listas pasadas para hacer un cálculo de probabilidades que no entenderían los matemáticos de más tino. El sueño la cogía de súbito en estos afanes y se dormía sobre sus laureles aritméticos. Después de dar mil cabezadas se iba a acostar, arrastrándose, y poco después sus ronquidos daban fe de la tranquilidad de su conciencia.
Marcelina y Felipe se quedaban en vela esperando a don Pedro, junto a la lámpara del comedor, ella cosiendo o haciendo crochet, él estudiando las lecciones del día siguiente. Muy a menudo el Doctor inclinaba la cabeza sobre la Gramática y se quedaba dormido, como esos Niños Jesús a quienes pintan durmiendo sobre el libro de los Evangelios. La fea de las feas tenía la bondad de respetar a veces aquel descanso, y no lo interrumpía en media hora. Cuando el chico estaba despierto, la señora lo sermoneaba, echándole en cara su poco amor al estudio, sus descuidos en el servicio, y principalmente su pícara afición a vagabundear por las calles y a detenerse las horas muertas siempre que iba a algún recado. Bien conocía Centeno la justicia de estas observaciones; pero en cuanto a su gusto de callejear, se sentía cobarde para condenarlo, porque la amistad de Juanito del Socorro, que le contaba cosas tan interesantes de política y revoluciones, era el único bálsamo de su vida miserable.
Triste era para él la casa; triste su habitación; tristísima la escuela y el pasante y los libros; más tristes aún doña Claudia la cocinera y la cocina. La calle y Juanito eran todo lo contrario de aquel marco sombrío y de aquellas figuras regañonas y lúgubres, lo contrario de los coscorrones, de las bofetadas, de los gritos, del estirar de orejas, de la Gramática (¡el impío y bárbaro estudio!) de la bestial Maritornes, de aquel rudo trabajo sin recompensa moral ni estímulo. Sin un poquito de calle cada día, luz de su oscuridad, lenitivo de su pena y descanso de su entumecimiento físico y moral, la vida le habría sido imposible. —Lee, hombre, lee —le decía por las noches Marcelina, sin quitar los ojos de su obra, cuando sorprendía a Felipe jugando con sus propios dedos o atendiendo a los ruidos de la calle—. Eres malo de veras. No aprenderás nunca palotada. Mi hermano dice que él ha conocido muchos brutos, pero que ninguno como tú... ¿No te da vergüenza, hombre, de ver a otros niños tan aplicaditos...?
Reconociendo el Doctor que la señora hablaba como la misma sabiduría, no le hacía gran caso, y con el alma, más que con los ojos, miraba a la calle, porque sentía los silbidos con que lo llamara el del Socorro.
¡Inmenso dolor!... ¡No poder acudir a tan querido llamamiento! Sin duda tenía que contarle aquella noche cosas muy buenas, por ejemplo: que los regimientos se iban a echar a la calle, que la cosa estaba en un tris y los curas con el alma en un hilo... No había más remedio que tener paciencia y entretener de cualquier modo las pesadas horas, ya mirando los movimientos que con sus dedos hacía Marcelina metiendo y sacando el gancho, ya contando los hoyos que aquella excelente señora tenía en la nariz o los erizados cabellos de su berruga..., porque pensar que él había de leer en la fementida Gramática era pensar en lo imposible.
Un sistema de distracción encontró, a fuerza de aburrirse, Centeno, y era observar los distintos ruidos que hacían las puertas mohosas de la casa cuando las abría y cerraba la cocinera, la cual andaba trasteando, hasta más de las diez, de la cocina a la despensa y de la despensa al comedor. Las puertas, como toda la casa, tenían dos siglos de fecha, y en tan largo tiempo nadie se había tomado el trabajo de acariciar con aceite sus gastados, secos y polvorientos goznes. Así es que daban unos gemidos que parecían de seres vivientes, y su lamentar producía los más extraños efectos musicales. Felipe, en la soledad y hastío de su espíritu, no hallaba mejor entretenimiento que observar la diversa tesitura y acento de cada uno de aquellos ruidos. Tal puerta imitaba el mugido de un buey, tal otra el llanto de un niño; alguna sonaba como voz gangosa que pronunciara el principio del Padre nuestro; la de más allá parecía la matraca de Viernes Santo, y otra decía siempre: mira que te cojo. Amenizaba estas sonatas el lejano roncar de doña Claudia, que a ratos era silbido tenue, a ratos favordón que decía con toda claridad: Sursum Cooor...da.
Cuando las puertas callaban, cual si se durmieran, Felipe buscaba impresiones del mismo orden en las vidrieras. Eran éstas, como las ventanas, grandísimas, desvencijadas. Se componían de vidrios pequeños, verdosos, que retrasaban la luz y eran como aduaneros de ella, pues no le permitían pasar sin cogerse una parte. La madera estaba pintada de azul, al temple, según el uso antiguo; el plomo era negro, y de puro viejo apenas sujetaba los vidrios. Éstos, siempre que los pesados bastidores se abrían, bailaban en sus endebles junturas, cual si quisieran saltar y echarse fuera. Cuando pasaba un coche por la mal empedrada calle, era tanto el temblor y tanta la chillería de los vidrios, que las personas tenían que dar fuertes gritos pará hacerse oír.
Tal era la ocupación del Doctor: atender al paso de los coches. Desde que sentía su rodar lejano, ponía alerta el oído para observar cómo lentamente empezaba el retintín de los vidrios; cómo iba en rápido crescendo, hasta ser algarabía estruendosa. Antojábasele comparar la casa con un cuerpo humano al que se hacían cosquillas, y con las cosquillas se disparaba en convulsivas risas.
De todo esto era preciso tomar acta, y con su pedacito de lápiz iba marcando disimuladamente con rayas, en el margen del libro, los coches que pasaban. Pero algunas veces era vencedor de la atención el fastidio.
Felipe hacía almohada de la gramática y se cuajaba dulcemente como un ángel. Viéraisle despertar pavorido a la entrada de don Pedro, que, por tener llavín, no llamaba nunca. A veces, una mano vigorosa le extraía, suspendido de la oreja, de aquel seno placentero de su sueño, y oía una voz de trompeta del Juicio Final, diciendo:
—A acostarse.
Andaba dormido, tropezando, con los sentidos abotargados, sin enterarse de lo que charlaban el amo y su hermana antes de recogerse. A tientas subía por fin a sus elevados aposentos, y... A media noche todo dormía en la casa, las personas y los goznes y los vidrios. Sólo don Pedro, algunas veces, tenía el sueño tan difícil que el alba y aun el claro día le encontraban como un lince; y gracias que pudiera aletargarse y dar breve descanso a sus energías cerebrales a hora inoportuna, cuando ya el esquilón monjil le avisaba que era llegada la de la misa.
IX
En la calle de la Libertad, más allá de la esquina de la casa donde la redacción estaba, había un solar vacío, separado de la calle por una cerca de desiguales y viejas tablas. Dentro sólo se veían algunos montones de escombros, media docena de escobas y otras tantas carretillas que dejaban allí los encargados de la limpieza urbana. Tenía la tal valla una puerta que estaba cerrada casi siempre; pero Juanito del Socorro y otros chicos de la vecindad, asistentes a la escuela de don Pedro, habían hallado medio de colarse dentro, arrancando una tabla y apartando otra; y posesionados del terreno, lo dedicaron a plaza para hacer en él sus corridas.
Habiendo sido admitido un día Felipe a esta diversión infantil, halló tanto gusto en ella, que se hubiera estado todo el santo día en la plaza, sin acordarse para nada de sus deberes escolares y domésticos, ni de don Pedro, ni del santo de su nombre. Mientras más el juego se repetía, más afición le cobraba, y los domingos por la tarde, si sus amos le permitían salir, entregábase con frenesí a las alegrías del toreo. Saltar, correr, montarse sobre otro, ser alternativamente picador, caballo, banderillero, mula, toro y diestro, era la delicia de las delicias, exigencia del cuerpo y del alma, prurito que declaraba perentorias necesidades de la naturaleza. Días enteros pasaba pensando en el ratito que podía dedicar a la función o representándose los entretenidos episodios y pasos de ella. Y tanto repitieron los chicos aquel juego, que llegaron a organizarlo convenientemente, para lo cual tenía especial tino el gran Juanito del Socorro, sujeto de mucho tacto y autoridad. Era empresario y presidente, acomodador y naranjero. Dirigía las suertes y asignaba a cada cual su papel, reservándose siempre el de primer espada. A Felipe le tocaba siempre ser toro. Quisieron proporcionarse una de esas cabezotas de mimbres que adornan las puertas de las cesterías; pero no lograron pasar del deseo al hecho, porque no había ningún rico en la cuadrilla, ni aunque se juntaran los capitales de todos, podrían llegar a la suma que se necesitaba. Se servían de una banasta, donde Felipe metía la cabeza. ¡Con qué furor salía él del toril, bramando, repartiendo testarazos, muertes y exterminio por donde quiera que pasaba! A éste derribaba, a aquél lo metía el cuerno por la barriga, al otro levantaba en vilo. Víctimas de su arrojo, muchos caían por el suelo, hasta que Juanito del Socorro, alias Redator, lo remataba gallarda y valerosamente dejándole tendido con media lengua fuera de la boca.
Cada cual contribuía con sus recursos y con su inventiva a dar todo el esplendor y propiedad posibles a la hermosa fiesta. No había detalle que no tuvieran presente, ni oportunidad que se escapara a aquellas imaginaciones llenas de viveza y lozanía. Blas Torres, que era hijo de un prendero, se proporcionó una capa de seda con galoncillos de plata.
Algunos llevaban capa de percal, y otros se equipaban con un pedazo de cualquier tela. Perico Sáez, que era hijo del carnicero, presentó a la cuadrilla una adquisición admirable y de grandísimo precio: un rabo, de buey, que Felipe se ataba en semejante parte para imitar la trasera del feroz animal. Con aquello y la banasta en la cabeza y los bramidos que daba parecía acabadito de venir de la ganadería. Fuenmayor llevaba las banderillas de papel, y Gázquez, que era hijo del estanquero, llevaba una cosa muy necesaria en juego tan peligroso, a saber: tiras del papel engomado de los sellos para aplicarlo a las heridas, rozaduras y contusiones. El chico de la prestamista se había proporcionado una corneta para hacer las señales y algunos cascabeles para las mulas; y Alonso Pasarón, el de la tienda de ultramarinos, que era artista, pintor y tenía su caja de colores para hacer láminas, llevaba los carteles con una suerte pintada en verde y rojo, grandes letras y garabatos en que no faltaba palabra, ni fecha, ni detalle de los que en tales rótulos se usan. Pero de cuanto aquellos benditos inventaron para imitar al vivo las corridas, nada era tan ingenioso como lo que se le ocurrió a Nicomedes, hijo del dueño de una tienda de sedas de la calle de Hortaleza. Este condenado reunió en su casa muchas varas de cinta encarnada; con ellas hacía un revuelto lío, se lo metía en la camisa junto a la barriga, y cuando en lo mejor de la lidia desempeñaba con admirable verdad, vendado un ojo, el papel de caballo, y venía el toro y le daba el tremendo topetazo en el cuerpo, empezaba a soltar cinta y más cinta y a cojear y dar relinchos y a hacer piruetas de dolor, con tal arte, que parecía que se le salían las tripas y que se las pisaba, como suele suceder a los caballos de verdad en la sangrienta arena de la plaza. Para que nada les faltara, también se habían adjudicado unos a otros sus alias en sustitución de los nombres verdaderos. A Nicomedes se le llamaba Lengüita, sin duda por lo mucho que hablaba. Blas Torres, ilustre hijo de una prendera, tenía por mote Trapillos. Felipe respondía por el Iscuelero, y Juanito del Socorro tenía un apodo a la vez popular y respetuoso, nombre peregrino, que declaraba en cierto modo su origen literario. Se le llamaba Redator.
En lo mejor de la pelea se presentaba un individuo de policía o el guarda del solar, y les echaba a la calle... Porque, verdaderamente, ¿qué cosa más contraria a la dignidad de una población que esta batahola de chicos en un solar cerrado, en día festivo, y cuando los mayores se entregan con delirio a las ardientes emociones del toreo verdadero? Los guindillas o polizontes municipales demostraban un celo digno de todo encomio en la corrección de estos abusos infantiles, y el guarda, enojadísimo porque profanaban la virginidad de su solar, la emprendía a escobazos con los lidiadores y..., Dios nos libre de que alguno se le rebelara... Por la calle adelante salía corriendo la partida, perseguida activamente por la fuerza pública, y al fin se disolvía, sin más consecuencias y sin ninguna desgracia personal.
Por lo mismo que Felipe no podía disfrutar de este juego sino en breves y angustiosos momentos, robados a cualquier obligación, sus goces eran grandísimos, inefables, y no los trocaría por la gloria eterna. Los sofiones que se llevó por su tardanza en un recado o por sus escapatorias cuando el deber le llamaba a la casa, no son para contados. Pero llegó a familiarizarse de tal modo con el sermoneo y los golpes, que ya no le hacían efecto. Estaba al fin como curtido, y el cuerpo parecía habérsele forrado de duras conchas como las del galápago. Moralmente, su atrofia corría parejas con la insensibilidad dérmica, y el convencimiento de que era malo, incorregible, llevábale a sentir cierto altivo desprecio de los mandamientos de todos los Polos nacidos y por nacer.
Cuando se retiraba de noche a su madriguera, renovaba en su mente con claridad y frescura las gratas sensaciones de la última corrida, y traía a la memoria los puyazos que le dieron, los jinetes que echó a rodar por el suelo, los caballos que destripó y los diestros que hizo pedazos. Oía la bélica trompeta y los gritos de la multitud. hasta el recuerdo del despejo final, hecho a escobazos por el guarda, y aquel desalado correr por la calle, insultando desde la esquina al mismo guarda, tenía dejos gratísimos en su memoria. ¡Oh!, divinas horas, ¿por qué pasáis?
Pronto le ganaba el sueño, y se dormía profundamente, rendido de cansancio. No le permitían usar luz por temor a que prendiera fuego a los trastos almacenados en el desván, y cuando no había luna que le iluminara el paso por aquel tenebroso y fantástico recinto, buscaba a tientas su rincón, y ya se trompicaba en el cáliz de la Fe, ya iba a parar a los brazos de una Virgen o rodaba entre las columnas del monumento.
Si por acaso despertaba a media noche o de madrugada, y era tiempo de luna, le entraba miedo de verse entre tantos señores de cartón, los unos en pie, los otros arrumbados, casi todos muy barbudos y con luengos trajes blancos o negros. Por allí salía un brazo con dorada custodia por aquí la cabeza melenuda de un león; por allá judíos feroces con los brazos en alto y las manos armadas de disciplinas; caras lívidas y afligidas, y lienzos negros con calaveras pintadas y canillas en cruz. Las primeras noches pasó Felipe momentos de agonía, y los escalofríos y congojas no le dejaban dormir. El terror le hacía apretar los párpados, y la curiosidad le estimulaba a abrirlos. Abría un poquito, y luego al punto cerraba prontamente para no ver más. Poco a poco se fue acostumbrando a ver sin miedo las figuras que poblaban su domicilio, y se connaturalizó al fin con ellas, de tal modo, que llegaron a parecerle individuos de la familia, algo como parientes mudos o callados amigos. No obstante, le desagradaba despertar a media noche en tiempo de luna, porque, o él era tonto y veía visiones, o la Fe soltaba el cáliz y se quitaba la venda de los ojos para mirarle a él, a Felipe, que no se atrevía a moverse ni el espacio de un dedo.
También le puso al principio en gran zozobra un ruido que sentía tras las paredes, así como roce y vibración de una soga, rumor seguido de lejanos tañidos de campana. No tardó en comprender que un tabique le separaba de la parte alta del convento y que por allí pendía la cuerda con que las señoras monjas tocaban a maitines a desusadas horas de la noche.
Sentía también Felipe ruido de pasos. Eran las esposas de Jesucristo que bajaban al coro. Una de ellas debía de ser coja, porque claramente se sentía el acompasado toqueteo de dos muletas.
Tempranito despertaba nuestro Doctor. Generalmente no era preciso llamarle; pero a ve. ces, si su cansancio lo emperezaba un poco, subía la criada, y tirándole del cabello, le ponía más despabilado que una ardilla.
Se levantaba mi hombre renegando de las criadas madrugadoras, y antes de bajar se daba un paseo por entre sus inmóviles compañeros de domicilio observando las variaciones que el tiempo y el olvido ponían en la catadura de cada cual. A una santa le tenían los ratones medio comida la cabeza. Las telarañas que abrigaban como toquilla el vendado rostro de la Fe, crecían atrozmente, y rostros había lampiños que echaban barbas de polvo; torneados brazos rodaban por el suelo; alas de ángeles y manos de judíos que, aun desprendidas, no habían soltado el látigo. Había rostros apolillados que de tristes habíanse vuelto cómicos y alegres.
Pero lo más interesante para el gran Felipe era un San Lucas, tamaño como dos hombres bien conservado, y que estaba, no enteramente a plomo sino algo arrumbado sobre San Marcos, el cual, oprimido del peso de su compañero, tenía estropeadas y ajadísimas las ropas. A los pies del primero había un magnífico toro, del cual no se veían más que los cuartos delanteros y la cabeza, tan grande y hermosa como la de los que salen en la plaza. El escultor que tal pieza hizo había sabido imitar a la Naturaleza con tan exquisito arte, que al animal no le faltaba más que mugir. Tenía sus cuernos relucientes, corvos y agudísimos, los ojos negros y vivos, la piel oscura...; en fin, daba gozo verle.
De cuanto en el desván había, esta cabeza taurina era lo que principalmente merecía las simpatías, mejor dicho, los amores de Felipe.
La quería con toda su alma. Todos los días le quitaba el polvo, y por fin la limpió con agua, dejándola tan reluciente, que era una maravilla de aseo. Un día, mientras la limpiaba, notó en el cuello del animal una grande y profunda hendidura. Sí, la cabeza estaba casi separada del tronco, y bastaba tirar un poco para desprenderla completamente. ¿Se atrevería? Sí; Felipe tiró cuidadosamente y con cierto respeto, y el apolillado cartón se rasgó como un papel.
La cabeza era hueca, cual muchas de carne y hueso puestas sobre humanos hombros. En la mente de Felipe nació una idea..., ¡qué idea!
Pronto fue luz y norte de su alma... ¡Qué soberbia pieza para jugar al toro! El Doctor metió su cabeza dentro de la del animal y vio que le venía como el mejor de los sombreros... Pero no veía nada. Los ojos no tenían agujeros... Tanto le dominó y subyugó su idea, que aquel mismo día hubo de subir con disimulo el cuchillo de la cocina, y le sacó los ojos al toro.
Hizo dos agujeros, con los cuales la cabeza quedó convertida en la más admirable careta que se ha podido ver. ¡Bien, muy bien!
Si él se atreviera..., pero no, no se atrevería. Pues si se atreviera, ¡qué golpe!... Si cuando estuviesen los chicos en lo mejor de la corrida se presentara él de repente con su cabeza puesta...! De fijo creerían que habría entrado en la plaza un toro de verdad... ¡Qué sensación, que efecto, qué delirio! ¡Con qué envidia lo mirarían!...
Porque él primero se dejaba desollar que ceder su cabeza a nadie... Pero no se atrevería, no...
Gran batalla surgió en su alma, teniéndola muchos días espantosamente turbada. La idea aquella tenía poder bastante para interrumpir su pesado sueño infantil, y se despertaba a media noche creyendo estar en la plaza, haciendo lo que por el día había pensado. De día y dando la lección soñaba también lo mismo, y no se volvía su espíritu a ninguna parte sin llevar consigo la idea tentadora, gozo y tormento de su existencia. Ya, en los breves ratos sustraídos a su obligación, no salía a la calle en busca de Juanito del Socorro (Redator), sino que en dos trancazos se encaramaba en el desván, y poniéndose la cabeza, arremetía al mismo San Lucas, a la Fe, a los rotos telones, y en todo ello, con las repetidas cornadas, abrió mil agujeros y desgarraduras. Por el boquete que el santo Evangelista tenía en su vientre, se le verían las entrañas si algunas hubiera.
Cuando se cansaba de este ejercicio, se divertía de otro modo. Tenía el desván un ventanillo alto que daba a los tejados y buhardillones de la vecindad. Con ayuda de un banco, Felipe subía hasta alcanzar con su cabeza el hueco, se ponía la del toro y se asomaba para ofrecer inusitado espectáculo a los chicos y a las mujeres de la buharda frontera. Él se reía lo increíble, viendo por los agujeros, que eran los ojos del animal, el estupor y miedo de los espectadores, y para dar más carácter a la broma, lanzaba desde el interior de su máscara un prolongado y terrorífico muu..., imitando el bramar de la fiera. Los chicos de la vecindad que tal veían se alborotaban, las vecinas se asomaban también, y todo era curiosidad, cuchicheos, asombro y dudas... De pronto desaparecía el toro..., espectación. Volvía a presentarse, llenando el marco del ventanucho, y como no se viera rastro de persona, ni se tenía noticia de que allí habitase nadie, crecía la sorpresa de aquella gente y la felicidad del Iscuelero.
Si se atreviera, ¡ay!..., pero no, no se atrevería. Don Pedro le mataría.
X
En estas y otras cosas pasaba el verano, época dichosa para algunos de los alumnos del capellán; mas no para Felipe y las demás víctimas, porque don José Ido siguió funcionando durante la canícula y don Pedro administrando coscorrones. A tantas diversidades de tormentos uníase la asfixia, porque el infierno de Polo tenía exposición meridional, y si por una ventana salían lamentos, por otra entraban llamaradas. Se podía decir que en aquel caldeado altar de la instrucción se ofrecían a la bárbara diosa entendimientos cochifritos... Pero esto se queda aquí, pues lo que nos importa ahora es hablar de aquella solemnísima fiesta religiosa que celebraron las monjas, no se sabe bien si el 15 de agosto o el 8 de setiembre, por haber cierta oscuridad en los documentos que de esto tratan. Mas como la fecha no es cosa esencial, y ambas festividades de la Virgen son igualmente grandes, queda libre este punto para que cada cual lo interprete o aplique a su gusto.
Consta, sin género alguno de duda, que ofició el obispo de Caupolicán, prelado de excelsa virtud y humildad, y que dijo el panegírico nuestro buen don Pedro Polo, el cual supo salir muy airoso de su empeño, que consideraba el más arriesgado de su vida por ser alto y sutil el asunto, la función muy aparatosa, el auditorio escogidísimo. Su varonil presencia en la cátedra así como su hermosa voz, le aseguraban las tres cuartas partes del éxito. Gustó mucho el sermón, y de uno a otro confín de la iglesia, cuando don Pedro bajaba del púlpito, no se oían sino esos murmullos de aprobación que equivalen a los aplausos que en otros sitios manifiestan el contento del público. Doña Claudia y Marcelina habían mojado entre las dos, de tanto llorar, una docena de pañuelos. No faltaba ninguno de los amigos de la casa, a saber: Morales y su esposa, don José Ido, el fotógrafo, el empleado de Hacienda con sus señoras respectivas, y Sánchez Emperador con sus dos guapas niñas, Amparo y Refugio.
Felipe y Juanito del Socorro se habían subido al coro para ver mejor y estar al lado de la música y oírla de cerca. Pegados al que tocaba el contrabajo, estorbaban sus gallardos movimientos en tal manera, que el buen músico, que era un anciano de mucha paciencia y cortesía, les dijo alguna vez, apartándoles:
—Si me hicieran ustedes el favor...
Felipe estaba lelo, mirando cómo vibraban las cuerdas de aquel formidable instrumento; luego observaba embelesado cómo abrían la boca los cantores; y él y Juanito agradecían mucho que se les mandara tener algún papel de música, o traer un vaso de agua al señor director, el cual era un hombre con mucha hormiguilla en el cuerpo, según se movía y dislocaba para conducir la orquesta y aquella balumba de voces.
Durante el panegírico, ambos, aburridísimos, se fueron a la calle y se metieron en la redacción, que estaba desierta por ser día festivo. Revolvieron los pupitres de los redactores, comieron obleas rojas, cortaron pedazos de periódico, escribieron en las cuartillas. En un momento de entusiasmo, Juanito se subió sobre la mesa, y empezó a repetir frases que antes oyera y que se habían grabado en su memoria. El condenado imitaba la voz y gesto de alguno de los periodistas ausentes, diciendo:
—Señores, esto se va..., los dioses se van..., esto matará a aquello.
Después subieron al campanario del convento. Juanito, siempre fatuo y vanidoso, contaba a Felipe las grandezas de su casa. ¡Qué cosas le dijo!
Su madre tenía una silla dorada y su padre era amigo de un marqués. Él iba a estudiar para redator, y su padre no esperaba sino que llegara la jarana para ponerse su uniforme de capitán de la milicia. Como en estas conversaciones siempre sacaba a relucir el del Socorro los términos que oía, habló a Felipe del pueblo soberano, de la revolución próxima, de los curas, de la tropa y de ahorcar mucha y diversa gente. Esto, dicho en las alturas del campanario y bajo los ardientes rayos del sol, le puso a mi Felipe la cabeza, toda exaltada y como en ebullición, llena de ideas sediciosas y disolventes. Cuando bajaban a saltos por la angosta escalera, la dijo Socorro:
—Aquel obispote que está en el altar mayor, es el capitán general de los curas... Vaya un peje... Cuando se arme...
Concluida la función, hubo en casa de don Pedro refresco. Las monjas enviaron dulces y bartolillos, y el predicador laureado sacó de un misterioso armario de su cuarto botellas de añejo vino que le había regalado el padre de uno de sus alumnos. Brindó el fotógrafo por el primero de nuestros oradores sagrados, cuyo elogio recibió don Pedro con carcajadas de modestia. El oficial de Hacienda, frotándose las manos, no cesaba de decir:
—Bien, señor de Polo, muy bien.
Doña Claudia se reía como si no tuviera bien sentado el juicio, y el majestuosísimo don Florencio Mora...les y Temprado daba fuertes palmadas en el hombro del héroe del día, promulgando estas observaciones que merecen ser entregadas a la posteridad:
—Vas a dejar atrás al célebre Troncoso y a ése que llaman Bordalúo...
Estuviste muy propio. Así da gusto oír predicar. Esto es religión, porque francamente y entre paréntesis, querido, cuando suben a la cátedra del Espíritu Santo, o pongamos el caso, a la tribuna de un Congreso, algunos que...
Amparo y Refugio miraban a Polo con cierta veneración. Refugio, que era algo desenvuelta, sin menoscabo de su inocencia y purísimas costumbres, dijo así con risa y donaire: —Don Pedro, estaba usted muy guapo en el púlpito.
Amparo, que era muy callada, tendiendo siempre a la melancolía, no decía nada.
Obsequiaba Polo a sus amigos con exquisita urbanidad. Vestía, no sin elegancia, su negra sotana limpia, y más que rancio y descuidado cura español parecía uno de esos italianos de la Nunciatura, hechos al roce del mundo y al trato de gentes cortesanas. Cuando se suscitó aquella cuestión de si estaba más o menos guapo en el púlpito, echose a reír y dijo con mucha sorna:
—Pero Refugio, si tú no me has visto... Yo te vi, y me parece que te dormías.
—¡Don Pedro!
—¿No es verdad, Amparo? Ésta lo va a decir. ¿Es cierto o no que Refugio estaba dando cabezadas?
—¡Quien las daba era ella! —clamó Refugio señalando a su hermana con vehemencia.
—¿Yo?... Si no quitaba los ojos de don Pedro... Que lo diga él.
—Bien, bien. ¿Ésas tenemos? ¡Don Pedro!... ¡Amparo! —exclamó el fotógrafo, riendo y envolviéndose una mano en otra, pues era hombre que no sabía decir sus bromas sin amasarse las manos con tanta fuerza cual si de las dos quisiera hacer una sola.
—¿Y cuándo predicamos en Palacio? —preguntó en tono de excelsitud el señor de Morales, ávido de cortar, con una proposición seria, aquel tema tan baladí.
Don Pedro dio media vuelta para contestar a Sánchez Emperador que le daba su parecer sobre el vino que bebían. Este señor y el empleado de Hacienda no gastaban cumplidos para aceptar copa tras copa, y se reían de Morales, considerándole el estómago lleno de ranas, sapos, anguilas y otras diversas alimañas acuáticas. Pero él, sin darse por vencido, antes bien orgulloso de su pasión por las aguas, gritaba cogiendo el vaso, lleno hasta los bordes, del licor del Lozoya:
—Éstas son mis bodegas. Vaya una cosa rica... No me harto nunca.
Felipe bajaba a cada instante al torno de las monjas, para traer cestas llenas y llevarlas vacías.
Bizcochos, mojicones, bartolillos, pasteles mazapanes y otras menudencias ocupaban toda la mesa, pasando fugaces desde las bandejas a las tragaderas del fotógrafo, de Sánchez Emperador y del hacendista, que eran los principales consumidores. Bienaventuradas bocas, ¡para eso os cría Dios! En poco tiempo descubriose el fondo de las bandejas. Había, entre los felicitantes ropas polvoreadas, dedos untados de pegajoso caramelo y barbas con canela. Doña Claudia, que estaba en todo, dijo a Felipe:
—Vete corriendo al locutorio y di a las señoras monjas que no se olviden de mandarnos el pebre para la salsa del cabrito.
Volviendo luego a la hermosa Amparo, que a su lado estaba, le dijo:
—Es el pebre picante de que hablábamos ayer, fuertecito, como a ti te gusta. ¡Verás qué cosa tan rica!
Don Pedro, que no cesaba de mirar a todos lados repartiendo por igual sus finezas y ofrecimientos, alcanzó a ver allá junto a la puerta, lejos del animado grupo ¿a quién?, al propio don José Ido, humilde y modestísimo en todas las ocasiones y más en aquella, pues tanta era su timidez que habiendo entrado de los primeros, hacía media hora que estaba allí sin que nadie reparase en él, y ni avanzar quería ni retirarse por miedo a llamar la atención. Estaba el pobre sin saber qué hacer, inmóvil y pestañeando, parado y atónito, cual si le estuvieran dando una mala noticia. Don Pedro, con aquella generosidad rumbosa que era la flor tardía pero lozana de un honrado carácter, llegose al pasante, le trajo por el brazo al círculo de amigos y con cariñoso modo le dijo:
—No tenga usted miedo, Ido. Tomará usted una copita. Ido refunfuñó no se sabe qué excusas; pero negarse a recibir la copa y tomarla todo fue uno.
—Un bollito, don José.
—Gracias..., si acabo de comer...
Para aquel bendito, haber comido en julio era acabar de comer. En un solo instante rechazaba el bollo y se lo engullía. El fotógrafo, que quieras que no, le hizo tomar otra copa; y después de beber, don José sacó un pañuelo para limpiarse la boca y enjugarse las lágrimas, pues aquel hombre, más que hombre era una sensitiva. Cualquier incidente común le producía emoción vivísima, y cualquier emoción abría las exclusas de sus lágrimas. Balbuciendo gracias y dando un cordial apretón de manos a don Pedro, se marchó veloz, bajando la escalera como si le fueran a prender.
—Este señor —dijo el fotógrafo— es más blando que la manteca.
Entre tanto, se oía ruido de almireces que alegraría el corazón menos sensible a los halagos de un buen comer. La cocina repicaba a convite con más armonía que la iglesia repicando a procesión. Allí estaba doña Saturna, afanada con tanto tráfago. La cocinera y Marcelina le ayudaban.
Grandes palmadas y bravos resonaron en la sala, cuando Refugito, la del diente menos, se presentó poniéndose un delantal y diciendo:
—Voy a ayudar también. —¡Bien, bravo! ¡Viva la cocinera de la sal!
—¿Qué nos va usted a hacer?
—La salsa picona.
—Háganos usted la olla gorda.
—¿Y usted, Amparito? —preguntó con urbanidad el empleado de Hacienda.
—Ésta no puede ir a la cocina —dijo don Pedro—. Le dan vahídos.
—Y se pone las manos perdidas —añadió doña Claudia, haciendo observar y admirar a todos los presentes, las hermosas, blancas y finísimas manos de la joven.
—Que nos las sirvan estofadas —indicó el fotógrafo, riendo él su propia gracia antes de que la rieran los demás.
Don Pedro, que no olvidaba nada y sabía, en ocasiones como aquélla, hacer caer sobre todos, grandes y pequeños, el rocío de su liberalidad, llamó a Felipe, que entraba y salía inquietísimo arrojando sobre las bandejas más miradas que echó Scipión sobre Cartago, y le dio dos bartolillos de los mayores, uno para él y otro para Juanito del Socorro, que estaba en el portal.
Cuando los dos amigos se sentaron en el primer peldaño de la escalera, a comerse los pasteles, el Doctor, lleno de orgullo por los triunfos oratorios de su amo y por los plácemes que le daban los amigos, empezó a enumerar las elevadas personas que había en la casa: —Está aquél que saca los retratos, ¿oyes?, que no hace más que verte y te pone clavado. Está ese otro señor gordo, del gabán color de barquillo, que cuando entra da voces y respira como un fuelle. Doña Claudia dice que le hizo la boca un fraile, por lo mucho que come. Está también aquella señora guapa, ¿oyes?, aquélla que parece una reina y que mira como las imágenes... Si la ves y te dice algo, te caes redondo. Una tarde me pasó la mano por la cara, ¿oyes?, y por poco me desmayo de gusto.
Una noche estaba en la sala con don Pedro; entré yo y oí que don Pedro le decía que había bajado del Cielo... ella, ella... Yo la llamo la Emperadora, y la otra noche soñé que estaba yo en la iglesia y ella bajando de un altar con una estrella en la frente y muchas flores, muchas flores, por aquí y por allí... Sus dedos eran azucenas.
—Hijí..., no digas boberías.
—Cuando viene acá, y come en casa, me quedo un rato como bobo mirándola.
Juanito, que era la misma soberbia, no consentía que delante de él se hablase de las grandezas de otras casas sin sacar a relucir al instante las de la suya y las visitas que recibía su madre el día de su santo. En aquella ocasión solemne su madre se sentaba en la silla dorada, y empezaba a recibir gente. Iba un alabardero con su sombrero atravesado, un alférez, muchos señores de sombrero de copa, y uno que va a caballo al lado de la Reina cuando ésta sale de paseo.
—Tiene mi madre dos amigas tan guapas, tan guapas, pero tan guapas —indicó para concluir—, que cuando las ves te entra un frío..., ¿estás?
Son señoras de unos grandes pejes, y llevan vestidos de seda verde con mucho arrumaco. Una de ellas tiene los pechos así...
Y hacía Juanito con los brazos un grande y bien arqueado círculo delante de su pecho para dar idea, siquiera fuese incompleta, de la delantera de aquella señora desconocida.
—Pues lo que es ésta... —murmuró Felipe.
Agria y destemplada voz, gritando desde lo alto de la escalera pillo, tunante, llamó al Doctor a su obligación. Subió y entró en la sala a recoger copas y vasos y bandejas. Cuando los señores fumaban, doña Claudia entró con varios papelitos en la mano, diciendo:
—En el 5.505 lleva dos reales Enriqueta. Señor de Lomo, guárdese usted el apuntito. ¡Qué número! Es el mío. Lo soñé hace dos años, y lo tengo una ley... Ya me lleva ganados más de mil reales. El que va a salir ahora es el de los tres patitos, el 222. En éste te he puesto la peseta, Amparo. Toma la papeleta. Mira que si la pierdes, no pago. Hace cuarenta y tres extracciones que este número no sale. Ahora, ahora... A la cuarenta y cuatro le toca; es decir, al doble de dos de sus tres números. Esto es claro como el agua.
Don Pedro, el fotógrafo y Morales convinieron en que era preciso dar un buen paseo para hacer ganas de comer, y salieron llevando consigo a Amparo. Los demás se fueron poco más tarde, dejando concertada la hora en que se habían de reunir por la noche para comer. Ninguno faltó a la cita; celebrose el festín; luciose doña Saturna; dijo muchas agudezas algo libres el fotógrafo y oportunidades sin número, llenas de donaire y finura, el insigne don Pedro; rieron mucho Amparo y Refugio; se le fue el santo al Cielo al empleado de Hacienda, también a Sánchez Emperador, y aun hay ciertos indicios de que doña Claudia no conservó en toda la comida la plenitud y claridad de su agudo entendimiento. Por último, don Florencio se puso como una cuba, y no de vino, hasta el punto de que, al decir del fotógrafo, podía navegar una fragata dentro de su estómago.
Por la noche Felipe estuvo indigesto, don Pedro, ¡ay!, muy triste.
XI
Algunos días después de aquél, por tantos conceptos memorable, doña Claudia notaba con asombro y pena que su hijo había perdido el apetito.
Era cosa de llamar al médico; pero don Pedro, con malísimo talante, se opuso a tan descabellada idea diciendo:
—Si las ganas de comer están ahora de menos, váyase por cuando han estado de sobra.
Por las noches, no obstante su inapetencia, daba prisa para que le sirvieran la cena; despachábala en un santiamén, picando con el tenedor en este y el otro plato, probando más bien que comiendo, y parecía que le faltaba tiempo para echarse a la calle.
—Estoy muy abotargado —decía—, y necesito mucho, mucho ejercicio.
Más que pletórico, estaba nuestro capellán desmedrado y flatulento, como quien padece desgana o insomnios. Y era verdad que dormía poco, no cuidándose él ciertamente de halagar el sueño, sino más bien espantándolo con sus lecturas a deshora, las cuales a veces duraban hasta el amanecer.
Habíase impuesto con rigor de anacoreta la prohibición de leer historias de guerras y conquistas, novelas, viajes y demás cosas incitativas de su espíritu activo; ayunaba de aquel pasto heroico, y para dominarse y flagelarse y someterse, apechugaba valeroso con los alimentos más desabridos de la literatura eclesiástica. Por desgracia suya, pronto le faltaron las fuerzas para esta cruelísima penitencia. Ni La Rosa mística desplegada, ni el Imán de la gracia, ni el Mes de San José, ni otras obras insípidas que tenía en su biblioteca, sin saber bien cómo habían ido a ella, privaron por mucho tiempo en su espíritu. Hastiadísimo, las confinó a un hueco de su estante, donde probablemente estarían intactas hasta la consumación de los siglos.
Los grandes místicos se acordaban mal con su viril temperamento hostigado de inclinaciones humanas. No les comprendía bien. Las sutilezas admirables de que tales libros están llenos no le cabían a él en su tosco cacumen, molde de resueltas acciones más bien que de alambicados pensamientos; ni tampoco tenía gusto literario bastante fino para poder saborear el gallardo y elegante estilo de aquellos buenos señores. Los poetas sagrados se le sentaban en el estómago (pase esta frase vulgar que él usaba con frecuencia), y los versos de monjas le daban náuseas. No hallando a dónde volver los ojos en el terreno de las lecturas, se amparó de la Biblia. El Antiguo Testamento, sobre ser cosa muy santa, es poema, historia, geografía, novela, poesía, drama, y la riquísima serie de sus relatos sencillos enciende la imaginación, aviva el entusiasmo, embelesa, suspende y anonada. Para llenar aquellos tristes vacíos de sus insomnios, Polo cogía el Génesis, el Éxodo, los Números, los Jueces y se deleitaba con lo mucho que allí hay de trágico y sublime, con las guerras, las intrigas, las conspiraciones, las conquistas, las batallas, los grandes sacrificios, las violencias, los hechos inmensos, los colosales crímenes y virtudes que allí se cuentan. Aquel estilo sobrio en que la frase parece producto inmediato del hecho que la motiva, estaba en armonía preciosa con el genio esencialmente activo de Polo. Porque él tenía en su espíritu el germen de los hechos, lo que podríamos llamar impulso histórico, impulso y germen que, aunque comprimidos por las contingencias de tiempo y lugar, tenían cierta vida sofocada y dolorosa en el fondo de su alma.
Refiere Felipe Centeno que uno de aquellos días, hallándose en el comedor limpiando cubiertos, doña Marcelina contaba con misterio a la señora del fotógrafo una cosa estupenda y un si es no es horripilante. A media noche, la señora había sentido la voz de su hermano, que gritaba con palabras descompuestas. Creyó al principio que hablaba dormido; mas como sintiera los pasos de él, sospechando que estaba enfermo, se levantó. Despavorido, cual si se viera rodeado de fantasmas, salió el mísero capellán del cuarto, los ojos inyectados, el habla torpe, los brazos trémulos, inseguro y vacilante el pie. La vista de su hermana le serenó un tanto, volviendo al cauce normal su razón desbordada; dejose conducir al lecho, y al sentarse sobre él, después de un breve espasmo, durante el cual pareció resolverse la crisis, dio un suspiro, se pasó la mano por la frente, y entre fosco y risueño dijo estas palabras:
—El león dormido cayó en la ratonera: despierta y al desperezarse rompe su cárcel de alambre.
Marcelina contaba a su amiga estos disparates, vacilando entre reírlos como ocurrencias o condenarlos como señales de extravío mental. La digna esposa del fotógrafo, que tenía sus puntas y recortes de médica, tranquilizó a Marcelina con estas sesudas palabras:
—Eso no vale nada. Pero conviene prevenir... Créeme: tu hermano debe sangrarse.
Precisamente en la mañana que siguió a aquella noche, fue cuando el Doctor se espantó de ver a su amo; ¡tan desfigurado estaba! Era su rostro verde, como oxidado bronce. Sus ojos, que tenían matices amarillos y ráfagas rojas, recordaban a Centeno la bandera española, y sus labios eran del color de la tela con que se visten los obispos. Tuvo tanto miedo Felipe, que no se atrevió a ponérsele delante. Aquella mañana don Pedro no quiso celebrar misa. Mandó un recado a las monjas diciendo que estaba malo, y malo debía de estar, pues no probó bocado en todo el día, desairando las fruslerías selectas que para engolosinarle inventó doña Claudia.
Pero, no obstante su enfermedad, si alguna había, bajó a la clase y fue más cruel y exigente que nunca. ¡Día de luto, día de ira! Las lágrimas que corrieron fueron tantas, que con ellas se podrían haber llenado todos los tinteros, si alguien intentara escribir con llanto la historia de la desventurada escuela. Hasta los ojos de don José Ido contribuyeron con algo al crecimiento de aquel caudal tristísimo. Los chichones que se levantaban en esta y la otra cabeza fueron tantos que era una erupción de cráneos. Las orejas crecían por pulgadas, y poco faltó para que hubiera piernas rotas y espinas dorsales quebradas por la mitad. Don Pedro, aquel constructor de jorobas intelectuales, quería desfigurar también los cuerpos. Tenía como un furor de odio y venganza. Creeríase que los muchachos le habían jugado una mala pasada teniéndolo por maestro.
Doce o catorce se quedaron sin comer. Felipe estuvo aterradísimo todo el día, y evitaba el mirar a su amo y maestro. También él se quedó en ayunas, y en su mísero cuerpo no hubiera sido posible poner un cardenal más; tan bien ocupado y distribuido estaba todo. Por la noche cuando se acostó, después de haber jugado un poco al toro, dando testarazos a las imágenes, soñó diversas cosas terroríficas.
Primero: que don Pedro era el león de San Marcos y se paseaba por la clase fiero, ardiente, melenudo, echando la zarpa a los niños y comiéndoselos crudos, con ropa, libros y todo; segundo: que don Pedro, no ya león sino hombre, iba al convento y castigaba a las monjas cual hacía diariamente con los alumnos, dándoles palmetazos, pellizcos, nalgadas, sopapos, bofetones y porrazos, poniéndoles la coroza y arrastrándolas de rodillas.
Otra mañana, cuando limpiaba el cuarto del señor, vio en el suelo pedacillos de papel. Sin duda don Pedro había pasado la noche escribiendo cartas. Alguna le había salido mal y la había roto, pero los trozos eran tan chiquirrititos que apenas contenían un par de sílabas. La vela estaba apurada, señal de haber pasado el señor capellán la noche de claro en claro... Para que todo fuera extraño, llegó también un día en que don Pedro estuvo tolerantísimo y hasta afable con los muchachos. No solamente dejó de pegar y tuvo en paz las manos en aquel venturoso día, sino que a cada momento amenizaba las lecciones con chuscadas y agudezas. ¡Qué risas!
Nunca fueron humanas gracias más aplaudidas, ni con mayor plenitud de corazón celebradas. Aún no había abierto la boca el maestro, y ya estaban todos muertos de risa. Humanizada la fiera, perdonaba las faltas, alentaba con vocablos festivos a los más torpes, y los aplicados recibían de él sinceros plácemes. Hasta don José Ido se permitió unir su delgada voz al coro de los chistes, diciendo algunos que no carecían de oportunidad.
Para que en todo fuera dichosa aquella fecha, don Pedro comió vorazmente; pero estaba tan distraído en la mesa, que no contestaba con acierto a nada de lo que su madre y su hermana le decían. Cuando se levantó para fumar, puso bondadoso la mano sobre la despeinada cabeza de Felipe, y dijo estas palabras, que el Doctor oyó con arrobamiento:
—Es preciso hacer a Felipe algo de ropa blanca.
Centeno, que mejor que nadie sabía cuán grande era su necesidad en aquel ramo importante del vestir, no tuvo palabras para dar las gracias.
¡La gratitud le volvía mudo!
—¡Se le hará! —afirmó doña Claudia, mirando embobada a su hijo, pues desde que empezaron aquellos desórdenes orgánicos, la madre no cesaba de leer atentamente a todas horas en la fisonomía del capellán, buscando la cifra de sus misteriosos males.
—Es preciso que te sangres, Pedro —dijo Marcelina, mirándole también con perspicaz cariño.
—Sí, hijo, sángrate, sángrate.
XII
De cuantos recados hacía Felipe, ninguno para él tan grato como ir a la Cava Baja a recoger los encargos que traía para doña Claudia el ordinario de Trujillo. Esto se verificaba dos veces cada trimestre, y apenas la señora recibía la carta en que se le anunciaba la remesa de chacina, ya estaba mi Doctor pensando en los deliciosos paseos que iba a dar. Porque doña Claudia era muy impaciente y le mandaba cuando aún no había llegado el ordinario; con lo que la caminata se repetía dos y hasta tres veces. Díjole, pues, una mañana:
—Esta noche, después de cenar, te vas corriendito a la Cava Baja, ya sabes. Cuidado cómo tardas.
Lo de tardar sería lo que Dios quisiera. Pues a fe que la tal calle estaba a la vuelta de la esquina. Ya tenía Felipe para dos o tres horitas, porque la detención se justificaba con la enorme distancia y con una mentirilla que parecía la propia verdad, a saber: que el ordinario de Trujillo estaba en la taberna; que tuvo que ir a buscarle, y volver y esperar...
Las nueve serían cuando partió, acompañado de Juanito del Socorro, que fiel le esperaba en la puerta. De la redacción le habían mandado a entregar unas pruebas en la calle de la Farmacia, recado urgentísimo que él se apresuraba a desempeñar dando antes la vuelta grande a Madrid. Lo que gozaban ambos en sus nocturnos paseos no es para referido. Empezaron aquella noche por pasar revista a los escaparates de la calle de la Montera, haciendo atinadas observaciones sobre cada objeto que veían.
Mirando las joyerías, Felipe, cuyo espíritu generoso se inclinaba siempre al optimismo, sostenía que todo era de ley. Mas para Juanito (alias Redator) que, cual hombre de mundo, se había contaminado del moderno pesimismo, todo era falso.
Esta diferencia de criterio revelábase a cada instante. Pasaban junto a un coche descubierto que llevaba hermosas señoras, y el Doctor, pasmado y respetuoso, decía:
—¡Buenas personas!..., ¡gente grande!
—Pillos, hijí... Tú no tienes mundo... Eso es gentecilla. ¿Crees que porque van bien vestidos...? Mamá, allí donde la ves, tiene vestidos muy majos, y no se los pone nunca para que no la tomen por esas... Cuando va a pasar el verano a las haciendas, se pone uno azul, ¿estás?... Fueron por la calle del Arenal adelante, despacito para ver bien todo, estorbando el paso a las señoras y quitando la acera a todo transeúntes. El descarado Juanito no se privaba, cuando había oportunidad para ello, de echar un piropo a cualquier mujer hermosa que encontrase, ya fuera de clase humilde, ya de la más elevada.
—Hombre, que te van a pegar —le decía el Doctor.
—Déjame a mí, hijí..., que yo soy muy largo, —contestaba el otro—.
Yo he corrido más..., tú no entiendes... ¡Si vieras a papá! Es un buen peje para mujeres... En casa no hay criada que dure, porque les dice cosas y les hace el amor... Mi madre se pone volada y las despide. Cuando mi padre y mi madre riñen, sale aquello de que papá quiso a la señá marquesa.
Porque cuando era soltero..., tú no sabes..., todas las marquesas se volvían locas por papá y por su hermano, que era torero, y lo mataron en una revolución. Mi tío era un gran hombre, un peje gordo..., y se echó a la calle a matar tropa por la libertad; pero le vendieron, y ese pillo de O'Donnell le mató a él... Papá tiene su retrato en la sala, pintado de tamaño de las personas, y a tantos días de tal mes, que es el universario, ¿estás, hijí?, le pone dos velas encendidas y un letrero que dice: Imitaz a este mártir.
Absorto oía Felipe estas maravillosas historias, no sin reírse interiormente de la fatuidad de su amigo. En cuanto al legendario tío de Juanito, torero, miliciano y mártir de la libertad, constábale ser cierto lo del retrato de tamaño de las personas, porque lo había visto con el mencionado letrero... En estos dimes y diretes, pasaban junto al Palacio Real. Mudos contemplaron los dos un instante su mole oscura y misteriosa, tanto balcón cerrado, tanta pilastra robusta, las ingentes paredes, aquel aspecto de tallada montaña con la triple expresión de majestad, grandeza y pesadumbre. Felipe miraba aquello, en el imponente reposo de la noche, y como la primera observación que hace el espíritu humano en presencia de estos materiales símbolos del poder es siempre la observación egoísta, no desmintió él este fenómeno y dijo con toda su alma:
—Juanito: ¡si esto fuera mío!...
El otro, siempre tocado de aquel escepticismo postizo, le contestó con desdén:
—Pues yo..., para nada lo quería... Como no me lo dieran lleno de dinero...
—¡Lleno de dinero!
Felipe se mareaba.
—¿Pues qué crees tú? Los sótanos están todos llenos de sacos de oro y de barricas de billetes.
—¿Lo has visto tú?
—Lo ha visto papá... —afirmó el del Socorro, después de vacilar un rato—. Papá conoce al..., ¿cómo se llama?, al entendiente, y algunos días lo viene a ayudar a hacer cuentas.
—Yo quisiera ver esto por dentro, ¿oyes? Será bonito.
—Hijí..., no tienes más que decírmelo el día que quieras. Mamá conoce a la gran zafata... ¿Estás?, la que gobierna todo, y cuida de la ropa blanca y tiene las llaves. Yo he venido más veces... ¿Que si es bonito dices?... Así, así..., de todo hay..., tiene un salón más grande que Madrid, con alfombras doradas, de tela como las de las casullas ¿estás?, y mucho candelero de plata por todos lados. El coche de la Reina sube hasta la propia alcoba..., yo lo he visto. Aquí todo está lleno de resortes. Calcula tú, tocas un resorte y sale la mesa puesta; tocas otro y salen el altar y el cura que dice la misa a la Reina..., tocas otro...
Felipe, riendo, daba a entender que si tocaba más resortes, las mentiras de su amigo no tendrían término. Pero no acobardado Redator por la incredulidad de Centeno, dejó correr sin tasa la inagotable vena de sus embustes. Pasando calles, llegaron por fin a la Cava Baja, donde Felipe no pudo cumplir su encargo, porque el ordinario de Trujillo no había parecido aún. Bien: ya tenía para otra noche. Era ya tan tarde, que los amigos sintieron un poquito de recogimiento y estrechura en las respectivas conciencias, aunque la de Juanito del Socorro era más ancha que la puerta de Alcalá, y por ella cabían las más grandes faltas sin doblarse ni romperse. Emplear dos horas en un recado urgentísimo, para el cual lo habían señalado veinte minutos, era cosa muy adecuada a un carácter tan entero como el suyo. Ya sabía que cada minuto de más lo valía igual número de golpes de su papá; pero tenía la piel curtida y el espíritu fortificado por las contrariedades.
—Vamos, vamos —dijo Felipe inquieto—. Es muy tarde.
Apresuradamente corrieron hacia los barrios del Norte, y aunque Juanito quería detenerse aún a oír los cantos de Perico el ciego, el Doctor tiraba de él y le llevaba a prisa. Llegaron por fin a la calle de la Farmacia, donde Redator debía entregar su encargo, y mientras éste subía al piso tercero del núm. 6, vivienda del infelícisimo escritor que desde las nueve estaba esperando sus pruebas, Felipe se paseó en la acera de enfrente, entre la escuela y la esquina de San Antón. Como en todo se fijaba, observó que junto a una de las rejas bajas del edificio había un bulto, un hombre con las solapas del negro gabán de verano levantadas...
Al pasar, Felipe notó un cuchicheo, miró... Aunque la noche estaba oscura..., ¡sí, sí, era él! Felipe se estremeció, embargado de grandísima sensación de pavor y vergüenza. Sintió el ardor de la sangre en su cara hasta la raíz del cabello... ¡Era, era don Pedro!
Siguió adelante, y pronto hubo de unírsele Juanito, a quien comunicó sus impresiones. Su amigo le dijo:
—Vamos a pasar otra vez.
Lleno de terror, Felipe se agarró al brazo de su amigo para detenerle, y le decía:
—¡No, no, no; pasar no!
Pero más pudo la maliciosa sugestión del pícaro que el miedo del Doctor, y pasaron otra vez. En el momento mismo, el bulto se apartó de la reja. Felipe y él se encontraron frente a frente, y se vieron... ¡Era, era!
La vacilación de don Pedro fue instantánea. Siguió su camino. Tras él, a mucha distancia, iban Felipe y su amigo; aquél, tan turbado, que no sabía por dónde caminaba; éste haciendo comentarios sobre lo que habían visto.
—¿Te parece que le tiremos una piedra? —propuso Socorro a su compañero, el cual, indignado, repuso:
—¡Si tiras, te pego..., no es broma, te mato!
Y más adelante, dominado siempre por inexplicable vergüenza y terror, decía Centeno:
—¡Me ha visto, me ha visto!
Cuando llegó a la casa, ya don Pedro había entrado. Felipe pensaba de este modo: «Ahora, por lo que he visto y por lo que he tardado, me desuella vivo». Pero no fue así. Doña Claudia dormía ya, y Marcelina, que no quería alborotar la casa a deshora, tan sólo le dijo:
—Mañana, mañana te ajustará mamá las cuentas.
¡Siniestra y misteriosa figura! Don Pedro se paseaba en el comedor, meditabundo. Felipe deseaba que lo tragase la tierra, o que el señor se quedase ciego para que no le pudiese mirar. Fingiendo hacer alguna cosa, evitaba los ojos de su amo; pero al fin, en una vuelta que dio, encontrolos inesperadamente... ¿Qué expresión era aquella? ¿Qué decían aquellos ojos?
Felipe se turbó más observando que los ojos del capellán, al mirarle, no echaban llamas de ira. Expresaban algo que él no entendía, una perplejidad terrorífica, el estupor del calenturiento. ¡Ah!, Felipín era muy chico y no sabía leer en las fisonomías; apenas deletreaba. No podía entender bien aquella zozobra del grande ante el pequeño, aquel despecho formidable del vendido por el acaso, aquel temblor del león delante de la hormiga, aquella humillación trágica del poder ante la debilidad.
Don Pedro no dijo nada, y se metió en su cuarto.
XIII
En la clase, al día siguiente, Felipe temblaba más que de ordinario.
Pero contra su creencia, Polo no le tomó lección, ni le aplicó ningún castigo. Podría creerse que se proponía no mirarlo y como figurarse que no existía. Estaba el señor triste, fosco, entenebrecido y como avergonzado.
Lo poco que tenía que decir decíalo en voz baja, y desparramaba miradas sombrías y recelosas por toda el aula. De rato en rato veíasela apretar los dientes y juntar uno contra otro los labios, cual si quisiera hacer de los dos uno solo. Aun de lejos podían observarse en la piel de su cara movimientos y latidos enérgicos, ocasionados por la contracción de los músculos maxilares. Pensaría cualquiera que el buen capellán se mascaba a sí mismo.
Por último, llegó Felipe a sentirse lastimado del poco caso que su amo y maestro hacía de él. Aunque le tirase de las orejas y le diera alguna bofetada, habría preferido que don Pedro la tomase lección, y que le mirara y atendiera. Aquel desdén era quizás una forma extraña y traicionera de la ira. Felipe tenía presentimientos, y sentía en su alma un desasosiego inexplicable. Pero aún le quedaba mucho que ver, y ocurrirían casos con los cuales había de llegar al último grado su sorpresa. Por la noche, doña Claudia, mientras se comía su salpicón, reprendíale por haber dejado de hacer una cosa. Él, callado, oía la terrible plática sin contradecirla. Considerad su asombro cuando vio que don Pedro salía a su defensa. ¡Cosa fenomenal, inaudita y tan peregrina como la alteración de las órbitas celestiales!... Don Pedro, ya dispuesto para salir, bastón en mano, parose ante su madre, y dijo estas benévolas y santas palabras:
—¡Qué diantre!, si no lo ha hecho será porque no habrá tenido lugar.
Después le miró. ¿Era indulgencia, era temor lo que en el rayo de aquella mirada había? ¿Era el más terrible de los odios o traición, debilidad, cobardía, el agacharse de la fiera herida? Fuese lo que quiera, Felipe, inocente, lo interpretó como señal de amistad. Púsose muy contento, y le dieron ganas de contestar de mala manera a doña Claudia, mandándola a paseo.
También aquella noche salió a la calle a traer de la botica aceite de beleño que la señora usaba para combatir el ruido de oídos. Dice Clío que por las noches le zumbaban a doña Claudia en el órgano auditivo los números de la lotería, y que para aliviarse de esta molestia se ponía algodones mojados en cualquier droga narcótica. Cuando Felipe salió y dijo la Cortés a su hija:
—Parece chanza; pero lo podría jurar. En los oídos me suena el 222..., créelo que me suena.
Felipe no pudo ver sino breves instantes a Juanito; pero éste tuvo tiempo para hablarle del encuentro de la noche anterior, y añadió esta observación maligna:
—A mamá le conté lo que vimos. ¿Hijí, sabes lo que dice mamá? Que tu amo es un buen peje, y las chicas esas unas cursis.
Indignadísimo y avergonzado Felipe, sólo contestó a su amigo dándole un empujón hasta ponerle en medio del arroyo. Que no se pegaran aquella noche, fue prueba evidente de su cordial y sólida amistad. Felipe no podía pensar nada malo de su maestro, a quien tenía por el mejor y más completo de los hombres, sin que alteraran esta opinión la crueldad y saña de que eran víctimas los alumnos. Y tan gratamente impresionado estaba el ánimo del buen Doctor con las palabras que en su defensa había dicho don Pedro aquella noche, que subió al desván pensando en él y representándose una escena, un lance en que los dos, maestro y discípulo, eran muy amigos y se contaban cariñosamente sus respectivas cuitas y aventuras.
Antes de acostarse se puso la cabeza del toro y jugó larguísimo rato.
Algunas figuras quedaron en disposición de ir a la enfermería... «¡Oh!
—pensaba él—. Si me atreviera..., si me vieran entrar con mi cabeza de animal... ¡María Santísima!... ¡Pues sí me atreveré! Don Pedro no me dirá nada. Es mi amigo y me quiere mucho... Si sabe que llevo allá mi cabeza, se reirá y..., porque hoy por ti y mañana por mí... Todos pecamos».
Al día siguiente doña Claudia dio un grito ¡ay!, y con tanto énfasis señaló un punto de la Lista grande, que le hizo un agujero pasando su dedo a la otra parte. El 222 había tenido un premio pequeño, tan pequeño que no valía la pena de celebrarlo con grande algazara. No obstante, el feliz suceso era tan raro, que la señora alborotó la casa.
—Anda, corre, vuela —dijo a Felipe después de comer—. Lleva la lista a doña Enriqueta (la fotógrafa) y a Amparo. ¡Pobre Amparo!, ¡cuánto me alegro!, le han tocado seis pesetas. Diles que mañana se cobrará y que vengan a recoger su parte.
Aquella mañana en que debía cobrarse el capital ganado (obra de ciento sesenta reales) llegó con la puntualidad de todas las mañanas que se convierten en hoy, haya o no en ellas cantidades que ganar o perder.
Era jueves, día de medio asueto en la temporada de verano. Por la tarde los chicos se iban de paseo, y don José Ido descansaba de sus hercúleas tareas... Era jueves, y Andrés Pasarón, el hijo del tendero de ultramarinos, había pegado en una tabla del solar el cartel risueño de azul y oro que decía: Corría extralinaria a munificio de la Munificencia, con toda la relación de los toros, diestros, ganaderías, divisas, suertes y demás pormenores cornúpetos.... Era jueves, y toda la clase se había dado cita en el solar. El día era espléndido, risueño como el cartel y también de azul y oro. El alma de Felipe despedía centelleos de esperanza, de temor, de miedo, de alegría. Andaba por la casa afanadísimo, desplegando una actividad febril para desempeñar en poco tiempo todos los servicios que le correspondían aquella tarde.
Había formado proposito de escaparse si no le dejaban salir. Estaba frenético. Su anhelo era más fuerte que su conciencia. ¡Ay!, tarde de aquel día, ¡qué hermosa eras! Eras un pedazo de día, rosado y nuevecito, lo más bello que se había visto hasta entonces salir de las manos laboriosas del tiempo... Creyó Felipe que se le abría el Cielo de par en par cuando don Pedro llegó a él y le dijo, sin mirarle de frente:
—Felipe, ya has trabajado bastante. Toma dos cuartos y vete a dar un paseo.
¡Estupor!... Felipe creyó que el Ángel de la Guarda se encarnaba en la persona tremebunda y leonina del señor de Polo... Echó a correr, temiendo que su maestro se arrepintiera de tanta benevolencia. Subió como un rayo al desván... ¡Oh, toro!, bendito sea el padre que te engendró, el escultor que te hizo y San Lucas divino que te tuvo a sus pies. ¡Pobre San Lucas!, por el boquete que tenías en tu cuerpo cabía ya todo el de Felipe. La Fe estaba acribillada. ¡Pobre Fe!, no contabas con las acometidas de este Doctor maldito, cuyos agudos y formidables cuernos podrían llamarse Martín Lutero el uno y Calvino el otro. Para ensayarse, Centeno hizo gran destrozo aquella tarde, derribó, apabulló, destripó, tendió, aplastó. No quedó títere con cabeza, como se dice comúnmente, ni barriga sana, ni cuerpo incólume, ni ojo en su sitio, ni boca de su natural tamaño y forma. Daba compasión mirar tanto estrago. Él, mientras más destrozo hacía más se encalabrinaba. Se volvía feroz, brutal.
Después... ¡a la calle!
Bajó pasito a pasito a la casa a ver quién estaba allí y si podía salir sin que le notaran. Desde la puerta de la cocina vio a doña Claudia y a Marcelina, ambas de manto, que hablaban con don Pedro. ¡Iban a salir!
Doña Claudia daba dinero a su hijo y le decía:
—Seis pesetas para Amparo, que vendrá a recogerlas; lo demás para doña Enriqueta... Nos vamos a ver a las de Torres. Parece que la pobre doña Asunción está expirando...
Don Pedro no decía nada, y dejaba las pesetas sobre la mesa del comedor. Pausada y lúgubremente, cual sombras que se desvanecían, salieron la madre y la hija.
No se sabe la hora ni el momento preciso en que hizo su aparición en el redondel aquella cosa inesperada, admirable, verdadera. Imposibles de pintar el asombro, la suspensión, el alarido de salvaje y frenética alegría con que Felipe fue recibido... Hubo mucho y delirante juego, pasión, gozo infinito, vértigo...; después, cuando menos se pensaba, policía, guarda, escoba, caídas, dispersión, persecución, golpes... Así acaban las humanas glorias. Viose una víctima por el suelo, hecha añicos, una cabeza partida en dos, en tres, en veinte fragmentos. Por aquí un cuerno, por allá un pedazo de cráneo, más lejos medio hocico. El guarda recogió los dispersos trozos en un pañuelo, y tomándolo cuidadosamente con la mano izquierda, con la derecha agarró al criminal y se dispuso a llevarle a la presencia del maestro para que éste hiciera ejemplar justicia. La partida se dispersaba por la calle de la Libertad, dando gritos, silbidos y alilíes. Felipe, sobrecogido y aterrado, no podía con el peso de su conciencia.
Cuando el guarda llegó a la casa—escuela, encontró al fotógrafo en la puerta y le dijo:
—He llamado tres veces, y no abren. Parece que no hay nadie. Enterado inmediatamente de la fechoría de Felipe, dijo aquel gran hombre las cosas más sesudas acerca de la moral pública y privada.
—Ahora recuerdo —añadió—, que te vi salir a las tres, con un bulto envuelto en un pañuelo, y dije para mí: «si habrá robado algo ese perillán...». Ahora, ahora, amiguito, te las verás con tu amo.
Subieron y llamaron. Transcurrido un largo rato, el mismo don Pedro abrió la puerta... ¡Tremenda escena! Felipe rompió a llorar con vivísimo desconsuelo. El guarda hablaba, el fotógrafo hablaba, don Pedro hablaba.
Todos, todos, le abrumaban a gritos, apóstrofes y acusaciones; pero él no podía responder nada. El fotógrafo se permitió estirarle una oreja, diciendo:
—Principias mal..., mal. ¿A dónde llegarás tú con estas mañas?
Lo peor del caso fue que en éstas llegaron doña Claudia y Marcelina.
Pronto se informaron las dos del nefando suceso, y por poco me le descuartizan allí mismo, pues si ésta le tiraba de un brazo, aquélla le sacudía el otro con furor de justicia.
Don Pedro estaba serio y patético. No le decía injurias, pero no le disculpaba; no le llamaba «ladrón sacrílego», como Marcelina, pero tampoco profería una sílaba en su defensa.
Por último, se atrevió Felipe a balbucir alguna excusa. Más que defenderse, lo que intentaba era pedir perdón. Pero aún no había abierto la boca, cuando las dos mujeres clamaron a una:
—No se le puede creer nada de lo que diga; no abre la boca más que para decir mentiras.
Felipe se calló, y he aquí que don Pedro afirmó con prontitud:
—Es cierto; no dice más que mentiras, y nada de lo que hable se le puede creer.
Parecía que el formidable maestro revolvía en su mente una determinación grave. De repente dijo con sequedad:
—Felipe, ahora mismo te vas de mi casa.
—¡Ahora mismo! —repitió doña Claudia.
—¡Antes ahora que después! —regurgitó la fea de las feas, que habiendo subido al desván, volvía espantada de los destrozos que en las cosas santas hiciera Felipe.
Y más pronta que la vista volvió a subir y tornó a bajar con un lío de ropa, que entregó al criminal, diciéndole:
—Aquí tienes tus pingajos.
—Ni un momento más.
Felipe lloraba tanto, que las lágrimas le llegaban ya a la cintura.
El retratista dijo estas atinadas palabras:
—Con las cosas santas no se juega.
Y se marchó. El Doctor salió a la antesala o recibimiento, donde estaba la puerta de la escalera y se dejó caer en el suelo. No tenía fuerzas para tenerse en pie, pues con tantas lágrimas parecía que se le echaban fuera todas las energías de la vida. Desde allí veía parte de la sala donde estaban sus amos, enfurecidos contra él y haciendo comentarios sobre su horrible crimen. De pronto oyó una voz dulce, amorosa, celestial, voz que sin duda venía a la tierra por un hueco abierto en la mejor parte del cielo. La voz decía:
—Don Pedro, don Pedro, perdónele usted.
—No puede ser, no puede ser.
Protestas de las dos señoras, acusaciones y recargadas pinturas del feo delito... Pero la voz, constante y no vencida, repitió:
—Perdónele usted..., cosas de chicos...
Felipe estaba tan agradecido que hubiera adorado a la voz aquella, como se adora a las imágenes puestas en los altares. El condenado a muerte no mira al Crucifijo con más esperanza, con más unción, con más gratitud que miró él a la persona que palabras tan cristianas decía.
Polo, cuyo semblante expresaba inexplicable desasosiego, salió a donde él estaba y le dijo con estudiada entereza:
—No hay perdón, no puede haber perdón. Vete pronto.
Y se volvió adentro... Silencio. Felipe oyó un suspiro, expresión lacónica y hermosísima de un alma que se sentía impotente para hacer el bien que deseaba... Otra gran pausa... Parecía que se retiraban todos a las habitaciones interiores. Desplomábase con lenta caída el día sobre la tarde, la tarde sobre la noche, y la casa se oscurecía gradualmente.
Esperó Centeno un rato. En la soledad era su pena más acerba, su contrición más grande. No tenía fuerzas para marcharse. Quería morir abrazado a aquel suelo y besando los ladrillos de la casa en que había hallado un asilo, sustento, y el pan del alma, que es la instrucción...
Sintió pasos. Vio aparecer una hermosa y celestial figura, la Emperadora, la de la voz que pedía misericordia por él; y fuese o no la tal una beldad perfecta, a él, en tan crítico instante, se le representó como superior a cuanto en la tierra había visto, hermosura de mundos soñados y de regiones sobrenaturales. Por la ventana entraba la luz del crepúsculo. Sobre ella se destacaba la soberana belleza de aquella mujer, rodeada de rayos de oro, echando de su frente fulgores de estrellas. Su ropaje, que sin duda era de lo más vulgar, se le representaba a él compuesto de arreboles o centelleo de pedrerías, y teñido de tintas irisadas, todo sublime, imaginativo y propio de tan extraño y admirable caso. La Emperadora le miró sonriendo y le dijo con voz de serafines: —No quieren perdonarte... ¡Pobrecito!... ¿En dónde pasarás la noche?... Hijo, ten paciencia, y Dios te amparará.
En sus manos blancas y hermosas traía manzanas, pedazos de pan, pasteles y otras cosas dulcísimas de comer.
—Toma esto —le dijo—. No llores tanto. Ten paciencia. ¿Qué le vamos a hacer?... Con esto puedes remediarte esta noche.
Después le pasó sus dedos finísimos y frescos por la barba. Él estaba tan ardoroso que aquellos dedos le parecían de mármol. Aún hizo ella más.
Con su pañuelo, que olía a delicadas esencias, le limpió las lágrimas.
Después...
Felipe la vio retroceder, mirar hacia la sala, como temerosa de que la espiaran. Volvió junto a él. Metió la mano en el bolsillo, sacó una cosa que relucía y sonaba. De sus dedos salían rayos de plata. Centeno estaba absorto, pasmado, y de su alma se amparaba lentamente un consuelo inefable, una paz deliciosa, una gratitud que, sobreponiéndose a los demás sentimientos, los sofocaban y al fin triunfaban de su honda pena.
La Emperadora dio un gran suspiro. Era un alma abrumada que no podía echar de sí esta idea: «¡Qué mal hacen en no perdonarle!».
Y luego le tomó una mano, que él tenía cerrada; se la abrió, no sin esfuerzo de sus delicados dedos; le puso en el hueco una cosa, cerrándosela luego y apretando los dedos de él; y al concluir, le dijo:
—Con esas seis pesetas te arreglarás por ahora... No te puedo dar más.
Felipe se fue.
III. Quiromancia
I
Federico Ruiz... ¡Singular hombre, dado a la ciencia, al arte; el astrónomo que más entendía de versos, el poeta más sabedor de cosas del cielo! Diez años hacía que su espíritu navegaba jadeante por los espacios del saber buscando una vocación, y de ensayo en ensayo, de una en otra tentativa se le enfriaba el entusiasmo y su voluntad padecía desmayos. Era español puro en la inconstancia, en los afectos repentinos y en el deseo de aplausos. Primero fue músico, después cursó la Facultad de Ciencias y obtuvo la plaza del Observatorio, en la cual no estaba contento, porque su espíritu tenía un desasosiego, un como escozor, semejantes a la inquietud del enfermo que busca su alivio en los cambios de postura.
Era de costumbres apacibles, un tanto egoísta y un tantico avaro.
Carecía del entusiasmo de su profesión, pero desempeñaba a conciencia, si no de buena gana, los servicios del Observatorio. Soñaba con triunfos en el teatro, ¡demencia española!, y se creía, como tantos otros, un ingenio no comprendido y sacado de su natural asiento, víctima de la fatalidad y de las perversas contingencias locales. Todo ecléctico es triste: la perplejidad del espíritu hace displicentes humores. Y el bueno de Ruiz, en las melancolías que le ocasionaba una profesión considerada como interina, decía:
—¡Qué país éste!... ¡Desgracia grande vivir aquí! ¡Si yo hubiera nacido en Inglaterra o en Francia!...
Muchos, ¡ay!, que dicen esto, revelan grande ingratitud hacia el suelo en que viven, pues si en realidad hubieran nacido en aquellos otros países, estarían quizás tan campantes haciendo zapatos o barriendo las calles. De todo esto se desprende que Federico Ruiz, astrónomo sin sustancia, debía de ser adocenado poeta. Incapaz de dar direcciones nuevas al arte, no sabía más que trillar los viejos caminos donde ya ni flor había ni yerba que no estuviesen cien veces holladas y aun pisoteadas.
Era el eternamente descontento, el plañidor de su suerte, el incansable arbitrista de su propio destino. Seguramente, desde que una obra suya pasara de las musas al teatro, le habían de entrar ganas de dar nueva ocupación a su espíritu. Un hombre tan sin centro y de pensamientos tan variables no podía ser gordo. En efecto Federico Ruiz era flaco, tan flaco, que los carrillos se le besaban por dentro, y cuando se sentaba, tomando aquellas extrañas posturas, sin las cuales no demostraba comodidad, todo él se volvía ángulos. Era un zig—zag... Por extraña armonía, su pensamiento era lo mismo, y hablando variaba de dirección rápidamente describiendo con la palabra un vaivén mareante. Nada había derecho en él, ni el cuerpo ni el juicio. Andaba con cierta vacilación, semejante a la de los que han bebido más de la cuenta, y su voz era desentonada.
Último toque. Era ferviente católico, o al menos así lo decía él. Con su mejor amigo era capaz de pegarse si le hurgaban tantico, sacando a relucir divergencias entre la Fe y la Ciencia. Casamentero de las ideas, hacía felicísimos himeneos, y para ello tenía caudal copioso de oportunas y originales razones. Con su verbosidad errática y un si es no es elocuente, defendía todo lo defendible, logrando encontrar tales armonías entre el Génesis y el telescopio, que al fin sus amigos no tenían más remedio que callarse.
En el Observatorio su trabajo era más bien meteorológico que astronómico. Desempeñaba una plaza de auxiliar. Por ausencia o enfermedad de algún astrónomo, hacía las observaciones corrientes y algunos estudios matemáticos. Aunque no lo hacía mal, sus jefes no le confiaban ningún trabajo delicado. Tardaba mucho, se fatigaba y además... Entre fórmula y fórmula, ¿cómo no dar descanso y consuelo al ánimo con un par de versitos?
En los tiempos aquellos en que le conocimos estaba el hombre muy encariñado con una idea católico—astronómica, que confiaba a sus amigos.
Hay motivos para creer que la tenía formulada en difusos papelotes. La cosa era muy original, y hasta útil, filosófica, y como simbólica de la deseada concordia entre la Ciencia y la Religión. He aquí la idea de Federico Ruiz.
¿Por qué los planetas y las constelaciones y todas las unidades, familias o grupos sidéreos han de tener nombres mitológicos? ¿Qué significación ni sentido podemos dar en nuestra edad cristiana a los nombres y a las aventuras amorosas o criminales de tanto Dios adúltero y brutal, de tanto semidios canalla, de tanta ninfa sin vergüenza, de tanto animal absurdo? ¿Por ventura no tenemos, en lo espiritual, nuestro magnífico cielo cristiano poblado de santos patriarcas, ángeles, profetas, vírgenes, mártires y serafines? Y si lo tenemos, ¿por qué no hemos de concordarlo y emparejarlo con el cielo visible, dando a los astros los excelsos nombres del Cristianismo? Así tendríamos el Almanaque práctico, religioso y una como cifra exacta de la presencia de los bienaventurados en el Cielo lo mismo que están esas hermosas luces en el vacío infinito. ¿Qué inconveniente hay en que ese grandioso planeta, llamado hasta aquí Júpiter, Dios de una falsa doctrina, se llame ahora San José? Y los demás planetas de nuestro sistema, ¿por qué no habían de tener el nombre de otros patriarcas, Adán, Noé, Abraham...? Esto se cae de su peso.
Pues siguiendo este trabajo de bautizar el firmamento, las doce partes del Zodiaco vienen que ni de molde para los doce Apóstoles. Todas las constelaciones boreales y australes tendrían su santo correspondiente y las grandes estrellas representarían los santos más famosos. Arcturus, por ejemplo, sería San Francisco de Asís; Aldebarán, San Ignacio de Loyola; el Alpha del Centauro, Santiago; la Cabra, San Gregorio Magno; Vega, San Agustín; Rigel, San Luis Gonzaga... La Cabellera de Berenice tomaría el nombre de la Magdalena; las Pléyades serían las once mil Vírgenes; la Espiga o Alpha de la Virgen, Santa Teresa de Jesús, y Antarés, la Verónica... Sirius, la mayor maravilla del cielo, tendría la representación de la Madre de Dios más propiamente que la Polar. Al hacer las denominaciones, se tendrían además presentes los días en que la Iglesia celebra las festividades de los santos, de modo que el paso del sol por cada región zodiacal determinara las fiestas de los Apóstoles, y así no se diría sol en Piscis, sino sol en San Pedro... En cuanto a los cometas...
—¡Ja, ja, ja!
Estas carcajadas eran de Alejandro Miquis, a quien Ruiz explicaba sus nomenclaturas una mañana, que debió de ser la del domingo 19 de setiembre de aquel año.
—No te rías... Esto es muy serio. Tengo todo preparado para escribir una Memoria. Sin ir más lejos, el Almanaque sería entonces una verdad, y apurando la cosa, no se necesitarían ya altares ni iglesias. ¿Qué mejor imagen de un bienaventurado que esas magníficas luces nocturnas que nos embelesan y anonadan? ¿Qué mejor catedral que la aparente bóveda del cielo? Los hombres adorarían a la entidad San José, San Juan en la imagen luminosa de este o del otro astro, y como la celebración de la festividad por la Iglesia coincidiría con un fenómeno astronómico, he aquí establecida simbólicamente una armonía hermosísima entre la religión y las matemáticas...
—¡Ja, ja, ja! —Miquis mordía el ala de su sombrero: tan dichoso era con lo que oía.
Cienfuegos dijo así:
—Querido Ruiz, no te metas en poner motes... Deja que conserven por allá arriba los bonitos nombres paganos de Casiopea, Ofiucus, Júpiter...
Como las beatas sepan la jugada que les preparas poniendo el nombre de cualquier santo a una señora que se ha llamado Venus, te van a sacar los ojos... Esto lo hablaban en la sala aquella cuyo techo y muros están hendidos, formando una línea en la dirección ideal del meridiano. Esta hendidura tiene puertas que se abren con cuerdas semejantes a las que mueven las velas de un buque, y se descubre así la parte del cielo que se desea observar. El telescopio, montado en una especie de cureña aérea, tiene aspecto de cañón. Le sostienen postes de granito; sólo gira en un plano vertical, y hay un sin fin de ruedas y palancas de dorado bronce para mover el gran tubo y colocarle en el ángulo que exige la observación.
Montado sobre carriles, un gran sillón sirve para que el astrónomo se tienda en posición cómoda, y pueda, aplicando el ojo al catalejo, escudriñar cómodamente el espacio y ver todo transeúntes del meridiano, sea chico, sea grande; de día el padre sol, de noche esta o la otra res del inmenso rebaño de estrellas, ora una clarísima, fulmínea, ora las que vacilantes hormiguean entre la muchedumbre infinita. Se las ve atravesar, impacientes y como perseguidas, el campo del objetivo, dándonos a entender con su aparente carrera la marcha que llevamos nosotros por los insondables derroteros del vacío. El cristal está dividido en cuarteles por hilos de araña cogidos en los árboles para este fin, y que tienen, ¡quién lo diría!, aplicación tan sabia y útil. ¡Venturosos animalejos las arañas que, sin saberlo, son tejedoras de las cuerdas, casi invisibles de puro tenues, con que se toma la medida a las porciones billonarias del firmamento!
El péndulo sidéreo, colocado a la derecha, parece la imagen de la discreción y de la mesura. Su pulsación suave, el juego de sus manecillas, que tan calladas van marcando los segundos y minutos, embelesan al que lo mira. Se le ve como si fuera una persona, un ser vivo y de madre nacido, con facciones de números y entrañas de animado metal, palpitantes y en ejercicio como nuestras entrañas. Por el mismo estilo que el péndulo, el barómetro registrador parece también un personaje, sólo que el primero es de lo más serio y reposado que se puede imaginar, mientras el segundo, organismo admirable que sabe redactar sus impresiones sobre la pesadez atmosférica, tiene no sé qué de festivo y pueril. Es un geniezuelo, un antropoide, cuyo origen no sabe el profano si atribuir a la invención de la leyenda o a los cálculos del mecánico; es prodigioso cuerpecillo, juguete que parece que tiene alma, y hace ruidos graciosos y extraños cual si cantara a media voz misteriosas endechas. Hace toda la gracia un escape que juega con la palanca; siguen a esto ruedas silenciosas y graves, y en el término del mecanismo tiene el endiablado instrumento su pedacito de lápiz, con el cual escribe sobre un cilindro de papel... Cuando hay tempestad es cuando tiene que ver. Entonces, agitado el mercurio, que es su sangre, actúa sobre todos sus miembros, y se le ve febril, echando sobre el papel unas rúbricas que son fehaciente expresión del variable peso de la atmósfera.
II
Ruiz, taciturno y atento sólo a su deber, hizo la observación del paso del sol por el meridiano. No se verificó este acto sin cierta solemnidad como religiosa, con silencio, sosiego y aun algo de poesía, por cuya circunstancia y por ser operación diaria, decía Miquis que aquello era la misa astronómica. Cinco minutos antes del momento en que el péndulo sidéreo marcara el paso de Su Majestad, manipuló Ruiz en el telégrafo para subir la bola de la Puerta del Sol. Estuvo luego atento, callado, observando el mesurado latir del péndulo; preparó el anteojo con cristal opaco, se puso en el sillón, abrió las compuertas, miró. Una sección del globo inmenso entraba en el campo del objetivo, y su tangencia en los hilos de araña permitía determinar, por cálculo, el mediodía medio, por donde regulamos y medimos estas divisiones convencionales del tiempo, a las cuales acomodamos nuestro vivir. Luego manipuló otra vez para hacer caer la bola de la Puerta del Sol, y cerradas las compuertas y tapado el anteojo, registró los cronómetros y apuntó su observación en un cuaderno. Cienfuegos y Miquis, que habían visto esto muchas veces, permanecieron indiferentes, como los sacristanes ante los sagrados ritos.
El uno leía un periódico, el otro se paseaba inquieto a lo largo de la sala.
Pensar que tres españoles, dos de ellos de poca edad, pueden estar en el lugar más solemne sin sacar de este lugar motivo de alguna broma, es pensar lo imposible. A la iglesia van muchos a pasar ratos divertidos, cuanto más a una sala meridiana donde no hay más respeto que el de la ciencia, donde se entra con el sombrero puesto y aun se fumaría, si la susceptibilidad de los instrumentos lo permitiera. No había concluido Ruiz sus apuntes, cuando Miquis se echó atrás él sombrero y poniéndole la mano sobre el hombro, le dijo:
—A ver tú..., ¿por qué no me sacas mi horóscopo?
Era el mismo demonio aquel Miquis; ¡y qué cosas se le ocurrían! Si Ruiz no fuera un si es no es guasón y maleante, se habría escandalizado de aquella proposición sacrílega. Pero como no tenía entusiasmo por la ciencia, no tenía tampoco ese respeto fanático que impone deberes de compostura en ciertos sitios. ¡Oh! Sin ir más lejos..., si él hubiera nacido en Inglaterra o en Francia, habría tenido aquel y otros respetos, sí señor; porque seguramente ganaría mucho dinero con la ciencia, ¡pero aquí, en este perro país!... Como español (y gato de Madrid, por más señas), podía hacer mofa de todo. Manos a la obra. ¿Horóscopo dijiste?
Bien, ¿y de qué se trataba?
Cienfuegos, que sentado en una silla leía La Iberia, alzó los ojos del papel para decir:
—Ya los astros no dicen nada del destino humano. No quieren meterse en vidas ajenas... Desde que se ha empezado a decir de ellos que tienen miseria en sus cabelleras luminosas, es a saber, que están habitados, se han amoscado y no quieren cuentas con nosotros... ¡Oh!, si hablaran, Miquis lo agradecería... Está el pobre, que no le llega la camisa al cuerpo, pendiente de una resolución, de una sentencia...
Ambos le miraron. Miquis se paseaba a lo largo de la sala, con las manos en los bolsillos, arrastrando sus miradas por el suelo.
—¿Qué es eso, Alejandrito?... ¿Amores?
—No, no, ¡valiente tontería! Mejor dicho, vida o muerte para mí —dijo el estudiante de Derecho parándose ante el astrónomo—. Figúrate que con esta vida, jamás está uno en fondos, y la verdad..., mejor sería no carecer de nada. —Eso, aunque no lo digan los astros, es matemático.
—Yo te diré lo que hay —manifestó Cienfuegos—. Alejandro tiene una tía, que le ha prometido darle trigo..., pero trigo... en gordo... Pasan días y días, y el recadito de la tía no parece.
—Me dijo que a mitad de la semana, y la semana ha concluido.
—Un día más o menos...
—Es que tengo un desasosiego... —suspiró el manchego, mostrando bien en su voz y en su gesto lo que decía—. Temo que si pasa tiempo, recobre mi tía el juicio.
—Que lo pierda, querrás decir.
—No, hombre, no, porque mi tía está loca, y al darme lo que ha prometido, si es que me lo da, se acreditará de rematada... Estoy agonizando... ¿Se habrá arrepentido? ¿Habrá entrado en aquel cerebro un rayo de esa luz del sentido común que anda esparcida por el mundo, sin que la vean muchos de los que tienen ojos? Porque se dan casos de que la vean, antes que nadie, los topos.
—Pues vete a su casa, tonto, y pregúntale, y dile: «¿Señora tía, ¿me da usted o no lo que me ha prometido?».
—Es tan nervioso y tan pusilánime —observó Cienfuegos—, que no se atreve a ir, porque si la señora le dice que no hay nada, le dará un desmayo. —¡Yo no voy, yo no voy! —declaró Miquis volviendo a pasearse—. Si después de haberme consentido, dice nones, creo que cojo una enfermedad.
Ruiz se frotaba las manos, riendo con aquella expresión burlona que tenía para todo, para lo grave y lo cómico.
—Te voy a sacar el horóscopo, Alejandrito. Vamos a ver. Hay que principiar por saber la fecha del nacimiento de tu querida tía.
—¡La fecha del nacimiento! —exclamó Cienfuegos—. Debió ser el año de la Nenita.
—Eso lo sabrá la Diosa Isis. Creo que mi tía no tiene fecha. Debe proceder del antiguo Egipto. ¡La pobre es tan buena!..., es lo mismo que los chiquillos, ¡y me quiere tanto...! No nos burlemos... Señores.
—¡No, no nos burlemos! —declamó Ruiz, remedando la tiesura de un sacerdote de ópera. Siento no tener aquí una sotana de ala de mosca y un cucurucho lleno de sapos y culebras. Cuando te digo que te voy a sacar el gran horóscopo, y a adivinarte lo que deseas... Sin ir más lejos: en este momento, ¿qué hora es?, las doce y veintidós minutos y tres segundos. Al pelo, chico. Mira: el Sol está saliendo de la constelación del León, a quien yo llamaría San Marcos, y entra en Virgo... ¡La virgen!, tu tía...
Luego viene la Balanza..., ¡dinero...! Esto es más claro el agua.
Tenemos también a Mercurio sobre nuestras cabezas. Este caballero representa el comercio, las jugadas de Bolsa, el papel moneda. Lo dicho dicho: el encuentro de Mercurio y la Virgen, puede considerarse como felicísimo augurio. Y si añadimos que al entrar en la Balanza pasa junto al Centauro, que yo llamaría San Ignacio de Loyola, resulta lo siguiente:
¿Qué representa Mercurio? El comercio, las transacciones, el correo. Por algo le representaban aquellos brutos con aladas alpargatas. El correo, fíjate bien. De todo se desprende que debes escribir una carta a tu tía prehistórica, preguntándole qué vuelta llevan esos dinerillos que te prometió, y que no has visto todavía.
—Pues eso no me parece mal —dijo Miquis meditabundo—. ¿Y si me contesta que no?
—Pues si te contesta que no, te metes las manos en los bolsillos vacíos, y te quedas fresquecito, de verano...
Alejandro volvió a pasearse, y Cienfuegos a leer su periódico. De repente, el manchego, con la súbita vehemencia del que tras vacilaciones dolorosas se decide a tomar un partido, gritó.
—¡Pluma, papel, tinta!... Voy a escribir la carta a la Diosa Isis...
—Calma, calma, iremos a la biblioteca. No hay que alborotar esta santa casa.
—¿Y quién llevará la carta? ¡Es tan lejos!... —No faltará quien la lleve. No te apures. Irá el Centauro, o mandaremos al mismo Mercurio. Vamos a la biblioteca.
Pasaron a donde decía Ruiz, y Miquis se puso a escribir. ¡Dios mío, qué premioso estaba aquel día! No sabía cómo empezar, ni en qué forma y con qué materiales construir la deseada epístola. Tres o cuatro empezó y las tuvo que romper, porque ninguna de ellas respondía bien a su pensamiento. La una decía:
«Querida tiíta Isabel: tengo que ir esta noche al baile de la Embajada austríaca, de frac, y como usted comprenderá...».
Ésta no servía. Ras... Empezó otra así: «Estoy enfermo en cama. Me visitan siete médicos, y con tanta visita y gastos de botica, se me acabó el dinero que tenía. Como usted me prometió...». Ras, ras..., tampoco valía...
Otra: «Estoy en casa de los catedráticos haciendo un trabajo...».
Fuera.
Por último encontró la fórmula y la carta quedó hecha. Dio un suspiro al cerrarla y repitió su queja:
—No vamos a tener quien la lleve.
—¡Qué pesadez! —dijo Cienfuegos, suspendiendo otra vez su lectura—.
Cuando éste coge un tema... La llevaré yo, si es preciso.
—Si es en los quintos infiernos..., allá, donde Cristo dio las tres voces. —Sea donde fuere... Éste es atroz cuando da en encontrar dificultades y en echar lamentos.
—Vamos a casa —dijo Ruiz—. Veremos si hay algún ordenanza. Don Florencio nos sacará del paso...
Salieron, y lo primero que vio Miquis fue el famoso héroe de aquel otro domingo, que gozoso y algo conmovido se acercaba a saludarle, gorra en mano.
—Hola, mequetrefe, ¿tú por aquí otra vez? ¿Qué es de tu vida?
Felipe, confuso, no sabía qué contestar, pues érale muy difícil exponer en breves palabras los motivos de su salida de la paternal casa de don Pedro. Temía que su protector, por falta de explicaciones circunstanciadas, atribuyera la expulsión a cualquier denigrante y odiosa falta.
—Te has civilizado... ¡Pero qué bonita has puesto mi ropa! Es verdad que lleva tiempo... Y hablas ya como la gente. Lo que menos creías tú era verme aquí.
—Señor, estoy viniendo todos los días a ver si le veo...
—Pues mira, hoy caes aquí como agua de mayo. Nunca podrías ser más oportuno. Me vas a hacer un recado.
—¡Un recado!... —exclamó el Doctor con alegría—. Si los señoritos me buscaran una colocación... —Sí, para colocaciones estamos —dijo Cienfuegos.
—Como me traigas buenas noticias —indicó Miquis—, te prometo...
—¡Adiós!, ya está éste tocando el violón... No prometas nada, Alejandro, no prometas.
—Vas a llevarme esta carta.
—Sí señor.
—A la calle del Almendro. Entérate bien o te pego. ¿Sabes dónde está?
Felipe vacilaba.
—Entras por Puerta Cerrada...
—Sí, sí..., démela, démela.
—Bien claritas le he puesto las señas. Número 11, cuarto segundo.
¿Sabes leer?
—Pues ya...
—Preguntas por doña Isabel..., esperas contestación y me la traes aquí.
Llegó cuando menos se le esperaba don Florencio, muy peripuesto, vestido de negro, con el rostro enmascarado de cierta tristeza fúnebre, y saludó a los tres amigos.
—Ya sabemos a dónde va usted, señor Morales y Tempra...do, don Florencio.
Con solemnidad luctuosa, haciendo con ambas manos una elocuente mímica de ese dolor mesurado y correcto, que es propio de las tragedias clásicas, el señor don Florencio dejó caer de su boca esta frase: —Voy al entierro del grande hombre —¡Pobre Calvo Asensio!
En tal día enterraban con gran aparato de gente y público luto a aquel atleta de las rudas polémicas, a aquel luchador que había caído en lo más recio del combate, herido de mortal cansancio y de fiebre; hombre tosco y valiente, inteligencia ruda, que no servía para esclarecer, sino para empujar; voluntad de acero, sin temple de espada, pero con fortaleza de palanca; palabra áspera y macerante; temperamento organizador de la demolición. Reventó como culebrina atacada con excesiva carga, y su muerte fue una prórroga de las catástrofes que la Historia preparaba. Don Florencio, que era su amigo, hacía aspavientos de dolor comedido y decía:
—Entre paréntesis, si no hubiera cambiado su farmacia por esta condenada política, todavía viviría. Era un mocetón... Vamos a echarle un puñado de tierra:
Después, como viera a Felipe, que oía con el mayor respeto aquellas elegiacas razones, le consagró también a él, pequeñito, una frase llena de socrático sentido:
—Doctor Centeno, ¿qué haces por aquí? ¿Sirves a estos señores? Como te portes bien, medrarás. Si no... Ya me contó Pedro que tienes mañas sacrílegas y dices muchas mentiras... Ojo, señores, ojo... Ofendido y mal humorado oyó Felipe estos conceptos, mas no quiso contestar nada. Apremiado por Miquis para que fuera pronto al recado de la cartita, echó a correr por la rampa abajo, dejando muy pronto atrás a Morales, que iba con su metódico paso de procesión cívica.
III
Quince días habían pasado desde que el buen Doctor dejó con tan mala ventura la casa de don Pedro Polo... Cayó, como el cabello que cortado se arroja, a los rincones y vertederos urbanos, allá, donde las escobas parece que arrastran, con los restos de todo lo útil, algo que es como desperdicio vivo, lo que sobra, lo que está demás, lo que no tiene otra aplicación que descomponerse moralmente y volver a la barbarie y al vicio.
¿Quién le seguirá por esta zona, a donde llegan arrastrados todos los despojos de la eliminación social en uno y otro orden? ¿Quién le seguirá a las casas de dormir, a las compañías del Rastro, a los bodegones, a las tabernas, a los tejares y chozas de la Arganzuela y las Yeserías, a la vagancia, a las rondas del Sur, inundadas de estiércol, miseria y malicia?
La historia del héroe ofrece aquí un gran vacío que es como reticencia hecha en lo mejor de una confesión. Sólo se sabe que a los dos días de su salida de la casa, de Polo, se extinguió el último ochavo de las seis pesetas que le diera aquella cristiana y al mismo tiempo pagana Emperadora, figura hermosísima que él había visto en alguna parte, sí, en esta o la otra página de sus estudios; en la Doctrina Cristiana y en la Mitología. ¡Misterios de la óptica moral! Fuera lo que Dios quisiere, él se había prometido no olvidar a aquella señora en todo el tiempo que durase su vida...
Se sabe también que algunas noches durmió en lo que vulgarmente se llama la posada de la estrella, o sea, al aire libre; que pasó grandes y tormentosas escaseces; que iba todos los días a la subida del Observatorio con esperanza de encontrar al que le protegió, le amparó y le dio ánimos en aquella feliz ocasión; que al fin su puntual fidelidad obtuvo recompensa, como se ha visto, deparándole Dios el encuentro de Alejandro Miquis, prólogo de las importantes cosas que vienen ahora, y paso primero en el nuevo rumbo que toma, la vida del héroe, como verán los que no se hayan aburrido todavía y quieran seguir adelante.
Emprendió, pues, la marcha el Doctor para desempeñar su recado, y en la Puerta del Sol, ¡inesperado estorbo!, se encontró con que no podía pasar, porque todo estaba lleno y apelmazado de gente, Él, no obstante, había de penetrar entre la multitud para ver qué era aquello y por qué motivo se reunían tantas personas. Metiose por las grietas que en la humana masa se abrían; navegó con trabajo por entre codos, piernas, espaldas, y pudo ganar al fin la esquina de la calle de Carretas.
Felizmente había allí un farol que no estaba ocupado, y se subió a él, después de guardar cuidadosamente la carta en el pecho. ¡Qué bien se veía todo, desde aquella altura! «¡Ya!..., entierrito tenemos...». Y que el muerto era persona grande lo manifestaba la muchedumbre de acompañantes y de curiosos. Felipe vio el carro mortuorio, tirado por caballos negros y flacos, con penachos que parecían haber servido para limpiar el polvo de los cementerios; vio el armatoste donde el difunto venía, balanceándose como una lancha negra en medio de las olas de un mar de sombreros de copa; vio los asilados, los lacayos fúnebres, de malísima catadura, y el lucido acompañamiento, ejército sin fin de personas diversas, elevadas y humildes, todo oscuro, triste y hosco. Iba detrás, en primer término, un señor alto y gordo, de presencia majestuosa; a su lado otros muchos, gruesos o flacos, y detrás un río de levitas y chaquetas. ¡Cómo serpenteaba la fatídica procesión, cómo se detenía a veces, cómo empujaba!
Era cuña que en las plazas abría la masa de curiosos y en las calles se dejaba oprimir a su vez por aquella... Felipe se unió a la comitiva.
Tan pronto iba delante con los incluseros, tan pronto atrás, cerca de aquellos señores tan guapotes. Pero él se mantenía siempre a respetuosa distancia: miraba y nada más. No era, como aquel intruso y farsante Juanito del Socorro, a quien Felipe vio delante de los caballos, apartando la gente con ridículos y oficiosos aspavientos. «¡Fantasioso!», pensó el Doctor, y poco después, allá cuando iban por la calle de la Concepción Jerónima, viole atrás, pegado a los faldones del respetabilísimo caballero obeso y de blancas patillas que presidía... «Otro más entrometido que Juanito...!».
Por la calle de Toledo, Redator distinguió a su amigo entre el gentío y se fue derecho a él. ¡Qué facha la de Juanito! Llevaba las mismas alpargatas o babuchas de orillo que usaba siempre, una chaqueta de papá y una corbata negra que su mamá le había hecho para aquella lúgubre ocasión.
Se saludaron con un par de estrujones, y Juanito dijo al otro:
—Estoy rendido... Yo fui a avisar a la parroquia para que llevaran los Oles... Después recado por arriba y por abajo..., llevar mucha papeleta, y ahora traer coches... Voy aquí con don Salustiano. Hijí..., éste sí que es peje.
Al decir esto, señalaba al señor grueso, personaje de tan admirable presencia que a Felipe le parecía, si no rey, un dedito menos. En efecto, el Doctor vio a su amigo meterse entre los señores que iban en la delantera del acompañamiento, estrujándoles la ropa y estorbándoles el paso. Alguien le daba empellones para echarle fuera; pero él se volvía a meter. Al, fin de la calle de Toledo, muchos empezaron a ocupar los coches... Felipe, entonces, satisfecho de haber visto bastante, acordose de su deber, y retrocedió para buscar la calle del Almendro.
La cola del inmenso cortejo estaba aún por San Isidro. Allí se apartó Felipe de él, dio varias vueltas por Puerta Cerrada, mirando letreros, y por fin se internó en la calle del Nuncio. Estaba en camino. Los lacayos de la Nunciatura excitaron su curiosidad y perdió un ratito admirando tanto galón y tan buenas aposturas. Algunos pasos más, y ya estaba mi hombre en el fin de su viaje. ¡Qué silencio, qué sepulcral quietud la de aquellos lugares! Eran más fúnebres que el entierro y más solitarios que la soledad. Después del bullicio, de la confusión y gentío que había presenciado, verse allí era como caer en un pozo. Y la tal calle se enroscaba haciendo una vuelta tan brusca que no se veía ni el principio ni el fin de ella. Parecía una trampa armada al descuidado transeúntes; y todo el que entrase en ella, no como Felipe, aturdido y sin ver, por ser niño, el sentido de las cosas, creeríase más en Toledo que en Madrid, o bajo la dominación de los reyes austriacos, amenazado de las uñas de Rinconete. Hoy es la calle del Almendro recogida y silenciosa; júzguese cómo sería hace veinte años cuando aún la ley de las trasformaciones municipales no la había comunicado, derribando casas, con la Cava Baja.
Entonces nadie por allí pasaba, que no fuera habitante de la misma calle.
Componían gran parte de su caserío las cocheras de la casa de Aransis, la casa de Vargas, sola, misteriosa, abandonada, pues es de creer que sólo mora en ella el espíritu de San Isidro. No se conocía en ella ninguna industria, como no fuera la de un colchonero que tenía por muestra un colchoncito de media vara. Había escudos sobre puertas que jamás se abrían, y balcones de hierro que a pedazos, corroídos por el orín, se desbarataban. Dos o tres casas de alquiler, relativamente modernas, había en la tortuosa longitud de la calle. Una de ellas, la del número 11, que era la que buscaba Felipe, estaba en la rinconada que ha desaparecido para establecer la comunicación de aquel embudo con la Cava Baja. De modo que la casa de la tía de Miquis no existe ya. Hay que figurarla; pero como no faltan memoria y datos, puede decirse que era un edificio del siglo XVII, ordinario, vulgarísimo, feo, con dos pisos altos, puerta de piedra, en cuyo clave se veía grabada la común inscripción Jesús María y José, y lo demás de revoco. Nos hallamos en el rincón más interesante quizás de este Madrid que tantas curiosidades encierra, y que hoy presenta revueltas, en algunas zonas, las primicias de la civilización y los restos agonizantes del mando antiguo. Dos huecos tenía cada piso de la casa aquella, que Felipe comparó, in mente, con un seis de copas. En la ventana baja, inmediata a la puerta, no había señal de vivienda humana. Rotos los vidrios y cerradas las maderas, parecía aquello almacén. Era, en efecto, depósito de una cofradía caducada, y ya se ignoraba quién tenía las llaves. En los dos balcones del principal había muchos tiestos, descollando entre ellos una grande y bien florecida adelfa que daba alegría a la casa y aun a la calle toda. No tengamos reparo en decir, aunque sea prematuro o indiscreto, que allí vivía una mujer o señora que echaba las cartas y tenía gran parroquia, muy tapadamente, en todo Madrid.
Si los balcones del principal eran alegritos con tanta hierba y verdura, los del segundo éranlo mucho más, porque en ellos el follaje se desbordaba por los hierros, subía y aun daba grata sombra. Era ya una vegetación arborescente, impropia de balcones y que traía a la memoria lo que cuentan de Babilonia. Los tiestos de diversa forma estaban unos sobre otros; había pucheros, cajones, tibores, medias tinajas y barriletes, todo admirablemente cultivado y lleno de variedad gratísima de plantas. Descollaban una higuera con higos, un manzano con manzanas, un níspero también con fruto, un albaricoque y hasta una parra que ofrecía en sus ya pintados racimos abundante esquilmo de octubre. Y entre estas familias mayores, las capuchinas de doradas florecillas subían por la jamba, agarrándose a unas cuerdas muy bien puestas; lo mismo hacían las campánulas, el guisante de olor y otras trepadoras. Achaparrados y asomando por entre los hierros, estaban los claveles, el sándalo, la hierbabuena, la medicinal ruda, la balsamina, el perejil de la reina, el geranio de pluma y otras especies domésticas. Colgadas a un lado y otro de los balcones había hasta media docena de jaulas chiquitas con verderones y jilgueros presos, pero tan cantantes que no cesaban ni un momento de echar sobre la calle sus deliciosos trinos.
Felipe, al reconocer el número, avanzó hasta el centro del arroyo y se quedó como lelo, mirando la casa. Era para él tan misteriosa, emblemática o incomprensible como una de aquellas páginas de la Gramática o de la Aritmética, llenas de definiciones y guarismos que no había entendido nunca. Miraba y miraba, descifrando con aquel incipiente prurito de su mente investigadora... Hacía lo menos quince minutos que duraba este contemplativo examen, cuando observó que se abrían los cristales de uno de los balcones del segundo. Por entre el follaje distinguió una mano delgadísima que apretaba los higos de la higuera como para ver si estaban maduros. Luego acariciaba los racimitos de la frondosa parra... Mirando más, y cambiando de sitio, pudo distinguir una cara...
Era blanca, fina y lustrosa, como las caras de las muñecas de barniz que se ven en las tiendas de juguetes, con ojos negros y vivos. En la cabeza tenía un lío amarillo, al modo de turbante... Felipe se vio mirado y examinado por los ojos de la muñeca, pero con tal fijeza, que él hubo de turbarse y no supo qué hacer. Aquella era la tía, del señor de Miquis.
¿Por qué le tenía miedo?, ¿por qué se quedaba absorto y como fascinado delante de la casa...? Es preciso entrar. Atrévete, hombre.
IV
Cuando la criada de la tiíta Isabel abría la puerta, lo primero que se veía... Hablemos con claridad: allí no se veía nada hasta que el visitante se iba acostumbrando a la oscuridad, hasta que sus ojos, ávidos de ver, no pescaban, digámoslo de este modo, en el fondo de las tinieblas este o el otro objeto para sacarlo al espacio visible. Antes que tal fenómeno ocurriera, y no ocurría jamás sin gran trabajo y paciencia de la retina, el visitante percibía gratísimos olores de plantas aromáticas, tomillo, mejorana y orégano, de tal manera fuertes, que se creía en la puerta de un establecimiento de herbolario... Después que había olido bien, empezaba a ver, y lo primerito era una pareja de gatos, grandes, gordos, manchados, saltones. Se daban a conocer primeramente por sus dorados ojos, algunas veces con reflejos verdosos como los del fondo del mar, y luego se distinguían sus blandas piruetas y sus escurridizos rabos.
En la sala, repentino contraste; mucha luz esparcida y un no sé qué de regocijo. Allí aparecía otra vez la familia gatesca, aumentada con dos o tres chiquitos y muy monos, y reforzada con vivaracho perrillo, el cual no cesaba de ladrar o de rezongar enfadadísimo, debajo de un mueble, todo el tiempo que duraba la visita.
La sala tiene que ver. El que no sepa guardar las formas respetuosas que exigen ciertos lugares consagrados por el tiempo y la virtud, que se vaya a la calle, y me deje solo. Solo y extático contemplaré el nogal de aquellos sillones y mesas, bruñido por la edad y el aseo, nogal que salió de los primeros árboles que dieron cosecha de nueces en el mundo. Admirar aquella madera tan fregoteada, que algunas cosas de mérito se hallan deslucidas y feas de puro limpias.
¿Quién no hace una reverencia a aquel paleográfico sofá, interesantísimo, pintado que fue de rojo y oro, con patas curvas y dos respaldos tiesos con cojincillos de tela encarnada, pieza de tal forma, que el que se apoyara sin estudio en cualquiera de sus costados, corría peligro de romperse un codo? Bargueño y tablas que en esta pared estáis, ¿quién os lavó tanto que os quitó la mitad de la pintura y casi todo el dorado, dejándoos en los huesos? Los candeleros de oro echan chispas de sus repulidas facetas, y hasta la estera de junco, amarillosa con golpes rojos, parece que se compone de varillas metálicas, según lo lustrosa que está... Veamos esas láminas. Sus rótulos nos dirán lo que representan.
Diana, hallándose con sus ninfas en el baño, sorprende y descubre el estado interesante de la ninfa Calisto... Juno convierte a Calisto en osa... Matilde, hermana de Ricardo Corazón de León, desembarca vestida de monja en la Tierra Santa... Matilde ve a Malek—Adhel... Malek—Adhel roba a Matilde y echa a correr con ella por aquellos campos... A esta otra parte hallamos algo más que admirar: Vista de Mahón y sus fortalezas... Muy bien. Pero lo que más nos cautiva es una miniatura sobre marfil, monísima, graciosa de contornos y trasparente y fina de color. Es retrato de esbelta y delicada joven, como de quince años, de negros ojos y ensortijado cabello. Su talle es alto, muy alto; su cuerpo enjuto, enjutísimo. Con su mano derecha nos muestra una rosa, tamaña como un cañamón, y en la izquierda tiene un abanico semiabierto, en el cual se lee su bonito nombre: «Isabel Godoy de la Hinojosa». La fecha está borrada.
El gabinete que con la sala se comunica podría llamarse bien el museo de las cómodas, porque hay tres..., ¿qué tres?, al entrar vemos que son cuatro, y de diferente forma y edad, siendo la más notable una panzuda, estilo Luis XV, pintada de rojo y oro. Su vecina es de taracea y ambas ostentan encima cofrecillos y algún santo vestido con ropita limpia, búcaros con flores y un tocador de aquéllos que tienen el espejo montado a pivote sobre dos columnas. Almohadilla con muchos alfileres y agujas no faltaba en otra de las cómodas, la cual sostenía también un camello de porcelana cargado de un montón de botellitas y copas de limpio cristal.
Brasero de cobre sobre claveteada tarima ocupaba el centro del gabinete; pero no le veríais lleno de frías cenizas ni de brasas ardientes, pues jamás, ni en invierno ni en verano, sirvió para calentar la habitación, sino que hacía diariamente el papel de búcaro, ostentando un gran ramo de hierbas olorosas y algunas flores. Era pebetero más que estufa. En vez de calentarse con fuego, sin duda la habitadora de aquel recinto se confortaba con aromas y se templaba con poesía.
Ya llega; vedla salir por la puerta de su alcoba, y venir afable y obsequiosa a nuestro lado... ¡Admirable figura la suya! Sólo el que en absoluto esté privado de memoria, podría dejar de recordarla. Tenía el cabello enteramente blanco y rizado, los ojos oscuros, alegres y amorosos; era delgada, derecha como un huso, ágil, dispuesta, y más que dispuesta, inquieta y con hormiguilla. Su edad era mucha. Decía Alejandro que su tiíta era contemporánea del protoplasma, para expresar así la más larga fecha que cabe imaginar. Lo que puede decirse en corroboración de esto, es que la señora era una de esas naturalezas escogidas que han celebrado tregua o armisticio con el tiempo, y que tienen el don de prolongarse y conservarse momificadas en vida para dar qué decir y qué envidiar a dos o tres generaciones. Quién le echaba noventa años, quién sólo le contaba setenta y seis, y no faltaba algún computador que ponía ciento y un pico.
Cualquiera que fuese su edad, era gran maravilla cómo sabía conservar su salud y sus bríos. Hay jóvenes de veinte años que si se sentaran y se levantaran y dieran las vueltas por la casa que daba esta señora al cabo del día, caerían rendidas de cansancio. No le hablaran a ella de estarse quieta. Sin movimiento y vaivén constante no podía aquella señora vivir. Tenía la ligereza de la ardilla y algo de lo impalpable y escurridizo de la salamanquesa. Entraba y salía por aquellas puertas sin hacer ruido alguno, y sus pasos no se sentían. Calzaba zapatillas con suela de fieltro, y su cuerpo, más que compuesto de huesos y músculos, parecía un apretado y enjuto lío de algodón en rama. Su cara, como observó muy bien Felipe, era cual las de las muñecas de barniz, con un rosicler que la cogía toda, y extraordinario lustre. Por don especial de su naturaleza, aquel lustre purísimo le disimulaba las arrugas, y su estirada piel se había endurecido tomando aspecto de porcelana. Atribuía ella esta virtud a la costumbre de lavarse y fregotearse bien con agua fría y jabón de Castilla todas las mañanas, y darse luego unos restregones que la ponían como un tomate. Se envolvía la cabeza con un pañuelo de yerbas, cruzándolo y anudándolo con cierto arte a estilo vizcaíno, dejando ver parte de sus cabellos blancos y ensortijados como el vellón del Cordero Pascual.
Tenía un fanatismo que la avasallaba, el de la limpieza. Su vida se distribuía en dos clases de ocupaciones, correspondiendo a una división metódica del día en dos partes. Por la mañana consagraba tres lloras en la parroquia de San Pedro, donde se oía cuatro o cinco misas. Desde que tornaba a su casa hasta la noche, pasaba invariablemente el tiempo limpiando todo, frotando el nogal de los muebles, lavando con un trapito las imágenes de madera y los cristales de los cuadros, persiguiendo el polvo hasta en los más recónditos huequecillos, dando sustento a los pájaros y limpiándoles los comederos, las jaulas y los palitos en que se posan, regando las flores de sus amenos balcones. Esto no había tenido variación en muchísimos años, ni lo tendría hasta el acabamiento de doña Isabel Godoy de la Hinojosa. La limpieza general se hacía diariamente. Ya no era costumbre, era una dogma. Tenía doña Isabel una criada, de edad madura, de toda confianza, y entre ambas se repartían el trabajo por igual. Doña Isabel barría también, sacudía, estropajeaba, llevaba muebles de aquí para allí, y metía sus activas manos en todo.
¡Comer!... Aquí viene uno de los aspectos (para hablar el lenguaje de la Historia), más notables del carácter de la Godoy. El aseo, llevado al frenesí, se manifestaba en ella paralelamente a los escrúpulos en materia de alimento, de tal modo, que no entraba por la boca de aquella dama cosa alguna que no aderezara ella misma; pues ni de su criada, más que criada amiga, se fiaba para esto. No comía carne de vaca porque, siendo este artículo de muy poco o ningún uso en la Mancha, su patria, siempre lo miró con repugnancia. Cuando se dignaba admitir en su cocina medio cabrito, o recental, o bien gorda gallina, lo lavaba tanto y en tantas aguas, que le hacía perder toda sustancia. El vino no lo probaba por ser de las cosas más sucias que existen. El pan de las tahonas..., vade retro.
El ordinario de Quintanar le traía mensualmente hogazas duras y bollos y tortas, con otras cosas de que se hablará más adelante. En el chocolate ponía ella todo su esmero, porque era lo que le gustaba más y lo único que tomaba con deleite. No compraba nunca el de los molinos y fábricas porque se compone de mil ingredientes nocivos o asquerosos; lo que hacía era llevar un mozo a la casa para que le librara la tarea de cuatro meses, y ella le inspeccionaba, sin quitarle la vista de encima, por si se atravesaba una mosca o se le caía al buen hombre de la trabajadora frente alguna gota de sudor... Luego hacía ella misma la onza de cada mañana en una cocinilla de espíritu, y ponía en esta operación un cuidado, un esmero, que ni el del sacerdote, al manejar el pan eucarístico, se le igualara. Acompañaba el chocolate, no de mojicones, no de bizcochos traídos de las tiendas, sino de unos como piruétanos o cachirulos que le mandaban las monjas Franciscas del Toboso.
Delicadísima y llena de ascos en materias de comer, doña Isabel no podía pasarse sin los manjares y golosinas de su tierra. Era de esas personas refractarias a la adaptación alimenticia, y que por do quiera que van han de llevar el bocado con que las criaron. Su olla era enteramente castellana por los cuatro costados, y en vez de Popa, comía todos los días gachas, preparadas según el más puro rito manchego. No las hacía de harina de trigo, sino de titos, que es un guisante pequeño, y en los días grandes añadíale el tocino, el hígado de cerdo bien machacado y siempre bastante pimienta y orégano. Esta olorosa especia sazonaba y aromatizaba todos los guisos de la cocina de doña Isabel. Su aroma, juntamente con el de otras hierbas, llenaba la atmósfera de la casa. Es preciso añadir, para que no pierdan las gachas su carácter, que doña Isabel, fiel a los manchegos usos, no las comía con cuchara, sino con rebanadas de pan y en la misma sartén.
El ordinario de Quintanar, que paraba en la posada de Ocaña, surtía mensualmente a la Godoy de diferentes artículos del país, sin los cuales infaliblemente la señora se habría dejado morir de inanición. ¡Ella comer cosas de este Madrid puerquísimo...! Además de la harina de titos, el ordinario le traía las indígenas tortas de manteca, hojaldradas, con sabrosos chicharros dentro; traíale también grandes cántaros de mostillo y arrope del mejor que se hace en Miguel Esteban, queso del campo de Criptana, bizcochos de Villanueva del Gardete, bañados y tiernísimos, que tienen fama en toda España. Pero lo más importante que recibía la Godoy era el lomo, frito y en manteca, de modo que con él se improvisaba un principio en un decir Jesús. También se lo mandaban en la forma que llaman rollos, envuelto en masa de harina y aceite, y acompañado interiormente de huevos, chorizos y jamón.
Con estos elementos aderezaba diariamente la señora su comida. En Cuaresma hacía lo que llaman por allá un ajillo de patatas, y el día del Corpus, por ser costumbre inmemorial e infalible en la tierra, no podía faltar en su mesa arroz con cordero. Hasta los postres venían del Toboso o del Quintanar por mano de aquel bendito ordinario. Consistía en el manjar más inocente del mundo, que de ordinario sirve para sustento de los pajarillos: cañamones tostados. A la señora le gustaban mucho, y ningún día, a no ser los de gran ayuno, dejaba de comerse una docena. Las Trinitarias del Toboso solían mandarle almendras garrapiñadas, que era su especialidad. Con ser manchega de pura raza y tener sus propiedades arrendadas para el cultivo del azafrán, doña Isabel no usaba nunca esta droga tintórea, Por las infusiones teínas de diferentes hierbas tenía verdadera pasión, y un surtido y acopio tan abundantes que le faltaba poco a la casa para ser la más completa herbolería. No se acostaba sin tomarse un tazón de salvia o de manzanilla, según los casos, a veces de hierba—luisa. Jamás probó el té chinesco, y el café no lo conocía más que de nombre.
La criada, que desde luengos años la servía, era una mujer de bastante edad, toda cargada de refajos verdes y amarillos, y con gran moño de trenza, atado con cordón que terminaba en el huesecillo que llaman higa, para librarse del mal de ojo. La comunidad de vida con doña Isabel habíala asimilado pasmosamente con ésta. Pegáronsele primero los escrúpulos, luego los gustos, las costumbres, y por último, el modo de hablar y hasta la fisonomía... Últimamente, eran como amigas, y todo era en ellas común, el trabajo, la comida, los rezos y hasta los pensamientos.
Sólo el que frecuentara la casa habría podido separar bien aquellos dos rostros y caracteres, destruyendo la aparente combinación o cambio molecular que entre ellas había, y dar a cada una lo suyo, presentando a Teresa cual mujer sesuda, grave y de bien sentados razonamientos; haciendo ver, por el contrario, en doña Isabel un cerebro soliviantado y dentro del cual parecía que trinaban con más gusto que en sus jaulas todos los verderones y jilgueros que en la casa había.
V
Historia. Doña Isabel Godoy de la Hinojosa era tía de la madre de nuestros amigos Augusto y Alejandro Miquis.
No se atienda al olor de privanza que aquel apellido tiene, para suponer parentesco entre esta familia y el Príncipe de la Paz. Aunque de procedencia extremeña, estos Godoyes nada tenían que ver con aquel por tantas razones famosísimo y más desgraciado que perverso. Desde el siglo pasado aparece prepotente en Almagro, y poco después en el Toboso y en el Quintanar, la estirpe de doña Isabel, consagrada a la propiedad territorial y a la caza. Y fue tan fecunda en segundones, que dio al Estado más de un consejero de Indias, muchos guardias de Corps al ejército, y a la Iglesia regular y secular doctos definidores y capellanes de Reyes Nuevos.
Doña Isabel y su hermana, llamada doña Piedad, eran la única sucesión del don Gaspar Godoy, uno de los más frondosos y enhiestos ramos de aquel tronco de los Godoyes manchegos Eran ambas hermanas discretas, bonitas, instruiditas, bien educadas y tirando a lo sentimental, conforme a las costumbres y a la literatura de aquellos tiempos. Porque también hay que decir que eran las personas más leídas de toda la Mancha. Se sabían casi de memoria la Casandra, novela de tanto sentimiento, que el que la leía se estaba llorando a moco y baba tres meses. Conocían también otras obras, muy en boga entonces, como el Ipsiboe y el Solitario del vizconde D'Arlincourt, llenas de desmayos, lloros, pucheros y ternezas. Pero la lectura que más particularmente había afectado a Isabel Godoy era la de aquella dramática y espasmódica novela de Madame Cottin, Matilde o Las Cruzadas, que fue la comidilla de aquella generación archi—sensible. Por mucho tiempo duró en el espíritu de la joven la influencia de aquellas lecturas, suministrándole, casi hasta nuestros días motivos de comparaciones. Así, decía: «es un moreno atrevidísimo como Malek—Adhel», o bien «celoso y fiero como un Guido de Lusignan». Las anticuadas láminas de Epinal que en su sala estaban, habían tenido ya su período de éxito en la casa paterna.
No faltaba, veinte o treinta años ha, entre los desocupados del Toboso, algún viejo que contase algo de remotos sucesos acaecidos cuando le hicieron a doña Isabel la preciosa miniatura que hemos visto en su sala. Según rezaba la tal crónica viva, hubo por aquellas calendas en el Quintanar un galán de hermosa y escogida presencia, tan notable por su gallardía como por sus modales y educación, hombre peregrino en aquellas tierras, a las que fue con hastío de la Corte, buscando un descanso a sus viajes y a las fatigas de la moda y el mundo. Doña Isabel se apasionó locamente del tal, que era de gran familia, los Herreras de Almagro, y tenía tíos y primos en el Toboso. Él le correspondía; eran públicos y honestos sus amores; parecía natural que la solución y término de esto fuera el matrimonio..., mas no sucedió así. De la noche a la mañana, con pasmo y hablilla de todo el pueblo, Herrera se casó, no con doña Isabel, sino con su hermana.
Guardó la ofendida las apariencias de la conformidad, y ni en su rostro ni en su lenguaje revelaba el dolor de la tremenda herida, que sólo cicatrizaron los años, muchos años, y un sosiego y régimen de vida muy reparadores. Las dos hermanas se querían entrañablemente lo mismo antes que después del repentino e inexplicable cambalache. Piedad tuvo una niña, y murió al año de casada; murió, ¡ay!, según se dice, de ignorada y misteriosa pesadumbre; de una tristeza que le entró de súbito y la fue secando, secando, hasta que, no teniendo más que los huesos y el alma, ésta se partió sin dolor, porque nada había ya en aquel cuerpo que pudiera doler. Poco tiempo después del fallecimiento de su mujer, Herrera se fue para América, en donde hizo dos cosas igualmente desatinadas: se volvió a casar y se murió de la fiebre.
A la niña que nació de Herrera y de Piedad Godoy, pusiéronla también Piedad, por ser este nombre el de la patrona de aquellas tierras, y tan común allí, que no hay familia donde no haya un par de Piedades. Criola con extremado mimo doña Isabel, que se consagró a ella, haciendo voto de soltería eterna. No se consideraba tía sino madre verdadera, por exaltación de su espíritu y maniobra sutilísima de su entendimiento.
Consumada idealista, y empapando sin cesar su espíritu en la memoria de su hermana, había logrado realizar el fenómeno psicológico de la transubstanciación. En sus soledades y abstracciones había llegado a decir casi sin pensarlo:
—Yo soy Piedad..., yo soy mi hermana...
Y otra vez se le escaparon estas palabras:
—La que se murió fue Isabelita.
La Piedad pequeña creció al lado de su tía y otros parientes. La mimaron mucho y la querían con delirio. Todo iba bien, todo fue regocijo y paces hasta que llegó a ser mujer. Aquí viene el punto capital de esta historia retrospectiva y el motivo del singularísimo aspecto con que se nos presenta doña Isabel. La adorada, la mimada, la enaltecida sobrina—hija de esta señora, la heredera de los claros nombres de Herrera y Godoy se enamoriscó de un tal Pedro Miquis; resistió tenaz y heroicamente la oposición de su familia; se dejó depositar y se casó con él... ¡Abominación! Los Miquis habían sido criados de los Godoyes.
¡Pobrecita doña Isabel! El espanto y dolor que esto produjo en ella no son para referidos. Parecía increíble que este nuevo traspaso de su corazón, añadido a las llagas pasadas, no le quitara la vida. Decía con toda su alma:
—Mi niña ha muerto.
Porque pensar que ella había de transigir con tal ignominia era pensar en las nubes de antaño... Llena de tesón, hizo la cruz al Toboso, al Quintanar, a toda la Mancha; escribió en su corazón un segundo epitafio, y se vino a Madrid. Su odio a los Miquis era tan profundo, estaba tan entretejido con sus convicciones, que desde que se tocaba este punto, rompía a hablar como una tarabilla, y su interlocutor, aburrido, tenía que marcharse y dejarla hablando sola. Nombrar a los Miquis era nombrar lo más bajo de la humanidad. Los Miquis del Toboso eran escoria, desperdicios de nuestro linaje. En semejante muladar había caído aquella temprana rosa. No era posible sacarla, y aunque se la sacara con pinzas, ¿de qué serviría ya?
Los años suavizaron un tanto estas asperezas. Después de escribir muchas cartas cariñosísimas y humildes a su tía—madre, la Miquis consiguió obtener una contestación, aunque muy desabrida. De allá le enviaban regalitos de arrope, lomo en manteca, bollos y cañamones tostados, sin conseguir que aceptara. Por fin aceptó algo, y las relaciones se restablecieron, aunque frías, por escrito. Pasados quince años, el lenguaje epistolar de la tiíta Isabel tenía cierto calor. El tiempo, que tantas maravillas había obrado en ella, hacía una nueva conquista de paz en su indomable espíritu. La reconciliación con Piedad llegó a ser un hecho; pero en ninguna de sus cartas dejaba de poner la Godoy una frase desdeñosa para su yerno y toda su aborrecida parentela.
Cuando el primogénito de Piedad, Alejandrito, hecho ya un hombre y con lisonjeras esperanzas de serlo de provecho, fue a estudiar a Madrid, llevó encargo de visitar a la tiíta. ¡Cuánto le aleccionó su madre sobre esto, y qué de advertencias le hizo, previniéndole lo que le había de decir, lo que debía callar!... En la primera visita, doña Isabel hubo de recibir al muchacho con circunspección y recelo. Le miró mucho, y de pronto lanzó una exclamación de lástima y amor, diciendo:
—¡Eres el vivo retrato de mi niña!
Después se descompuso toda, echose a llorar, y le estuvo besando sin tregua más de una hora en los cabellos, en las sienes, en las mejillas.
—Vente por aquí todas las semanas —le dijo—; creo que no podré estar muchos días sin verte. Siempre que quieras comerás conmigo.
Pero Alejandro, no bien probó una vez la extraña comida de su tiíta, hizo firme propósito de no volver más. Porque verdaderamente los piruétanos, las gachas, el ajillo, y sobre todo aquel postre ornitológico de cañamones no eran, no, para estómagos de cristianos. Luego, la señora le hacía tomar al concluir un tazón de salvia que le ponía enfermo. En dos días no se apartaba de su olfato aquel maldito olor de orégano y anís, que eran inseparables de la imagen de su tía, del recuerdo de la casa, de los pájaros y del camello que estaba sobre la cómoda.
Otro motivo de disgusto para Alejandro era que su tiíta no se recataba de manifestar descaradamente ante él su desprecio de los Miquis, de su padre y tíos, tan queridos y respetados en toda la Mancha, y les daba nombres chabacanos, como los Micifuces, los Mengues, los Micomicones.
—Tu abuelo —le decía— fue mozo de mulas en mi casa, cuando yo era pequeñita. Era un bruto. Me parece que le veo con su gorro de polo y su manta al hombro. Sus hijos se engrandecieron, como se engrandecen todos los brutos en estos tiempos de faramalla y de equivocaciones. Uno compró bienes del clero por un pedazo de pan, y se hizo rico negociando con la fortuna de la Iglesia, con lo que es de Dios y de sus ministros.
Gumersindo Miquis y tu padre también han hecho mil picardías para enriquecerse.¡Qué manera de juntar dinero! Con la contrata del fielato, vejando y martirizando a los pobres paletos que entraban dos docenas de huevos... Una vez desnudaron a una pobre mujer que entraba media sarta de chorizos en el refajo. Eran odiados en toda la Mancha... Gaspar Miquis ya sabemos que contratando carreteras ha hecho un capital. Así están aquellos caminos. Donde debía ser piedra ponía barro, y el puente sobre el Jigüela creo que lo hicieron de papel... En las Casas Consistoriales de Quintanar hay cada expediente... Pero ellos, ya se sabe, sacando votos para los diputados han hecho lo que han querido y se han burlado de la justicia...
En mi tiempo, hijo, había, sí, ladrones de caminos, gentuza mala, es verdad; pero no había caciques, no había estos salteadores públicos que hacen lo que les da la gana, oprimen al pobre, roban al rico, amparados de la política. ¿No es un horror ver a Gaspar Miquis repartiendo las contribuciones y echando a algunos tantísima cuota, mientras él, que es el primer propietario de Criptana, no paga nada? Tu papaíto también es buena pieza. Compra el azafrán a seis duros, valiéndose de la miseria de los pobres labradores, y luego lo vende a catorce... Así se han hecho poderosos. Yo me acuerdo de haber visto al padre de tu abuelo, a tu bisabuelito, sí, venir a casa todos los sábados a recoger las limosnas que daba papá. Aquel viejo, con ser mendigo, era más decente que todos sus hijos y nietos. Últimamente se entregó a la bebida; pero cuando estaba bueno, tenía mucho arte para coger cangrejos del Jigüela, por Cuaresma, y le traía espuertas llenas a papá, que gustaba mucho de ellos...
Don Pedro Miquis no participaba de esta inquina, y en las cartas que escribía a su hijo solía poner un párrafo como éste: «No dejes de visitar con frecuencia a la tiíta Isabel, y aguántale sus rarezas». Otras veces le decía: «Cuidado con la tiíta. No te incomodes si la oyes decir algún disparate. Esta buena señora tiene la cabeza como Dios quiere. Siempre fue lo mismo. No hay que llevarle la contraria, sino decirle a todo amén, aunque luego no se haga lo que mande». Ya hacía tres años que Alejandro estudiaba, cuando en una carta de su padre halló esto: «Ha llegado don Santiago Quijano y me ha dicho que la pobre está rematadamente loca.
¡Pobre señora! Visítala; sírvele en lo que puedas y trátala con tacto y estudio para no ofenderla».
Casi en los mismos días en que Alejandro recibía esta carta, su tía hablando con él de cosas de la Mancha y de antepasados, que era la conversación más de su gusto, le dijo así:
—¡Ay, que trastada le voy a jugar a los Micifuces!
Y el regocijo ponía extrañas claridades en sus ojos; se reía y daba palmadas, aplaudiéndose a sí misma, como los niños cuando están contentos o proyectando alguna travesura. Alejandro no se atrevía a pedirle explicaciones, porque siempre que la Godoy ponía de oro y azul a sus enemigos, él, entre avergonzado y colérico, no se atrevía a chistar. Otra vez, dijo la señora:
—¡Cómo me voy a reír! Me parece que estoy viendo a tu padre, furioso, echando espumarajos por aquella boca... ¡Que reviente..., mejor! Digan lo que quieran, todos los Mengues, uno tras otro, han de tener su castigo en este mundo.
Alejandro no daba gran importancia a estas razones, porque tenía en muy poco el juicio de doña Isabel, y las juzgaba rarezas y tonterías. Por otra parte, si la tiíta arrojaba diariamente a los caciques del Toboso toda clase de invectivas, con Alejandro (ella le decía siempre Alejandro Herrera), estaba siempre a partir un piñón. Le recibía gozosa, y alguna vez, después de hacerle mil preguntas sobre sus estudios, sus relaciones y pasatiempos, abría un cajón de la cómoda panzuda, y de un bolsillico muy mono sacaba una moneda de dos duros. —¿Ves?, ¡qué rica! —le decía, mostrándosela entre dos dedos—. ¿Te gusta esta golosina? Es para que vayas al teatro a ver una función honesta y entretenida.
Más de un sermón le echó sobre la bajeza y grosería de la juventud de estos tiempos.
—Los chicos de hoy —le decía— sabrán más que los de aquellos tiempos; en eso no me meto. Y no sé, no sé, si de lo que aprenden hoy se quitan las herejías y maldades, poco ha de quedar. Pero sea lo que quiera, si en ciencia valen más, lo que es en urbanidad y en modales están muy por debajo. Y si no, dime tú, ¿conoces entre tus amigos alguno que sepa trinchar un ave en una mesa de cumplimiento? ¿Cuál habrá que sepa sentarse derecho en una silla, decir finuras a una dama, y sostener con ella conversación. amena, cortés y escogida? Ninguno. Todos son unos ordinarios, que sólo saben decir palabrotas, recostarse en los asientos de los cafés, disputar a gritos, escupir en el suelo y ponerlo como una estercolera, fumar y expresarse como los jayanes y matachines. Poco del mundo actual conozco, porque no salgo de mi casa; pero lo poco que he visto me da un asco... Es menester que tú no te parezcas a esos gandules de los cafés; es preciso que adquieras buenos modales, que seas fino, que frecuentes la sociedad, que te hagas presentar en alguna honesta reunión, y que huyas de las tertulias hombrunas, donde no se aprenden más que groserías.
Para tenerla contenta, y siguiendo el consejo de su padre que le ordenaba llevar en todo el genio a la tiíta, Alejandro le llenaba la cabeza con éstos y otros inocentes embustes:
—Pues, tiíta, yo voy todas las noches a una tertulia de señoras finas, donde se habla de cosas honradas... Me van a llevar a los bailes de la embajada de Austria, para lo cual me he encargado ya el frac... Tengo pensado ir a Palacio. Un amigo quiere presentarme a Su Majestad...
Entusiasmábase con esto doña Isabel, y decía:
—¡Así, así te quiero!... Lo de ir a Palacio a besar la mano de esa perla de las reinas me enamora. Yo, si no estuviera tan vieja, iría también... Tengo prometida una visita a Su Majestad; pero ¿para qué quiere la señora ver vejestorios en su real casa? Yo rezo por ella, y por la felicidad de su reinado, así como por todos los príncipes cristianos...
¡Viva Isabel, y muera la cobarde facción!
VI
Para concluir. Doña Isabel Godoy era supersticiosa en grado extremo, fenómeno que, si se examina bien, no es incompatible con la devoción maniática, ni con los rezos de papagayo. Con ser una de las principales ostras de los bancos parroquiales de San Pedro y San Andrés, más raíces tenían en el espíritu de esta señora ciertas creencias y temores vulgares que la pura idea religiosa. Cierto que ella defendía con rutinario tesón los dogmas de la Fe; pero les añadía innúmeros suplementos, fundados en todo lo vano, pueril y necio que ha imaginado el miedo y la ignorancia del pueblo. Creía en las fatalidades del número 13, de la sal vertida y de los espejos rotos; sentía horror del murciélago, por suponerle emisario del Demonio; atribuía mil ridiculeces al erizo o puerco—espín; creía, como el Evangelio, que las culebras maman y que las cigüeñas pronuncian algunas palabras; que hay gallos que ponen huevos, y que el pelícano se hiere a sí propio para alimentar con su sangre a sus polluelos; sostenía la existencia de los dragones, salamandras y basiliscos con sus propiedades mitológicas; creía también en el ave fénix y en las influencias de los astros benignos o adversos y de los cabelludos cometas, precursores de calamidades; daba fe a la influencia de la imaginación materna sobre el crío y a los antojos; prestaba crédito a las buenaventuras de los gitanos, y era para ella artículo dogmático la existencia de los zahorís, personas que, por haber nacido en Jueves Santo, tienen la virtud de ver lo que hay bajo tierra. Como la propia doña Isabel había nacido en Jueves Santo, se tenía por zahorí de lo más sutil y agudo que pudiera existir.
Igualmente daba oídos a los saludadores, que todo lo curan con saliva, y a los embrujados. No había quien le quitara de la cabeza que hay personas que aojan, es decir, que hacen mal de ojo, y matan o resecan a los niños sólo con mirarles. Los sueños eran para ella revelaciones de incontrovertibles verdades. Si oía por la noche el aullido de un perro, ya tenía por seguro un mal caso; si entraba en la sala una mariposa negra o moscardón, señal era de inevitable desdicha; si alguno hacía girar una silla sobre una pata, indicio era de contiendas. Al salir a la calle, cuidaba de sacar primero el pie derecho que el izquierdo, porque si no, no volvería a casa sin dar un mal paso.
Quiso su mala suerte, para acabarla de rematar, que tuviera por vecina en Madrid a una de estas sacerdotisas de la magia, que, contra todo el fuero de la verdad y la civilización, existen aún para explotar la inocencia y barbarie de la gente. Y no son las más humildes, que jamás vieron el abecedario, las que estos tugurios de la magia frecuentan, sino que allá van alguna vez damas principales a que les echen las cartas. Esto parece mentira; ¡pero qué verdad es! Doña Isabel trabó amistad con su vecina; hizo la prueba de un oráculo y quedó tan complacida, que le entró descomunal afición a aquellas patrañas. No había semana que no bajase un par de veces a consultar la filosofía hermética en el libro de las cuarenta y ocho hojas, y de cada consulta le salían admirables predicciones y avisos que escrupulosamente seguía. La vecina de dona Isabel gozó en aquellos años de mucho auge y prosperidad. Tenía para hacer sus trabajos de cartomancia un aposento con muchas imágenes de santos, alumbrados con velas verdes, y sobre una mesa bonitísima hacía sus juegos y arrumacos. Según lo que se le pagaba, así eran más o menos los aspavientos y el quita y pon de naipes, todo acompañado de palabras oscuras.
Doña Isabel se iba siempre a lo más gordo, y se hacía aplicar la tarifa máxima, porque siempre encontraba misterios muy hondos y desconocidos. ¡Eterno anhelo de ciertas almas, ver lo distante, conocer lo que no ha pasado aún, robar al tiempo sus secretos planes, plagiar a Dios, y hacer una escapada y meterse en lo infinito! Doña Isabel había consultado últimamente un negocio de la mayor importancia. Cortada la baraja con la mano izquierda, y divididos los naipes de cinco en cinco, la pitonisa había contado de derecha a izquierda (uso oriental) explicando la significación de los que aparecían en la sétima y sus múltiplos.
Veamos: el tres de copas anunciaba un negocio próspero; el rey de espadas, que un letrado se mezclaría en el asunto; el caballo de copas, o sea el Diablo, procuraría echarlo a perder; finalmente, el as de oros decía clarito, como tres y dos son cinco, que todo saldría a maravilla y que el maldito y renegado caballo de copas (léase don Pedro Miquis) quedaría confundido, maltrecho y hecho pedazos.
Doña Isabel vivía, de las rentas de sus tierras, que no eran valiosas. Casi toda su fortuna estaba en fragmentos o piezas muy pequeñas, diseminadas por los términos de Miguel Esteban, el Toboso y Villanueva del Gardete. Junto a las lagunas de Ruidera poseía unas estepas salitrosas de más de dos leguas que no le daban veinte duros al año. Las piezas de valor teníalas arrendadas a los labradores pobres de la comarca, que son los que cultivan el azafrán, esa droga que debiera llamarse oro vegetal, porque vale tanto como el más fino de la Arabia o el de los peruanos montes. No obstante, los que crían y peinan las doradas hebras de esta rica florecilla son los más pobres de la Mancha, porque el cultivo del azafrán es muy costoso y el mucho esmero que exige embebe todas las ganancias.
Doña Isabel vivía, pues, de esa pintura de las comidas españolas, droga, además, de valor en la farmacia y en la industria tintórea. Sus tierras daban los menudos hilillos de oro, que el mercader coge con respeto en las puntas de los dedos para pesarlo. Se cotizaba antes a onza la onza, es decir, oro por oro. Hoy vale doce duros y aun menos.
El administrador de la señora en el Toboso se entendía con Muñoz y Nones, notario en Madrid, manchego, y éste entregaba mensualmente a doña Isabel una cantidad no grande, pero sobrada para sus necesidades. Todos los años, al dar cuentas, recogía los ahorros de la señora para ponerlos a interés.
Vamos al negocio. En la Dirección de la Deuda tenía doña Isabel un expediente de liquidación y conversión de juros. El origen de este papel era un préstamo hecho por Godoy a la Real Hacienda, allá en tiempos remotísimos, con la garantía de las alcabalas de Almagro. Solicitó la señora la conversión con arreglo a la ley del 55; pero lo que pasa..., el expediente se eternizaba en el encantado laberinto de las oficinas. Por dicha, desde que lo tomó por su cuenta el activo y entendido Muñoz y Nones, el expediente empezó a despertar de su letargo, dio señales de vida, fue de aquí para allá, de mesa en mesa, de departamento en departamento, y ahora me le echan una firma, después dos, ya le añadían papelotes, ya le agregaban números, hasta que por fin se le señaló día para salir de aquel purgatorio, y fue un hecho la conversión de la antigua deuda por renta perpetua del 3 por 100.
Es incalculable lo que pierde el dinero en estos traspasos y caídas al través de la tortuosa Historia nacional. Los 900.000 reales que los Godoyes, con patriótica candidez, prestaron al Rey, quedaban reducidos, a causa de los rozamientos financieros, a 48.636 reales. La tercera parte era, según convenio, para Muñoz y Nones. Doña Isabel percibió 32.424 reales. ¿A quién pertenecía este capital? A doña Isabel y a su hermana Piedad. No existiendo ésta jurídicamente, si bien su espíritu existía compenetrado en la propia alma de doña Isabel, la mitad de los dinerillos correspondían en rigor de derecho (porque el jus no entiende de transubstanciaciones), correspondía, decimos, a los herederos de Piedad, a su hija única, Piedad también, esposa de Micomicón... ¡Dar a Miquis los 16.212 reales que a su mujer pertenecían! ¡Jesús, qué absurdo! Antes se partiría el mundo en dos pedazos... Porque si el dinero se le entregaba a Piedad, lo cogería Miquis, administrador de los bienes matrimoniales. No, y mil veces no.
El encono profundísimo que la Godoy sentía contra aquella nefanda estirpe de plebeyos groserísimos, avarientos y sin ley, sugiriole los razonamientos que puntualmente se copian aquí:
«Si doy el dinero a mi sobrina, se lo doy al cafre de los cafres, que bastante ha tragado ya, prestando dinero a mi familia al 18 por 100. No, no, Dios de justicia, con tu santo permiso, voy a jugarle una trastada...
¡Pero qué linda y pesada jugarreta! Me la aconseja San Antonio bendito, y la he visto clara en el frío lenguaje de las cartas, movidas y barajadas por los mismos ángeles... Pero si me guardo ese dinero es pecado. ¿Lo daré a mi hija, encargándole...? No, no puede ser... El salvaje metería sus uñas al instante... No, no, digo que no. Veamos: ¿cuál es el pecado de aquel bárbaro entre los bárbaros? La avaricia. ¿Cuál es el castigo del avaro? La forzada liberalidad. Pues yo hago forzosamente generoso a aquel gandul, y le doy grandísima desazón entregando el dinero a su hijo y mi nieto, no para que lo gaste en golosinas, no para que lo tire con amigotes soeces, sino para que lo emplee en buenos libros, para que emprenda algún instructivo viaje, para que se haga ropas muy majas con que ir a las embajadas y al Real Palacio, para que se afine y decore y viva como un caballero y sepa ilustrar el hermosísimo nombre de Herrera».
Esto pensó, esto dijo, y se estuvo riendo tres horas seguidas.
Aquella noche soñó con la venganza que de los aborrecidos Micifuces tomaba, y vio a don Pedro zumbar en torno a su cabeza en forma de caballito del diablo. Pero ella, valerosa, le decía:
—Rabia, rabia, que el dinero no es para ti. Revienta, Judas; muérete, Holofernes.
VII
Desde que Muñoz y Nones le dijo: «La cosa es hecha; esto es claro como la luz del mediodía; la semana que entra le traigo a usted su dinero», doña Isabel creyó oportuno comunicar su vengativo pensamiento al bueno de Alejandro, el cual lo tuvo, justo es decirlo, por el más disparatado que podía nacer en humano cerebro. Ya tenía él vislumbres de que, en el de su tiíta, la cantidad de seso iba mermando rápidamente; pero al llegar a aquel caso, lo juzgó completamente vacío. Cosa más inverosímil y absurda no había él oído jamás. Se avenía bien aquello con la casa de su tía, y con la persona de ésta, persona, casa, trato y aliños en que todo semejaba embrujamientos y hechicerías. Mas como era tan en provecho suyo la locura que la dama iba a cometer; como en tal ocasión estaba escasísimo de dinero y sólo abundante de compromisos, deudas y necesidades, no tuvo nada que decir contra la generosa oferta. Eso sí, cuando la Godoy le puso por condición el honrado y juicioso empleo del dinero, hizo él votos solemnes de consagrarlo a su mejoramiento social y educativo... ¡Pues a fe que era poco formal! En la vida más se le vería en los cafés, y todo el que lo quisiera ver que le buscara en las bibliotecas, en las cátedras y por las noches en algún salón de embajada o en cualquiera palaciega tertulia, donde el trato de finísimas damas perfilara sus modales.
—Eso, eso, eso —dijo la tiíta con crédulo alborozo—. Si no lo haces así, perdemos las amistades. Ya ves, sería un cargo de conciencia...
Bueno, pues la semana que entra... ¡Caballito del diablo, arre..., arre!
Al decir esto, la aristocrática manchega no se estaba quieta, sino que iba de un paraje a otro de la sala, sin dirección ni tino, trémula y como picada de la tarántula. Sus brazos hacían la mímica de apartar algo que revolaba en su alrededor, y sus ojos echaban unos reflejos plateados y verdosos que habrían dado a Miquis mucho miedo si éste no hubiese visto repetidas veces a su tiíta en aquel lastimoso estado.
Ahora se comprende el desasosiego que tenía Alejandro en los días que mediaron desde la promesa de su tía hasta la realización del donativo.
Estaba el infeliz muchacho como el que padece obsesión, pensando siempre en aquella fortuna que se le ofrecía, lleno de dudas y congojas. Porque el dinero le venía como aguas de abril, y si después de prometérselo resultaba que todo era un estrafalario juego de los derretidos sesos de su tía... Si el metal venía a su poder, creeríase el más venturoso de los nacidos; si todo era una burla, ¡qué horrendo desengaño! Por esto en la noche del sábado no se le podía sufrir: tan caviloso y pesado estaba. Sin explicar el motivo de su pena, a todos los que cogía a su lado nos decía que le tomáramos el pulso, porque tenía fiebre.
—Y quién sabe —decía—. Puede ser que la semana que entra no me cambie por el duque de Osuna.
Vino el domingo, memorable por el entierro de Calvo Asensio, y en la mañana de aquel día fue con Cienfuegos al Observatorio, y ocurrió aquello del horóscopo y el encuentro de Centeno y el recado que éste llevó...
Volviendo a la casa de la calle del Almendro, se dirá que el sábado recibió doña Isabel, de Muñoz y Nones, la suma producida por la venta del papel que la Hacienda reintegraba en pago de la secular deuda. Llevose el notario su parte, y de lo restante hizo doña Isabel dos, que, bien separaditas, guardó en el lugar de los secretos, tabernáculo de dulces memorias, que era un cajoncillo situado en la tercera gaveta de la cómoda panzada. El domingo por la tarde, cuando abrió su balcón para ver qué tal iba la cosecha de higos, vio un desalmado chico que desde media calle la miraba. ¡Insolente! A poco rato llamaron. La señora leyó la carta de su sobrino, en la cual, con expresivas y francas razones, inspiradas en la verdad, le hacía ver que la pingüe oferta nunca como en aquella ocasión sería tan feliz y oportuna si se realizaba. La misma doña Isabel salió al recibimiento a decir a Felipe:
—Di a mi sobrino que sí, ¿entiendes?, que sí, y que puede venir cuando quiera.
Como exhalación corrió Centeno al Observatorio, donde estaba Alejandro, más muerto que vivo, cual en día de examen, lleno de sobresaltos y ansias. Sus dos amigos se hablan ido al entierro, y él se había quedado solo, paseando de una casa a otra. Diole Felipe el recado, y el estudiante, que con las nuevas verbales sentía en el alma los turbulentos halagos de la esperanza sin perder sus dudas, hizo propósito de salir de ellas al momento, corriendo a casa de su tía.
—No puedo pasar la noche en esta incertidumbre —afirmó resueltamente—. Vamos allá.
Al decir «vamos», Felipe se cosió a los faldones del manchego, y éste en un rapto de amistad, de generosidad, de benevolencia, que eran el destellar más común de su alma, le dijo así cuando iban por la rampa abajo: —Te tomo de criado... Si esto me sale bien, serás mi criado..., mi escudero, porque verdaderamente, necesito..., ¡qué lejos está, esa calle del Almendro! El otro, de puro asombrado y agradecido, no decía nada. Su alma estaba también llena de una desusada grandeza, de una esperanza embargante, de un pedazo del cielo que entraba en su cuerpo con el aliento y se le atravesaba al respirar. Ambos tenían una suerte de inspiración, de Dios interior que les agitaba y les hacía pensar, si no decir, cosas admirables... ¡Y cómo corrían! La noche estaba próxima, y Alejandro anhelaba llegar de día, porque la Godoy tenía la costumbre de echar todos los cerrojos de su casa a la hora en que se acuestan las gallinas. ¡Ay!, a todo término, por lejano que sea, se llega al fin, y ambos muchachos entraron en la calle del Almendro. ¡Qué soledad, qué paz!, y en ellos dos ¡qué palpitación de corazones, qué latido de arterias! Llevaban en sí toda la vida que faltaba al dormido barrio y podrían derramarla a raudales sobre aquel vacío escenario de las aventuras matritenses de otros siglos.
VIII
La casa del seis de copas estaba aún abierta. Adentro. Llamaron a la puerta de aquel templo de los misterios. La mente de Alejandro ardía con vagorosa luz, desparramada y flotante como la llama que baila sobre el alcohol. Sorprendida estaba doña Isabel de verse visitada por su sobrino a tan intempestiva hora, pues nunca la había visto en su casa de noche.
También mostró la señora alguna extrañeza al ver a Felipe.
—Es un chico que me acompaña y me hace recados —dijo Alejandro con voz trémula.
Felipe se quedó en el recibimiento, sentado sobre un cajón, y al punto rodeáronle los gatos y el perrillo, con tantas pruebas de amistad que él les estaba muy agradecido. Doña Isabel entró con Alejandro en el gabinete de las cuatro cómodas, que estaba alumbrado por un candil de cuatro mecheros, de aquellos bien labrados y pesadísimos que van desapareciendo con la industria española. Lo primero que hizo la señora fue tomar una mano de su sobrino y acercarla a la luz para mirarla bien, diciendo:
—¡Qué uñas!... Pero hombre...
Alejandro sintió vivamente haber olvidado aquel detalle, pues la primera condición para agradar a su tía era el aseo.
—Es que... he estado toda la tarde revolviendo libros muy empolvados...
—Pero di —prosiguió ella, observándole la ropa—. ¿No tienes cepillo en casa? ¿Pues y esa cabeza? Parece que te has peinado con una escoba...
¡Qué niños éstos del día!... Luego queréis agradar a las damas. No sé cómo hay mujer que os mire... Verdad que ellas están buenas también.
Muy emperejiladas por fuera, y luego, si se va a mirar... Veremos si te modificas, ahora que no te faltará dinero...
Al oír esta última palabra, Alejandro se estremeció de intimo placer.
Los dedos de una divinidad escondida y misteriosa le acariciaban las entrañas.
—¿Pero qué?... —dijo la tiíta con vacilación, acercando sus manos de torneado marfil a la cómoda—. ¿Te vas a llevar eso esta noche?... ¿No tienes miedo a los ladrones?
No queriendo mostrar Alejandro, por delicadeza, los abrasadores deseos que tenía de poseer aquel tesoro, murmuró estas palabras:
—Como usted quiera, tiíta...
—Mañana...
Aquel mañana le parecía a Alejandro inesperado alejamiento de un día grande, la inmixtión antipática de lo infinito entre el hoy y su felicidad. ¡Mañana!..., ¡el siglo que viene!
—Por los ladrones no sea... ¿Cree usted que me voy a dejar robar?...
Pero si usted no quiere...
—Pues de una vez, —dijo la Godoy tirando del tercer cajón de la cómoda, que hizo un ruido músico y dulce como de puerta celestial de áureos goznes. Y tornando a vacilar:
—La cosa es que...
En lo íntimo de su ser, Miquis se sublevaba contra la prórroga de su dicha. Tenía los labios secos..., le ocurrió una idea...
La cosa es, —observó—, que mañana quizás no pueda venir.
—Ya que estás aquí... —indicó la señora, sacando al fin el pesado cajón.
Alejandro echó sus ansiosas miradas dentro de aquella cavidad, de la cual salía fortísimo aroma de flores secas, de rosas seculares y como embalsamadas. Los dedos de la señora abrieron la tapa de una caja, que tenía encima una bonita pintura de Adonis herido, y espirando en brazos de Venus. Dentro vio Alejandro las que fueron rosas, y eran ya una masa seca, pero aún olorosa, cual momia que conservara también momificada el alma...
Después apareció un retrato, preciosa miniatura. Era un joven muy guapo, pálido, con los cabellos encrespados y revueltos... Alejandro se inclinó, movido de curiosidad, para ver aquella imagen que al punto creyó la de su abuelo, más doña Isabel, con rapidísimo y airado movimiento de su mano le apartó, diciendo:
—Quita de aquí tus ojos puercos...
Él se apartó con discreción, no sin alcanzar a ver algún paquete de cartas de color amarillo, atadas con cintita roja, de las que sirven de marca en los devocionarios. De debajo del paquete sacó al fin la tiíta una cartera de terciopelo, y de la cartera...
—Aquí tienes tu parte...
Al decir esto despedían sus ojos los mismos fulgores plateados y verdosos que Alejandro había observado otras veces en el extraño mirar de su tía. Y otra vez hacía la Godoy el consabido gesto en el aire con la nerviosa mano, diciendo:
—Arre, arre, caballito del diablo... ¡Esto no es tuyo, no es tuyo!
Miquis sintió como un gran temor, y alargando la mano para tomar lo que se le daba, apenas se atrevía a tocarlo. Pero ella, cerrada de un golpe la cómoda, se sentó, y extendiendo sobre su regazo los billetes de Banco, puso las cosas en la realidad con esta salmodia aritmética:
—Entérate... Quinientos y quinientos, mil... Dos mil, cuatro, ocho..., doce, diez y seis... El pico aquí está: diez duros y tres pesetas...
¿Qué pensaba y qué sentía el estudiante al ver aquel sueño hecho vida, aquella mentira verdad, aquella fiebre de su alma resuelta en oro, ni más ni menos que todo el movimiento del Universo, según dicen, se resuelve en calor? Pues su mente poderosa, aunque infantil, no sabía descender a la realidad desde el firmamento de las leyendas; estaba arriba, en las preñadas nubes de donde llueven la magia, la quiromancia y los sortilegios. No podía bajar a la verdad terrestre; y como por la mañana había entretenido su afán con aquellas quimeras de los astros que hablan y del horóscopo, creíase en lo más tenebroso y poético de la Edad Media, entre magos y nigromantes. Conociendo la afición de su tía a echar las cartas, todos los pormenores de aquel suceso estaban muy en su lugar, así como la casa era laboratorio de alquimista, al cual sólo faltaban las telarañas para estar en perfecto carácter. Sí; aquel dinero había venido a sus manos por arte de alquimia o por dictamen de estrellas, coluros o melenudos cometas. Quizás aquellos billetes eran figurados y en realidad engañosos naipes egipcios, que se iban a deshacer en sus manos tan pronto como los tocara.
—Cuéntalos tú ahora...
—No, si está bien... No faltaba más.
—Hazme el favor de contarlo... No quiero que...
—Por Dios, tiíta... —balbució Miquis con gran torpeza de lengua y de manos.
Los billetes eran billetes... Al tomarlos, sensación dulce y placentera se extendió por su cuerpo, partiendo de las yemas de los dedos.
Contarlos no le parecía bien. Además, en su febril dicha, no le importaba recibir un billete de menos. —Como quieras...
Y él los recogía, los doblaba... ¡Ay, qué momento! Si se hubiera puesto a contar el dinero, de seguro lo habría contado mal. Su espíritu, súbitamente atacado de una exaltación loca, no estaba para cuentas; era insensible al orden y a la fría disciplina de los números... Perdió la noción de la cantidad que representaban aquellos sobados papeles verdes y azules, y no veía más que un caudal abrupto, una suma tan grande como sus sueños, suficiente a todas las necesidades del momento y de mucha parte de su juventud, una suma que duraría eternidades... Se lo metió todo en el bolsillo del pecho, y a cada instante, con disimulo, tocaba a la parte donde su corazón y su ventura estaban, juntitos, como amantes en la luna de miel...
Y en tanto, doña Isabel, atacada de aquella verbosidad, que era uno de los caracteres de su mental dolencia, hablaba, hablaba... ¿De qué?
Alejandro la oía sin entender nada. Hacía que escuchaba, moviendo afirmativamente la cabeza, cual muñeco que tiene por pescuezo un resorte; pero estaba su espíritu en otras regiones, y sólo llegaban hasta él palabras sueltas, una cantinela monstruosa, los Herreras, los Miquis, el fielato, la subasta de bienes del clero, la juventud ordinaria del día, las tierras plantadas de anís, el precio del azafrán, la Virgen de la Piedad... Como se oye una campanada lúgubre, oyó Alejandro al fin de la cancamurria esta horripilante cláusula:
—Te quedarás a cenar conmigo.
¡Alquimia y cartomancia! Cenar con la tía era permanecer allí dos horas más, oyendo la cansada cantinela; era igualmente el mal paso de tener que comer gachas, piruétanos, cañamones y beberse a la postre un jarro de aguas cocidas; era oír una salmodia antiestomacal, impregnada de orégano; estar bajo la presión y entre las garras de un desordenado y misterioso genio de ojos plateados y verdes; caer bajo el oscuro poder de la magia; era beber, con la salvia, el jugo de la locura y comer, con los cañamones, el tuétano y sustancia de todos los desvaríos posibles.
—¡Cenar con usted! —murmuró, vacilante entre el horror y la cortesía—. Qué más quisiera yo que cenar con usted, tiíta..., qué más quisiera yo... Pero es el caso que en mi casa me esperan, y los demás compañeros se estarán sin comer hasta que yo vaya. Se gastan en mi casa unos cumplidos...
Al decir esto, Miquis sentía que en su cuerpo le habían nacido alas.
Su impaciencia por echar a correr era, no ya febril, sino como desazón epiléptica. Le quemaba el asiento, y en pies y manos tenía abrasador hormigueo. —Entonces —indicó doña Isabel con el más dulce tono de su bondad tolerante—, más vale que te vayas.
Por poco da Miquis un salto al oír el vayas; pero tuvo fuerza de voluntad para reportarse, y levantándose con estudiada lentitud, dijo en un tono que parecía el de la mayor naturalidad:
—¡Qué tarde se ha hecho!
—Sí; ya los días son nada.
—¡Cosa tan rara!..., a las seis de la tarde, noche.
—El tiempo vuela.
Alejandro le alargaba su mano, cuando la señora, resistiéndose a estrecharla con la suya, le dijo:
—No, grandísimo gorrino, no juntarás tu mano asquerosa con la de una dama... Es preciso que te civilices. Ven acá y lávate.
Llevole a su cuarto, y echando agua en la jofaina, le obligó a darse una buena fregadura en las manos. Ella misma le ayudaba con tanta fuerza que por poco lo despelleja. Esto lo hacía casi siempre que el estudiante iba a su casa. Mientras se lavaba, la Godoy decía:
—Así, así. ¡Oh!, ¡qué niños éstos! ¡Cuándo se había de ver en mi tiempo un joven con esas manazas de cavador!.. Otra cosa hay que me estomaca, y es esas barbas que han dado en usar ahora todos los hombres.
Alejandro tenía en su cara un vello, ya muy crecido para bozo, si bien corto aún para ser barba, en el cual nunca había entrado la navaja, por tener su dueño el propósito de ser con el tiempo un sujeto barbado, conforme a la moda corriente. Doña Isabel, mientras él purificaba sus manos, tirábale de aquellos miserables pelos, diciéndole:
—¡Qué bonito! Pero ¿qué hermosura encontráis en esta suciedad? Por fuerza los espejos de hoy no son como los de mi tiempo, y hacen ver las cosas de otro modo. Pareces un chivo. Si quieres que te quiera, échate abajo ese perejil mal sembrado.
A todo se mostraba él conforme, y más cuando ella pronunció, con tono de familiar amenaza, estas palabras:
—Cuidadito con el comportamiento... Cuidadito con la manera de gastar el dinero... Mira que yo lo sé todo; mira, Alejandro, que nada se me oculta, y que sin salir nunca de este rincón, puedo enterarme de todo lo que haces. ¡Mira, Alejandro, que yo he nacido en Jueves Santo!.. Tú no seas malo... Mira que te estoy mirando siempre...
Él prometió ser todo lo bueno, juicioso y arreglado que en lo humano cabe. Pues no faltaba más... Al prometerlo así, hablaba como una máquina, porque su entendimiento seguía en rebelión, arrastrado en el velocísimo giro de un vórtice de disparates. Su tía, cuando concluyó de amonestarle, se sintió tocada otra vez de aquel prurito de recorrer la habitación y apartar un insecto... Vestía la Godoy traje blanco, y el pañuelo se le había desatado Y le caía como flotante toca. Alejandro no pudo menos de representársela semejante a la imagen de la novelesca Matilde, vestida de blanquísimo hábito monjil, y los aspavientos de la buena señora eran lo más adecuado a los ademanes de la heroína cuando Malek—Adhel la roba y se la lleva en brazos, a caballo, por aquellos polvorosos desiertos.
—Adiós, tía.
Arrojose la señora en brazos de su sobrino y le dio un cariñoso beso... ¡Plata y verde en aquella mirada! A los ojos de Miquis, todo se trasformaba. Su tiíta parecía, por momentos, volver al prístino estado que representaba su retrato en galana y fresca miniatura; la estera amarilla y roja tomaba las sucias tintas azuladas y los garabatos de los billetes de Banco; el camello echaba bendiciones; al santo le salía una joroba, y él mismo, Alejandro...
¡A la calle!
IX
Entre tanto, a Felipe le pasaban en el recibimiento cosas muy desusadas. Allí no había más luz que las extrañas claridades de los gatudos ojos, y alumbrado por ellos, aguardaba el escudero a su señor pidiendo a Dios que saliese pronto, porque se aburría, acompañado tan sólo de aquellos mansos animales que se le subían por brazos y piernas y se le sentaban en los hombros, produciéndole estremecimiento el roce de sus blandas patas frías. De pronto, al pasar la mano por el lomo de uno de ellos, vio con asombro que el animal echaba chispas..., chispas azuladas, lívidas... ¿Qué era aquello? Pasaba, pasaba la mano y las gotas de luz salían de entre los pelos. ¡Pavoroso, inexplicable suceso! Probó en otros gatos, y en todos ocurría lo mismo. Esto y la oscuridad de la casa infundíanle mucho miedo... Se estuvo quieto en el durísimo asiento, hasta que se le ocurrió, para distraerse, asomar el hocico por una ventanilla que al patio daba. Nunca tal hiciera. Desde aquella ventana veíase otra, situada más abajo y correspondiente al piso principal. En este segundo hueco había claridad; pero ¡qué cosa tan horrible! Aquella claridad dábanla unas velas verdes encendidas delante de un como altarejo lleno de santicos y otras figurillas, las cuales eran sin duda imágenes de diablos y criaturas infernales. También vio Felipe una mesa llena de naipes y junto a ella una figura siniestra y horripilante, una mujer con mantón negro por la cabeza, haciendo arrumacos y demostraciones con las manos.
Retirose el muchacho asustadísimo de la ventana, diciendo para sí:
«Ésta ha de ser la casa del Demonio... Yo también, como los gatos, debo de echar chispas». Se pasaba las manos por sus propios hombros a ver si él también chispeaba; pero nada, frota que frotarás, no podía sacar de sí ni una sola centella. Por fortuna suya, salió Miquis de la sala, y ambos se fueron a la calle. Doña Isabel dio a Felipe, al despedirle, un puñado de cañamones tostados, que él tomó con ánimo de tirarlos en cuanto salieran, como lo hizo, murmurando:
—Aquí todo es brujería..., por fuerza... Quieren que yo me coma esto para que me vuelva pájaro...
Y le faltó tiempo para contar a su amo lo de las chispas gatunas y lo de las velas verdes. Miquis, al poner el pie en la calle, como que descendió a la atmósfera real de la vida, dejando atrás y arriba la quiromancia con sus mentirosos embolismos. Reíase a carcajadas de los terrores de Felipe, al cual desde aquel momento designó y consagró por sirviente, espolique o secretario, diciéndole:
—Pues no hay más que hablar, chiquillín. La cosa salió bien. Eres mi criado. Yo necesito ahora de un ayuda de cámara, porque...
Sus ideas no estaban claras, y el correr de su mente era tan veloz, que las ideas no tenían tiempo de esperar la expresión de los labios. Se desvanecían al nacer, dejando tras sí otras y otras.
—¿Te parece que tomemos un coche? —preguntó a Felipe.
La imaginación de éste se encendió en pintorescas ilusiones al pensar que iba a andar sobre ruedas. Tomaron el vehículo en la calle de Tintoreros. Alejandro le dijo al cochero:
—Por horas; las nueve están dando.
Y ambos se metieron dentro. El cochero preguntó:
—¿A dónde vamos?
—¡Ah! —exclamó el estudiante— es verdad... A donde quieras... No, no, a la calle del Rubio.
Al sentirse rodado, Felipe, que jamás se había visto en semejantes trotes, se reía como un bobo. Alejandro le miraba a él, y se reía también.
Felipe iba en la bigotera, asomado a la ventanilla. Cuando pasaban junto a un farol, ambos se miraban y como que se regocijaban más, contemplando respectivamente su dicha propia, reflejada en el semblante del otro. —¡Cuánta tienda! —observó Miquis, y empezó a cantar a gritos.
Alentado por el ejemplo soltó también Felipe la voz infantil. Cantaba lo único que sabía, el himno de Garibaldi, que dice: Si somos chiquititos... La gente, al pasar el coche, se detenía a mirarles, pasmada de aquel extraño júbilo.
Los cantos de Alejandro eran en retumbante italiano de ópera: in mia mano al fin tu sei..., o cosa por el estilo.
Pasaron por una casa de cambio. Miquis gritó al cochero que parase, porque se le ocurrió cambiar al punto un billete. En su delirio de acción, en su afán de realizar en breve término añejos deseos y propósitos, no quería esperar al día siguiente para pagar ciertas deudas enojosas. Cambió su billete en un momento, y Felipe, que le aguardaba en el coche, viole entrar con los bolsillos repletos de duros y pesetas. Los billetes pequeños agregábalos al paquete de los grandes.
—Sigue, cochero.
Eran las nueve y cuarto.
Aunque era domingo, muchas tiendas estaban abiertas. Pasaron por una zapatería, cuyo iluminado escaparate contenía variedad de calzado para ambos sexos.
—Para, cochero —gritó Alejandro—. Y tú, Felipe, baja. Te voy a comprar unas botas, porque me da vergüenza de que te vea la gente con esas lanchas que tienes, que parece fueron de tu señor tatarabuelo. Felipe bajó gozoso; entró en la tienda. Al poco rato volvió a decir a su amo:
—Me he puesto unas... Pide cincuenta y seis reales.
—Toma el dinero, paga y ven al momento.
Al poco rato volvió a aparecer el gran Felipe muy bien calzado y con las botas viejas en la mano.
—¿Qué hago con éstas?
—Tira eso, tíralas...
Felipe las tiró en medio de la calle, no sin cierto desconsuelo porque las botas, aunque feas, todavía servían, y era él sujeto arreglado y aprovechador, que no gustaba de tirar cosa alguna.
—Adelante, cochero.
Felipe levantaba los pies del suelo, y se reía de verse tan majas las extremidades inferiores. Eran las nueve y media.
—¡Cochero, cochero! —volvió a gritar Miquis.
Detúvose el vehículo a la entrada de la calle de la Montera, y Alejandro, desde el ventanillo, llamó a un amigo a quien había visto pasar.
—¡Arias, Arias!
El llamado Arias acudió, y ambos amigos dialogaron un instante con entrecortado estilo, en la ventanilla.
MIQUIS.— ¿Vas al café?
ARIAS.— Sí: ¿por qué no has ido a comer? MIQUIS.— He tenido que hacer. Ya contaré.
ARIAS.— (Con intuición.) Tienes cara de contento... ¡Tú tienes vil metal!... ¿A dónde vas ahora?
MIQUIS.— A casa del famoso Gobseck. Quiero pagarle un pico esta misma noche.
ARIAS.— (Lleno de júbilo.) Estás en fondos. Ni llovido, chico, ni llovido me vendrías mejor. Si hicieras el favor de prestarme cuatro duros... Tengo un compromiso.
MIQUIS.— (Con efusión.) Toma ocho... ¡Cochero, arre!
Eran las nueve y cuarenta.
Pasaron por una tienda de tabacos habanos...
—Cochero...
Miquis había pensado que no tenía tabaco, y que el habano es muchísimo mejor que el llamado vulgarmente estanquífero. Aunque no se había acostumbrado a fumar puros sino rara vez, quiso proveerse de todo, y además adquirir tres o cuatro boquillas, porque en verdad la absorción de la nicotina por los labios y lengua es una cosa muy mala. Adelante. Eran las nueve y cincuenta.
—Calle del Rubio, 41.
Subió Alejandro como una exhalación al piso tercero, y bajó al poco rato un tanto desconsolado. El prestamista no estaba. La ilusión del pagar tiene también sus desengaños, como la del recibir, y Miquis se entristeció de no poder abrumar al usurero aquella noche con el bello espectáculo de su solvencia. MIQUIS.— Cocherito, a mi casa.
COCHERO.— ¿Y dónde es su casa de usted?
MIQUIS.— Es verdad..., ¡qué tonto! No vaya usted a mi casa; aún es temprano. ¿A dónde vamos, ilustrísimo Centeno?
Felipe, que se había vuelto un tanto taciturno a causa de la grandísima necesidad que tenía, respondió con desenvoltura:
—A donde se coma.
—¿Pero tú tienes gana de comer? Yo no. Quisiera ir antes a comprar unos libros.
—Si están las tiendas cerradas..., ¡qué hombre éste!...
—Vamos a casa de Alonso Gómez... Auriga, Greda, 14.
Alonso Gómez era un acreedor de Miquis, estudiante y buen amigo. Tuvo la suerte de encontrarle aquel excelente pagador, y después de darle veinte duros que le debía, le prestó encima otro tanto, viniendo a ser inglés el que antes estaba bajo el nefando peso de una deuda. Eran las diez y diez.
«Quiero desempeñar esta noche misma mi reloj —pensó Alejandro—. No puedo estar sin saber la hora. Automedonte, Montera, 18... ¡Ah!, no..., tengo que ir antes a casa por la papeleta».
Y el coche siguió su laberíntico viaje por calles y callejuelas. El bienaventurado manchego subió a su casa. De sus compañeros de hospedaje, algunos estaban en el café, otros estudiaban. Cienfuegos le salió al encuentro. Viole exaltado y como delirante.
CIENFUEGOS.— Chico, acuéstate; tú no estás bueno.
MIQUIS.— (Delirando.) Tiíta..., cañamones..., horóscopo..., papeleta..., juros..., coche abajo..., reloj..., buenas noches.
CIENFUEGOS.— Que no estás bueno, hombre... ¿Pero qué hay? ¿Y aquello?
MIQUIS.— (Más dueño de sus ideas.) Todo a maravilla. ¿Y tú?
CIENFUEGOS.— (Estrujando un libro.) Yo desolado... Pensaba vender mi esqueleto..., calavera, ¡doce duros!.. Quiero decir el esqueleto que compré para estudiar... ¡Horror de los horrores!
Doña Virginia esta noche...
MIQUIS.— (Impaciente, sin sosiego.) ¿Qué?... ¿Se habrá atrevido...?
CIENFUEGOS.— (Casi llorando.) Me ha armado un escándalo..., delante de todos... Que si no le pago...
MIQUIS.— (Echando fuego por los ojos.) No te apures.
CIENFUEGOS.— (Con el alma en un hilo.) ¿Y tú podrás...?
MIQUIS.— (Sacando con gallardía un puñado de rayos de oro y otro puñado de hojas sobadas y mugrientas, que son las plumas de los ángeles.) Mira... cuatrocientos, quinientos, seiscientos... ¿Es bastante?
CIENFUEGOS.— (A punto de desfallecer de emoción.) Sí..., ¡oh!
(Canturriando.) Dell commendatore non é quella l'statua?
MIQUIS.— (Echando música y luz y espíritu por todos los poros.) Abur, abur... Bel raggio lusinghier...
Recogida la papeleta, volvió al coche, y sin pérdida de tiempo redimió su reloj cautivo. Cuando bajó con él al coche, eran las diez y treinta y cinco. Encontró a Felipe desfallecido. El pobre muchacho le dijo con desmayado acento y mucha cortedad que él no podía aguantar más, que si tenía su amo la bondad de darle real y medio, se iría a cualquier taberna y se tomaría unas judías o media ración de cocido.
—Ya verás, ya verás qué bien vas a comer hoy —le dijo su amo—.
Mayoral, a una fonda.
—¿A cuál?
—A la primera que encuentres... Ahí, en la calle del Carmen.
X
Llegaron, salieron del coche, pagaron, y viéraisles a los dos en el cuartito estrecho, pero cómodo, de una fonda o restaurant. Miquis exaltado y como demente, Centeno, muerto de hambre y al mismo tiempo encogidísimo de verse allí frente a aquel espejo, bajo los mecheros de gas y en mesa para él tan rica y ele gante. Pidió Alejandro dos cubiertos de los más caros, y mientras preparaban el servicio, Felipe parecía que se iba hartando con la vista. Algo había ya en la mesa a que hubiera echado mano, como las ruedas de salchichón, los rabanitos, el pan y la mantequilla; pero su respeto puso frenos al salvaje apetito que tenía, y no tocó nada hasta que trajeron la sopa. Al pobre Doctor le parecía mentira que había de venir la tal sopa, y cuando la vio llegar y tomó la primera cucharada, pasole lo que al héroe de Quevedo, esto es, que hubo de poner luminarias el estómago para celebrar la entrada del primer alimento que tras tan larga dieta apareciera. Y razón había para ello, porque estaba con un triste pedazo de pan duro que había tomado por la mañana.
Miquis no acertaba a comer; estaba impaciente, inquietísimo, hablaba solo... A ratos miraba a su protegido, y se reía paternalmente de verle tan aplicado a la obra de reparar sus fuerzas.
—Come, hombre, come sin reparo. No te dé vergüenza de comer todo lo que tengas gana, que harto has ayunado.
Felipe seguía estos saludables consejos al pie de la letra, y la emprendió con todos los manjares que el mozo iba trayendo, sin perdonar ninguno. Aplacada su necesidad, quedole tiempo a su espíritu para maravillarse de todo, así de los gustosos platos como del servicio. Nunca había visto él mesa tan bien puesta y servida. Después de observar la elegancia de todo, la transparencia de las copas, la limpieza de las servilletas y manteles, la abundancia de golosinas, la esplendidez de tanto y tanto plato de carne, sustanciosos y exquisitos, la claridad del gas que tales maravillas iluminaba; después de observar esto, digo, y el primor de la habitación con su mullida alfombra y su gran espejo, se echaba recelosas miradas a sí mismo, y comparaba la riqueza del local y de la comida con su estampa miserable. Su ropa..., ¡vaya, que estaba a propósito para aquel lugar! Sin ser andrajosa, más era de mendigo que de caballero... Su facha, sus manos... ¡Qué vergüenza! Por eso el mozo le miraba y como que se burlaba de él... Otros mozos cuchicheaban en la puerta, como pasmados de ver allí semejante tipo. ¡Gracias que tenía las grandes botas del siglo!... ¡Ay!, si don Pedro y don José Ido lo vieran en aquellas opulencias..., delante de tanto plato fino, y bebiendo en aquellas copas, y comiendo todo lo que quería...! Cosas había allí, no obstante, que no sabía cómo se habían de comer ni para qué servían, por lo cual creyó prudente no tocarlas y afectar que no tenía más gana. Lo que no perdonó fue el sorbete, golosina que él ya conocía, aunque no había probado de ella más que porción muy mínima, cuando una señora, en el café de Zaragoza, le dio a lamer la copa en que lo había tomado.
¡Y ya, Jesús divino, no era sólo lamer la dulzura pegada a un frío cristal, sino que se lo envasaba todo entero, desde el pico hasta el fondo!; y no sólo devoraba el suyo, sino también el de su amo, que, gozoso de ver tan hermoso apetito, le dijo:
—Tómate también el mío...
Luego pastas, dulces, frutas...
O aquello era sueño o ya no hay sueños en el mundo. Pero él, sin entender de Calderón ni haberle oído mentar en su vida, decía rústicamente y a su modo lo que significan las famosas palabras: soñemos, alma, soñemos. Interesante grupo formaban los dos, el uno come que come, y el otro piensa que piensa, soñando de otra manera que Felipe y viviendo anticipadamente la vida de los días sucesivos; lanzando su espíritu al porvenir, sus sentidos a las emociones esperadas, empeñando su voluntad en grandes lides y altísimos propósitos. Ideales de arte y gloria, pruritos de goces, ahora sublimes, ahora sensuales, caldeaban su mente. Parecíale pesado y cojo el tiempo, que no traía pronto aquellos mañanas que él, por poder de su fantasía, estaba ya gozando y viviendo antes de que llegaran. Para no esperar más, aquella misma noche había de procurarse emociones y dulzuras, de las que tan hambrienta estaba su alma.
Felipe, regocijado al ver su inexplicable suerte, decía: «Ya me vino Dios a ver», pero no acertaba a figurarse lo que detrás de aquel espléndido cambio vendría. Como que apenas conocía a su amo, y aún no las tenía todas consigo respecto al acomodo que le ofreciera. Alejandro, soñador de empuje y que en todas las ocasiones iba más allá de la realidad presente, no veía con vaguedad el porvenir; veíalo claro y distinto, cual hermosísimo paisaje alumbrado por el más puro sol. Todo se presentaba a sus despabilados ojos con fortísimas tintas y limpios contornos: la gloria artística, el triunfo del más atrevido de los dramas, dichosos lances de amor y fortuna, degustación de placeres desconocidos, poesía y realidad, todo lo veía vivo, corpóreo, de carne, de sangre y de hueso, encarnado en seres humanos, con voz y figura que él plasmaba en su imaginación creadora.
En los capítulos siguientes veremos las hazañas de estos dos niños.
En vez de un héroe ya tenemos dos.
IV. En aquella casa
I
Acuérdate, lectorcillo, de cuando tú y yo y otras personas de cuenta vivíamos en casa de doña Virginia, y considera cómo el rodar de los tiempos, dando la vuelta de veinte años, ha cambiado cosas y personas. La casa ya no existe; doña Virginia y su marido, o lo que fuera, Dios sabe dónde andan. Ni les he vuelto a ver ni tengo ganas de encontrármeles por ahí. Aquellos guapos chicos, aquellos otros señores de diversa condición, que allí vimos entrar, permanecer y salir, en un período de dos años, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto bullicioso estudiante, qué de tan variada gente?
En la marejada de estos veinte años, muchos se han ido al fondo, ahogados en el olvido o muertos de veras. Los pocos que sobrenadan son:
Zalamero, que ha llegado a ser ministro, cosa que entonces nos habría parecido inconcebible; Poleró, que estudiaba para Caminos y después pasó a la Armada, en la que ocupa excelente puesto; Arias Ortiz, que es hoy ingeniero jefe de una gran empresa minera, y tiene canas y cuatro hijos, de los cuales uno es nada menos que bachiller; Cienfuegos, que es médico de un pueblo... En cambio, el pobre Sánchez de Guevara, que estudiaba Estado Mayor, pereció, siendo comandante del cuerpo, en las calles de Valencia, combatiendo una sublevación. Pues y el bendito Miquis, ¿qué se hizo?... ¿Y el Señor de los prismas, de misteriosa condición y oficio no comprendido?... ¿Y el infelicísimo eautepistológrafos?... ¿Y el sesudo don Basilio Andrés de la Caña a quien nunca humanos ojos vieron en otro estado que en el de la formalidad y seriedad más imponentes?... Éstos y otros que no nombro, ¿do están?, ¿viven?, ¿se salvaron o se sumergieron para siempre?
Detente, memoria, deja a un lado las tristezas y prueba a referir lo pasado y pintar el teatro de tan grandes sucesos y notables personas, sin interrumpir tu narración con ayes lastimeros. Procura reproducir, si para ello tienes poder bastante, aquel largo pasillo, con tres vueltas, parecido a una conciencia llena de malicias y traiciones, aquella estera rota, tan peligrosa para el que andaba un poco de prisa, aquellos cuartos que al angosto pasillo se abrían, aquella sala y gabinete donde se aposentaban los huéspedes de campanillas, aquel olor de fritanga que desde la cocina se esparcía por toda la casa saliendo hasta la escalera para dar el quién vive a todo el que entraba.
Repite, memoria, la persona y hermosura de la gallarda Virginia, ama de tal cotarro; ayúdate, si es posible, de algún histórico papel para que puedas decir ahora qué casta de pájaro era la tal, de dónde había venido, por qué andaba en aquellos trotes hospederiles, y en fin, cuál era su verdadero estado... No olvides a aquel señor, marido suyo, o cosa así, pintor de heráldica, holgazán de profesión todos los días, y los más de ellos consumado borracho, a quien llamábamos Alberique, sin más nombre de pila; ten presente aquel perro humilde que no ladraba nunca y que, a la hora de comer, iba de cuarto en cuarto avisando a los huéspedes, animal comedido, modesto y meditabundo, a quien llamaban, no sé por qué, Julián de Capadocia.
De los antecedentes de Virginia, nada debemos decir. Todo es oscuridad en esta parte de la historia patria, y las distintas versiones que corrían en lenguas de los estudiantes no tienen la suficiente autoridad para ser estampadas como verdades inconcusas. Algún atrevido sostenía haberla visto, años atrás, en tratos peores que los de Argel; pero ¿con qué pruebas corrobora esta declaración impertinente? Con ninguna. Mucho cuidado con las indiscreciones en lo que atañe a la buena fama de las personas; y antes se ha de romper la pluma que usarla para llevar al papel versiones maliciosas, no depuradas por una crítica severísima. Sobre que era guapetona, no cabe vacilación. Y más lo fuera si el constante trabajar y lo mal que vestía no disimularan un tanto su belleza. Representaba más de treinta años y tenía el cutis blanquísimo, los dientes perfectos, el seno alto, el pelo negro, el genio irascible y pronto, las manos perdidas del trabajo, el habla dulce y castellana fina, el corazón ya duro ya fundente, según las circunstancias, la voluntad fuerte y activa. No se explicaba su unión con aquel tagarote de Alberique que se pasaba la vida en el comedor, delante de una chica o grande de Baviera, leyendo papeles políticos, y que, las rarísimas veces que trabajaba, más era tormento que alivio de su mujer, porque no se le podía sufrir y estaba todo el día riñendo con la criada, con Julián de Capadocia, con los huéspedes. Y todo, ¿por qué? Porque le echaban a perder sus trabajos, porque la ensuciaban las vitelas, porque le habían perdido el rojo, porque le habían quitado el vaso de agua. Hombre más inaguantable no ha existido en el mundo. Siempre con su gorro turco o Fez, la negra pipa en la boca, pletórico, harto y un poco asmático, parecía la imagen del sensualismo y de la brutalidad. Se pasaba el día enredando, haciendo y deshaciendo, echando pestes y pintando aquellas monerías insustanciales y desabridas de la heráldica. Por aquí cuartelillos, por allá animalejos. Sus trabajos no se acababan nunca. Su taller era la mesa del comedor, y cuando, llegada la noche, había necesidad de quitar los chismes pictóricos para poner los manteles, tenía que oír... Todo era echar maldiciones y decir a cada instante su interjección favorita:
¡Verbo!... Allí, ¡Verbo!, no entendían trabajos tan delicados. El señor de Alberique, ¡Verbo!, se marcharía de la casa y se iría a donde supieran apreciar el mérito de los artistas. Era de tierras de Levante, un morazo, un cartaginés o sabe Dios qué, resultado de la mescolanza de razas africanas, o de la degeneración arábiga. Tenía facha berberisca, y no le faltaba más que el alquicel para estar con toda propiedad. Eran sus facciones bastas, su color retinto, su fuerza muscular cual la de un caballo, su ánimo cobarde, como no fuera para echar maldiciones. Y sin embargo, las manos de aquel bárbaro tenían delicadeza y pulso para hacer miniaturas y pequeñeces que se debían mirar con microscopio. El oso es un animal hábil.
II
Puesta la mesa y llegada la hora, iban entrando los huéspedes y cada cual ocupaba su sitio. Hubo temporada en que se reunieron veinte, la mayor parte jóvenes. Siempre había tres o cuatro señores graves que daban respetabilidad a la mesa y a la casa. Entre los jóvenes distinguíanse los estudiantes, y no faltaba algún empleado o pretendiente. De los señores que se denominaban fijos, merece principal mención uno que habitaba la casa desde que la estableciera doña Virginia. Su fijeza era ya proverbial, su persona y circunstancias dignas de estudio. Había sin duda misterio en aquel señor tan circunspecto y prudente, que nunca decía esta boca es mía, sequito, canoso, correcto y urbano. No molestaba a nadie y se pasaba la vida en su cuarto escribiendo y leyendo cartas; no salía jamás como no fuera para ir al correo, ni recibía más visitas que la de un cierto sujeto, apoderado de la familia, que venía una vez al mes a pagar el hospedaje y a enterarse de sus necesidades. Se llamaba don Jesús Delgado, y cuando decían «a comer», era el primero que franqueaba la puerta del comedor, y se paseaba un rato esperando a que vinieran los demás. Rara vez se le oía el metal de voz, y cuando éste sonaba era para preguntar a la criada o a Virginia si había venido el cartero. Contrastaba con este señor, en lenguaje y modales, un don Leopoldo Montes, andaluz, medio empleado y medio pretendiente, medio literato, medio propietario, medio agradable y medio antipático, hombre que de todo hacía un poco y de todo nada, que a veces parecía acomodado, a veces más pobre que las ratas, fachendoso, verboso, ampuloso, y que, por contera de su huero carácter, tenía la flaqueza de suponerse amigo de cuantos personajes crió Dios.
También observábamos en la vida de don Leopoldo algo de misterio, porque no se le conocía empleo, y sin embargo solía decir: «Hoy, al salir de la oficina...», y otras cosas que ponían en grande confusión a los que lo escuchábamos. A éste le llamaban el Señor de los prismas, porque en su lenguaje petulante, hablando de cuanto hay que hablar, usaba de continuo la frase: «Mirando tal o cual cosa bajo el prisma». En toda discusión política de las que un día y otro se trababan en la mesa, salían a relucir tantos prismas, que a poco más se vuelven prismáticos la mesa y los huéspedes.
Merece otro lugar aquí don Basilio Andrés de la Caña, persona mayor, de suma importancia, de un peso tal que se podría creer que a todos les hacía favor en estar allí y que, por descuido de la fortuna, no se sentaba en la poltrona de un ministerio. Lo que decía en las disputas de la mesa, considerábalo él mismo como la cifra y resumen de la sabiduría, y no debía ser puesto en duda. Era hombre de edad y sin familia o apartado de ella, redactor de un periódico en la parte más difícil y áspera de cuanto contiene la prensa, que es el ramo de Hacienda. Para atar cabos, conviene decir que este señor era el mismo a quien Felipe Centeno había visto por la ventana de la redacción, admirándole como un ser superior, comprensivo de toda la humana ciencia. Era el mismo que en la memorable noche de febrero, cuando Alejandro Miquis trajo a Felipe a su casa y le dio ropas y comida, había pronunciado las palabras aquellas sentenciosas y solemnísimas, que no sé si recordarán los que esto han leído: «Concluirá en San Bernardino».
Había otros de fisonomía moral y física menos caracterizada, y que además no tenían residencia constante en la casa. Un sujeto, que estuvo bastantes años en Filipinas, ocupaba un gabinete sólo por temporadas, pues su residencia habitual era Illescas. Había dos propietarios de la Alcarria que venían alternativamente a negocios y se alojaban en la sala; y además otros que se han desvanecido en la memoria, y si quisiéramos traerlos aquí ocuparían término muy lejano en esta galería de verdad, presidida por la excelsa doña Virginia, teniendo a sus pies la modesta imagen canina de Julián de Capadocia.
Vamos ahora con la juventud que daba carácter, ruido, alegría y ser y espíritu a la casa. Entre éstos descollaba Zalamero, ofreciendo la singularidad de ser un estudiante ordenadísimo, puntual en todo, lo mismo en asistir a clase que en pagar su hospedaje. Estudiaba Leyes, y sólo con su asistencia se ganaba las notas de sobresaliente que era un primor. Su cuarto era el más arreglado de la casa. Tenía la ropa muy bien cepillada, muy bien distribuida en perchas o cajones de cómoda; no conocía deudas, iba a misa los domingos, no alborotaba, no entraba tarde, ni se estaba las mañanas durmiendo, como tantos gandules. Observad ahora las pasmosas armonías que hay en la naturaleza humana. Era Zalamero un buen mozo, de facciones bonitas y correctas, rubio, con el pelo ensortijado, dividido en dos desde el occipucio a la frente por una raya que parecía pintada. Tenía barbita dorada rubia, muy mona. En su hablar era el mismo comedimiento.
Sánchez de Guevara, el de Estado Mayor, era bastante parecido a Miquis en el carácter pronto y revuelto, pero más desordenado aún que el joven manchego. El cuarto del cadete tenía que ver. Por el suelo yacía el uniforme abrazado con la toalla. Se acostaba a dormir, en las noches de invierno, con el ros puesto, y después de leer un rato en la cama, apagaba la luz con la espada. Era guapo chico, muy pundonoroso; se pasaba las noches en vela, engolfado en las matemáticas, haciendo funcionar a muy alta presión esa energía intelectual y volitiva que los alumnos de estas carreras difíciles han llamado potencia empollatriz.
Poleró, catalán tan castellanizado que apenas se le notaba el acento, era también bravo joven, estudiante de Caminos, con poca afición a la carrera; de buena figura, atlético, estudioso por pundonor más que por gasto. Se distraía mucho del estudio y porque se pasaba las horas muertas en los cuartos de sus compañeros charlando de teatros, chicas, política y música. En la mesa se divertía buscando camorra al de los prismas, y tornándole las vueltas para que se enredase en sus propios embustes. Se burlaba con frecuencia de don Basilio Andrés de la Caña, haciéndole creer que todos respetaban su opinión y que le conceptuaban hombre de gran seso, cuando en realidad le tenían por el mayor majadero del mundo. Era agresivo, pendenciero; gustaba de llevar la contraria, y si, por ejemplo, se hacía en la mesa política progresista, que era lo más común, salía él, como un rehilete, defendiendo el espadón de Narváez. Si por el contrario, alguien abominaba de la revolución, ya la tenían ustedes sacando a relucir las famosas llagas y el padre Claret o Clarinete, que eran la comidilla más salada y gustosa de aquellos días. Espíritu activo, indagador, controversista, Poleró estaba destinado a ser hombre de provecho, como en efecto lo ha sido.
Arias Ortiz, alumno de Minas, era, un andaluz serio (ave rara), apasionado de su carrera y de la metalurgia, mas con cierto desorden y falta de método en aquella cabeza, que felizmente han ido desapareciendo más tarde. Le faltaba una rueda, como suele decirse; mas el tiempo y el estudio han completado la máquina de su cerebro, y hoy no tiene más desvarío que el inocente de cultivar la música en sus ratos perdidos, que son pocos. Por las noches compone polkas y toca el piano, como recurso contra la soledad en que vive. Era en aquellos tiempos tan enfermizo, que se retrasaba en sus estudios más de lo que él quisiera; pero ahora, con los aires de Barruelo, con el polvo, el humo y con las polkas se ha fortalecido tanto, que da gusto verle.
A Cienfuegos ya le conocemos. Era hijo de viuda, y seguía la carrera de médico con grandes escaseces y humillaciones. Lo que el infeliz padecía y la hiel que tragaba por esta nefanda ley de relación entre las necesidades y el dinero, no se puede contar brevemente. A veces parecía que desmayaba, y hacía propósito de ahorcar los libros y ponerse a cavar en Barajas de Melo, su patria; pero secreta energía le aguijaba y volvía al remo del estudio, despreciando obstáculos y arrostrando los vejámenes de la pobreza con ánimo estoico. Llegó a adquirir con esto cierta rudeza glacial que algunos tomaban por cinismo. Su sereno desprecio de ciertas conveniencias era más bien como una actitud de defensa contra la desgracia, o bien el egoísmo del combatiente que en nada repara para evitar un golpe. No condenemos a este gladiador de la vida sin admirar antes su fortaleza y sufrimiento, y aquella calma solapada tras la cual se escondía pasmosa agilidad de espíritu.
III
Sentados a la mesa, cual hemos dicho, los quince o más huéspedes, y servida aquella sopa de arroz, siempre tan igual a sí propia, que la de hoy parecía la misma de ayer, empezaba el alboroto. Tal como se ponía aquel comedor algunas noches, la torre de Babel resultaría, en parangón suyo, lugar de recogimiento y devoción. En pocas épocas históricas se ha hablado tanto de política como en aquélla, y en ninguna con tanta pasión.
Jamás tuvieron parte tan principal en las conversaciones populares los chismes palaciegos y las anécdotas domésticas de altas personas. No gozando de libertad la prensa para la controversia, se la tomaba el pueblo para la difamación. No se ponen puertas al campo ni mordazas a la malicia humana. La opinión tiene muchas bocas a cuál más fieras. Cuando se le tapa la del lenguaje impreso, abre la de las hablillas. Si con la primera hiere, con la segunda asesina. Estaba muy en la infancia la política española para conocer que nada adelantaba con suprimir las cortadoras espadas del periodismo, cuyos filos se embotan pronto cuando se les permite el constante uso. En tanto los cuentecillos envenenaban la atmósfera haciéndola irrespirable, y lo que se quería conservar y defender se moría más pronto. De fuertes y seculares imperios se cuenta que, habiendo sabido defenderse de terribles discursos y escritos fogosos, han caído destrozados por los cuchicheos.
¿Quién podrá repetir la algarabía de aquel comedor Virgiñesco? ¡Ay, Miquis, quién tuviera tu retentiva para intentarlo! Pero si tal lograra, el lector se volvería loco; conque más vale que se quede inédita esta parte tan principal de la historia de Centeno. Tan sólo retazos y frases sueltas que el héroe conservó en su memoria saldrán aquí a relucir. Él recordaba perfectamente haber oído a su amo esta frase provocativa: —O la Señora los llama, o esto se lo lleva el Demonio... Yo lo digo muy alto: esto repugna, esto abochorna. ¿Qué gente le queda? Veamos:
O'Donnell...
—O'Donnell es un pillo.
—Pues ¿y Narváez? Hombre de Dios...
—Señores, calma, calma. Es porque aquí se han de mirar siempre todas las cosas bajo el prisma democrático... No, no es eso.
—¿A mí qué me viene usted con historias...?
—Permítanme ustedes, señores...
—Dejemos a un lado la vida privada. Yo sostengo que...
—Permítame usted..., pero permítanme ustedes...
El que esto decía, sin poder hacer silencio en la mesa para dejar oír su campanuda opinión, era don Basilio Andrés de la Caña, la voz más autorizada de la casa. Se ponía furioso cuando no le dejaban hablar...
—Silencio, que va a hablar don Basilio.
—Permítanme ustedes, señores...
—Lo sé, lo sé de buena tinta por uno que va a Palacio. A O'Donnell le desprecian allá, y sólo se aguarda una ocasión...
—Historias... ¿A mí qué me viene usted con cuentos...? Ésas son pamplinas.
—Verdad, pero si se cae de su peso...
—Permítanme... —¡Silencio!
—Yo, francamente, no lo veo así... Qué quiere usted... Seré torpe.
Siempre miro las cosas bajo el prisma de la lógica.
—Ya esto no tiene soldadura. Ya el partido ha declarado que va a la revolución.
—Al pesebre.
—Al presupuesto... Pero óigame usted... Así no se puede discutir.
—Permítanme, ustedes señores...
—Si tergiversamos las cuestiones...
—Permítanme...
Por fin, tanto trabajó, tanto sudó, tantas manotadas repartió a un lado y otro en ademán neptuniano de aplacar tempestades, tanto hizo aquel bendito don Basilio para que emergiera su personalidad en el proceloso mar de las disputas, que al fin se callaron. Silencio imponente.
—Están ustedes fuera de la cuestión —dijo con reposado lenguaje—. Se ocupan aquí de si la situación tiene esta o la otra herida, cuando está comida por un cáncer interior que la devorará antes de que la maten las armas y la política. ¿Y cuál es este cáncer?
Pasmo expectante. Sólo se oye el ruido de los tenedores picando garbanzos.
—Ese cáncer es la Hacienda, ese cáncer es la cuestión económica, ese cáncer es el estado del Tesoro, ese cáncer es el déficit... Porque, señores, lo he dicho y no me cansaré de repetirlo, con los números no se juega. Para los conflictos de números no tienen solución la espada ni la oratoria. El país, entregado por una parte a los chismes y por otra a las conspiraciones, no se ocupa de esto. Los que estudiamos día y noche estas áridas cuestiones sabemos que el mal es grave, y lo que es peor, señores, que el mal no tiene remedio.
Terror. Doña Virginia oculta la cabeza detrás del hombro de su marido para poder reír a sus anchas. Cáusale más risa que el discurso de don Basilio la seriedad con que le oye Poleró.
—El déficit, señores, sube ya a la aterradora cifra de ochenta y cinco millones, y no hay que fiarse de lo que diga el ministro, presentando las cosas...
—Bajo un falso prisma...
—Permítanme ustedes... A esto hay que añadir la deuda del Tesoro..., los compromisos que va a traer la última operación con la casa Laffitte, las resultas del empréstito Mirés...
—La verdad, señor de la Caña, nosotros no entendemos de eso... —dijo Arias interpretando el cansancio de algunos—. En lo que usted cuenta habrá, sin duda, mucho de fantasmagórico...
—Permítame usted...
—Tiene razón don Basilio —gritó Poleró, saliendo a su defensa y enredando la cuestión a ver si se sulfaraba el hacendista, que era el paso más cómico que, podían desear—. Así no se puede disentir. Los que conocen bien la Hacienda...
—Eso es música.
—Por Dios, Caña, no nos hable usted de esas cuestiones...
—Para ustedes, lo que no sea traer y llevar a sor Patrocinio y a...
Que les aproveche.
—No es eso, no es eso.
—Cállate, Poleró.
—Cállate tú, Cienfuegos.
—Dejar hablar, hombre, dejar hablar. Cuando vuelva Sarváez...
—Si no ha de volver...
—Lo dijiste tú... Nada, estos señores, después que han planteado su fórmula todo o nada...
—No se les puede sufrir.
—Permítanme ustedes, señores...
—Y sobre todo, ¿de qué se trata?
—A mí no me embaucan esos señores con tanto discurso, con su retraimiento estúpido...
—Más estúpido es quien no ve venir la tormenta y se empeña en...
—¿Qué dices tú? Eso es comulgar con ruedas de molino.
—Poleró, que le va a hacer a usted daño la comida...
Para mofarse de don Basilio, Poleró le decía cualquier día con énfasis y misterio:
—¿No sabe usted, amigo Caña? Van a hacer otro empréstito...
Oyendo lo cual, el eximio Neeker se llevaba las manos a la cabeza y murmuraba:
—Perdición, ruina... ¡Pobre país!... Yo lo digo todos los días; no me canso de predicar... Pero no hacen caso... Al freír será el reír.
Y al de los prismas le decían siempre:
—A ver, don Leopoldo, ¿a que no cuenta dónde ha estado usted hoy?...
¿Cuántas conquistas lleva esta semana? Porque usted las mata callando. ¿Ha sido marquesa o qué ha sido?
El tal Montes se reía, dando por ciertas, con su silencio, las indicaciones de Cienfuegos y Poleró. Luego contaba historias de mujeres, en las que, a ser verdaderas, se dejaba atrás a don Juan, a Lovelace y a cuantos conquistadores de este linaje ha tenido el mundo. Una vez en Sevilla..., aquel sí que fue lance. Otra vez en Valencia... ¡Oh!, cosa más dramática. Lo extraño era que él no las buscaba, y se le venían a las manos las aventuras ya bien amasadas y cocidas. Pues cuando estuvo en París, a negocios de la casa... (Por cierto que nunca se pudo averiguar qué casa era aquélla.) En fin, si lo iba a contar todo no acabaría nunca.
Precisamente aquella mañana cuando salía de la oficina... (nadie sabía nunca cuál oficina era), vio una moza de buen trapío que pasó a la acera de enfrente y le miró... ¿Para qué seguir? Era la historia de siempre.
Después había estado en el café con Milans del Bosch, y al poco rato entró Sagasta, el cual le dijo... Pero ¿a qué referirlo? ¡Qué máquina de embustes! Él no se ocupaba más que de sus negocios, y cuando volviera a Sevilla, lo liaría sin que se enterase nadie, porque con sigilo es como se llevan adelante los grandes negocios. Bien querían los progresistas conquistarle; pero él no les hacía caso, porque veía las cosas bajo el prisma de la serena razón, y... a buena parte iban...
Concluido el comer, la única persona que no había desplegado sus labios en toda la noche, el taciturno y comedido don Jesús Delgado, era quien primero se levantaba, y dando tímidamente las buenas noches, íbase tranquilo a su cuarto, donde le aguardaba la interrumpida obra de sus cartas. Los demás salían en tropel o separadamente. Unos iban presurosos al café; los más aplicados se encerraban a empollar las lecciones del día siguiente, y en el comedor sólo quedaban al fin Virginia su y berberisco esposo, el cual, a tal hora, siempre había de tener reyerta con ella, unas veces en bárbaro tono, otras humorísticamente, siendo el motivo y término de tales disputas que Virginia le diera algún dinero para irse al café y al billar. Cuando ella sacaba, generosa, el portamonedas más mugriento que su conciencia, paz y risotadas; cuando no, mugidos y un soliloquio de verbos y amenazas que duraba hasta media noche... Comparada con él, era Virginia una hembra superior, heroína de virtud y abnegación y trabajo. La explicación de que una mujer de mérito (relativo) estuviese unida a bárbaro semejante y que trabajase para mantenerle, no se encuentra, no, en la superficie de la humana naturaleza; hay que ir a buscarla a los senos más hondos y secretos de ella. Pero Virginia se vengaba de su gigante aborreciéndole y despreciándole en gran parte de las ocasiones de su vida, de tal manera que le ponía en el postrer lugar de sus afectos y le consideraba menos que al último de los huéspedes, menos que a la criada, menos que a Julián de Capadocia.
IV
A vivir en esta sociedad y entre tales personas quiso la Providencia llevar a Felipe, después de pasarle por la escuela y familia de don Pedro Polo. Ella se sabrá por qué lo hacía. Hubo dimes y diretes entre Virginia y el manchego Alejandro sobre la admisión de Felipe en la casa. Era muy desusado, en verdad, que los huéspedes tuviesen sirvientes, y un estudiante con escudero no lo había visto Virginia en todos, los días de su vida. Pero a Miquis no había quien le quitara de la cabeza el proteger a su querido Doctor y facilitarle medios de aprender alguna cosa.
Tocado de una como demencia filantrópica, estaba decidido a pagarle hospedaje, como lo hizo, celebrando formal convenio con su patrona... No faltaba en la buhardilla un huequecito ni en la mesa de la cocina un plato más o menos lleno. Convenido y realizado. Siempre que aprontase un diario de seis reales por cabeza de criado, don Alejandro podría llevar a la casa todos los Doctores que quisiera.
Por de pronto, Centeno estaba contentísimo, y no se habría cambiado por los mortales más dichosos, ni por los que se hartan de honores y ganancias en elevados puestos, ni por los que vuelven de América cargados de riquezas. ¡Verse entre tanto señorito listo, entre estudiantes que hablaban y contendían a todas horas sobre cosas de sabiduría, y además de esto comer bien, no recibir porrazos, no ver a doña Claudia!... Esto era como vivir en la gloria y ver colmadas las más atrevidas ambiciones.
Fuera de Cienfuegos, ninguno de los compañeros de Miquis, sabía el origen del repentino engrandecimiento de éste. Quién lo atribuía a inesperada herencia, quién a lotería o hallazgo. Y que la cosa era gorda no podía ponerse en duda, porque las liberalidades del manchego casi rayaban en sardanapalescas. Por mañana y tarde no cesaba de convidar a los amigos en el café; había saldado las cuentas con el mozo, con cierto usurero a quien Arias llamaba Gobseck, y se puso en paz con otros británicos de menor cuantía. Entre los del cotarro, que se formaba en un rincón del café, se hizo corriente y como proverbial, siempre que se proyectaba teatro, diversión o merienda, la frase: «Miquis paga».
Y para no ser el último en gozar del provecho de su opulencia, el manchego se lanzaba, ¡oh sibaritismo!, a la vida de gran señor, proporcionándose unos lujos, señores, unas tan grandes pompas mundanas...
¿Qué hizo nuestro hombre? Pues tomar para su vivienda exclusiva el gabinete de la esquina, que no se daba sino a dos o tres que vivieran juntos y pagaran el máximum de pupilaje. ¡Qué gusto vivir él solo en aquella habitación regia, donde había una cama semidorada, alfombra mosaico hecha de distintos pedazos de fieltro y moqueta, consola de caoba con cajas que fueron de dulces, un espejo de los de ver visiones y dos grandes láminas compuestas de retratitos fotográficos de todos los alumnos de un curso final de Medicina o Derecho! Para rematar dignamente su señorío, conveníale tener un servidor, ayuda de cámara, o si se quiere secretario particular y del despacho, y para todos estos menesteres le venía de molde el insigne Felipe, que era listo, activo, obediente y le manifestaba un afecto que ya frisaba en idolatría. Con esto cumplía Alejandro dos fines: el egoísta de ser amo de alguien, y el nobilísimo y cristiano de amparar al chico y ponerle al estudio. Convinieron en que le daría libros y le matricularía en un Instituto. ¡Qué gustazo tener un paje a quien mandar, a quien dar gritos, a quien decir a toda hora: «Felipe, tráeme esto..., ven acá, anda allá..., muévete...». Lo peor del caso era que, pasados dos días de la entrada de Felipe en la casa, éste resultó ser criado de todos y todos eran sus amos, porque sin cesar le mandaban a la calle con este o el otro recadillo. No era la última en aprovecharle Virginia, que vio en el chico una buena ayuda de su negocio. Cuando no le ponía a limpiar cubiertos, me lo mandaba por carbón; ya le llevaba consigo a la compra, ya, en fin, le hacía barrer la casa. No tenía, en verdad, un momento de sosiego. Era, pues, muy común que Alejandro llamaba a su criado, y que éste no respondiese. El impetuoso amo se ponía furioso, y sus gritos y aspavientos casi se oían desde la calle:
—Le voy a matar..., esto no se puede sufrir.
Pero todo concluía cuando entraba don Basilio Andrés de la Caña, diciendo:
—Permítame usted señor de Miquis... Me tomé la libertad de mandar a Felipe por una cajetilla.
O bien era Alberique quien decía:
—Si fue a traerme tinta china y cerveza... A esta comunidad de los servicios de Felipe correspondía la comunidad del lujoso gabinete de Miquis, pues los huéspedes amigos le tomaron por suyo. Era el casino de la casal el disputadero, Ateneo, Bolsa, club, salón de conferencias, el Prado y el Conservatorio, porque allí se charlaba, se fumaba, se discutían cosas hondas, se leían los autores sublimes, se contaban aventuras, se escribían versos, se leían cartas de novias, se tiraba al sable, se hacían contratos y se cantaban óperas. Contentísimo estuvo Alejandro algún tiempo en medio de aquel bullicio; pero al fin, tan larga y fastidiosa era la invasión en su cuarto, que se llegaba a cansar.
Algunos días se encerraba con llave y se estaba solo largas lloras. Poleró y Zalamero, acercándose a la puerta, tocaban suavemente.
—¿Cómo, ya esa escena? —le decían...
Desde fuera le oían recitar versos, y daban palmadas, gritando:
—¡Bien, bravo; que salga el autor!
No está de más decir que tanto Poleró como Arias y Sánchez de Guevara se permitían bromas, a veces pesadas, con Felipe; pero éste lo llevaba todo con paciencia. Lo que no parecía era el estudio, ni las prometidas matrículas.
—Tiempo tienes todavía —le decía Arias viéndole impaciente—. A tu edad, yo no sabía ni leer. Estás aventajadísimo, y casi casi eres un pozo de ciencia. Le hacían preguntas de Historia sagrada y profana, de Aritmética y Gramática, para reírse con lo que contestaba. Era, en efecto, divertidísimo oírle.
—Tiene tinturas de todo este Doctor —indicaba Zalamero, riendo—. A poco más estará en disposición de hacer oposiciones a alguna plaza de tintorero.
—Lo que es éste —decía Arias— va a ser algo.
—Dolido ustedes lo ven, éste va a hacer dinero... Formal...
Pero octubre corría y se pasaba la mejor sazón para sentar plaza de soldado raso en los ejércitos del bachillerato. Cienfuegos y Arias fueron los que un día decidieron a Miquis a matricular a su criado... Gracias a Dios, ya tenemos a mi señor don Felipe en el Noviciado, metiéndole el diente al latín. La enseñanza primaria era en él tan incompleta como se ha visto, pero ¿qué importaba?, mejor.
Para lo que allí había de aprender, más valía que entrara limpito de toda ciencia, pues que limpito había de salir, Vedle cómo apechuga con su latín y con la abominable Gramática, de la cual, maldijéralo Dios si entendía una sola palabra. A aquel latín debiera llamársele griego por lo oscuro. Ni él se explicaba para qué era aquello, ni a qué cuento venía en el problema de su educación. Y confuso, lleno de dudas, se atrevía, en su rudeza, a protestar contra la mal enseñada y peor aprendida jerga, diciendo:
—Yo quiero que me enseñen cosas, no esto.
¡Cómo se reían sus amos con estos disparates! Pero él se esforzaba en cumplir sus deberes académicos, aprendiéndose de memoria aquel traqueteo de sílabas que componen la declinación, y pensaba así:
—Vamos a ver en qué para esto.
Apenas le dejaba Virginia el vagar necesario para ir diariamente tres horas al Instituto. Estudiaba un poco por las noches, pero de muy mala gana, porque francamente... Vamos, que se le indigestaba el latín... Era un narcótico, y le bastaba coger el libro para caerse de sueño. Como Alejandro, desde que era rico, entraba ahora avanzadísima de la noche, Felipe pasaba el tiempo durmiéndose en una silla, o visitando y acompañando a los amigos de su amo en sus respectivos cuartos. Cuando estaban en el café, gozaba el Doctor lo indecible yendo de cuarto en cuarto y examinando y registrando libros y apuntes de clase. Los libros de Sánchez de Guevara le producían pasmo, mareo, vértigo. Ver sus páginas era como asomarse a insondable y misterioso abismo. ¡Re...contra!, ¿qué querían decir aquellas letras separadas por palitos, comas y tanto rabillo por acá y por allá? Luego había unos números montados sobre otros números y letritas chicas por arriba, encima de palitroques que parecían grúas. Él miraba, miraba, volvía páginas, y luego observaba los apuntes que el cadete hacía con lápiz, en los cuales había los mismos signos, la propia mescolanza de guarismos y letras. A, palito, B, y todo por el estilo. Era para volverse loco. ¿Y aquello era la matemática? ¿Y para qué servía la matemática? Felipe alargaba el hocico husmeando el aire... ¡Vaya con Dios!, ¿para qué ha de servir, re—contra—córcholis, sino para saber todo lo que se sabe?...
Pasaba luego al cuarto de Cienfuegos, y de todos los libros que sobre la mesa había, se iba derecho a uno que tenía láminas; pero ¡qué láminas!
Inspiraban a Felipe una especie de horror sagrado y curiosidad febril.
¡Ave María Purísima! Allí había vientres abiertos, tripas sanguinolentas, cráneos levantados como se levanta la tapa de una fosforera. Era algo como lo que cuelga en los ganchos de las carnicerías... Con el alma en los ojos, Felipe leía los letreritos... Páncreas... Estómago... Más adelante:
Bronquios. «Sopla, pues esto es los gofes». Músculo ciático. Y se tentaba el cuerpo diciendo: «Aquí está. Estas figuras son lo propio de nuestro cuerpo».
Se pasaba así las horas muertas, absorto, hasta que entraba Cienfuegos y le sorprendía; se enfadaba un poco; pero desenojándose pronto, decíale:
—Ve a ver si Guevara tiene cigarrillos. Los libros de don Basilio no ofrecían maldito interés, y Felipe les habría arrojado al fuego si le dejaran. La Deuda del Tesoro y el déficit.
Este folletito estaba encima de un voluminoso libro. ¿A ver? Presupuestos de 1862—63... ¡Vaya unas papas! El señor de los prismas no tenía en su cuarto más que un Calendario del Zaragozano y una novela de a peseta, cuya mugrienta cubierta estaba llena de redondeles de sebo, señal de que Montes apagaba la luz con el libro. Muchos volúmenes y apuntes tenía Zalamero; pero ¡qué cosas tan insulsas! Nunca pudo Felipe sacar sustancia de aquello. La Cuarta Falcidia... Los Testamentos. ¿Qué le importaban a él los testamentos?... La mesa de su amo contenía revuelta colección de obras diferentes; pero había tanto libraco en francés... ¿A ver? Balzac, Scribe... ¿De qué trataría aquello? Le pe...re Gori... Gori...
Memo...moires, memorias de Deux jeunes..., de Diógenes querría decir... El demonio que lo entendiera. Centeno no acertaba a comprender para qué leía su amo aquellas tonterías... Don Víctor Hugo..., Ruy Blas..., esto sí era claro. Schiller..., Don Carlos..., también clarito. Seguían muchas comedias o dramas en verso castellano. Aquello era otra cosa. Leía mi doctor las primeras escenas, pero luego se cansaba, porque, a su parecer, todas decían lo mismo. Poleró, que le tenía cariño, le llamaba:
—Ponte a estudiar, Felipe. No le revuelvas los papeles a tu amo. Ven a mi cuarto... Siéntate aquí, a mi lado. Coge tu libro.
Y él se ponía a estudiar Analítica y Mecánica. El Doctor leía también un poco; pero aburrido muy pronto, salía y entraba para matar el fastidio.
—Estate quieto. Me estás distrayendo. Mira que te pego... ¿Quién anda ahora por el pasillo?
—El señor de Zalamero.
—Pero ¿estaba en casa Zalamero?
—Sí, señor. Ahora salía del cuarto de la patrona.
Poleró rompió a reír. Endeble tabique separaba su cuarto del de Zalamero, y en él daba algunos golpes el maligno catalán diciendo:
—Zalamerín, ¿estabas en casa?
No respondía el otro. Mas Poleró, saliendo al pasillo, se ponía a toser fuerte.
—Ejem, ejem.
Y Sánchez de Guevara respondía desde su cuarto con iguales toses.
Arias aparecía también tosiendo.
—Vete al comedor —decían a Felipe—, y mira a ver si está Alberique.
—¿Qué ha de estar? La señora le dio dinero para que fuera al café..
Cuchicheos, risas, reunión de los tres en el cuarto de Poleró, y redobles en el tabique, sin lograr que Zalamero responda. Felipe, mensajero de Cienfuegos, entra de súbito:
—Dice don Juan que si alguno de ustedes tiene cigarrillos...
—Toma dos... ¿Ha entrado don Leopoldo?
—Sí señor. Está en su cuarto remendando la levita y pegándose botones.
—¿Y don Basilio?
—Ahora entra.
Oíase el resoplido de aquel señor, que hasta en el respirar revelaba autoridad. Salía Poleró al pasillo, para trastearlo un poco:
—¿Qué ha habido hoy, don Basilio?
—Nada. Siguen con el delirium tremens. De Santo Domingo hay muy malas noticias. Esto no tiene atadero. A todos lo digo y no me hacen caso. Con su pan se lo coman. Yo no sé lo que va a venir aquí..., no sé. Me asusto, créalo usted... Ahora tengo entre manos un trabajo, que me parece ha de meter ruido. Pruebo con números..., porque todo lo que no sea números es música... Pase usted a mi cuarto y le enseñaré...
—Otra noche... Estamos aquí con mucho cuidado. ¿Sabe usted que Zalamero se nos ha puesto malo?
—¿Sí? ¿Y qué es?
—No sabemos. Entre usted en su cuarto..., nosotros no nos quiere decir lo que tiene. Entra don Basilio en el cuarto de Zalamero, y al poco rato sale y hace este diagnóstico:
—Está delirando... Me ha despedido a cajas destempladas... ¿No llaman ustedes un médico?
—Cienfuegos dirá.
—Porque... Buenas noches, jóvenes. Con permiso de ustedes, me voy a mis habitaciones.
Las habitaciones de don Basilio eran el cuarto más oscuro y estrecho de la casa. No era mejor el de don Leopoldo Montes, que, al decir de Felipe, estaba disimulando los deterioros de su ropa para poder salir bien compuestito y reluciente al otro día. Poleró y Cienfuegos le visitaban a aquella hora para sorprenderle y avergonzarle; pero él, siempre en su papel, escondía rápidamente los chismes de costura y afectaba ocuparse de ordenar papeles.
—¿Cuándo es ese viaje a París?
Aquel viaje era la muletilla de todos los días, porque Montes lo estaba anunciando siempre.
—Creo que no pasará del jueves. Aquí tengo dos partes que he recibido esta mañana... El jueves o viernes a más tardar.
Después que le mareaban un rato, se iban a la puerta del cuarto de don Jesús Delgado, anhelosos de descubrir el misterio de sus ocupaciones epistolares. El huésped taciturno trabajaba aún: se oía el rasguear de su pluma y los suspiros que daba. De pronto salía Guevara al pasillo:
—A ver si dejan estudiar. ¡Qué ruido!
Reuníanse los tres en el cuarto de Arias, que se estaba acostando, y hablaban de Zalamero:
—Vaya con el moderadito. Un hombre que defiende a los Paúles...
—El año pasado había aquí un huésped... ¿Le alcanzaste tú, Guevara?
Aquel Romero, andaluz. Daba de palos a Virginia y a Alberique..., ¡qué escenas!..., Felipe.
—Señor.
—¿Ha entrado Alberique?
—Ahora llega. Voy a abrirle la puerta.
Oíanse pasos de elefante.
—Hola, amigo Alberique..., ¿no sabe usted lo que hemos tenido aquí?
—¡Qué... Verbo! ¿Qué?
—Fuego. Por poco nos quemamos todos.
—¿En dónde, Verbo?
—Ya está apagado...
—Váyanse ustedes a... ¿En dónde está mi cuarto? ¡Felipe, condenado Verbo!..., trae luz; no se ve.
—¡Arre! —murmuraba Felipe empujándole hacia el gabinete matrimonial.
Abrían la puerta, le empujaban dentro y... buenas noches.
—Pero ¿ese Miquis no viene todavía? Es la una.
—Pobre Miquis. Ya sé dónde está. Nada, nada, se lo beben, se lo sorben... —Acabará mal.
Y quebrando el diálogo, subdividiéndolo hasta llegar a frases y palabras sueltas pronunciadas en este o el otro cuarto, se iban retirando, cada cual al suyo. Uno se acostaba y seguía leyendo; otro, después de cumplir con las matemáticas, hacía rezos de Balzac y se encomendaba a Víctor Hugo; todos tenían aficiones literarias. Por último, reinaba el silencio del sueño en la casa, y muy tarde, sobre las dos o las tres, entraba Alejandro. Sus primeras palabras eran siempre: «Felipe, acuéstate».
Y él permanecía en vela, leyendo o escribiendo. Se acostaba de día y casi nunca se levantaba antes de las cuatro. La hora de sus trabajos era la madrugada, hora febril, hora de caldeamiento cerebral y de emancipación del espíritu. Dormíase Felipe en el sofá, y a lo mejor despertaba asustado oyendo a su amo declamar...
Vive Dios, que es tal hazaña digna de un Téllez Girón...
Como ecos, repercutían en su cerebro las rimas de la redondilla:
galardón... España. Y se volvía a dormir para despertar de nuevo alarmado con estos gritos:
¡Hola!..., ¡prendedle!..., ¡traición! ¡Necio, atrás!... ¡Italia es mía!
V
Porque Alejandro era autor dramático. Tenía tres dramas, ya desechados por su propio criterio, y uno flamante, nuevecito, que era su sueño, su gloria, su ambición, sus amores. Tan cierto estaba él de que se había de representar como de su propia existencia, y tan seguro y patente consideraba el éxito, cual si lo estuviera viendo con los ojos de la cara... Ideas para otros dramas, planes brillantísimos ¡oh!, teníalos por docenas y se le ocurrían a cada momento, al levantarse, al salir, al tomar café; mas érale forzoso apartarlos de sí para que no la atormentaran y se apoderaran antes de tiempo de los ricos moldes de su cerebro. Convenía que tanto verbo fecundo aguardase la oportunidad de su encarnación y que tanta vida nueva tuviera calor interno antes de ser puesta al trabajo de su desarrollo y crecimiento. Después que se representara El Grande Osuna, vendrían otros trabajos y éxitos más colosales. ¡Misión altísima la suya!
Iba a reformar el Teatro, a resucitar, con el estro de Calderón, las energías poderosas del arte nacional. Como los más puros místicos o los mártires más exaltados creen en Dios, así creía él en sí mismo y en su ingenio, con fe ardentísima, sin mezcla de duda alguna, y para mayor dicha suya, sin pizca de vanidad.
¿Y por qué no había de tener razón? Entre sus compañeros y amigos no eran unánimes los pareceres respecto al superior ingenio de Miquis. Unos le tenían en mucho; otros en poco; quién por un visionario; quién por tonto o algo menos. Sus compañeros de casa lo querían mucho por sus cualidades morales, entre las cuales descollaba el corazón más generoso, más expansivo, más superabundante que puede imaginarse; pero en lo tocante al numen, también variaban las opiniones. Poleró, sin conocer el drama, sostenía que era un atajo de inocentadas, y que el mayor favor que se podía hacer al joven manchego era quitarle de la cabeza su idea de ser autor dramático. Cienfuegos no pensaba lo mismo, y veía en Alejandro, mejor dicho, columbraba en aquel espíritu algo misterioso y grande que no existía en los demás.
Físicamente era raquítico y de constitución muy pobre, con la fatalidad de ser dado a derrochar sus escasas fuerzas vitales. Sus nervios siempre estaban en grado muy alto de tensión, y todo él vibraba constantemente como cuerda de templado metal, sin cesar herida por el divino plectro de las ideas. La fiebre era en él fisiológica, y el orgasmo del cerebro constitucional y normal. Era un enfermo sin dolor, quizás loco, quizás poeta. En otro tiempo se habría dicho que tenía los demonios en el cuerpo. Hoy sería una víctima de la neurosis.
Desde la infancia se había distinguido por su precocidad. Era un niño de éstos que son la admiración del pueblo en que nacieron, del cura, del médico y del boticario. A los cuatro años sabía leer, a los seis hacía prosa, a los siete versos, a los diez entendía de Calderón, Balzac, Víctor Hugo, Schiller, y conocía los nombres de infinitas celebridades. A los doce había leído más que muchos que a los cincuenta pasan por eruditos. Su feliz retentiva le había familiarizado con la historia de los libros de texto. A los catorce abriles, hombres graves del país le consultaban sobre materias de Historia, Mitología y Lenguaje. Era general allí la creencia de que el Toboso, ya tan célebre en el mundo por imaginario personaje, lo iba a ser por uno de carne y hueso. Destináronle a estudiar Leyes. Los amigos de su papá decían: «Éste que empieza por literato y poeta, acabará, como todos, por orador político de primera y ministro. El Toboso tendrá al fin su prohombre».
Le hemos conocido cuando llevaba tres años en Madrid y veintiuno de existencia... ¡Pobre Miquis, trabajador incansable de lo ideal, siempre imaginando, siempre creando! Merecería ingresar en las familias mitológicas y que le representaran en figura de un forjador maravilloso, alumno de Vulcano y ladrón de sagrado fuego como Prometeo.
¡Desgraciado Miquis, siempre devorado del afán del arte perseguidor con fiebre y congoja de la forma fugaz y rara vez aprehensible; atormentado por feroces apetitos mentales; ávido del goce estético, de esa inmaterial cópula con la cual verdad y belleza se reproducen y hacen familias, generaciones, razas! También las ideas son una especie inmortal que habla con briosos instintos en las entrañas del artista, diciéndole: «Propágame, auméntame».
Hombre dado a los demonios, o en otros términos, consagrado al peligrosísimo ejercicio de la imaginación, aborrecía el Derecho. Para él, la humanidad inteligente no había echado de sí cosa más antipática que, aquel jus, idea suspicaz, prosaica y reglamentadora de la vida; idea enemiga de la pasión, de lo ideal, destructora do la personalidad libre y de la poesía. El jus para él, era el eterno Sancho Panza... Iba Alejandro a clase lo menos posible, y siempre de mala gana. Pero había sabido ganar sus cursos y aun obtener regulares notas con poco trabajo. Nunca fuiste tirano, amigo Sancho.
En los primeros años de la vida de este jovenzuelo en Madrid, su carácter era jovial, exaltado, bullicioso. Amenizaba el círculo del café con sus ocurrencias originales. Las metáforas, símiles y paradojas brotaban de sus labios como de un manantial inagotable. Cuando él no iba, faltaba el espíritu de la tertulia, el sentido de todo lo que se decía...
Pero al tercer año empezó a determinarse en él una trasformación que había de ser pronto mudanza profundísima o paso orgánico, precursor de otro moral. Su humor festivo se trocó en melancólico; cada día le eran menos simpáticos el bullicio y la gárrula palabrería del círculo, y si bien quería con leal cariño a todos sus amigos, muchos de éstos le molestaban.
La gran batahola que se hacía en su cuarto le era ya insoportable. No teniendo carácter para expulsar a los intrusos, pues era él incapaz de ofender a sus compañeros, esperaba las horas silenciosas para aislarse. De día, paseaba por lugares solitarios, buscando esa dulce impresión que traen al alma los objetos extraños y no vistos constantemente. De noche, y a la hora en que nadie podía turbarle, leía y escribía, protegido del silencio y paz de la madrugada.
El drama, aquel pedazo de cielo caído sobre la frente de un hombre, estaba ya terminado. ¡Feliz suceso que dejaba una marca indeleble en el tiempo! Él solo bastaba a hacer rosadas las auroras, serenas y poéticas las noches, hermosas las horas todas. Alejandro lo había leído a un autor mediano, pero muy corrido en la escena, hombre de éstos que llaman prácticos en el arte, el cual, callándose su opinión sobre el mérito real de la obra, hizo observaciones que dejaron helado al pobre Miquis. La división en cinco actos era inadmisible. Habían de ser tres solamente, porque nuestro público no aguanta más. Pues ¿y aquella lista de treinta personajes, cómo podía ajustarse al exiguo personal de nuestras compañías?
El Schiller hispano había explanado sus ideas, como el tudesco, en un escenario inmenso, lleno de diversas figuras, con pueblo y todo. Esto era inocente. Forzoso era cortar por lo sano, no dejando más que el cogollo de la obra. Fuera aquel cardenal Borja, el gonfalonier, los cuatro capitanes o arraeces de galeras, los dos lazzaronis, el príncipe Colonna; fuera también el jefe de los uscoques, los dos frailes camaldulenses y otras figuras que más eran decorativas que esenciales. Resumen: hacer de cinco actos tres, sin que ninguno subiera de 1.000 ó 1.100 versos; quitar quince personajes lo menos, simplificar mucho y hacer decoraciones fáciles, pues aquella que decía Ribera de Chiaja, con varias galeras atracadas a la derecha, el palacio vice—real a la izquierda y al fondo el Vesubio, era para hacer morir de risa al pintor y maquinista.
Con grandísimo dolor emprendía el manchego la refundición de su obra.
A cada miembro cortado, echaba sangre su corazón de padre; pero no había remedio ¡zas! Más que trabajo de reducción debía ser aquello un trabajo de compresión. Era necesario coger al gigante y comprimirlo hasta poderlo encerrar en un frasco de alcohol, como los fetos. Mucho padeció el poeta; pero al fin lo hizo. Sólo que no pudo reducir los cinco actos a tres, y la cosa quedó en cuatro. Había quitado trece personajes y entresacado casi la mitad de los versos.
¡Gracias a Dios! El director de un teatro leyó la obra y la encontró excepcional. Estaba el hombre entusiasmado; pero al expresar su regocijo a Miquis y al felicitarlo, indicole la necesidad de nuevas modificaciones.
Todavía era preciso comprimir más. La obra cabía ya en un frasco: era menester que cupiera dentro de un dedal. ¡Nuevo trabajo, nuevos afanes! En esto se ocupaba Alejandro en aquellas madrugadas, viviendo solo en el gabinete de la esquina, después de su cambio de fortuna. A tales horas, excitado por el trabajo, sentía febril entusiasmo; había algo de convulsivo y epiléptico en aquella onda de vibraciones nerviosas que de su cerebro saliera, viniendo a morir en su epidermis. Su sangre era lumbre; el pulso se aceleraba, corría, como viajero impaciente de llegar a alguna parte. Su fantasía poderosa se encendía a la acción magnética de aquel estilo ampuloso y calderoniano. Los personajes del drama tomaban a sus ojos figura y realidad teatral, vivían, si no la vida del mundo, la oropelesca y convencional del teatro, cubierta de vistosos remedos vitales. Veía, tan claramente cual si lo tuviese delante, a don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, virrey de Nápoles, insigne caudillo de mar y tierra, político, diplomático y muy galán, figura que el poeta soñaba como la más gallarda muestra del ánimo español, de la ambición sublime y del desorden caballeresco; veía también al solapado veneciano Ángelo Barbarigo, figura sombría y trágica con olor y color de sangre; al aventurero normando Jacques Pierres; al sarcástico y honradísimo Quevedo, secretario del Duque; a otros muchos, y por último a la enamorada Catalina Paoli, llamada la Carniola, mujer robada a los uscoques por Jacques Pierres, como verían bien los que la obra conocieran. El lugar de la escena revivía igualmente en la fantasía del poeta, y poco le faltaba para ver con los ojos mortales al propio Nápoles con su Vesubio ardiente, su pintoresco mercado, su mar y su cielo más azules que lo azul, la delirante alegría de su pueblo, su naturaleza a la vez florida y plutónica, llena de hierbas y lavas, prodigio de la Naturaleza, arca del paganismo, compendio de toda la hermosura terrestre.
Sentir este entusiasmo vidente y no poder comunicarlo a alguien, era el mayor de los tormentos. Sus amigotes no le comprendían, y algunos de sus compañeros de casa se reían de él. Ya el maligno Poleró, hablando del drama, lo había llamado El gran Cerco de Viena, y Cienfuegos, el mejor amigo de Alejandro, no le mostraba un afecto muy vivo sino cuando necesitaba de él para salir de sus apuros. No podía comunicarse más que con Felipe, el cual era un inocente, es verdad, y no entendía palotada de teatro, ni de arte, ni de historia; pero tenía un alma cariñosa y entusiasta, que respondía siempre con dulces vibraciones de simpatía a toda acción o idea procedentes de la idolatrada alma de su amo.
Felipe se dormía algunas noches en el sofá, del gabinete. Su sueño era profundo; pero bastaba que Alejandro le llamase y le dijera algo para que se despertara, como él excitado, como él dispuesto a las alucinaciones. Sin duda, por la simpatía y parentesco de ambas almas, la pasión artística de la una se comunicaba a la otra, venciendo su rudeza.
Entre serio y burlón, Alejandro le decía:
—El célebre Molière le leía sus comedias a la criada. Yo te voy a leer a ti algunos pasajes...
Felipe no había visto nunca una verdadera función de teatro. El origen de sus conocimientos en el arte dramático no podía ser más humilde.
Una tarde de Navidad se había colado con Juanito del Socorro en un teatrucho donde representaban el Nacimiento con figuras, no con actores; y aún no habían tenido tiempo de reír las gracias del pastor Bato y de la tía Gila, cuando les echaron a la calle. Esto y los cosmoramas o tutilimundis instalados en la vía pública, le habían dado la noción primera del arte de fingir sucesos y personas... Desde que su amo empezó a leer, comprendió Centeno que aquello pertenecía a un orden más elevado, al teatro grande que él no había visto nunca, aunque lo soñaba y como que lo presentía. Así, el efecto de la lectura en su atento espíritu era extraordinario, colosal. Sin entender la mayor parte de las cosas, parecía como que se las apropiaba por el sentimiento, extrayendo del seno de un lenguaje no bien comprendido, el espíritu y esencia de ellas. La armonía de versos, ahora floridos, ahora graves, la música de las rimas, el relumbrar de las imágenes, el énfasis de los apóstrofes, producían en él efectos de vértigo y desmayo. Era como el influjo, en los sentidos, de multiplicadas luces giratorias o de aromas muy fuertes. Se aturdía y se mareaba... En cuanto a la acción, la realidad misma no tuviera poder más grande que aquella mentira para cautivar el espíritu del buen Centeno.
Cuando Alejandro llegaba a una escena dramática en que había choque de espadas, uno que se cae, otro que grita, o cosa así, ya estaba Felipe con los pelos de punta, lo mismo que si estuviera presenciando el lance entre personas de carne y hueso. Pues digo..., si el poeta leía una escena de amor, con ternezas y sentimientos expresados a lo vivo, ya estaba Felipe soltando de sus ojos lagrimones como garbanzos.
La aurora les sorprendía en esta exaltación; ambos gozando lo increíble, el uno por lo sabio, el otro por lo ignorante. Siendo tan diferentes, algo les era común, el entusiasmo, quizás la inocencia. La excitación cerebral de Miquis concluía en enfermizo marasmo. Se acostaba rendido de fatiga, y le entraba algo de delirio, con escalofríos muy penosos. Felipe le arropaba, echándolo encima hasta el tapete de la mesa y parte de la ropa, pues el abrigo de la cama no era suficiente, y apagaba la luz, a quien hacía lúgubre la claridad del día. Cerraba las maderas para fingir la noche, y se acostaba vestido en el sofá. Por un rato oía el canto de los machos de perdiz, colgados en el balcón del vecino, y los pasos de los madrugadores que sonaban secos en la calle aún casi desierta; al fin se dormía profundamente para soñar con magnates, con príncipes vestidos de tela como las de las casullas, con venecianos forrados de hierro, con las galeras del Duque, que él creía eran carromatos, con el Vesubio, que es un monte encendido, y con aquellas cosas tan bonitas, tan finas y amorosas que la Carniola decía siempre que hablaba.
Levantábase Alejandro muy tarde, cada día más tarde. Sentía al despertar un embrutecimiento invencible. La pereza le dominaba y no podía vencerla. Su cuerpo era de plomo... Felipe iba a clase, si había tiempo, generalmente sin saber ni palotada de la lección, y a su regreso, ya doña Virginia le tenía preparadas diversas faenas. Como pudiera no hacía nada, y se metía en el cuarto de su amo a arreglar la desordenada mesa y limpiar un poco. Andaba de puntillas, por no despertar a Alejandro, y movía con mucho cuidado los muebles. Si el drama había quedado en la mesa, cogía uno a uno los cuadernos y les quitaba el polvo con su mano, con un respeto tal, que no lo empleara mayor el cara para coger la Hostia consagrada. A veces se aventuraba a leer un poquito, con cuidado, se entiende, por ver en qué paraba tal o cual lance que su amo en la lectura había dejado a la mitad.
Después ponía los cuadernos uno sobre otro, a un lado, muy bien colocaditos por orden de actos; los libros a otra parte, el tintero en medio, las plumas en su sitio; en fin, todo como Dios mandaba.
Los malignos huéspedes, que se enteraron de que Alejandro leía al criado sus composiciones, hicieron la burla que puede imaginarse. Uno de ellos, decía a Felipe con mucha sorna:
—¿Y qué opina del drama el Doctor Centeno, hombre inteligente?
El muchacho se ruborizaba y no respondía nada. Pero en su fuero interno, decía con rabia:
—¡Valiente ganso estás tú!... Mejor te pusieras a estudiar...
Para Felipe las obras más perfectas, las creaciones más sublimes del humano entendimiento, en lo antiguo y en lo moderno, eran las de su amo.
VI
El caballero manchego, cuya primera hazaña había sido arrancar a la historia la figura de El Grande Osuna para vaciarla en un molde dramático, estaba cada día, más triste, por motivos que no eran de arte. A medida que iba gastando lo que le diera su tía, más se aplanaba su ánimo, y no por la idea de que el tesoro se acabase, sino por los remordimientos que el gastarlo tan sin sustancia le cansaba. Pasado algún tiempo desde la famosa noche de la calle del Almendro, parecía que se enfriaba su caldeado cerebro permitiéndole ver la verdad de aquel peregrino caso. Su tiíta estaba loca, y él, recibidos los dineros, debió ponerlos a disposición de su padre. No lo había hecho por afán de satisfacer gustos y deseos irresistibles de la niñez y de la juventud... Había hecho uso de lo que casi no era suyo, de un caudal venido a sus manos por caminos torcidos... Pero el hervor de su sangre y el iluminismo de su mente habían podido más que su conciencia. Tener dinero era para él como la razón de ser del vivir, mejor, como la florescencia, el fruto y flor de la vida.
Carecer de ello era asemejarse a un árbol que no tiene más que raíces, leña y hojas, pero que nunca se viste de flores ni se engalana de fruto alguno. ¡Disponer, pues, de aquella savia social y no nutrirse de ella, no cubrirse de la hermosa gala de la vida, pudiendo hacerlo; no dar a los labios el auténtico sabor de humanidad, teniéndolo tan a la mano!... ¡Oh!, ¡esto era superior a su conciencia de hombre, a su respeto de hijo! En el estado actual del mundo, la vida sin moneda es una vida teórica, un mecanismo fisiológico, que hace de los hombres muñecos para divertir a los verdaderos hombres, a los que están provistos de aquel jugo vital. Es menester remontarse a la época del pastoreo para imaginar al hombre indiferente a las ideas de tuyo y mío, y considerarle como tal hombre a pesar de la mutilación de esa víscera que se llama bolsillo. Esto pensaba Miquis, y añadía Cienfuegos que no era mutilación la voz propia, sino que aquella entraña estuvo mucho tiempo en forma rudimentaria, y así siguió hasta que el uso hizo de un elemento orgánico un verdadero órgano.
¡Pobre Miquis, qué cosas pensaba para disculparse a sí mismo y atenuar la falta que le atormentaba! Y derretía el dinero de lo lindo, más en el prójimo que en sí mismo. Era en esto secuaz ardiente del Evangelio.
Desde que un amigo se veía en apuro, lo que pasaba un día sí y otro no, ya le faltaba tiempo a Miquis para ir a socorrerle. Muchos, ¡tales traiciones tiene la amistad!, fingían penurias para sacarle algo y gastarlo en francachelas. En la cómoda tenía los billetes, y conforme iba necesitando jugo, iba sacando de aquel depósito, sin enterarse de lo que salía ni de lo que quedaba.
Porque Miquis, dirémoslo claro, era refractario a la cantidad. Así como el aceite sobrenada en el agua sin penetrar jamás en ella, así la idea de cantidad flotaba sobre el espíritu de Alejandro, saturado de poesía, de ideales. Si teóricamente distinguía bien la idea de 100 de la de 10, en el tráfago del vivir, cuando aquellas cifras eran cosa monetaria, venían a resultar indistintas, como los tamaños y forma de las nubes. ¡Ay, cómo resbalan en vuestras rosadas manos, oh Musas locas, estos pedazos de papel, hechura de los modernos Bancos, y que casi todos llevan impresos, como signo de ir a prisa, los alados borceguíes de vuestro hermanito Mercurio!
Porque habíais de ver al célebre manchego entrando en una y otra tienda para comprar cosas que, a su parecer, le hacían falta, y metiéndose en las librerías para adquirir todo lo nuevo y bonito, obras de lujo que maldita falta le hacían, y que vistas una vez no servían para nada. En los puestos de libros dejó también mucho dinero, porque no había autor clásico o romántico, español o extranjero, que él no quisiera tener. Para enterarse bien de todo lo que compraba, necesitaría la vida eterna.
Pero la mayor parte de sus caudales no tomaban el camino de las librerías. Iban presurosos hacia otra parte, llevados por magnética o nerviosa corriente... ¡Pobre Alejandro! Sus compañeros de casa conocían bien el género de vida que llevaba, y los unos con interés y lástima, los otros con desdén y mofa, hacían comentarios mil y también tristísimos augurios:
—Es un perdido. ¡Qué lástima de talento!...
—Corazón demasiado grande y jamás harto de sensaciones... ¡Pobre Alejandro! Se consume en su propio fuego.
—Es un tontaina... Cualquiera lo engaña... Pero de ésta las pagará todas juntas, porque me parece que se lo llevan en vilo.
El bondadoso Zalamero le disculpaba diciendo: «Se detendrá a tiempo»; Poleró le zahería, Arias y Guevara le desollaban. El informal Cienfuegos afectaba un interés fraternal por Alejandro, y lo expresaba así:
—Le voy a coger de una oreja y a sujetarle... ¡vicioso! Yo le quiero mucho, y no puedo dejarle que corra al abismo... Verán, verán ustedes...
Pero con tanto hablar no hacía nada, y era el primero que, a solas con él, disculpaba sus errores.
Por su parte, Miquis se mostraba cada vez más esquivo con sus compañeros. No iba de tertulia al cuarto de ninguno de ellos, había cerrado el suyo a las reuniones tumultuosas de las tardes, y muchos días faltaba a comer, lo que ponía en gran confusión y sobresalto al ama de la casa.
—Este don Dulcineo del Toboso arruinara a su padre —decía—. No estudia y gasta el dinero que es un primor. ¡Pobre padre!
Algunas veces, cuando le pillaba solo y en buena ocasión, se permitía exhortarle y sermonearle con cariño. Era buena Virginia y gustaba de hacer de madre con los huéspedes.
—Pero don Alejandro..., está usted muy echadito a perder. Su papá haciendo tanto sacrificio, y usted aquí gastándole el dinero, y lo que es peor, sin estudiar... Porque dicen que usted no coge un libro de los de clase, y es lástima, porque otro de más disposiciones... Dice don Basilio que usted es el de más talento que hay en la casa. ¿Y de qué le sirve? Porque eso de las comedias..., desengáñese usted, niño; eso no da de comer... Y sobre todo, no sea usted perdido, no gaste usted su salud.
En Madrid hay mucha perdición. ¡Pobres chicos, y cómo caen en las trampas que les arman por ahí! ¡Qué bribonadas!, crea usted que me pongo furiosa.
¡Cuándo habrá un Gobierno, señor, un Gobierno que haga una buena limpia de gentuza, una buena redada en que ningún pájaro se escape...! Los padres lo agradecerían. Anoche estábamos hablando de esto y el señor Caña decía que tengo razón... Conque don Dulcineo, no sea usted malo. ¿Se va usted a enmendar? ¿Me lo promete usted?... Dice que sí, y después como si tal cosa... A ver, sea usted franco conmigo, ¿qué gusto encuentra usted en ser malo? ¿No se cansa, no se aburre?... Porque a otros engañará usted, haciéndose pasar por un santito; pero a mí no. A ver, dígame, confiese, tenga conmigo franqueza..., yo no lo he de decir a nadie. ¿En dónde se pasa las noches? ¿Por qué viene usted a casa a las tantas de la mañana?
¡Ah! Si fuera usted hijo mío, a bofetones de cuello vuelto le enderezaba.
Atendía sonriendo el estudiante a estas razones, y parecía estar conforme con ellas. Sin duda había en su alma propósitos de enmienda... Y en prueba de ello, viósele algunos días bastante corregido; entraba temprano, iba a clase; pero lentamente volvió a las andadas y a su miserable vida.
Su capital mermaba rápidamente, creciendo en igual grado sus remordimientos. Cuando pensaba en la ira de su padre, entrábanle congojas.
Era don Pedro Miquis de carácter violento, y ¡cómo llegara a entender el uso que había hecho su hijo del dinero recibido de una loca...! Falta grave, delito más bien, había cometido Alejandro. Con ninguna argucia podía disculparse ni acallar su conciencia, y cuando el dinero se acababa, cuando volvían, anunciadas por lúgubres síntomas, las escaseces, iba faltando ya el atenuador de los remordimientos, que era el dinero mismo y los goces que proporcionaba.
Una carta de su padre le puso en grande zozobra. «Me han asegurado —le decía—, que te estás dando vida de príncipe. Haz el favor de explicarme esto». Cobarde para afrontar la verdad, negó, y a poco le escribía su padre: «Trata de averiguar con buenos modos si la tiíta ha realizado una cierta cantidad de juros, etc... Es lástima que intereses de cuantía estén en manos de una demente...».
Para ahogar la pena que esto le causaba, érale preciso engolfarse en el arte, sumergirse en sus ondas purísimas y engañar la imaginación con soñados triunfos y delicias. Como otros lo están de vanidad, estaba él hinchado de optimismo. El Grande Osuna se representaría aquella temporada. Dudar esto sería como no ver la luz del sol. Teníalo Alejandro por tan seguro como si viera la obra en los carteles. ¿Y qué más? Siempre que leía un periódico, se asombraba de que no anunciaran ya el estreno las gacetillas, y deploraba lo mal montado que está el servicio de noticias teatrales. Siempre que sonaba la campanilla de la casa salía presuroso, creyendo que era un recado del empresario llamándole. El curso de uno y otro día sin cartas, sin gacetilla, sin recado no le quitaba su dulce ilusión... Compadecía a los que no eran autores de El Grande Osuna, y a Madrid por lo mucho que tardaba en gozarlo.
Pues bien: representada la obra, había de tener inmenso éxito. Esto era como el Evangelio. Le daría mucho, muchísimo dinero... Con este capital tendría lo bastante para reintegrar a su padre el dinero de la loca... ¡Hermoso plan!, y podría hacerlo sin que su padre se enterase de nada. ¡Vaya una cartita que le pondría! «Mi querido papá, ayer me entregó la tiíta diez y seis mil doscientos doce reales... etc. Usted me dirá cómo se los envío, o si los entrego a...». Lo más bonito era que después de este rasgo de honradez y respeto filial aún le habían de quedar muchos cuartos para seguir divirtiéndose... ¡Y luego!... Si tenía ya pensada otra obra que iba a poner en el teatro en cuanto se representara El Grande Osuna... ¡Vaya una obrita! Se había de llamar El condenado por confiado, y era cosa sublime: un señor de horca y cuchillo que se hacía fraile, y después de hecho fraile se enamoraba de una monja... En fin, había allí tela, y honda materia dramática, religiosa y hasta filosófica... Con los inefables placeres mentales de la gestación se consolaba el infeliz de sus dolores morales y físicos.
Físicos, sí, porque empezaba a padecer cruelmente de una como debilidad general con desvanecimientos de cabeza. La tos penosísima le quitaba el sueño; no apetecía más que golosinas, y se alimentaba con caramelos, café, y fruta. Para que la depravación de su paladar fuera completa, hasta llegó a aceptar invitaciones de su tía, y se hartaba de gachas, cañamones y bebía tazones de salvia. Por grandes que fueran sus sufrimientos, nunca tuvo aprensión ni miedo a la muerte. Su optimismo lo llevaba hasta creerse poco menos que exento del fuero de la Parca; y el hábito de mirar cara a cara la inmortalidad, inspirábale confianza en su existencia carnal, y con la confianza el deseo de comprometerla a cada instante. Por esto dijo tantas veces:
—La pulmonía que a mí me ha de matar no se ha fundido aún.
VII
La tertulia que se había formado en el gabinete de Alejandro, pasó, a causa de los desvíos de éste, al cuarto de Arias Ortiz. Éste era muy devoto de Balzac, lo tenía casi completo, y conocía a los personajes de la Comedia humana como si los hubiera tratado. Rastignac, el barón Nucingen, Ronquerolles, Vautrin, Adjuda Pinto, Grandet, Gobseck, Chabert, el primo Pons, y los demás le eran tan familiares como sus amigos. Tenía además loca afición a la música, y era el más inteligente de todos en este arte.
Como la reunión era en su cuarto, decía que daba té y que se quedaba en casa. Era aquello salón literario y artístico. La parte de concierto corría a cargo del mismo Arias, que tenía prodigiosa memoria musical.
Allí se formó una sociedad comanditaria para tomar café mañana y tarde. Poleró había trazado un plan ¡oh grandeza de los principios económicos!, y resultaba que haciendo el café en una maquinilla, salía a cuatro cuartos por barba y taza. Además era mejor que el del café. Por las noches, a primera hora, aquello era una Babel. Doña Virginia estaba muy a matar con los planes económicos de Poleró, por el gran estrépito que de ellos resultaba; y Alberique, que en casos tales la echaba de muy bravo, decía que les iba a tirar a todos por el balcón. Una noche que estaba dando gritos en el comedor, salió Poleró del cuarto y con serenidad burlona le dijo:
—Señor Alberique... Parece que está usted incomodado, y que me ha nombrado usted... Repítalo delante de mí, porque quiero enterarme.
Amedrentado el berberisco, respondió con gruñido de lisonja:
—Nada, señor Poleró..., sostenía que tiene usted mucho talento.
Pero el catalán, por seguir la camorra, decía:
—¿Y usted qué sabe si yo tengo talento o no?...
Virginia, deseando paz, daba algún dinero a su fornido esposo para que se fuese a correrla al café o al billar. Ya se sabía que el morazo no había de volver hasta la madrugada.
Poleró volvió al cuarto—casino a referir la escena. Felipe no descansaba un momento en aquella gran tarea de hacer el café. Salía y entraba con éste o el otro recado del comedor al cuarto, del cuarto a la cocina.
—Doña Virginia, que si quiere usted café.
—No, hijo, que les aproveche.
—Doña Virginia, que me dé usted otra taza.
—Que manden por ella a la cacharrería.
En el cuarto crecía el barullo y se espesaba la atmósfera. —No eches todavía el agua caliente.
—Pero ¡si esta taza está sucia...! ¡Felipe!...
—¡Falta una cucharilla...! ¡Doctor!
—¡Alguien se ha comido el azúcar...! ¡Centeno!
—Si ya hierve.
—No hacerlo muy fuerte, que quita el sueño.
—Eh... cuidado, que se come un terrón Julián de Capadocia...
—¡Felipe!..., pero ¿dónde se mete éste?
—Si ha ido por cigarros...
—El de los prismas está aún en su cuarto, de punta en blanco, con el mondadientes de plata en la boca. Está haciendo tiempo a ver si lo convidamos.
—No convidarle.
—Dárselo sin azúcar... Eh..., Felipe...
—¿Y Zalamero, dónde está?
—Ahora viene.
El señor de los prismas, antes de partir para la calle, llegábase a la puerta y saludaba cortésmente a todos.
—¿Usted gusta?
—Gracias...
—¿Y cuándo...?
—Si quieren ustedes algo para París...
Risas generales y sofocadas.
—Aguarde usted y le daremos una taza de café.
—Son ustedes muy amables... —¿Y don Basilio ha salido?... Felipe, llama a don Basilio.
—Permítanme ustedes, señores —decía el redactor de Hacienda, asomándose a la puerta—. Hace tiempo que he renunciado al café, porque me quita el sueño. Si me hicieran el favor de un poco de azúcar para un vaso de agua...
—Oro molido que fuera...
—Pues muchas gracias... Permítanme ustedes que me retire. Me toca hacer artículo esta noche.
—Don Leopoldo, nos va usted a traer de París una buena maquinilla de café... ¡Felipe!
—No tienen más que darme una notita... No; lo apuntaré en mi cartera.
—Apunte usted..., maquinilla de hacer café, para... doce tazas.
—Bien, bien, no se me olvida ya...
—Tome usted..., vea si tiene poco azúcar...
—Si no tiene ninguno...
—¡Felipe..., condenado..., el azúcar!...
—¡Un terrón!
—Pero ¿dónde está el azúcar?...
—Se lo ha comido Julián de Capadocia.
—Todos están concluyendo su ración y no ha sobrado nada de azúcar...
¡Qué descuido!
—Señores, si esto es veneno...
—Perdone usted, don Leopoldo...
—Abajo con él... Aunque sea amargo... —Así es más estomacal.
—Muchas gracias, señores...
—Que usted se divierta mucho, y haga muchas conquistas esta noche.
Sale Montes. Jaleo, risas, música... Óyese aquello de: Don Basilio, giungete a tempo... La calunia cos'e' voi non sapete... Se don Basilio venessi a ricercarmi ditelli ch'aspetti, y otras frases en que sonaba el venerable nombre de aquel buen sujeto que estaba no lejos de allí, sacando de su seco caletre el tremendo artículo sobre el déficit, todo lleno de números y cálculos, artículo que si alguien lo leyera se quedaría yerto de patriótico espanto.
Lo mismo Poleró que Arias y el propio Miquis tenían, de tiempo atrás, vivísimos deseos de entablar conversación con el taciturno huésped don Jesús Delgado, para del coloquio pasar a la confianza y poder con ella penetrar el misterio de aquel hombre y sus inexplicables quehaceres epistolares. Todo era inútil. Sucesivas noches le enviaron con Felipe un recado invitándole a tomar café. Pero respondía siempre con mucha finura, dando las gracias y declinando el honor que se le hacía.
Poleró, con ardiente curiosidad, no perdía ocasión de hablarle. Si le encontraba por acaso en el pasillo, le detenía:
—Muy ocupado, ¿eh...? —¡Ah!..., eso siempre, figúrese usted, ¡oh!... —respondía el otro haciendo visajes, pues los nervios de su cara estaban siempre tan alborotados que ninguna facción quería estar en su sitio.
Otra vez le decía el catalán:
—¿Estuvo usted malo anoche? Me parece que le sentí levantarse...
—No señor..., ¡oh! Trabajando hasta la madrugada... Figúrese usted..., a lo mejor recibo trece, catorce, quince cartas, y a todas ¡ah!, he de contestar. Buenas noches.
Poleró vivía en el cuarto próximo al de don Jesús Delgado, y algunas noches, subiéndose en una silla, se asomaba a un tragaluz abierto en lo alto del tabique. Había observado que el bendito señor, cuando no se paseaba de largo a largo por la habitación, escribía cartas en su pupitre.
Conforme iba despachando epístolas, les ponía los sobres, luego los sellos, de que tenía gran acopio, y las agrupaba a un lado; y con las contestadas hacía grandes paquetes que guardaba en un arcón. Como nunca salía a la calle sino para ir al Correo, y al salir echaba la llave a su cuarto, no había medio de penetrar en la misteriosa oficina. Receloso hasta lo sumo y atento siempre a su secreto, si secreto había, don Jesús no evacuaba la plaza ni en el acto de la limpieza, y se tragaba todo el polvo del barrido antes que dejar expuestos sus papeles a un ataque de los huéspedes.
Arias sostenía que Delgado, hombre ya próximo a los cincuenta, tenía una novia perpetua, relaciones de ésas que no terminan ni en el matrimonio ni en el olvido; pero este caso de platonismo de toda la vida, verosímil en el melancólico personaje, no explicaba las catorce cartas, a no ser que tuviera don Jesús catorce novias platónicas, todas poseídas de epistolaria demencia.
Zalamero tenía algunos antecedentes del señor Delgado. Pertenecía éste a una familia bastante acomodada; era soltero, y había estado veinte años en la Dirección de Instrucción Pública, desempeñando uno de los mejores destinos. Le apoyaban eminencias del partido moderado. Pero Zalamero no recordaba bien qué clase de disgustos, qué contratiempos oficinescos obligaron a aquel apreciable sujeto a dejar su destino. Tiempo hacía que estaba cesante, y la familia le trataba como a loco pacífico, sin tener con él relaciones directas.
Una noche, aguijoneados por su ardiente curiosidad, hicieron propósito los huéspedes de sacarle del cuarto, valiéndose de cualquier ardid, aunque no fuese prudente ni delicado. Invitáronle a tomar café, y como contestara negativamente dando las gracias, imaginaron atacarle con una burla de gran aparato. Miquis redactó al instante un mensaje, y se encargaron de llevarlo Poleró y Sánchez de Guevara, para cuyo acto solemne, el primero se puso un frac viejo de don Basilio y el segundo su uniforme. Entraron con toda ceremonia en el aposento, y sin preámbulo alguno, sacó Poleró su papel y empezó a leer con enfática entonación lo que sigue:
«Excelentísimo señor don Jesús Delgado: Los que suscriben, hospedados en esta su casa, tienen el atrevimiento de interrumpir las graves ocupaciones de usted para rogarle se digne aceptar una modesta taza de negro café en el humilde albergue en que la amistad les reúne. Aunque la fraternidad que preside o informa los actos de personas aposentadas bajo un mismo techo, justifica por sí este acto, los que suscriben, Excelentísimo Señor, quieren dar a la presente manifestación un móvil y origen superiores a los que tendría si fuese un simple arranque de urbanidad; quieren ¡oh!, derivarla de los sentimientos de admiración y respeto hacia la augusta persona que ha prestado tan eminentes servicios al país y al mundo entero en el importantísimo y florido ramo de la Instrucción pública.
»Siendo los que suscriben, señor Delgado, escolares que aspiran a la posesión del saber en diferentes artes y ciencias, no pueden menos de sentirse orgullosísimos de vivir junto al insigne estadista que en doctas y previsoras leyes ha sabido trazar el camino por donde la juventud marcha a la conquista del Vellocino de Hierro de los modernos tiempos, señor don Jesús, que es la Instrucción.
»Los que suscriben, Excelentísimo Señor, esperan que usted, con la modestia del verdadero mérito, aceptará esta humildísima prueba del respeto, de la consideración, del entusiasmo de sus compañeros de casa, y si tal honra merecen, tendrán por feliz y gloriosa entre todas las noches, la noche del 4 de noviembre de 1863...». Seguían las firmas.
La seriedad del acto, el tono grave y ampuloso de Poleró pusieron a don Jesús Delgado como quien ve visiones. No supo qué contestar; todo se le volvía hacer cortesías y balbucir gratitudes... Cuando dijo Poleró aquello de los servicios a la Instrucción pública y del florido ramo, medio se enterneció el hombre y estuvo a punto de llorar.
Fue, mejor dicho, se dejó llevar; y cuando los dos de la comisión entraron con él en el cuarto, recibiéronle todos con ruidosos aplausos. El bienaventurado don Jesús estaba atónito, conmovido y tan creído de la verdad de lo que pasaba, que no se daba cuenta de la burla. Mientras tomó café, los otros le abrumaban a cumplidos, lisonjas y felicitaciones de celebérrimos trabajos. Poleró era el único que faltaba, porque se había encargado de examinar las cartas y descubrir el secreto, acción que no consideraban villana, tratándose de un loco.
A don Jesús parecía que le quemaba el asiento. Apenas apuró la taza, ya quería marcharse. Su turbación y cortedad eran grandes.
—Un momento más —le decían, deteniéndole casi a la fuerza.
—Si ustedes, ¡oh!, me permitieran retirarme... —respondía él con timidez—. Apenas he empezado mi tarea...
Por fin le soltaron. Una comisión había de ir a acompañarle a su domicilio. Todo se hizo con aparato y cortesana pompa. Cuando el infeliz se encerró de nuevo, vierais a Poleró entrar en el cuarto tapándose la boca para contener la risa. Se tiró en una cama, porque su hilaridad y los esfuerzos que hacía para sofocarla y no meter ruido, le daban convulsiones...
—Pero ¿qué, pero qué es...?
—No os podéis figurar.
—¿Qué cartas son ésas?...
—Es la especie de locura más graciosa que se puede hallar.
—¿Quién le escribe? ¿A quién escribe?
—Si no lo hubiera visto...
—¿A la Reina?
—No. —¿Al Papa?
—No... Asombraos todos. Se escribe las cartas a sí mismo...
—¿Y las recibe...?
—De sí mismo. Todas las cartas están encabezadas: «Señor don Jesús Delgado: Muy señor mío...», y todas concluyen así: «Su seguro y atento servidor, Jesús Delgado».
¡Qué risas, qué algazaras!
—¿Se le da un bromazo, sí o no?
—Hombre, ¿mayor que el de esta noche?...
—Mayor, sí, mayor.
Poleró contó en breves términos lo que decían algunas cartas. Todo en ellas se refería a extraños planes de Instrucción Pública. En algunas respondía a consultas sobre delicadísimos puntos de la misma materia. No estaban mal escritas, pero sí salpimentadas con las exclamaciones «¡ah!, ¡oh!», que usaba también hablando.
—Sí; de la Dirección le echaron por loco —indicó Zalamero—. Ahora recuerdo: empezaron a notar rarezas en sus informes y extrañísimas teorías traducidas del alemán. Por no sé qué ideas que introdujo en un informe, tuvo el Director un gran disgusto con el Arzobispo de Toledo, mediando cartas...
—Y están mediando todavía... ¿Con qué se le da el bromazo? —¿Cómo? ¡Ah!, ya..., escribiéndole una carta firmada por él mismo.
—Eso, eso... —clamó Poleró—. A ver quién imita su letra. Le he quitado una carta.
—Venga —manifestó Cienfuegos, que se creía con aptitud para el caso—.
Yo la imitaré.
—Que ponga Miquis el borrador. Entérate, Alejandro, de las tonterías que dice, y no omitas las interjecciones.
—Mañana... Es preciso sustraerle un poco de esta hermosa tinta violada que usa... Felipe, mañana, cuando limpie la chica el cuarto, entras a ayudar, y...
—Convenido: ¡qué lance!...
—Señores, las diez... —gritó Sánchez de Guevara, blandiendo el espadín—. Es hora de estudiar. Se levanta la broma.
—Hasta mañana.
VIII
El sábado por la noche casi todos los huéspedes fueron al paraíso del Teatro Real. Miquis llevó a Felipe, que no había estado nunca y se quedó medio atontado ante lo que veía y oía, cual si estuviera en un mundo distinto del que habitamos. Cosas y personas se le representaban agigantadas y sublimadas por ignorado poder de hechicería. Aquello no era natural, aquello era sueño, ocio de los sentidos y mentira del alma.
Tanta señora guapa en los palcos; el deslumbrador abismo de rojo y oro, de hermosura y luces que desde arriba presenta la cavidad del teatro; la escena grandísima, con aquellos señores que salían a cantar, ahora solos, ahora en bandadas; la muchedumbre de músicos que en aquel andén tocaban tanto instrumento; los deformes contrabajos, las doradas arpas, los aplausos, el canto, el silencio, el ruido, la atmósfera espesa..., todo causaba al Doctor un embargamiento del ánimo y cierto embarazo en la palabra. Se reían los demás de verle con la boca abierta, atento, lelo, y sin responder cuando le decían: «¿Qué tal, Doctor, qué te parece esto?».
El miedo de decir alguna barbaridad le tenía mudo.
Zalamero y Virginia estaban en una de las filas más altas; abajito, junto a la escalera de la derecha, en apretada falange, todos los demás huéspedes, alborotando más de lo regular y dando broma a don Leopoldo Montes, que acompañaba, no lejos de allí, a unas cursis de mal pelaje.
Aplaudían furiosamente a Mario, que cantaba aquella noche. En los entreactos, Montes, por darse los humos de una opinión musical, mostrábase partidario de Fraschini, y alzando la voz en defensa de este artista, decía:
—Si hubieran oído ustedes al célebre Moriani, el tenor de la bella morte! Yo le oí en París... Aquél sí reunía todo, voz y canto; no era como este ídolo de ustedes a quien sólo se puede admirar bajo el prisma del estilo.
En pie, para dejarse ver y oír, el tal Montes, tieso y bigotudo, con la ropa muy ceñida para lucir las formas, llamaba la atención de medio paraíso por su arrogancia cursilona, su cabeza llena de bandolina, sus aires pedantescos y sus insufribles pretensiones de hombre de mundo...
Poleró estimulaba su fatuidad con chanceras lisonjas, y todos se divertían atrozmente con la buena música, los partidos musicales, las cursis, las apreturas y las bromas y agudezas propias de aquella caldeada región.
En la casa de huéspedes reinaba silencio gratísimo, en cuyo seno, como pez en el agua, la mente prolífica de don Basilio Andrés de la Caña escribía su centésimo artículo sobre el eterno tema, y era de ver cómo salía aquella máquina de guerra erizada de explosivas sumas y de cortantes guarismos. Cada vez que el redactor se pasaba la mano izquierda por la cabeza, salía de la pluma, rápidamente meneada por la derecha, una chorretada de números que... Pues ¡si aquello lo leyera alguien, Dios poderoso!
Dos personas más había en la casa, igualmente silenciosas: la Bernardina, que se había puesto a coser junto a la mesa del comedor, y dormitaba más que cosía, y don Jesús Delgado que trabajaba en su cuarto con la constancia y fe de todas las noches. Antes de ponerse a escribir, leyó cuidadosamente el bendito hombre en diversos libritos ingleses y alemanes, paseó un rato por la habitación como discurriendo lo que iba a contestar; y haciendo visajes y contorsiones, tomó luego la pluma, que no porque fuera de estas de acero que ahora se usan, dejaremos de llamar bien cortada. Le acompañaba un discreto y grave amigo, Julián de Capadocia, dormitando no lejos de la mesa, y a ratos levantaba la cabeza y le dirigía miradas cariñosas. Expresivo era el rostro del apacible can, y si hubiera tenido palabra le habría dicho: «¿Cómo va eso, señor Delgado?».
Pero se lo decía con los ojos, y con los ojos también respondíale don Jesús:
—Difícil tema es éste, ¡oh!, amigo Capadocia; allá veremos lo que sale.
¿Era verdad lo que Poleró había dicho? Sí; todas las cartas que Delgado contestaba las había escrito él mismo un día antes. El desgraciado huésped, cuya vida se nos presenta en tan gran misterio así como los orígenes de su pacifico desorden mental, merecía bien el mote que le puso Arias Ortiz, ramplón helenista; le llamaba el eautepistológrafos, o sea el que se escribe cartas a sí mismo.
De las doce o catorce que había recibido aquella tarde, tomaba don Jesús una, la leía con atención cuidadosa, meditaba un rato sobre ella y luego la contestaba. Sucesivamente hacía lo mismo con las otras, alternando el leer y el escribir, hasta despachar la mitad del trabajo, quedándose la otra mitad para la mañana siguiente. He aquí una, tomada al azar del repleto archivo del arcón:
«Señor don Jesús Delgado. Muy señor mío de mi consideración más distinguida: Recibí su atenta, fecha 28 de octubre, y me apresuro a contestarle que su admirable plan de la Educación Completa no es ni será comprendido por esta caterva rutinaria de la Dirección, incapaz de salir ¡oh!, de los antiguos moldes. Pasarán años; será preciso que todo el régimen del Estado varíe, que la Sociedad se conmueva mucho para sacudir su modorra; que pensamientos nuevos y nueva luz entren en el cerebro narcotizado y tenebroso de la Nación, y, aún así, ¡oh!, la reforma que usted quiere implantar no será un hecho si no se dedica usted un siglo más al ensayo de ese mismo plan y al tanteo de su difícil aplicación. Vino usted al mundo ¡oh!, antes de tiempo, amigo mío; lo mejor que puede hacer ahora, para no aburrirse aquí con tan larga espera, es darse una vuelta por la eternidad y volver dentro de siglo y medio, año más año menos.
»Entonces el Gobierno pensará de obra manera, y habrá caído en total descrédito la educación de adorno que ahora prevalece, compuesta de conocimientos necios, baldíos y de relumbrón, como las pinturas ridículas con que se engalanan los salvajes.
»Cuando usted vuelva, la sociedad habrá comprendido que, en todo el curso de la vida, lo importante ¡ah!, no es parecer sino ser, y que a este principio debe sujetarse la educación.
»Deseo que usted explane sus ideas sobre esto, demostrando que el fin educativo es prepararnos a vivir con vida completa. Espero en su próxima carta una clasificación de las principales direcciones de la actividad que constituyen la vida humana, para deducir ¡oh!, cuál es la educación que debe preferirse, según el grado de importancia de aquellas direcciones de la actividad.
»Entre tanto llega su deseada carta, se repite de usted, ¡oh!, atento servidor Q. B. S. M.
Jesús DELGADO».
Este tono grave no lo empleaba en todas sus cartas; las escribía también familiares, como la muestra:
«Querido Jesús: Por la tuya del 7 veo lo atareado que estás en esa oficina de la Educación Completa, establecida en el sétimo cielo, círculo tercero de la derecha. ¡Pobrecito, tener que contestar tanta carta, venida de remotos países...! Veo que los amigos Frbel y Pestalozzi no te ayudan nada. ¡Qué pícaros!
»La familia buena. Estamos ensayando en los niños tu sistema de educación recreativa, ¡oh!, que forma parte de la completa. Esto de enseñarles jugando es invención, como tuya, donosísima. Hemos tirado al pozo todos los librotes indigestos que los chicos tenían, y en su lugar les hemos dado herramientas de fácil manejo, lápices y colores, cartón para hacer casitas y otras menudencias dispuestas conforme a lo que mandas.
»Sofía está otra vez en estado interesante y muy avanzada... ¡Cómo ha de ser!... Mi sabiduría me da un hijo cada año. Venga, y le educaremos jugando. Nos harán falta pronto tus ideas sobre la lactancia. Escríbenos sin dilación, que quizás mañana empecemos a necesitar tus teorías lactatorias, ¿qué digo, mañana?, ahora mismo... me avisan que Sofía...
¡ah!, ¡oh!, no puedo seguir, adiós.
JESÚS».
Aquella noche, como dije, despachaba tranquilamente Delgado su correspondencia, cuando de pronto, al abrir una de las cartas y leerla, se quedó turbado, frío, y empezó a hacer tales visajes y contorsiones que la cara se le desbarataba, cual si quisiera protestar de las leyes anatómicas; volvía a leer, no dando crédito a sus ojos, y saltaba en el duro asiento. Parecía tener el mal de San Vito. Levantose, dio varios paseos, leyó de nuevo la carta... ¿Qué carta era aquélla que tanto le trastornaba? ¡Su letra!, ¡su tinta! ¡Eran el encabezamiento y firma como los de todas las suyas!
Leída por sétima vez, vio que decía:
«Señor don Jesús Delgado.
»Mi distinguido amigo: El contenido de su gratísima del 2 de noviembre, en que se manifiesta desesperanzado del éxito de su grandioso plan de Educación Completa, me ha producido ¡oh!, dolorosa impresión. Pues qué, varón insigne, filósofo eximio, genio sin segundo, ¿será posible que desmaye usted cuando llega el momento de dar cima a su alta empresa y coronar con triunfo y galardón admirables esa gloriosísima serie de inmortales estudios? No, amigo; hemos llegado a la cima, hemos escrito el omega, y la frente del santo reformador, del Jesús, del Cristo de la Educación, aparecerá coronada de las estrellas de la práctica en el trono refulgente de la realidad.
»Usted, mi sabio amigo, engolfado en el tumultuoso piélago de las cartas que apartadas regiones del universo mundo le dirigen, no ha apreciado el veloz paso, del tiempo. ¡Han trascurrido veinte años sin que usted se dé cuenta de ello! Ya no existen aquellos moldes rutinarios que se oponían a la Educación Completa. Todo ha variado, egregio hierofante; la sociedad ha vencido su modorra, y despabiladísima aguarda las ideas del legislador de la enseñanza. En este lapso de tiempo, ¿no sabe usted que ha sido derrocado el trono secular y con él han desaparecido las viejas prácticas y las ideas rancias? Cual generosa espada cubierta de orín, que en un momento es limpiada y recobra su hermosura, temple y brillo, así la nación se ha limpiado su mugre. Nuevas instituciones tenemos ya, ¡oh!, y nuevos caracteres y principios. La hora de que el gran reformador salga de su escondite y manifieste al mundo atónito sus planes, ha llegado, señor don Jesús. ¡Viva el profeta de la Educación Completa, base de la Completa Vida!
»Con ferviente entusiasmo le saluda y abraza su afectísimo JESÚS DELGADO».
Mientras más la leía el infeliz, mayor era su desasosiego. Estaba el pobre como fuera de sí, con grandísima zozobra en su alma. Pero mucho más se alteró cuando, al fijarse en la fecha de la carta, vio que claramente decía: «8 de noviembre de 1883»... Se le erizaba el cabello mirando estos guarismos. Tanta impresión le hicieron que sus nervios se desataron en vibración loca, y empezando por dar vueltas en la habitación, luego salió disparado al pasillo.
Julián, ¡cosa extraña y rara vez acontecida!, ladraba tras él... Pero ¡cómo ladraba el bueno de Capadocia! Era en él el canino lenguaje un aullar lastimero que más tenía de exhortación de amigo que de amenazas de guardián. Asustado del ruido salió don Basilio, y con cariño puso la mano en el hombro del eautepistológrafos, y le dijo:
—¿Qué le pasa al buen amigo? El tiempo Sur es malo, ¿eh?
Pero Delgado se metió en su cuarto otra vez, sin responder nada al de la Caña, lo que sorprendió mucho a éste, por ser don Jesús la misma cortesía. Bernardina salió también, y entre los dos hicieron callar a Julián.
—Este maldito tiempo Sur —repetía don Basilio, acompañando a la Bernardina hasta el comedor y sentándose a su lado.
—Esta noche le da fuerte, ¿dice usted que es el viento? Hasta Julián se encalabrina... —observó la moza; y don Basilio, recreándose en contemplar los torneados brazos de ella, repetía:
—Este maldito viento Sur, no sé lo que tiene. También a mí me pone la cabeza...
IX
Al siguiente día, doña Virginia, mal humorada con los huéspedes, les hablaba así:
—¡Alguna picardía me le han hecho ustedes a ese bendito don Jesús!
Como yo lo descubra, van todos a la calle. Cuidado con echármele a perder, que él con nadie se mete, y es el hombre más calladito, más respetuoso que se puede ver... ¡Ay de aquél que me le trastorne con bromas pesadas!... Me parece que voy a dar azotes... Porque si yo tuviera muchos huéspedes como don Jesús, no querría más. Él no dice esta boca mía; jamás me ha roto un plato, no alborota, ni es tragón... Todos los meses viene un señor de la familia y me pregunta: «¿Cómo está?, ¿sigue pacífico?», y yo le digo:
«Está como un ángel, y de buen color...». El encargado abre una miajita de la puerta para verle... Siempre en su faena de las cartas, ¡pobre ángel!... Después me paga el hospedaje en bonitos napoleones y hasta otro mes...
Estas exhortaciones de la hermosa Virginia no hacían efecto. Los condenados idearon otra broma aquella misma noche (que fue la del lunes), y al punto la pusieron por obra. Escribieron al eautepistológrafos una carta con su imitada letra y tinta; pero para confundirle más, la firmaron así:
Su afectísimo amigo y capellán, JULIÁN DE CAPADOCIA.
Y dando las señas de la casa, rogaban al señor don Jesús pronta contestación a un difícil punto que el firmante sometía al elevado criterio de nuestro reformador pacífico. Pasaron dos días y la contestación no llegaba. Pero una tarde, hallándose todos en casa en expectativa de la anhelada respuesta, llamó el cartero del interior, el cual, después de entregar la diaria ración de don Jesús, enseñó otra carta, diciendo:
—¿Don Julián de Capadocia?
—¡Aquí es, aquí es...!
Con febril alegría y curiosidad se reunieron a leer, y puestos todos en rueda, leyó Alejandro en voz baja lo siguiente:
«Señor don Julián de Capadocia:
»Muy respetable señor mío y capellán: Por su atenta del 4 me he enterado del delicadísimo problema que se sirve someter a mi humilde criterio, a saber: cuáles serían los medios más adecuados para que usted pudiera reintegrarse a su ser total, y si los procedimientos de la Educación Completa, que tengo el honor de defender y propalar, serían eficaces para aquel alto fin.
»¡Ah!... Señor de Capadocia, diga usted a los mal educados jóvenes que le han dirigido a mí, que no es de corazones nobles hacer escarnio de principios que no se comprenden; dígales usted que mis planes no son para perros ni para gandules que padecen, entro otros males, la mutilación del rudimento cristiano del respeto a los semejantes. Excluidos están ¡ah!, todos ellos, por su grosería, por su falta de sentimiento social y caritativo, de los beneficios de la Educación Completa. Y pues el señor don Julián ha de tener sobre ellos alguna influencia, siquiera por el parentesco patológico o la comunidad de dolencia, convénzales de su triste situación, y hágales ver que están llenos de vicios físicos, morales e intelectuales. A los que heredaron de sus padres y maestros, reúnen los que ellos adquieren todos los días con su vida disipada y antihigiénica, así como en el estudiar vicioso. ¡Oh!, son enfermos que me dan lástima, porque veo mejor que nadie sus llagas horrorosas. Esos pobres tontos no comprenden que la adquisición de todo conocimiento tiene dos valores, uno como saber y otro como disciplina. Este último ¡ah!, lo desconocen, como el ciego de nacimiento desconoce la luz, estando rodeado de ella.
»Repítales usted estas palabras a todos y particularmente a ese caballerito, autor de dramas, que le ha escrito a usted la carta. Ése es el más enfermo de todos y el que más necesita de otros aires. Es el más lisiado, ¡ah!, el más leproso, él más cojo, manco y ciego de todos.
Desconoce la moralidad física, el culto de la salud, tan respetable como el de la conciencia, como el de la inteligencia. Es un triple suicida; se está matando por tres partes a la vez, ¡pobre niño! A éste es al que más compadezco, por lo cual debe usted decirlo de mi parte, que lo mejor que puede hacer es morirse, para, que resucite purificado.
»Esto dirá usted a sus amigos y consejeros. Y usted, señor capellán, reciba una puntera de su afectísimo JESÚS DELGADO».
Pasmados se quedaron los muchachos del contenido de la carta, en la cual, junto a los despropósitos, se veían razones y frases que demostraban agudo entendimiento. Por de pronto, don Jesús había comprendido la burla que se le hacía, lo que probaba cierta limitación en su locura. Los burladores no sabían qué juicio formar de aquel hecho, y había pareceres distintos. Quién le tuvo por hombre superior, extraviado; quién por un humano alambique de frases extraídas de doctos libros extranjeros, entonces desconocidos en España. Unos sentían lástima y aun algo de respeto, por lo cual, no querían llevar adelante la jarana; otros, más audaces y atentos sólo a divertirse, sostenían que la carta era un atajo de desatinos, y pensaban escribirle más. Contra todos se desató en dicterios Virginia, porque le alborotaban su huésped más querido. Estaba furiosa y con ganas de poner a alguno en la calle. No lo hubiera hecho, sin embargo, si no le apretaran a ello otros sucesos que contaremos sin pérdida de tiempo.
Alberique, moro de Cocentaina, tenía el genio repentino, irascible, ampuloso, siempre que fuera pequeño el motivo que lo hacía estallar.
Contar los improperios que le decía a una pobre mosca que tuviera la audacia de posarse sobre sus dibujos, sin saber lo que hacía, fuera reunir aquí lo más atrabiliario y soez del idioma. Su mujer y Bernardina eran torpes, idiotas, bestias y acémilas con faldas. Él sólo tenía las manos delicadas; él sólo sabía poner cada cosa en su sitio, sin manchar nada...
La casa era el puerto de arrebata—capas. Allí no se podía tener nada. Tan pronto le cogían un lápiz para apuntar la ropa; tan pronto le quitaban el cazuelillo del agua para hacer guisotes. No se podía trabajar, no se podía vivir allí.
—¡Verbo!, ¿dónde están mis pinceles?... ¡Verbísimo!, ya me han cogido la lámina con los dedos manchados de petróleo.
Ésta era la música de todo el día, cuando Alberique trabajaba. Traía a la sazón entre manos una hermosa ejecutoria en vitela para cierto sujeto que había sido hecho marqués. El trabajo no carecía de mérito artístico ni de limpieza y minuciosidad benedictinas. Todo se volvía escudos tajados y tronchados, con sinople, rojo, blea, y mucha banda, lambeles, losanges, mallas y rustros.
Serían las once de aquel infausto día, cuando en toda la casa se oyó la terrorífica voz del berberisco que así gritaba:
—¡Verbo!, ¿quién me echó esta gota de tinta encima del dragón de gules? Me recopilo en la re—espantadísima madre de Reus...
—Habrás sido tú mismo, sin pensar... —murmuró Virginia, que al estruendo de los apóstrofes salió de la cocina con una sartén en la mano.
—¡Verbo!..., esto es un presidio... Si supiera quién fue el re—indecentísimo que me hizo esta cochinada, ahora mismo, ahora mismo le hacía una tortilla contra la pared.
Felipe entraba. Verlo el morazo y lanzarse sobre él, como tigre hambriento sobre la espantada res, fue todo uno.
—¡Tú fuiste, perro, tú!
Sin darle tiempo a disculparse, le tendió de una bofetada en el suelo. Doña Virginia dudaba si salir o no a la defensa del chico. No lo hizo porque le tenía cierta ojeriza a causa de los modos un tanto desenvueltos que había adquirido el Doctor, alentado por su amo y por los demás huéspedes, que le tenían bastante cariño. La verdad en su lugar: Felipe había echado ciertas ínfulas que desdecían de su humilde condición. Respondía a la señora patrona altaneramente y no respetaba a los mayores. Para nombrar a Mutes, solía decir el tío prisma, y al señor de Alberique le mostraba antipatía y menosprecio.
A los gritos que el muchacho daba, acudieron Poleró y don Basilio. En el mismo instante, Felipe, revolviéndose iracundo, como cachorrillo herido, se levantó y buscó con sus trémulas manos un objeto sobre la mesa.
No hubo de encontrar más que el cacharro con agua negruzca y dos o tres pinceles, y cogiéndolo todo con presteza se lo tiró a la cabeza al moro.
Éste fue hacia él con ánimo de espachurrarle. Dios sabe lo que habría hecho si no se hubiera interpuesto Poleró.
—No sea usted bárbaro... No trate usted así a un pobre chico...
—Permítame usted, señor Alberique... ¿Está usted seguro de que ha sido él?...
—¿Y ustedes qué tienen que ver aquí? —gritó el bárbaro—. Métanse ustedes en sus cosas, que yo me recopilo en la espantadísima...
—¡Eh!, no sea usted animal... No le aguanto a usted sus coces...
—Si cojo a uno...—gruñía el moro acobardado. —Le digo a usted —gritó Poleró con repentina ira—, que no tiene usted que tocar a Felipe. Vaya usted noramala.
Centeno corrió al cuarto de su amo. Alberique balbucía con estropajosa lengua excusas, blasfemias y amenazas. En esto, Virginia, que quería poner paz y evitar un escándalo, se llegó a él diciéndole:
—No seas bestia... ¿A qué tanto grito para nada, por una gota...?
¡Qué hombre! No sé cómo...
El berberisco de Cocentaina, manso con los fuertes, tremendo con los humildes, halló en la oposición de su mujer buena coyuntura para mostrarse valeroso. Aquel león no era tal león si no tenía un cordero en que cebarse. Le habían quitado a Felipe, pues echaba la zarpa a su mujer. Como arma de fuego que se dispara, así soltó estas palabras:
—¿Y tú?..., mejor te callaras, grandísima...
¡Ay Dios mío, lo que salió de aquella boca! Abochornada la buena mujer de oírse calificar de tan mala manera por su propio marido, estuvo un momento vacilante entre el llanto y el furor. Su espíritu enérgico decidiose al fin por lo último, y se fue derecha a él gritando:
—La culpa tengo yo que mantengo animales...
Palabrita tras palabrita, pronto vinieron los hechos. Ven, Homero, y canta esta colosal pelea. Virginia descargó de plano la sartén sobre la nefanda cabeza del moro, y éste agarró con su mano hérculea el moño de ella... Gracias que los huéspedes acudieron todos a la defensa de la dueña, que si no... En aquel punto entró Zalamero, y sin decir nada, acometió furioso al berberisco, agarrándole por el pescuezo... Momento trágico con sus vislumbres humorísticos. Don Ramón de la Cruz, ¿en dónde estabas, qué no fuiste a verlo? Cayose el fez de Alberique, y a Zalamero se lo abrió la camisa por el cuello...
—Señores..., ¿qué es esto?
—Atrás...
—No faltaba más...
Don Basilio, que se empeñaba en sujetar a Alberique, sufrió la extirpación violenta de un callo, y todo se le volvía renegar de la pendencia y de los contendientes. Arias entró también. Poleró, pasado el peligro, se reía de ver al relamido y moderadísimo Zalamero tan descompuesto y fuera de sí. Llorando, cual Magdalena, Virginia decía:
—Si no fuera por... Y que yo tenga en mi casa a semejante...
—¿Qué escándalo es éste? —gritaba Arias.
Y Montes se presentaba también con aspavientos de dignidad, diciendo:
—Será preciso llamar una pareja de la veterana... Francamente, yo creí que en una casa como ésta... Hasta el pacífico don Jesús Delgado compareció lleno de susto y alarma, pálido, en el lugar de la escena, mas no para aplacar a los combatientes.
—¿Qué es esto?, ¡oh!... Hace una hora que están llamando a la puerta, y nadie va a abrir. Debe de ser el cartero.
Risas... Aún faltaba lo mejor. Entró Alejandro de improviso, y sin más ni más fuese derecho a Alberique y le cogió de la solapa. Atención:
—Oiga usted, bruto: me han dicho que ha pegado usted a mi criado...
—¡Verbo!..., yo..., usted...
—¿Y todo, por qué?, por estos mamarrachos —gritó Alejandro, echando una ojeada a las pinturas heráldicas—. Mejor se ocupara usted en cavar, holgazán, y no en hacer estos adefesios.
Diciéndolo, cogió las láminas, hizo con ellas una pelota, vertió la tinta, esparció los pinceles. Furor, nuevo alboroto, risas, protestas.
Me recopilo en el reputadísimo verbo y en la reputadísima madre...
—¡Eh!, poco a poco.
—Cállese usted...
—Váyase usted a hacer gárgaras...
—Le cojo y le...
—Cuidado, don Alejandro.
—¡Perdido!... —Si esta casa es un...
—Permítanme ustedes, señores...
—¡Silencio!
—Nada; yo llamo a la pareja, porque, francamente, aunque la cosa no merece la pena, si se mira bajo el prisma de la decencia...
—Don Alejandro, usted es un acá y un allá.
—Señores...
—Bruto...
—Paz, paz... No es para tanto...
—¡Mis láminas... las tiene que pagar!
—Vaya usted enhoramala...
Basta... Aquella tarde, cuando ya los ánimos estaban aplacados, Virginia entró con altiva arrogancia patronil en el cuarto de Miquis.
Considerando que la permanencia del manchego en la casa renovaría la escena lamentable de aquella mañana; considerando, además, que Alejandro había escrito las cartas que soliviantaron el pacífico ánimo de don Jesús Delgado, venía en sentenciar y sentenciaba que el don Alejandro no podía seguir más tiempo en tan ilustre casa. La notificación fue breve y expresiva:
—Don Alejandro, vengo a decir que hoy mismo me hará usted el favor de marcharse con su criado, sus dramas y sus literaturas.
V. Principio del fin
I
Oída la sentencia, se quedó el manchego un tanto perplejo y triste.
Después de larga pausa, abrió meditabundo el cajón de la cómoda, donde guardaba su tesoro, sacó los estos de él, contó... ¡Tristísimo caso!, ¡del pingüe caudal que le diera su tía no le quedaba ya cantidad suficiente para liquidar cuentas con Virginia! ¡Qué lastimosas sorpresas ofrece el destino a los hombres ricos!... Pero ¿por qué había de acobardarse? ¿Por ventura el crédito no equivale a dinero? Alejandro tenía crédito, y al punto, en caso tan apurado, iba a hacer uso de él. Salió con prisa, volvió más tarde con dos mil realejos muy bonitos en cuatro billetes de a quinientos. No necesitaba tanto; pero bueno era estar preparado para las contingencias de un cambio de domicilio.
Hay días terribles, hay horas que debían ser borradas de la tabla del tiempo. ¡Por dónde se le antojó aquella tarde al bueno de Cienfuegos entrar en la casa con cara de ajusticiado, ponerse delante de su amigo, y dirigirle palabras que, por lo cavernosas y lúgubres, bien podrían salir del frío hueco de una tumba!
Nada, nada, el sin ventura Cienfuegos había formado propósito nada menos que de pegarse un tiro aquella misma tarde. Que sí, que se lo pegaba. No tenía más remedio; era cuestión de honra. Él era muy pundonoroso, y no podía sobrevivir a su deshonra... Porque como su familia no le mandaba nunca un cuarto, había hecho uso de cierta suma que le confiaran..., del dinerillo perteneciente a unos huérfanos... En fin, llegaba el momento de entregar aquella cantidad. ¡Eran las cinco..., las cinco!, y desde las cuatro le esperaban en el café. ¿Quién?, los papás de los huérfanos; los papás no, los tíos... Total, él se pegaba un tiro, tan fresco, y... nada, que se lo pegaba. ¡Cosa muy triste en verdad renunciar a la vida por cuarenta y ocho duros, tres onzas!..., pero como ningún amigo le quería dar nada, por lo mucho que debía a todos... ¡Y qué casualidad y qué desconsuelo!, el mes próximo tendría tres mil reales...
pero seguros, seguros como si los llevara en la mano. Su tío, el boticario de Barajas, le había comprado su tanto de hijuela... Lo malo era que como se iba a pegar aquel tirito, no podría disfrutar de los tres mil reales...
ALEJANDRO.— (Con hidalgo movimiento del ánimo y de la mano.) Toma.
CIENFUEGOS.— (Balbuciente, pálido y tocando con las pantas de los dedos lo que le daban.) Puedes estar seguro de que el mes que entra...
¿Qué mes es? ¡Ah! Diciembre..., sí, sí, seguro. No será en los primeros días, ¿sabes?, sino allá del 10 al 12...
Eran las cinco y media. Arregladas las cuentas con Virginia, salió Miquis de la casa. Felipe trajo al mozo que había de cargar el baúl, y él mismo llevó a la espalda su petate, que a la verdad le pesaba poco. La casa a donde fueron a parar era conocida de Alejandro, por haber visitado muchas veces en ella a un estudiante manchego, de quien era amigo. La nueva patrona no quiso admitir a Felipe, porque allí, dijo, no se necesitaban criados, ni habían visto nunca que ningún huésped los tuviese.
Sólo en calidad de tal, y pagando como su señorito, podía el Doctor ser admitido. Pero ni él tenía un solo real, ni su amo, ya caído de la cumbre de la prosperidad a la sima de la escasez, podía atender al pago de dos hospedajes. Con todo, el generoso tobosino, en la breve conferencia que amo y criado tuvieron a solas, dijo:
—Sí, yo te pago: creo que tendré dinero.
Prudente y previsor Centeno, adivinó con su instintiva perspicacia las dificultades de lo porvenir. —No —murmuró—, yo me voy a vivir a una posada que conozco en la calle de las Velas. Es donde van los mieleros de la Alcarria.
La casa aquella en que se hospedó Miquis era barata y detestable.
Vivían allí estudiantes pobrísimos de Medicina, Farmacia y Veterinaria.
Las habitaciones parecían madrigueras y la comida rancho.
—Me estaré aquí unos pocos días —pensó el joven—, hasta encontrar otra cosa mejor.
Tan mal le supo la comida el primer día, que determinó pagar sólo el cuarto y comer fuera. Esta vida libre, nómada, irregular, le enamoraba.
Según estuviese el bolsillo, así comían él y Felipe, regalada o miserablemente, un día en la fonda, otro en un ventorrillo de las afueras, a veces en inmunda taberna de la calle del Grafal o en alguna pastelería de Puerta Cerrada. Ver caras distintas, y gustar distintos sabores y aliños de comida era una delicia para ambos. ¡Libertad, variedad, sorpresa! Éste era el principal goce de aquella errante vida.
Inseparables de la vagancia fueron ¡ay!, los apuros. Alejandro vivía del crédito y de combinaciones. Cuando se le acabó el crédito, cada vez que necesitaba dinero, empeñaba una pieza de ropa, y las tenía muy buenas.
Felipe era el encargado de estas comisiones, y las hacía con diligencia y hasta con inocente alegría. Llegó a tener conocimiento con todos los prestamistas de Madrid, y ya sabía donde daban más.
Alejandro, desde que adoptó la vida libre, no volvió a poner los pies en la Universidad. Agotadas las ropas, empezó a malvender en los puestos de libros, todos los que había comprado. La grande y la pequeña literatura, Víctor Hugo y Paul de Kock, Balzac y Pigault Lebrun, Manzoni..., todos, en suma, fueron saliendo en lúgubre procesión, marchando a los desvencijados estantes de los baratillos, donde los recibían por la tercera parte de lo que allí mismo costaran. Tras esta familia simpática fueron displicentes los libros de Derecho, rotos y sucios, con los pliegos revueltos, liándose a bofetadas unos con otros.
Últimamente no le quedaban a Alejandro. más que un par de volúmenes de que no quería separarse, y la ropa que tenía puesta.
Levantábase siempre muy tarde, iba al café, donde estaba charlando hasta cerca de la noche. Felipe esperábale en la Puerta del Sol, y se iban juntos a buscar dónde habían de comer. Separábanse luego, porque Alejandro iba solo a sus excursiones nocturnas. En la casa, ya muy tarde, le aguardaba Centeno; hablaban del drama que se iba a representar, y luego el amo se dormía. A veces Centeno se iba a su domicilio, a veces se quedaba en el de su amo, durmiendo en el suelo sobre una veterana alfombra. Por la mañana, lo primero que hacía Miquis, antes de pensar en levantarse, era deplorar su falta de fondos. La pobreza aumentaba de un modo alarmante, acompañada de terribles compromisos y sofocos. Felipe consideraba con espanto aquella penuria, y no comprendía como, habiendo Miquis recibido de su casa algún dinero, estaba ya tan esquilmado. ¿En qué gastaba los duros?... Hacía tímidas preguntas sin obtener respuesta...
Miquis, sin decidirse a abandonar el lecho, se devanaba los sesos discurriendo a qué amigo pediría, y qué argumentos eran más fuertes para apoyar su petición. Por último daba en el quid, y escribía una esquela, que Felipe se encargaba de llevar. ¡Cuánto desengaño!, ¡qué horripilantes negativas! Alguna vez, entre cien, se daban casos de resultado satisfactorio. Entonces volvía Felipe lleno de gozo, que se le traslucía en el semblante.
Llegó por fin un tiempo en que Alejandro tenía que esquivar la presencia de sus amigos, porque estos empezaban a mirarle de mal modo. El infeliz no se presentaba en parte alguna donde no viera caras de ingleses.
Algunos, que no lo eran, le tenían en poco por su desordenada vida y el aspecto de miseria y abandono que iba tomando en su vestido. El estado rentístico empeoraba rápidamente, y sus deudas eran tantas y tan perentorios los vencimientos y compromisos, que el dinero que le enviaba su padre se le desvanecía en las manos, apenas cobrado, cual si fuera cosa de encantamento.
Tuvo Alejandro que guardar cama ocho días de diciembre, porque un fuerte catarro de pecho que le acometía todos los meses le atacó en aquél con tanta fuerza, que a poco más degenera en pulmonía. Felipe le acompañaba día y noche, procurando distraerle y apartar su ánimo de las tristezas. Para Alejandro verse sepultado en una cama, sin poder vagar por las calles, ir a los cafés y a otras partes adonde por las noches solía acudir, era grandísimo tormento. Hasta su exaltado optimismo se enfriaba entonces; casi casi tenía dudas de la próxima representación del drama, y se le reproducían con dolorosas punzadas los remordimientos por haber gastado el dinero de los juros.
Impaciente por curarse, echose a la calle antes de tiempo, y cuando apenas podía tenerse en pie. No quiso presentarse en ningún círculo de amigos, por vergüenza de que le vieran en lastimoso estado de ropa y con las botas descosidas. Al ver de lejos a cualquiera de sus antiguos compañeros, se apartaba para no encontrarle, o retrocedía o se metía en un portal.
II
Felipe era su único amigo, y el más leal y condescendiente de todos.
Era un chiquillo, es verdad, incapaz de sostener una conversación seria sobre nada; pero tenía tal entusiasmo por las cosas de su amo, que no hacía diferencia en ninguna acción ni palabra de éste, y todas las tenía por acertadas, hermosas y sublimes. Era el adulador sempiterno, si esto puede decirse de una adhesión inflexible, fundada en el agradecimiento, y en un vivísimo afecto que a la vez era fraternal, filial y amistoso.
Cuando salían a aquellas excursiones diurnas y nocturnas, había que verles. Como tuvieran abundante dinero, se hartaban en un bodegón; si no, compraban alguna vianda ligera y se la comían al campo raso. Daban grandes paseos por las afueras, observando la diversidad de tipos y asuntos que se encuentran a cada momento; estudiaban en el gran libro de la humanidad transeúnte, cuyas páginas, llámense sorpresas, encuentros o casualidades, ofrecen pasto riquísimo a la fantasía y a la inteligencia. Ávidos, sin darse de ello cuenta, de los goces mentales que proporcionan los panoramas populares con paisaje y figuras, bajaban al río y entraban en grandes altercados con las lavanderas; daban la vuelta luego por las Injurias y las Yeserías; subían fatigados a Madrid después de cuestionar con los gitanos en la Ronda de Embajadores, y por último, algo tenían aún que hacer a las puertas de los cuarteles, oyendo conversaciones picantes entre mujeres y soldados.
Se metían también en las iglesias a oír sermones y ver las beatas y oír cantorrios y salmodias. En la puerta no faltaba un poco de palique con los mendigos. Hasta se atrevieron a colarse una tarde en la sacristía, de donde les echaron poco menos que a puntapiés.
Por el centro de Madrid y paseos principales andaban poco; más cuando lo hacían, eran sus excursiones muy instructivas. Felipe se detenía con vivo anhelo en los escaparates de libreros o fotógrafos, allí donde hubiese retratos de personajes célebres. Gozoso Alejandro de verlos tan bien, informaba al otro de los nombres, diciéndole:
—Ése de la cara menuda, nariz en punta y espejuelos, es Hartzenbusch; ese joven de rostro triste, es Eguílaz; aquél de anteojos y bigote cano, García Gutiérrez; el que está al lado, Aguilera, y el otro de cara risueña y maliciosa, Mesonero Romanos.
Cuando a alguno de éstos le encontraban, no en retrato, sino de carne y hueso, por la calle, no se hartaban de mirarle, y aun le seguían largo trecho. De sus contemporáneos, el que más entusiasmaba a Alejandro era Ayala, poeta insigne y recién laureado por su célebre obra El tanto por ciento, de la cual decía nuestro manchego: «La primera vez que la vi representar, me hizo tal efecto, que estuve en cama tres días». Y en su Grande Osuna había querido hacer gala de remedar la dicción admirable, limpia y sonora de El hombre de Estado. No ya afecto sino veneración idolátrica era lo que a Miquis inspiraba el poeta extremeño, por la acabada perfección escultórica de sus obras, por la energía de sus versos, y aun por aquella su hermosa figura calderoniana.
Cuando le veían de lejos, Miquis, sin poderse contener, gritaba:
«¡Ayala, Ayala!», y le seguían por toda la calle, adelantándose a él, a trechos, para mirarle de frente.
Al Museo fueron alguna vez. Felipe, con la boca abierta, miraba aquellas figuras tan guapas, y tenía como una sospecha del gran mérito de todas ellas. En presencia de la perfección artística, no hay persona, por ruda, por ineducada que sea, que no sienta, ya que no otra cosa, el secreto orgullo de su afinidad con la esencia divina que inspiró aquella belleza y de su parentesco corpóreo con las manos que la ejecutaron.
—¿Esto lo hizo un hombre?... —preguntaba Felipe en el colmo del candor. —Sí, Murillo.
—¿Y aquellos ángeles, los sacó de su cabeza?
—Ahí verás tú.
Un domingo que iban a entrar muy entusiasmados, no les fue permitido por el malísimo pelaje que tenían. Avergonzado Alejandro, estuvo todo el día mudo, atento sólo a sus botas usadísimas, a su raída levita y al sombrero, que tenía trazas de haber sido comprado en los bazares del Rastro. En cuanto a Felipe, más nos valdría no describirla ni aun mirarle.
Su calzado era un par de fragatas viejas, rotas y deformes, que había adquirido no se sabe dónde, con más barro que cuero. La americana que le cubría el cuerpo no era ya de color conocido, y por mil bocas estaba pidiendo que la llevaran a una tina de trapos viejos para convertirse en papel. También los pantalones querían ser papel, aunque fuera de estraza.
No se sabe cómo fue a parar a la cabeza del insigne Doctor aquella boina encarnada con un agujero por donde le salían erizados mechones de pelo.
Del balance de la hacienda más que del estado del tiempo, dependía el empleo que daban a las horas de la noche. Si Alejandro tenía dinero, ya procediese de su mesada, ya de la incauta generosidad de un amigo, se iba solo a sus correrías.
—Mira, Felipe —le decía después de comer—, ahora te vas a casa; te pones a estudiar, porque aunque no puedes ir al Instituto por no tener ropa, conviene que aprendas las lecciones. Yo tengo que hacer. Abur.
Cierta noche siguiole Centeno, y vio que entraba en una casa... Pero nada más supo ni averiguó. Casa era aquélla como todas en apariencia, y la ruin fachada no declaraba qué clase de amistades tenía allí el asendereado manchego. Felipe aprovechaba las noches en que su amo le dejara solo, para trabajar pro domo sua. Tenía instintos prácticos, vocación latente de buscarse la vida, y aunque no era maestro en las artes del pedigüeño, se dio tales mañas, que a las pocas noches de haber visitado a Zalamero y a doña Virginia, consiguió una levita usada, pero que a él le venía de perlas si encontraba quién se la arreglara, un hongo y botas magníficas con caña de tela. Bien, bien.
Cuando Alejandro estaba limpio de dinero, cuando entre los dos no reunían más que la peseta o los cinco reales para alimentarse de judías o de una mala sopa, no se separaban por las noches. Miquis suspiraba, desconsolado y tristísimo, pero en cuanto empezaban a recorrer calles, como que se distraía y olvidaba de su penuria. Gustaban de recorrer los barrios bajos, viendo riñas, escenas y extravagancias populares; o bien, cansados del bullicio, se metían por el solitario arrabal de la Mancebía, calles de la Redondilla y del Toro, plazuela del Alamillo y de la Paja. Miquis necesitaba poco para trasportarse con el vuelo de su imaginación al siglo XVII, y excitado por lo extraño de la escena, contaba a su amigo aventuras, episodios históricos, y le describía sucesos y caracteres.
También gustaban de recorrer la calle del Almendro y se detenían ante la cerrada casa de la tiíta. Una noche de limpio cielo y clarísima luna, se sentaron a descansar en el pretil de Santisteban. Aquel sitio era perfecto escenario de aventuras de antaño. El caserón de Santisteban, el desnivelado suelo, el pretil, la casa de los Vargas con la barroca puerta de la capilla, la torre mudéjar de San Pedro, la soledad, la escasa luz, el silencio, todo era propiamente decorativo y romántico. No faltaba más que la humanidad con golilla y tizona. Miquis, inspirado, se terció su capa, dio varias vueltas, ocultose en el hueco de una puerta, y salió de improviso gritando:
¡Teneos..., atrás! ¡traidor! Ponte tú en medio de la calle y responde con brío:
¡Qué escucho!, ¡cielos, valedme!
Y yo te doy la estocada:
¡Válgate el infierno! Tú dices entonces con angustia:
Aguarda. Oye una palabra..., advierte... Y yo te remato así:
¿Palabras yo?, toma hierro. Y caes bañado en sangre gritando:
¡Yo muero..., Jesús mil veces! Sofocado de su mímica tumultuosa, se sentó en el pretil.
—¡Qué figura, qué figura la de ese duque! —exclamó con profundo desconsuelo—. ¡Y que esto no se haya representado todavía...!
Cual si hablara con quien pudiera apreciar su erudición, dijo así:
—Yo presento al duque como la figura más genuinamente española del siglo XVII. Su época está retratada en él, con todo lo que contiene de grande y viciado. Es un insigne caballero aquel don Pedro Téllez Girón, libertino, justiciero, cruel con los malos, generoso con los buenos, gobernando el reino de Nápoles más que con juicios reposados, con ímpetus repentinos que casi siempre la salían bien; perseguidor de los usureros, de los curiales y de todos los que oprimen al pueblo; frenético por las mujeres y enamorado de todas las que veía; ambicioso de gloria, de popularidad; liberalísimo, manirroto, lleno de deudas; en diplomacias agudo, en moral indulgente...
Tantas vueltas había dado en su espíritu al famoso y noble virrey, que concluyó por identificarse con él y hacerlo suyo, fundiendo el carácter soñado en el real. En sus soliloquios decía:
—Soy lo mismito que el grande Osuna.
¡Oh!, pues si Alejandro tuviera medios de manifestar lo que en sí llevaba, si los tiempos y las circunstancias le permitieran exteriorizarse, sin duda admiraríamos en él al gallardo tipo del prócer dadivoso, caballeresco, justiciero, duro con los malos, blando con los buenos, enamorado hasta el frenesí de todas las mujeres guapas...
Dando en el hombro de Centeno una palmada tan fuerte, que a poco más le hace caer del pretil, díjole estas entusiastas palabras:
—Tú eres mi secretario, el gran don Francisco de Quevedo.
Verse comparado con el hombre más gracioso que ha existido en el mundo, hacía reír a Felipe de gozo y orgullo.
Si pasaba un transeúnte, Miquis decía al oído de su secretario:
—Ése es Jacques Pierres que va a la conjuración de los uscoques.
Uscoques son unos bandidos que habitan las playas del Adriático. Ya sabes que el Adriático es...
—Un mar —replicaba Felipe, hinchado de erudición.
—Pues supón que aquélla es la casa donde se reúnen misteriosamente los uscoques... ¿Ves aquel cura que pasa? Es Fra Domenico Caracciolo, camaldulense, que ha jurado acabar con el Duque por ciertas cuestiones... Si recuerdas el acto primero...
—Sí... Fue porque los camaldulenses querían oprimir a los pobres, y el Duque cogió un día en Palacio a uno de los tales frailes, cuando le fueron a hablar..., y de la bofetada...
—Era un hombre terrible... En la casa donde están reunidos los uscoques se mete disfrazado don Francisco de Quevedo...
—Yo...
—Y lo descubres todito. Gracias que la Carniola, la querida del Duque, previno a éste; que si no... Querían nada menos que asesinarle...
—¡Pillos!...
—La Carniola es también hermosa figura, —afirmó el poeta, desvanecido de entusiasmo—. Yo veo aquellos dientes de perlas, aquellos ojos lánguidos, perezosos, traicioneros, aquel perfil de helénica estatua, aquella tez pálida, aquel arrogante talle... No concibe la imaginación mujer que la supere ni aun que la iguale. Respira amores, y su mirada acaricia quemando...
Diciendo esto, rompió a toser con tanta fuerza, que parecía que se le desgarraba el pecho y que iba a arrojar las entrañas por la boca. Calmado aquel violento espasmo, quedose como desmayado y sin fuerzas. Su resuello era un áspero silbido, su frente estaba empapada en tibio sudor. —Vámonos —dijo Felipe, alarmadísimo—. Hace aquí mucho frío.
Bien cubierto con su capa, mas tiritando, andaba el manchego, apoyado en su fiel secretario. Al llegar a la casa se acostó. Tenía fiebre intensísima; deliraba.
III
El mal comenzado o más bien recrudecido aquella noche, tenía trazas de no concluir fácilmente. Con modorra y pesadez durante el día, con desasosiego por las noches, pasó Alejandro más de una semana, sin adelantar en su restablecimiento, antes bien decayendo y debilitándose por grados. Una mañana le encontró Felipe despierto a la hora en que por lo general dormía. Palidez mortal cubría su rostro, y sus ojos, engrandecidos hasta lo fenomenal, expresaban estupefacción y terror. ¡Qué noche había pasado!... Después de largas horas de inquietud y ardor tan grandes que creyó revolcarse en un lecho de púas y brasas, había sentido dolorosísima obstrucción en el pecho... No se le quitó hasta que hubo arrojado enorme cantidad de sangre por la boca. Felipe no sabía qué hacer. Su amo, cerrando los ojos, cual si no tuviera fuerzas ni para soportar el peso de los párpados, le dijo:
—Corre, Felipe, y llámate a Cienfuegos...
Cienfuegos, asustadísimo, disimulaba su disgusto. Tenía ya diplomacia médica antes de tener el título y la ciencia.
—Esto no es nada... —manifestó con énfasis doctoral—. Te voy a dar el percloruro de hierro líquido. Tendrás un poco de paciencia..., y sobre todo mucha tranquilidad. No te ocupes de nada... Cualquier cosa que necesites, ya sabes dónde estamos... Volveré esta tarde y mañana y todos los días.
Los ofrecimientos de Cienfuegos no tenían término. Cuando Alejandro movió sus labios para murmurar: «Hablaremos...», el novel médico creyó que le iba a recordar ciertas cuentas atrasadas, y presuroso, con ademán de cariño, le dijo:
—¡Eh..., eh! Calladito. En esta enfermedad el uso de la voz puede serte funesto. Conque punto en boca. A la noche veremos. Que vaya Felipe al momento por la medicina. Me voy a clase.
Durante el curso de la dolencia, Cienfuegos iba con irregularidad, conforme al espíritu de desarreglo que informaba su naturaleza. Algunos días iba cuatro o cinco veces y se estaba allí largas horas; otros no se le veía por allí. Cuando era más necesaria su presencia; cuando había dicho: «Descuida que vendré sin falta», no parecía. En cambio, se presentaba inesperadamente a horas desusadas. Y no perdía ocasión de proponer a su paciente el préstamo de un duro o dos, animándole a ello con lisonjeros augurios de un pronto restablecimiento.
Pero el mal era hondo y la herida grande. Alejandro estuvo cerca de un mes postrado en la cama y devorado al mismo tiempo de tristezas roedoras. En mitad de su enfermedad adquirió el convencimiento de que su Grande Osuna no se representaría ya en aquella temporada. A pesar de que ésta avanzaba bastante, él no perdía la esperanza; pero se la quitó una carta del director del teatro, diciéndole en resumen: «La obra es tan buena que necesita mucho estudio, y como nos falta tiempo, la dejamos para la temporada próxima».
El abatimiento que esto causó al poeta prolongó el tormentoso trabajo de su naturaleza que luchaba por reparar la pérdida sufrida. Sobrevino otra hemorragia, aunque mucho más débil que la primera; pasó el infeliz toda la Semana Santa, la Pascua, y muchos días más sin ver cercano el término de su esclavitud y postración. Agravaban su tristeza los airados sermones que por escrito le echaba su padre, sabedor de que no estudiaba y de su vida vagabunda. ¡Y aún ignoraba el buen señor la barrabasada del dinero de la Godoy!... Pues el día que lo supiese, bueno se iba a poner. Cuando Alejandro pensaba en esto, sentía que se le recargaba la fiebre y aun que se le abrían huecos dolorosísimos en la región torácica.
Él estaba persuadido de que su padre sospechaba ya el delito, porque ciertas frases displicentes y amenazadoras de sus cartas no podían tener otra explicación.
El iluminado manchego se pasaba aquellas lentas y cansadas horas de su enfermedad pensando en la ira de don Pedro y en el grandioso cuanto infortunado drama. Éste era la causa de sus males todos, pero también de aquellas resurrecciones súbitas y vigorosas de su espíritu que compensaban las molestias físicas. Porque el arte, dominando con imperio en su alma, era la fuerza que le alentaba, el resorte de la vida, y el secreto germen de ideas salvadoras. ¡La antiquísima fábula del Ave Fénix qué verdad tan profunda encierra, qué hermoso símbolo es de las formidables fuerzas restauradoras que el alma humana tiene en sí misma, y con las cuales ella propia es su remedio, y de su mal saca su bien, de su caída su elevación, de su dolor su alegría!...
Poco tiempo pasó desde el abatimiento traído por las cuitas teatrales hasta una grande y alborozada transfiguración del ánimo, esclarecido de proyectos hermosos, alumbrado por ideas y visiones optimistas. No importaba que el drama no se hubiese representado. Mejor, mucho mejor era dejarlo para la temporada próxima, porque lo iba a restablecer al esplendor y grandeza con que fue primeramente escrito. Sí, sí, se representaría íntegro, con sus cinco actos, sus treinta personajes y su ancho horizonte histórico y teatral. Honda alegría de su alma, resurgiendo del seno oscuro de su tristeza, como el día de la noche, le anunciaba los triunfos de la temporada próxima. No podía dudarlo, porque la divinidad lo secreteaba en su espíritu con profética voz. La excitación cerebral, produciendo aquella vez estímulos provechosos en todo el organismo, diole fuerzas y aun apariencias de restablecimiento. No hay tónico como la felicidad. Levantose del lecho, y aunque se caía, los bríos del espíritu dábanle alientos para poder exclamar:
—Si estoy bien... Gracias a Dios que me levanto de este maldito potro. Dentro de tres días, a la calle.
Hizo traer del teatro la única copia limpia que tenía del drama, y empezó a leerlo despacio, cotejándolo con la versión primitiva para ver dónde se amplificaba y dónde no. Quería hacer un trabajo admirable y nunca visto. Por las noches, cuando se acostaba, ponía el manuscrito debajo de la almohada, durmiendo así en familiaridad espiritual con el Duque, Jacques Pierres y la Carniola.
Aumentaron los motivos de su alegría, bienhechora del cuerpo y del alma, ciertos dineros que le mandó su madre. Aunque Alejandro, en sus cartas, disimulaba la enfermedad para no causar alarma en la familia, ésta supo la importancia del mal. Felizmente ya estaba bueno y sano. Así lo decía él, y así se lo creyeron. ¡Pobrecito, había gastado en médicos y medicinas tantísimo dinero...! Su madre, pródiga siempre en estos casos, le envió una bonita libranza. ¡Qué bien venía! Jamás escritura comercial fue tan grata a humanos ojos como aquélla que decía en caracteres de letra inglesa: Por esta primera de cambio, etc...
—Lo primero es pagar —dijo Miquis con honradez candorosa—. Habrá para todo.
¡Cielos! Si no se detiene a tiempo en aquella virtud del pagar, pronto se queda sin un maravedí. La mitad se lo llevó un tal Torquemada, hombre feroz y frío, con facha de sacristán, que prestaba a los estudiantes. Sólo por réditos le comió a Alejandro la mejor parte de lo que éste había recibido de su mamá... Después vino Cienfuegos... ¡Pobre mártir! ¿Cómo no ayudarle a salir de aquel nuevo apuro?... Socorrido el médico, se fue tan agradecido que casi lloraba al despedirse. Y véase cómo ampara Dios a los caritativos. Aquel mismo día fue Arias Ortiz a ver a Alejandro, y le pagó seiscientos reales que le debía. Gozoso éste, determinó desempeñar alguna ropa, de la que estaba tan necesitado...
Al fin, al fin podía salir otra vez a la calle con decencia.
Su gran debilidad no le permitía trabajar en el drama; pero con el despierto pensamiento, aguzado siempre como cincel de acero, sin cesar acariciaba su obra. ¡Goces puros los de modelar mentalmente la obra de arte, ablandándola y conformándola como la cera entre los dedos!
—Voy a restablecer la figura de la Carniola —decía una noche, ya acostado, a Felipe que le acompañaba—; voy a restablecerla tal como la concebí y como está en el manuscrito primero; figura grande y compleja...
(tú eres un pobre bruto y no entiendes de esto), figura que... Ya verás, ya verás qué furor va a hacer en el público. Dirán que es cosa muy buena, y todos los críticos me aplaudirán. Catalina es una mujer del pueblo, sí, créelo, mujer vigorosamente poética, criada sin refinamientos, hija directa de la Naturaleza. Nacida en las inmediaciones de Ragusa, pertenece a la raza de los uscoques, de origen helénico, los implacables enemigos del turco, los guerrilleros del Adriático, medio piratas, medio comerciantes, pescadores y cazadores, veloces peces, pájaros dotados de agilidad portentosa... ¿Entiendes lo que voy diciendo?
Todo ojos y oídos, Felipe no apartaba un ápice su espíritu de esta febril elocuencia. —Pues está Catalina es robada de la casa paterna por un uscoque. Éste muere en una reyerta con los venecianos. Pasa a ser presa y querida de un veneciano, hasta que en un combate que éstos tienen con las galeras del Duque la coge Jacques Pierres... ¿De qué te ríes? ¿De los muchos maridos que va teniendo esta señora?... Llámanla entre ellos la Carniola, porque la aprisionaron en el golfo así nombrado. Jacques Pierres la viste de riquísimas galas y joyas de Oriente, cogidas a los turcos, y la lleva a Nápoles, donde la tiene oculta, porque figúrate si será celoso, siendo ella tan guapa, y... Para abreviar te diré que la Carniola no puede ver a Jacques Pierres; le detesta, chico, y diera por librarse de él..., no sé yo lo que diera... Pues verás ahora: en uno de aquellos paseos nocturnos que daba el Duque por la ciudad, acompañado de Quevedo, vio a la tal mujer...
—Y que era bobito mi señor Duque para enamorarse —dijo Centeno—. Eso es en aquel pasaje que cuenta:
Vi en Posilipo una mujer tan bella, no digo bien mujer; yo vi una diosa...
—Justamente. Pero aunque recuerdes la letra y situación, no comprendes el espíritu; no penetras tú el carácter de la Carniola. Esta hermosa mujer se enamora también del Duque, fascinada de su generosidad, de su hidalguía, de su gallarda presencia. Y tomando en mayor aborrecimiento a aquellos corsarios rudos, con quienes había andado en tan malos tratos, le entran ambiciones de ser señora y de merecer el amor del Duque, más que por la hermosura por la principalidad. Aquí es donde dice:
Subiendo a la cumbre voy del monte de mi fortuna.
A su extremo soberano sólo falta un escalón; dame la mano, ambición; lisonja, dame la mano. (1) En el Duque..., para que lo comprendas mejor..., no sólo ama al amante, sino al caballero, al gran señor, al futuro soberano de la Italia toda... ¡Y qué figura aquélla! ¡No habrá actriz que me la interprete, no la habrá! Yo la estoy viendo como te veo a ti; es alta, esbeltísima, morena, de tez descolorida, con unos ojos negros en los cuales parece que hay una dulzura incandescente y derretida, que te embelesa abrasándote...
En fin, no hay actriz que me la represente... Yo me duermo, tengo mucho sueño. Me parece que estoy bueno ya..., ¿no crees...?
IV
¡Y qué bien durmió aquella noche! Las doce serían cuando Felipe se aventuró a despertarle. Toda la tarde estuvo charla que charla, y habría salido a la calle, si Cienfuegos no se lo prohibiera por estar el tiempo frío y amenazando lluvia. Como tenía algún dinero, mandó traer comida de la fonda. ¡Lástima grande que el apetito le faltara! Era muy extraño que apeteciera este y el otro plato y que en el momento de verlo delante, le entraran tan invencibles repugnancias. Esto le ponía triste, y decía:
—¿Sabes tú, Felipe, una cosa que yo creo que comería con gana?, pues cañamones. Si mi tía me mandara... Creo que con esto me volverían las ganas de comer y me pondría bueno.
Benditos platos traídos de la fonda, no os podrías quejar del desaire que el amo os hacía, porque en cambio, el criado os trataba con grandes miramientos. Así estaba él de nutrido y saludable, y así echaba aquellos colores, pregoneros de su naturaleza vigorosa y de un organismo admirablemente regularizado.
Al anochecer quejose Alejandro de frío, y se acostó. No había acabado de hacerlo, cuando alguien llegó a la casa, preguntando por él.
Felipe salió a enterarse. Era una mujer...
—¡Ya, ya sé! —dijo Miquis turbadísimo, cuando Felipe le dio cuenta de la visita—. Enciende luz; di a esa persona que entre, y vete enseguida.
Felipe vio su demacrado rostro encenderse con llamarada de rubor, cual hoja seca que arde, y sus ojos chisporrotearon gozosos.
Al punto entró la mujer, señora o lo que fuese. Pero la puerta quedó entreabierta y Centeno atisbó desde el pasillo... ¡Vaya, que era arrogante y hermosa! No se la debía tener por señora, porque ninguna que tal nombre merezca, se presentaría en visita con aquel mantón pardo, de un color como café con leche, y con un pañuelo de seda negro y rojo por la cabeza, puesto con donaire, haciendo como un cucurucho prolongado sobre la frente.
A la sombra de este pañuelo brillaban con expresión de acecho los ojos de aquella ninfa, que eran amorosos y traicioneros, como en verso decía Miquis, hablando del mirar de la Carniola. Lo de las flechas que tanto usan los poetas venía bien allí; más eran flechas untadas de caramelo envenenado. ¡Bonito aire el de la tal, y qué bien calzada!
Todo esto lo observó Felipe en un instante, asombrado, primero de la hermosura y luego de la voz de aquella mujer. ¿Qué lenguaje hablaba? Ya..., era que se comía la mitad de las palabras y las otras las remataba con un dejo..., ¡ay!, si era una andaluza... El metal de voz era un poquito ronco; pero la dicción, no por eso resultaba menos lánguida y suspirante.
Felipe, oído... La tal se acercaba al lecho de Miquis y le tomaba la mano. Él, turbado sin dada de la alegría de verla, le decía que se sentara, lo que ella hizo de muy buena gana, porque estaba harto fatigada.
Hablando, hablando, ella le llamaba niño, cosa que a Felipe le pareció muy razonable, porque su amo estaba física y moralmente en situación de ser llevado en brazos, y aun de que le dieran biberón.
Oído, Felipe... La tal charlaba, charlaba en su graciosa lengua andaluza... ¡Tanto tiempo sin verle! No hacía más que pensar en él..., ¡pobrecito! Era menester que se pusiera pronto bueno... Ella estaba muy disgustada. Le pasaban unas cosas..., pero unas cosas... No podía vivir.
Aún creyó entender Felipe que lloriqueaba algo. Lo que su amo decía, no llegaba a los sutiles oídos de Centeno, porque la voz de Alejandro era, a consecuencia del mal que padecía, como un soplo fugaz, imperceptible para todo el que no estuviera a su lado.
Media hora larga duró la conferencia. La tal se fue. La patrona, el marido de la patrona y algunos huéspedes salieron al pasillo a verla, y la despidieron con cuchicheos. Felipe, al volver junto a su amo, viole un tanto preocupado, pero no triste. De repente le entró una gran locuacidad, y como si hablara con persona que tuviese antecedentes del asunto en que él pensaba, dijo a Centeno:
—La pobre sigue en poder de aquel bárbaro, que la atormenta y la tiene pereciendo.
—Es preciso traer azúcar —dijo Felipe, atento al cuidado del enfermo.
—Es verdad.
—¿Cuartos...?
—Busca por ahí. ¿No habrá en mis bolsillos? Felipe, sabedor de que en la mesa de noche tenía su amo un gran paquete de duros y pesetas, fue a buscar allí lo que necesitaba; pero Alejandro le detuvo con estas palabras:
—No, si ya no hay nada. Busca en los bolsillos del pantalón.
El Doctor, sin dejar de pensar en la vuelta que había tomado la plata depositada en la mesa de noche, empezó a buscar en todos los huecos de la ropa.
—No hay ni un sacramento.
—Pídelo a doña Pepa. Tráete también caramelos... Oye, y cigarros. Por más que diga Cienfuegos, no puedo dejar de fumar.
Al poco rato volvió Felipe con lo pedido, y además La Correspondencia. Su amo dormitaba; pero luego se despabiló y estuvo despierto casi toda la noche. Hablaba, entre tos y tos, del drama, de las cosas atrevidas y justicieras que hacía el Duque y de las atroces llamaradas que echaba el Vesubio. Entre el follaje de esta verbosidad, puso Felipe la flor de una observación que hizo sonreír a Alejandro:
—Ésa que ha estado aquí esta tarde —dijo—, es la Carniola.
—¡Y que está padeciendo las mayores amarguras bajo el poder de un Jacques Pierres...!
—¡Qué pillo! Y puede que le pegue...
—Es un salvaje... ¡Si yo no estuviera clavado en esta maldita cama...!
No dijo más sobre el particular... Como el tiempo seguía malo, continuó prisionero algunos días. La tal volvió a visitarle, y en aquella segunda entrevista, que fue también de noche, el enfermo estaba levantado.
Hablaron larguísimo rato con animación y mutuas expresiones de afecto.
Ella contaba suplicios, disgustos y privaciones horribles. Él la consolaba y anunciaba mejores días... ¡Oh!, pues si él no estuviera enfermo, todo iría bien. La tal echó de sus bonitos ojos un par de lágrimas, y dijo mil pestes de Jacques Pierres. Al manchego se le partía el corazón. Lo peor de todo era que la tal no podría venir más a verle... Para salir a la calle necesitaba decir mil mentiras... Y luego ¡venía con un miedo!... Pues si el bárbaro llegaba a descubrir que ella... De seguro que le cortaría la cara, y era lástima que una cara tan linda... ¡Lástima también, ¡ay Dios mío!, que Alejandro no tuviera salud y mucho dinero para poner eficaz y pronto remedio a tamaños males!... En fin, adiós, adiós...
Aún hubo una tercera visita, corta y de pocas palabras. Después de ella, Miquis escribió una carta a Torquemada pidiéndole dinero. El maldito prestamista no se lo mandó. ¡Paciencia! Cuando pudiera salir a la calle, Alejandro se lo pediría de palabra con razones persuasivas que no podía interpretar la pluma de un poeta.
A Felipe, justo es decirlo, no le eran indiferentes las gracias y gentileza de aquella desconocida amiga de su amo, a la cual daba, por no saber otro, el nombre de la Carniola. Ésta, al salir, le echaba siempre un par de miradas, y al entrar casi tres. Grabáronse en la memoria del muchacho las facciones de ella, su andar arrogante y la expresión aquella indefinible que se asociaba, por mágico contacto de las ideas, a los poéticos lances del drama de Miquis.
Cierto que Felipe, no era hombre todavía; pero lo sería pronto, y él con la imaginación se anticipaba a la edad. Estaba, pues, como poseído de cierto idealismo contemplativo y platónico, que se recrudecía al ver a la tal. Una noche, mientras su amo dormía, estaba él desvelado y pensando en ella, viéndola claramente con todas sus gracias y perfecciones.
Encendida su fantasía, y lleno su corazón de un gozoso entusiasmo, se le ocurrió a mi hombre la cosa más extraña... Pero no, no califiquemos así lo que es producto natural de infantiles caletres, y confesemos que lo que se le ocurrió a Centeno era muy adecuado a su edad de transición y a su escogido espíritu.
Veamos. ¿Por qué no había de ser él también poeta? ¿Por qué no había de hacer también sus versos, como los hacían todos los chicos en llegando a su edad? ¿Y quién sabía si estaba destinado a ser un autor notable como su señor, y aun a escribir un drama tan hermoso como El Grande Osuna, que iba a ser el asombro del mundo? Era menester probarlo. Notaba como una llamarada dentro de su cabeza, y siempre que se acordaba de aquella hechicera y arrogante Carniola, oía como susurro de rimas en sus orejas, y sentía dentro una cosa como ganas de llorar, ganas de reír... Manos a la obra. Estaba inspiradillo, y muy tonto había de ser si no conseguía componer dos docenas de versos y cantar en ellos la preciosidad de aquella mujer. Ya, ya sabía él que todo estaba reducido a barajar unas cuantas palabras bonitas y a ponerlas bien puestas aquí y allá, haciéndolas sonar como cascabeles.
Su amo dormía: sentose Felipe, cogió la pluma y ¡zas!..., allá te van renglones. ¡Quia!, esto no suena. Otra vez, borra y vuelve a escribir. No sale... Ahora... Gentil señora, de beldad bella y hechicera... ¡Oh!, esto no sonaba. A ver ahora. Cuando las auras... Esto de las auras era de lo más majo que usan los poetas. Cuando las auras gimen ¡ay!, y gimen... ¡Magnífico! Lo malo era que no podía seguir adelante, a ver qué salía de tanto gemido. Otro esfuerzo. Al mirar esos ojos, cual luceros... Bien, bien: ¡qué bien sonaba el cual!... Echando rayos hechiceros... Que me queman cual encendidos... ¿Qué pondría para rimar? ¿Carniceros? No, esto no parecía palabra de verso. Además, debía ser cosa que quemara, que ardiera, como, por ejemplo, braseros, y mejor peleteros, cosa de fuego y de buen olor al mismo tiempo.
La composición quedó hecha a las doce. Felipe se reía a cada verso escrito o borrado. A veces juzgábase hábil poeta, a veces absolutamente inepto para el difícil arte de la versificación. Por último, la idea de que su amo pudiera ver al día siguiente aquella su invención, llevole a considerar sus versos como los más chabacanos que se podían imaginar, y avergonzado los hizo pedazos, dejando para más adelante y cuando supiera algo de retórica, el hacer nuevo ensayo de sus facultades imaginativas.
Al día siguiente de esto repitiose la visita de que inspiraba secretamente al Doctor sus ardientes pruritos de emular a Petrarca.
Oído, Felipe, que aquel día la conferencia fue más acalorada que nunca. El manchego sin ventura deploraba la vaciedad de sus cajas, que le ponían en el desairado trance de no poder atender a las cuitas pecuniarias de la hermosa Carniola y librarla de la feroz tiranía de aquel Jacques Pierres a quien los turcos debían hacer picadillo... Mostrábase ella muy alarmada de que el aventurero descubriese las visitas que ella hacía a su Duque, y recelaba que no pudieran verse más... Para remediar esto se le había ocurrido un plan. ¡Qué acertado pensamiento! Bien para él y bien para ella.
Oído, Felipe, que va a decir el plan. La tal tenía una hermana, casada con el mayoral de una ganadería. Vivía este matrimonio en casa humilde, pero aseada, y le vendría bien tener un huésped para ayudarse.
¿Por qué no se iba Alejandro a vivir con aquella feliz pareja? Estaría solito y mejor asistido que en aquella casa, que parecía escuela de danzantes, en aquella leonera, donde le robaban y no le cuidaban bien. No sería huésped, sería el amo, y la bendita hermana de la Carniola no sería su patrona sino su ama de llaves. ¡Qué comodidad y qué proporción! El mejor resultado de esto sería que la tal podía ir siempre que quisiera a ver a su hermana, porque el caribe no se opondría a ello, y así podría ver a Alejandro todos los días, y aun cuidarle en su enfermedad...
Oído, Felipe, que tu amo se arrebata, y aprueba el plan y reniega de doña Pepa, y hace depender el mejoramiento de su salud de un cambio de domicilio. ¡Si en aquel cuarto no hay aire que respirar! Sí, sí: y la tal se entusiasma también, y dice que la casa de su hermana cae a unos jardines que parecen los cármenes de su tierra, llenos de pajarillos. ¡Y cómo entra el sol por aquellas ventanas! El piso es altito, eso sí, ciento diez escalones; pero una vez arriba...
Quiso la suerte o la desdicha de nuestro héroe tobosino que se anticipara a sus proyectos la llamada doña Pepa, hembra de mal genio y peor catadura. Tiempo hacía que estaba disgustada de tener en su casa un huésped herido, según ella, de enfermedad funesta y pegadiza. La casa perdía mucho, en su opinión de saludable con esto, y ya algunos señores estudiantes de Veterinaria habían lanzado la peligrosa especie de marcharse. Teniendo ciertos puntos y ribetes de humanitaria, la doña Pepa, no quería decir a Miquis, así desabrida y secamente, «le echo a usted por enfermo...». Discurría un hábil pretexto, y vinieron a dárselo las visitas de aquella tal, a quien lo mismo ella que su marido diputaron por una cualquiera. ¡Vaya unas amistades que tenía el don Alejandro! No, en casa tan honrada no se querían visitas de tal naturaleza, ni la opinión de la escogida pléyade de huéspedes podía ser expuesta a las calumnias y dicharachos de la vecindad. En estos o parecidos términos, manifestó doña Pepa a Miquis sus propósitos, corteses, pero claritos.
—Yo pensaba marcharme —dijo él—. En esta casa no hay aire respirable.
Y sin pérdida de tiempo empezó a disponer todo para la mudanza, apretándole a ello el deseo de gozar pronto de la vista de aquellos jardines, de la alegría de tanta luz y aires tan puros. ¡Qué suerte tenía y qué motivos de alabar a la Providencia!
V
Habiendo mejorado el tiempo, pudo al fin salir a la calle. La primera vez, apenas anduvo cien pisos, tuvo que volverse a casa; pero su fuerza de voluntad y el anhelo de callejear pudieron más que su quebranto, y en los días siguientes tornó a salir y estuvo en el café. Era su aspecto como el de un muerto. Cuantos lo veían, o manifestaban el mayor asombro o tenían que hacer disimulos muy violentos de la mala impresión que les causaba el rostro amarillo, la afilada nariz, la fatigosa voz del pobre estudiante. Éste, siempre optimista y engañándose a sí mismo, se anticipaba a las observaciones de los que le compadecían, diciéndoles:
—Si no estoy ya tan malo como crees... Es porque me ves el primer día que salgo a la calle; y la verdad..., me he quedado en los huesos. Pero me voy reponiendo, y siento que mejoro rápidamente...
—¿Y dónde vives ahora?
—Te diré.. No vayas a verme, porque estoy como de paso, en una casa que no es de huéspedes..., casa con jardines; quiero decir, que tiene vistas a un jardín... Pero no vayas por allí: hay mucha escalera, y lo probable es que no me encuentres.
El verdadero motivo que Alejandro tenía para alejar a sus amigos del nuevo domicilio, era cierto disgusto o vergüenza de que le vieran allí, pues la verdad era (¡desvaneceos, ilusiones locas!) que no podría el enfermo haber ido a peor sitio, aunque lo rebuscara entre todo lo malo que hay en Madrid. Estaba la tal casa en la calle de Cervantes, mas no bastaban las leyendas biográficas del barrio a hacerla simpática. Se subía a la vivienda de Miquis por una escalera interior, casi tan larga como la del Cielo. Aquello no acababa nunca, y nuestro poeta tenía que sentarse dos o tres veces en los peldaños para poder seguir. Cerca ya de los sotabancos, muchedumbre de sucios chiquillos, que a todas horas jugaban en los descansos, estorbaban el paso, haciendo infernal ruido que ni un momento se interrumpía de la mañana a la noche. En los mismos descansos altos, había un tufo que viciaba el aire y lo hacía irrespirable, porque las vecinas sacaban sus anafres y braseros para encenderlos y pasarlos en la escalera. Abiertas casi todas las puertas sentíase allí hormigueo de gente que por no tener espacio bastante, rebosaba de sus domicilios, y el murmullo mareaba tanto como el tufo del carbón. Las paredes, de arriba abajo, y donde quiera que no faltaba el yeso, estaban todas llenas de letreros, mamarrachos y de mil suciedades diferentes.
La primera impresión de Alejandro, al estrenar su domicilio, fue penosísima... Creyó que entraba en una carbonería, porque paredes más negras que las de aquel pasillo no las había visto él en toda su vida. Por aquel suelo de polvorosos ladrillos rojos se arrastraban chicos entecos y miserables, otros gateaban, aquéllos corrían como en una plaza, éstos hacían procesiones y paradas militares. En las puertas numeradas, no había cordón de campanilla, y casi todas estaban abiertas. Para llamar en las cerradas, se hacía uso de los nudillos. Una vez dentro de su cuarto, que era el número 7, enseñáronle una salita, lo mejor, casi lo único de la casa, de regular tamaño, paredes sin papel, aplanado techo y buenas luces.
Eso sí, en vistas, no le ganara ni la torre de Santa Cruz.
Por la cuadrada ventana, se veía grandioso país de nubes y tejados, se dominaba toda la parte oriental de Madrid que es la más hermosa) el Retiro, la aguja del Dos de Mayo, el techo plomizo del Congreso, la mole de Buenavista, las chimeneas de la flamante Casa de la Moneda, y detrás el árido campo donde pronto se había de levantar el barrio de Salamanca. En cúpulas y tejados, veíanse las formas más extrañas y las variedades más caprichosas. Ofrecía el conjunto una crestería chabacana, de recortados picos, aleros, palomares y tantísima chimenea, como negro ejército en desorden, las unas empenachadas de humo, las otras no, muchas torcidas y con el capacete ladeado. Era preciso mirar verticalmente, como se mira al fondo de un pozo, para alcanzar a ver aquellos jardines de que hablaba la tal. Pertenecían a lujosas casas de la calle del Prado, y estaban tan hondos que las más altas ramas de las acacias apenas llegaban al segundo piso. Con esmero y mimo estaban cuidados aquellos sepultados vergeles compuestos de afeitado césped, setos tijereteados, de algunas coníferas y acacias, todo raquítico y achacoso. Era como un hospital de árboles.
Los había variolosos, todos llenos de berrugas; los había reumáticos, mancos de ramas; habíalos atacados de alopecia, por lo cual tenían calvicie de hojas, y todos calenturientos, revelaban en su amarillez el paludismo en que vivían. No faltaba tampoco una marmórea fuente que a ciertas horas se emperejilaba con un juego de agua para recreo de los pececillos rojos, prisioneros en el pilón.
No disgustó a Alejandro la estancia aquella desde la cual se veía tanta nube, tanta chimenea, y, con buena voluntad, el hundido jardín. Los muebles habían sido muy buenos, pero estaban estropeadísimos y pidiendo a gritos plumero, agua y estropajo. No había silla que no estuviera coja, ni pieza a que no faltara algo. Todo revelaba la adquisición de lance, en el desplome de una fugaz fortuna, de ésas que nacen y se liquidan en una semana. Todo era de ocasión, de pacotilla, todo pertenecía a esa industria de bazar o de prendería que sirve para poner casas provisionales y para la improvisación de los ajuares domésticos.
La gente aquella, marido y mujer, parecía amable. Ella habría sido hermosa, si no estuviera picoteada por las viruelas; él, atravesado y de semblante duro, revelaba conexiones con gente torera. La estudiada afabilidad de ambos cautivó a Alejandro, que no veía más que el aspecto bueno de las cosas. Todo quedó convenido, y se instaló en la sala.
Allí estaría como en su casa. Para mayor comodidad del ínclito joven, no se fijaría un diario, al uso de las casas de huéspedes, sino que él diría por las mañanas a Cirila: «Cirila, quiero comer esto, quiero lo otro», y Cirila le diría: «Pues, señor don Alejandro, deme usted tanto más cuanto...». ¿Que el señorito no quería aquel día comer...? «Pues, Cirila, hoy no como en casa». ¿Que quería un extraordinario...? «Cirila, mañana comeremos aquí cuatro amigos». Y ella entonces haría las cuentas y le diría: «Porque mire usted, señorito, la ternera está a tanto, la merluza a cuanto...».
Todo iba bien. Los primeros días estuvo Alejandro bastante mejorado, y claro es que pasaba en la calle la mayor parte del tiempo. Felizmente tenía algún dinero, juntando lo que pudo arrancar a Torquemada con lo poco que le envió su padre. Iba viviendo, y su pensamiento, ávido de las cumbres, no sabía descender a los llanos de la vida material, ni enterarse de lo mucho que habían encarecido los artículos de comer desde que él hiciera sus convenios con Cirila, ni advertía que le estaban costando un ojo de la cara su frugal almuerzo y su nada abundante comida.
Había dicho a Felipe que abandonara la posada de los mieleros y se viniese a habitar con él, lo que tuvieron a mal Cirila y su marido, porque Felipe era, según ellos, fisgón, entrometido y amigo de curiosear lo que no le importaba. Todo lo había de intervenir, y sabía el precio de los comestibles, del carbón y de los artículos más usuales... ¡Oh!, ¡a él no se la daban! ¿Quién había visto que cuatro huevos costaran una peseta?
Sólo aquel visionario de don Alejandro, con su cabeza llena de dramas, Carniolas, ideales y filosofías, podía ver impasible tan grande atrocidad económica.
En un momento de mal humor había dicho Cirila a Alejandro: «Ya sabía yo que el señorito era muy aficionado a mantener vagos», frase que al Doctor se le atravesó y no pudo digerirla en mucho tiempo. Pero mientras más le crecían las uñas a ella, más se esmeraba él en fiscalizar y discutir todo.
Desgraciadamente para el soñador del Toboso, pronto dejó de haber ocasiones de regatear sobre el precio de las comidas. El 1.º de mayo, a consecuencia de haberse mojado con una llovizna, al anochecer, recayó con síntomas muy desconsoladores. Francamente, en la noche del 2, creyó que se moría. Vino Cienfuegos, y no fiándose de su ciencia para un mal tan grave, trajo consigo a un médico amigo, joven y afable. La debilidad de Alejandro era tan grande como su inapetencia. Hubo que recurrir a la carne cruda, al extracto de Liebig, y con ninguna de estas cosas se atajaba el rápido desmoronamiento de aquella naturaleza, ávida de pulverizarse y perderse en lo inorgánico. La combustión crecía, las pérdidas eran enormes; el espíritu se iba quedando cada vez más solo, tan solo, que los desmayos eran simulacros de muerte. Peor estaba el infeliz que en casa de doña Pepa, y más hundido, más clavado y sepultado en aquella odiosa cama de tormento. Para que éste fuera mayor, su ánimo abatido negábase a buscar en sí mismo, en su propia arrogancia y fecundidad, las fuerzas reparatrices. Callaban los estímulos mentales del arte, y enmudecían los pruritos íntimos del ideal y el amor. Todo dormía en él, menos el enfermo; todo, menos la fatiga, el calor, el frío, la cefalalgia, aquel negro cansancio y aquella pesadez de sus huesos de plomo... ¡Inexplicable desvío el de la tal, que no había ido a verle más que dos veces desde que estaba allí, y estas dos veces con mucha prisa, porque tenía que hacer, porque sólo podía disponer de un par de ratitos! No vienen nunca solos los males.
A los referidos, juntose uno que era en todas circunstancias dolorosísimo para el pobre estudiante, y en aquella terrible casa el mayor de los infortunios. ¡Se le había concluido esa cosa tonta y divina, esa farándula indispensable, esa nonada omnipotente que llaman dinero!... ¡Qué afanes, qué fatigas para procurarse algunas cantidades! Felipe no cesaba de salir con cartitas y recados. Volvía casi siempre con las manos vacías.
«Es que ya abusamos —pensaba él—. Razón tienen en no darnos nada».
VI
Cirila tuvo no se sabe qué cuestiones con su marido, y éste desapareció. Se fue derecho a la ganadería, de donde no debió nunca salir.
Ella no se había ido también, según dijo, por estar cerca de su hermana y cuidar al señorito; pero si el señorito no aprontaba lo necesario para el diario, no podía ella darle ni una miga de pan, porque... mostraba las palmas de las manos vacías..., no tenía nada. Para dar al señorito la última tajada de carne, había tenido que empeñar su mantón y las sábanas de la cama; de modo que ni sobre qué caerse muerta tenía... Por manera que si el señorito quería una chuleta, una taza de caldo, un huevo pasado, una rebanada de pan, ya podía ir pensando de dónde lo sacaba, porque ella...
En tal extremidad, y hallándose como ejército famélico en plaza estrechamente sitiada, discurrió Alejandro pedir socorro a su tía, que era la última palabra del credo en casos tales. Acudió volando Felipe con la esquelita y a la hora volvió desconcertado y afligidísimo. La señora le había recibido con risas muy extrañas y llevádole a la sala, donde tenía (espanto y confusión de Felipe) una mesa con tapete encarnado, y encima dos velas verdes, y muchas, muchas cartas de baraja revueltas...
A Centeno se le había comprimido el corazón viendo cómo la señora, después de espantar un zángano invisible, se ponía a revolver cartas sin hacer caso de él para nada... La criada entraba y salía, viendo todo como la cosa más natural del mundo... Por fuerza la mujerona aquella estaba también tocada. ¿Y qué hizo la señora con la carta de su sobrino? Pues la puso abierta sobre la mesa, y empezó a correr naipes, a correr naipes, diciendo unos latines o romances que el demonio que los entendiera.
Después trajo un puñado de cañamones y haciendo un cucurucho se lo dio a Felipe para que lo llevara a su sobrino... Cómo salió él escapado de la casa, no hay para qué decirlo. Felizmente, encontró en la calle de Toledo a su paisano y amigo Mateo del Olmo, de quien obtuvo, no sin esfuerzos de elocuencia, el anticipo de una peseta. Con ella compró pan, dos huevos y una chuleta, y guardó el resto para lo que ocurriese. Todavía había Providencia.
La misma noche tuvo un feliz encuentro en el pasillo de la casa, que era el foro o Parlamento en que se ventilaban las. cuestiones de aquella federación de familias. Habiendo dejado a su amo dormido, salió a ver si podía hacer callar a unos chiquillos que alborotaban. Vio pasar a un hombre, que miraba al suelo, rozando su cuerpo contra la pared, al mismo tiempo que andaba vacilante. Reconociole al punto, y tirándola del faldón de una especie de levita, que del cuerpo de aquel fantasma pendía, le dijo:
—¡Don José!... ¿Ya no me conoce?
El otro se detuvo y le miró. Sus ojos, cual si acabaran de verter copiosísimo llanto, estaban húmedos.
Sus erizados pelos bermejos se querían echar fuera sediciosamente del abollado sombrero que los oprimía y avasallaba. De su rostro emanaba una tristeza sepulcral, como de los anafres de las vecinas el pesado tufo, y así como en éstos, por los agujerillos, se ven las brasas quemadoras, así en el entenebrecido rostro de Ido, se veían brillar ascuas de un mirar ansioso y famélico.
Más con el alma atenta que con el oído, enterose Felipe de los conceptos de aquella voz, que dijo:
—¡Ah!..., tú eres el Doctorcillo Centeno, el que estaba en casa de don Pedro... ¿Vives aquí?
Hubo mutuas explicaciones, y ofrecimiento de domicilio. Ido, tomando a Felipe por un brazo, retrocedió a la escalera, y se sentó en el último peldaño de ella.
—Siéntate aquí y hablaremos —dijo con voz desvanecida y vagarosa, cual si las palabras, teniendo miedo del aire en que vibraban, quisieran retroceder para volverse a la boca—. Sabrás, Felipe, cómo estoy sin colocación desde hace tres meses. Y por más que busco, y aro la tierra para encontrarla, no puedo conseguirlo. He visitado a todos los maestros, y nada. He ido a todos los colegios, y en ninguno hay vacante. Lecciones particulares, ¡Dios las dé!.., de modo que estoy, hijo, a la cuarta pregunta..., con mi señora enferma y cuatro hijos, cada uno con su boca correspondiente.
Preguntole discretamente Felipe los motivos de su salida de la casa de Polo, a lo que el pendolista contestó de este modo:
—¡Ay!, hijo, tú te marchaste antes de que el bueno de don Pedro empezara a hacer las grandes locuras que hemos visto... Ya sabes qué genio de Barrabás tenía y cómo nos trataba... El genio se le podía llevar, anda con Dios; pero hay cosas, amigo Felipe, que ofenden a un hombre digno. Yo a nadie falto. ¿Por qué no se me ha de tratar con miramiento y buena crianza? Ya, cuando tú estabas, el maestro me decía palabras malsonantes; pero como él mismo se reía, pasaban por bromas. «Es usted más tonto que el cerato simple». Esto era a cada momento. Bien; pase como un desahogo... Pero cuando una cosa se repite y se repite... Yo paso una broma, pero que me pongan motes no me gusta. Don Pedro, últimamente, ya no me llamaba por mi nombre, sino que decía: «Cerato Simple, haga usted esto o lo otro. Calamidad, esto o aquello...». Los chicos se reían y no me respetaban nada. También entre ellos no faltaba quien dijera: «Cerato, vete al acá o al allá». Francamente, naturalmente, amigo Felipe, esto ya es... Porque si un chico me falta una vez, se lo paso; pero que me tomen como cuento de risa... Si a uno le mandaba una cosa me respondía: «Dido, no me da la gana». «Dido, vete a donde quieras»... Francamente, naturalmente..., yo estaba ya trinando en mi interior, y con una cosa que me revolvía las tripas. Don Pedro no hacía más que disparatar cuando tomaba las lecciones, y todo lo decía al revés, y echaba la culpa a los chicos y a mí. Un día se puso como un león, echando lumbre por aquellos ojazos, con espuma en la boca; y empezó a tirarnos a todos los libros, los tinteros, las plumas, las pizarras. Nos apedreaba. A muchos les hizo heridas... Todos estábamos aterrados. Cogió al chico de Pasarón y le tiró al aire. A todas éstas renegaba de la escuela y decía maldiciones impropias de un sacerdote... Francamente, naturalmente, esto no se podía aguantar. Aquel día se retiraron de la escuela muchos niños y el padre de Nicomedes vino hecho una fiera, se trabó de palabra, con don Pedro, y por poco se pegan. Otro día el maestro estaba como un idiota, no decía palabra; tenía una especie de modorra y hasta parece que se le caía la baba... No te rías; sí, a aquel hombre le pasa algo... Enfermo está no sé de qué..., pues, como te decía, sin más ni más, salió con la pitada de que yo le quitaba los alumnos y que yo era un acá y un allá. Yo le dije:
«Francamente, naturalmente, señor don Pedro...», y él me contestó: «Porque usted, bajo esa capita de santo, es capaz de asesinar a su padre...».
Francamente, naturalmente, yo... ¿qué había de hacer?... Total, que me marché. Aquí me tienes, pues, sin colocación, pasando las de Caín para mantener tanta familia. ¿Vives tú con un señor que parece está enfermo, y que, según dijo doña Cirila, es algo poeta?
—¿Qué es eso de algo? —replicó Felipe, ofendido de que se escatimaran así las facultades literarias de su señor—. Mi amo es de lo que no hay en eso del drama y la poesía.
—Pues hijo —manifestó don José, alzando un poco la abatida voz, por los bríos que le daba la esperanza—. A ver si me proporcionas algún trabajo. Quizás tengo, tu amo cosillas que copiar...
—Por ahora, señor don José, no sé si habrá algo; pero no está mi amo muy en fondos para encargar ese trabajo... Más adelante puede..., porque tenemos unos dramas que el señorito va a poner en limpio.
—¡Dramas! Pues venga. Que me dé lo que pueda a cuenta... Yo también hice un drama en mi juventud; y en esta miseria de ahora, se me ha ocurrido retocarlo, a ver si alguna compañía me lo quiere representar. Es cosa del conde Ansúrez y todo, todito, me lo hice en sonetos...
Francamente, naturalmente, creo que no sirve para nada.
—Me voy, no sea que se despierte —dijo Centeno, cansado de las confidencias de Ido.
Éste le detuvo, y con voz más alentada, que declaraba el esfuerzo de su cobarde espíritu, le dijo estas palabras:
—Felipe, tú no sabes lo triste que es volver a casa a estas horas sin traer nada, y cuando a uno le están esperando desde media tarde, creyendo que trae los imposibles... Si algún día eres padre de familia, sabrás lo que esto es. Francamente, hijo, yo no sé si me habrás comprendido; si no, te dirá que me hagas el favor de prestarme dos reales, si los tienes, y dispensa mi atrevimiento..., que francamente, naturalmente, nunca creí que un hombre como yo, dedicado a la enseñanza...
Aquel apóstol de las gentes, aquel faro de las sociedades, aquel portero de la inmortalidad, el santo, el evangelista de la civilización, el pescador de hombres sacó de su bolsillo una cosa que, por las trazas, debía de ser pañuelo, y lo aproximó a las fuentes de ternura que tenía por ojos. Felipe, hasta lo más hondo de sus entrañas conmovido, se registró bien los bolsillos, y todo lo que había en ellos se lo dio.
Miquis y su criado hablaron un rato de aquel infeliz vecino y de su triste situación.
—Coge todo lo que haya —dijo el manchego—, y llévaselo. ¿Qué nos importa el día de mañana? De alguna parte ha de venir. Nuestra miseria es contingente, accidental y temporal; la suya es intrínseca y permanente.
¿No hay allí sobre la mesa dos huevos? Pues ofréceselos. Y las tres onzas de chocolates y el pan... Dale todos los cuartos que tengas en el bolsillo. ¡Pobre hombre! En cuanto me ponga bueno, le he de buscar una colocación.
Siempre el mismo Alejandro. Ansioso de dinero cuando no lo tenía, y capaz, por adquirirlo, hasta de poner en olvido los buenos principios, como sucedió en el caso de la tiíta, desde que tenía algo, fuese poco o mucho, ya le faltaba tiempo para desprenderse de ello y acudir a cuantas necesidades, verdaderas o falsas, se manifestaran a su lado. Su generosidad era tan incorregible como su ambición. Y no escarmentaba nunca. Repetidas veces se había visto en grandes aprietos por haber acudido con demasiada prisa al socorro de los ajenos. Ejemplo de ello, que pocas horas después de su liberalidad con el pobre Ido, al amanecer del siguiente día, la Naturaleza le podía cuentas de su falta de caridad consigo mismo. ¡De qué buena gana se habría tomado una taza de té con leche, o leche sola caliente!... Pero no había leche ni azúcar, ni dinero con que comprarla. Como Felipe se quejara del pernicioso desprendimiento de su amo, éste le dijo:
—Pues qué quieres..., yo soy así, y no puede ser de otro modo. Por más que me empeñe en ello, no consigo ser egoísta. Mi yo es un yo ajeno.
Y ambos permanecieron silenciosos, mirándose a ratos, y cuando no se miraban, el uno fijaba sus ojos en el techo y el otro en el suelo.
¡Peregrina divergencia, que en cierto modo venía como a simbolizar la contraria organización de cada uno! ¿Y qué descubría Miquis en el techo?
Nada. ¿Qué sacaba Felipe del suelo? Nada. Ni arriba ni abajo había para ellos socorro alguno.
Daba dolor ver al infeliz joven postrado en aquel lecho, y considerarle favorecido por Dios, si no de una constitución robusta, de bríos morales y mentales que debieran tener virtud bastante para compensar, en cierto modo, la pobreza física. Pero ¿quién sabe si la misma tensión y crecimiento del contenido había roto el frágil vaso, que ya ¡fatalidad!, no tenía soldadura? ¿Quién que le viera no le compadecería? ¿Quién que observara la expresión de aquel rostro en que se pintaban con magistral sello el martirio y la exaltación de las ideas no había de extender la mano y decir con arrebato de piedad: «Detente, muerte y no le toques»?
Era la perfecta imagen de un Nazareno, a quien se le hubieran quitado diez años. Su barba judaica le había crecido algo después de la enfermedad; pero aún no pasaba de la condición de vello largo, fino y sedoso. Era más bien como una sombra dibujada con blando carboncillo, y se creería que iba a desaparecer si la soplaban con fuerza. Su perfecta nariz afilada tenía trasparencias de ópalo, y las tintas gelatinosas de sus mejillas y sienes hacían que éstas parecieran más deprimidas de lo que estaban. El tinte cárdeno de las cuencas de sus ojos agrandaba más éstos, haciéndolos más negros, luminosos y profundos. Cuando eran intérpretes de la esperanza o del entusiasmo, el espíritu como que no cabía en ellos y se derramaba a borbotones de luz. Tristes, parecían la propia mirada de la muerte; alegres, traían resurrección a apariencias de salud a todo el descompuesto organismo.
Día y noche se le veía en aquella postura de paciencia, incorporado en el lecho, porque no podía respirar de otra manera, rodeado de almohadas, mal cubierto, de frente a la luz, con la mirada perdida en el techo o en el cuadrado trozo de cielo que por la ventana se veía.
VII
Sacoles de aquella perplejidad en que ambos estaban, una voz, precedida de dos discretos golpes en la puerta. La voz dijo: «¿Dan su permiso?», y la persona que entró era don José Ido, que venía a preguntar por el enfermo y a dar las gracias por los auxilios de la noche anterior.
Alejandro, como de costumbre, dijo que se sentía mucho mejor, y entabló un ameno coloquio con aquel excelente sujeto, mártir de la instrucción, fanal de las generaciones, accidentalmente apagado por falta de aceite. Los tiempos estaban malos, y francamente, naturalmente, el bueno de Ido no había de coger una espuerta de tierra en las obras del Ayuntamiento... ¡Y pensar que había en España diez millones de seres con ojos y manos, que no sabían escribir!.. ¡Y que él, hombre capaz de enseñar a escribir al pilón de la Puerta del Sol, no tuviese qué comer...! ¡Qué anomalías, y qué absurdos, y qué contrasentido tan desconsolador! Pero ¿esto era una nación o una horda? Ido se inclinaba a creer que fuera una piara de empleados, una manada de cesantes y una gavilla de pretendientes... Por todas partes no se oía otra cosa sino que se iba a armar la gorda, y don José..., francamente..., le pedía a Dios que se armara lo más pronto posible y que hubiera una catástrofe tal, que todo se volviese patas arriba, y que viéramos a los generales y ministros yendo a esperar a los Reyes, y a los aguadores sentados en las poltronas..., ¡ajajá! Porque la vuelta tenía que ser grande para que el país se desasnara.
Felipe, mientras su amigo hablaba, había encendido la cocinilla económica, y calentaba agua. Las retorcidas hojas del té estaban allí, en un papelillo; pero faltaba el azúcar.
—Si tuviera usted un poco de azúcar, don José...
—Precisamente —replicó el pendolista con generoso arranque—, ése es un artículo de que no carecemos nunca. Mi mujer tiene un primo confitero, que nos da el caramelo de desecho, el almíbar que se quema y toda la confitería que se pasa de punto... Al momento.
Fuese y volvió con un gran paquete de todas aquellas materias sacarinas que había dicho. De los pedazos de caramelo llenó Alejandro un cucurucho para ponerlo debajo de la almohada, y al instante empezó a chupar. Aunque algo quemados, estaban buenos y a él le sabían bien.
—Pues si tuviera usted un poco de leche, don José...
—Voy a ver... Puede...
Al poco rato, volvió mi hombre con un vasito que contenía un dedo de leche.
—Si se pudiera arreglar el señor con esto...
—Basta, muchas gracias.
Despidiose don José para ir a sus quehaceres, que eran recorrer todo Madrid en busca de colocación, y afanar, al mismo tiempo, por los medios que la Providencia le sugiriera, el sustento para el día, tarea cruel, áspera y abrumadora que al pobre hombre le consumía y le resecaba hasta dejarle en los puros huesos. Bien copiando algún escrito, bien apelando a los sentimientos caritativos de algún amigo, o ya felicitando a cualquier prócer con un mensaje lleno de rasgos y primores caligráficos, lograba reunir miserable suma; pero ¡las necesidades eran tantas...! Luego ¡la enfermedad de su señora, el médico, las medicinas...! Francamente, naturalmente, don José Ido del Sagrario dudaba de la Divina Providencia.
Cuando Alejandro se tomó su té, que le supo muy bien, dijo a Felipe:
—Así no podemos estar... Esto es horrible. ¡Vaya un día! Hijito, es preciso que busques algo. Vete a ver si Cienfuegos tiene. Que te dé siquiera dos duros. Si no tiene, habla con Arias y con Zalamero, y píntale la situación...
A media tarde volvía Felipe de su caminata. En aquel largo espacio de tiempo, no había estado Miquis en completo abandono. Cirila, que no era un ángel ni mucho menos, pero sí un ser humano, había entrado a las once y le había dicho esto:
—He puesto un pucherito. Le traeré a usted una taza de caldo, o unas sopas claras si las quiere. Ya me debe usted seis duros, y si me da algo a cuenta, no le faltará nada.
Felipe no vino con las manos vacías. Oigámosle:
—Cienfuegos no tenía nada. Arias dice que si usted le da cinco duros, la hará un gran favor. Sí, para dar estamos. Poleró dice que vendrá a verle a usted esta noche y Sánchez de Guevara me dio esta peseta para mí..., ¡para mí! Bueno. El tío prisma salió muy tieso del comedor, con el mondadientes de plata en la boca, el señor Completo salió a echar sus cartas, y me preguntó si estaba usted mejor. Le dije que sí y echó un suspiro. Prisma dijo que memorias, y que si se le ofrecía algo para París.
¡Ah!... Zalamero que vendrá también por aquí... Bueno... ¡Ah!, memorias de Julián, que salió conmigo a la calle, y ha venido acompañándome hasta la puerta. No quiso entrar... Bueno... Ahora viene lo gordo...
(Metiendo la mano en el bolsillo y sacando un objeto.) ¿A que no sabe usted quién me ha dado este duro?... Si lo acierta... ¿A que no acierta?
Pues me lo ha dado doña Virginia. Dice que le va a mandar a usted chuletas..., que eso que usted tiene no es más que hambre y que se cura con carne.
—¡Pobre Virginia!, es una buena mujer... Mira, dale el duro enterito a Cirila. Hay que tener presente que se le debe más. Hoy me ha dado sopas.
—¡Ah!..., don Basilio me dio este real... ¡para mí!..., y que expresiones, y que no se acoquine usted.
Por la noche tuvieron de visita a Zalamero, Poleró y Arias. Hablaron tanto, que Alejandro se aturdió un poco con el ruido; pero disimulaba su malestar por no privarse del gusto que tenía en la conversación. Lo único que dijo, fue:
—Hagan el favor de no fumar mucho aquí.
Poleró, con su vehemencia de costumbre, le decía:
—Anímate, hombre. Sal de esa cama. Hace ahora un tiempo hermosísimo.
Si no fuera porque están cerca los exámenes y hay que empollar, te acompañaríamos más. ¿Y el drama? ¿Se representará la temporada que viene?
—Eso, seguro. —Creo que esta semana se pone en escena la comedia de Federico Ruiz.
Me han dicho que es mala adrede.
Y Arias, fuerte en literatura, hablaba de Los Miserables, obra que por aquellos días cautivaba y embelesaba a tantos lectores. ¡Aquella Cosette!..., ¡aquella Fantina!..., ¡aquel Juan Valjean!..., ¡aquel capítulo la tempestad bajo un cráneo!..., ¡aquel polizonte Javert!..., ¡aquel capítulo de las cloacas!..., aquel Fauchelevant!..., ¡aquellas monjas del pequeño Picpus!..., ¡aquella frase no hay que confundir las estrellas del cielo con las que imprimen en el fango las patas de los gansos!..., ¡aquel Gavroche!... En fin, todo, todo...
Con estas conversaciones, se ponía Alejandro excitadísimo y lo entraba ardorosa fiebre. ¡Qué mala noche iba a pasar! Más valía que se fueran. Los muchachos, compadecidos de la horrible situación de su amigo, convinieron en hacerle un anticipo. No eran ricos; pero entre todos echaron un guante, dejando sobre la mesa de noche tres duros y dos pesetas.
—Adiós, adiós; a ver si te sacudes.
—Adiós, y gracias. Ya os lo mandaré con Felipe, cuando reciba lo que me enviará mi padre.
Por la escalera abajo, los tres jóvenes hacían comentarios sobre lo que acababan de ver.
—Yo le tengo lástima; pero hay que confesar que es un suicida. Él se ha matado. —¡Pobre chico!..., y lo que es ése no se levanta más. Yo se lo decía:
«Mira que te estás matando».
—La casa es una perrera. ¿Qué idea le dio de venirse aquí?
—Pero ¿tú has visto a Miquis hacer alguna vez una cosa derecha y con sentido común?
—Si no hay quién le entienda...
—Es un desgraciado, un loco... Bien merecido le está.
Poco después entró Cienfuegos. Ver el dinero que sobre la mesa de noche estaba y hacia él írsele con avidez los ojos fue todo uno.
—Chico, me debes dos pesetas del percloruro de hierro. ¿A ver ese pulso? Algo excitado. ¿Han estado aquí ésos? ¿Ha habido conversación? Se conoce. ¿Y qué tal? ¿Has comido? Doña Virginia te mandará mañana unas chuletitas.
Terminado el interrogatorio médico, se le escaparon estas palabras sacramentales:
—Veo que estás en fondo... No, lo que es este duro me lo llevo.
Recuerda que me debes... Es decir, yo te debo más; pero me refiero a lo accidental. Chico, la lucha por la existencia es la más cruel de las leyes. ¡Eh!..., tú, Felipe, trae esta noche cloral. ¿Has perdido la receta? Si a las diez no duerme, se lo das. Avisa a cualquier hora de la noche si hay novedad.
Incomodado estaba Felipe de la franqueza con que el médico espoliaba el tesoro del enfermo; pero no se atrevía a decir nada. Cuando se fue Juan Antonio, hablaron un ratito amo y criado de la necesidad de llamar otro médico, el mismo que había venido al principio... Días pasaron sin ninguna novedad. Ido les acompañaba algunos ratos, y ambas familias se favorecían mutuamente en sus tribulaciones. A lo mejor tocaban a la puerta, y se veía asomar por ella el rostro agraciado de una niña de diez años, bonita, rubia, con la cara sucia y el vestir andrajoso:
—Don Felipe...
—¿Qué quieres, muchacha? —preguntaba él asustado del don.
—Dice mi mamá que si por casualidad tiene usted una libreta.
—Sí, sí —respondía al punto Miquis—. Felipe, dásela.
—Don Felipe, que si hace usted el favor de darme una peseta, que cuando venga papá a la noche se la dará.
—Toma.
—Don Felipe, que si hace el favor de un huevo...
—Toma.
Gran regocijo y distracción tenía Alejandro cuando los dos chicos mayores de Ido y otros de la vecindad entraban en su cuarto, con gorros de papel y cañas al hombro, haciendo maniobras y juegos militares. Si no fuera por el ruido que metían no les dejaría salir del cuarto en toda la tarde; pero a veces era menester darles algo para que se callaran o para que hicieran sus evoluciones en el pasillo con el menor estrépito posible. Rosa Ido, la que venía a pedir de parte de su mamá, era muy juiciosa, y a ratos les acompañaba contándoles cosas de la vecindad y diabluras que hizo el gato. Su papá había ido a casa del ministro para ver si lo quería colocar; pero ¡quia!, si el ministro era un pillo... Decía su papá que iba a venir la gorda, y que él se alegraba, porque eso de que unos coman y otros no... Algunas tardes iba allá con su muñeca, que tenía toda la cara comida, y empezaba a vestirla y desnudarla con trapos y cintajos, para que Alejandro se riera. La sentaba en una silla, diciéndole con fe: «Ahora te quedas aquí, acompañando a este caballero». Lo mismo hacía con el gato; pero éste no era tan obediente como la muñeca, y se marchaba detrás de su ama. Por Felipe tenía verdadera pasión, y no se separaba de él como pudiese. A veces atormentábale con preguntas y largas charlatanerías sobre cualquier insulso tema.
—¿Por qué te llaman Doctor?, —le dijo un día—. ¿Es que eres médico?
Pues cúrame el gato que está malito.
VI. Fin
I
Todo el mes de mayo se pasó en alternativas de engañosa mejoría y de recrudecimiento del mal, resultando un alza y baja sintomatológica, con oscilaciones no menos bruscas que las de los fondos del enfermo. Días hubo en que, cubiertas con esplendidez las principales atenciones, aún sobró lo bastante para poner un duro en la mano fría, y flaca del apóstol de la escritura; pero otros, teñidos, de la mañana a la noche, de un lúgubre color de tristeza, no traían consigo más que necesidades, disgustos con Cirila, apuros y carencias de lo más preciso. Fue por San Isidro cuando recibió Alejandro carta de su padre, en la cual se manifestaba ya el buen señor enterado de la vuelta que habían tomado los dineros de la tiíta.
Vivísimo enojo resaltaba en todas las frases de la carta. El iracundo padre, pidiendo cuentas del uso de aquel capital, declaraba al niño su resolución de no mandarle un cuarto más en todo el año. Al Toboso habían llegado noticias de la desaplicación del estudiante dramaturgo, de su vida vagabunda, de sus costumbres equívocas y poco dignas, por todo lo cual estaba el buen don Pedro echando chispas. Concluía la tremebunda carta diciendo al rebelde hijo que en vista de que no estudiaba, de que era un perdido, no se gastaría más dinero en su carrera; que después de los exámenes de junio, si es que se examinaba, tomara el camino del Toboso, donde se le tenía preparada una hoz para segar, una azada para romper tierra y un bielgo para aventar, únicos instrumentos adecuados a la corrección de su holgazanería.
Afligidísimo leyó el joven la epístola, siendo cada palabra de ella puñal que le abría las entrañas agravando su profunda dolencia. ¿Qué contestaría? Optó aquella vez por el mejor partido, que era confesar su falta y pedir perdón. Se disculpó diciendo que había tenido una larga enfermedad; pero a renglón seguido incurrió en la torpeza, ya muchas veces cometida, de ocultar su verdadero estado por no disgustar a su madre.
Anunció que se había restablecido, que ya iba a clase y que esperaba examinarse y salir bien. Así lo creía el pobrecito, que antes perdería la vida que la esperanza, y era tan ciego que hacía proyectos para la semana próxima, contando con restablecerse, prepararse en cuatro días, como lo había hecho otros años, examinarse, y después irse tan contento a su pueblo a acabar de ponerse bueno.
Para que fuera mayor su tormento, presentose un día Torquemada, el prestamista a quien Arias llamaba Gobseck, y con buenos modos, más con perversa intención, le exigió el pago de cierta suma. Alejandro sentía un dogal que le estrangulaba. No sabía qué contestar y se contradecía a cada momento.
—La semana que entra, el mes que entra... Precisamente estaba esperando... No tuviera cuidado el señor Torquemada...
Éste embozaba con taimadas razones su exigencia. Aquel dinero no era suyo. Era de un señor que se lo había confiado para emplearlo, y el señor lo necesitaba para ir a tomar baños. Volvería al día siguiente; volvería todos los días, mañana y tarde... ¡Poder de Dios, qué hombre! Si no se le pagaba, pondría dos letritas al señor don Pedro Miquis, a ver qué determinaba... A Alejandro se le helaba el sudor sobre la frente, y se le ponía un dogal muy apretado en el cuello.
—Felipe, chiquillo —decía a su criado, cuando el buitre les dejaba solos—. Es preciso hacer un esfuerzo. Abre la cómoda, saca toda mi ropa, empéñala, que por ahora no la necesito, y para cuando pueda levantarme ya tendré con qué sacarla... A ver si te dan aunque no sea más que lo bastante para pagarle a Torquemada los intereses. Centeno obedecía en silencio; pero al pasar revista a la ropa observaba que faltaban muchas piezas; preguntaba por ellas a Cirila; pero ésta se hacía de nuevas, y hasta se sorprendía mucho de ser interrogada sobre cosas con las cuales nada tenía que ver. «Allá tú», decía a Felipe con lacónica malicia. La ropa blanca estaba reducida a la mitad. Felipe hacía recuentos y comentarios; pero Miquis, impaciente por terminar, cortaba las cuestiones, diciendo:
—No me marees más. Me duele horriblemente la cabeza. Lleva lo que haya y saca todo lo que puedas.
Y cargaba Felipe el lío, y salía y tornaba, y sin dar tiempo a que Alejandro dispusiese del dinero allegado por tan fatal medio, se presentaba Torquemada para llevárselo todo, lamentándose de que la cantidad no fuera mayor, y anunciando su grata visita para dentro de cuatro días. Dios grande, ¡qué hombre!
Apartado este peligro, se presentaban amenazadores otros muchos, y entre ellos el de no tener para las medicinas, ni para lo poco que allí se comía. Cirila, impasible, dijo una mañana:
—Como no me vuelva yo dinero... Hoy sí que no puedo hacer nada. Ni la lumbre puedo encender. Bonito genio tiene el carbonero. ¿Oyó usted el escándalo que armó esta mañana por lo mucho que se le debe?... —Felipe...
—Señor.
—Hijito, por Dios..., haz un esfuerzo. Échate a la calle... Hoy tendrás suerte; me lo dice el corazón.
Felipe salió desalentado y triste aquel día. Sentía un cansancio moral que le abrumaba. Aquella escuela de iniciativa y de voluntad era superior a sus años, y de vez en cuando la naturaleza juguetona y pueril se rebelaba contra los quehaceres graves y contra la pesada carga de deberes más propios de hombre que de niño. Salió a mediodía y estuvo vagando por las calles más de una hora, discurriendo qué camino tomaría y a qué amigos embestiría en tal ocasión con la insoportable arma de sus peticiones. No se le ocurría nada; estaba aquel día torpísimo, con desmayo muy grande en su voluntad; pasaba revista mental de personas, sin hallar en ninguna probabilidades de un feliz resultado... ¡Si tuviera la suerte de encontrarse en la calle un bolsillo de dinero...! Miraba a las baldosas; pero no vio en ellas ningún bolsillo. ¡Si encontrara quien le diera trabajo, pagándole sus servicios...!
Pensó en Mateo del Olmo; pero éste le había dicho que si volvía otra vez a su casa haciéndose el tonto para pedir cuartos, le tiraría por la ventana a la calle. ¡Doña Virginia...! Sí, buena estaba la señora...
Cuando fue ella misma a llevar las chuletas a don Alejandro, había encontrado en el cuarto de éste a una..., ¡a la tal!..., y se retiró escandalizada. Tenía que oír doña Virginia... El don Alejandro era un perdido y no había que acordarse más de él. Estaba rodeado de gente de mal vivir, y lo que se le daba era para mantener..., cállate, boca.
A pesar de esta mala disposición de la excelsa patrona, Felipe fue allá. ¿Quién sabe si alguno de los señoritos...? ¡Ay, Dios mío! Buena se puso Virginia cuando le vio entrar. No le echó por la escalera abajo porque no dijeran... Día más desgraciado que aquel no lo había visto Centeno en su vida. ¡Vaya unas caras que ponían los huéspedes! Es que verdaderamente estaban cansados de tanta y tanta postulancia. Cienfuegos desde que Miquis había llamado a otro médico, no iba por allá, y además estaba, como siempre, en malísima situación. Los demás no tenían voluntad de dar o carecían de dinero.
—Esto ya es vicio —dijo Poleró—. Si su padre no le mandara, vamos..., pero él tiene sus mesadas... Aunque le diéramos millones, lo mismo que nada. Aquello es un tonel sin fondo. Felipe, vete a la Casa de la Moneda, única que puede surtir a tu amo. En la tuya hay por fuerza muchas bocas de chupópteros... ¡Pobre Alejandro!, ¡pobre chico! Al fin ha de ir al hospital y será lo mejor para él.
Casi lo mismo dijeron los demás. De la mano de ninguno de ellos se desprendió ¡ay!, el rocío de un solo cuarto.
Fuese a la calle muy descorazonado, y dio, durante media hora, vueltas y más vueltas por el barrio, pensando, discurriendo, cavilando...
¿Sobre quién dejaría caer el filo de su cortante sable?... ¡Ah!, ¡qué idea! si se atreviera... Si se atreviera a dar un ataque a don Pedro Polo... Pero ¡quia!, con el genio tremebundo de este señor... A buena parte iba... Con todo, ¿por qué no había de probar? Si don Pedro le decía que no, bueno; si por el contrario se hallaba en situación favorable, en uno de aquellos momentos en que parecía que se ablandaba y se derretía la masa durísima de su genio... ¡Nada; a él! Quien no se atreve no pasa la mar. ¡A don Pedro, y salga lo que saliere!
Dirigiose a la calle de la Libertad; pero tan poca confianza tenía y tanto miedo de presentarse a su antiguo amo y maestro, que retardaba el paso, y ya en la puerta, volvió atrás y se entretuvo dando tiempo al tiempo, asustado del momento que anhelaba... ¡Cobarde! Sintiendo al fin arranques de energía, afrontó la penosa situación. ¡Adentro! Cómo le temblaban las manos, cómo le palpitaba el corazón! Subió y llamó. Era la hora en que don Pedro, ya bien comido y bebido, acostumbraba entretenerse un rato en su cuarto, fumando y hojeando algún libro de clase...
Desde que la criada abrió la puerta, sintió Felipe la voz de Marcelina, y esto le fue de tan mal augurio, que se habría vuelto a la calle, si al mismo tiempo no oyera la del maestro, diciendo: «¿Quién es?».
El mismo Polo salió al recibimiento. ¡Sorpresa! Felipe como un muerto... ¡Con qué ganas apretaría a correr escalera abajo!
—¡Felipe!..., ¿tú por aquí? Pasa, hombre... ¡Jesús!, derrotadillo estás...
Estas palabras, dichas con benevolencia, lo volvieron el alma al cuerpo.
—Que entres, hombre. Parece que me tienes miedo. ¿Qué es de tu vida?
Don Pedro le llevó a su cuarto. Felipe le miraba, regocijándose de haberle encontrado con buen genio. Daba gracias a Dios de que no estuvieran delante, mientras él hacía su petición, ni la madre ni la hermana del cura, pues de ambas temía desfavorables informes... ¡Vaya que estaba aquel día de buenas el león! Para que todo fuera lisonjero, don Pedro le facilitaba la penosa exposición de su cuita, saliéndole al encuentro con esta hidalga y familiar frase:
—Ya, tú estás mal y vienes a que te socorra.
Felipe dio un gran suspiro. Bien comprendía que ninguna palabra sería más elocuente. En pie, la roja boina en la mano, no apartaba los ojos del suelo. El rubor le quemaba el rostro.
—No me coge de nuevas que estés tan mal. Desde que saliste de mi casa no habrás hecho más que vagabundear. Eres un perdido, un pillete de esas calles, y no teniendo ya quien te dé, no encontrando ya en donde merodear, vienes a que yo te ampare...
Felipe sintió que materialmente se le desprendía la cara y se le caía al suelo. Hizo con ambas manos un movimiento encaminado a evitar esta catástrofe anatómica. Comprendió que era preciso decir algo. El silencio le acusaba.
—No, señor... —murmuró—, yo no soy vago... Estoy sirviendo a un caballero...
—¿Y ese caballero no te da salario, no te da ni siquiera de comer?
—Sí, señor... pero —balbució Felipe, aturdidísimo y sin saber cómo explicar el extraño y nunca visto caso de su miseria.
—A ver, explícame eso.
—Es que mi amo no tiene nada..., está pobre...
—¿Quién es?
—Un estudiante.
—Nunca he visto estudiantes que tengan sirvientes. ¿Es, por ventura, hijo de reyes?
Felipe estaba cortado. Su garganta oprimida no daba paso a la voz ni al resuello. Las ideas se le escapaban por un gran boquete abierto en su cerebro. Empezó a hacer pucheros. —No, con llanticos no me convences... Mientras no me expliques bien qué amo es ése, y por qué está tan miserable... ¿Y tú para quién pides, para ti o para él?
—Para él.
Don Pedro rompió en franca risa. Haciendo juego con él, en contrario, Felipe lloraba como una Magdalena.
—Si usted no me quiere creer... —decía entre sollozo y sollozo...
—Pero si no me has explicado nada...
Y seguía llorando, llorando. Cada ojo era un río inagotable. Don Pedro, mejor dicho, el caimán de la escuela, le miraba sonriendo con cierta ferocidad escudriñadora, detrás de la cual quién sabe si se escondía la compasión.
Limpiándose las lágrimas con ambas manos, a puñados, Felipe suspiró estas palabras: «Adiós, señor don Pedro», y dio media vuelta y salió del cuarto, encaminándose a buen paso hacia la puerta de la escalera. Por el recibimiento iba, cuando la voz del maestro, iracunda, gritó:
—¡Doctorcillo!
Éste retrocedió.
—Demuéstrame tu necesidad —le indicó entra ceñudo y compasivo—, hazme ver que no pides para vicios y para entretener tu vagancia, y entonces te daré...
Felipe no respondía nada. Ya no lloraba. —Pruébame...
¿Y cómo lo había de probar el desventurado? Pensó decir a Polo que se diera una vuelta por la malhadada casa de la calle de Cervantes, para que se convenciera, por el testimonio de sus ojos, de la verdad del lastimoso cuadro; pero esto le pareció ineficaz. Don Pedro no había de ir allá.
—A ver, habla...
—Adiós, señor don Pedro —volvió a decir el Doctor, dando otra vez la media vuelta para retirarse.
—Haz lo que quieras... Bueno, hombre, abur. ¿Y a dónde vas con tu cantinela?
Felipe se detuvo y le miró bien.
—Voy a ver si me quiere socorrer —dijo— una persona que ya otra vez me socorrió...
—¿Quién?
—La señorita doña Amparo.
Don Pedro, súbitamente, se volvió para la pared. Así no pudo ver Felipe su palidez, que era como la del bronce que quiere ser plata.
Haciendo que miraba un mapa, Polo exhaló estas palabras:
—¿Cómo fue eso?..., ¿cuando?
—El día que me marché de aquí, la señorita doña Amparo, que tiene tan buen corazón, me dio seis pesetas que se había sacado a la lotería.
Don Pedro empezó a revolver papeles sobre la mesa, quitando cosas de su sitio para llevarlas a otro. Se hacía el distraído, refunfuñando:
—¿Es eso verdad?... ¡Qué cosas te pasan, hombre! ¿Conque seis pesetas...?
No miraba a Felipe, ni éste podía advertir en el rostro de su maestro señales de interior borrasca. El caimán se metió la mano en el bolsillo.
Sonó dinero. Era como el roce y frotamiento de metálicas escamas. Felipe fue todo ojos. Una de las manos de don Pedro contaba sobre la otra, pasando y repasando monedas.
—Toma siete —le dijo la domada fiera, poniendo un montoncillo sobre la mesa.
—Dios se lo pague, don Pedro, y le dé mucha salud a usted y a toda su familia.
II
La satisfacción, la ufanía que llenaban el alma del buen Doctor al salir de la casa no son para interpretadas con palabras. Se asombraba de que un hombre tan atroz, que había tenido la crueldad de dejar sin pan al infeliz Ido, se ablandase hasta el punto de darle a él un auxilio mayor de lo que esperaba. No alcanzando la rudimentaria agudeza de Felipe a penetrar el motivo del brusco enternecimiento del monstruo, forjaba en su mente una pueril explicación del caso.
—Es que el señor don Pedro —decía—, tiene dentro una lucecita que se enciende en cuanto le tocan un botón, como el de las campanillas eléctricas que se usan ahora. El que toca el botón y enciende la luz, hace de él lo que quiere. El que no, se amuela.
Tan grande éxito le envalentonó, despertando su codicia. Era preciso trabajar más aquel día, para obtener una colecta considerable con que sorprender a Alejandro y alegrar su espíritu. ¿A quién más acudiría?...
¡Ah! ¡Don Federico Ruiz debía de estar rico!..., ¡a él! De paso le tocaría los registros a don Florencio Morales por si quería dar alguna cosa. ¡Al Observatorio como un rayo!... Recordó, no obstante, que su amo había dicho alguna vez a propósito de la liberalidad del astrónomo: «Antes dará aceite un ladrillo». Pero no importaba..., ¡adelante! Podría ser que también Ruiz tuviera botón, y que él, sin saber cómo, lo tocara por inspiración del Cielo. En cuanto a don Florencio, bien presentes tenía los ofrecimientos que le hizo una tarde que le encontró en el Prado tomándose con gran deleite un vaso de clarísima agua de Cibeles. ¡A ellos!, ¿quién dijo miedo?
¡Qué contrariedad! Don Federico no estaba en la casa. Había ido al teatro, a ver ensayar su comedia que se estrenaría a la noche siguiente.
El que sí estaba era el gran Morales; mas no fueron sus primeras palabras muy lisonjeras.
—Sí, te veo..., te veo venir... Me traes la monserga de la otra tarde. Sí, que tu amo está malo, que ni tú ni él tenéis que comer. Yo he visto mucho mundo, amiguito. Si se fuera a dar a todo el que tiene necesidad, andaríamos desnudos y abriríamos la boca al viento.
Felipe, desconcertado, se esforzó en argumentar lo contrario, diciendo con quejumbroso y dolorido estilo que si no se fiaba de él, fuera pronto a la calle de Cervantes para ver con sus ojos la verdad de aquellos terribles apuros; a lo que don Florencio contestó lleno de entereza:
—Sí, justo; no tengo yo más que hacer sino subir escaleras... Y entre paréntesis, lo que a tu amo le pasa le está bien merecido, porque es un libertino, un mala cabeza. Lo sé por Ruiz que está al tanto de todo... No me vengas con cuentos. Yo no soy de piedra. Si tienes hambre, vente a la hora de comer, y no faltará con que la mates. Pero lo que es metálico, no lo esperes. Está la patria oprimida, hijo, y hay mucho pobre, y mucha boca que tapar. Pasa, entra, siéntate un rato, y veremos si Saturna tiene algo que darte. Creo que se le han echado a perder unos hojaldres... ¡Saturna!
¡Saturna!
Empezó a dar gritos, y luego, encarándose otra vez con Felipe que había ya perdido toda esperanza de recoger algo sonante, le dijo: —Tienes suerte, chiquillo. Parece que lo hueles. Y entre paréntesis, ¿quieres que te diga en qué consiste el mal de tu amo, y por qué está tan miserable?
Centeno era todo oídos y no quitaba los ojos de don Florencio, mientras éste, que acababa de subir la rampa, se limpiaba el sudor de su frente y cráneo; natural desahogo y salida de tan gran hervidero de ideas.
—Pues te diré, para que tú también vayas aprendiendo. Tu, amo es un loco, es mío de estos jovenzuelos que se han emponzoñado con las ideas extranjeras. ¿Qué nos traen las ideas extranjeras? El ateísmo, la demagogia y todos los males que padecen los países que no han querido o no saben hermanar la libertad con la religión. ¿Qué dicen por allá? Pues dicen: «Fuera Papa, fuera religión y venga república; hacer cada uno lo que le da la gana». ¿Es esto prudente? No señor, y lo que es en Francia, hijo, lo que es en Francia, te digo que Napoleón Tres les sentará las costuras. ¿Tengo o no tengo razón?
Felipe, compenetrado de tan sabias ideas, me mostraba su asentimiento con grandes cabezadas afirmativas.
—Pues esas ideas, ese ateísmo, ese desbarajuste es lo que nos quieren meter aquí —prosiguió el insigne conserje, haciendo el orador y paseándose en un espacio como de tres varas—. Hay unos cuantos..., todos muchachos, chiquillos, estudiantejos que leen libros franchutes y no saben palotada de nada... Hay unas cuantas cabezas ligeras, y tu amo es de ellos..., que nos quieren traer aquí todos esas andróminas forasteras.
¿Sabes lo que están diciendo?
Espanto de Felipe, que no sabía nada, pero sospechaba era cosa gorda y coruscante.
—Pues ahora se salen mis amigos con eso de todo o nada. En resumidas cuentas, que quieren nada menos que destronar a Su Majestad la Reina. Ya les he dicho que no les sigo por ese camino, y me he borrado de la Tertulia... Porque Dios sabe lo que va a venir aquí. Tú, figúrate... Se van a desbordar las masas...
Felipe creyó por un momento que aquellas masas eran los hojaldres que le habían prometido, y tembló por ellos.
—A ti, vamos a ver, ¿no se te ponen los pelos de punta al pensar...?
—Sí señor, sí señor que se me ponen.
—Ese empeño de que todo ha de ser extranjero... Yo soy español por los cuatro costados. Señor, si aquí nos entendemos muy bien, si aquí sabemos hacer las cosas... Póngannos la Milicia, la Constitución del 12, y basta. El clero en su puesto, la Milicia para defender el orden, el ejército para caso de guerra, Cortes todo el año, buenos seminarios, mucha discusión, mucha libertad, mucha religión y venga paz. Si esto es claro y sencillo... Pues no ha de ser así, sino ateísmo, demagogia y filosofía alemana... Yo les veo venir, y me callo... Ya veremos la que se arma. Aquí me estoy achantadito, esperando a ver cómo salen del paso. Una tarde discutimos aquí tu amo y yo... Se quedó turulato... Sí, pregúntale.
Callado le dejé, y pegado a la pared. Él defendiendo lo extranjero, me sacó poetas y descubrimientos..., qué sé yo. ¡La ciencia y la industria! A mí no me vengan con solfas. Yo he viajado, yo sé lo que hay... Concedo, sí señor, concedo que la Inglaterra nos aventaje en ciertas cosillas; pero en otras estamos por encima de todos. Fíjate tú en los productos de nuestro suelo, y dime si hay algo que les iguale. Aquí tenemos para todo lo que nos hace falta, y nos sobra para mantener a tanto hambriento de extranjis... Castilla es el granero del orbe terráqueo. Nuestros vinos van por todo el mapa. Pues el día que queramos poner en un apuro a los inglesotes, no hay más que decirles: «Caballeros, ya no hay más jerez». Y en cada localidad tenemos una cosa buena que no tiene igual en el mundo. Y si no, dime donde hay otra Málaga para pasas, otra Astorga para mantecadas, otra Jijona para turrón, otra Soria para mantequilla y otro Madrid para un buen vaso de agua. En industria ahí está Cataluña con sus hilados, y Toledo con sus espadas. En buques no te digo nada. Cada marino nuestro vale por ocho extranjeros, y con un cachucho cualquiera nos ponemos delante de la mejor escuadra. Nuestro ejército ya se sabe que es el primero del mundo. Yo querría ver correr a ingleses, franchutes y austriacos en una batalla en que se dijera: ¡Cazadores de Madrid, adelante!.. Y todo, hombre, todo. Si aquí no necesitamos de lo forastero para nada. En generales, ¿qué nación tiene un Espartero y un O'Donnell? En abogados..., habías tú de ver un escrito puesto por don Manuel Cortina o don Joaquín Francisco Pacheco... ¿Y aquella palabra de Olózaga en el Congreso? Atrás la Europa toda. Hasta en cómicos estamos por encima. Pues a donde llega la Matilde, ¿quién llegó? ¿Tú la has visto? Aquel modo de llorar es cosa que parte el corazón. Pues te digo que en papeles de gracia es tan buena como en los de ahogo y sentimiento... Poetas los tenemos por fanegas, mejores que todos los extranjeros, y si vamos a pintores, ya quisieran ellos... Nada, nada, no le des vueltas; aquí no necesitamos para nada esos países. Díselo así a tu amo, y que se vaya curando de estas manías, y se haga rancio español y católico a machamartillo, y se deje de patrañas ateas y de locuras demagógicas... Saturna, los hojaldres... ¿No los ibas a tirar? Aquí está Felipe que los aprovechará. Cuando don Florencio puso punto fin al en su recitado, que a Felipe le pareció discurso por lo elocuente, sermón por lo largo, el muchacho, admirando tan soberano talento y facundia, no comprendía la oportunidad de la lección que con tales alegatos daba el conserje a Miquis, ni el provecho que éste había de sacar de ella para remediar su miseria. Hizo propósito de retener en su fiel memoria lo más que pudiese de aquel discurso, para repetírselo a Alejandro, cláusula por cláusula, seguro de que éste se había de reír. Tomando sus hojaldres, que envolvió cuidadosamente en un número de Las Novedades, despidiose del matrimonio y echó a correr para su casa.
III
Frente al Botánico detúvole una voz conocida, una voz amiga, que hacía algún tiempo no había regalado sus oídos. Era Juanito del Socorro, que le llamaba desde la verja del Botánico, en cuyo escalón estaba sentado con otro amigo.
—Hola... Redator...
—Miale..., el Iscuelero.
Entablose franco y, amistoso coloquio, Juanito y su amigo habían salido del taller, porque aquel día estaban de obra y no se trabajaba...
El insigne Socorro era aprendiz de dorador. ¿Qué ganaba?, un sentido. El principal le quería mucho y le iba a poner en el estofado.
«Vente a este oficio, hombre, y ganarás lo que quieras». El tal Juanito estaba en aquel arte por gusto de su madre, y de allí pasarla a ingeniero.
Iba por las noches a la escuela gratuita de dibujo, y pintaba hojas de coluna, narices y toda la pirámide de la Geometría. Le iban a poner en el adorno y a pintar una comotora. Ya sabía las cuatro ordenes de la arquitectura, y a poco más, si le dejaban, hacía otra como el Escorial. La corintia era de este modo, y la jónica de aquel otro... En su taller, era él capaz de dorar el gallo de la Pasión, y en aquellos días estaban refrescando un altar. Su principal doraba también con galvana, en un pilón con agua muy agria, que quema... Como que él tenía la blusa agujerada porque le cayeron gotas. ¡Era el oficio más bonito que se podía ver, porque coger una cosa de palo o de hierro y ponerla dorada...! Nada, nada, hijí, si te descuidas se te doran los dedos, y hasta el resuello es oro.
¡Ganar!, lo que quieras. Todos los días encargos, y «que vaya a sacarle lustre al Padre Eterno de la Iglesia...». En medio día se despachaba él cuatro espejos. Primero hacía la pasta, luego iba pegando molduras...
Ahora venga barniz, brocha de pelos de león y panes de oro... Un momento, un suspiro. Da gusto ver que todo se va poniendo como un sol... Con los panes que sobraban hacía él maravillas en su casa, y hasta los vasares de la cocina y la espuerta de la basura los había dorado.
Felipe, rebajando gran parte de lo que oía, conceptuaba feliz a su amigo con aquel oficio. ¡Dorar! ¡Poner en todas las cosas la risa del sol, vestir de luz los objetos, endiosar la ruin madera, fingiéndole la facha del más fino y valioso metal...! ¡Dichoso el que en tal industria se ocupaba! Daría él cualquier cosa por poder disponer de los elementos de aquel arte, y dorar la cama, los libros y hasta las botas de su amo. Subió de punto su admiración, cuando Juanito le enseñó sus uñas doradas.
—¿Qué es eso que llevas ahí?..., pastelitos.
—Me los han regalado. No sirven...
—Mia éste..., ¡que no sirven! Nos los comeremos.
—Es que..., son para...
—Te los compraremos, hombre... Si creerás tú... Te vamos a convidar a café... Fúmate un cigarro.
Sacó Juanito una cajetilla y repartió. El otro amigo encendió tres cerillas.
—¿Onde vamos? A Diana, que dan mucho azúcar... Café y copas, Felipe...
Ya era de noche, y Centeno no quería detenerse; pero la obsequiosa finura de aquellos dos caballeros le cautivaba, y también, dígase con franqueza, no dejaba de sentir en su ánimo cierto apetito de libertad, instintivo afán de hacer algo que rompiese la triste y monótona vida que llevaba. ¿Su esclavitud no tendría algún descanso, y su trabajo el alivio de un ratito de café?... ¡Adelante!
—¡Mozo..., café y copas..., y un periódico!...
Centeno se recreaba en el fácil uso de su albedrío, en aquel desembarazo que le hacía hombre; y cuando se acordaba de la soledad de su amo, sintiendo, con el recuerdo, un poco de pena, se consolaba mirando el mucho azúcar que sobraba y haciendo propósito de guardarlo todo para el enfermo. Tomaban el café despacio, porque estaba muy caliente, y entre sorbo y sorbo, corría de la boca de Juanito, como del caño de abundosa fuente, un chorro de hipérboles. Felipe no tenía su espíritu muy alegre; pero desde el mal aventurado instante en que llevó a sus labios la copa, sintió que se trasformaba y volvía muy otro de lo que era. Aquel maldito licor picaba como un demonio, producíale llamaradas en todo el cuerpo, y en la cabeza un levantamiento, un pronunciamiento, una insurrección de todas las energías, un motín de ideas, bullanga y jarana extraordinarias... Pero él, impávido, seguía bebiendo para que no le dijeran memo, y por fin no quedó nada en la copa. ¿Qué alegría era aquélla que le entraba, qué prurito de moverse, de reír, de alzar la voz, de hacer bulla y dar saltos sobre el asiento cual muñeco que tuviera en cada nalga un bien templado resorte? Juanito y su amigo se reían de verle en tal estalo, y le incitaban a seguir bebiendo; pero él, con seguro instinto, se negó a dar un paso más por tan peligroso camino.
Era el tal café de los que llaman cantantes. A cierta hora un melenudo artista sentose en la banqueta próxima al piano, y empezó a aporrear las teclas de éste. A su lado, un hombre flaco y pequeño cogió el violín, y rasca que te rasca, se estuvo media hora tocando. El efecto que la música hacía en Felipe era como si se le levantara dentro del alma un remolino de satisfacción, el cual corriera haciendo giros, con delicioso vértigo, desde lo más bajo del pecho a lo más alto de la cabeza. Pues digo... ¡cuando cesó el del violín y subió a la tarima una tarasca que cantaba romanzas de zarzuela y jotas y fandangos...! Felipe, entusiasmado, no cesaba de dar palmadas, y a la conclusión de cada estrofa le faltaban pies y manos para hacer sobre la mesa y en el suelo todo el ruido que podía. Juanito, con más calma, tenía fijos sus ojos en la cantatriz, y admiraba sus dejos, sus gorjeos, sus ayes picantes y todo lo demás que salía por aquella salerosa boca. Él no decía más sino ¡qué boca, qué boca!... ¡Y con qué entusiasmo la contemplaba!... Se la doraría.
Otros efectos, a más de la inquietud y el gozo, produjeron en el alma de Felipe aquellos dos agentes: alcohol y música. Fueron la pérdida de toda noción del tiempo trascurrido y unos arranques de generosidad que habían de serle muy nocivos. Viendo que Juanito se registraba sus bolsillos sin lograr sacar de ellos cosa de provecho, Felipe se llenó de punto y de vanidad caballeresca, sacó sus siete pesetas y las desparramó sobre la mesa con gallardo movimiento.
—Yo pago, yo pago... —gritó con cierto frenesí.
Parte del dinero se cayó al suelo. Mientras el amigo de Juanito lo recogía, Felipe, atento sólo a batir palmas en celebración de la cantatriz, llegó a perder hasta el verdadero conocimiento del sitio en que estaba. Veía diferentes personas a su lado y delante, mas no se hizo cargo de nada. Por un momento creyó distinguir en una de las mesas próximas un semblante conocido, mujer hermosa, rodeada de hombres; asaltole sobre esto un pensamiento, hizo una observación; pero imagen, ideas, apreciaciones, todo se desvaneció en su mente, dejándole otra vez en aquel aturdimiento delicioso. No vio al mozo que cobraba y devolvía cuartos, ni supo él lo que de sus propios bolsillos había salido, ni lo que a ellos restituyera.
Tampoco supo cómo y cuándo salió del café, ni dónde se separaron de él sus amigos... Oyó la campana del reloj de la Puerta del Sol. Atento, y como volviendo en sí mismo con la facultad de apreciar el tiempo, contó las once..., ¡las once! Llevose la mano con ardiente ansiedad al bolsillo... Nada: bolsillo más limpio no se había visto nunca. En rápido giro pasaron por su mente todos los sucesos de aquel día... Don Pedro, las siete pesetas, don Florencio, los hojaldres... ¿Y dónde estaban los hojaldres? Como se recuerda una pesadilla, con indistintos contornos y matices, recordó Centeno la descomunal boca del amigo de Juanito abriéndose de par en par para comerse los hojaldres... Y el dinero, ¿qué vuelta había tomado?... Y su amo, ¿qué pensaría de la tardanza? ¿Qué le habría pasado en aquel largo día de soledad y escasez?...
Felipe recobró sus facultades instantáneamente. Entraron como de golpe y con tumultuosa sorpresa, cual guerreros que acometen airados el puesto de que les expulsó la perfidia. De todo lo que entró en el cerebro del hijo de Socartes, lo primero y lo que más ruido hizo, fue la vergüenza... Ésta era tan fuerte y le dominaba tanto, que no sabía si apresurar o detener su vuelta a la casa. ¿Qué le diría don Alejandro? ¿Qué diría él para disculparse?
Llegó al fin temblando. Se horrorizaba al pensar que le iba a encontrar muerto. Si muerto no, de seguro le hallaría muy enojado.
Seguramente habría carecido de alimento, de asistencia, de compañía... Y lo peor de todo era que al volver a la casa después de doce horas de ausencia no llevaba ni un real, ni siquiera un par de cuartos. Ganas le daban a Felipe de estrellarse la cabeza contra la pared de la escalera...
Bribón mayor que él no había nacido de madre ¿Qué cara pondría su amo al verle, qué le diría?
Entró por el pasillo adelante más muerto que vivo: y cuando se acercaba a la puerta, dábanle ganas de retroceder y volverse a la calle.
Cirila lo abrió y le dijo:
—Me gustan las horas de venir.
Vio Felipe luz en el cuarto de su amo, y oyó una voz que le parecía ser el propio órgano parlante de don José Ido. Esto como que le dio ciertos ánimos, y empujando la puerta...
Grandísimo consuelo recibió al ver que su amo estaba conversando tranquila y animadamente con el calígrafo. Hablaban de política, y don José decía con soberana perspicacia:
—Lo que es Narváez, señor don Alejandro, lo que es Narváez...
Apartó su atención Miquis de aquella importante declaración para increpar a su criado:
—Perdido, ¿ya estás aquí? Más valía que no hubieras vuelto más.
Centeno no supo qué responder. En medio de la vergüenza y pena que sentía, observaba, que su amo no estaba colérico. Decía aquellas cosas riendo.
—A ver, cuenta..., ¿dónde has estado? ¿Qué has hecho en tanto tiempo?
—Vaya..., pues con el permiso de usted... —indicó don José, dispuesto a retirarse—. Ya tiene el señor compañía...
Quedáronse solos... ¡Con qué arte se disculpaba Felipe, y qué vueltas y revueltas tomaba su pensamiento para evadir la dialéctica de su amo que, implacable, le perseguía! ¡Qué de mentiras dijo, y cuántas combinaciones de lugares y horas hizo para encontrar disculpa cumplida de su tardanza!
—Para que veas cómo no te valen conmigo tus embrollos —le dijo Miquis riendo—, te voy a probar que soy adivino. Sin moverme de mi cama sé dónde has estado: te he visto, Felipe, te he visto, aunque no nací en Jueves Santo, como mi señora tía. Has estado en el café de Diana tomando copas; te has emborrachado... No hacías más que aplaudir a la tiple y decir barbaridades... Y seguramente eres hoy hombre rico, porque allí sacaste muchas pesetas... A ver, hombre, enseña esos tesoros..., abre esos bolsillos...
Desconcertado se quedó Felipe al oír esto. Su amo se reía, y él no sabía si enfurruñarse o reír también. ¡Otro caso extraño, muy extraño! En la mesa de noche había dinero y pesetas... ¡Cosa más extraña aún y verdaderamente fenomenal!... Las pesetas, si no contaba mal, eran siete.
No pudo Alejandro obtener de él una confidencia explícita, y al fin se durmió... Felipe cayó también sobre el sofá rendido de sueño y cansancio.
IV
El médico que asistía a Alejandro era un joven estudioso, simpático, aplicadísimo y que se encariñaba con los enfermos, mirándolos como amigos y como libros, cual materia de afecto y de enseñanza. Y al decirle por las mañanas: «¿Qué tal, cómo va ese valor?», leía en su cara, en su lengua, en su pulso renglones de dolor. Hombre compasivo y afanoso de aprender, Moreno Rubio sentía en su corazón pena y lástima de cristiano; pero este dolor lo atenuaba, con las caricias de sus dedos de rosa, el goce científico, o sea el estudio de aquel hermoso caso. Observar la marcha metódica de la enfermedad, conforme en cada uno de sus terribles pasos con el diagnóstico que él había hecho; ver y oír cada síntoma; examinar las turgencias, las morbideces, los ruidos torácicos, las eliminaciones..., ¡qué cosa tan entretenida! Esto y los cantos de un bello poema venían a ser cosas muy semejantes. Principalmente la auscultación, en la cual Moreno Rubio empleara todos los días un largo rato, enamoraba su espíritu. Las cosas que dice el aire en los pulmones son verdaderamente maravillosas. Esta música no es igualmente seductora para todos, pero su expresión sublime no puede negarse. La resonancia sibilante, la cavernosa, los ecos, los golpes, los trémolos, las sonoridades, indistintas y apianadas, que ya no parecen voces del cuerpo sino soliloquios del alma, constituyen una gama interesantísima. ¡Lástima que la letra de esta música sea casi siempre una endecha de muerte! Los oídos del médico se regalan con los suspiros del moribundo, Aquella mañana (no sabemos bien qué día era), el médico y Cienfuegos conferenciaron un rato en la escalera, por no poderlo hacer en la casa.
Cara tristísima tenía Moreno Rubio cuando dijo:
—Se va por la posta..., ¡pobre chico! Los tubérculos han destruido casi todo el parénquima. Ha empezado de una manera alarmante el reblandecimiento y expulsión de tubérculos. Ya esto con una rapidez que me sorprende, porque al principio noté cierta lentitud en el desarrollo de los tubérculos, y creí que nuestro dramaturgo tiraría hasta el otoño.
—La voz —dijo Cienfuegos, no menos triste—, se le trasformó desde ayer por la mañana. Me espanté cuando le oí.
—La broncofonía nos indica la formación súbita de grandes cavernas...
Mañana auscultaremos, y observará usted el curioso fenómeno de la pectoriloquia... En fin, seguir con la digital, y por las noches los calmantes.
Felipe oyó esta conferencia, y su terror fue grande. Quedose como quien se cae de muy alto, atontado. No creía él que la enfermedad de su amo fuera tan grave, ni temía una tan próxima catástrofe; pero, pues aquel señor lo dijo, cierto debía de ser. Lo primero que hizo fue echarse a llorar; mas pronto comprendió la necesidad de contenerse y envalentonarse para que su amo no se acobardara viéndole tan afligido. Compuso su semblante lo mejor que pudo, y entró en el cuarto. Felizmente estaba Alejandro tan ilusionado respecto a su pronta curación que no era preciso hacer esfuerzos para darle ánimos. Desde el día anterior no cesaba de hacer proyectos, los unos de arte y de trabajos para el año próximo, los otros bucólicos y de vida regalona.
—¡Qué buenos días voy a pasar en la Mancha este verano! —decía—, pues yo creo que allá para el 15 ó 20 de junio me podré marchar. Esto no es más que una fuerte irritación que ya va cediendo, a mi parecer... Porque yo me siento mejor, sí señor; y aunque no tengo fuerzas, ellas vendrán. En todo el verano no haré más que pasear, comer y dormir. Estaré allá para la siega y me divertiré mucho. Para que veas si soy bueno, Flip, te voy a llevar. Verás cómo te diviertes. Iremos de caza. ¿Tú tiras?... Pero yo te enseñaré. Es un gusto ir a codornices. Mi padre tiene un monte... Ya se me hace la boca agua, pensando en el apetito que voy a tener..., me comeré hasta los platos... Mira tú; nos salimos de madrugada y nos llevarnos el almuerzo en una cesta..., creo que hasta la cesta nos la tragaremos... A las diez ya no podremos tenernos de hambre.
Felipe, al oír esto, hacía disimulos muy penosos de su congoja, y tan bien fingía, que el otro se entusiasmaba más. Necesitaba poco para ponerse en aquel estado, por ser su alma de suyo arrebatada y soñadora. Pero Centeno, sin olvidar sus papeles, estaba preocupadísimo con ciertas ideas referentes a lo que en la escalera había oído. Entrando y saliendo a sus quehaceres, ni por un momento se apartaba de su alma aquella pena, y a la pena se unía un prurito de rebelión contra el dictamen de Moreno Rubio.
No, su amo no podía estar tan malo como el médico decía; su amo no se moriría..., pues no faltaba más. Sin duda Moreno Rubio era un bruto que no entendía el oficio, y soltaba aquellas paparruchas para darse importancia. ¡Morirse tan joven, morirse habiendo hecho El Grande Osuna!
Esto no podía ser. Si él fuera ya médico, si él supiera ya todo lo que trataban los libros de Cienfuegos, de fijo pondría a su amo más sano que una manzana.
«Los médicos de ahora no sirven —pensó—. Para médicos los de mañana, los que van a venir».
Cienfuegos pasaba otra vez allí largas horas, y como era tiempo de exámenes, tenía allí sus libros para darse alguno que otro atracón por tarde y noche. Cuando salía, Felipe hojeaba aquellas obras tan sabias, ávido de encontrar en ellas noticias de la enfermedad de Alejandro.
¡Inútil y desesperante trabajo! No entendía ni jota, y como todo era terminachos y vocablos oscuros, se desesperaba más mientras más leía. Por último, encontró una palabra que Moreno Rubio había pronunciado en la escalera. Parénquima decía el libro. Allí estaba el busilis... ¡Oh!, si él hubiera aprendido siquiera alguna cosita, pero no, no sabía nada; era más bruto que Moreno Rubio y que el mismo Cienfuegos... Se golpeaba Felipe su respetable cráneo, a ver si por este medio brotaba en él alguna chispa de sabiduría médica; pero nada, nada..., todo era cerrazón, dureza, ignorancia... Después buscaba las láminas de los libros, con esperanza de encontrar en ellas alguna idea. Las láminas tampoco le decían lo que él anhelaba saber. Ninguna halló que dijera: «Estado de los pulmones del señorito Alejandro».
Su avidez le quitó el sueño aquella noche; nada le distraía, nada lo consolaba. Ocupado en distintos menesteres, su pensamiento seguía embebido en las mismas ideas y devorado por el mismo afán, ¡ay!, afán de amor y curiosidad. ¿Qué antojo tenía? Nada menos que averiguar cómo era su amo por dentro, meter sus miradas en aquel dichoso parénquima, en aquellas cavernas y tubérculos para ver en qué consistía el daño, y por qué se había de morir su amo. Mentalmente le abría en canal con un grande y cortante instrumento que no causaba daño, y luego introducía con sutileza sus manos para extraer el mal... Lo dicho, dicho, Moreno Rubio era un pobre hombre que no sabía el oficio.
Aquellos días tenía Miquis, a ratos, la compañía de Ruiz, y por las noches la de don José Ido. Felipe se había hecho muy amigo de la familia de éste. Eran los cuatro niños de Ido una generación lucidísima, propia para dar lustre y perpetuidad a la raza de maestros de escuela. El uno de ellos era cojo, el otro tenía las piernas torcidas en forma de paréntesis, el tercero ostentaba labio leporino, y la mayor y primogénita era algo cargada de espaldas, por no decir otra cosa. Además estaban pálidos, cacoquimios, llenos de manifestaciones escrofulosas. ¡Pluguiera a Dios que no representara tal familia el porvenir de la enseñanza en España! Era, sí, dechado tristísimo de la caquexia popular, mal grande de nuestra raza, mal terrible en Madrid, que de mil modos reclama higiene, escuelas, gimnasia, aire y urbanización.
Rosa Ido, con ser raquítica, no carecía de belleza ni de gracia. Era sumamente redicha, y en un certamen de hablar mucho se habría ganado todos los premios. Tenía los ojos azules, el pelo de color de esponja y enmarañado, la boca grande, sin duda de tanto charlar, los modales desenvueltos. Andaba a saltos, comía devorando. Era el tipo de los salvajes de buhardilla, que se extienden por la línea de tejados de Madrid, cerniéndose sobre la población como bandada famélica. Devoran los desperdicios que llegan hasta ellos, y piden sin cesar. Descienden rara vez, porque no tienen ropa con qué presentarse. Viven en aquella altísima capa cubana, situada entre el cielo y los ricos.
Grandes y cordiales amistades se entablaron entre ella y Felipe.
Muchas veces al día oíase la argentina voz de Rosa Ido en la puerta: ¿Dan ustedes su primiso? Y sin esperar respuesta se metía dentro. Charlaba un rato con Alejandro, contándole chismes de la vecindad. Cuando Felipe iba a un recado le acompañaba hasta media escalera, cuando volvía se la encontraba en el mismo sitio con la harapienta muñeca en brazos. Centeno, a su vez, si su amo tenía visita, íbase a la casa de Ido, cuya esposa, algo mejorada de sus acerbos males, le hacía los honores con regaños.
El lugar de tertulia de Rosa y Felipe era una escalerilla que conducía a los tejados y a la pequeña azotea donde las vecinas tendían la ropa. En los escalones ponían los chicos sus juguetes, que eran pedazos de pucheros rotos, palitroques y carretes sin hilo, con los cuales hacían trenes de artillería. Allí instalaba Rosa su boudoir, consistente en un espejo roto, en dos flores de trapo, un carretito, medio peine, varios frascos vacíos, y allí desnudaba y vestía a la muñeca, asistida de su amigo, que para estas cosas tenía habilidad suma. Cuando estaban solos eran las grandes confianzas. Vaya de muestra.
ROSA IDO.— Felipe, la otra noche, cuando estuviste fuera todo el día y volviste bebido, vino la tal... ¡Qué enfado me dio!..., me la hubiera comido. Mamá dice que es una mujer mala, y que señá Cirila es otra mala mujer. Dice que si la hermana parece tan guapa es porque se da pintura.
Mamá y papá no se tratan con esta gente, porque ellos, aunque pobres, son de buena familia... El papá de mi mamá era lo que llaman cabrerizo de Palacio, de esos señores que van a caballo al lado de la Reina.
FELIPE.— (Con autoridad.) Se dice caballerizo y no cabrerizo.
ROSA.— Qué más da... Bien dice papá que tu tienes talento... Pues sí, vino la tal. Entró hecha una farotona, y me dijo: «Chiquilla, vete».
¿Habrase visto...? Yo me salí, pero me quedé en la puerta para pescar algo... A don Alejandro, cuando la vio, se le pusieron los ojos más relumbrones... Ella no se acercó a la cama; se puso alejos..., ¿te enteras?..., y le miraba con una lástima... ¿Cómo le dijo? No me acuerdo.
Ello fue una cosa mu tierna, mu tierna. ¿Sabes lo que dice mamá? Que esa mujerona es quien ha matado a tu amo... Dimpués que hablaron dale que dale, contó ella que te había visto con una gran turca en el café...
FELIPE.— (Avergonzado.) Es mentira... Si la cojo...
ROSA.— Aguarda. Los dos se rieron, y aluego hablaron de otra cosa.
¡Qué ojos tiene tan rebonitos! Don Alejandro la miraba como un bobo, y parecía que se ponía bueno. Se sentó en la cama. Ella se prosimó entonces y le dio la mano. Dimpués sacó ella pesetas y las puso en la mesa de noche. Dice mamá que esa mujer le debe de haber sacado mucho dinero a tu amo, y que ahora es un bochorno para él que ella le dé limosna. FELIPE.— ¡Quita allá!..., ¿qué le ha de dar...? Será casualidad...
ROSA.— (Bajando la voz.) ¿Sabes lo que dice mamá? Que Cirila es una ladrona, y que está vendiendo la ropa de tu amo. Yo estoy volada. Me dan ganas de decirle: «So tía...». Es que tengo yo un genio... Conmigo no jugaba esa tiburona. Si yo fuera tú, la ponía en la calle..., así..., clarito, y le decía: «Señora, ¿usted que se ha llegado a figurar? Dice papá que tu amo es un santo y que sabe hacer funciones del teatro, y que ganará mucho dinero; pero que antes se ha de morir..., que no llega al mes que viene...
FELIPE.— (Dando un suspiro.) Cállate, mujer.
V
Otra vez la conversación recaía sobre el gato. Estaba enfermo, y doña Rosa Ido inconsolable. Felipe se brindó con gravedad facultativa a asistirle; le tomó el pulso, le auscultó, le examinó, dejándose decir frases diversas de hipocrático sentido, como:
—Este señor es muy aprensivo... ¿Ha comido este señor algo más de lo que tiene por costumbre?... Hay fiebre..., esperaremos la remisión de la mañana... Debe de ser cosa del parénquima..., ¿sabes tú lo que es el parénquima?... Pues es donde están los tubérculos, unas cosas muy malas, muy malas.
—¿Y qué le damos para esos tabernáculos? —preguntó Rosa consternada, teniendo sobre su regazo el animal paciente, tieso y al parecer expirante.
—En vista de que las funciones tal y cual —dijo Centeno, ni serio ni festivo—, no van como es debido; y en vista de que la inflamación de la pulmonía de la clavícula interesa el hueso palomo del infarto de la glándula estomacal mocosa...
—Tú estás de broma... y el pobre animalito se muere... ¿Ha venido el señor de Moreno Rubio? Cuando llegue ha de ver al michito bonito... Verás tú cómo con algo de la botica se pone bueno.
—Yo pondré la receta. Oído... Del extracto de chuleta: tres grados centígrados. Del jarabe de cordilla oficinal: cuatro cuartos. Mézclese, agítese, platéese, y dórese...
—¡Qué gracioso!...
—Veamos ese pulso. Está durillo... Un sopicaldo de ratón; si acaso un poco de merluza.
—¿Merluza? Dios la dé... ¿Te parece que le dé unas friegas?...
—No está mal, no está mal. Esa medicina sí que es baratita. Frótale hasta mañana. ¿Qué edad tiene el enfermo? ¿Es anciano? —Quita..., si es un jovencito..., si nació el año pasado.
—¡Ah!..., abusos de la juventud... Le conviene el cambio de aires...
Panticosa.
—¡Qué chusco...!
Alejandro llamó a su criado, y la señorita de Ido quedose sola con su enfermo, a quien administraba cariño, suaves y amorosas friegas y pases de lomo. Poco después, amo y criado oyeron el dan ustedes su primiso, y he aquí que aparece Rosita hecha un mar de lágrimas. El gato había concluido su existencia. ¡Cosa tremenda! Ella le estaba dando una miguita de pan mojada en leche, cuando el pobre animal estiró una pata, luego otra, quedándose yerto, con los ojos vidriados y el hocico entreabierto... No pudiendo soportar el espectáculo tristísimo del cadáver de Michín, Rosita lo había puesto en la azotea, entre dos tiestos sin flores que allí vio, y se había bajado a su casa y al pasillo para llorar más a sus anchas.
Alejandro la consolaba prometiéndole comprarle en la plaza de Santa Ana uno de Angora, bonitísimo, con el rabo como una pluma, y el pelo largo y fino, como seda.
Desde que tuvo un rato libre, corrió Felipe al tejado donde estaba el frío cuerpo del animal difunto. Rosita le seguía sin atreverse a rebasar la escalerilla, y desde el último peldaño observaba lo que el otro hacía.
Viole acercarse al gato, cogerlo, llevarlo a un ángulo protegido de los rayos del sol por los tejados, sentarse allí...
—¿Qué haces, Felipe?
—Lárgate de aquí.:. Tu madre te está llamando; desde aquí oigo sus gritos. Te va a pegar. Corre, vete.
Desde donde estaba, pudo, torciendo el cuerpo, arrojarle una piedrecilla que le dio en la cabeza.
—¡Qué bruto eres!
—Pues vete. Si no te vas te pego.
—¡Qué bromas tienes!
—No es broma.
Rosa se fue. Felipe estaba serio, tan serio que parecía un señor mayor. Nunca, como entonces, se vieron en sus rasgos infantiles los firmes lineamentos del hombre. Detrás de su travesura asomaban los cuarenta años, con máscara grave de paciencia. Estaba tan atento a lo que iba a hacer, tan poseído de su ardiente anhelo y de curiosidad tan abrasadora, que ni la voz de su amo le habría distraído en aquel momento. Sentado en el suelo, con el tieso animal entre las rodillas, sacó una navaja del bolsillo, y ¡zas!..., Ambrosio Paré, Servet, Andrés Vessle, ¿qué decís a esto? El cuchillo estaba bien afilado, y Felipe empezó con tacto y maestría. Su ardiente afán no le alteraba el pulso y supo desprender con serenidad la piel. Había en su espíritu misteriosas intuiciones de cómo se había de hacer aquello; antojábasele que ya lo había hecho otra vez... No, no eran enteramente nuevos para él los goces de aquel sangriento juego... Si jamás hizo aquello, sin duda lo había soñado alguna vez.
Corta por aquí y por allí. Antes de profundizar, quiere reconocer la boca, ¡Treinta dientes! Y ¡qué extraña la inserción de la lengua, y qué áspera y picona toda ella! Como que está erizada de púas... Ahora veamos ese dichoso parénquima. Ábrete cuello. Por aquí será... Ve el Doctor la cavidad laríngea y dice:
—Aquí es donde tienen los mayidos.
Con la punta de su navaja reconoce durezas, discierne el cartílago del hueso y aparta tegumentos y músculos. Pone especial cuidado en no mancharse de sangre, y sabe respetar las arterias.
—Hola, hola, aquí tenemos los pulmones; son estas esponjas, estas cosas llenas de huequecillos... Me parece que este caballero y mi amo tienen la misma enfermedad. Pero no veo nada. ¿Y el parénquima? Será esto que está detrás. Pues ¿y esta canal? Por aquí va lo que comemos. Me parece que el corazón va por aquí. Por estos caños entra y sale la sangre.
Sigamos la canal abajo. ¡El estómago! Ábrete, perro, ábrete. ¡Zas!... ¿De qué has muerto, gato? La sangre no corre. Está apelmazada, aquí en el corazón, y el estómago lo tienes negro... Tú no has comido en muchos días... Y el solomillo donde está? ¡Zas!... Ahora con finura, para sacar el buche entero. ¿Qué es esto? Las asaúras serán. ¿Y para qué sirven?...
Por estas cuerdas que andan por aquí, tirabas y aflojabas para correr...
Pero ¿ese condenado parénquima dónde anda? Los bofes son éstos. Esto es el respirar y el toser y el soplar. Por aquí arriba va la voz, el canto, el enfadarse... Corazón, échate a un lado; tú eres el querer, el llorar, el arrepentirse...
La voz de Rosita sonó en lo bajo de la escalera.
—Felipe, tu amo te llama. ¿Qué haces?
—Aguarda, mujer..., no subas. Di al señorito que espere.
—Felipe.
—Dale.
—Felipe, que no seas majadero, que bajes.
Y él, sin hacer caso de nada, seguía su investigación ardiente, con curiosidad que le abrasaba el cerebro... ¡Si tuviera tiempo de abrir la cabeza para ver la crisma, donde está todo el intríngulis del pensar...!
—¡Felipe!
—¡Qué allá voy!
—Tú estás haciendo alguna cosa mala.
Apresuradamente trataba Felipe de arreglar el deshecho cuerpo del animal, poniendo cada cosa en su sitio, y tapándolo con la piel. Si él tuviera allí hilo y una aguja, de seguro, ¡re—contra!, lo dejaría en tal estado, que no se conociera la carnicería que había hecho. Pero no tenía enseres de costura... Tantas veces le llamó su amo, que al fin echó a correr...
—Dame agua para lavarme las manos —dijo precipitadamente a Rosa.
—¡Ah!, ¡pillo!..., ¿qué has hecho? Has descuartizado al pobre animalito.
—Agua.
—¡Verdugo!..., vaya una gracia...
—Mujer..., para saber lo que tenía... Agua.
—Le has hecho la utosia.
—No se dice utosia sino utopia... Agua.
—Ven a casa. Tu amo está furioso.
—¡Allá voy!
—¿Y de qué se ha muerto?
—Lo que te dije..., del parénquima... Todo está allí clarito. El estómago se le había subido al pescuezo.
—Pobrecito.
—Y tenía las jieles metidas en la cabeza.
—¡Ay!
—Y la sangre cuajada con cada tubérculo que daba miedo... ¡Allá voy!
¡Vaya un réspice que le echó su amo por la tardanza! Era un holgazán, que siempre estaba jugando, y olvidado de sus obligaciones. ¡Oh!, si él no se viera amarrado en aquella cama! En cuanto se levantara le iba a despedir, sí señor, porque ya estaba cansado de él, de sus torpezas, de sus travesuras y de su charlatanería.
Felizmente, estos accesos de ira eran pasajeros. Felipe callaba, dejando correr el nublado. Bien sabía él que pasaría, y que lo normal del genio de Miquis era la condescendencia y bondad apacible. Y si no, ya tenía él recursos habilísimos para desenojarle, arbitrios de grandísima eficacia, aunque su amo estuviera en una de aquellas grandes crisis metálicas que le ponían de tan mal talante. Por la tarde, al volver de un recado, le dijo Centeno:
—¡Cuánta gente por esas calles! ¡Ah!, ahora que me acuerdo; he visto al señor de Ayala, aquel poeta de los bigotes largos...
—¿Sí?
—Y me dio memorias para usted.
—¿Qué dices, hombre?
—No..., no..., me equivocaba. No me dio memorias, ni me dijo nada. Es que me miró de un modo particular, y a mí me pareció que me daba expresiones para usted.
Con estas cosas se reía Alejandro, y se disipaba su mal humor. Tras del enojo con Felipe, venía siempre entrañable amistad. El gozo de verle y tenerle a su lado era en tal manera vivo, que Miquis, cuando el Doctor estaba ausente, creíase privado de algo necesario a su existencia.
Hacía elogios de su destreza, de su puntualidad, de su adhesión, y los vituperios de por la mañana eran a la tarde alabanzas sin término.
—Bien, bien, Felipe, te portas. Todo lo haces bien. Así me gusta. Si me muriera, te nombraría mi heredero; pero no me moriré... Eres un sabio y debías de llamarte Aristóteles.
Y desde esta ocasión no le nombraba de otro modo. A cada momento se oía:
—Aristóteles, dame agua con azúcar... Aristóteles, frótame un poquito aquí, a ver si se me pasa este dolor de la espalda.
VI
—Aristóteles...
—Señor...
—¿Tienes dinero?
—¿Yo?..., como no me vuelva moneda...
—Pero ¿de veras no hay nada? Busca bien. No habrá algún duro trasconejado por ahí en cualquier rincón?
—¡Duros trasconejados!... Este hombre está viendo visiones... Nada, señor, no tiene más remedio que cambiar un billete, Alejandro se calló y se puso a mirar al techo, con expresión de duda y pesadumbre. También Felipe miraba al cielo raso, creyendo por un momento que había en él nubarrones de billetes de Banco. Después de larga y tristísima pausa, dejó oír Alejandro, con lo más cavernoso de su voz broncófona, estas fúnebres palabras:
—No hay billetes.
Lo que, oído por Aristóteles, púsole en gran confusión, pues el día anterior había recibido su amo, en letra del Giro Mutuo que le cobró un su amigo empleado en el ministerio, treinta duros cabales. ¿A dónde habían ido a parar? El filósofo, llevado de un móvil indagatorio y correccional que apuntaba en su alma, adestrada en aquella vida de iniciativa, se aventuró a preguntar a su amo por el paradero de los billetes. Alejandro, con expansiva y noble confianza, iba a satisfacer la curiosidad de su secretario peripatético; pero no tenía ganas de conversación; estaba sombrío, abatidísimo, y sólo pudo murmurar:
—Anoche...
Felipe echó sus miradas al suelo, y parecía que las pisoteaba.
—Anoche..., ya...
Era una desesperación vivir en tan gran desarreglo y no poder contar con nada, por la liberalidad furibunda de aquel pobre loco. Allí no estaba seguro ni el triste pedazo de pan de cada día, porque a lo mejor arramblaba por él el primero que llegaba. ¿Y qué iban a hacer aquel día?
No había nada, ni un ochavo en metálico ni en especie. Era preciso traer azúcar, chocolate, leche, carne, medicinas, limón y otras menudencias. ¿A quién pedir? ¡Si por milagro de Dios Omnipotente, don José Ido tuviese algo...!
Un rato después de aquel «anoche» que dijo Miquis, éste, tomando fuerzas, pudo expresarse así:
Me quedaba un billete de cinco duros. Esta mañana, cuando fuiste a casa de la tiíta a llevarle la carta que mamá mandó dentro de la mía, sentí un gran alboroto... ¿Qué crees que era? Pues ese señor que vive en el cuarto número 6, ése que tiene prendería y ropa vieja..., chico..., no sabes que escándalo le armó al pobre Ido. ¡Qué gritos! Las mujeres de ambos salieron al pasillo, y hubo llantos y desmayos. Todo porque Ido no le puede pagar a ese..., creo que le llaman don Francisco Resplandor..., unos dineros que le debe. Se pusieron como ropa de pascuas. De repente me veo entrar a don José. Los ojos se le saltaban del casco; tenía el pescuezo un palmo más largo. Créelo, me causó miedo. Se me puso de rodillas y cruzó las manos; yo saqué mi billete...
Felipe se volvió para no oír más. Comprendía bien, demasiado bien lo que había pasado. Se representaba la luctuosa escena, cual si la hubiera visto y oído. En esto estaban, cuando se oyó en la puerta la voz argentina y dulce: —¿Dan ustedes su primiso?
—Adelante.
—Dice mi mamá que si le hacen el favor de prestarle un huevo...
—Lo que es hoy, hija, ni siquiera medio.
Al poco rato volvió:
—Dice mi mamá que si por casualidad tienen un pedazo de pan o bien cuatro cuartos.
—¡Ay!, ¡pan, cuartos!, los quisiéramos para nosotros.
Felipe salió en busca de Cirila. En el pasillo vio un fantasma siniestro paseando de largo a largo. Era don José Ido del Sagrario, que vagaba, cual ánima del otro mundo. Creeríase que su cuerpo impalpable era llevado y traído por el viento, sin ruido, en la longitud oscura de aquel túnel, y que sus pantuflas de orillo resbalaban sobre el piso, silenciosas, como patines de lana sobre hielo de algodón... Felipe no le dijo nada, y entró en la cocina buscando a Cirila.
Estaba apagado el hogar, todo en desorden. Cirila sentada en el suelo, entre revueltos montones de ropa vieja, descosía algunas prendas para aprovechar los pedazos buenos.
—Estoy con media onza de chocolate crudo que me dio doña Ángela Resplandor. Si tú no traes hoy carbón, tu amo lo pasará mal. Él tiene la culpa.
Felipe le preguntó si tenía por casualidad algunos ochavitos morunos, o bien algo que empeñar.
—¿Yo? A buena parte vienes. Si no fuera porque doña Ángela me ha dado esta tarea, ofreciendo pagarme con la comida, en su casa, no sé qué sería de mí. En otra como ésta no me he visto. Yo sé bien quién me ha traído a estos andares... esa..., esa...
Soltó Cirila, una tras otra, varias palabras no bien sonantes, y como Centeno le pidiera explicaciones, no se mordió ella la lengua para decir:
—Me tiene ya harta. Anoche vino. Tanto hizo que limpió a tu amo. Ya se ve..., nada le basta. El otro no le da nada; vive a su costa... Estoy quemada, Felipe estoy requemada, frita, estofada y vuelta a freír... Vete por ahí y pide, pide hasta que encuentres. No tengo costumbre, no, de verme tan montada al aire. ¡Y todo por esa dragona!...
Felipe no perdía el tiempo en comentarios. Las necesidades apretaban, y era menester tomar determinaciones, buscar, revolver el mundo, y allegar dinero. Su amo le dijo:
—Échate a la calle, corre..., pide. ¿A quién? Tú sabrás, Aristóteles.
Arreglátelas como puedas... ¡Ay, Dios mío!... Así no se puede vivir... Me muero, Flip, me muero si no veo esta noche duros y pesetas... Es cosa tremenda esto del dinero... A mí créelo, me resucita... Vete por ahí, hijito, y no vuelvas con las manos vacías. Yo me quedo aquí solo; no me importa, solito, pensando una escena, ¡qué escena! Luego te la contaré.
Es tan hermosa, que yo mismo me admiro de que se me haya ocurrido...
Adiós; buena suerte; ven pronto.
En la escalera encontró Centeno a Rosa que subía fatigadísima. Sus mejillas pálidas, sus ojos tristes decían: «Hoy no ha entrado nada por esta boca de donde salen tantas palabras»; pero su apetito de charla se sobreponía a la necesidad, y si Felipe no llevara prisa, allí me le tendría media hora, dándole música.
—Vengo de casa de unas amigas de mamá... Están de campo. ¿Y tú a dónde vas?... Papá está, como los locos, dando vueltas. Cuando me vea entrar con las manos vacías... ¡Pobrecito!, dice que si cae el ministerio le colocarán... Lo que es yo no subo. Aquí me estoy, a ver si pasa un alma caritativa... ¡Ah!..., se me olvidaba. Anoche, cuando tú saliste, estuvo la chubasca... ¡Qué guapetonaza venía! ¿Tú no la has visto llorar? Yo sí..., don Alejandro la consoló con un papel verde. Después ella y la señá Cirila regañaron por el papel verde. Se dijeron cosas malas. Mamá salió a la puerta, y se persignaba oyéndolas. Dice que las dos son, un buen par de chubascas... Si no las aparta la mujer de Resplandor, se tiran de los pelos... ¡Ay qué comedia! ¡Lo que te perdiste!...
En la calle, corrió Felipe largo trecho sin dirección determinada. No sabía a dónde iba, ni a qué parte del universo encaminar su actividad buscadora y pedigüeña. En los señoritos de la casa de doña Virginia no había qué pensar y porque dos días antes, cansados ya de tanto petitorio, le habían dicho que no volviera a parecer por allí. ¿Don Pedro Polo? Ésta era la única esperanza. Felipe, recordando la buena suerte de aquel famoso día, creía en la repetición de ella. ¡Qué error! Recibiole el capellán con malísimos modos. Notó Felipe en él mudanza y desfiguración muy grandes.
Parecía enfermo, desalentado y con cierto extravío en sus ideas. Su color era ya de puro bronce oxidado, verde, como el de un busto romano que ha estado siglos debajo de tierra. Lo blanco de sus ojos amarilleaba.
Temblábale la voz, pulverizando saliva al hablar. La ola de su cólera, estrellándose en sus morados labios, salpicaba al oyente. Al desorden de la persona del extremeño, añadió la observación de Felipe un singular desbarajuste que en toda la casa había. Doña Claudia estaba en la cama, su hija en la iglesia, aunque no era hora ni de dormir ni de rezar. En todos los aposentos el abandono y el desaseo indicaban que allí había causas hondas de malestar y perturbación. Entró de súbito Marcelina, y don Pedro y ella empezaron a disputar. ¡Jesús qué cosas le dijo el bendito capellán! ¿Se había vuelto carretero? Marcelina, iracunda y biliosa, no demostraba gran humildad. Después..., ¡oh!, después don Pedro dijo al insigne Aristóteles que se pusiera inmediatamente en la calle, si no quería ir rodando por la escalera o volar por un balcón.
Salió más ligero que el viento. ¿A dónde iría, Santo Dios, con su dolorosísima cuita? ¿Recurriría a don Florencio Morales?... Imposible.
Morales le había echado también los tiempos la semana anterior. ¿Y Ruiz?, ¡nombre sin sentido en las páginas de la generosidad!... Además Ruiz estaba muy soplado con el éxito de su comedia y no hacía caso de nadie.
Divagó por las calles, acordándose de la situación ahogada en que estaba su amo, y pensando, pensando en lo que debía hacer. ¡Pedir!, ¿a quién? Todas las puertas, todas, estaban cerradas, y la Providencia se había tapado los oídos. Dios, ceñudo, volvía la infinita espalda, mirando a otra parte de las tribulaciones humanas.
En un momento de desesperación, hostigado por la idea del malestar de su amo, por sus propias necesidades y por el devorador apetito que sentía, pues no era cuerpo de santo el suyo, ni mucho menos, cruzó por la mente de Aristóteles una idea terrible... Iba desasosegado, de una acera a otra de la calle, mirando con ojos de codicia y recelo a una tienda que, junto a la misma puerta, ostentaba panecillos y debajo una cesta de huevos. Él se atrevía, sí, se atrevía a pasar corriendo y coger, como al vuelo, un panecillo y llevárselo sin que lo vieran...; se atrevía también a volver y arrebatar dos huevos con ejemplar ligereza. La mujer de la tienda estaba adentro entretenida en conversación con diversas personas, y todos los que pasaban por la calle iban distraídos o pensando en sus propias cuitas. Sólo un zapatero, situado en el portal de enfrente, podía ser testigo... Pero el zapatero no vería nada... ¡Ánimo!
Pasó Felipe con rápida carrera, en la cual la velocidad constituía el disimulo; pero sus dedos, que casi tocaron el pan, no se atrevieron a cogerlo. «No sirvo, no sirvo para esto», pensaba, y sudor muy frío corría por su frente. Después pensó de esta manera:
«No cogeré el pan que es para mí... Pero los huevos, que son para dar de comer a mí amo, sí los cogeré».
Pasó decidido; pero tampoco en aquella segunda prueba pudo hacerlo...
Nada; cuando iba a tocar el codiciado objeto, lo dejaba en su sitio.
Desesperado de sí mismo y con la mente trastornada, echó a correr por aquellas calles sin saber a dónde iba. Su amo no se le apartaba del pensamiento. Se lo figuraba, dando las boqueadas, no por la fuerza de la enfermedad, sino por falta de alimento. Deteníase, resuelto a volver a la tienda de los panecillos y de los huevos; pero a los pocos pasos se alejaba otra vez, corriendo en dirección contraria.
De este modo llegó a la calle de Alcalá, que por ser tarde de toros estaba animadísima. Era la hora del regreso; el cielo se oscurecía; la multitud se apiñaba; rodaban miles de coches de diferentes formas, y se veían ya algunos faroles encendidos. ¡Bullicio de fiesta y alegría, vértigo de infinitas ruedas laminando el lodo, y de infinitos pies pulverizando el granito de las baldosas! Felipe cortaba la masa de gente, andando en dirección contraria. Sus codos funcionaban como las aletas de un pez... Allí fue donde se le ocurrió otra idea que podía salvarle. Si todas las personas que por la calle subían le dieran la centésima parte de un ochavo, tendría lo que necesitaba. Diole este descubrimiento grandísima alegría, y siguió bajando hasta llegar a la Cibeles.
La noche avanzaba, seria y cariñosa, y cada vez se veían más faroles con luz. El farolero corría de candelabro en candelabro, y metiendo su palo largo en cada farol, iba estrellando el suelo de Madrid. En Recoletos, las luces reverdeaban entre los árboles, y de los macizos emanaba tibieza húmeda y fragancia de minutisas, Por la acera venía mucha gente elegante, pollas y galanes, señores con gabán, damas de sombrero.
«Ésta es la mía», pensó Felipe, y echó una mirada a su propio traje para cerciorarse si era adecuado al papel que iba a desempeñar. ¡A maravilla!
Otro más derrotado no había por aquellos contornos. Empezó Felipe su postulación con plañideras exclamaciones. ¡María Santísima, qué cosas decía! Tenía a su madre baldada en cama, y a su padre le había cogido un carro y le había partido por la mitad. Ochavos y cuartos caían en sus manos, y él, animado por el éxito, más plañía cada vez y más molestaba y seguía a las personas, sin darles respiro, y machacando, machacando hasta que les hacía soltar la limosna. Era implacable.
Recoletos y la calle de Alcalá se despejaban. Era ya de noche, y pasaban menos coches y menos señores.
Frente a la Inspección de Milicias vio Felipe un espectro que iba como llevado por el viento, de árbol en árbol. La cabeza caíale sobre el pecho, como si estuviera colgada de un gancho, que tal parecía el cuello, y llevaba las manos sepultadas en los bolsillos. Cuando Felipe dijo: «Don José, señor don José», detúvose, y empleó un mediano rato en enderezar la cabeza. Daba miedo verle; pero Felipe (no lo podía remediar) se echó a reír.
—¡Qué vergüenza, qué bochorno! —murmuró Ido, cual si dijera un secreto—. Felipe, nunca habría creído llegar a lo que he llegado esta tarde. No verás lágrimas en mi cara, aunque he derramado muchas, porque el ardor de la vergüenza las ha secado... ¡Ay!, hijo, ¿qué dirás si te lo cuento?... Pero no dirás sino que soy un mártir, y que he de ir derechito al Cielo cuando me muera... Salí de casa desesperado, loco; no tenía a donde volver los ojos. Todas las puertas cerradas... Me vine por estos paseos. ¡Oh!, si no tuviera familia, el estanque chinesco del Retiro me hubiera visto esta tarde en sus profundidades... Pero francamente, naturalmente, tengo hijos, ¡ay!... Y que me digan a mí que esto es un país, que esto es un pueblo civilizado. Felipe, ¿sabes lo que he visto?...
Si te lo digo, te horrorizarás, y te temblarán las carnes.
—¿Qué?
—Pues he visto en esa Castellana pasar por delante de mí, en sus soberbios coches, a muchos personajes, a dos o tres ministros, a más de cincuenta diputados...
Don José no pudo seguir. Expiró en su reseca garganta la voz, convertida en un sollozo inmenso, trágico. Aristóteles, sobrecogido de pavor, no sabía qué pensar. —¿Y qué?
—¡Que a todos ésos les he enseñado yo a escribir! —exclamó Ido, prorrumpiendo en lágrimas que se apresuró a recoger en su pañuelo.
Felipe callaba. El otro seguía sollozando.
—Sí, hijo. Yo les he enseñado a escribir... Yo estuve seis años en el colegio de Masarnau, y allí todos ésos fueron mis discípulos, y otros muchos a quienes no he visto esta tarde... Yo les enseñé a coger la pluma en la mano, y de aquellos palotes míos salieron estas firmas, y este poder, y estos coches, ¡y toda la grandeza de la Nación! ¡Oh, Dios, Dios, Dios!... Pero Dios lo quiere así, suframos y aguantemos; que en la otra vida, hijo, tendré mi premio. Ésa es mi confianza, ése mi consuelo. Yo lo digo a Nicanora, y Nicanora, que es una pólvora, se impacienta y me dice:
«Si tan largo me lo fías...». Pues bien, volviendo a mi vergüenza, te diré en confianza que esta tarde he hecho barbaridades, chico. No lo creerás, pero es cierto; la necesidad me ha obligado a ello. ¡He pedido limosna!
—¡Jesús!
—Aún estoy espantado de mí mismo... Pero ¿qué había de hacer? Yo dije: «¡Que el Señor me lo tome en cuenta!...». Habías de oírme. En estos casos, hijo, es preciso exagerar algo. Yo decía que tengo diez hijos... Y mucho de: la Virgen del Carmen le acompañe, etc... ¡Que no me vea en otra, Señor! Y no he dejado de tener suerte, Felipe... Sólo me faltan cuatro cuartos para los seis reales.
—Tómelos usted —dijo Felipe, espléndido, haciendo sonar su bolsillo lleno de calderilla.
—Gracias... ¿Estás rico?
—Tal cual... He cobrado un pico que me debían.
—Tú tienes suerte. En mi vida he podido cobrar nada de lo que me deben.
—Porque no tiene usted carácter, don José. Vámonos a casa, que por esta noche...
—Sí, por esta noche nos hemos remediado. No te des por entendido con Nicanora, que es muy apersonada, y siempre se acuerda de que su abuelo fue caballerizo. Le diré también que he cobrado un piquillo...
VII
Cuando volvieron a la casa, ambos estaban satisfechos de sí mismos.
Cada cual en su vivienda atendió a sus urgentes necesidades. A Miquis le habían acompañado por la tarde Rosita y su muñeca. Cirila entraba de vez en cuando para preguntar al enfermo si se le ofrecía algo; y como los sentimientos caritativos no están excluidos en absoluto de ningún ser humano, el que respondía al nombre de Cirila tuvo, en aquel día de escasez, decaimientos de su rigor característico; quiero decir que se desmintió a sí misma, descolgándose, como suele decirse en modo vulgar, con una taza de caldo y otras frioleras, traídas de la bien provista cocina de Resplandor. Véase por dónde no hay maldad completa, ni seres homogéneos y redondeados como piezas que acaban de salir de manos del tornero. Aquel optimista furibundo que a todos aplicaba la medida de sus propios sentimientos, tuvo arranques de gratitud tales, que de ellos a la apoteosis no había más que un paso.
—¡Qué buena es esta mujer! —decía—. Ese maldito Aristóteles, que de todo piensa mal, no comprende su mérito.
Por la noche le dio una fuerte congoja. Iniciado aquel síntoma algunos días antes, no se había presentado aún de una manera tan grave.
Era realmente como un simulacro de agonía, porque el aliento le faltaba.
¿No había aire en el cuarto? Aquellas doloridas cavidades de su pecho se contraían con ansioso esfuerzo, anhelando funcionar sin conseguirlo. La atmósfera se detenía en su boca, y dentro del tronco, fugaces sensaciones de cuerpos extraños atravesados lo producían malestar dolorosísimo. No podía hablar; sólo podía quejarse; y cuando su breve aliento le concedía el goce de un par de palabras, era para extraer alguna idea del inagotable depósito de su bendito optimismo, que en él hacía las veces de vida, las veces también de la salud ausente.
—La suerte... —murmuraba como quien expira—, la suerte que esto no es nada, según dice Moreno. Es la resolución de este fuerte catarro...
También consiste mi ahogo en que no hay aire en la habitación. Aristo...
dame aire, hijo, aire.
Seguían a tan penosos trances una atonía, un estado comático, en el cual, si sus sentidos estaban desacordes, descansaban sus pulmones, funcionando con relativa facilidad. Faltábale en absoluto la palabra; disfrutaba de la vista y oído; sus percepciones eran vivaces, aunque falsas; sus ideas, las ideas de todos los momentos de su vida, pero engrandecidas por un sentido hiperbólico, deformadas por la amplificación romántica; sus imágenes las reales, pero coloridas de vigorosas tintas, todo metafórico y trasladado a los patrones de lo ideal, conservando, no obstante, sus originales elementos de verdad. Sus entreabiertos párpados daban paso a un mirar vago, soñoliento; veía claramente la habitación, grande, riquísima, llena de luz y alegría, con gallardas columnas de pórfido, techo a lo pompeyano, pavimento de lustrosos mármoles de colores.
Por la gran ventana del fondo, que daba a una desahogada logia, se veía paisaje de tejados, cúpulas, miradores y campanarios; en el fondo el Vesubio con su cima humeante y sus laderas de negra lava. Pebetero del cielo, exhalaba aromas de poesía, perfumando él espacio y la mar, desde las costas Mauritanas hasta las de Provenza. El Tirreno y el Adriático se llenaban también de aquella emanación hermosa, y a lo lejos humareda semejante a una nube anunciaba el Mongibelo. ¡Qué cielo más azul y qué mar, más propio de tritones que de barcos! Blancas velas brillaban en su inmensidad cerúlea, renovando en su elegante ligereza, los ramilletes con alas, los pájaros nadantes y los peces emplumados de la fantasía calderoniana. Eran las galeras del Duque que volvían cargadas de despojos de venecianos y de orientales riquezas...
La lujosa estancia estuvo desierta hasta que entró una mujer. ¡Qué guapa! Era morena, de gentil presencia, ojos garzos. Sus miradas eran lenguaje ininteligible para el que no entendiese de amor apasionado y febricitante; no tenían sentido sino para quien supiera mirar del mismo modo y tener algo de inmortalidad que llevar del alma a los ojos; eran miradas en que centelleaba ese fulgor divino, que dejaría de serlo si pudieran verlo los topos... Iba vestida la señora aquella, no al uso napolitano ni al oriental, ni con la abigarrada pompa croata o albanesa, sino a la moda de Madrid en 1864, y con afectada elegancia... ¡Qué bien la veía Alejandro, y qué claramente comprendía su situación! Era la Escena Undécima del acto cuarto. El Virrey acababa de ser preso por los emisarios secretos del duque de Uceda. Aquel excelso ambicioso que había tenido el sueño sublime de alzarse con el reino de Nápoles, de domar a Venecia, de conquistar todas las tierras de aquel hermoso país, formando el reino de Italia y anticipándose en dos siglos y medio a los planes de Cavour, había sido vendido por los mismos que le ayudaron. Bedmar, su cómplice en Venecia, retrocedía asustado; don Pedro de Toledo, gobernador de Milán, le denunciaba a la corte de España; ésta enviaba al cardenal Borja para hacerse cargo del mando, y exoneraba al Grande Osuna, cargándole de cadenas para llevarle a España como reo de lesa majestad.
Sólo era fiel el bromista Quevedo. Fiel era también la Carniola.
En la escena XI, Catalina entra buscando al Duque; ha oído ruido de voces y armas, viene aterrada y pavorida, presagiando desdichas... Dice con admirable calor los versos:
¿Dónde iré de esta suerte, tropezando en la sombra de mi muerte?
Va de un lado a otro de la escena, dominada por contrarios pensamientos. Quiere matarse y quiere seguir al Duque... También ella tiene sueños locos, y por un momento se ha creído próxima a ser reina y señora de la Italia toda. Guarda interesantes papeles del Virrey, en los cuales está toda la máquina de la conjuración. Rara vez hay trama teatral sin un paquete de papeles en que está la clave del enredo, y de estos papelitos, si son o no descubiertos, depende que los personajes se salven o se pierdan. El nudo de toda combinación dramática está en salvar a alguien. Este sistema ya interesa poco y ha pasado a las óperas.
Alejandro ve a la tal, indecisa, expresando su perplejidad en resonantes versos. Lo particular es que ella le mira a él, le mira, sí, con lástima profunda, y sus ojos parece que arrojan toda la compasión necesaria a consolar al género humano, por siglos de siglos. Se acerca a su lecho, le mira más de cerca. Él no puede moverse, ni decir nada. ¡Oh!, si pudiera, le diría dos o tres endecasílabos llenos de poética elocuencia. Por el fondo de la habitación ve Alejandro discurrir inquieto a su secretario el gran Quevedo, que también se llama Aristóteles, Centeno, Flip. El secretario no dice nada, y prepara en silencio una cocinilla de latón... En tanto la Carniola, después de mirar al poeta con dulcísima piedad, tira del cajón de la mesa que está junto a la cama, y examina con atento estudio lo que hay dentro. No hay nada: recetas, algún botecillo, dos o tres piezas de cobre. Ciérralo, y vuelve a mirar a su Duque. Éste la ve entonces alejarse. Es el ideal, que le ha visitado en carne mortal un momento, y después se desvanece, dejándole consolado.
Desde la puerta le mira otra vez con la misma lástima, con el mismo sentimiento de amor inefable..., ¡adiós!
Quevedo sale con ella al pasillo, y secretean las siguientes palabras:
—Dice el médico que en una de éstas se quedará. Si le dan tres o cuatro congojas más, no las resiste.
Por las mejillas del gracioso Quevedo corrían lágrimas, y la Carniola, la hermosura ideal, dio un gran suspiro. Cirila hubo de llegar en el mismo instante y ambas entraron, en la cocina, donde la ideal buscó y halló al fin una silla rota en qué sentarse. Estaba cansada, ¡qué escalera!
—¡Pobrecito! —murmuró—. ¡Parte el corazón verle!
—Si tira una semana, será mucho tirar.
—Lástima de chico..., ¡es tan bueno!..., es un ángel...
—Hija, qué le vamos a hacer... La voluntad de Dios...
—Tanto pillo con salud, y este pobrecito ángel...
—¡Qué guapa estás!... —exclamó de improviso Cirila, ávida de hablar de otra cosa—. ¿Vas a los Campos? La tal hizo un mohín de disgusto...
Luego empezaron a disputar sobre cuál de las dos debía dar a la obra ciertas cantidades. Felipe oyó desde el pasillo estas cláusulas.
—Tú me prometiste para hoy... Esto no se puede aguantar... Tú a mí...
Pero ¿ese hombre?... ¿Has visto al Duque?... Está tronado... Todo me lo juega... Es un perdido... Estoy abochornada.
En tanto Miquis, pasado un rato de turbación, se daba cuenta de la salida de su gallarda heroína. Ya sabía él donde estaba. Había ido a recoger los famosos papeles de la conjuración..., pero, ¡qué terrible lance!, se los había sustraído bonitamente el traidor veneciano, Barbarigo... El Duque estaba perdido, más que perdido. Puesto ya en este trabajo de rumiar su obra, repitió Miquis clara y distintamente todo el trágico final de ella.
La Carniola halla medio de introducirse en el calabozo donde aquellos enemigos, los secuaces del cardenal, han encerrado al pobrecito Osuna.
Éste, por una serie de coincidencias que en el curso de la obra están muy bien justificadas, cree que la Carniola lo ha vendido, entregando al Duque de Uceda su secreto de soberanía italiana, y cuando la ve entrar en la prisión, la increpa y le dice mil herejías. Ella se defiende. Todo lo que dice contribuye a condenarla más en el ánimo de Téllez Girón, que la acusa a ella y a Jacques Pierres, su primitivo amante. Enfadada como leona, la tal hembra pone por testigos de su inocencia a Dios y a San Jenaro, patrono de Nápoles... Preséntase Jacques Pierres, que está preso en otro calabozo, y va a ser ajusticiado. Este caballerete se la tiene jurada a la Carniola, por la trastada que le hizo abandonándole por el Duque, y ve en aquel momento la más bonita coyuntura de su venganza. A él le van a matar. ¿Qué le importa un pecado más? Dice mil mentiras al Virrey, y le presenta una carta que en cierta ocasión, (allá en el primer acto), escribió Catalina a Barbarigo. La carta es un testimonio de aparente culpabilidad. Pasa aquí algo semejante al pañuelo de Otelo y a la carta de Desdémona a Casio. El Duque se ciega, saca su daga y la mata...
Ella muere gozosa, bendiciéndole, diciéndole que le quiere mucho, y que en la otra vida reconocerá él su error y se unirán en indisoluble lazo, con otras cosas dulces, tiernas y poéticas, que hacían estremecer de estético goce las entrañas del poeta. El tal Jacques dice lo que viene tan a pelo en casos semejantes, y es: «¡¡Estoy vengado!!...». Cuando le vienen a buscar para llevarle al patíbulo, el Duque le dice que se vaya pronto; después se inclina sobre el cadáver de la tal para darle besos y decir que la mató para que no pueda ser de otro, y añade que le harían también un favor en quitarle a él de encima el peso de la vida y el agonioso fardo de su itálico sueño.
Cuando Miquis volvió en sí de aquel estado, dijo con toda su alma:
¡Qué terceto de ópera! Me parece que lo estoy oyendo, con: música de Verdi... ¡Y se hará; tarde o temprano se hará!... Habrá Il Magno Osuna, como hay Il trovattore y Simone Bocanegra.
VIII
El sotabanco en que Miquis vivía (si era aquello vivir), merecía de tal modo en verano los honores de estufa, que allí se podrían criar plantas tropicales. Admirable sitio para observaciones meteorológicas y para estudiar lo irregular de nuestro delicioso clima, pues las temperaturas oscilaban a principios de junio entre los 30 grados y una mínima de 8. Más tarde se observarían allí las de 40, y algo más, que nos trae julio para que tengamos una idea de Zanzíbar y otros amenos lugares del África. Cuando el sol tomaba por su cuenta la delgada pared de la sala, dorándola por fuera con sus rayos, caldeándolo por dentro, resecando el yeso, derritiendo la resina del pino, la respiración se hacía difícil, aún para aquéllos que tuvieran sus pulmones sanos. Poníase la tal salita como un horno. Su ventana, que era puerta del cielo, a ciertas horas parecía serlo del infierno. No sólo sofocaba el calor, sino el espectáculo de aquel panorama supra—urbano estival, porque verlo era añadir la opresión del espíritu a los sofocos del cuerpo.
Según cuenta el bueno de Aristóteles, cuando se asomaba a la ventana, quemábale el rostro el inflamado aire. El polvo de un cercano derribo traía la ceguera sobre la asfixia, y ofendía los ojos aquella bóveda azul sin el regalo de una sola nube, que con la vivísima luz resultaba de un celeste clarucho y caliginoso. También parecía, calor el silencio mismo de aquellas techumbres, apenas turbado por los lejanos ruidos que de los patios subían. La renovación de las capas atmosféricas sobre las caldeadas tejas, las unas viejas y negruzcas, las otras pardas y terrosas, producía ese temblor del aire que tanto molesta. Pocas chimeneas, de las infinitas que se veían, echaban humo. Rarísimos pájaros pasaban, cual merodeadores vagabundos, en dirección, del Retiro. Gatos no parecían por ninguna parte, y sólo en tal cual rincón de sombra se distinguía uno que otro, pensativo y amodorrado. Los ventanuchos por donde respiran las altas viviendas de los pobres, estaban cerrados. Esteras que hacían de cortinas y lonas sucias defendían de los rayos del sol los humildes hogares. Alguna planta medio marchita se defendía en su tiesto, atado a los hierros de un buhardillón, y abajo, en el jardín hondo, los cuatro árboles que lo componían, como que se agachaban para estar más hondos todavía. La fuente dormía la siesta, y apenas estertorizaba un ligero chorrillo, más bien roncando que corriendo. Desde su observatorio, veía Felipe movibles ráfagas rojas en el verdoso pilón de la fuente. Eran los pececillos, ciertamente dignos de envidia, porque no necesitaban ir a baños.
—Quítate de esa ventana, Aristóteles —le decía su amo—. Me sofoco sólo de verte.
—Es que estoy viendo el calor y mirando cómo tiembla el aire. ¡Vaya un día!... Señor, es preciso que busquemos otra casa.
—¿Ya para qué? En cuanto me ponga bien, que será dentro de unos días, nos iremos a la Mancha. Es preciso, Flip, ver cómo se desempeña toda la ropa de verano. Encárgate tú de esto. Allá para el 10 o el 15 de este mes (junio) tomo el tren para Quero, adonde irá mi padre a esperarnos con el coche. Nada, nada, te llevo... Quisiera antes despabilar las primeras escenas de ese nuevo drama, El condenado por confiado. ¡Vaya una obra! Es mejor, mucho mejor que el Grande Osuna. No te digo más.
Inquieto, exaltado, abandonaba la actitud indolente que tenía en el sillón (piles ya no pasaba el día en el lecho, por la gran molestia del calor y el decúbito), y gesticulaba, hostigado de ardiente comezón declamatoria. Felipe tenía miedo de verle así, porque los períodos de excitación, de optimismo y de proyectos, eran seguidos generalmente del desmayo y de aquellos violentísimos ataques de tos que le ponían a morir.
Su demacración era ya espantosa; tenía por cuello un haz de cuerdas revestidas de verdosa cera; los huesos salían con deforme y repulsivo aspecto; sus mejillas, cubiertas de granulaciones, se teñían a veces del vinoso color de las rosas marchitas. Pero ¡qué luz echaba de sus ojos en aquellos momentos de fiebre y habladuría! Era aquel destello la cifra de sus proyectos locos, y no desmentía el parentesco con su tía Isabel Godoy, pues echaba de sus pupilas el mismo fulgor de plata y verde que tan extraños efectos hacía en el mirar de aquella insigne señora, dada a la cartomancia.
De buena gana le mandaría Felipe que se callara, porque sabía el daño que le causaba tanta charla; pero ¿por qué privarle de aquel gusto, si él silencio no le había de dar la vida? Centeno le oía con gusto, y aun le daba cuerda para que desahogase su alma llena de tantísima idea, y atestada de riquezas morales e intelectuales.
—Porque en ese drama —decía el enfermo acentuando con brioso gesto la palabra—, —voy a presentar una idea nueva una idea que no se ha llevado nunca al teatro, la idea religiosa... Mira, Aristóteles, si supiera que no había de poder escribir esa obra, créelo, del disgusto me moriría...
—Este verano —dijo Centeno—, cuando vayamos a la Mancha, yo me dedicaré a la caza y usted a escribir su obra. Me parece que ya estoy ¡pim!..., matando conejos, y usted ¡pim!..., echando escenas y más escenas...
—Poco a poco..., yo también necesito de saludable ejercicio...
Podemos cazar todo lo que queramos durante el día, y andar por el campo.
Siempre me queda libre la noche. Yo, lo mismo trabajo de noche que de día; me es igual. De aquí llevaré hechas algunas escenas, las de la exposición... Mañana, lo primero que has de hacer es traerme papel, que no tengo, y tinta, pues la que hay aquí es como agua. No te olvides.
—No me olvidaré... La semana que entra puede ponerse a trabajar. Ya tengo ganas de ver ese drama... Pero ¡quia! No será mejor que el Osuna.
Otro como ése...
Alejandro siguió perorando hasta muy tarde. Acometiole por fin la tos y luego la congoja con tanta fuerza, que tuvieron que administrarle calmantes muy enérgicos para hacerle descansar. Pero con tanto padecer no se abatía su ánimo; antes bien, salía de aquellas crisis más vanaglorioso y atrevido. Generalmente hablaba más, echando a volar por las alturas su imaginación, cuando estaba solo con Felipe.
—Aristóteles.
—¿Qué?
—Di algo, hombre. ¿Qué haces?
—Buscando estas condenadas papeletas de los empeños, que no sé qué vuelta han llevado. Verdad que como no tenemos dinero para sacar tanta cosa...
—¡Dinero...!, ya vendrá, hombre. No hay que apurarse. Mamá me mandará otra letra. La espero todos los días... El dinero viene siempre; a veces tarde; pero es un viajante que no se queda nunca a mitad del camino.
Cuando no se la espera es cuando más grata es su aparición. Ahora estamos pobres; pero tenemos lo preciso... Afanarse por dinero es tontería, y guardarlo, tontería mayor. Yo creo que el dinero se ha hecho para esperarlo. La posesión, cópula breve del esperarlo y el ofrecerlo, es un momento de placer fugaz, que vale mucho menos que las delicias prolongadas de la esperanza y la generosidad... ¡Dinero!... Cuando lo tengo, me considero administrador de los que lo necesitan. El placer de los placeres es dar, y vario pedestremente los versos de Quevedo, diciendo: Sólo a un dar yo me acomodo, que es el dar de darlo todo.
FELIPE.— Pues en eso de dar, creo que hay sus más y sus menos, porque es cosa mala no tener que comer, mientras otros se hartan con nuestro dinero.
ALEJANDRO.— (Con iluminismo.) Yo miro al tiempo y a la inmortalidad, como dijo el otro. Esos comineros que están siempre haciendo cuentas y contando los pasos que dan, no gozan de la vida. Son inquilinos del mundo y no dueños de él. Un solo bien positivo hay en la tierra, el amor... ¿En dónde está? Hay que buscarlo. Decir buscarlo es lo mismo que decir existencia. Es parte principal del destino humano, si no es el destino todo entero... Te encuentras en mitad de la vida. Por un lado te ves rodeado de conveniencias y trabas sociales; por otro te ves solicitado del amor. ¿Qué haces? Yo lo dejo todo y me voy tras el ideal. Es verdad que no lo encuentro nunca completo y tal como lo sueño; pero voy en pos de él sin cansarme nunca, para entretener con el dulce afán de poseerlo la tristeza que resulta de no gozarlo jamás por entero y con dominio de su total belleza. ¿Oíste lo que hablábamos anoche Arias y yo?
ARISTÓTELES.— (Con malicia.) Sí señor. El señorito Arias lo decía; que usted se ha hecho mucho daño con eso de querer tan fuerte a las señoras... Ya sabe lo que dice..., todos dicen lo mismo. A usted le da muy fuerte, y no repara...
ALEJANDRO.— Tonterías, hijo, tonterías. Si he de confesarte la verdad, tiene el alma necesidades tan imperiosas como las tiene el cuerpo.
Negarle la satisfacción de ellas es algo semejante al suicidio, es como el no comer... Y que no me venga Arias con músicas, tratando de persuadirme de que no debo querer a persona indigna de mí por estos o los otros defectos. (Con creciente exaltación.) No; los defectos no existen en la Naturaleza; son hechura convencional de las costumbres y errores de estos instrumentos de óptica que llamamos ojos. El que ve las cosas como aparecen, tiene más de cristal azogado que de hombre, y es el propagandista natural de todo lo ruin, pedestre y brutal que hay en las sombras de la vida... Yo me enamoro de lo que yo veo, no de lo que ven los demás; yo purifico con mi entendimiento lo que aparece tachado de impureza. Cada cual arroja las proyecciones de su espíritu sobre el mundo exterior. (Disparatando.) Hay quien empequeñece lo que mira, yo lo agrando; hay quien ensucia lo que toca, yo lo limpio. Otros buscan siempre la imperfección, yo lo perfecto y lo acabado; para otros todo es malo, para mí todo es bueno, y mis esfuerzos tienden a pulir, engalanar y purificar lo que se aleja un tanto del excelso y bien compuesto organismo de las ideas. Yo voy siempre tras de lo absoluto. Los seres, las acciones las formas todas, las cojo y las llevo a la fuerza hacia aquella meta gloriosa donde está la idea, y las acomodo al canon de la misma idea... Acostúmbrate a hacer esto, y serás feliz. Si no, serás siempre un vulgarote, un practicón, un espejo con sentidos, un hombre pasivo, y te llevará de aquí para allí el impulso de las ideas y de las pasiones de los demás... ¡Oh!, Dios..., ¡qué tos!..., ¡me ahogo!
A su locuacidad, que era como un síntoma morboso, sucedió el padecimiento propio de su grave mal. Pasó la noche en malísimo estado, y Felipe creyó que se moría. Al día siguiente, Alejandro no hacía más que preguntar a cada instante:
—¿No ha venido?
Ya sabía Centeno por quién preguntaba, aunque a nadie nombrara, y por consolarle, le decía:
—De esta tarde no pasa. Verá usted cómo viene.
El perseguidor de lo ideal estaba tristísimo con aquel desvío, pues cuatro días pasaron sin que la tal dejase ver su lindo rostro. Aventurose Felipe a preguntar a Cirila, la cual, con mucho misterio, le manifestó su parecer de este modo: —No me la nombres, Arestótilis... Ahora no vendrá en muchos días.
Está en grande... Aquí donde me ves, ni yo misma sé dónde para. ¿Está con el Duque o con ese condenado?... No lo sé, hijo... Averígualo tú, si puedes.
—¿Yo?..., que carguen los demonios con ella.
Aquella misma noche, al volver de la calle, dijo el filósofo griego a la sin par Cirila:
—La he visto, señá Cirila. Iba más guapa... ¡Qué mujer! Le digo a usted que me quedé como un poste. Llevaba un traje todo de seda muy hueco, y un sombrero con muchas plumas. La gente se paraba a mirarla. ¿Lo creerá usted?
—Pues ¿no lo he de creer?... Anda, anda. Si cuando se pone de gala, hay que alquilar balcones... Y no creas..., es de buena pasta; sólo que tiene la cabeza del revés. ¡Si vieras cómo llora cuando habla de tu amo y de lo que tu amo ha hecho por ella! Parte el corazón. Si pudiera ser formal, lo sería, ¿pues qué duda tiene? Sólo que uno la quiere llevar por aquí, otro por allá, y ella no sabe qué hacer... Cuantos la ven, hijo, se enamoran de ella...
—Es una diosa —dijo con éxtasis Felipe, acordándose de un verso de El Grande Osuna.
VII. Fin del fin
I
Algunos de los amigos de Miquis se habían examinado hacia el 10 de junio, y le acompañaban y asistían con paciencia. Otros iban poco por allí. Cuando supo que los días de Alejandro estaban contados, acudió Ruiz quejándose de que no se le hubiera avisado antes, y haciendo oficiosos extremos de pena. Entre él y Poleró, después de oído el lúgubre dictamen de Moreno Rubio, acordaron escribir a la familia y avisar al único pariente que en Madrid tenía el manchego, la tiíta Isabel. Desempeñaron esta comisión Arias y Poleró, yendo a la casa de la calle del Almendro, llenos de curiosidad, porque habían oído contar a Miquis las rarezas de su tía. Ésta les recibió con urbanidad; pero súbitamente cambió de tono y de modales, y rompiendo en denuestos contra la juventud del día, les llamó gandules y les dijo que se pusieran en la calle. Acentuando ellos su cortesía, volvieron a hablar del triste asunto que les llevara allí, pero la señora les interrumpió de este modo:
—No es Miquis, es Herrera; no es mi sobrino, es mi nieto. ¿Y a ustedes quién les mete en esto? ¿Vienen de parte de algún Micifuf a extraviar mi buena razón y a trastornarme el clarísimo juicio de que, a Dios gracias, gozo?
Poco le faltó a Poleró para soltar la carcajada; pero él y Arias se contuvieron.
—Bien, bien —manifestó la señora, señalándoles la puerta—.Yo me enteraré de la verdad. Sin salir de mi casa, puedo yo saber el estado de aquel ángel..., porque yo lo sé todo; yo nací en Jueves Santo. Y si quieren una prueba de ello, direles todo lo que ha hecho Alejandro en el tiempo en que no le he visto con estos ojos.
Los dos amigos, que ya salían, retrocedieron.
—A mí nada se me oculta; para mí nada hay secreto, ni aun lo que se esconde en las entrañas de la tierra. Ustedes, que son compañeros de Alejandro y le han ayudado a gastar mi dinero, verán si me equivoco...
¡Ah!, el muy pícaro no ha cumplido su palabra; no supo o no quiso emplear aquel dinero en instruirse y afinarse; gastolo en francachelas con damas y galanes de la embajada de Austria... Se entregó a los desvaríos y excesos de la pasión amorosa... Una bella princesa le arrastró a las mayores locuras, llevándole a vivir consigo y gastándole bonitamente los millones que le di. Hoy él y la bella princesa viven en arruinado palacio, pasando mil molestias y privaciones... ¿Es o no cierto? Desmiéntanme si se atreven.
Los ojos de la tiíta despedían fulgores de fósforo. Arias la miraba con lástima y cierto terror supersticioso. Ambos se esmeraron en ser corteses, manifestándose pasmados de la adivinación de la señora y de lo bien que sabía todo cuanto en el mundo pasaba. Era, por lo mismo, conveniente que la dama zahorí visitase a su sobrino, que estaba en peligro de muerte, y ellos se brindaron a acompañarla al arruinado palacio. A lo que contestó doña Isabel que ella sabía ir sola, y que no necesitaba de tal compañía... Después, mirando al suelo, empezó a lamentarse de la suciedad que ambos jóvenes habían traído en sus botas.
—Buena, buena me han puesto la estera con el barro de las calles...
Váyanse de una vez, que vamos a empezar la limpieza... ¡A la calle, a la calle!...
Lo que ellos rieron en todo el camino desde aquel barrio a la calle de Cervantes, no es para contado. Nunca habían visto tipo que al de doña Isabel se asemejara. Debía ser puesta dentro de un fanal en cualquier museo para que todo el mundo fuera a verla y admirarla. Dijéronle a Miquis: —Chico, si quieres hacer negocio, no tienes más que enseñar a tu tía a tanto la entrada.
Él se reía, no sin esfuerzo, porque ya la risa, como esos servidores que toman siempre la delantera, se había anticipado a su señor, la vida.
Los preparativos del viaje de ésta seguían con actividad. Sensaciones había ya inactivas y partes desalojadas. Por momentos parecía que el señor, con todo su séquito de funciones, se echaba fuera atropellada y furiosamente. Por las ventanas de los ojos, las fuerzas vitales parecían medir el salto que habían de dar para emprender la fuga. En algunos aposentos, como el cerebro, tumulto y bulla; en otros marasmo, silencio...
El pulso a veces se dormía, a veces saltaba alborotado tropezando en sí mismo. La sangre, ardiente y espesa, corría por sus angostos cauces buscando salida y deseosa de inundar regiones, que por el fuero fisiológico le están vedadas. Su ardor, aumentado por la carrera, difundía la alarma por aquí y acullá. Era mal recibida en todas partes, porque no traía nada nutritivo, sino descomposición. Los órganos, desmayados, no querían funcionar más. Unos decían: «¡Que me rompo!». Otros: «¡Bastante hemos trabajado!». Pero la anarquía, el desbarajuste principal estaban en la parte de los nervios, que no reconocían ya ley ninguna, ni se dejaban gobernar de ningún centro, ni hacían caso de nada. Cual desmoralizado ejército, que al saber el abandono de la plaza, se niega a combatir y se entrega a la crápula y al desorden, aquellos condenados, discurrían ebrios, haciendo como un carnaval, de sensaciones. Ya fingían el dolor de cabeza, ya remedaban el traqueteo epiléptico, ya jugaban al histerismo, a la litiasis, a la difteria, a la artritis. Para que su escarnio fuera mayor, hacían hipocresías de salud, difundiendo por toda la casa un bienestar engañoso. Todo era allí jácara, diversión, horrible huelga. Si entraba algún alimento, lo recibían a golpes, con alboroto de dolores y escándalo de náuseas. Siempre que la sangre traía alguna sustancia medicamentosa, si era tónica, la arrojaban con desprecio, si era calmante, la cogían los nervios y hacían burla y chacota de ella. Todos se confabulaban contra el sueño, que quería entrar; pero apenas se presentara, tales golpes recibía, y tales picotazos y pellizcos le daban, que el pobre salía más que de prisa... En el cerebro las funciones más nobles, desoyendo aquel tumulto soez de la sangre y los nervios, se despedían del aposento en una larga y solemne sesión. Quién hacía discursos, quién explanaba proyectos luminosos y grandes. La forma artística se ataviaba de galas vistosísimas, la crítica pedanteaba, y hablando todos de su glorioso más allá, parecían, no en vías de concluir, sino de empezar. La comunicación de esta importante bóveda, llena de armonías y de celestiales ecos, con la oficina laríngea era perfecta, porque el señor había querido que hasta el último instante estuviese expedita, y corrientes los nunca gastados hilos de la palabra...
—Hola, chico..., ¿qué tal? Venga un abrazo.
—Ruiz..., ¡cuánto me alegro de verte!
—¿Y qué tal estás hoy?
—Pues así, así. No me encuentro muy mal. La noche fue horrible. Pero hoy parece que esta gran irritación va cesando. Si sigo así, la semana que viene me podré marchar.
—Pero hace aquí un calor horroroso. Esto es un horno. No sé cómo no te ahogas.
El astrónomo, hombre indolentísimo, de temperamento desmedrado, ensayó diversas posturas para sentarse. Era problema más difícil de lo que parecía, y al fin se acomodó en una silla echada hacia atrás, con el brazo derecho montado en el respaldo de otra, la pierna izquierda sobre la mesa, formando una tan recortada y angulosa caricatura, que bien se le podría retratar si se estuviera quieto y no variase a cada instante, buscando una comodidad que no lograba nunca.
Poco después se puso en mangas de camisa. Se le conocía que se acababa de cortar el pelo, porque tenía el pescuezo y las orejas llenas de trocitos de cabello, y en la cabeza un olor de peluquería barata que daba el quién vive.
—No hemos tenido tiempo de hablar de tu comedia —le dijo Alejandro—.
El otro día no hiciste más que entrar y salir... Es magnífica. Me la leí de un tirón. ¡Qué escenas tan bonitas! Tienes gran talento para ese género, y debes emprender otra obra para el año que viene.
Con este lisonjero juicio, flor natural de la frondosísima indulgencia de Alejandro, demostraba éste, más que un criterio recto, el apasionado entusiasmo que sentía por los méritos de sus amigos. Incapaz de envidia, su boca se deleitaba en las alabanzas. Todo lo que hacían sus amigos era sublime, y a Ruiz le tenía por uno de los mayores talentos. La comedia era sosa, y a él le pareció salada; era roma, y le pareció aguda.
Pertenecía al género moral papaveráceo, y sus efectos serían admirables si al teatro se fuera a dormir. Era un alegato en favor del matrimonio, y Ruiz hacía ver allí lo desgraciados que son los solteros y las felicidades sin fin que cosechan en la vida los que se casan. Para esto los personajes, cuidándose bien de no hacer nada, hablaban, quién en favor del matrimonio, quién en contra. Al final quedaba la virtud triunfante y el vicio rudamente castigado. El éxito fue regular, y los amigos llamaron al autor a la escena al final de cada acto. Los periódicos dijeron que aquel Ruiz, astrónomo, era un genio, un tal y un cual... Pero a los ocho días la obra desapareció de los carteles, y cayó en la sima del olvido.
Ruiz no se hacía ilusiones... El teatro ofrecía poco estímulo. ¿Qué le habían dado por derechos de representación? Una miseria. Si él hubiera nacido en otro país, quizás se dedicaría al teatro; pero ¡aquí...! En Francia habría ganado diez o doce mil duros con una sola obra. En España todo es pobretería. Y de que su obra había gustado al público ninguna duda podía tener. ¡Lástima grande que se hubiera representado al fin de temporada! Toda la prensa había puesto en el mismo cuerno de la luna la excelente versificación, y copiado algunas redondillas de las más resonantes. Pero lo que el autor estimaba más en su obra, era el pensamiento. ¡Qué cosa tan moral y edificante!...
A pesar de su éxito, Ruiz no escribiría más para el teatro. Éste empezaba a fastidiarle, como le habían fastidiado antes la astronomía y la música... Y siendo su pensamiento refractario a la holganza, de las cenizas de su amor, al teatro nació, polluelo de ave Fénix, un amor nuevo, una afición vehemente a otro linaje de estudios, a la filosofía... Sin ir más lejos, ya tenía escrito un estudio sobre Hegel, y había empezado a estudiar varios sistemas desconocidos en España, a saber: los de Spencer, Hartmann. Aquí no salían del Krausismo, que en pocas partes tiene adeptos, como no sea en Bélgica. Se comprende que él estudiaba todo esto para combatirlo, porque le daba el naipe por Santo Tomás. Aquí no había filósofos. Él acometía con tanto afán la empresa de probarlo, que el curso próximo había de hablar en el Ateneo. No, ninguna ocupación de la mente era más bonita que aquélla. Recomendaba a su amigo Miquis que tan pronto como se pusiera bueno, se diese un buen atracón de filósofos y se dejara de dramas... Tanto, tanto habló sobre esto, acompañando su perorata de extravagantes cambios de postura, que al fin Cienfuegos creyó prudente poner un dique al raudal de su filosófica oratoria, y le dijo:
—Vete callando ya. Mira que éste se marea. No te lo dice porque él es así. Antes se dejará desollar que ofender a un amigo... Con tu filosofía y el calor que hace aquí, este cuarto parece, no el infierno, sino el manicomio del infierno, el lugar donde ponen a los condenados que se vuelven locos.
II
Vino la noche. El enfermo la veía con espanto llegar, y sentía el avanzar frío de sus primeras oscuridades, como angustiosa niebla que caía sobre su alma. Traía por compañero el horrible insomnio, con sus ojos como ascuas, su aliento embargante, fantasma antipático que no escondía en toda la noche su amarilla faz... ¡Si fuera posible ahogarlo entre las almohadas! Pero cuando el fatigado sentido parecía aletargarse un tanto, cuando una modorra de tres minutos atenuaba el sufrimiento, el fantasma pinchaba por esta o la otra parte, y decía: «Mírame».
Poleró y Ruiz se quedaron aquella noche velando a Miquis; no así Cienfuegos que tenía que acompañar a un tío suyo, recién venido del pueblo. Estaba comprometidísimo por falta de dinero, y se veía en las de Caín para obsequiar al egregio pariente. Aquella tarde se rieron todos oyéndole contar los apuros que pasó en el café, y las mentiras que había endilgado al buen señor para hacerle ver los grandes peligros que resultaban de ir a un teatro. Pudo convencerle de que lo más higiénico y elegante era pasear por el Prado hasta media noche, regalándose con un buen vaso de agua de Cibeles. En un puesto de agua habían encontrado a don Florencio Morales, y Cienfuegos se apresuró a presentarlo a su tío, que simpatizó mucho con él, por ser ambos progresistas templados, hidrófagos y españoles rancios.
Moreno Rubio, al retirarse ya de noche, hizo muy malos augurios. No, prescribía más que calmantes, en dosis heroicas, para hacer descansar al enfermo. Encargó a Poleró la regularidad y puntualidad de las tomas, manifestándole, que... si como amigo del enfermo, quería proponer a éste que cumpliera con su conciencia y con la Religión, lo hiciese cuanto antes, porque pronto sería tarde. Cuando se fue Moreno, Poleró consultó con Ruiz el delicado punto, y no pudieron ponerse de acuerdo, porque mientras Poleró se negaba resueltamente a hablar al enfermo de semejante cosa, el otro, exponiéndole razones de fe y decoro, decía:
—Pues no habrá más remedio que indicárselo. Creo que estamos en el deber...
Felipe no se daba punto de reposo, y tres o cuatro veces tuvo que bajar a la botica. Arriba no faltaba trabajo. El paciente pedía sin cesar esta o la otra cosa, buscando en la variedad distracción; ensayando contra la violentísima tos extraños remedios e increíbles posturas. Cirila ayudaba poco. Felipe tenía que ir a cada instante a la cocina en busca de agua tibia o fría, de un limón, leche, azúcar, té... Cuando no encontraba a mano alguna cosa, iba a pedirla a cualquier vecino. Al entrar en casa de Ido, halló a éste sentado en mitad de su humilde salita, junto a una mesilla con luz. Rodeábanle su familia y dos vecinas que solían ir allí de tertulia. Parecía que el buen Cerato Simple estaba enternecido y que de sus ojos manaba mayor caudal lacrimatorio que de ordinario. Un sobado cuaderno tenía en su mano, y desde que vio a Centeno, corrió a abrazarle:
—Supongo que no te enfadarás por lo que he hecho, —le dijo—; tenía tantas ganas de conocer el drama de tu amo, que no pude vencer la tentación esta mañana... Lo vi sobre la mesa, y cogí un acto para leerlo aquí, en familia... Francamente, naturalmente, yo no creía que fuera tan bueno. Te digo que estamos entusiasmados... ¡Qué versos!, ¡qué pensamientos! A mí se me saltan las lágrimas y se me corta el resuello.
Nicanora, que es inteligente, dice que otra obra como ésta no se ha hecho desde el tiempo de Gil y Zárate... Si esto se representa, acuérdate de lo que te digo, se vendrá el teatro abajo..
Agradecido a este lenguaje, Felipe no podía detenerse en hacer comentarios sobre la soberana obra. Necesitaba un huevo, que a su amo se lo había antojado comer.
—¡Ay, hijo! —exclamó doña Nicanora afligidísima—. ¡Cuánto siento no podértelo dar!
Una mujer vieja, arrugada, vivaracha, que estaba en el ruedo de la tertulia y que había oído leer el drama con delectación, se levantó prontamente, diciendo:
—Yo te daré, no uno, sino tres huevos, para que se los coma ese caballerito que ha escrito esas cosas tan buenas... Hemos llorado a moco y baba. Al oír ese verso que dice que el pueblo español es el más valiente de la tierra, me entraron ganas de salir gritando al pasillo, y meterme en el cuarto del enfermo para darle un abrazo. Bien, bien, requetebién...
Pasa a mi casa, y te daré los huevos.
—Si el señor don José me quisiera dejar el drama —dijo otra de las presentes cuando Felipe salía—, para que lo lea mi marido... Él lo entiende; es oficial de pintor de decoraciones, y todo lo que es cosa de teatro lo sabe al dedillo.
—Pasó muy mal la noche Miquis; pero tuvo en ella un gusto no flojo.
Su mamá le había anunciado el envío de una cierta cantidad, a escondidas de su padre. No venía en letra sino en oro, y la traía el ordinario de Quintanar. Durante dos días fue Centeno tres o cuatro veces a la Cava Baja, en busca del precioso encargo; mas el ordinario no parecía. Las diez eran de aquella noche, cuando se presentó en la casa un hombre de malas trazas que entregó a Alejandro el lacrado paquetito. Venía como rocío del cielo, porque la patria estaba sumamente oprimida, y otra vez, para que no se desmintiera el destino del gran manchego, carecía hasta de lo más necesario. Rompiendo impaciente la envoltura del regalo, dijo a Poleró:
—Creo que te debo algo. ¿Son ocho duros?
—Ocho, sí; pero déjalo. Ya me lo darás otra vez.
—No, ahora. Lo primero es pagar. Yo soy así. Y a ti, Federico, ¿te debo algo?
—¿A mí?, nada, hijo.
Era verdad que no le debía nada, porque Ruiz, hombre previsor y hormiguita, no había jamás abierto la bolsa para su desordenado y rumboso amigo. Era hombre aquel Ruiz, que cuando se le pedía algo, respondía invariablemente:
—Chico, estoy a cero. Acabo de pagar una cuenta que me ha baldado.
Después de un breve descanso, al amanecer, Miquis llamó a Felipe:
—Aristóteles..., me vas a hacer un favor... En toda la noche he podido apartar de mi pensamiento al pobre Cienfuegos. ¡Qué tormentos habrá pasado, con su forastero a quien no puede obsequiar ni con un triste vaso de agua clara!... Ve corriendo a llevarle tres duros... Tómalos del cajón.
Cuando Felipe salió a la calle para desempeñar este caritativo encargo, pensaba, con admirable madurez de juicio, que mucho mejor empleado estaría aquel dinero en unas botas, de que tenía muchísima falta, que en socorrer al aprendiz de médico. Éste era sanguijuela insaciable, y mientras más le daban más pedía, sin hartarse nunca. ¡Al diablo Cienfuegos y su forastero! Si no podía convidarle, que no le convidara.
¿No era un desorden que el otro se gastara en pitos y flautas aquellos tres duros tan bonitos, mientras él, Aristóteles, que tanto trabajaba, salía a la calle casi descalzo?
Después de mil vacilaciones, el valiente Doctor se dirigió a una zapatería.
Cuando su amo le preguntó, una hora después, si había hecho el encargo, Aristóteles, fiado en la gran familiaridad que con él tenía, adelantó un pie, y riendo le dijo:
—¿Los duros para Cienfuegos? En ellos andamos.
—¡Ah!, ¡pillo!... —replicó Alejandro, riendo también—. Bien es verdad que tenías falta, y no se me ocurrió... Pero a Dios gracias, hay para todo... Coge otros tres duros y ve a socorrer al pobre Cienfuegos.
III
Aquel día no tuvo el enfermo un instante de sosiego. Tan pronto le acometía el prurito de verbosidad, tan pronto el desmayo. Si dolorosa era la crisis, no lo era menos la sedación de ella. Por la tarde, Moreno anunció que la noche sería funesta. Grandísimo, cortante y brusco fue el dolor de Felipe, cuando Poleró y Arias, que estaban en la cocina, le dijeron, cerca ya del anochecer.
—¿A ver, Doctor, qué vas a hacer ahora? Porque esta noche, hijo, nos quedamos sin Alejandro.
La garganta se le apretó y no pudo dar contestación. Ni llorar tampoco podía, porque, a su juicio, la obligación de trabajar y atender a todo en aquellas tremendas horas, le cerraba la salida de las lágrimas.
La casa tenía dos aposentos grandes, la sala en que estaba Miquis, y la cocina, donde se reunían los amigos cuando no acompañaban al enfermo.
En esta sala, ornamentada de fogón y fregadero, con espejos de hollín y tapicerías de mugre, se recibía a los visitantes, y se hablaba del paciente, de su probable muerte y de todo lo que es propio en tales circunstancias. Había dos habitaciones pequeñas y oscuras, en una de las cuales sólo entraba Cirila, y la otra estaba llena de baúles y trastos.
Ruiz fue de los más asiduos en acompañar y atender al manchego.
Estuvo todo aquel día, y después de una breve ausencia para comer, volvió decidido a quedarse toda la noche.
—Me parece que hago falta —decía con petulancia—, porque esta casa es un mare magnum. Aquí no hay quién tenga iniciativa. Los momentos son preciosos, y alguien ha de representar a la familia. Nuestro amigo Poleró y usted, Arias, no se atreven a nada, y es urgente tomar ciertas determinaciones. La cosa es grave, y por mi parte no quiero responsabilidades. Se diría mañana que por nuestra culpa no murió este buen amigo como católico cristiano; y si ustedes insisten en que no se le hable sobre el particular, yo me lavo las manos, yo me retiro...
Aquel hombre indolente se crecía y era otro desde que le atacaba la oficiosidad, y la oficiosidad aparecía infalible con las ocasiones de hacer un papel de hombre serio y atareado. Así, era de ver cómo su pereza se trocaba en actividad, como entraba y salía, dando, proporciones gigantescas a su trabajo, buscando dificultades, haciéndose el hombre necesario, el hombre de acción y de recursos. A cada momento se le veía entrar en la cocina, y encarándose con Poleró o con Arias, les espetaba una proposición como ésta:
—A ver qué se determina. Yo me admiro de verles a ustedes tan tranquilos..., señores. En estas circunstancias se conocen los amigos.
¡Hay tanto a que atender...! Sin ir más lejos: creo que será preciso hacer suscrición para el entierro. A ver, ¿qué se decide, qué se resuelve? Están ustedes ahí con las manos cruzadas...
Y en otra ocasión, vino con este mensaje:
—Lo primero que hay que hacer aquí es restablecer el imperio de la moralidad. ¿Qué casa es ésta? Nuestro pobre amigo no supo dónde se metía. Es necesario que alguien represente a la familia; yo la representaré si ustedes no quieren o no saben hacerlo. Por de pronto, estoy decidido a impedir que entre aquí esa mujer, esa cuyo nombre no sé, ni quiero saberlo... Porque sería un escándalo, una profanación, ¡un sacrilegio...! Como se atreva a venir, yo seré quien salga a la defensa de los principios morales, sí, señores, yo seré quien la ponga en la puerta de la calle.
Arias disimulaba, el enojo que las ínfulas de este señor y sus oficiosas pretensiones de mando le causaban. Poleró decía:
—No hay que precipitarse. Calma, amigo Ruiz. Le vamos a poner a usted Don Urgente, si sigue atosigándonos de ese modo... Quizás Alejandro salga de esta noche. Ahora parece que está mejor.
—Sí, buena mejoría tiene... Eso es, estense ustedes con esa calma. ¿Y qué se hace en la cuestión de Sacramentos?... Señores, yo tengo creencias y no puedo consentir que un amigo se muera como los animales. Y también Alejandro tiene creencias. Es poeta, y basta. No quiero que la familia me pida cuentas mañana... Conque decidamos ahora mismo quién le dice al infeliz el estado en que se halla y la urgencia de atender a su alma.
—Yo no se lo digo.
—Ni yo...
—Pues yo se lo diré —afirmó Ruiz con énfasis—. No son ustedes hombres para casos de seriedad. Siempre con bromitas... No, señores, hay que hacer frente a las circunstancias, y saber colocarse a la altura de las circunstancias y acometer las circunstancias... Voy a hablar con Miquis.
Éste permanecía en el sillón. Don José Ido le daba aire con un grande abanico, y Felipe, sentado cerca, le miraba y hacía por distraerle. Las facultades mentales de Alejandro subsistían perfectamente claras, y aun, si se quiere, sutilizadas, recibiendo su fuerza final del recogimiento de toda la vida en el cerebro.
—¿Qué tal te encuentras? —le dijo Federico acariciándole la barba.
—Ahora, bien —replicó el tobosino, con cierta facilidad de respiración y dicción, que antes no había tenido—. ¿Qué hora es?
—Las ocho.
—¡Qué días tan largos! Encended luz. Ya es de noche. ¡Qué oscuro está el cuarto! Felipe, abre toda la ventana. Mira, Ruiz, ya empiezan a verse tus estrellas. El cielo católico enciende las luces de su santoral nocturno. Lámparas infinitas alumbran a la piedad y a la ciencia. ¿Qué santos son aquéllos, según tu sistema? —Por allí veo el Escorpión. Aquella hermosa estrella es la llamada Antarés, que para mí es Santo Domingo de Guzmán. La constelación que preside a este mes es el Toro, San Marcos, porque el sol entra ahora en sus dominios, y en ellos está Aldebarán, San Juan Bautista, que se celebra el 24 de este mes.
—¿Y estamos a...?
—A 18... Te encuentro muy bien esta noche.
—Sí —dijo el paciente con animación—. Respiro muy bien. Se me figura que de esta vez, la mejoría va de veras. Ya es tiempo. Hay conciencia física, como decía aquel bendito don Jesús Delgado, y la mía me está dando avisos de salud... Esta noche me dijo Moreno que ya la semana que entra me podré marchar. El ordinario me ha dicho que está hermosísimo el campo en la Mancha, por lo mucho que ha llovido... ¡Qué ganas tengo de verlo!...
—Estás mejor; pero por lo mismo que estás mejor, ¿me entiendes? debes ocuparte, debes pensar... No quiere esto decir que haya peligro... Los hombres deben hallarse siempre dispuestos para todo lo que pueda venir. Tú eres persona seria y de creencias; así es que...
Poleró, que desde la puerta oía esto, adelantose prontamente, diciendo:
—Ruiz, que le llaman a usted...
—Don Urgente salió. —Este pobre Ruiz —observó Miquis con penetración admirable—, porque me ve un poco malo me quiere poner en paz con Dios... Ya se ve..., ¡él es tan religioso!... Respeto sus ideas y sus temores, nacidos de una conciencia recta y noble. En ello prueba lo mucho que me quiere... ¡Y qué talento tiene! ¿No es verdad, Arias? ¿Viste, su comedia? Es preciosísima.
Lástima que no se dedique al teatro. Ahora le da por la filosofía de Santo Tomás... Querido don José, estará usted cansado. Dé usted el abanico a Felipe. La verdad es que cada vez parece que hay menos aire, y más calor.
En la cocina, Poleró y Ruiz sostenían agria contienda, a la que también aportó sus razones Cienfuegos, que acababa de llegar, poniéndose de parte del catalán.
—No te metas en eso —le dijo el aprendiz de médico—. El pobrecito está tranquilo y lleno de ilusiones. Si él se ha de ir al Limbo, allá con los Santos Inocentes.. — —Se me está usted pareciendo a Montes, que todo lo ve bajo un prisma —decía Poleró.
—Ante esa singular manera de juzgar las cosas de la conciencia —manifestó el astrónomo con cierta pompa—, yo me lavo las manos. La responsabilidad, la gravísima responsabilidad es de ustedes, no mía.
Y un tanto atufado salió al pasillo, volvió a meterse en la cocina y se puso a leer. ¿Qué leía? El cuaderno del tercer acto, que había tomado de la mesa de Alejandro. A ratos iba por allí don José Ido, a ratos Arias, conforme se relevaban de la guarda y compañía del moribundo.
—¿Qué tal está ahora, amigo Arias?
—Lo mismo... Se ha desvanecido un momento, y parece que duerme.
—Yo no pienso acostarme en toda la noche, porque sabe Dios lo que se podrá ofrecer.
—¿Qué lee usted?
—Un acto de El Grande Osuna. Ya lo conocía; pero veo que lo ha hecho modificaciones.
—Yo voy a ver si descabezo un sueño —murmuró Arias, tendiéndose en un catre de tijera que Cirila había puesto en aquel estrambótico departamento. ¡Hace un calor...!
—Indudablemente este pobre Miquis valía —declaró Ruiz dejando la lectura con aires de indulgencia crítica—. No lo digo por este drama, que, a la verdad, me gusta poco. Es un ensayo infantil, una inocentada. Esto no pasa; esto no tiene atadero. Figúrese usted que la verdad histórica anda aquí a la greña con el plan dramático. El pobre Alejandro se quitó de cuentos, y haciendo de su capa un sayo, permitíase levantar testimonios a la verdad. Sin ir más lejos, el pensamiento ambicioso que se atribuye al duque de Osuna de levantarse con el reino de Italia, no es hecho histórico probado. Se cree que fue más bien conjeturas y recelos del Gobierno de Madrid, envidiosa trama del duque de Uceda para hundir al Virrey. En cambio, de lo que es un hecho positivo, la terrible conjuración contra Venecia, urdida por el marqués de Bedmar, con ayuda de Osuna y de don Pedro de Toledo, gobernador de Milán, no saca ningún partido Miquis.
Verdad que la cosa no es dramática, y que los misteriosos proyectos de Osuna lo son. Pero, lo repito, no hay pruebas, y el drama histórico no debe ser una calumnia en verso. Además, hay otra cosa. ¿De dónde saca este niño que Osuna quisiera unificar la Italia y hacer un grande reino, como el que después ha soñado Cavour, contra los fueros de las dinastías reinantes y de la Iglesia? Osuna, si alguna idea tuvo de ser rey, fue contando sólo con la soberanía de Nápoles y Sicilia. Pero este pobre soñador le supone propósitos de derrocar a Venecia y hacerla suya, de someter a Florencia, de barrer los estados pequeños, y por último (y esto es ridículo), de quitar al Papa su reino. ¿Qué le parece a usted? El Duque, para este niño, es un precursor de Víctor Manuel y un émulo de Garibaldi. Resulta de todo un dramón progresista y populachero que no hay quién lo aguante. Y si esto se representara, que no se representará, el público tiraría las butacas al escenario... La versificación tiene algunos trozos bonitos, pero hay hinchazón, culteranismo. El plan y desarrollo son abominables, no creo que haya un adefesio mayor. Sin ir más lejos, fíjese usted en la catástrofe, que es un atajo de absurdos. El teatro parece una carnicería, y el apuntador se salva por milagro. Luego no resulta de aquí la menor idea de moralidad... Aquí los buenos reciben el palo, y los malos triunfan y se quedan tan campantes..., en fin, horrores, disparates, cosas de chiquillos...
Don José Ido, que presente estaba, sentía violentas ganas de alzar la voz protestando contra tal crítica; pero no se atrevió a hacerlo, por ser él hombre en quien la timidez podía más que todas las energías del alma.
En su interior se dijo y se repitió, con verdadero fervor, que aquel Aristarco no estaba en lo cierto, y que el drama era magnífico, sorprendente, excepcional. Prueba de ello eran las lágrimas que, oyéndolo leer, habían vertido Nicanora y las vecinas, y la emoción grandísima que él había sentido.
IV
Iba a salir don José, cuando una figura singular interceptó la puerta. Él y los dos muchachos se asustaron, porque la persona que entraba, si no era alma del otro mundo, lo parecía. Iluminada de frente por la luz que en la cocina había, brillaba su rostro de barnizada muñeca, y eran sus ojos como cuentas de vidrio, y tenía fúnebres apariencias su delgado cuerpo rígido, con la blanca falda y el negro mantón...
—¿En dónde está mi sobrino? —preguntó sin dirigirse a ninguno—. Me llevaron un recado diciendo que está gravísimo. ¿Se le puede ver?...
Y sin esperar respuesta, dando algunos pasos hacia dentro, prosiguió así:
—¿Y la dueña de este palacio dónde está? ¿No hay escobas aquí? Está esa escalera que da asco. Pues las paredes de la sala, también tienen qué ver.
—Señora —le dijo Arias, ofreciéndole una de las dos sillas—, tenga usted la bondad de sentarse...
—Gracias... Estoy horripilada... No puedo ver tanta suciedad.
Cirila entró en aquel momento.
—¿Es usted, señora —le dijo doña Isabel pasando sus vidriosas miradas por las cenefas de papel que adornaban los vasares—, la dueña de este palacio?...
—¿Palacio?... Señora, por fuerza está usted tocada.
—Y dígame usted..., ¿no hay por aquí escoba, ni estropajo, ni jabón?... Diga usted, grandísima puerca, ¿no le da vergüenza de que la gente entre aquí, y vea esta falta de limpieza?...
Atónita un momento Cirila, no sabía qué contestar... Las circunstancias no eran propicias a una discusión sobre el uso del estropajo. Venía del cuarto del enfermo que estaba muy mal... Quizás faltaban pocos minutos para la conclusión de sus padecimientos...
—Señora —balbució Cirila—, ocúpese usted de su sobrino..., que está..., ¡pobrecito!, en las últimas...
—Tengo mucho horror a esta enfermedad. ¿En dónde está mi ángel?.. Le veré un momento... ¡Infeliz niño!... Estoy furiosa con el desaseo de esta casa. ¡Qué inmundicia! Esto es el alcázar de la grosería. Vean ustedes cómo me figuro yo que ha de ser el Infierno: un lugar infinitamente privado de agua.
Poleró entró muy alarmado, diciendo:
—No conviene que la señora pase en este momento...
Ruiz entró en el cuarto. El pobre Miquis, acometido de un fuerte paroxismo, parecía que agonizaba. Felipe no se movía de su lado.
—No hay nada que hacer, —observó Cienfuegos sollozando—. ¿A qué martirizarle, si no se ha de conseguir nada?
Entre tanto, Poleró y Cirila entretenían a la señora. La criada de ésta, que la acompañaba, había entrado también en la cocina, mas tampoco quería sentarse...
—Mucho horror tengo de esa enfermedad —volvió a decir la Godoy—, pero yo quiero verle... ¡Oh!, si asearan la casa, si lavaran esto, si limpiaran tanto polvo, y tanta mugre y tanta basura, el pobre angelito sanaría.
Querían detenerla; pero salió al pasillo y acercose a la puerta de la sala. Allí se detuvo aterrada, vacilante entre el deseo de entrar y el escrúpulo o temor que sentía del contacto del enfermo. Poleró acudió junto a ella, temiendo que se desmayara... Pero no fue así. Desde la puerta miró la tiíta el lastimoso cuadro, y todo su amor no fue bastante a vencer su repugnancia. En la mano derecha tenía un finísimo pañuelo que se llevaba a los ojos para secar sus lagrimas.
—Hace muchos años que no lloro —dijo a Poleró—, hace muchos años.
Esto me desmenuza el corazón..., y no es mi corazón de carne, es de hierro que late. Los desengaños me lo endurecieron; pero el dolor se quedó dentro...
Y en la mano izquierda tenía otro pañuelo mojado en vinagre que acercaba a la nariz...
—Si no fuera por esta precaución me infestaría, ¿no es verdad, caballero?... No puedo resistir este espectáculo... ¡Pobre Alejandro, pobre niño mío, pobre ángel de mis entrañas!... Lágrimas y vinagre se confundían en su rostro.
—Retírese usted, señora —indicó Arias.
—Pase usted aquí... al Salón de Embajadores, —dijo Poleró, no queriendo destruir la idea de palacio que tan encajada estaba en la mente de la Godoy.
—¡Oh!, sí..., me retiro... Que Dios le sane pronto y le vuelva la robustez y la alegría. Ya sabía yo que pasaría esto. Lo supe hace tiempo.
Yo lo sé todo.
Ruiz, cuando volvió a la cocina, se acercó a ella y con gravedad insufrible le dijo:
—Señora, en ausencia de la familia, yo me atreví a disponer que nuestro pobre amigo recibiera los consuelos de la Fe... Mi opinión, no obstante, no tuvo apoyo en los demás señores aquí presentes; y yo, no queriendo tampoco insistir en ello, por no ser de la familia, me lavé las manos...
—¿Se lavó usted las manos? —dijo la tiíta reparando en las extremidades del astrónomo—. Pues no se conoce. Las tiene usted que parecen manos de gañán. Pero, ¡Jesús!, no le da a usted vergüenza de enseñar esas uñas...? ¡Ay!, ¡qué horror! Estoy toda revuelta. Y se atreverá usted a dar esa mano a una señora?... Quiten para allá. Todos son unos bigardos... ¡Qué chicos los de hoy! No se les puede mirar, ni sentir, ni tocar... ¡Qué manazas, qué greñas sin peinar, qué barbas de chivo! Quiten para allá...
A cada frase aplicaba a su nariz el pañuelo del vinagre... El de las lágrimas se lo había metido en el bolsillo.
—¿Por qué no se sienta usted, señora?
—Estoy bien... —decía recogiéndose el vestido para que no le tocara ningún mueble ni objeto de los que en la pieza había—. No me siento, no.
Sabe Dios lo que habrá en esas sillas... Habrá aquí poblaciones...
—Si la señora quiere pasar a mi casa —manifestó don José Ido con urbanidad—, allí tendrá un asiento más cómodo. Tenemos una butaca...
—Buena estará también... ¡Ay qué palacios éstos!... Hay salones que parecen cocinas inmundas... Prefiero mi choza... ¿Es usted el médico que asiste a mi sobrino?
—No señora —replicó Ido del Sagrario con un registro de voz que parecía el aleteo de una mosca—. Soy profesor de instrucción primaria, con titulo y...
—Porque si fuera usted el médico le diría que puede estar tranquilo.
Alejandrito no se morirá; yo lo sé, yo lo he visto... Alejandrito no tiene más que un fuerte mal de amores; así lo dicen las acepciones de amor, desvío, mudanza, mujer morena... Conque no se aflijan, señores; lo digo yo que he nacido en Jueves Santo. Mirábanse Poleró y Arias, aguantando la risa, y a pesar del dolor que les embargaba, a veces no la podían contener.
—Pero siéntese usted, señora...
Que no me siento... Y si pudiera no tocar el suelo con mis pies... Es muy tarde, y Teresa y yo no tenemos costumbre de andar de noche por esas calles. Nos retiramos.
—Uno de nosotros la acompañará a usted.
—¡Oh!..., no..., gracias. No se molesten... Cuiden bien al pobrecito enfermo y avísenme mañana de su mejoría... Aseo, aseo, agua y jabón es lo que aquí hace falta.
En aquel mismo momento, cuando ya la Godoy estaba casi en la puerta de la cocina para marcharse, oyose en el pasillo rumor de agitado coloquio. Dos mujeres disputaban en voz baja; la una era Cirila, la otra su hermana; la primera, que había salido con una luz para buscar algo en uno de los cuartos oscuros, decía:
—No entres; está muy mal. Estos señores no permiten... Más vale que te vayas.
Federico Ruiz, desde que oyera estos cuchicheos, vio llegada la coyuntura más bonita para el acto de ejemplaridad que anhelaba realizar.
Por fin, gracias a él, los buenos principios iban a tener cumplida satisfacción en aquella casa; por fin, la malicia y la impureza iban a tener correctivo en la más solemne de las ocasiones. Salió prontamente, y encarándose con la tal, echole de buenas a primeras esta indirecta:
—Oiga usted, señora, haga usted el favor de salir de aquí. En nombre de la familia, yo...
¡Eh! —dijo Poleró— no hacer ruido. Ruiz, no se acalore usted, le tengo más miedo a su celo que a un cañón Krup.
Salieron todos del estrecho pasillo de la casa al larguísimo y no muy ancho que era ingreso común de los diversos cuartos. Allí la claridad competía con las tinieblas; pero Cirila, que también salió, ganosa de aplacar a don Federico, llevaba la luz y alumbraba las figuras todas, movibles y agitadas, cuyas sombras se extendían a lo largo de las paredes y salían hasta la escalera.
—No se puede tolerar —dijo Ruiz, con acento de calorosa honradez— que en estos momentos críticos, en este trance aflictivo, venga usted a escarnecer con su presencia...
—Señor de Ruiz —observó Cirila incomodándose, pero sin atreverse a alzar la voz—, es mi hermana; y esta casa...
—No hay casa que valga, no hay hermana que valga... —clamó el astrónomo poniéndose furioso, o simulando el enojo por el gusto que tenía de enojarse—. Si usted me levanta el gallo, ahora mismo llamo una pareja.
Y esta señora se va a la calle ahora mismo. Pronto... Pues ¿qué?, ¿después que ha sido la causa de la perdición de nuestro desgraciado amigo, ha de venir a turbar la paz de sus últimos momentos, y a insultarnos a todos...?
—No alborotar, no hacer ruido —volvió a decir Poleró, creyendo que la expulsión se debía verificar con menos bambolla—. Está con la moralidad como chiquillo con zapatos nuevos.
Pero a Ruiz le gustaba el aparato escénico, y siguió perorando de esta suerte:
—Representamos a la familia..., y en nombre de la familia..., ¡en nombre de lo más sagrado...!
¡Con qué énfasis señalaba su dedo la escalera! La tal no dijo una palabra. Dirigiole una mirada que lo mismo era de enojo que de burla. Pero no se movía; no parecía dispuesta a obedecer.
—Para evitar cuestiones —gruñó Cirila, empujando suavemente a su hermana—, más vale que...
En esto llegó doña Isabel. Su sombra pasó por encima de las sombras de los demás. Parose, miró a todos uno por uno, después a la tal... La admiración túvola suspensa un instante, y sus ojos de muñeca de porcelana y vidrio no se hartaban de contemplar la otra muñeca, de carne y hermosura, torneada con gallardía y barnizada de expresión melancólica.
—Esta señora, —dijo Ruiz—, es la perdición de nuestro amigo...
¡Preséntase aquí en estos críticos momentos! O ella o nosotros... Con espontaneidad, que resultaba graciosa, se escaparon de los labios de la Godoy estas palabras:
—María Santísima, ¡qué mujer tan guapa!
Tomando la luz de manos de Cirila, acercola al hermoso rostro de la mujer aquella, el cual, iluminado, resplandeció como sol de belleza dentro de aquel círculo de semblantes vulgares. Desdén y burla, contenida pena y amargura echaba de sus fulmíneos ojos la tal. De sus labios, ni una sola sílaba.
Dejando la luz, doña Isabel lanzó un gran suspiro. Siguió observando.
—¡Gracias a Dios que veo aquí una persona limpia...! Y eso que las manos no están muy lavadas que digamos... Usted es de las que no cuidan más que el palmito...
Bruscamente tomó un tono como de alborozo infantil para exclamar:
—Princesa..., no me lo dejes morir.
Absortos los presentes, no observaron que sus ojos brillaban como esmeraldas sobre rieles de plata. La tal seguía muda; mas la expresión de su cara variaba... Casi, casi se iba a reír.
—La señora es de la familia —dijo Cirila señalando a la Godoy y mirando a Ruiz—, y ya ve usted cómo no hace esos aspavientos.
—Pero la señora —objetó Ruiz—, se ha escapado de un manicomio. Doña Isabel, perdido ya hasta el último asomo de claro discurso, dio tres vueltas sobre sí misma y en cada una tocaba el brazo de la tal, repitiendo:
—No le dejes morir, no lo dejes morir.
Aterrado de aquella escena, Arias tomó la mano de la señora para encaminarla a la escalera. La criada quiso también llevársela... Adiós, Isabel Godoy; adiós, pitonisa, burladora del tiempo, émula de la eternidad, cuyos senos mides, cuyos secretos exploras, virgen madre de todos los desatinos, maga, sibila, vestal, momia llena de gracia, archivo de la superstición y sacerdotisa del estropajo. Llévante unos demonios inocentes, infantiles, muy limpios, parecidos a los ángeles, como te pareces tú a una pura ninfa de los tiempos que no volverán.
Al poner el primer pie en el peldaño de la angosta escalera, acompañada de Arias, le dijo al oído, en el tono vulgar de una observación corriente:
—Al pobrecito enfermo le sentará bien la presencia de tan hermosa medicina. Los ojos matan ¡ay!, los ojos también curan... y resucitan. Que la vea... Se pondrá bueno al instante; lo sé, lo leo bien claro en las acepciones de reconciliación, cariño mutuo, castidad.
Bajaba precedida de su sombra, que iba reconociendo los escalones, por si no estaban seguros... Desapareció en la espiral tenebrosa como si se la tragara la tierra.
En el pasillo largo, continuaba la escena aquella cuyos actores eran:
Ruiz en el foro de los principios morales, la tal en el de la pasiva resistencia a los dichos principios. Poleró, en segundo término, murmuraba:
—No hay cosa más cargante que un moralista que no sabe dónde pone el pálpito.
—Ya, ya se está usted, marchando de aquí, —decía Ruiz—. No tengo que añadir una palabra más.
Y ella no hacía más que retorcer las puntas de su pañuelo, y estirarlo luego y volverlo a torcer. Cuando el moralista alzaba mucho la voz, los ojos de ella fulguraban desprecio y cólera. Después, cansada de enredar con el pañuelo, se puso una punta de él en la boca, y tirando fuerte se aplastaba el labio inferior, mostrando sus blancos dientes y sus encías rojas.
—Más vale que te vayas —le dijo Cirila—. Así no tendremos cuestiones.
—¡Que traigo una pareja!
—Sosiéguese usted, hombre de Dios.
—¡Que la traigo!...
La tal tiraba tan fuerte de su pañuelo, que sacó de él una tira con los dientes. Sólo con mirar a Ruiz, sin proferir una palabra, sabe Dios las perrerías que le dijo: —Vaya, vaya, —dijo Poleró empujándola con suavidad y llevándola consigo—. Ahora no puede usted verle... Acábese esto de una vez.
Cirila se retiró, dejando la luz a Ruiz. Cienfuegos alejose también.
La inflexible figura del astrónomo permaneció en medio del pasillo, con la luz en una mano, señalando con la otra la salida y término de aquel luengo conducto. Era la estatua de la moral pública alumbrando el mundo, y expulsando al vicio del cenáculo de las buenas costumbres. La consabida le echó unas tan atroces rociadas de desprecio, todo con el mirar, nada con la palabra, que casi casi hicieron conmover en su firme asiento a la iracunda estatua; y se fue despacio, con irrisorios alardes de dignidad.
Daba pataditas, y en la escalera marcaba los peldaños con insolente cadencia... Abur, espanto de las edades, viruela de los corazones, epidemia social, brújula del infierno, carril de perdición, vaso de deshonra, rosa mustia, torre de las vanidades, hijastra de Eva, tempestad de males, hidra corruptorísima. Carguen contigo los diablos feos y llévente, con tu séquito y corte de pecados, a donde no te volvamos a ver.
V
A las diez, Alejandro, dando un suspiro, pareció que salía de aquel espasmo congojoso. Cienfuegos y Felipe no se movían de su lado. Poleró y Arias que entraban y salían de puntillas, en la sala callaban atentos, en la cocina se comunicaban sus tristes impresiones, y Ruiz, satisfecho de sus rasgos de carácter, sintiéndose fatigado como un hombre que había trabajado mucho, se echó a dormir en el camastro que estaba en uno de los cuartos oscuros. Cirila había ido a buscar cháchara a la puerta de la casa de Resplandor. Don José Ido, instalado en la cocina, esperaba las órdenes que se le quisieran dar, como ir en busca de los santos óleos o de algún heroico remedio. Rosita se dejaba ver por allí alguna vez, soñolienta, deseando que la mandaran traer algo, o prestar cualquier servicio.
—Hija, ¿por qué no te vas a acostar? —le decía su padre.
La infeliz no perdía ocasión, de entrar en el cuarto del moribundo y coger con disimulo algunas cortezas de pan, de las que había sobre la mesa, para comérselas y llevar algo a sus hermanos, que estaban acostados, pero despiertos, los tres juntos en un desvencijado catre. Al despertar Alejandro de su pesado sopor, asombrose de ver a Felipe, y le dijo:
—¡Oh!... Flip..., ahora que te veo, comprendo que todo ha sido sueño... Creía estar en mi casa... Me pareció que vi entrar aquí a mi madre, y que me cuidaba... ¿De veras no ha estado aquí mi madre?
—¡Qué cosas se lo ocurren! ¿Y para qué ha de venir su mamá si nosotros nos vamos a ir para allá la semana que entra?
—Dices bien... Pero yo, aun despierto, juraría que la vi entrar con su vestido de rayas blancas y negras. También juraría que andaba por aquí mi hermanillo Augusto enredando con un palo largo y un carretoncillo.
—Era Rosita Ido, que entra, como los pájaros, a buscar migas de pan.
—Dale todo lo que haya: Dinero no nos hace falta. Mi madre ha mandado mucho. ¿Sabes que me encuentro ahora muy bien? Respiro con una facilidad, ¡y me dan unas ganas de hablar...! Puede que nos podamos marchar dentro de dos o tres días. A ver, probaré a levantarme. Cójeme por aquí... Y tú, Cienfuegos, por este otro lado. ¡Arriba, guapo!
Entre los dos le levantaron, dio dos pasos, y al instante volvió a caer en el sillón.
—Perfectamente. Aunque no puedo moverme, reconozco que estoy ágil, relativamente... Y no me duelen las piernas cuando las estiro, ni los brazos... Esta tarde he padecido horriblemente. Deseaba morirme, ¡qué disparate!, y decía para mí que siendo la vida un suplicio, la muerte es la convalecencia de la vida, y que morir es sanar. ¿Qué te parece, Cienfuegos?
—Que no pienses en eso. Pronto estarás hecho un roble, y duérmete ahora.
—Si no tengo sueño, hombre de Dios —repuso el enfermo, respirando con cierta facilidad y pronunciando claramente las palabras una a una—. ¿Sabes lo que yo haría ahora de buena gana? Pues me pondría a escribir. Siento cierta frescura en la cabeza. Esta tarde, en aquel sufrimiento horrible, estaba viendo clarita, verso por verso, toda una escena de El condenado por confiado.
—La escribirás en la Mancha. ¿Tienes sed?
—Ni pizca... ¡Ah!, sí. Felipe, dame agua... ¿Conque lo he soñado, o es cierto que viene mi madre a buscarme?
—Es cierto que viene —manifestó Cienfuegos—. Ya te dije que la espero mañana.
Cienfuegos y Poleró habían puesto un parte a la familia, y esperaban que alguien viniese. Pero al enfermo no habían dicho nada de esto por no alarmarlo.
—¿Pusisteis telegrama?
—No, hombre. ¿A qué venía eso, si tú no tienes gravedad? Es que la buena señora, al saber que estás malo, se figura lo que no es.
Los amigos habían recibido el día anterior una carta de don Pedro Miquis, en la cual decía que él o su señora irían a Madrid, en caso de recibir aviso telegráfico de la importancia del mal.
—¿De modo que tú crees que vendrá mi madre?...
—Mañana la tienes aquí.
El gozo que esto le produjo le animó extraordinariamente.
—O me engaño mucho, o sólo con verla entrar, creo que me restablezco por completo.
—Como si lo viera... Procura serenarte ahora, y duerme. Voy a ver si se han dormido esos chavales y a echar un cigarro con ellos si están despiertos. (Sale Cienfuegos.) —Aristóteles.
—Señor...
—¿Estás aquí? No te veo bien.
—Sí estoy aquí... —dijo Centeno, acariciándole las manos, que tenía entre las suyas.
—¿Hay luz en el cuarto?
—Sí.
—Me pareció que estaba esto muy oscuro. Pues lo que es mis ojos bien claro ven. A ti te distingo como un bulto. ¿Sabes una cosa...?
—¿Qué? —preguntó Centeno con ansiedad, porque notaba en la voz de su amo y en su manera de decir un sentimiento y dulzura inexplicables.
—Que me han entrado fuertes deseos de...
—¿De qué?
—Te vas a reír —murmuró Alejandro riendo a su vez; pero su jovialidad era triste como flor nacida en grietas de sepulcro.
—No, no me río.
—Pues me han entrado ganas de darte un apretado abrazo... Yo no puedo, porque tengo los brazos como si fueran de algodón. ¡Cosa más particular!... Dámelo tú a mí.
Felipe estaba tan aturdido, que no acertaba a satisfacer el deseo de su amo. Fue preciso que éste repitiera su mandato para que el Doctor se pusiese en pie, y acercándose a Miquis todo lo más que podía, le estrechara en sus brazos.
—No, no aprietes tanto que me ahogas..., así. Ya ves qué antojos me entran. ¿Qué dices a esto?
Aristóteles no podía decir nada. Invisible mano le estrangulaba.
Retirose un instante para disimular su pena y sofocarla.
—¿Qué haces, Felipe? ¿Lloras?
—No, señor —replicó el otro con risa convulsiva—, es que me he dado un fuerte golpe en este codo.
—Ven acá, no te separes de mí...
—Aquí estoy. —Pero te pones a diez leguas... Más cerca... ¡Qué alegría me da cuando pienso que vamos a estar juntos en el Toboso!... Mañana llega mi madre, y cuando te conozca, me dirá que de dónde he sacado esta alhaja...
Toda tu vida me la tienes que consagrar y estar siempre conmigo, hasta que los dos nos caigamos de viejos.
—Eso sí.
—Otras veces, cuando he estado tan malo, he pensado qué sería de ti si yo muriera; ahora que estoy mejorando a pasos de gigante, pienso que los dos hemos de llegar a viejos... Con todo, me parece que hace tiempo que no te he visto o que voy a estar mucho tiempo sin verte..., no sé por qué. Se me antoja ahora..., mira tú qué tontería..., se me antoja que nos vamos a separar.
—¡Vaya un desatino!..., ¡qué bro...mitas!
—Chico, es que esta noche estoy de manías. ¿Sabes la que me ha entrado ahora? Pues verás. Como mi madre llega mañana y trae dinero, no necesito del que tengo ahora. Se me ha ocurrido darle. una parte a Cienfuegos, otra a don José Ido, y lo demás a esa pobre Cirila... ¿Qué opinas?
El reparto de capitales no le parecía bien a Felipe; mas en la situación de congoja en que estaba no quiso contradecir a su amo:
—Me parece muy bien.
—Llámate a Cienfuegos. ¡El pobre...! Quiero darle una sorpresa. Verás qué alegre se pone. Felipe salió. Deseaba estar un momento fuera para dar expansión a la pena que le ahogaba. Cuando se presentó en la cocina con un puño en cada ojo, los amigos, alarmadísimos, sospecharon un mal suceso.
—Que vaya usted, señor Cienfuegos —fue lo único que dijo Felipe.
Y él se quedó allí, llorando con gran desconsuelo. Don José Ido no estaba presente; pero sí Rosita, la cual creyó muy del caso consolar a su amigo con las frases propias de la ocasión, entremezcladas de suspiritos:
—Hijo, es preciso conformarse con la voluntad de Dios. ¡Ay Jesús, qué mundo éste!... No hay más que penas.
El Doctor se limpió las lágrimas, y serenándose un tanto habló así con su amiga:
—Chiquilla, ¿por qué no te vas a acostar? ¿Qué haces tú por aquí a esta hora?
—Puede ofrecerse algo..., ya ves... Hasta que papá no se acueste...
Vaya un escándalo que hubo esta noche, ¿lo oíste?, cuando vino la señora, aquella loca... Dicen que esa señora lava la sal antes de echarla en el puchero... Pues ¿y la chubasca?... ¡Lo que te perdiste! Ella no se quería marchar; pero tanto le dijo el señor de Ruiz... ¡Ay!, hijo, el señor de Ruiz es como un predicador. Dice mamá que éste para obispo no tenía precio. Ahora está durmiendo. ¿No oyes sus ronquidos?... Pues la tal salió hecha un veneno. Yo subía la escalera cuando ella iba para abajo. En cada descanso se paraba y volvía los ojos para arriba. Daba miedo verla.
El señorito Poleró bajó con ella, y el señorito Arias también. Los dos se reían y le decían cosas...
—Mujer, no te enfades..., no hagas caso de ese farsante de Ruiz...
El señorito Poleró le daba pellizcos. ¡Qué pillos!..., ¿eh?, y ella tan seriota...
—Rosa —dijo don José, presentándose de improviso en la puerta de la cocina—. Vete a acostar al momento. Es muy tarde.
Notó Felipe en su amigo una exaltación, un peregrino júbilo que hacía, sobre su apenado semblante, efecto parecido al de los fuegos fatuos. Sus mechones bermejos parece que tendían a engalanarle el rostro como guirnalda de triunfo.
—¿No sabes lo que ocurre? —dijo a Felipe mostrando en la palma de la mano dos monedas de oro—. Ese bendito don Alejandro me llama... Entro, hijo, y me da estos doblones... Dice que no le hacen falta; que tiene el mayor gusto en atender a mis necesidades; francamente, naturalmente, yo lo agradezco mucho, yo estoy conmovido..., ese joven es un santo..., pero si mañana hiciera falta para el entierro...
—Diciendo esto, guardaba las monedas.
—Si quieres completar el rasgo de generosidad de tu noble amo, —añadió, retrocediendo—, amigo, Felipe, liberal joven, digno Panza de aquel bravo don Quijote, ¿por qué no me das uno de los dos panecillos que tienes allí? Creo que no te harán falta. Tu amo está rico. Estos pobres niños no se quieren dormir por la gran necesidad que tienen...
Centeno le dio sin vacilar lo que deseaba. Entonces el pendolista partió un pedazo para darlo a su hija, y el resto destinolo a los chicos, no sin coger para sí un bocado que se comió con muchísima gana.
—Yo no me acuesto esta noche. Pienso que he de hacer falta. Y además ¿para qué dormir? ¿Para soñar que soy director de un colegio y luego despertar lleno de desconsuelo y amarguras? Mejor es velar, velar...
Poleró entró en la cocina diciendo:
—Parece mentira... Está despejadísimo; pero creo Cienfuegos que durará pocas horas... Felipe, te llama.
Cuando Centeno entró, su amo callaba. De pronto murmuró estas palabras:
—Que me dejen solo con Felipe.
Arias salió; pero Cienfuegos quedose oculto tras el sillón.
—Aristóteles...
—Aquí estoy.
—Ponte más cerca. Felipe hizo reclinatorio de las rodillas de su amo.
—Así... Ahora siento una languidez, un sueño... No me duele nada.
Parece que me voy a dormir, y que estaré durmiendo días y días. Ya es tiempo, porque estoy fatigadísimo con tanta mala noche como he pasado. Un encargo te voy a hacer. ¿Lo cumplirás?
—Pues ya...
—Cuidado, Felipe, cómo te descuidas... Si me duermo esta noche, y mañana sigo durmiendo con ese sueño pesado, con ese sueño profundísimo que siento venir, ¿entiendes?..., en cuanto llegue mi madre, me despiertas. Me llamas, y si no te respondo, me sacudes el cuerpo bien sacudido...
—Descuide usted —dijo Felipe con el corazón traspasado.
—En ti confío, Aristóteles..., y así podré dormirme tranquilo...
Aunque si mi madre llega, creo que el corazón, saltando, me despertará por muy dormido que esté.
Dejó caer los párpados... Murmullo hondo y lento salía de sus entreabiertos labios. Cienfuegos se adelantó para observarlo de cerca.
Como el desmemoriado que retrocede, se agitó Alejandro, abrió los ojos...
—Aristo...
—Señor. —Hace tiempo que pensaba preguntarte una cosa, y esta maldita memoria mía... Se me escapan las ideas... Dime si en estos últimos días ha venido a verme...
Felipe, comprendiendo al instante, creyó oportuno darle algún consuelo en aquella ocasión...
—Ya lo creo que ha venido, sí señor... Sólo que no hemos querido dejar entrar a nadie... Como estaba usted durmiendo...
—Ha venido... —balbució Miquis, y en aquel mismo instante apareció tan descompuesto su rostro, que Cienfuegos y Felipe se espantaron. Era otro, era un muerto.
—Sí señor —dijo Felipe, hablando junto al oído de su amo—, ha venido..., siempre tan... cariñosa... Llorando por no poderle ver, y diciendo que...
—Cállate —dijo bruscamente Cienfuegos.
Pasó un rato. De repente oyose otra vez:
—Aristo...
—Señor...
—Duermo..., ¡qué sueño!... Despiértame mañana, que quiero hacer una cosa...
—¿Qué?
—Quemar El Grande Osuna... —murmuró Alejandro con visible esfuerzo, que parecía un tanto doloroso—. Es detestable... Es feo y repugnante como mi enfermedad. Todo lo que contiene resulta vulgar al lado de la excelsa hermosura artística que ahora veo, al lado de esta creación de las creaciones, que titulo El Condenado por confiado... Es la salud, es el vivir sin dolor... Aquí veo otra figura, otra belleza suprema... A su lado aquella es fealdad, impureza..., podredumbre..., consunción...
—¡Quemar El Osuna!..., no señor..., ¡qué dirá la señorita Carniola...!
Miquis, ya con los ojos cerrados, hizo contracciones de disgusto.
Creeríase que tragaba una cosa muy amarga, pero muy amarga. Más que habladas, fueron estertorizadas estas palabras:
—La aborrezco...
Felipe le observaba... Cienfuegos le puso la mano en la frente...
Momento de terror... Inmenso sueño aquel.
—Se ha dormido —murmuró Felipe atónito.
—¡Qué muerte tan dulce! —dijo Cienfuegos.
VI
La escena representa el interior de un coche de alquiler. En el fondo, ARISTÓTELES y DON JOSÉ IDO ocupan el asiento principal; a derecha e izquierda, cerradas portezuelas con ventanillas, cuyas cortinas verdes agita el aire. Veterano corcel tira con trabajo de la escena, a la cual preceden otros cinco vehículos de igual aspecto mísero, con sus cortinillas, su dormilón cochero y su caballo claudicante. La fila marcha perezosa, por calles y caminos, siguiendo a otro, armatoste poco agradable de ver, cosa negra y antipática, sobrecargada de tristeza y duelo.
IDO.— (Acariciando el hombro de su amigo.) Pues esto no tiene ya remedio, amigo Felipe, bueno es que te vayas conformando con la voluntad de Dios y pongas ya término a tus lágrimas, ayes y suspiros. Empiezas ahora a vivir; tienes mucho mundo por delante; estás en edad en que los duelos pasan pronto, sin dejar huella. No quieras hacerte superior a tus años, prolongando tu dolor más de lo que corresponde y desmintiendo tu niñez florida. Ánimo, hijo, y considera que estos trances aflictivos son los mejores maestros que podrías desear para instruirte en el gobierno de ti mismo y en todo el saber de la vida. (Sintiéndose inspirado.) Considera que esto es para ti ventajoso, pues entras en los combates del vivir, no desnudo y sin armas, cual entran los más, sino ya vestido con cota de dolor y abroquelado tras el durísimo escudo de la experiencia; y francamente, naturalmente..., yo, en tu lugar, me alegraría de haber visto lo que has visto, de haber pasado lo que pasaste... No seas tonto, encontrarás ahora colocación mejor y generosos amos que te protejan...
ARISTÓTELES.— (Dando un gran suspiro.) No encontraré otro amo como el que se me ha muerto; señor don José... Hombre de mejores entrañas no creo que haya nacido. Era tan bueno, tan bueno, que no hacía más que disparates. Yo no sé qué pensar... Si los buenos son así...
IDO.— (Con agudeza filosófica.) Es que, según dice un libro que leí anoche, no debemos ser buenos, buenos, buenos, sino buenos a secas, con algo que tire a lo mediano, y cierto ten con ten de bondad y picardía.
ARISTO.— Yo creo que si mi amo no hubiera sido tan..., tan... Poleró lo llamaba el goloso de las damas, y Arias decía que había hecho voto de..., de lo contrario de castidad... Pues creo, que si mi amo no hubiera tenido esta falta, habría sido santo..., ¿no lo cree usted...?
IDO.— (Con penetración, que es forzoso atribuir a que algún espíritu le sopla lo que dice, o a que se ha encarnado en él, por milagroso modo, la misma sabiduría.) Todos, todos los humanos, si no fuéramos lo que somos, seríamos santos; es decir, que si no tuviéramos esta maldita carne mortal, por la cual somos hombres, seríamos ángeles... Estamos encarnados en nuestras flaquezas, y de ellas recibimos nuestro ser visible. Por esto se dice: «Somos fragilidad y podredumbre». De ellas se derivan todos nuestros males, y ellas mismas son penitencia a la par que son pecados.
ARISTO.— Bien lo ha pagado él, ¡probrecito! La suerte, que se consolaba con sus dramas y con las cosas bonitas que estaba siempre sacando de la cabeza. Decía Sánchez de Guevara, que mi amo era un hombre en verso, y yo creo lo mismo. Todo en él era verso, todo música. Mi amo sonaba, sí, sonaba como las panderetas.
IDO.— (Grave, solemne, emulando a Confucio y a los profetas.) Mal terrible es ser hombre poema en esta edad prosaica. El mundo elimina y echa de sí a los que no le sirven. Nada es tan funesto como la vocación de ruiseñor en una familia de castores.
ARISTO.— Ya, ya pagó bien mi amo su falta. El verso no le valió de nada más que de consuelo y entretenimiento. No tuvo un solo día de tranquilidad..., siempre pobre... Perdió la salud y la vida. ¡Maldita tisis! Yo me consumía la sangre, viendo que todo el dinero que tenía se lo arrebataban... Entre las dos le pelaron; la una se llevaba todo el dinero, la otra toda la ropa...
IDO.— (Enternecido.) Sí, sí, triste cosa es que a un joven de tales prendas, hijo de padres ricos, hubiera que vestirle, después de muerto, con ropa de los amigos. Y no lo digo por vanagloriarme de la parte que tuve en esta obra de caridad, pues sólo di la corbata negra, que no vale un ochavo, y aún me quedó esta otra cinta oscura y algo deshilachada que llevo al cuello, para venir dignamente al entierro.
ARISTO.— (Afligidísimo.) ¡Ay!, usted no sabe, don José, lo que pasó.
Si se lo cuento, se horrorizara, porque esto es tan infame que, parece mentira. Pero es verdad, es verdad, como Dios que nos está mirando.
IDO.— (Desperezándose.) Cuenta, hombre, cuenta esos horrores, que francamente, naturalmente, este viaje es harto pesado, y con el fuerte calor no sabe uno cómo ponerse, ni a dónde echar piernas y brazos, ni de qué modo entretener el tiempo.
ARISTO.— Pues ya sabe usted que lo pusimos el pantalón negro del señorito Cienfuegos, las botas de Alberique, que me dio doña Virginia y que lo venían tan grandes, el chaleco de Arias y la levita de Cienfuegos.
Esta prenda era la única decente; las demás no valían nada... Pues oiga usted. Anoche me estuve toda la noche velándole, y nada pasó; pero esta mañana, cuando salí a llevar los recados a los amigos para que vinieran al entierro... Esa maldita mujer, esa Cirila de mil demonios, más mala que la langosta, y más ladrona que el robar, esa Iscariota, esa judía, esa loba con cara de mujer...
IDO.— (Aterrado.) ¿Qué hizo? Me parece que lo adivino. ¡Esa hembra sin entrañas, esa mujer sin hijos, esa madre del robo, ese monstruo rapaz profanó el cuerpo de tu amo, desnudándole de alguna prenda valiosa...!
ARISTO.— (Llorando con rabia.) Le quitó la levita. Cuando entré y lo vi, me dio una cosa, señor don José, me entró un fuego en el cuerpo...
Corrí a la cocina; allí estaba fingiendo sentimiento... Me fui derecho a ella y le dije todo lo que había callado en tanto tiempo... Yo estaba como un león. No sentía más que no ser hombre para dejarla seca allí mismo. Me la hubiera comido a bocados... Ella agarró una escoba y las tenazas de la cocina. Si no me coge Resplandor por la cintura y me sujeta, ahí hay la del Dos de Mayo. Todavía me dura el sofoco... Me la ha de pagar... No se la perdono, no se la perdono.
IDO.— (Con apacible serenidad y con unción que no parece suya sino de los espíritus de santos o filósofos que andan por dentro de su cuerpo.) Modérate, ¡oh Felipe!, y templa esos excesivos arrebatos, impropios de estas fúnebres circunstancias. Elévate por cima de las miserias humanas, y considera que esa indigna mujer tendrá su castigo en su propia conciencia. Dios se encargará de ella. Déjala tú... El hombre no es buen justiciero del hombre. Además, nunca menos que en esta ocasión ha necesitado tu bendito amo del abrigo y confortamiento de una levita ¿No nos dice la Religión que el cuerpo es polvo y ceniza? ¿Para qué necesita el polvo del auxilio de los sastres? Cierto que el acto..., llamémosle acto..., de esa mujer, es una horrible profanación; pero esto que acompañamos no es más que un despojo miserable que vamos a entregar con solemnidad convencional a la tierra. No le quitará Cirila a tu amo su glorioso vestido de inmortalidad, ni el espíritu excelso de Miquis padecerá de frío en las regiones invisibles, intangibles e inmensurables.
Aun sin traspasar con el pensamiento las fronteras que de tu amo nos separan, podrás hallar consuelo considerando que la rapacidad de Cirila no alcanza a despojar a tu amo de la gloria mundana que envolverá su nombre, cuando sea conocido ese portento literario, ese drama de los dramas...
ARISTO.— (Con hondísima pena.) Ésa es otra... ¡Señor don José de mi alma!... ¡Usted no sabe...!
IDO.— ¿Qué?... No cuentas hoy más que desdichas... Apenas abres la boca, ya tiemblo. ARISTO.— Pues tiemble usted todo lo que quiera..., pero sepa que el drama ya no existe. Esta mañana, cuando fui a casa de Resplandor en busca de un poco de agua para lavarme, vi que doña Ángela (¡mal demonio se la chupe!) tenía el acto primero, y lo estaba arrancando las hojas para hacer papillotes con que sujetar los rizos de las niñas... Al ver esto, me volé.
Ella dijo: «Pues tonto, ¿para qué sirve esto? Los chicos lo han traído. Yo no sabía lo que era...». Recogí algunas hojas. Después vi que Ruiz se llevaba otro acto. El tercero lo sirvió a Cirila para encender la lumbre.
Con el quinto hacían pajaritas los muchachos. El cuarto lo pude salvar y lo guardaré toda mi vida...
IDO.— (Meditando.) ¡Gran desastre es que obra tan supina haya caído en manos de gente indocta! Yo que tú, procuraría restaurar toda la obra, recordando algunos pasajes y añadiendo de mi cosecha lo que se me hubiera ido de la memoria.
ARISTO.— (Prontamente.) Usted es bobo..., por fuerza..., ¡qué cosas se le ocurren!
IDO.— Siento infinito la pérdida de ese precioso manuscrito... ¡Obra más hermosa...! Si se representara, daría mucho dinero... Y no me has dicho una cosa que deseaba saber. ¿Cómo se han arreglado para los gastos del entierro?
ARISTO.— Como saben que don Pedro Miquis ha de mandar lo necesario, echaron un guante entre todos para anticipar la cantidad.
Poleró dio ocho duros, Arias cinco, Cienfuegos devolvió la cantidad que mi amo le había dado, menos treinta y dos reales. Doña Virginia también dio algo y Ruiz ni una mota, porque dice que tuvo que pagar una cuenta. Ése es de lo más farsante que hay. No sirve más que para dar órdenes, meterse en todo y hacer pamemas. Estaba durmiendo cuando el señorito expiró. Cuando vino al cuarto, no hacía más que lamentarse de que no se lo hubiera avisado. Echó una voz muy hueca y dijo: «Señores, el romanticismo ha muerto». Y luego: «¿Qué hacemos, pero qué hacemos?...». Yo no sabía lo que me pasaba. No quería creer que don Alejandro estaba muerto, porque un momento antes me había dicho cosas... Se murió en mitad de un suspiro, con medio sollozo dentro medio fuera. El alma se le salió sin darle ni una chispa de padecer... Se quedó tan sereno, que parecía que estaba durmiendo y soñando las cosas bonitas que él sabía soñar... Cienfuegos, que no tiene más falta que ser tramposo, lloraba como un chiquillo; le abrazaba y le besaba la mano... Yo también...
IDO.— Sosiégate..., no llores, repitiendo la luctuosa escena. Tu edad juvenil es propicia al olvido, y la energía reparatriz derramará pronto en tu ánimo su bálsamo consolador. ARISTO.— (Cortando la relación con suspiros.) Poleró también lloraba algo, porque es buen chico, y Arias, pálido y muy triste, decía: «Yo no sirvo para esto». Se quitaba y se ponía los lentes sin parar. Mirando a mi amo, echaba suspiros. Ruiz era el que no dejaba de hablar, y siempre a gritos. Salía al pasillo, diciendo a todo el que pasaba: «Ya expiró, ¡pobre amigo!». Y luego volvía a entrar, y cruzándose de brazos, decía:
«Pero ¿qué hacemos? ¿Están ustedes lelos o qué...? Es preciso determinar algo». ¡Cansado hombre, qué ruido hacía para nada!... Después se quejó de que don Alejandro se hubiera muerto sin religión, y dale otra vez con aquello de «yo me lavo las manos; yo no tuve la culpa...». Un rato largo estuvieron tratando del parte que habían de poner a la familia..., si lo pondrían así o asado. Por fin salió el parte y yo fui al telégrafo. Ruiz bajó por la mañana a la estación por si llegaba doña Piedad..., pues...
para prepararla, y contarlo poquito a poquito lo que había pasado. Pero doña Piedad no vino. Como al Toboso no va telégrafo, creen que el parte puesto ayer al Quintanar no lo han recibido hasta hoy... Después que se arregló lo del telégrafo, empezaron a ocuparse de cómo le vestían. Yo buscaba ropa..., nada; revuelvo todo y... nada. ¡Aquella ladrona, aquella Caifasa...! ¡Ay!, don José, yo tengo envenenada la sangre... Por fin le vestimos, como usted sabe mejor que nadie, porque me ayudó en ello... Los señoritos, reunidos en la cocina, hicieron cuentas de lo que costaba el entierro, y luego echaron un guante..., y con el dinero que sobró, compró Cienfuegos una corbata. Los coches los pagan ellos también a escote, para lo cual pidieron a todos los amigos, y éste da una peseta, aquél dos, se juntó la cantidad. En el primer coche va Ruiz con un señor manchego que conoce a la familia. Don Federico preside, porque si le quitan el presidir y el ponerse delante de todos creo que le da un soponcio... A mí no me querían llevar..., yo hubiera ido a pie..., pero el señorito Arias fue el primero que dijo: «Felipe no puede faltar». Total:
seis coches y catorce personas.
IDO.— (Patéticamente.) ¡Tales desengaños encierran los designios de los hombres! El que estaba designado a ser fanal de gloria, muere oscuro, el que parecía llamado a conmover y entusiasmar las muchedumbres, es conducido a su última morada en pobre convoy sin más compañía que la de unos cuantos amigos. (Mostrándose tan inspirado que sin duda no es él sino Salomón el que habla.) ¿De qué valen las glorias humanas? ¡Ay!, humo son y polvo de los caminos. Para combatir la aflicción, seamos buenos y echemos de nuestros corazones la vanidad. La memoria del justo será bendita; mas el nombre de los impíos se pudrirá... Ten confianza en Dios, Felipe, que si con tu amo ha sido justiciero, lo será también contigo, dándote alientos para seguir por el derrotero de la vida. Y no te aflijas por que estés algunos días sin colocación. En mi casa, hijo, ya sabes que no reina la abundancia; pero lo poco que hay será partido alegremente contigo, mientras no halles acomodo... No, no tienes que agradecernos nada. (Con iluminismo.) Bien dijo quien dijo: «Bienaventurado quien piensa en el pobre; en el día malo lo librará Jehová...». Y ahora que me acuerdo, voy a proponerte una colocación decorosa. Es más de lo que podías soñar.
ARISTO.— (Con vivo interés.) Dígamelo pronto.
IDO.— Pues un amigo tengo, persona respetabilísima..., no vayas a creer que es un cualquiera..., que se dedica a especulaciones mercantiles y al comercio ambulante de petróleo, quiero decir que es de ésos que van por las calles con un caballo cargado de cántaras de aquel inflamable líquido. A un chico, de tu edad poco más o menos, que era su dependiente, le despidió hace pocos días por ciertos disgustillos, y ayer me dijo:
«Señor de Ido, búsqueme usted un buen muchacho de estas y estas condiciones para que me ayude en mi trajín». Al pronto no me acordé de ti; pero ahora caigo en la cuenta de que te ha venido Dios a ver con esta proporción. Ya ves; todo se reduce a conducir el caballo; el trabajo no es grande; paseas todo lo que quieras, y hasta es un gusto ir por esas calles tocando la corneta para que bajen las criadas. Parecerás el ángel del Juicio Final. ¿Te conviene?, di sí o no.
ARISTO.— Lo pensaré, señor Ido, y la cosa está en saber lo que su amigo ha de darme por ese trabajo de estar todo el santo día en la calle dando trompetazos.
IDO.— Creo que los emolumentos serán buenos. Y en todo caso, más vale siempre algo que nada. (Repítese el fenómeno de que la sabiduría se le pasea por el cuerpo y sale a sus labios.) El hombre, en toda ocasión, debe tomar lo que encuentra, y sin perjuicio de sus aspiraciones a lo mejor, tomar lo bueno y lo posible que a su lado vea. Sí; cuando no tienes nada y te ofrecen medio, no te impida tomarlo la idea de poseer uno entero. Y sobre todo, hijo, lo mejor, es contentarse con poco, para tener siempre más, pues si alimentaras aspiraciones, al satisfacerlas, siempre creerías tener menos de lo deseado. El que es humilde es rico, y bien dijo quien dijo: «¿Hallaste la miel? Come lo que te baste, no sea que te hartes de ella y la revieses».
ARISTO.— (Mirando con malicia a don José, pues no comprendiendo que Salomón es el que habla, sospecha que el pobre maestro está algo bebido.) Don José, usted está hoy muy sabio. IDO.— Cosas son éstas, amigo Felipe, que leí anoche y se me han quedado fijas en la memoria. Yo me animo con la lectura y una frase feliz, un pensamiento agudo parece que me regeneran y dan nuevo ser a mi espíritu. No olvides aquello de: «El cuidado congojoso en el corazón, lo abate; mas la buena palabra lo alegra...». Yo, además, tengo motivos para no estar tan triste como otras veces. Sabrás, caro Felipe, que he encontrado dos discípulos.
ARISTO.— ¿De veras? Ése sí que es favor de Dios.
IDO.— Sí, dos discípulos. ¡Y qué buenos chicos! Estaban en casa de don Pedro, y como allí no aprendían jota, los han sacado sus padres, y desde mañana voy a la casa a darles lección privada... Hijo, son cinco duros al mes que me caen como el maná... Y ahora que nombro a don Pedro, direte que ya ese hombre no es hombre, es una bestia. La familia está desorganizada; cada cual tira por su lado; la madre parece que ha caído poquito a poco en la mala costumbre de echar unas siestas muy largas, después de comer... Ya en mis tiempos gustaba de lo añejo. Marcelina, entregada a la embriaguez del fanatismo, pasa todo el día en la iglesia, borracha de rezos, y don Pedro... ¡Oh!, ése merece capítulo aparte, y si tenemos un rato libre, te he de contar los horrores que sé y hacerte ver los pasos del incierto camino por donde marcha nuestro maestro sin ventura... ¡Oh!, aquí de tu amo. Con aquella imaginación suya y aquel arte, bien podría coger la pluma y endilgar un drama que sería el non plus por lo terrible y lo verdadero. Ya hablaremos de esto más despacio. Yo, no sintiéndome con fuerzas para tan alto asunto, puede que agarre la de ganso y enjarete una media resma para echar también mi cuarto a espadas en literatura, porque francamente, naturalmente, los tiempos son malos, todos servimos para todo, quien más quien menos, y como se trate de ganar un real, no hay cosa que me espante ni escrúpulos que me arredren. (Con exaltación.) José Ido del Sagrario es hombre para todo; José Ido del Sagrario tiene alientos de poeta, bríos de inventor y un correr de pluma que ya...
ARISTO.— (Asustado, y sospechando otra vez, al ver la animación y el brillo de los ojos de su amigo, que ha tenido alguna debilidad anacreóntica.) Don José, ¿que va usted a volverse literato?
IDO.— (Con marrullería.) No te diré que sí ni que no... Puede ser, puede no ser. Ello es que hace días se me ha clavado aquí una idea, y no puedo, echarla de mí... (Con cierto misterio.) Ya sabes que hay ahora una literatura harto fácil de componer y más fácil de colocar: hablo de las novelas que se publican por entregas, a cuartillo de real, y que gozan del favor de miles de miles de lectores. Editorcillo hay que da una onza por cada reparto al forjador de tales composiciones; otros dan diez duros, otros siete, según la correa de invención que saca de su cabeza cada autor. Pues bien, un amigo mío que trabaja en estas cosas, y que ha ganado mucho dinero, me dijo no ha mucho que por qué no me metía yo también a novelista... Francamente, naturalmente, al pronto me pareció absurdo; después lo he pensado, hijo... Es cosa facilísima idear, componer y emborronar una de esas máquinas de atropellados sucesos que no tienen término, y salen enredados unos en otros, como los hilos de una madeja...
Yo he de probarlo, Felipe; yo he de hacer un ensayo en esta cosa bonita y cómoda del novelar. Ya tengo pensado un principio, que es lo que importa; y cuando menos lo pienses verás mi nombre por esas esquinas de Dios, y te echarán por debajo de la puerta un cuaderno con láminas muy majas y un poquito de texto para que caigas en la tentación de suscribirte...
ARISTO.— (Con inocencia.) Pues hombre de Dios, si quiere componer libros para entretener a la gente y hacerla reír y llorar, no tiene más que llamarme, y yo lo cuento todo lo que nos ha pasado a mi amo y a mí, y conforme yo se lo vaya contando, usted lo va poniendo en escritura. IDO.— (Con suficiencia.) ¡Cómo se conoce que eres un chiquillo y no estás fuerte en letras! Las cosas comunes y que están pasando todos los días no tienen el gustoso saborete que es propio de las inventadas, extraídas de la imaginación. La pluma del poeta se ha de mojar en la ambrosía de la mentira hermosa, y no en el caldo de la horrible verdad.
ARISTO.— Pues ponga todo eso de don Pedro Polo que, según dice, es tan bueno...
IDO.— No, hombre, no; yo no voy a escribir para que se duerman los lectores... Pienso desarrollar un estupendo plan moral: enaltecer la virtud y condenar el vicio... ¡Buena zurra les daré a los pícaros...!, pondré como ropa de pascuas a los perdularios y jugadores, y a las mujeres levantadas de cascos que faltan a sus maridos, y a todas esas bribonazas que corrompen a la sociedad... Algo, naturalmente, francamente he de tomar del mundo visible; y, por ejemplo, al pintar un empedernido avaro, me acordaré de Resplandor; al poner hembras malas, tendré presentes a Cirila y su hermana; al ocuparme de los hombres oprimidos del peso de su condición social, sacaré a relucir a nuestro don Pedro Polo, si bien cuidaré de ponerles a todos en fantasía y de hacerles hablar un lenguaje escogido, sutil y que no sea como el lenguaje que hablamos en el mundo. Ya he principiado a revolver mis libros leyendo ésta o la otra página, para que se me vayan pegando las frases bonitas y voces refinadas que he de usar. Tipos no han de faltarme: para el de la mujer virtuosa, tengo a Nicanora, a quien veo como ángel de fidelidad, dulzura y belleza; y para modelo de muchachos leales, tú... Pero ya llegamos. El mortuorio vehículo se detiene ya en la puerta del descanso eterno; los convidados bajan, y vamos todos a cumplir este deber triste con los fríos despojos que nuestro desventurado amigo nos dejó al partir para la Gloria Eterna.
Madrid. Mayo de 1883.