La de San Quintín

Benito Pérez Galdós


Teatro



PERSONAJES y ACTORES

ROSARIO DE TRASTAMARA, Duquesa de San Quintín (27 años).

RUFINA, (15 años).

LORENZA, ama de llaves de Buendía.

RAFAELA, criada de la Duquesa.

SEÑORA 1.ª.

SEÑORA 2.ª.

SEÑORA 3.ª.

DON CÉSAR DE BUENDÍA, (55 años), padre de Rufina.

VÍCTOR, (25 años).

DON JOSÉ MANUEL DE BUENDÍA, (88 años), padre de D. César.

EL MARQUÉS DE FALFÁN DE LOS GODOS, (35 años).

CANSECO, notario, (50 años).

CABALLERO 1.º.

CABALLERO 2.º.

SRTA. GUERRERO.

SRTA. RUIZ.

SRTA. CANCIO.

SRTA. LÓPEZ.

SRTA. MOLINA.

SRTA. ARÉVALO.

SRTA. SEGOVIA.

SR. CEPILLO.

SR. THUILLIER.

SR. CIRERA.

SR. ORTEGA.

SR. BALAGUER.

SR. GUERRERO.

SR. SANTÉS

ACTO I

Sala en casa de Buendía.— Al fondo, próxima al ángulo de la izquierda una gran puerta, con forillo, por la cual entran todos los que vienen del exterior o de la huerta, y un ventanal grande, al través de cuyas vidrieras se ven árboles.— Dos puertas a la derecha, y una grande a la izquierda, que es la del comedor.— Muebles de nogal, un bargueño, arcones, todo muy limpio.— Cuadros religiosos, y dos o tres que representan barcos de vela y vapor: en la pared del fondo la fragata Joven Rufina en tamaño grande.— La decoración debe tener el carácter de una casa acomodada de pueblo, respirando bienestar, aseo, y costumbres sencillas.— Una mesa a la derecha; velador a la izquierda.— Es de día.— Por derecha e izquierda, entiéndase la del espectador.

Escena I

DON JOSÉ sentado, en el sillón próximo a la mesa. A su lado RUFINA. A la izquierda, junto al velador, DON CÉSAR y una SEÑORA. A la derecha, junto a la mesa, dos SEÑORAS, sentadas, y dos CABALLEROS, en pie. En el centro de la escena, CANSECO, en pie. LORENZA entra y sale sirviendo Jerez. En la mesa y velador, servicio de copas y botellas, y una bandeja de rosquillas. Al alzarse el telón, CANSECO está en actitud de pronunciar un discurso; ha terminado una frase que provoca aplausos y bravos de todos los personajes que se hallan en escena. Copa en mano, impone silencio, y prosigue hablando.

CANSECO.— Concluyo, señoras y caballeros, proponiéndoos beber a la salud de nuestro venerable patriarca, gloria y prez de esta honrada villa industrial y marítima, del esclarecido terrateniente, fabricante y naviero, D. José Manuel de Buendía, que hoy nos hace el honor de cumplir ochenta y ocho años... digo... que hoy cumple... y se digna invitarnos... en fin... (Embarullándose.)

TODOS.— Bien, bien... que siga...

CANSECO.— Bebamos también a la salud de su noble hijo, el gallardo D. César de Buendía.

(Risas.)

DON CÉSAR.— (Mofándose.) ¡Gallardo!

CANSECO.— Quiero decir, del nobilísimo D. César, heredero del cuantioso nombre y de los ilustres bienes raíces, y no raíces, del patriarca cuyo natalicio celebramos hoy. Y por último, brindo también por su nieto.

(Rumores de extrañeza. Movimiento de sobresalto en DON JOSÉ y DON CÉSAR.)

(¡Ay... se me escapó!). (Tapándose la boca.)

SEÑORA 1.ª.— (Que te resbalas, Canseco).

DON CÉSAR.— (¡Majadero como este!).

CANSECO.— (Disimulando con toses y gestos, y enmendando su inconveniencia.) De su... quiero decir, de su nieta, (Encarándose con RUFINA.) de esta flor temprana, de este ángel, gala de la población...

RUFINA.— (Burlándose.) ¡Ay, Dios mío... de la población!

CANSECO.— De la familia, de la... (Vacilando.) En fin, que viva mil años D. José, y otros mil y pico D. César y Rufinita, para mayor gloria de esta culta villa, célebre en el mundo por su industria minera y pesquera, y, entre paréntesis, por sus incomparables rosquillas; de esta villa, digo, en la cual tengo la honra de ser notario, y como tal, doy fe del entusiasmo público, y me permito notificárselo al señor de Buendía en la forma de un apretado abrazo. (Lo abraza, LORENZA ofrece a los invitados rosquillas. Todos comen y beben. Risas y aplausos.)

DON JOSÉ.— Gracias, gracias, mi querido Canseco.

SEÑORA 3.ª.— (La que está junto a DON CÉSAR.) ¡Qué hermosura de vida!

SEÑORA 1.ª.— ¡Qué bendición de Dios!

SEÑORA 2.ª.— ¿Y siempre fuertecito, D. José?

DON JOSÉ.— Como un roble veterano. No hay viento que me tumbe, ni rayo que me parta. Pueden ustedes llevar la noticia a los envidiosos de mi longevidad. La vista clara, las piernas seguras todavía... el entendimiento como un sol. En fin, no hay más que dos casos en el mundo: yo y Gladstone.

CABALLERO 1.º.— ¡Prodigioso!

CANSECO.— ¡Qué enseñanza, señores; qué ejemplo! A los ochenta y ocho años, administra por sí mismo su inmensa propiedad, y en todo pone un orden y un método admirables. ¡Qué jefe de familia, previsor cual ninguno, atento a todas las cosas, desde lo más grande a lo más pequeño!

DON JOSÉ.— (Con modestia.) ¡Oh, no tanto!

RUFINA.— Diga usted que sí. Lo mismo dirige mi abuelito un pleito muy gordo, de muchísimos pliegos... así, que dispone la ración que debemos dar a las gallinas.

CABALLERO 2.º.— Así, todo es prosperidad en esta casa.

DON JOSÉ.— Llámenlo orden, autoridad. Cuantos viven aquí bajo la férula de este viejo machacón, desde mi querido hijo hasta el último de mis criados, obedecen ciegamente el impulso de mi voluntad. Nadie sabe hacer mi pensar nada sin mí; yo pienso por todos.

CABALLERO 1.º.— ¿Qué tal?

CABALLERO 2.º.— ¡Esto es un hombre!

CANSECO.— Nació de padres humildísimos... Entre paréntesis, ya sé que no se avergüenza...

DON JOSÉ.— Claro que no.

CANSECO.— Y desde su más tierna edad ya mostraba disposiciones para el ahorro.

DON JOSÉ.— Cierto.

CANSECO.— Y a poco de casarse empezó a ser una hormiga para su casa.

(Risas.)

DON JOSÉ.— No reírse... la idea es exacta.

DON CÉSAR.— Pero la forma es un poco...

CANSECO.— Total, que en una larga vida de laboriosidad ha llegado a ser el primer capital de Ficóbriga. Hállase emparentado con ilustres familias de la nobleza de Castilla...

SEÑORA 1.ª.— Sr. D. José, ¿es usted pariente de los duques de San Quintín?

DON JOSÉ.— Sí señora, por casamiento de mi hermana Demetria con un segundón pobre de la casa de Trastamara.

SEÑORA 2.ª.— ¿Y la actual Duquesa Rosario?

DON JOSÉ.— Mi sobrina en grado lejano.

CANSECO.— Usted lo tiene todo: nobleza por un costado, y por otro, mejor dicho, por los cuatro costados, riquezas mil. Suyas son las mejores fincas rústicas y urbanas del partido; suyas las dos minas de hierro... dos minas, señores, y mejor será decir tres (A DON JOSÉ.) , porque la fábrica de escabeches y salazones, que usted posee a medias con Rosita la Pescadera, mina es, y de las más productivas.

DON JOSÉ.— Regular.

CABALLERO 1.º.— Suma y sigue: la fábrica de puntas de París...

CANSECO.— Ítem: los dos vaporcitos que llevan mineral a Bélgica. Ainda mais: los dos buques de vela...

RUFINA.— (Vivamente.) Tres.

CANSECO.— Verdad. No contaba yo la fragata Joven Rufina, que no navega.

RUFINA.— Sí que navega. Barquito más valiente no lo hay en la mar.

CANSECO.— Otra copita, la última, para celebrar este maravilloso triunfo del trabajo, (En tono oratorio.) señores, de la administración, del sacrosanto ahorro... ¡Oh gloriosa leyenda del siglo del hierro, del siglo del papel sellado, del siglo de la fe pública que a manera de... que a manera de los... (Embarullándose.)

CABALLERO 1.º.— Que se atasca...

(Todos ríen.)

CANSECO.— Del siglo de oro de nuestra literatura, digo, de nuestra economía política, y de la luz hipotecaria...

(Risas estrepitosas.)

No... de la luz eléctrica, eso... y del humo, es decir, del vapor... de la locomotora... uf! He dicho.

(Aplausos.)

DON CÉSAR.— (Levantándose.) ¿Quién viene?

RUFINA.— (Mirando por las vidrieras del fondo.) Un caballo de lujo veo en el portalón de la huerta.

DON JOSÉ.— ¿Caballo dijiste? Tenemos en casa al Marqués de Falfán de los Godos.

RUFINA.— (Mirando por el fondo.) El mismo.

Escena II

Dichos; EL MARQUÉS DE ALFAFÁN DE LOS GODOS en traje de montar, elegante sin afectación, a la moda inglesa.

EL MARQUÉS.— Felices...

DON JOSÉ.— Señor Marqués, ¡cuánto le agradezco!...

DON CÉSAR.— (Contrariado.) (¡A qué vendrá este farsante!).

EL MARQUÉS.— Pues señor, me vengo pian pianino, a caballo, desde las Caldas a Ficóbriga, y al pasar por la villa en dirección a la playa de baños, advierto como un jubileo de visitantes en la puerta de esta mansión feliz. Pregunto: dícenme que hoy es el cumpleaños del patriarca, y quiero unir mi felicitación a la de todo el pueblo.

DON JOSÉ.— (Estrechándole las manos.) Gracias.

EL MARQUÉS.— ¿Con que ochenta?

DON JOSÉ.— Y ocho; no perdono el pico.

EL MARQUÉS.— No tendremos nosotros cuerda para tanto. (A DON CÉSAR.) Sobre todo, usted.

DON CÉSAR.— Ni usted.

EL MARQUÉS.— Gozo de buena salud.

DON CÉSAR.— ¿Qué haría yo para poder decir lo mismo? ¿Montar a caballo?

EL MARQUÉS.— No: tener menos dinero... (En voz baja.) y menos vicios.

DON CÉSAR.— (Aparte al MARQUÉS.) (Graciosillo viene el prócer).

EL MARQUÉS.— No es gracia. Es filosofía.

CABALLERO 1.º.— Señor Marqués, ¿mucha animación en las Caldas?

EL MARQUÉS.— Tal cual.

DON JOSÉ.— ¿Y no tomará usted baños de mar?

EL MARQUÉS.— ¡Oh, sí!... ¡Mi Océano de mi alma! Dentro de un par de semanas, me instalaré en el establecimiento.

CABALLERO 2.º.— ¿Ha venido usted en Ivanhoe?

EL MARQUÉS.— No, señor; en Desdémona.

SEÑORA 3.ª.— (Con extrañeza.) ¿Qué es eso?

DON CÉSAR.— Es una yegua.

SEÑORA 3.ª.— Ya.

DON JOSÉ.— (Con interés.) Dígame: ¿Salió usted de las Caldas a eso de las diez?

EL MARQUÉS.— Ya sé porqué me lo pregunta.

DON JOSÉ.— ¿Llegó la Duquesa?

EL MARQUÉS.— ¿Rosario? Sí señor. Díjome que vendrá luego, en el mismo coche que la trajo de la estación.

DON JOSÉ.— ¿Y está buena?

EL MARQUÉS.— Tan famosa y tan guapa. Parece que no pasan catástrofes por ella. Me encargó que le dijese a usted... Ya no me acuerdo.

DON JOSÉ.— Ella me lo dirá... ¿No toma usted una copita?

EL MARQUÉS.— Sí señor, vaya. (Le sirve RUFINA.)

DON JOSÉ.— Y pruebe las rosquillas, que dan celebridad a nuestra humilde Ficóbriga.

EL MARQUÉS.— Son riquísimas. Me gustan extraordinariamente.

RUFINA.— Hechas en casa.

EL MARQUÉS.— ¡Ah...!

CANSECO.— (Tomando otra rosquilla.) Y mucho más sabrosas que todo lo que se vende por ahí.

(Las SEÑORAS y CABALLEROS se despiden para marcharse. RUFINA y DON CÉSAR les atienden.)

DON JOSÉ.— ¿Se van ya?

SEÑORA 1.ª.— Mil felicidades otra vez.

CABALLERO 1.º.— Repito...

SEÑORA 2.ª.— Mi querido D. José... Marqués...

(EL MARQUÉS les hace una gran reverencia.)

DON JOSÉ.— Saldremos a despedirlos. (Al MARQUÉS.) Dispénseme...

SEÑORA 3.ª.— No se moleste...

(Salen todos, menos CANSECO y EL MARQUÉS. Este come otra rosquilla.)

Escena III

EL MARQUÉS, CANSECO.

EL MARQUÉS.— Dispense usted, caballero. ¿Tengo el honor de hablar con el médico de la localidad?

CANSECO.— No, Señor. Canseco, notario, para servir a usted.

EL MARQUÉS.— ¡Ah! sí... ya recuerdo: tuvo el gusto de verle... (Queriendo recordar.)

CANSECO.— Sí, tres años ha, cuando otorgamos aquella escritura de préstamo... del préstamo que hizo a usted D. César.

EL MARQUÉS.— Sí, sí. Usted ha de dispensarme si me permito hacerle una pregunta. ¿No lo parecerá impertinente mi curiosidad?

CANSECO.— ¡Oh! no, señor Marqués...

EL MARQUÉS.— ¿Usted conoce bien a esta familia?

CANSECO.— Soy íntimo. La familia merece todo mi respeto.

EL MARQUÉS.— Y el mío. Yo respeto mucho al patriarca... Pero a su hijo...

CANSECO.— Pues D. César es...

EL MARQUÉS.— Es... ¿qué?

CANSECO.— Una bellísima persona.

EL MARQUÉS.— El pillo más grande que Dios ha creado, ejemplar que sin duda echó al mundo para que admiráramos la infinita variedad de sus facultades creadoras; porque si no es así... Confiéseme usted, señor de Canseco, que nuestra limitada inteligencia no alcanza la razón de que existan ciertos seres molestos y dañinos.

CANSECO.— Verbigracia, los mosquitos, las...

EL MARQUÉS.— Por eso yo, cuando me levanto por las mañanas, o por las tardes, en la corta oración que dirijo a la soberana voluntad que nos gobierna, siempre acabo diciendo: «Señor, sigo sin entender por qué existe D. César de Buendía».

CANSECO.— (Con malicia.) (Este lo debe dinero).

EL MARQUÉS.— Y... dígame usted, si no le parezco importuno: ¿el inmenso caudal amasado por ambos Buendías... dejo a un lado el por qué y el cómo del tal amasijo... esta inmensa fortuna pasará íntegramente a la nieta, a esa Rufinita angelical...?

CANSECO.— ¿Íntegramente?... No. La mitad, según creo...

EL MARQUÉS.— (Comprendiendo.) ¡Ya!

CANSECO.— Y entre paréntesis, señor Marqués, ¿no es un dolor que esa niña, en quien veo un partido excelente para cualquiera de mis hijos, haya dado en la manía de meterse monja?

EL MARQUÉS.— Entre paréntesis, me parece un desatino... Ha dicho usted la mitad. Pues aquí encaja mi pregunta.

CANSECO.— A ver...

EL MARQUÉS.— ¿No será indiscreción?

CANSECO.— Que no.

EL MARQUÉS.— (Llena dos copas.) ¿Es cierto que...? (Da una copa a CANSECO.) Otro paréntesis, amigo Canseco... ¿Es cierto que D. César tiene un hijo natural?

CANSECO.— (Con la copa en la mano, lo mismo que EL MARQUÉS, sin beber.) Sí, señor.

EL MARQUÉS.— ¿Es cierto que ese hijo natural, nacido de una italiana, llamada Sarah, está aquí?

CANSECO.— Desde hace cuatro meses.

EL MARQUÉS.— ¿Lo ha reconocido su padre?

CANSECO.— Todavía no.

EL MARQUÉS.— Luego, piensa reconocerlo.

CANSECO.— Sí señor, porque hoy mismo me ha dicho que prepare el acta de reconocimiento.

EL MARQUÉS.— Bien, bien.

(Beben ambos.)

CANSECO.— Es guapo chico; pero de la piel del diablo. Criado en tierras de extranjis, su cabeza es un hervidero de ideas socialistas, disolventes y demoledoras. Por dictamen del abuelo, le han sometido a un tratamiento correccional, a una disciplina de trabajos durísimos, sin tregua ni respiro.

EL MARQUÉS.— ¿Aquí?

CANSECO.— Vive en la fábrica de clavos, y allí trabaja de sol a sol, menos cuando le encargan alguna reparación aquí, o en los barcos, o en los almacenes... porque, entro paréntesis, es gran mecánico, sabe de todo. En fin, como talento y disposición, crea usted que Víctor no tiene pero.

EL MARQUÉS.— (Calculando.) Su edad debe ser... veintiocho años.

CANSECO.— Por ahí. Tiénenle en traje de obrero, hecho un esclavo; y en realidad, ideas tan revoltosas, temperamento tan inflamable, bien justifican lo duro del régimen educativo, señor Marqués. Esperan domarle, y, entre paréntesis, yo creo que le domarán.

EL MARQUÉS.— Bueno, bueno. Un millón de gracias, amigo mío, por haber satisfecho esta curiosidad... enteramente caprichosa, pues no tengo interés...

Escena IV

EL MARQUÉS, CANSECO, DON CÉSAR.

DON CÉSAR.— (¡Aquí todavía este tarambana!).

EL MARQUÉS.— ¡Ah! ¡D. César!... Pues no sólo por felicitar a mi Sr. D. José me he detenido aquí, sino por hablar con usted dos palabras.

DON CÉSAR.— Ya, ya me figuro...

CANSECO.— (Apártase a la derecha y llena otra copa.) (Este quiere otra prórroga... Y van seis).

EL MARQUÉS.— Sin duda, usted cree que vengo a solicitar otra prórroga...

DON CÉSAR.— Naturalmente. Y lo peor del caso es que yo, sintiéndolo mucho, señor Marqués, no podré concedérsela. (Con afectación de sentimiento.)

EL MARQUÉS.— No hay que afligirse. Vengo a participar al que ha sido mi pesadilla durante diez años que... (Echando mano al bolsillo.) Aquí tengo el telegrama de mi apoderado, que recibí anoche... Entérese. (Se lo muestra.) Ayer quedaron cancelados los dos pagarés.

DON CÉSAR.— ¿El grande también? ¿El de las doscientas mil y pico?

EL MARQUÉS.— Ese y el otro, y el de más allá.

CANSECO.— (¡Pagar este hombre! Celebremos el milagro con otra copa, precedida de su correspondiente rosquilla). (Come y bebe.)

DON CÉSAR.— ¡Qué milagro! ¿Le ha caído a usted la lotería?

EL MARQUÉS.— Me ha caído una herencia. Usted es dichoso cobrando, y yo reviento de júbilo al verme libre de la ignominiosa servidumbre que impone una deuda inveterada, mayormente cuando el acreedor es de una complexión moral... intolerable.

DON CÉSAR.— (Con falsa humildad.) No lo dirá usted por mí.

EL MARQUÉS.— (Con malicia revestida de formas corteses.) ¡Oh, no...! Dios me libre de chillar ahora por el fabuloso incremento de los intereses, que en los cuatro años últimos han triplicado la suma que debí a su misericordia... Es la costumbre, ¿verdad?

DON CÉSAR.— (Afectando franqueza.) Hijo, lo convenido.

EL MARQUÉS.— Eso; lo convenido. Basta. Deferente con usted, y tan conocedor de los negocios como del resto de la vida humana, no incurriré en la vulgaridad de llamarle a usted usurero, judío, monstruo de egoísmo, como hacen otros... sin duda injustamente.

DON CÉSAR.— (Quemado, pero disimulando su rencor con falsa cortesía.) Usan ese lenguaje los mismos que tienen la audacia de decir que es usted un perdido... ¡Infamia como esa!

EL MARQUÉS.— (Dándole palmaditas.) Despreciamos la maledicencia, ¿verdad? ¡Ay, amigo D. César! ¡qué hermoso es pagar! (Suspirando fuerte.) Soy libre, libre. ¡Roto al fin el vergonzoso grillete! El pagador recobra los fueros de su personalidad, amigo mío... Los afanes, la sorda vergüenza, los mil artificios que trae la insolvencia, transfiguran nuestro carácter. Un deudor es... otro hombre... no sé si me explico.

DON CÉSAR.— Y usted, al cumplir sus compromisos, vuelve a ser...

EL MARQUÉS.— Lo que debí ser siempre, lo que soy en realidad.

DON CÉSAR.— (Como queriendo concluir.) Lo celebro mucho. De modo que nada nos debemos el uno al otro.

EL MARQUÉS.— ¿Nada?

DON CÉSAR.— Que yo sepa.

EL MARQUÉS.— Piénselo bien. Puede que tengamos alguna olvidada cuentecilla que ajustar...

DON CÉSAR.— ¿Cuentas...? ¿mía... de usted? No hay nada.

EL MARQUÉS.— No es de dinero.

DON CÉSAR.— ¿Pues de qué? ¡Ah! algún supuesto agravio...

EL MARQUÉS.— Justo.

CANSECO.— (Esto se pone feo).

DON CÉSAR.— Pues si he agraviado a usted... de un modo inconsciente, sin duda, ¿por qué no me pidió usted explicaciones en tiempo oportuno?

EL MARQUÉS.— Porque el infeliz deudor ¿quiero que se lo repita? carece de personalidad frente al árbitro de su vida y de sus actos todos. Se interpone la delicadeza, que es la segunda moral de las personas bien educadas, y ya tiene usted al hombre atado codo con codo, como los criminales. El dinero prestado hace un tremendo revoltijo en el orden lógico de los sentimientos humanos.

CANSECO.— (¡Vaya unas metafísicas que se trae este aristócrata!).

DON CÉSAR.— No entiendo una palabra, señor Marqués... ¡Ah! cuestión de mujeres quizás...

EL MARQUÉS.— Hablo con el hombre más mujeriego y más enamoradizo del mundo.

DON CÉSAR.— ¡Cosas que fueron!... ¡Bah! ¿Y al cabo de los años mil sale usted con esa tecla? (Riendo.) ¡Vaya unas antiguallas que desentierra el buen Marqués de Falfán...!

EL MARQUÉS.— Me gusta refrescar sentimientos pasados.

DON CÉSAR.— A mí no. Soy muy positivo. Lo pasado, pasó. Y el presente, mi noble amigo, es harto triste para mí. (Sentándose triste y desfallecido.) Estoy muy enfermo.

EL MARQUÉS.— ¿De veras?

DON CÉSAR.— (Con abatimiento.) Gravemente enfermo, casi casi condenado a muerte.

EL MARQUÉS.— Sería muy sensible... (Poniéndole la mano en el hombro.) ¡Pobrecito! La codicia y la concupiscencia son polilla de las naturalezas más robustas.

DON CÉSAR.— Pero en fin. ¿Qué agravio es ese? Yo no recuerdo...

EL MARQUÉS.— No hay prisa. Cuando usted recobre su salud, pasaremos revista a diferentes períodos de nuestra vida, y en alguno de ellos hemos de encontrar ciertos actos que no tuvieron correctivo... debiendo tenerlo...

DON CÉSAR.— (Recordando y queriendo desvirtuar el hecho recordado.) ¡Ah!... ¿Tanta importancia da usted a bromas inocentes?

EL MARQUÉS.— (Con seriedad, reprimiendo su ira.) Bromas, ¿eh? Pues ahora qué estoy libre, no extrañe usted que yo también... ¡Y las gasto pesadas!

DON CÉSAR.— O quizás se refiera usted a sucesos, o accidentes, motivados por una equivocación lamentable, por un quid proquo...

EL MARQUÉS.— (Con intención.) También sé yo equivocarme lamentablemente cuando quiero dar un sofoco... Golpes a mansalva que he aprendido de usted...

CANSECO.— (Confuso.) (¿Pero qué significa esto...?).

Escena V

Dichos; DON JOSÉ, RUFINA; después LORENZA.

DON JOSÉ.— (Entrando fatigado.) Ya se han ido. Gracias a Dios.

EL MARQUÉS.— Yo también me voy. (Estrechando las manos a DON JOSÉ.) Mi querido patriarca...

DON JOSÉ.— Amigo mío... César, acompáñale. Si encuentra usted por el camino a Rosario, dígale que la espero impaciente. Adiós.

EL MARQUÉS.— Bien. (Despidiéndose.) Señor Canseco...

RUFINA.— (Entrando presurosa.) Ahí está D. Buenaventura de Lantigua.

DON JOSÉ.— ¿Más visitas...? (A DON CÉSAR.) Recíbelo tú. Di que estoy rendido. Después te vienes aquí. Tengo que hablarte.

DON CÉSAR.— (Con desabrimiento.) (¡Dichosas visitas!).

(Vanse por el fondo EL MARQUÉS y DON CÉSAR. Entra LORENZA que, ayudada de RUFINA, recoge el servicio del refresco.)

CANSECO.— Yo también me despido... (Abraza a DON JOSÉ.) Con que... No faltar a la reunión de mayores contribuyentes en el Ayuntamiento.

DON JOSÉ.— (Sentándose fatigado.) No faltaré... Adiós.

(Vase CANSECO.)

Escena VI

DON JOSÉ, RUFINA, LORENZA.

DON JOSÉ.— ¿Cuánto Jerez se han bebido?

LORENZA.— Once botellas.

DON JOSÉ.— Con media docena habría bastado.

LORENZA.— Pues de las siete libras de rosquillas, que hicimos para hoy, mire usted lo que dejan.

DON JOSÉ.— En estos días ya se sabe... (Recordando.) ¡Ah! antes que se me olvide... (Saca varias llaves y da una a LORENZA.) Saca tres botellas de clarete para la comida de hoy.

LORENZA.— Bien. ¿Y ponemos otro principio?

DON JOSÉ.— No.

LORENZA.— Como me dijo que quizás tendría un convidado...

DON JOSÉ.— (Con extrañeza.) ¿Quién?

RUFINA.— Sí, abuelito; la Duquesa...

DON JOSÉ.— ¡Ah! sí... Pero ignoro si querrá comer con nosotros. Por si acaso, mata una gallina.

RUFINA.— ¿La moñuda?

DON JOSÉ.— No; reservar la moñuda; que es la mejor. Maten la pinta. Di, tú: ¿Cuántos huevos pusieron ayer?

LORENZA.— (Retrocediendo.) Nueve.

DON JOSÉ.— Poco es. Más vale el maíz que se comen.

LORENZA.— ¡Pobrecillas! Si supieran de cuentas lo que usted, ya igualarían el provecho que dan con la pitanza que consumen. Pero Dios no ha querido que las aves sean tan... matemáticas...

(Vase con la loza.)

DON JOSÉ.— En cambio, ha querido que tú seas respondona. (A RUFINA.) La cuenta de hoy.

RUFINA.— (Sacando papel y lápiz.) Aquí está. Carne, siete y medio. Pescado, cinco... (Escribe.)

DON JOSÉ.— Apúntalo todo, y a la noche lo pasas al libro. Quiero que hasta la hora de mi muerte se lleve cuenta y razón del gasto de la casa. La regularidad es mi goce, y el orden mi segunda religión. Benditos sean los números, que dan paz y alegría a una larga existencia!

RUFINA.— (Examinando sus papeles.) Hay que añadir alpiste para los canarios: seis. Y salvado para las gallinas. He traído ambas cosas por mayor para que salga más arreglado.

DON JOSÉ.— (Con entusiasmo.) ¡Eres un ángel!... (La besa.) El ángel de la administración... No extraño que Dios te quiera para sí... ¿Vas ahora a la iglesia?

RUFINA.— (Guardando sus papeles.) Todavía no puedo. Ha de venir más gente.

DON JOSÉ.— Es verdad.

RUFINA.— El capitán y marineros de la Joven Rufina. ¿No sabes? te traen una fragata de guirlache, con los palos de alfeñique, y cargamento de tocino del cielo.

DON JOSÉ.— (Gozoso.) Ja, ja... ¡Qué bonito!... ¡Cuánto regalo hoy! (Regodeándose.) ¡Los capones del Alcalde, qué hermosos!

RUFINA.— ¿Pues y la lengua ahumada de D. Cosme?

DON JOSÉ.— ¿Y el jamón del cura?

LORENZA.— (Presurosa por el fondo.) Señor, los del Resguardo traen una docena de cocos; y también está el Rentero de la Juncosa con muchas mantecas, morcillas y sin fin de golosinas.

RUFINA.— (Con alegría.) Voy a verlo.

DON JOSÉ.— Obséquiales con una copa.

(Vanse RUFINA y LORENZA. Entra CÉSAR.)

Escena VII

DON JOSÉ, DON CÉSAR.

DON JOSÉ.— (Indicándole el asiento próximo.) Ya deseaba estar solo contigo.

DON CÉSAR.— (Sentándose fatigado.) ¡Condenadas visitas!

DON JOSÉ.— Tenemos que hablar.

DON CÉSAR.— Hablemos.

DON JOSÉ.— Has cumplido cincuenta y cinco años.

DON CÉSAR.— (Suspirando.) Sí señor. ¿Y qué?

DON JOSÉ.— Que eres un muchacho.

DON CÉSAR.— Comparado con usted... Pero si miramos a la salud, el muchacho es mi padre, y yo el octogenario. ¡Si viera usted qué mal me siento de algunos días acá! (Apoya los codos en las rodillas, y la frente en las manos.)

DON JOSÉ.— Ea, no marear con dolencias imaginarias, César, no seas chiquillo. Si has de casarte no hay que perder el tiempo.

DON CÉSAR.— (Sin alzar la cabeza.) ¿Acaso el casarse por segunda vez es ganarlo?

DON JOSÉ.— En este caso sí. Vuelvo a decirte que conviene a los intereses de la casa que sea tu mujer ese espejo de las viudas, Rosita Moreno, por mal nombre La Pescadera.

DON CÉSAR.— (Alzando la cabeza.) Y usted se empeña en que me pesque a mí.

DON JOSÉ.— Exactamente. Y tengo poderosas razones para desear ese matrimonio. Es tu deber crear una familia, asegurar... como si dijéramos, nuestra dinastía.

DON CÉSAR.— Tengo una hija.

DON JOSÉ.— (Vivamente.) Pero Rufinita quiere ser monja.

DON CÉSAR.— Tengo un hijo.

DON JOSÉ.— Un hijo natural, no reconocido aún.

DON CÉSAR.— Le reconoceré... Ya dije a Canseco...

DON JOSÉ.— Sí, pero... Por dictamen mío, el reconocimiento no se verificará hasta no asegurarnos de que Víctor merece pertenecer a nuestra familia. En vista de la mala fama que trajo del extranjero, donde se educó, y de Madrid, donde vivió los últimos meses, opiné, y tú lo aprobaste, que debíamos someterle a un sistema de observación correccional. Figúrate que resultara imposible...

DON CÉSAR.— Víctor tiene talento.

DON JOSÉ.— Si como tiene talento tuviera juicio...

DON CÉSAR.— Espero que el rigor con que le tratamos, le enderezará. Y ya ve usted que soy inexorable... No le dejo vivir.

DON JOSÉ.— Así, así. Pero ¡ay! tan arraigadas están en su magín las ideas disolventes, que...

DON CÉSAR.— Fruto de las malas compañías y de las lecturas ponzoñosas. Créalo usted; los pícaros libros son la perdición de la humanidad.

DON JOSÉ.— No exageres... Hay libros buenos.

DON CÉSAR.— Pero como para saber cuál es bueno y cuál no, hay que leerlos todos, y esto no es posible, lo mejor es proscribir la lectura en absoluto... En fin, yo trato de formar a Víctor a nuestra imagen y semejanza, antes de admitirle legalmente en la familia... ¡Y cómo trabaja el pícaro! ¡Todo es fácil para él! ¡Qué inteligencia, qué prontitud, qué manos!

DON JOSÉ.— Pero esas cualidades poco significan solas. El obrero que a su habilidad no une el don del silencio, no sirve para nada.

DON CÉSAR.— Por eso le tengo prohibido que dirija a los obreros más palabras que buenos días, y sí, y no. Temo que arroje en los talleres alguna semilla de insubordinación. (DON JOSÉ empieza a dar cabezadas de sueño.) Si he de decir verdad, a mí mismo, que soy tan árido de palabra y tan seco de trato, me cautiva si me descuido. Y aunque me parecen absurdas sus ideas sobre la propiedad, el trabajo, la política y la religión, de tal modo reviste sus disparates de una forma reluciente, que me seduce, me emboba... ¡Ah! pues si yo lograra, con este régimen de esclavitud en el trabajo, que aquel talento superior entrara por el camino derecho...! (Advirtiendo que DON JOSÉ se ha dormido, inclinando la cabeza sobra el pecho.) Pero padre... ¿se duerme usted?

DON JOSÉ.— (Despertando lentamente y creyendo que habla con otra persona.) Rosario de Trastamara, Duquesa de San Quintín... perdóname si te digo que... (Sacudiendo el sopor y viendo claro.) ¡Ah!... eres... De tal modo me embarga el ánimo la visita de esa mujer, que...

DON CÉSAR.— ¿Pero es de veras?... ¿Tendremos aquí a Rosarito?

DON JOSÉ.— Ya oíste al Marqués de Falfán. No puede tardar. Su carta dice que viene a pedirme consejo.

DON CÉSAR.— ¡Pedir consejo! Traduzca usted la frase al lenguaje corriente, y diga: pedir dinero.

DON JOSÉ.— ¿Pero tan pobre está?

DON CÉSAR.— En la última miseria.

DON JOSÉ.— ¿Lo ha perdido todo?

DON CÉSAR.— Todo. A poco de morir el botarate de su marido, la propiedad inmueble pasó a manos de tres o cuatro acreedores. Rosario tuvo que vender los cuadros, armaduras y tapices, la plata labrada, las vajillas, y hasta las libreas de los lacayos.

DON JOSÉ.— ¡Qué demonches!

DON CÉSAR.— En París, según oí, ha malbaratado sus joyas. Hoy no le queda más que el guardarropa, la colección de trapos elegantes, que no valen nada.

DON JOSÉ.— ¡Dios misericordioso, concluir de ese modo casa tan poderosa!... Y dime, ¿viste a Rosario en Madrid últimamente?

DON CÉSAR.— No, señor. Desde las cuestiones agrias que tuve con su padre, la más orgullosa, la más atufada nulidad que he visto en mi vida, no me trato con ningún Trastamara, y el parentesco es letra muerta para ellos y para mí.

DON JOSÉ.— ¡Pobre Rosario! No puedo olvidar que la tuve sobre mis rodillas, que la he dado mil besos... Por cierto que si su pobreza es tal como dices, no habrá más remedio que facilitarle algunos recursos...

DON CÉSAR.— (Levantándose.) Usted hará lo que quiera. Yo no le daría un cuarto. Ella no pedirá, no; pero llorará. Verá usted como llora: las lágrimas son en esa nobilísima raza la forma elegante del pordioseo. (Se aleja.)

DON JOSÉ.— Pero aguarda... óyeme.

DON CÉSAR.— Tengo que ir al Ayuntamiento.

Escena VIII

Dichos; RUFINA, poco después VÍCTOR.

RUFINA.— (Presurosa y alegre, por el comedor.) Abuelito, papá, el capitán, piloto y marineros de la Joven Rufina. Vengan, vengan a ver el barco de dulce.

DON JOSÉ.— Voy. Que pasen al comedor.

RUFINA.— ¿Les damos Jerez?

DON JOSÉ.— No; ron de Jamaica, del que levanta ampolla. Voy allá. ¿Vienes tú?

(Vase con RUFINA por el fondo.)

DON CÉSAR.— Yo no. (Preocupado.) Esta aparición de la Duquesita me da mala espina. ¡A pedir consejo!...¿Para qué?... ¿Querrá casarse? Infeliz mujer, ¡qué mal se avienen orgullo y pobreza! (Viendo aparecer a VÍCTOR, que entra por la derecha, segundo término.) ¡Ah! Víctor... (Con severidad.) ¿Qué buscas aquí?

VÍCTOR.— (En traje de obrero, con blusa; trae varias herramientas.) Me dijo usted que viniera a las once para encargarme... no sé qué.

DON CÉSAR.— ¡Ah! sí, ya no me acordaba... Ante todo, ¿reconociste la fragata?

VÍCTOR.— Sí señor: ayer.

DON CÉSAR.— ¿Podrá hacer un viaje, uno solo?

VÍCTOR.— Difícilmente. La cuaderna mayor está quebrantada; casi todos los baos deben poner se nuevos. El codaste y la roda no ofrecen seguridad, y el palo mayor está astillado por la fogonadura.

DON CÉSAR.— ¿De modo que será peligroso...? Pero un viaje, un solo viaje, en estos meses de bonanza, bien podrá.

VÍCTOR.— Si no vuelve antes del equinoccio de Octubre, podría quedarse en el camino.

DON CÉSAR.— Pues nada, la mandaremos con mineral a Inglaterra. Retorno de carbón, y después, hacha en ella.

VÍCTOR.— Como usted quiera.

DON CÉSAR.— ¿Está listo el laminador, que se descompuso la semana pasada?

VÍCTOR.— Listo, y marcha perfectamente.

DON CÉSAR.— Bien. Ahora, trae el metro, el martillo, el cortafríos...

VÍCTOR.— (Mostrándolos.) Los traigo.

DON CÉSAR.— (Llevándole hacia la puerta de la derecha.) Ya te dije que proyecto levantar un piso sobre estas habitaciones. Mide con toda exactitud las tres piezas, y hazme el plano de ellas. Examina el grueso de las paredes, descubre las vigas de carga de los tabiques para reconocerlas... Y todo eso pronto, hoy mismo.

VÍCTOR.— Está bien.

(Vase por la derecha, segundo término. DON JOSÉ y RUFINA, que vuelven del comedor, le ven salir.)

RUFINA.— Pero qué, papá, ¿en día como este no hay descanso para el pobre Víctor?

DON JOSÉ—. Ya descansará, hija.

DON CÉSAR.— Lo que hace hoy no es trabajo para él.

DON JOSÉ.— La ociosidad es su mayor enemigo.

RUFINA.— ¡Qué tiranía!... Todos contra él. (Con resolución.) Pues sepan que estoy aquí para defenderle.

DON CÉSAR.— ¿Tú?... Me parece muy bien...

Escena IX

Dichos; LORENZA, presurosa por el fondo.

LORENZA.— Señor, ahí está.

DON CÉSAR.— ¿La Duquesa?

LORENZA.— El coche acaba de parar en el portón. Viene con ella una criada; detrás un carro cargado de baúles.

DON CÉSAR.— Yo me escabullo. Adiós.

(Vase por el comedor.)

DON JOSÉ.— La recibiré aquí.

(Vase LORENZA.)

Por si come en casa, conviene que en la cocina se esmeren un poco. Manda por una lata de conservas... café superior, azúcar fino.

RUFINA.— Sí, sí.

DON JOSÉ.— Y cuida de poner un bonito ramo en la mesa.

RUFINA.— Descuida. ¿Me quedo?

DON JOSÉ.— No; Rosario querrá hablarme a solas. Después la verás. Vete a la iglesia.

RUFINA.— Voy, sí...

(Vase por el comedor. Aparece ROSARIO por el foro.)

Escena X

DON JOSÉ, ROSARIO, en traje de viaje, muy elegante.

ROSARIO.— Señor de Buendía...

DON JOSÉ.— (Abrazándola.) ¡Rosario, hija mía!

ROSARIO.— (Examinándole el rostro.) Viejecito, sí... pero muy bien conservado. ¡Qué hermosa ancianidad!

DON JOSÉ.— ¡Y qué hermosa juventud! (Se sientan.)

ROSARIO.— Paréceme que veo a mi abuelito... ¿Se acuerda usted?

DON JOSÉ.— (Con recordar penoso.) ¡Ah...!

ROSARIO.— Y a mi padre.

DON JOSÉ.— ¡Pobre Mariano! Si hubiera hecho caso de mí no te verías hoy en tan triste situación. Pero tanto a él como a tu mamá, las verdades de este viejo predicador, por una oreja les entraban y por otra les salían. Durante el tiempo que administré los cuantiosos bienes de la casa de San Quintín en esta provincia, luché como un león para poner orden en el presupuesto de la familia. ¡Ay! era como poner puertas al campo. Tuvo que dejar la administración. Enfriáronse nuestras relaciones, y al fin dejé de escribirle... no te acordarás... cuando salió a remate la Juncosa.

ROSARIO.— ¡Ay, qué tristeza al pasar hoy por la Juncosa! ¡Y pensar que aquellas hermosas arboledas fueron mías, y el monte, y las marismas!... Allí, en aquel caserón que parece un castillo feudal, con sus hiedras, su muro almenado, su soledad misteriosa y su romanticismo, pasé los mejores días de mi infancia. Y ahora, la Juncosa, y San Quintín, y el palacio de leyenda...

DON JOSÉ.— (Premioso.) Son míos... sí. Yo se los compré al rematante. Otras fincas valiosas de San Quintín han venido a mi poder por los medios más legítimos. La maledicencia, hija mía, que nada respeta, ha querido ofenderme, susurrando que hice préstamos usurarios a tu familia...

ROSARIO.— ¡Oh, no!... Si cité el caso de hallarse nuestra propiedad en manos de ustedes, no ha sido en son de censura, no... Señalo un caso, un fenómeno...

DON JOSÉ.— Fenómeno muy natural, y que está pasando todos los días. La riqueza, que viene a ser como la anguila, se desliza de las manos blandas, finas, afeminadas del aristócrata, para ser cogida por las, manos ásperas, callosas del trabajador. Admito esta lección, y apréndetela de memoria, Rosarito de Trastamara, descendiente de príncipes y reyes, mi sobrina en segundo grado...

ROSARIO.— Y a mucha honra...

DON JOSÉ.— Y añadiré, para que la lección agarre más en tu mente, que mi padre fue un triste pastelero de esta villa... No creas que carecía de timbres nobiliarios... Dice la tradición que inventó... ¡que inventó! (Con orgullo.) las sabrosas rosquillas que dan fama a Ficóbriga.

ROSARIO.— ¡Oh!...

DON JOSÉ.— Sesenta años ha, cuando tu abuelo, el Duque de San Quintín, escandalizaba este morigerado país con un lujo estrepitoso, José Manuel de Buendía se casaba con Teresita Corchuelo, hija de confiteros honradísimos. Pues bien, el día de mi boda no tenía yo valor de cuatro pesetas. Y me casé, y pusiéronme a llevar cuenta y razón de las rosquillas, que entonces empezaron a exportarse, y gané dinero y supe aumentarlo, y fui un hombre, y aquí me tienes.

ROSARIO.— ¡Soberano ejemplo!

DON JOSÉ.— ¡Ah, si yo te hubiera cogido por mi cuenta!... (Con ademán de pegarle.) En fin, dime lo que te pasa; cuéntame.

ROSARIO.— ¡Ah, Sr. D. José, mis desdichas son tantas que no sé por dónde empezar! A poco de perder a mi esposo, que era, como usted sabe...

DON JOSÉ.— Una calamidad. ¡Dios lo tenga en su santísima gloria! Adelante.

ROSARIO.— Me vi envuelta en pleitos y cuestiones muy desagradables con mis tías las de Gravelinas, con mi primo Pepe Trastamara. Esto y la ruina total de mi casa, hiciéronme la vida imposible en Madrid. Refugieme en París, y allí nuevos disgustos, humillaciones, conflictos diarios, una vida angustiosa.

DON JOSÉ.— Ya, ya entiendo... Y que no habrás sufrido poco, pobrecilla, dado tu carácter altanero...

ROSARIO.— ¿Altanero?

DON JOSÉ.— Lo dice la fama.

ROSARIO.— ¡Ay! las desdichas me han abatido el orgullo más de lo que usted cree... ¡Si viera usted...! Siento en mi una vaga tristeza, la pena de haber nacido en la más alta esfera social. Y al mismo tiempo, me cruzan por aquí (Por la mente.) no sé qué ideas, y sorprendo en mí aptitudes de mujer práctica, encerradita en un modesto hogar...

DON JOSÉ.— Un poco tarde, un poco tarde ya.

ROSARIO.— Apetezco la soledad, la quietud, la sencillez, vivir con verdad, sintiendo y pensando por cuenta propia...

DON JOSÉ.— Vamos; quieres retirarte del mundo. ¿Acaso te llama la vida religiosa?

ROSARIO.— Será quizás mi única salvación. Sobre esto quiero consultar a usted.

DON JOSÉ.— Lo pensaremos, lo discutiremos; calma. Óyeme: has venido a pedirme consejo, y yo, sin negarte el consejo, te doy una cosa que vale más; te doy asilo en esta humilde morada.

ROSARIO.— (Con efusión.) ¡Oh, gracias, gracias!...

DON JOSÉ.— Mientras resuelves si entras o no en un convento, y en cuál ha de ser, te estás aquí tan tranquila.

ROSARIO.— Molestaré quizás.

DON JOSÉ.— Nada. Te juro que no he de alterar mis costumbres sencillotas. Donde comen cuatro, comen cinco. El clásico puchero: sota, caballo y rey; ya sabes. La casa es grandísima. Buenas vistas; luz, aire, alegría por todas partes.

ROSARIO.— No me tiente usted, señor de Buendía... ¡Cuánta dicha, qué dulce reposo, qué encanto!... ¡Y cómo me gustan estas casas patri arcales, este lujo del aseo, este nogal bruñido por el tiempo, y el trapo de manos hacendosas! (Levántase y tira por la vidriera del fondo.) ¿Pues y esa huerta? La he visto al pasar. ¡Qué delicia de manzanos, con tanta fruta! ¿Y el gallinero? ¿Y esa terraza, donde veo que planchan, bajo el fresco emparrado?... Y allá un horno... Y un palomar con tanto ru ru... Esto es un paraíso. (Vuelve al lado de DON JOSÉ.)

DON JOSÉ.— Además del reposo que ofrezco a tu espíritu enfermo, esta vida será para ti un curso de filosofía del hogar doméstico. El ejemplo de mi nieta te enseñará muchas cosas que ignoras.

ROSARIO.— (Batiendo palmas.) Sí, sí... He oído contar maravillas de esa preciosa joven...

DON JOSÉ.— Es un ángel, un verdadero ángel administrativo, y una gobernadora de casa que podría poner cátedra.

ROSARIO.— ¿Dónde está? Ya deseo conocerla.

DON JOSÉ.— Luego la verás.

ROSARIO.— Y aquí no tiene usted más familia.

DON JOSÉ.— También tengo a mi hijo.

ROSARIO.— ¡D. César! (Con repentino sobresalto, levantándose.)

ROSARIO.— Creí que su hijo de usted continuaba en Madrid.

DON JOSÉ.— Llegó el mes pasado.

ROSARIO.— (Muy inquieta.) No, no... No acepto su hospitalidad. Ese hombre y yo no podemos estar bajo un mismo techo.

DON JOSÉ.— ¡Pero qué tontería! ¿Por qué temes a César?

ROSARIO.— No es temor; es más bien repugnancia.

DON JOSÉ.— ¡Ah!... ya entiendo... Los rozamientos con tu papá hace algunos años...

ROSARIO.— (Muy nerviosa.) ¿Rozamientos? Es algo más. He visto a mi padre, ya casi moribundo, derramar lágrimas de ira por no hallarse con fuerzas, delante del mismo Dios sacramentado, para perdonar a don César.

DON JOSÉ.— Es que tu papá era la misma exageración... Hija de mi alma, olvida... y perdona... ¡Bah! Yo te aseguro que mi hijo no te molestará. Mira tú, en el fondo, César no es mala persona. Pero no me ciega el amor paternal, y reconozco en él un gravísimo defecto.

ROSARIO.— ¿Cuál?

DON JOSÉ.— Su desmedida afición al bello sexo. Ha sido en él una enfermedad, un ciego instinto... Mujer que veía, mujer que deseaba. De ese defecto provienen todos sus errores, y los graves disgustos que nos dio a su pobre mujer y a mí.

ROSARIO.— ¡Qué calamidad de hombre!

DON JOSÉ.— Con una buena cualidad, hay que ser justos, atenuaba esa locura; y era... que nunca les daba dinero, o muy poco.

ROSARIO.— Quería que le amasen de balde... Y a propósito... Mi primo Falfán me habló de... Parece que D. César tiene un hijo...

DON JOSÉ.— El cual nos ha traído un problema grave.

ROSARIO.— Dígame: ¿Ese joven no es hijo de una italiana llamada Sarah, que murió hace bastantes años?

DON JOSÉ.— Justo. ¡Vaya unos regalos que me hace mi hijo!

ROSARIO.— Y luego pretende usted que yo sea benévola con D. César, cuando usted mismo...

DON JOSÉ.— Pero tus agravios son pura cavilación, y además cosa ya pasada. Me haces una ofensa renunciando por tan fútil motivo a la hospitalidad que te ofrezco.

ROSARIO.— Ofensa no.

DON JOSÉ.— (Estrechándole las manos.) ¿Te quedas?

ROSARIO.— Por usted, por su nieta.

DON JOSÉ.— Bien. Yo cuidaré de que la vida te sea grata dentro de la humildad de este pacífico reino mío.

ROSARIO.— (Conmovida.) ¡Gracias, gracias! Sospecho, mi querido anciano, que ha de gustarme tanto, tanto esta vida, que al fin... tendrán ustedes que echarme.

DON JOSÉ.— (Bromeando.) ¡Bueno!... te echaremos cuando nos estorbes...

Escena XI

Dichos; LORENZA, RAFAELA y dos mozos que traen cuatro baúles.

DON JOSÉ.— Dejarlo todo aquí. (A ROSARIO.) Saca la ropa modesta que has de usar en mi casa. Lo demás déjalo guardado.

ROSARIO.— Así lo haremos.

DON JOSÉ.— (Señalando por la derecha primer término.) Ocuparás estas tres habitaciones, que fueron las de mi esposa. De esas ventanas verás el mar, la playa de baños.

ROSARIO.— Veámoslo.

(Sale seguida de DON JOSÉ por la derecha.)

LORENZA.— (A RAFAELA.) Dígame: ¿todo eso viene lleno de ropa?

RAFAELA.— Claro: todo el tren de verano, y algo de entretiempo. Total: veintisiete trajes.

LORENZA.— ¡Oh! ¡qué rica debe de ser esa señora!

ROSARIO.— (Volviendo a entrar con DON JOSÉ.) Hermosísimo. Rafaela, abre ese mundo. Quiero mudarme en seguida. Saca el traje de percal con lunares.

DON JOSÉ.— Vaya; ahora te quedas solita. Yo estorbo. Tengo que ir un rato al Ayuntamiento. (A LORENZA.) Tú, mi sombrero. (LORENZA le da el sombrero.) Procura estar lista, y vete acostumbrando a la puntualidad. (A LORENZA.) No olvides... ya sabes... (Habla rápidamente en voz baja con LORENZA.)

RAFAELA.— (Que ha abierto uno de los baúles y saca de él algunas ropas, que pone sobre las sillas.) Ahora que recuerdo: aquí no está el vestido azul con lunares.

ROSARIO.— (Señalando otro baúl.) Ahí, tonta.

DON JOSÉ.— Esta es tu casa, Lorenza y todos mis criados, a tu disposición.

(Besa la mano a ROSARIO, y vase por el fondo con LORENZA.)

ROSARIO.— Bien... (Con gracejo.) Ya esta usted aquí demás. (Se quita el sombrero y lo pone encima de la mesa.)

Escena XII

ROSARIO, RAFAELA.

ROSARIO.— Sácame también un par de blusas.

RAFAELA.— (Forcejeando con la cerradura sin poder abrirla.) Señorita, no puedo abrirlo.

ROSARIO.— Pues déjalo. Saca la ropa de este (El que está abierto.) y la vas poniendo en aquel armario de nogal. (Señalando al interior por la puerta de la derecha.)

RAFAELA.— (Impaciente.) ¡Maldita cerradura!

ROSARIO.— Alguien habrá por ahí que te ayude.

(Óyense fuertes golpes en la pared, por la derecha.)

¿Qué es esto?

RAFAELA.— Parece que derriban la casa.

ROSARIO.— Vamos; date prisa. Mira, yo lo sacaré. Vete a traerme agua. (Revolviendo en una bandeja de ropas que RAFAELA, al salir, dejó sobre la silla.) Aquí está el de cuadros. Este no me gusta.

(Lo saca; y al volverse hacia la derecha para extenderlo sobre una silla, ve a VÍCTOR, que entra por la puerta derecha, segundo término, trayendo martillo, cortafríos y el metro. ROSARIO se asusta, da un ligero grito. Quédase VÍCTOR suspenso, inmóvil, contemplándola.)

Escena XIII

ROSARIO, VÍCTOR, RAFAELA, que entra y sale varias veces durante la escena.

ROSARIO.— ¡Ah...! Es un operario... Dispense usted; me asusté. Si hiciera usted el favor de abrir ese baúl...

VÍCTOR.— (¡Ella es... Sí!). (Continúa contemplándola estático.)

ROSARIO.— ¿Pero no oye lo que le digo? ¿Es usted el que daba esos martillazos en mis habitaciones?

VÍCTOR.— (Sin poder disimular su alegría.) (¡Vive aquí!...).

ROSARIO.— (Observándole con expresión de duda y curiosidad.) Pero...

VÍCTOR.— Perdóneme usted, señora Duquesa. ¿Qué mandaba?

ROSARIO.— (Confusa.) (¡Cosa más rara! ¡Yo conozco a este hombre!).

VÍCTOR.— (Advirtiendo la atención con que le mira ROSARIO.) Difícilmente me reconocerá en este traje.

ROSARIO.— ¡Reconocerle!... Pues qué... ¿Le he visto yo a usted alguna vez?

VÍCTOR.— Sí señora. (Sorpresa y mayor confusión de ROSARIO. Pausa.) En fin, ¿qué mandaba?

(Entra RAFAELA con dos jarros de agua.)

RAFAELA.— Este baúl es el que hay que abrir.

(Vase por la derecha. VÍCTOR examina la cerradura. ROSARIO no deja de mirarle.)

ROSARIO.— (O yo me he vuelto tonta, o en efecto... conozco a este hombre... ¿Pero quién es? ¿Dónde lo he visto? Ese traje...).

VÍCTOR.— (Que, después de varias tentativas, ha abierto la cerradura.) Ya está.

ROSARIO.— Ahora, puede usted retirarse.

VÍCTOR.— (Después de una pausa, dudando si atreverse o no.) ¿Sin satisfacer su curiosidad?... Porque la señora Duquesa, en este momento, se devana los sesos por recordar dónde y cuándo me ha visto.

ROSARIO.— Es cierto. (Atrevidillo es el mozo).

VÍCTOR.— Si la señora me lo permite, refrescaré su memoria con cuatro palabras.

ROSARIO.— ¿Es usted el hijo de D. César?

VÍCTOR.— Sí señora.

ROSARIO.— Ya... ¿Y qué tal? Condenadito a trabajos forzados por su mala cabeza.

VÍCTOR.— Sí señora.

ROSARIO.— Pues sí, no puedo refrenar mi curiosidad. Dígame cómo y cuándo...

VÍCTOR.— Ante todo, si por mi osadía he merecido su enojo, le ruego me perdone...

ROSARIO.— (Con altanería.) Está usted perdonado... Vamos a ver. Contésteme.

VÍCTOR.— ¿Dónde y cuándo he tenido el honor de que usted me vea?

ROSARIO.— Sí...

VÍCTOR.— ¿Y el honor más grande de que usted me hable?

ROSARIO.— (Vivamente.) ¿Hablarle? Eso no.

VÍCTOR.— Eso sí... óigame un instante. No siempre he vestido de obrero. Mi padre, hombre inflexible, me ha impuesto este traje... como correctivo... Crieme en Francia...

ROSARIO.— (Vivamente.) Y en Biarritz quizás... me vio usted.

VÍCTOR.— No señora... hace cinco años me mandó mi padre a Lieja a aprender mecánica. Concluidos los estudios teóricos, pasé a Seraing, y trabajaba en la gran fábrica que llaman Cockerill. Los sábados nos reuníamos tres o cuatro muchachos de distintas nacionalidades, y nos íbamos a pasar el domingo, de jarana, en Amberes, Malinas o Brujas. Un día, se dirigió la cuadrilla a Ostende. Era la época de los baños de mar. Juntando el poco dinero que teníamos, dimos unos cuantos golpes en la ruleta de la Cursaal, y la loca suerte nos favoreció.

ROSARIO.— (Riendo.) ¿Ganaron?

VÍCTOR.— Lo bastante para creernos ricos por unas cuantas horas. Éramos tres: un alsaciano, un suizo, y este humilde criado de usted. Resueltos a dar un bromazo gordo, nos instalamos aparatosamente en el Hotel del Círculo de Baños, haciéndonos pasar por príncipes rusos.

ROSARIO.— ¡Ah, valientes pillos! Ya, ya recuerdo... una tarde de Agosto... Me acuerdo, sí, del principillo ruso.

VÍCTOR.— Era yo. Invité a usted a dar un paseo por los jardines en un entreacto del concierto. Fuimos a la vaquería charlamos un rato, por la noche, en el baile, me permití... tuvo la increíble audacia de hacer a usted una declaración amorosa.

ROSARIO.— (Riendo.) Sí, sí... y que fue de lo más volcánico y relampagueante... Ya me acuerdo... Pero diga usted... Si me pareció que hablaba usted alemán con sus compañeros...

VÍCTOR.— Hablo el alemán como el español.

ROSARIO.— Conmigo hablaba usted francés... lo mismo que un parisién.

VÍCTOR.— Sí señora...

ROSARIO.— ¿Gran facilidad para lenguas?

VÍCTOR.— Hablo también el inglés. Tengo ese don, a falta de otros. Desgraciadamente, en aquella ocasión ninguno sabía una palabra de ruso, y por esto y porque se nos acabó repentinamente el miserable metal, tuvimos que dejar nuestro disfraz y salir escapados en el primer tren de la mañana del lunes.

ROSARIO.— Y ya no nos vimos más.

VÍCTOR.— ¡Oh, sí!...

ROSARIO.— (Con gran curiosidad.) ¿Pero cuándo?

VÍCTOR.— Aún falta mucho que contar.

ROSARIO.— ¿De veras?

RAFAELA.— (Entra por la derecha; señala otro baúl.) También este... no sé qué tiene. (A VÍCTOR imperiosamente.) Oye, abre también este. (¡Qué obrerito más guapo!). (Coge ropa para llevarla.) Ya podías ayudarme a traer las bandejas.

ROSARIO.— Anda tú y déjale. (Mientras VÍCTOR abre el otro baúl.) (Si esto parece novela... ¡Qué gracioso! El príncipe ruso de Ostende, en Ficóbriga abriéndome los baúles).

(Vuelve a salir RAFAELA llevando ropa.)

VÍCTOR.— (Con una rodilla en tierra, abriendo la cerradura.) ¿Sigo contando?

ROSARIO.— Sí, sí... Me cautiva todo lo que sale de los caminos trillados y vulgares. Pero cuidadito, no me cuente usted nada que no sea verdad.

VÍCTOR.— Si usted me conociera, señora, sabría que adoro la verdad, y que a ella le sacrifico todo. (Abre el baúl.) Ya está.

ROSARIO.— Adora la verdad, y se fingió ruso, y príncipe.

VÍCTOR.— Una broma de estudiante. ¡Ah, qué día de Agosto! Entonces era usted recién casada, y hermosísima.

ROSARIO.— Va pasando el tiempo.

VÍCTOR.— Y ahora es usted mucho más hermosa.

ROSARIO.— (Paréceme que se propasa). Basta ya. Algo tendrá usted que hacer en otra parte.

VÍCTOR.— (Desconsolado.) Me despide... sin oír lo que... ¿Cree usted que se degrada oyéndome?

ROSARIO.— ¡Oh, no!... Hable, diga lo que quiera... Vamos, ¡qué picardías habrá usted hecho para que lo tengan así!

VÍCTOR.— Reconozco que mi padre está en lo justo. He sido malo, sí.

ROSARIO.— Rebelde al estudio quizás.

VÍCTOR.— Sí señora... Yo no estudiaba, digo, estudiar sí, y mucho; pero solo. Leía lo que me acomodaba, y aprendía lo más grato a mi mente. Repugné siempre la enseñanza en escuelas organizadas; me resistí a ganar grados y títulos. Lo que sé, lo sé sin diploma, y no poseo ninguna marca de la pedantería oficial. En Bélgica aprendí muchas cosas con más práctica que teoría. Soy algo ingeniero, algo arquitecto... sin título, eso sí. Pero sé hacer una locomotora; y si me apuran hago una catedral, y si me pongo, fabrico agujas, vidrio, cerámica...

ROSARIO.— ¡Cuántas habilidades, y venir a parar a esa triste condición de obrero!...

VÍCTOR.— Verá usted... En Bélgica me sedujo la idea socialista. Cautivome un alemán, hombre exaltado, que predicaba la transformación de la sociedad; y tomé parte en una huelga ruidosa, pronuncié discursos, agité las masas... ¡Terrible campaña, que terminó con mi prisión...!

ROSARIO.— Bien merecido.

VÍCTOR.— Seis meses me tuvieron en la cárcel de Amberes. Mi padre me escribió echándome los tiempos, y negándome todo auxilio.

ROSARIO.— Y con razón. ¡Vaya que defender esas barbaridades! Pero usted no creía eso; lo defendía por pasatiempo, por travesura.

VÍCTOR.— No señora; lo creía... y lo creo. Al salir de la prisión, me fui a Inglaterra. Mas no pude consagrarme al estudio de mis caras doctrinas, porque en Londres tropecé con un español que se empeñó en reconciliarme con mi padre... y lo consiguió. Fue mi padre en busca mía, y me trajo a España y me plantó en Madrid.

ROSARIO.— ¿Y allí era usted también obrero?

VÍCTOR.— No señora, era señorito. Mi padre tomó mil precauciones para apartarme de la propaganda socialista. Yo alternaba con multitud de jóvenes de la mejor sociedad, algunos muy ricos. Por las noches, me ponía mi fraquecito, y al amparo de la democracia mansa que allí reina, tenía acceso en todas partes.

ROSARIO.— Ya... (Comprendiendo.) Y alguna vez quizás me vio usted... Pues no recuerdo...

VÍCTOR.— Yo sí... Además, la veía a usted constantemente en teatros, paseos, en la iglesia...

ROSARIO.— ¿También frecuentaba las iglesias...?

VÍCTOR.— Como todos los sitios donde podía ver a una persona que me fascinaba, que me volvía loco, que...

(Entra RAFAELA.)

RAFAELA.— (Todavía el obrerito aquí. ¡Qué le estará contando a mi señora!).

ROSARIO.— ¿Y en Madrid también predicaba usted la destrucción de la sociedad, y todos esos desatinos?

VÍCTOR.— Hacía propaganda oral y teórica; pero sin resultado.

RAFAELA.— (Recogiendo más ropa.) (¡Vaya si es guapo el obrerito! A este le pesco yo, como tres y dos cinco).

(Sale llevando ropa.)

ROSARIO.— Vamos, que no se atrevía usted.

VÍCTOR.— Diré a usted con toda verdad, y sin altanería, que yo me atrevo a todo. Nada existe en lo humano, nada, nada que ponga miedo en mi corazón.

ROSARIO.— (Con admiración.) ¿De veras?

VÍCTOR.— Y las dificultades, los peligros, aumentan mi valor.

ROSARIO.— Bravísimo. Por valiente le tienen en esta esclavitud. ¡Sabe Dios las atrocidades que habrá usted hecho en Madrid!

VÍCTOR.— No, mi vida en Madrid era de lo más inocente... No vivía más que para seguir a la mujer que era mi encanto y mi suplicio, pues me fascinaba sin mirarme.

ROSARIO.— Y no le miraba a usted. ¡Qué pícara!

VÍCTOR.— Desconocía... y desconoce... mi loca pasión.

ROSARIO.— Amor solitario, delirio, embuste.

VÍCTOR.— (Con calor.) Pasión de una realidad indudable, pues en ella he vivido y viviré; pasión de acendrada pureza, pues nunca esperé ser correspondido, ni lo espero ahora; pasión en la cual tanto me enloquece la ausencia como la presencia de la soberana hermosura que...

ROSARIO.— (Echándose a reír.) Basta, basta. ¡Qué chaparrón de poesía! Deje usted que me guarezca... (Apártase de él.) Francamente, no creo en esas pasiones, que hasta en los dramas y novelas resultan ya de un gusto dudoso. ¡Prendarse insípidamente de una mujer de alta clase; espiar su coche; dar caza a su sombra en la calle, flechándola con miradas no devueltas, en paseos y teatros; adorarla en puro éxtasis nebuloso y...! Eso se lo cuenta usted... a quien conozca el mundo menos que yo.

VÍCTOR.— Se lo cuento a usted, porque es verdad y porque ha deseado saberlo. Vivo de esa ilusión y con ella moriré. Es la savia de mi existencia. No comprendo la vida sin la continua presencia de mi ídolo aquí, (En la mente.) y aquí la llevo, y aquí la adoro, criatura sin semejante, prodigio de la Naturaleza, trasunto de la divinidad...

ROSARIO.— Ja, ja, ja... Pero, hombre, dígame usted quién es esa diosa. Quiero saber quién es. ¿Acaso la conozco?

VÍCTOR.— Perdone usted mi atrevimiento, que viene a ser la compensación de mi insignificancia. Quien nada es, ni nada tiene, ni nunca será nada tal vez, bien puede permitirse el don de la sinceridad, de la claridad.

ROSARIO.— No, si la sinceridad me gusta muchísimo. Es el mayor de los goces para quien ha vivido, tanto tiempo en un mundo de ficciones y mentiras.

VÍCTOR.— (Con entusiasmo.) Bendita sea la boca que tal dice.

ROSARIO.— (Impaciente.) El nombre, venga el nombre.

VÍCTOR.— ¿Para qué?

ROSARIO.— Pronto... ¿quién es?

VÍCTOR.— No, no.

ROSARIO.— Mire que si usted no lo dice, lo digo yo, y le pongo la cara colorada. La dama de quien usted ha hecho un ídolo en tonto... (Pausa.) soy yo.

VÍCTOR.— ¡Oh!

ROSARIO.— Lo adiviné al momento. ¿Cree usted que yo no he leído novelas?

VÍCTOR.— Señora, observe usted que nada pretendo, que no tengo esperanzas, ni las tendré nunca.

ROSARIO.— Naturalmente.

VÍCTOR.— Y si lo que sabe le parece monstruoso, aplásteme con su indiferencia.

ROSARIO.— (Siempre con gracejo.) Hombre, tanto como aplastarle... Nadie se ofende por ser ídolo... más o menos falso.

VÍCTOR.— Y lo que he dicho no excluye el respeto más vivo. Yo le juro a usted que no hablaré más de...

ROSARIO.— Sí, estas cosas no deben repetirse. Tanta poesía empalaga. Porque usted se cree socialista, y no es más que poeta, un poeta que quiere demoler el mundo y ponerme a mí de pasmarote sobre las ruinas. ¡Qué gracioso!

VÍCTOR.— No se cuide usted de mí, no me mire siquiera...

ROSARIO.— ¡Pero, hombre, también prohibirme que le vea! Si delante se me pone... no voy a cerrar los ojos cuando usted pase...

VÍCTOR.— Pues si mi existencia significa algo para usted, hágame su esclavo.

ROSARIO.— Eso sí. Empecemos.

(Entra RAFAELA por la derecha.)

Haga el favor de ayudar a mi criada... (Señalando las bandejas de ropa que están sobre las sillas.)

RAFAELA.— (Dándoselas.) Toma. Es tarde... Ya están ahí los señores.

VÍCTOR.— Mi padre, el abuelo.

(Sale por la derecha llevando ropa.)

ROSARIO.— (Con admiración y acento de entusiasmo.) (¡Atrevido como él solo!).

(Entran por el fondo DON JOSÉ y RUFINA. Tras él, algo cohibido, DON CÉSAR.)

Escena XIV

Dichos; DON JOSÉ, RUFINA, DON CÉSAR.

DON JOSÉ.— (Presentando a RUFINA.) Mi nieta.

ROSARIO.— ¡Qué linda! (Se besan cariñosamente.)

DON CÉSAR.— (Quedándose en el fondo hacia la derecha, contempla a ROSARIO con arrobamiento. Avanza y hace una gran reverencia, a la cual contesta ROSARIO fríamente.) ¡Qué hermosa! ¡Brava mujer!

(Entran de nuevo por la derecha RAFAELA y VÍCTOR en busca de más ropa.)

¿Qué haces aquí? (A VÍCTOR con displicencia.) A la fábrica pronto. Suspende el trabajo que te encargué... Y esta tarde puedes pasear. Pero lejos, lejos...

VÍCTOR.— (Retirándose por la puerta derecha, segundo término.) Bien, señor... Lejos iré, muy lejos...

DON JOSÉ.— (A ROSARIO.) ¿Y qué... comemos? Es la hora.

ROSARIO.— (Con prisa.) Cinco minutos nada más. Salgo al instante. (Corre hacia su cuarto.)

DON JOSÉ.— Cinco minutos, niña. (Gritando hacia fuera.) ¡Lorenza, la sopa!

FIN DEL ACTO I

ACTO II

Terraza en casa de Buendía.— Al fondo, una fila de manzanos y otros frutales, en espalier, con un hueco al centro, por donde entran los que vienen de la huerta.— En el forillo paisaje rústico.— Puertas laterales en primer término.— La de la izquierda, cubierta de enredaderas, da paso a las habitaciones de servicio, cocina y despensa, y junto a ella hay un hueco de emparrado, que conduce al sitio en que se supone que está el horno.— La de la derecha comunica con las habitaciones de los señores.— A la izquierda, cerca del proscenio, una mesa grande que sirve para planchar y amasar.— Dos sillas y una banqueta de madera.

Escena I

ROSARIO, RUFINA, LORENZA, las tres con mandil. La primera plancha una camisola. LORENZA la dirige y enseña. RUFINA apila en una banqueta la ropa planchada ya.

LORENZA.— Más fuerte, Señora.

ROSARIO.— (Apretando.) ¿Más todavía?

LORENZA.— No tanto... ¡Ah! las pecheras de hombre son el caballo de batalla.

ROSARIO.— ¡Qué torpe soy!

LORENZA.— ¡Quia! si va muy bien. Ya quisieran más de cuatro...

RUFINA.— No te canses. Lorenza concluirá.

ROSARIO.— (Fatigada, dejando la plancha.) Sí... No puedo más. Hoy, ya me he ganado el pan.

LORENZA.— (Planchando con brío.) Concluyo en un periquete.

RUFINA.— Nosotras a guardar.

ROSARIO.— (Apilando en una bandeja de mimbres almohadas y sábanas.) Déjame a mí.

RUFINA.— No... yo... tú te cansas.

ROSARIO.— Que no me canso, ea. ¡Qué placer llenar los armarios de esta limpia, blanquísima y olorosa ropa casera!... y ponerlo todo muy ordenadito, por tamaños, por secciones, por clases... (Cogiendo la bandeja de ropa.) Venga. (RUFINA le ayuda a cargársela a la cabeza.) ¡Hala!

RUFINA.— (Señalando por la derecha.) ¡Al armario grande de allá!

(Sale ROSARIO por la derecha.)

LORENZA.— Parece que no; pero tiene un puño... y un brío...

RUFINA.— ¡Ya, ya!

ROSARIO.— (Reapareciendo presurosa por la derecha.) Ahora, las sábanas.

RUFINA.— Ahora me toca a mí.

(Cargando un montón de ropa. Vase por la derecha.)

ROSARIO.— ¿Y yo? Lorenza, dame la plancha otra vez. Me habéis acostumbrado a no estar mano sobre mano, y ya no hay para mí martirio como la ociosidad.

LORENZA.— Si estoy acabando.

RUFINA.— (Por la derecha resueltamente.) Con que... señora duquesa de San Quintín, concluyó el planchado. ¿Qué hacemos hoy?

LORENZA.— Manteca.

ROSARIO.— No; hoy toca rosquillas. D. José lo ha dicho.

RUFINA.— Y ya mandé a Víctor que encendiera el horno.

(LORENZA recoge la última ropa, y la lleva adentro: después va retirando los utensilios de plancha.)

ROSARIO.— Hoy me pongo yo a la boca del horno, yo, yo misma... y ya verás... (Indica el movimiento de meter la pala en el horno.)

RUFINA.— No... tú no sabes; no tienes práctica y quemarás la tarea. Déjame a mí el horno.

ROSARIO.— Bueno, bueno. (Con inquietud infantil, haciendo movimiento de amasar sobre la mesa.)

LORENZA.— ¿Amasan aquí?

ROSARIO.— Aquí, que está más fresco.

RUFINA.— Y Víctor se encargará de llevarme la masa.

ROSARIO.— ¿Pero le dejarán venir acá?

RUFINA.— Si está ahí. (Señalando la puerta.) Papá le ha mandado arreglar la esparraguera, y replantar el fresal viejo.

ROSARIO.— ¿Qué? ¿también entiende de horticultura?

RUFINA.— De todo entiende ese pillo. (Va hacia el fondo, y llama, haciendo señas con la mano.) ¡Eh, Víctor!...

ROSARIO.— ¡Eh, señor socialista, señor nivelador social, venga usted acá!

Escena II

VÍCTOR.— ¿Qué mandan las lindas proletarias?

RUFINA.— Que te prepares. Necesitamos de tu co... operación revolucionaria y disolvente.

ROSARIO.— Somos las hordas populares... Pedimos pan y trabajo; y como no nos dan el pan, lo hacemos; pero no para que se lo coman los ricos.

VÍCTOR.— (Riendo.) ¿Van a hacer pan?

ROSARIO.— Rosquillas, hombre, para el pueblo soberano. (Señalándose a sí misma.)

RUFINA.— Y traerás aquí la tabla de amasar, las latas y todos los adminículos.

ROSARIO.— Y luego usted se dignará llevar la tarea a la boca del horno.

VÍCTOR.— Encendido está ya. Parece un corazón enamorado. Conviene esperar a que se temple.

ROSARIO.— Con el frío de la sana razón.

RUFINA.— Vuélvete a la huerta. No diga papá que te entretenemos.

VÍCTOR.— (Contemplando estático a ROSARIO.) (¡Divina, sobrenatural mujer...! ¡Miserable de mí!). ¿Me llamarán luego? ¿Es de veras que me llamarán?

ROSARIO.— Sí, hombre, sí.

VÍCTOR.— Pues abur.

(Vase por el fondo.)

RUFINA.— ¡Qué guapo y qué simpático!

ROSARIO.— Sí que lo es. Corazón grande, alma de niño.

LORENZA.— (Que ha entrado y salido repetidas veces en la escena, llevando los trastos de planchar.) Señoritas, no olvidarme las gallinas. Es hora de darles de comer.

ROSARIO.— Sí, vamos.

(Al ir hacia el fondo son detenidas por DON JOSÉ y EL MARQUÉS, que entran. Vase LORENZA por la izquierda.)

Escena III

ROSARIO, RUFINA; DON JOSÉ, EL MARQUÉS.

DON JOSÉ.— Aquí la tiene usted.

EL MARQUÉS.— (Riendo de la facha de ROSARIO.) Ja, ja, ja... Rosarito, ¿eres tú? ¡Increíble metamorfosis!

ROSARIO.— (Por DON JOSÉ.) Aquí tienes al autor del milagro.

DON JOSÉ.— ¿Qué cree usted? Se levanta a las cinco de la mañana.

EL MARQUÉS.— Justamente a la hora a que se acostaba en Madrid.

ROSARIO.— ¿Y tú qué tal?

EL MARQUÉS.— Ayer me instalé en los baños, y mi primera visita en la gran Ficóbriga es para la nieta de reyes, hoy aprendiz de planchadora.

DON JOSÉ.— Se pasa el día de faena en faena, vida gozosa, entretenida y saludable.

EL MARQUÉS.— Sí que lo será. ¿Me admiten en la partida?

RUFINA.— Mire usted que aquí se trabaja de veras.

DON JOSÉ.— Diga usted que también se divierten, triscan y retozan.

ROSARIO.— ¡Ay, ayer tarde, por el monte arriba, qué espectáculo, qué pureza de aires, qué aromas campesinos! Nunca he sentido tan grande amor a la Naturaleza y a la soledad.

EL MARQUÉS.— Pues en los baños me dijeron que una tarde, al subir al monte, por poco te matas.

ROSARIO.— ¿Yo?

RUFINA.— No fue nada.

DON JOSÉ.— Una torpeza de Víctor. Ya le he reprendido. Empeñose en llevar el burro por un desfiladero...

RUFINA.— No fue culpa de Víctor. ¡Vaya!¡que todo lo malo lo ha de hacer el pobre Víctor!...

ROSARIO.— Fue culpa mía. Yo, yo misma le mandé que me llevara por aquellos riscos. Por poco nos despeñamos, amazona, burro y borriquero... En fin, gracias al arrojo de ese valiente muchacho, no pasó nada.

DON JOSÉ.— Ni volverá a ocurrir. Ya tendrá cuidado.

ROSARIO.— Y finalmente, Currito Falfán, primo mío, vástago ilustre de la segunda rama de los Otumbas, ¿quieres ayudarnos a hacer rosquillas?

EL MARQUÉS.— (Riendo.) ¿De veras?... ¿Pero tú...?

DON JOSÉ.— Amasa que es un primor.

EL MARQUÉS.— Ayudaré... a comerlas. Y acepto también la invitación de D. José, que sostiene que no hay sidra como la suya...

DON JOSÉ.— (Ponderando.) Hecha en casa. ¡Verá usted qué sidra!

ROSARIO.— Y ahora, al gallinero.

EL MARQUÉS.— Espérate, hija, tengo que hablarte. ¿Acaso valgo menos que las aves de corral?

RUFINA.— Quédate. Yo iré.

(Vase por el fondo.)

Escena IV

Dichos menos RUFINA; DON CÉSAR, presuroso por el fondo. Después, LORENZA, por la izquierda.

DON CÉSAR.— ¿No ha venido Canseco...? Hola, Marqués... (Receloso y displicente.) (¡Aquí otra vez este botarate!).

DON JOSÉ.— El notario no puede tardar.

EL MARQUÉS.— Dígame, D. César, ¿es cierto que compra usted los dos caballos de tiro, y la yegua del Marqués de Fonfría, que hoy salen a subasta?

DON CÉSAR.— (Con vanidad.) Sí señor... ¿Y qué?

DON JOSÉ.— ¿Pero te has vuelto loco? ¡Caballos de lujo... tú!

DON CÉSAR.— Yo, yo... El señor Marqués, tan perito en asuntos caballares, me dará informes...

EL MARQUÉS.— Con muchísimo gusto.

DON JOSÉ.— (Asustado.) ¿Pero te ha entrado el delirio de grandezas? César, vuelvo en ti.

EL MARQUÉS.— Los dos de tiro, Eclair y Néstor, son de la yeguada de mi hermano, media sangre. La yegua Sarah fue mía. Procede de las cuadras del Duque de Northumberland... pura sangre, fina como el coral, y veloz como el viento.

(ROSARIO limpia la mesa, y acaba de retirar algunos objetos que sobran.)

EL MARQUÉS.— La tengo en mi libro, y los datos de alzada, edad... Compre usted sin miedo: es verdadera ganga.

DON JOSÉ.— (Inquieto.) ¿Pero no es broma?... ¡Despilfarro mayor!

ROSARIO.— (Acercándose al grupo.) D. César piensa poner coche a la gran D'Aumont, para que so paseo por Ficóbriga Rosita la Pescadera.

DON CÉSAR.— Se paseará... quien se pasee.

EL MARQUÉS.— ¿Pero se casa? ¡Oh, Providencia!

DON JOSÉ.— (Malhumorado.) Como la elección no sea buena, vale más no pensar en ello.

ROSARIO.— ¿Casarse?... Si dice que se va a morir pronto.

EL MARQUÉS.— Mejor para encontrar novia.

DON CÉSAR.— Todavía daré alguna guerra. (A ROSARIO bruscamente en tono afectuoso.) Rosarito, no trabaje usted tanto, que se le estropearán las manos.

ROSARIO.— ¿Y a usted qué le importa?

DON CÉSAR.— Me importa... puede importarme mucho. Y no debe andar usted tanto al sol si quiere conservar la finura de su cutis.

DON JOSÉ.— Si así está más bonita.

EL MARQUÉS.— Más pastoril, más campestre.

DON JOSÉ.— (Regañón.) A buenas horas te entra la manía de lo aristocrático.

ROSARIO.— Cuando a mí me da por lo popular.

DON CÉSAR.— Rosarito de mi alma, no me lleve usted la contraria. Ya sabe que la quiero bien, que...

DON JOSÉ.— (Incomodado.) Ea, basta de bromas.

DON CÉSAR.— Si no es broma. (A ROSARIO.) ¿Ha tomado usted a broma lo que le he dicho?

EL MARQUÉS.— ¿Pero qué es ello? (Bromeando.) D. José, esto es muy grave.

DON JOSÉ.— Insisto en que mi hijo no tiene la cabeza buena.

DON CÉSAR.— Y hay más...

DON JOSÉ.— (Alejándose airado.) No quiero, no quiero saber más locuras. Tendría que tratarte como a un chiquillo. Marqués, ¿probamos o no probamos esa sidra?

EL MARQUÉS.— Estoy a sus órdenes.

DON JOSÉ.— Voy un instante a la bodega. Le espero a usted en el comedor. (En la puerta mirando a DON CÉSAR.) (¡Calamidad de hijo! ¡Ah, veremos, veremos quién puede más!).

(Vase por el fondo.)

LORENZA.— (Por la derecha.) El señor de Canseco.

DON CÉSAR.— Que pase a mi cuarto. (A ROSARIO.) Tengo que ocuparme de cosas graves. Hablaremos luego. (Al MARQUÉS.) Dispénseme. No se olvidará usted de mandarme...

EL MARQUÉS.— ¿El registro de caballos?... Sí, sí. Descuide.

DON CÉSAR.— Hasta ahora.

(Vase por la derecha.)

Escena V

ROSARIO, EL MARQUÉS.

ROSARIO.— (Viendo alejarse a DON CÉSAR.) ¿Has visto qué cócora de hombre?

EL MARQUÉS.— Juraría que se ha prendado de ti.

ROSARIO.— Tengo esa desdicha.

EL MARQUÉS.— ¿Y se ha declarado?

ROSARIO.— Salimos a declaración por día, en diferentes formas. Ayer, en una carta larguísima, fastidiosa y con muy mala gramática, me hizo proposición de casamiento.

EL MARQUÉS.— ¡Y tú...!

ROSARIO.— ¡Cállate, por Dios! Te juro que antes me casaría, con un albañil, con un peón, con un presidiario que con ese hombre.

EL MARQUÉS.— Bien dicho. Todo antes que esta dinastía de pasteleros enriquecidos. El que inventó las rosquillas debió de ser un excelente hombre. Pero la raza ha ido degenerando, y D. César es rematadamente protervo. Tú le odias; yo más.

ROSARIO.— No; yo más. Reclamo el privilegio. Las mordeduras de ese reptil han sido más venenosas para mi familia que para la tuya.

EL MARQUÉS.— ¡Ah! tú no sabes... No quiero hablarte de la humillación en que he vivido diez años, sufriendo sus perfidias, y sin poder defenderme. Luego, el maldito, con refinada hipocresía, afectaba una adhesión servil a mi persona; y después de jugarme una mala pasada, se deshacía en cumplidos y protestas de amistad... ¡Y qué solapada astucia para fiscalizar mis actos, qué aptitudes de polizonte...! Nada, que no me dejaba vivir... Me seguía los pasos... Era mi sombra, mi pesadilla. ¿No te conté aquel caso?... ¡Ah! verás. Logró apoderarse de siete cartas mías, dirigidas a la Estéfani...

ROSARIO.— Y se las mandó a tu mujer. Lo supe, sí.

EL MARQUÉS.— Tenía que enviar a Dolores una cantidad en billetes. Dentro del sobre puso las cartas.

ROSARIO.— ¡Infamia mayor! ¿Y no le mataste?

EL MARQUÉS.— Me fui a él como un tigre... Habías de verle y oírle, tembloroso, servil, queriendo encubrir la cobardía con la lisonja... Jurome que se había equivocado... que las cartas pensaba mandármelas a mí. En efecto, bajo otro sobre me mandaba una nota de réditos...

ROSARIO.— Debiste ahogarlo.

EL MARQUÉS.— Debí... sí... pero ¡ay! aquella noche necesitaba yo dos mil duros... Cuestión de honor... cuestión de pegarme un tiro si no los tenía.

ROSARIO.— Comprendo... ¡ah!

EL MARQUÉS.— Y tuve que humillarme. Rosario de mi vida, nada envilece como cierta clase de deudas. No debas. Si para verte libre de tal suplicio, necesitas descender en la escala social, baja sin miedo, cásate con un guardia de consumos, o con el sereno de tu barrio.

ROSARIO.— Tienes razón. He sido también esclava y mártir. Gracias a Dios, estoy libre... aunque pobre.

EL MARQUÉS.— Y ahora, prima querida, resuelto a no morirme sin dar a mi verdugo un bromazo como los que él me ha dado a mí, pongo en tu conocimiento que ya se la tengo armada.

ROSARIO.— ¿Un bromazo?...

EL MARQUÉS.— Una equivocación de la escuela fina, del estilo de las suyas.

ROSARIO.— Cuéntame... ¿Qué es eso?

EL MARQUÉS.— Una cosa tremenda...

ROSARIO.— (Con vivo interés.) Pues dímelo. ¿Es algún secreto?

EL MARQUÉS.— Para ti no.

ROSARIO.— ¿Qué harás, pues?

EL MARQUÉS.— (Temeroso de ser oído.) Destruir la ilusión de su vida. Ya sabes que anda por ahí un hijo...

ROSARIO.— Sí, le conozco; está aquí.

EL MARQUÉS.— Por más señas, demagogo, sectario de la Commune, del ateísmo y del mismísimo infierno. Pues con todo, no será tan antipático como César.

ROSARIO.— En efecto, no es antipático. No parece hijo de tal padre.

EL MARQUÉS.— ¡Toma! como que no lo es... como que no lo es... ¿Lo quieres más claro?

ROSARIO.— (Estupefacta.) ¡Qué me cuentas!

(Pausa.)

EL MARQUÉS.— Lo que oyes. Puedo probarlo. Es decir, lo que puede demostrarse es que la filiación del joven reformador de la sociedad, es un enigma, una equis...

ROSARIO.— (Con ardiente curiosidad.) Explícame eso... ¿Pero es de veras que...?

EL MARQUÉS.— ¿Conociste a una tal Sarah Balbi?

ROSARIO.— ¿Italiana, institutriz en la casa de Gravelinas? A mamá oí hablar de esa mujer. Ya, ya voy comprendiendo. Y D. César la amó, y la creyó fiel...

EL MARQUÉS.— Rarezas, anomalías de los caracteres humanos.

ROSARIO.— ¡Un hombre que tan bien conoce la moneda falsa, que entre mil centenes buenos encuentra el malo, sólo con revolverlos sobre una tabla... no conocer a Sarah!

EL MARQUÉS.— ¡Y tenerla por oro de ley!... Cegueras que impone el cielo como castigo.

ROSARIO.— ¿Pero tú, cómo sabes...?

EL MARQUÉS.— Recordarás que hace pocos meses murió en casa el pobre Barinaga.

ROSARIO.— (Recordando.) Coronel de ejército, figura noble... barba blanca...

EL MARQUÉS.— Por meterse en trapisondas políticas, acabó sus días en la miseria. Yo le recogí para que no fuera al hospital.

ROSARIO.— Ya, ya... Y ese infeliz tuvo amores con la italiana...

EL MARQUÉS.— Sí.

ROSARIO.— Al mismo tiempo que D. César.

EL MARQUÉS.— Dos días antes de morir, refiriome el pobre coronel su martirio. Porque verás. La amó locamente. Conservaba siete cartas de ella... ¡siete! fíjate en el número, siete cartas, que me entregó.

ROSARIO.— ¿Y las tienes?

EL MARQUÉS.— Como que ellas serán el cartucho de dinamita que pienso poner en las manos del caballero de las equivocaciones... ¡Ah! me faltaba decirte que Barinaga padeció el suplicio de los celos...

ROSARIO.— De modo que la tal Sarah le engañaba también...

EL MARQUÉS.— Él lo creía, o lo temía... Era un misterio esa mujer... Misterio lleno de seducciones; me consta... Corramos un velo...

ROSARIO.— Sí, corrámoslo.

EL MARQUÉS.— En las siete cartas, que yo llamo las siete partidas, se ve bien claro que explotaba la ceguera de D. César...

ROSARIO.— Con el argumento de su maternidad.

EL MARQUÉS.— Que era en ella como una palanqueta para forzar aquella arca tan difícil de abrir.

ROSARIO.— ¡Horrible historia! ¡Y ese infeliz joven...! ¿Pero qué culpa tiene él? ¡Arrancarle su nombre, privarle de su fortuna!... No, no, primo, no hagas eso... déjale que...

EL MARQUÉS.— La cosa es grave. No creas... Yo también dudo a veces...

ROSARIO.— (Cambiando súbitamente de idea.) ¡Oh, qué ideas me asaltan! Pues sí, debes...

EL MARQUÉS.— ¿Opinas que...?

ROSARIO.— (Rectificándose con espanto de sí misma.) No, no...

EL MARQUÉS.— Entonces, ¿te parece que...?

ROSARIO.— (Después de vacilar, afirma de nuevo.) Sí, sí... Siento en mí impulsos rencorosos, vengativos. Merece el tal D. César un golpe duro, muy duro, y no seré yo quien le compadezca... Esta aversión la heredé de mi padre.

EL MARQUÉS.— Ya sé...

ROSARIO.— La heredé también de mi madre. Ese hombre se permitió hacerle proposiciones amorosas, y colérico y venenoso, al verse rechazado con horror, la calumnió infamemente...

EL MARQUÉS.— ¡A quién se lo cuentas...! Dijo de ella...

ROSARIO.— (Indignada, tapándole la boca.) Cállate.

EL MARQUÉS.— ¿Con que decididamente... me equivoco?

ROSARIO.— (Con firmeza.) Sí, sí.

EL MARQUÉS.— Él me ha pedido la filiación de la yegua... que también se llama Sarah... ¡Bromas del Altísimo, Rosario!... Pues este cura... se equivoca, y en vez de meter en el sobre...

ROSARIO.— Comprendido... (Turbada y confusa.) ¡Ay, no sé qué pensar... ni lo que siento sé! ¡Si supieras, primo, por qué camino tortuoso ha venido a tener esto asunto para mí un interés inmenso!

ROSARIO.— (Con resolución.) ¿Harás lo que te mande?

EL MARQUÉS.— ¿Qué es?

ROSARIO.— Dame las siete partidas.

EL MARQUÉS.— ¿Y tú...?

ROSARIO.— Déjame a mí.

EL MARQUÉS.— Te enviaré el paquetito con persona de confianza.

ROSARIO.— Tomo sobre mi conciencia el cuidado y la responsabilidad de la equivocación. (Sintiendo voces por la derecha.) Chist... Creo que el patriarca te llama.

EL MARQUÉS.— (Presuroso.) ¡Ah! sí, la sidra... Quedamos en que te mando eso.

ROSARIO.— Sí, Sí.

Escena VI

Dichos; DON JOSÉ por el foro; tras él LORENZA.

DON JOSÉ.— Pero, Marqués, le estoy esperando...

EL MARQUÉS.— Allá iba...

DON JOSÉ.— (Registrando con la mirada toda la terraza.) ¿No ha vuelto ese loco? (A LORENZA.) ¿Y César?

LORENZA.— En su cuarto. El señor de Canseco ha salido; dijo que volverá.

DON JOSÉ.— Ya... (Reconocimiento tenemos).

EL MARQUÉS.— ¿Pero no sabe usted lo mejor?

ROSARIO.— Que soy causa de su delirio, Sr. D. José de mi alma.

DON JOSÉ.— ¿Crees quo no lo había comprendido? Hace días que me dio en la nariz el tufo del volcán.

ROSARIO.— Yo, triste de mí, no le he dado el menor motivo...

DON JOSÉ.— Ya me lo figuro... Hija mía, yo te suplico que hagas lo posible y lo imposible por quitarle de la cabeza esa idea caprichosa. Ni a él le conviene, ni...

ROSARIO.— Claro, ni a mí.

DON JOSÉ.— Yo deseo casarle con una mujer sencillota, sin pretensiones...

ROSARIO.— Alianza muy natural. Y así aseguramos el negocio del pescado.

DON JOSÉ.— No lo digas en broma. (Receloso.) (¡Si alentará ésta su locura! Estaremos en guardia).

Escena VII

Dichos; RUFINA por el fondo con una cesta de huevos.

RUFINA.— Hoy van ocho.

DON JOSÉ.— (Examinando embelesado los huevos, y mostrándolos al MARQUÉS.) ¡Vea usted qué hermosura!

EL MARQUÉS.— ¡Oh, sí!

DON JOSÉ.— Y puede usted asegurar que no hay en el mundo gallinas tan ponedoras como las mías.

EL MARQUÉS.— Así lo proclamaré urbi et orbe, y ¡guay de quien lo ponga en duda!

LORENZA.— (A RUFINA.) Señorita, la llave para sacar el azúcar.

DON JOSÉ.— (Asombrado.) ¡Azúcar!

ROSARIO.— Claro... para las rosquillas.

DON JOSÉ.— ¡Ah! ya.

RUFINA.— Tarea de cinco libras, abuelito.

DON JOSÉ.— Pues una libra de azúcar. Saca el azúcar y la canela (Tentándose los bolsillos.) ¿Tienes tú las llaves?

(RUFINA da las llaves a LORENZA.)

Libra y media de manteca, ¿sabes?...Primero separas las claras; bates bien las yemas con el azúcar, y cuando esté bien espeso, lo...

LORENZA.— (Interrumpiéndole.) Si ya sé, señor...

DON JOSÉ.— Digo que haces tú la primera pasta, para facilitarles el trabajo... Anda.

(Vase LORENZA.)

Con que... señor Marqués, ¿vamos a probar la sidra?

EL MARQUÉS.— Andiamo... y después me bajo al establecimiento. Con que abur. (A ROSARIO.) A trabajar se ha dicho. (Con intención.) Afinar bien la masa...

DON JOSÉ.— En marcha.

(EL MARQUÉS le da el brazo. Vanse por el fondo.)

Escena VIII

ROSARIO, RUFINA, VÍCTOR; después, LORENZA.

VÍCTOR.— (Que sale por la izquierda con una tabla de amasar, un rodillo y varias latas.) ¿Dónde pongo esto?

ROSARIO.— Aquí. ¿Y Lorenza, ha batido las yemas?

VÍCTOR.— En eso está. Las yemas y el azúcar: alegoría de la aristocracia de sangre unida con la del dinero.

ROSARIO.— (Con gracejo.) Cállese usted, populacho envidioso.

VÍCTOR.— ¿Está mal el símil?

ROSARIO.— No está mal. Luego cojo yo las aristocracias, y... (Con movimiento de amasar.) las mezclo, las amalgamo con el pueblo, vulgo harina, que es la gran liga... ¿Qué tal? y hago una pasta... (Expresando cosa muy rica.)

RUFINA.— Pero ese pueblo, alias harina, ¿dónde está?

ROSARIO.— ¿Y la manteca, clase media, como quien dice?

VÍCTOR.— Voy por la masa.

ROSARIO.— Pero no nos traiga acá la masa obrera.

RUFINA.— Ni nos prediques la revolución social.

ROSARIO.— (Empujándole.) Vivo, vivo.

VÍCTOR.— A escape.

(Vase por la izquierda.)

RUFINA.— (Arreglando la tabla de amasar y pasándole un trapo.) ¡Qué bueno es Víctor!

ROSARIO.— ¿Le quieres mucho?

RUFINA.— Sí que le quiero. ¡Qué hermoso es tener un hermano! ¿Verdad...?

ROSARIO.— (La mira fijamente. Suspira con tristeza. Pausa.) Sí.

(Entra LORENZA con una jofaina y toalla, que pone al extremo de la mesa; detrás VÍCTOR con la masa, que forma un bloque sobre una tabla.)

LORENZA.— Ya está todo mezclado.

ROSARIO.— ¿Y bien cargadito de manteca?

LORENZA.— Sí señora. (Pone la masa sobre la tabla y le da golpes con el puño.)

ROSARIO.— (Impaciente.) Yo, yo. (Apartando a LORENZA, golpea la masa.)

LORENZA.— Antes de trabajar con el rodillo... así, así... (Indica el movimiento de ligar con los dedos.)

RUFINA.— Y le das muchas vueltas, y aprietas de firme para que ligue bien.

ROSARIO.— (Hundiendo las manos en la masa.) Si sé, tonta. Vete tú al horno. ¿Está bien caldeado?

LORENZA.— Hay que verlo.

RUFINA.— Vamos.

ROSARIO.— En seguidita te mando masa.

(Vanse RUFINA y LORENZA por la izquierda, segundo término.)

Escena IX

ROSARIO, VÍCTOR.

ROSARIO.— (Suspendiendo el trabajo.) Gracias a Dios que estamos solos.

VÍCTOR.— Cortos instantes de felicidad para mí, robados a la soledad y a la tristeza de este presidio.

ROSARIO.— (Trabajando de nuevo.) Tengo que reñirle a usted. Anoche, al volver de paseo por la playa con Rufinita y las sobrinas del cura, cuando se hizo usted el encontradizo, me dijo usted cosas muy malas. He soñado con hordas populares desbordadas, con la guillotina y el saqueo...

VÍCTOR.— Eso no va con usted.

ROSARIO.— Porque soy pobre y nada tengo que saquear.

VÍCTOR.— No es por eso.

ROSARIO.— Vamos; que usted, cuando toquen a derribar ídolos, hará una excepción en favor mío. Porque este señor socialista escarnece sus ideas enamorándose locamente de una aristócrata.

VÍCTOR.— Locamente, sí.

ROSARIO.— ¡Traidor, desertor, apóstata! Eso es burlarse de los principios!...

VÍCTOR.— Pues me burlo...

ROSARIO.— Abandona un imposible por aspirar a otro.

VÍCTOR.— (Vivamente.) No, si yo no aspiro a nada. Sé que usted no puede amarme.

ROSARIO.— Pues si no puedo amarlo, domínese; coja usted su corazón, y haga con él (Apretando la masa.) lo que hago yo ahora con esta masa insensible.

VÍCTOR.— Y después al horno de la imaginación...

ROSARIO.— (Vivamente.) Eso es lo que le pierde a usted.

VÍCTOR.— Al contrario, me salva. ¡Bendita imaginación! Mi único consuelo es cabalgar en ella y lanzarme por el espacio infinito, hacia la región de lo ideal, del pensar libre y sin ninguna traba. Delirando a mi antojo, construyo mi vida conforme a mis deseos; no soy lo que quieren los demás, si no lo que yo quiero ser. No me importan las leyes, porque allí las hago todas a mi gusto. Me instalo en el planeta más hermoso. Soy rey, semidiós, dios entero, amo y soy amado.

ROSARIO.— Basta. Eso me recuerda mi niñez, cuando, con mis amiguitas, jugaba yo a los disparates.

VÍCTOR.— ¿Qué es eso?

ROSARIO.— ¿Pero usted, de muchacho, no ha jugado a los desatinos? Es cosa muy divertida. Yo deliraba por ese juego. Vea usted; mis amigas y yo nos desafiábamos a cuál inventaba un disparate mayor; y la que sacaba de su cabeza un absurdo tal que no pudiera ser superado, esa ganaba. (La actriz determinará, conforme a la intención de cada frase, cuándo debe interrumpir y cuándo reanudar el trabajo.)

VÍCTOR.— ¡Qué bonito!

ROSARIO.— Juguemos a los desatinos. A ver cuál de los dos inventa una cosa más disparatada.

VÍCTOR.— Más imposible.

ROSARIO.— Justo; la otra noche pensaba yo que era una hormiga, y que daba vueltas alrededor del mundo, siempre por un mismo círculo, hasta que al fin, con el roce de mis patitas, partía el globo terráqueo en dos... Imagínese usted el número de siglos que necesitaría para...

VÍCTOR.— (Riendo.) Sí... ¡Qué gracioso! Pues yo he pensado un desatino mayor. Que usted y yo vivíamos en un planeta donde los vegetales hablaban.

ROSARIO.— Y los animalitos echaban hojas.

VÍCTOR.— En que nosotros éramos como arbustos que caminaban, y nuestros ojos flores que reían, y nuestras bocas flores que besaban... En aquel extraño mundo, usted no era aristócrata.

ROSARIO.— Como que probablemente sería una calabaza, quizás una apreciable ortiga... Bah, sus disparates no valen nada, amigo Víctor. Se puede inventar un despropósito incomparablemente mayor.

VÍCTOR.— ¿A ver?

ROSARIO.— Un absurdo... vamos, que apenas se concibe. (Pausa. Se miran un momento.) Que yo, no en ese planeta donde hablan las hierbas, sino aquí, en este, pudiera llegar a quererle a usted, a simpatizar con sus ideas primero, con la persona después...

VÍCTOR.— Señora duquesa, ¿quiere usted que yo me vuelva loco?

ROSARIO.— ¿A que no inventa usted una barbaridad como esa?

VÍCTOR.— ¡Quererme usted... y...! Duquesa...

ROSARIO.— Ea, ya me empalaga usted con tanto Duquesa, Duquesa... Si sigue usted tan fino, las rosquillas van a salirme muy cargadas de dulce. Llámeme usted Rosario.

VÍCTOR.— ¿Así, con toda esa llaneza?

ROSARIO.— ¿Pero usted no sabe que la de San Quintín es también revolucionaria y disolvente? Sí señor, creo que todo anda muy mal en este planeta; que con tantas leyes y ficciones nos hemos hecho un lío, y ya nadie se entiende; y habrá que hacer un revoltijo como esto (Amasando con brío.) , mezclar, confundir, baquetear encima, revolver bien (Haciendo con las manos lo que expresan estos verbos.) para sacar luego nuevas formas...

VÍCTOR.— ¡Admirable idea...! Yo voy más allá.

ROSARIO.— (Vivamente.) A donde va usted ahora, pero volando, es a ver si el horno está a punto.

VÍCTOR.— Sí que estará.

ROSARIO.— Vaya usted, le digo.

VÍCTOR.— (Sonriendo.) ¡Despótica! (Alejándose.)

ROSARIO.— No soy yo la despótica, sino la masa, la soberana masa.

(Vase VÍCTOR por la izquierda, segundo término.)

Escena X

ROSARIO, después RAFAELA.

ROSARIO.— (Dejando de amasar, coge el rodillo para extender la masa.) ¡Ay Dios mío! (Suspirando fuerte.) ¡Si apenas me atrevo a decírmelo a mí misma! Pero es un hecho, y me lo digo, me lo confieso, me lo arrojo a mi propia cara... Las ideas de este hombre me seducen, me enamoran... No, no son las ideas, es la persona, es él... (Ha extendido la masa formando una placa sobre el tablero. Con el cuchillo saca una tira de masa. Suspende el trabajo, cogiendo entre los dedos un pedacito de masa, y trabajando maquinalmente, pensando en otra cosa.) ¿Pero qué? Rosario, ¿no te avergüenzas de tu debilidad? ¡Enamorada de un pobre bastardo!... de un... ¡Ah! si yo pudiera hacer un mundo nuevo, sociedad nueva, personas nuevas, como hago con esta pasta las figuritas que se me antojan! (Examinando una figurita que ha moldeado rápidamente.) No, no; hay, que aceptar el muñeco humano, como él es, como le hicieron los pasteleros de antes... (Deshaciendo la figurita y estrujando la masa.) Aún no está bien ligada. (Arrolla la placa y pasa el rodillo de nuevo.) ¡Pobre Víctor!... ¡Qué destino el suyo! (Quédase meditabunda, las manos en el rodillo.)

RAFAELA.— (Por el foro con un paquetito.) De parte del señor Marqués. Encargome que lo entregara en propia mano.

ROSARIO.— ¡Ah! las cartas... Sarah... (Sin poder cogerlo.) Pónmelo en el bolsillo del delantal.

RAFAELA.— (Poniendo el paquetito en el bolsillo.) ¿Quiere la señora que le ayude?

ROSARIO.— (Volviendo a formar la placa.) No, déjame sola.

Escena XI

ROSARIO, VÍCTOR por la izquierda, segundo término.

VÍCTOR.— Dentro de dos minutos a punto estará.

ROSARIO.— (Distraída.) ¿Quién?

VÍCTOR.— El horno.

ROSARIO.— (Pónese a labrar las rosquillas, enroscando tiritas de masa.) Rosario, date prisa.

VÍCTOR.— Pareciome, al entrar, que hablaba usted sola.

ROSARIO.— Sí; y decía que es gran simpleza sacrificarlo todo a la verdad, y que el supremo arte de la vida consiste en amoldarnos ciegamente a este cúmulo de ficciones que nos rodea.

VÍCTOR.— No pienso lo mismo, y a toda mentira, cualquiera que sea su valor, le declaro guerra a muerte.

ROSARIO.— ¿Ama usted la verdad?

VÍCTOR.— Sobre todas las cosas.

ROSARIO.— ¿Y sostiene que la verdad debe imperar siempre?

VÍCTOR.— Siempre.

ROSARIO.— ¿Aunque ocasione grandes males?

VÍCTOR.— La verdad no puede ocasionar males.

ROSARIO.— Muy pronto lo ha dicho. Está usted muy puritano.

VÍCTOR.— Y usted muy preguntona.

ROSARIO.— Otra preguntita. Quiero enterarme de todos sus gustos y aficiones: ¿Ama usted el dinero, las riquezas?

VÍCTOR.— (Desconcertado.) Esa pregunta... Hecha así... Pues según y conforme...

ROSARIO.— Usted es enemigo del capital... De modo que le será muy desagradable ver al pícaro capital entrándosele por las puertas. Cogerá usted un palo, y...

VÍCTOR.— Tanto como eso...

ROSARIO.— Vamos, que eso del odio al capital es música, sobre todo cuando el capital es propio... (VÍCTOR quiere hablar. Le impone silencio.) Aguarde y déjeme concretar la cuestión. Usted tiene una riqueza en perspectiva, una posición, un nombre... Si perdiera todo eso, ¿lo sentiría?

VÍCTOR.— Riqueza y pobreza serán igualmente buenas para mí si usted me quiere.

ROSARIO.— ¡Quererle yo! ¿Volvemos al disparate imposible?

VÍCTOR.— Volvamos a él, y dígame usted que es un imposible... posible.

ROSARIO.— (Mirándole fijamente.) ¡Ah! Víctor... Entre usted y yo se alza un fantasma odioso.

VÍCTOR.— (Asombrado.) ¡Un fantasma!...

ROSARIO.— Sí, y para destruírlo, fíjese usted bien en lo que digo, tendría yo que cometer un crimen.

VÍCTOR.— (Estupefacto.) ¡Un crimen!

ROSARIO.— Sí señor, un crimencito... el crimen de Ficóbriga. (Riendo.) ¡Qué cara pone!

VÍCTOR.— De veras no entiendo.

ROSARIO.— ¿Pero usted no sabe una cosa? Que yo soy muy mala; pero muy mala.

VÍCTOR.— Eso no. Es usted un ángel.

ROSARIO.— Un ángel capaz de matar; el ángel del asesinato, como llamaron a Carlota Corday.

VÍCTOR.— (Con creciente asombro.) ¿Usted... usted capaz de matar?

ROSARIO.— Sí.

VÍCTOR.— ¿A quién?

ROSARIO.— A usted.

VÍCTOR.— (Tomándolo a broma.) ¿A mí? Pues bien, de esa mano acepto yo la muerte, siempre que me traiga también el amor.

ROSARIO.— ¿Y no se enojará conmigo... si le mato?

VÍCTOR.— Nunca... Si lo duda, póngame usted a prueba... ¿Qué tengo que hacer yo?

ROSARIO.— (Presentándole una lata con rosquillas.) Por de pronto, llevarme la primera hornadita... (Alarmada al ver venir a DON CÉSAR por la derecha.) ¡Ah! D. César... Disimulo.

Escena XII

ROSARIO, VÍCTOR, DON CÉSAR.

DON CÉSAR.— (Con sequedad, sorprendido de ver a VÍCTOR.) ¿Qué tienes tú que hacer aquí?

ROSARIO.— No le riña usted. Yo le mandé venir.

DON CÉSAR.— Ocupación es esta, señora mía, más propia de chiquillos y mujeres... Su criada de usted...

ROSARIO.— La tengo ocupada en otras cosas.

DON CÉSAR.— Pues venga la Pepita. Y tú... lleva eso, y después... ya sabes; esta misma tarde quiero tener el proyecto de drenaje de la huerta de abajo.

VÍCTOR.— Bien... (Retirándose.) (¡Insoportable tiranía!).

(Vase por el fondo.)

Escena XIII

ROSARIO, DON CÉSAR.

DON CÉSAR.— Entre usted y Rufina me tienen revuelta la casa con sus trabajitos de juguete, y sus...

ROSARIO.— A D. José no lo parece mal lo que hacemos. Pero si a usted le disgusta...

DON CÉSAR.— No, no. Usted manda aquí... Permítame que me siente. No puedo con mi alma. (Acerca una silla y se sienta junto a la mesa.)

ROSARIO.— Como me reprendía...

DON CÉSAR.— ¡Reprender! no... Siga, siga usted, ya que tiene el mal gusto de rebajarse a menesteres tan impropios de su clase.

ROSARIO.— (Labrando las rosquillas con presteza.) Ja, ja... ¿Ahora sale usted con esa antigualla de las clases? Fíjese en que soy pobre, D. César... (Suspirando.) y hay que ir aprendiendo a ganarse la vida.

DON CÉSAR.— Y siguen las bromitas. Señora Duquesa de San Quintín, usted hará sus cuentas...

ROSARIO.— Nunca he servido para la contabilidad.

DON CÉSAR.— Quiero decir, reflexionará... Porque usted ha de casarse.

ROSARIO.— O no.

DON CÉSAR.— Si busca su segundo esposo en la aristocracia, es fácil que vuelva a caer en manos de un desdichado como Gustavito. Yo soy hombre poco simpático, así, a las primeras de cambio, según dicen; pero después... ¡Oh, Rosarito! Yo la querré a usted con alma y vida; le daré una gran posición.

ROSARIO.— ¿Sabe usted que he tomado asco a las grandes posiciones?

DON CÉSAR.— Fraseología.

ROSARIO.— Digo lo que siento. ¡Vaya con D. César! Al cabo de una vida consagrada a la usura, se le ha metido en la cabeza ser duque... Vamos, que si mi padre levantara la cabeza, y viera que usted me pide por esposa...

DON CÉSAR.— Pues se alegraría.

ROSARIO.— Y si mi pobre madre resucitara...

DON CÉSAR.— También se pondría muy contenta. Ea, Rosarito de mi alma, olvidemos antiguas discordias... que nunca tuvieron fundamento. Dígame, por Dios, qué debo hacer para disipar esa aversión...

ROSARIO.— Pues volver a nacer.

DON CÉSAR.— Seré su esclavo, y me amoldaré a sus gustos y caprichos. Seré como esa masa blanda que usted coge entre sus dedillos de rosa para hacer de ella lo que quiere.

ROSARIO.— Sería usted muy duro de amasar.

DON CÉSAR.— Es que llevaría conmigo mucha azúcar.

ROSARIO.— Azúcar... dinero... ¡Ay, D. César, para endulzarle a usted no bastaría todo un Océano de miel de caña!

DON CÉSAR.— Añadiríamos manteca superior, sentimiento, cariño, paz conyugal.

ROSARIO.— No, no; siempre resultaría un bollo muy amargo.

DON CÉSAR.— (Levantándose y dando un golpe en el suelo con la silla.) ¡Diabólica pastelera, usted me vuelve loco! Juega conmigo como un gatito con un ovillo de algodón, y me enreda y me desenreda el alma, y me hace todo una maraña, un lío... y no sé lo que pienso, ni lo que siento... (Con entereza.) Ea, concluyamos.

ROSARIO.— Eso quiero yo, concluir.

DON CÉSAR.— ¿Usted leyó mi carta?

ROSARIO.— Ya lo creo.

DON CÉSAR.— ¿Y por qué no me contesta?

ROSARIO.— Tenga calma.

DON CÉSAR.— ¿Más todavía? Me gustan las situaciones despejadas. Sí, o no... Lo contrario de usted que, como aristócrata de lo fino, se pirra por lucir el ingenio flexible, y marca, sí, marca...

ROSARIO.— Gracias.

DON CÉSAR.— No... si tengo de usted mejor idea de la que debiera tener... Creo firmemente que usted me contestará, que quizás ha escrito ya la contestación...

ROSARIO.— Puede ser...

DON CÉSAR.— (Coquetea furiosamente, afectando despreciar lo que anhela... Si entiendo yo a estas mujeres...).

ROSARIO.— ¿Qué dice?

DON CÉSAR.— (Alardeando de sincero.) Que usted juega conmigo... y con todo ese trasteo, me prepara una grata sorpresa. (Acércase a la mesa, y apoyando las manos en ella, contempla a ROSARIO de cerca, endulzando la voz.)

ROSARIO.— ¿Grata sorpresa?... ¿Está seguro de ello?

DON CÉSAR.— Sí... Y usted me contestará con un sí muy redondo y muy bonito, que me hará feliz... (Reparando en el paquetito que ROSARIO tiene en el bolsillo del delantal.) ¡Ah!... ¿Qué tiene usted ahí...? ¿una carta?...

ROSARIO.— Puede ser.

DON CÉSAR.— (Apartándose de la mesa.) Ya, ya... Esa es la contestación que deseo. Si soy adivino, Rosario... Soy, por desgracia, perro viejo en achaque de diplomacia femenina.

ROSARIO.— Se conoce, sí.

DON CÉSAR.— Les calo la intención, les cojo al vuelo los pensamientos...

ROSARIO.— ¡Qué pillín!... Pues adivineme la respuesta que tengo aquí...

DON CÉSAR.— Pues... Apostaría que accede... pero con mil circunloquios elegantes, y muchos tiquis miquis... El eterno procedimiento femenil. Mujer al fin... digo, dama.

ROSARIO.— Lo mismo da.

DON CÉSAR.— (Mostrando gran impaciencia.) ¿Me permite usted que me acerque? (Sin aguardar el permiso, acércase a ROSARIO y mira el paquetito, del cual asoma la mitad.) Mucho abulta... Veo mi nombre... Letra del Marqués de Falfán.

ROSARIO.— Si es un pliego que mi primo mandó para usted.

DON CÉSAR.— (Descorazonado.) ¿Lo de los caballitos?... ¿Por qué no me lo entrega?

ROSARIO.— No puedo usar las manos.

DON CÉSAR.— Pues permítame cogerlo. (Movimiento para coger el paquete. ROSARIO, con súbito sobresalto, lo impide, poniendo la mano sobre el bolsillo.)

ROSARIO.— No.

(Pausa. Asombro de DON CÉSAR.)

DON CÉSAR.— Pero...

ROSARIO.— (No me atrevo, no... Cúmplase el destino, y triunfe la mentira).

DON CÉSAR.— (Muy serio.) Si ese paquete no es más que lo que creo, ¿por qué no me lo entrega usted?

ROSARIO.— (Sin saber qué decir.) Es que... (Con una idea feliz.) Acertó usted, D. César. Aquí tengo mi contestación. La junté con los papeles que me dio el Marqués, y lo até todo con esta cinta encarnada.

DON CÉSAR.— (Impaciente y nervioso.) ¡Pues démela, por Cristo!

ROSARIO.— No, no.

DON CÉSAR.— (Con acritud desdeñosa.) ¿Tan atroz es lo que usted me dice?

ROSARIO.— Naturalmente. Concreto mis agravios, como usted me pedía en su carta...

DON CÉSAR.— (Mostrándose descarado y grosero.) Y saca usted a colación el caso de su papá... Si su papa de usted, el noble duque de San Quintín, tenía mucho que agradecerme a mí, sí señora. Le libré de ir a la cárcel... Y no soy yo de los que dicen ¡cuidado! que lo merecía... no soy yo, no...

ROSARIO.— (Nerviosa, balbuciendo de ira.) ¿Y por qué dicen que es usted tan rastrero como venenoso?

DON CÉSAR.— Y también me hablará usted de su madre...

ROSARIO.— No la nombre usted. Sus labios manchan...

DON CÉSAR.— ¿Que manchan...? ¡Vamos, inocente!... ¿Usted que sabe?

ROSARIO.— (Furiosa.) Se atreve a repetir... ¡Oh, que no pueda una débil mujer ahogar al indigno...! (Detiénese, sofocando la ira. Le mira con desprecio.) D. César... no hablemos más. No merece usted consideración... ni lástima siquiera. (Dándole el paquete.) Tome usted eso.

DON CÉSAR.— Venga. (Lo toma.)

ROSARIO.— Suplico a usted que me deje.

DON CÉSAR.— Bueno. Me retiraré. (Dirígese a la puerta de la derecha y se detiene vacilando, como descontento de sí mismo.) (¡Demonio! Estuve muy torpe... Me cegó la ira). (Queriendo reanudar la conversación.) Rosario...

ROSARIO.— Basta.

DON CÉSAR.— (Humillándose.) Pero usted... ¿ha tomado en serio lo que dije? (Con hipocresía.) Sin pensarlo, una palabra tras otra, me voy corriendo, desvarío, llego a la broma impertinente. (ROSARIO se aparta, volviéndole la espalda.) ¿Pero qué... no quiero oírme? (Da algunos pasos hacia ella.) Es que... mi cabeza está muy débil... del no dormir, del no comer. Confundo los recuerdos... Cualquiera se equivoca... y más un pobre enfermo...

ROSARIO.— (La bajeza de sus disculpas ofende más que sus ultrajes...).

DON CÉSAR.— ¿De veras no quiere que le explique...?

ROSARIO.— (Con sequedad.) No.

DON CÉSAR.— ¿Me guarda rencor...?

ROSARIO.— (Con desdén que tiene algo de compasión.) Ya... no.

DON CÉSAR.— (Alejándose hacia la puerta.) Leeré su respuesta, y hablaremos luego. Usted ha de hacerme justicia.

ROSARIO.— ¡Justicia! De eso se trata.

DON CÉSAR.— (Desde la puerta, mirándola con pasión.) (Fierecilla indómita, yo te cogeré... aunque sea con trampa).

(Vase.)

Escena XIV

ROSARIO, VÍCTOR, que aparece por la izquierda, segundo término, momentos antes de salir DON CÉSAR, y se detiene acechando su salida.

VÍCTOR.— Se fue... Paréceme que hablaban ustedes con cierta agitación. ¿Qué ocurre?

ROSARIO.— (Turbada y confusa.) Nada, no...

VÍCTOR.— (Cogiendo las latas.) ¿Llevo esto?

ROSARIO.— (Se las quita.) No, ahora no, ¡Dios mío, lo que he hecho! (Lávase precipitadamente las manos en la jofaina.) Víctor, perdóname. No, no me perdonarás... Imposible.

VÍCTOR.— (Alarmado.) ¿Pero qué...? ¿Qué hace usted?...

ROSARIO.— Ya ves: lavarme las manos, como Pilatos... digo, no; soy culpable... las tengo ensangrentadas.

VÍCTOR.— (Sin comprender.) ¡Rosario!

ROSARIO.— ¡Ay, Víctor de mi alma! La verdad sobre todo... ¿No piensas eso tú?

VÍCTOR.— Sí.

ROSARIO.— ¿Siempre, y en todo caso?

VÍCTOR.— Siempre, siempre.

ROSARIO.— (Dejando la toalla, corre hacia VÍCTOR y le pone ambas manos en el pecho, interrogándole con mirar cariñoso.) ¡Víctor!

VÍCTOR.— ¿Qué?

ROSARIO.— ¿Me querrás siempre, siempre?

VÍCTOR.— (Fascinado y sin saber qué responder.) ¡Rosario!

ROSARIO.— ¡Pero qué loca estoy, Dios mío! Le tuteo a usted... ¡Qué inconveniencia!

VÍCTOR.— Es la verdad que hierve y sale...

ROSARIO.— Sí, sí... Y ahora, vuelvo a repetir: ¿me querrá usted siempre, siempre, a pesar de...?

VÍCTOR.— (Vivamente.) ¿A pesar de qué?

ROSARIO.— De... de esto. Porque el cariño de usted es lo que más estimo en este mundo; y estoy condenada, sí (Con vivísima emoción.) , a que usted me aborrezca.

VÍCTOR.— ¿Yo...? ¡Qué desvarío! ¡Pero qué...! ¿Llora usted?

ROSARIO.— (Secando sus lágrimas.) No, no.

VÍCTOR.— (Con pasión.) Impóngame usted los mayores sacrificios, la esclavitud más dura; sométame a pruebas dolorosas. Este amor no me parecerá bastante puro y grande si no padezco por él agonías de muerte.

ROSARIO.— (Con profunda tristeza.) No pida usted pruebas. Ya vendrán.

VÍCTOR.— Pero explíqueme usted...

ROSARIO.— No puedo decir nada. Me voy...

VÍCTOR.— (Queriendo detenerla.) No...

ROSARIO.— ¡Oh, déjeme usted...! Ahora voy... al horno. (Con risa forzada.) Ya ve usted, tengo que llevar... (Señalando las dos latas de masa.) y quiero ver cómo ha salido mi hornada... Adiós... adiós.

(Se aleja rápidamente por la izquierda, segundo término.)

Escena XV

VÍCTOR, agitadísimo.

VÍCTOR.— Amor, sí, amor... Lo declara el centelleo de sus ojos, la vibración de su acento... ¿Me equivocaré? (Confuso.) No sé... (Meditando.) ¿Qué misterio es este que revolotea invisible en torno de mí?... Rosario... esta casa... mi familia...

Escena XVI

VÍCTOR, DON JOSÉ.

DON JOSÉ.— (Por el foro.) Me huele a tostado... Esas locas han dejado pasar la tarea. ¡Ah, Víctor!

VÍCTOR.— (Con vehemencia.) Abuelo venerable, padre de mi padre, yo quiero ser otro; ya lo soy. Me declaro corregido, transformado...

DON JOSÉ.— Bien; pero hay que probarlo.

VÍCTOR.— ¿Lo duda? Disponga usted de mis actos, y también de mis pensamientos. Abjuro de todas las ideas que a usted le repugnaban; me someto, me identifico con la familia que ha de recibirme en su seno...

DON JOSÉ.— Cabalmente, hoy pensaba tu padre... Ya está ahí Canseco con el acta...

Escena XVII

Dichos; CANSECO, por el foro; luego DON CÉSAR.

CANSECO.— Mi señor patriarca... Sr. D. Víctor...

DON JOSÉ.— (Reparando en el documento que CANSECO saca del bolsillo.) ¿Es el acta?

CANSECO.— Sí señor. (Se la entrega.)

DON JOSÉ.— (Llamando por la derecha.) César... hijo mío.

DON CÉSAR.— (Que sale por la derecha, expresando en su rostro confusión y cólera, que difícilmente puede contener. VÍCTOR y CANSECO le contemplan aterrados.) ¿Qué quiero usted, padre?

DON JOSÉ.— (A DON CÉSAR, dándole el documento.) Entérate. (DON CÉSAR le echa la zarpa y lo arruga convulsivamente.) ¿Qué haces?

DON CÉSAR.— Lo que debo. (Rompe el papel y arroja los pedazos.)

DON JOSÉ.— (Atónito.) ¿Pero hijo, qué es eso?

DON CÉSAR.— ¡Destruir, aniquilar...! ¡Oh, no, necio de mí! Fácilmente rasgo este papel... pero aquel oprobio, aquel engaño en que viví, ¿cómo romperlos y reducirlos a la nada? ¿Quién destruye el tiempo, quién los hechos aleves, la superchería infame, mi obcecación estúpida? (Aterrado mirando a VÍCTOR que continúa a la izquierda del proscenio en expectación dolorosa y muda, y sin entender lo que ocurre.) ¡Ah... ahí está... ese fraude vivo, mi error de tantos años... Su persona, que hasta hace poco me era grata, ahora me abochorna, me aterra!

VÍCTOR.— (¡Dios! ¿Qué dice?).

DON JOSÉ.— Hijo mío, tú deliras.

DON CÉSAR.— (Con desvarío, los ojos espantados.) Eso quisiera... delirar... soñar. Pero no, no. Ni aun me queda el consuelo de dudarlo.

DON JOSÉ.— ¿Qué?

DON CÉSAR.— (Aparte a DON JOSÉ en voz baja y lúgubre.) Es la propia evidencia, padre, la verdad viva. Es su letra, su fina escritura, bonita y pérfida; es ella misma, que sale del sepulcro, para revelarme su infame impostura.

VÍCTOR.— (Comprendiendo por la actitud de DON CÉSAR que pasa algo muy grave; pero sin entender lo que es.) ¿Qué misterio es este? (A CANSECO que se aproxima.) ¿Le habrán dicho algo de mí? Calumnia tal vez...

CANSECO.— (Confuso.) No sé...

VÍCTOR.— (Dando dos o tres pasos hacia DON CÉSAR.) Señor...

DON CÉSAR.— (Con terror.) No, te acerques a mí.

DON JOSÉ.— Víctor, ¿has dado algún disgusto a tu padre?

Escena XVIII

Dichos; RUFINA, ROSARIO por la izquierda, segundo término. ROSARIO permanece junto al emparrado, y no avanza hasta que VÍCTOR queda solo.

RUFINA.— (Corriendo hacia VÍCTOR.) Chiquillo, ¿qué haces? Nosotras aguardándote allá.

DON CÉSAR.— Hija mía, apártate de ese hombre.

RUFINA.— (Asustada.) ¿Por qué, papá...?

CANSECO.— D. César no quiere que nadie se le aproxime.

RUFINA.— (A su padre.) Papá, ¿qué ha hecho Víctor?

DON CÉSAR.— (Aparte a RUFINA y a DON JOSÉ.) Nada... Es inocente...

RUFINA.— No entiendo.

DON JOSÉ.— Yo sí... pero explícanos...

DON CÉSAR.— (Con gran desaliento.) No puedo... la verdad me quema los labios... Imposible que yo declare mi afrenta. (Cae desvanecido en un sillón.) Me siento muy mal... yo me muero.

(Rodéanle todos menos VÍCTOR.)

Me falta valor para esta crisis de honra, de conciencia. No sé más que padecer, y maldecir mi destino, y culpar al cielo y a la tierra. (Con inquietud nerviosa se incorpora en el sillón, sostenido por DON JOSÉ y RUFINA.) ¡Oh! siento que por mis venas corre fuego, hiel, vergüenza!...

VÍCTOR.— (Anonadado.) ¡Pavoroso enigma!... ¿Pero de qué me acusan, vive Dios? (Con rabia, cerrando los puños.) ¿De qué debo acusarme?

DON CÉSAR.— ¡Acusarte!... de nada, de nada... No, no digo nada, no puedo... Siento una cobardía que me abruma... No puedo, no puedo...

VÍCTOR.— ¡Dios mío!

RUFINA.— (Abrazando a su padre.) ¿Estás enfermo?

DON JOSÉ.— Llevémoslo adentro.

CANSECO.— Y avisar al médico.

DON JOSÉ.— Sí, sí.

DON CÉSAR.— (Conducido por DON JOSÉ, RUFINA y CANSECO.) Hija mía... mi única verdad. (La besa, llevándola abrazada.)

DON JOSÉ.— Vamos, ven.

(Vanse por la derecha.)

Escena XIX

VÍCTOR, ROSARIO.

VÍCTOR.— (Airado, corriendo hacia la derecha.) No, no; yo quiero saber...

ROSARIO.— (Que avanza y lo detiene.) Aguarda. Lo sabrás por mí.

VÍCTOR.— ¿Usted, Rosario, usted posee la clave de este horrible misterio?

ROSARIO.— Sí.

VÍCTOR.— ¿Y usted sabe...? ¡Oh, por lo que usted más quiera en el mundo, explíqueme...! Mi padre...

ROSARIO.— No le des tal nombre.

VÍCTOR.— ¿Por qué?

ROSARIO.— Porque no lo es.

VÍCTOR.— (Con espanto.) ¡Que no lo es!... ¡Que no soy...!

ROSARIO.— (Rápidamente.) No me pidas más explicaciones... No eres culpable. (Gravemente.) Los culpables no existen... Dios les habrá tomado cuenta.

VÍCTOR.— (Cubriéndose el rostro.) ¡Oh!... (Déjase caer en una silla.)

ROSARIO.— La vida humana es caprichosa, y nos sorprende con bruscas revoluciones y mudanzas. ¿No caen los poderosos, los magnates y hasta los reyes? Pues si los grandes caen, ¿por qué no han de caer también los pequeños hasta hundirse y desaparecer en la nada?

VÍCTOR.— (Sin oír lo que dice.) Las pruebas, las pruebas de eso... no sé lo que es.

ROSARIO.— Son irrecusables.

VÍCTOR.— (Agitadísimo.) ¿Quién ha manifestado a mi padre?... ¿a D. César?... ¿quién... usted? ¿Con qué objeto, con qué fin?

ROSARIO.— Con el de la verdad. Creí que no me acusaría por esto quien ama la verdad sobre todas las cosas.

VÍCTOR.— (Confuso.) Sí; pero...

ROSARIO.— ¡La verdad, siempre la verdad! ¿Cabe en tu condición moral usurpar un nombre y una posición que no te pertenecen?

VÍCTOR.— ¡Oh, eso nunca!

ROSARIO.— ¿Y te causa pena la pérdida de esos bienes que creías poseer?

VÍCTOR.— Oh, sería un hipócrita si dijera que este golpe no me hiere en lo más vivo. Ahora, precisamente ahora, anhelaba yo nombre y fortuna para poder aspirar...

ROSARIO.— ¿A qué?

VÍCTOR.— (Con grande abatimiento y amargura.) Y me lo pregunta! ¡Con qué crueldad pone ante mis ojos, prolongada ya hasta lo infinito, la distancia que nos separa!

ROSARIO.— (Cariñosamente.) Víctor, resígnate. ¡Cuántas veces, charlando conmigo, protestabas de las jerarquías sociales, maldecías la propiedad, y hasta los nombres, ¡los nombres! vanos ídolos según tú, ante los cuales se inmolaban a veces los sentimientos más puros del alma! Pues bien, ya se ha realizado tu ideal, ya no tienes propiedad, ya no tienes nombre; ya no eres nadie.

VÍCTOR.— (Rehaciéndose.) ¿Nadie?... Oh, no tanto, no tan bajo. (Levántase bruscamente.) Fuera flaquezas impropias de mí. Pasó, pasó la tremenda conmoción de la caída. Aún vivo: soy quien soy. (Con gran entereza.) Acepto con ánimo tranquilo las situaciones más difíciles y abrumadoras. No temo nada. El abismo en que caigo no me impone pavor, ni sus soledades tenebrosas me hacen pestañear... Creí poseer los bienes de la tierra, todos, todos, los que dan paz y recreo a la vida, los que estimulan la inteligencia, los que halagan ¡ay! el corazón. ¡Sueño, mentira! Mi destino lo quiere así... ¡Destino cruel, durísimo! (Con bravura.) Pues con todas sus durezas y crueldades, yo lo acepto, lo afronto, me abrazo a él para seguir viviendo... Adelante pues... ¿Qué soy... nadie? Bien... soy un hombre, y me basta.

ROSARIO.— Un hombre, sí, de inteligencia poderosa, de firme voluntad.

VÍCTOR.— ¡Mi voluntad! Ahí tiene usted el único bien que me queda.

ROSARIO.— (Con intención.) ¡Y algo más!

VÍCTOR.— Me queda un triste amor sin esperanza, ahora con menos esperanza que nunca... (Con gran vehemencia y profunda curiosidad.) Pero, dígame usted, Rosario de mi vida, por amor de Dios, ¿qué interés tenía usted en revelar a mi padre, a D. César, eso... eso...? no sé lo que es.

ROSARIO.— ¡Un interés grande, inmenso!

VÍCTOR.— ¿Cuál?

ROSARIO.— (Cohibida.) Que yo quería decirte...

VÍCTOR.— (Con ansiedad.) ¿Qué?

ROSARIO.— Una cosa que no podría decirte siendo hijo de ese hombre, que aborrezco. Entre el padre apócrifo y el hijo postizo, he abierto un abismo infranqueable. (Transición de ternura.) Y ahora que estás solito en el mundo, ahora que no tienes sobre ti la sombra execrable de D. César de Buendía, puedo decirte que...

VÍCTOR.— ¿Qué?

ROSARIO.— (Con arranque de amor y entusiasmo.) Nieto de Adán, desheredado de la fortuna, huérfano... del mundo entero, pobrecito mío... (Pausa: clava los ojos en VÍCTOR. Este, abriendo los brazos, ya hacia ella.) te quiero...

VÍCTOR.— ¡Alma mía!

ROSARIO.— ¡Amor de mi vida!

(Se abrazan. Telón rápido.)

FIN DEL ACTO II

ACTO III

La misma decoración del acto I.

Escena I

LORENZA, arreglando la habitación; RUFINA, que entra por el fondo, con sombrero y traje de calle.

RUFINA.— ¡Qué animación, qué alegría!... ¡Cómo esta de gente esa plaza, y todo el prado de San Roque, y la calzada de Lantigua hasta el santuario.

LORENZA.— Sí, sí: pocos años se ha vista tan concurrida como este la romería de Nuestra Señora del Mar. ¡Ay, mi 15 de Agosto, fiesta grande de Ficóbriga, quién te conoció en aquellos tiempos!... Hoy, todo se vuelve bullangas, borracheras, comilonas, mucha gente de tierra adentro y de mar afuera... pero devoción... lo que se llama devoción... eso que no lo busquen, porque no lo hay... Y qué... ¿llegaron las señoritas hasta la ermita?

RUFINA.— Trabajillo nos costó romper por entre la muchedumbre... ¡Qué oleaje, qué remolinos!... Pero al fin llegamos, y ofrecimos a la Santísima Virgen los tres ramos de flores, los dos nuestros, y el tuyo. (Inquieta, mirando a la derecha.) Pero esta Rosario...

LORENZA.— ¿No entró contigo?

RUFINA.— No; yo creí que había llegado antes.

LORENZA.— No la he visto entrar.

RUFINA.— En el prado de San Roque me entretuvieron, charla que charla, las niñas de Lantigua. ¡Ay, qué picoteras! Cuando de ellas pude zafarme, Rosario no estaba al lado mío... La busqué por los puestos y barracas de la feria, y nada. La señora Duquesa de San Quintín, sin parecer por parte alguna... Creí que se habría adelantado y que la encontraría aquí.

LORENZA.— (Alarmada.) ¿Se habrá perdido entre el barullo de gente, y no sabrá volver a casa?

RUFINA.— ¡Quia!... ¿Esa? Sabe llegar a donde quiere. No se pierde, no.

LORENZA.— ¿Pero qué mala hierba ha pisado mi señora la Duquesa?... Ya no madruga, ya no trabaja; se pasa las mañanas cogiendo florecillas silvestres, y las noches haciéndole cucamonas a la luna, y contando las estrellas por ver si alguna se ha perdido.

RUFINA.— Rarezas de su carácter.

LORENZA.— Rareza es, y de las gordas, poner esa cara de entierro, teniendo motivo para estar más contenta que unas pascuas.

RUFINA.— ¡Bah!... ¿Ya empiezas?

LORENZA.— Sí... Que estamos acá poco enterados... Si en el pueblo no se habla de otra cosa.

RUFINA.— ¿Qué... qué dicen?

LORENZA.— Que pronto serás hijastra de una excelentísima señora.

RUFINA.— Quita, quita. No digas desatinos. ¿Tú qué sabes...?

LORENZA.— Más que tú.

RUFINA.— Lo ocurrido en casa, tú no lo entiendes, ni puedes entenderlo.

LORENZA.— (Por sí misma.) A fe que es tonta la niña. (Con misterio.) Desde el día de la revolución de casa...

RUFINA.— Cállate, no me lo recuerdes...

LORENZA.— Desde el día en que repudiaron al señorito Víctor, dejándomelo en la clase de pueblo soberano, ¡ay! en la casa de Buendía están pasando cosas muy raras. ¡Pobre joven! Cuando ya le íbamos tomando cariño, resultó que...

RUFINA.— (Melancólica.) Que no es mi hermano. Para mí lo será siempre. Como a hermano le miré desde que vino a casa, y por tal le tendré mientras viva. Cuando sea monjita, y cada día me atrae más la vida religiosa... rezaré por la mañana y tarde, pidiendo al Señor que le conceda alguna felicidad... de la poquita que anda por esos mundos.

LORENZA.— Bien se lo merece, ¡ángel de Dios! Nunca me olvidaré de aquella tarde en que lo vi salir de casa para no volver más... Y no creas que iba caídito y con los humos aplacados... Lo que dije: para pueblo, paréceme demasiado altanero.

RUFINA.— (Con interés.) ¿No has vuelto a verle?

LORENZA.— No.

RUFINA.— Dime la verdad.

LORENZA.— Te juro que no.

RUFINA.— ¿Y no has sabido nada de él?

LORENZA.— Ni esto. Yo pregunto a cuantos obreros conozco, y ninguno me da razón.

RUFINA.— ¡Cosa más rara!

LORENZA.— Se habrá ido por esos mundos...

RUFINA.— No, no. Está aquí. Canseco debe saber dónde, porque el abuelito y papá le han dado el encargo... esto me consta: lo he oído yo... han dado a ese señor notario, tan diligente como oficioso, el encargo de proponerle...

LORENZA.— ¿Cómo?... ¿qué?

RUFINA.— Verás. Yo le pedí por Dios al abuelo que no abandonara al pobre Víctor, y él... ¿a que no me aciertas lo que ha discurrido nuestro adorado patriarca? Pues... regalarle la Joven Rufina, que ya está lista para darse a la vela, bien cargadita de mineral, y con víveres para dos meses. Anoche le dijo al capitán que abriera registro para Boston o Filadelfia, con cargamento a la orden. Le dan el barco a Víctor, con escritura en regla, a condición de partir inmediatamente. La nave y cuanto contiene es suyo, y al llegar a los Estados Unidos puede venderlo, y comprar terrenos en Oeste, y hacer unas fincas muy grandes, muy grandes...

LORENZA.— ¡Ay, qué señor! ¡Qué manera de estar en todo, y darle a cada uno su por qué! Es la mismísima Providencia. Y el otro, ¿acepta?

RUFINA.— Pronto hemos de saberlo, porque el capitán de la fragata quiere salir en la pleamar de mañana.

LORENZA.— (Apuntando una idea.) ¡Ay! ¿Estará D. Víctor a bordo?

RUFINA.— (Vivamente.) ¡Oh!... pues no se me había ocurrido... Hay que averiguarlo, pronto, pronto.

LORENZA.— Sí; por mi sobrino Juan, el contramaestre. (Va hacia el foro.)

RUFINA.— Oye. ¿Sabes que me inquieta la tardanza de Rosario?

LORENZA.— Mandaré a Rafaela en su busca. (Mirando por el fondo.) ¡Ah! si ya está aquí.

(Entra ROSARIO por el foro. LORENZA se detiene al verla, como queriendo entablar conversación.)

¿Buen paseíto, señora Duquesa...?

RUFINA.— Anda, anda a lo que te encargué, y déjanos.

Escena II

ROSARIO, RUFINA.

RUFINA.— ¡Gracias a Dios! ¿Pero dónde te metiste?

ROSARIO.— (Desasosegada.) No me perdí, no... Es que... (Con gran viveza.) Dime, ¿sabes algo?

RUFINA.— Nada, hija.

ROSARIO.— Y esa Lorenza, que todo lo sabe, y en todo se mete, ¿no ha podido averiguar...?

RUFINA.— Todavía no.

ROSARIO.— (Inquietísima.) ¡Qué ansiedad! Desde aquel día... que no olvidaré nunca, no hemos vuelto a verle ni a saber de él. ¿Por qué se esconde?¿Es que huye de mí?

RUFINA.— ¡Oh, no!

ROSARIO.— Sería mudanza inexplicable. Sus últimas palabras, al despedirse de mí y de esta casa, fueron de apasionada ternura, de cristiana entereza. No sé qué me llegó más al alma, si el cariño que me mostraba, o la fiera arrogancia con que afrontar quería la adversidad... Pero después... ahora... esta desaparición... esta fuga, si en efecto ha partido... No sé qué pensar. ¡Si vieras qué cosas se me ocurren!...

RUFINA.— ¿Qué?

ROSARIO.— Que al encontrarse solo, su espíritu ha caído en el marasmo, en esa pereza que ahoga los sentimientos nobles, dejando crecer la desconfianza, la malicia, el rencor.

RUFINA.— ¡Oh, no creas eso!

ROSARIO.— Bien pudiera ser que el amor que le inspiré haya sido ahogado por el sentimiento del mal que le hice.

RUFINA.— Quita, quita: eso no puede ser. Más bien me inclino a creer que hayan torcido su voluntad las voces absurdas que corren por el pueblo.

ROSARIO.— Que yo me caso con tu papá... ¡Ridícula invención!

RUFINA.— De ello me hablaron esta tarde mis amiguitas, y cuantas personas encontré al volver a casa. Claro; si Víctor da en creer también...

ROSARIO.— No puede, no debe creerlo... ¡Qué afán, Dios mío! ¡Si al menos tuviera la seguridad de que llegó a sus manos la carta que ayer le escribí!

RUFINA.— Se la di al carretero de la fábrica, que de fijo revuelve toda la villa y sus alrededores por encontrarle.

ROSARIO.— ¡Quiéralo Dios!... Esta tarde, ¿por qué crees que me separé de ti en San Roque, cuando charlabas con tus amigas? Fue que me pareció ver entre el gentío de la feria...

RUFINA.— ¿A Víctor?

ROSARIO.— Habría jurado que era él. Corrí tras aquel rostro que se me apareció un instante en las oscilaciones de la multitud... No era, no. Movida de un impulso irresistible, me lancé a recorrer toda la feria, con la idea, con el presentimiento de que había de encontrarle. Entre el bullicio loco, en medio de aquel tumulto mareante, yo me deslizaba ligerísima, entra por aquí, sale por allá... Aquí bailaban, allá comían. Todos, viejos y niños, hombres y mujeres, respiraban el contento del vivir, esa alegría franca que no conocemos los que hemos nacido y vivido en un mundo artificioso, todo sequedad y formas afectadas... que se sostienen con alambres... Yo no hacía más que mirar, mirar, mirar, toda el alma en los ojos, revolviendo con ellos el sin fin de caras de aquella muchedumbre hirviente de vida, humanidad fresca, con sangre, con músculos, con alma... Vi rostros atezados de marineros, con todo el ceño de la mar en sus ojos, caras de obreros, marcadas con el sello del carbón... vi aldeanos, trajinantes, diversa gente... pero ¡ay! entre tantas caras no vi la que buscaba. ¡Y yo confiada ciegamente en que la Virgen me concedería lo que le pedí!... ya ves... le pedí bien poca cosa... He sido muy desgraciada... he vivido en la aridez de la vida elegante... Le pedía que me concediera volver a ver al único hombre que ha sabido entrar en mi corazón... y quedarse dentro.

RUFINA.— ¡Oh, bien puede concedértelo! Es que te equivocaste de ruta. En vez de ir al prado, debiste bajar hacia el puerto.

ROSARIO.— Si fui, tonta. Bajeme a la ría, y la recorrí desde la machina del mineral hasta la rampa de los pescadores... Vi tres, cuatro, muchas lanchas que llegaban de la otra orilla, los palos engalanados con banderas, follaje y enormes matas de arbustos preciosísimos; venían llenas de peregrinos, todos con ramas de laurel y guirnaldas de flores para ofrecerlas a la Virgen... ¡Tampoco, tampoco allí!... Y aquella gente que desembarcaba gozosa, como si al poner el pie en tierra creyera descubrir un mundo, pasaba junto a mi pena inmensa sin advertirla. ¡Oh, mi pena, qué pequeña, qué diminuta, qué invisible para los demás, para el mundo entero... para mí qué grande!...

RUFINA.— Tranquilízate. De hoy no pasa que sepamos... Por Dios, ten paciencia.

ROSARIO.— Eso es lo que no puedo tener. Recomiéndame todas las virtudes; pero la paciencia no.

RUFINA.— Cuidado... Papá y el abuelito.

Escena III

Dichas; DON CÉSAR, dando el brazo a DON JOSÉ.

DON JOSÉ.— ¡Ah, picaronas! ¿habéis estado en la feria?

ROSARIO.— Sí, señor; y hemos llevado flores a la Virgen.

RUFINA.— Y le hemos pedido que os dé a los dos muchísima salud.

DON CÉSAR.— ¿A mí también? ¿Han rezado por mí?

ROSARIO.— Sí señor... también por usted.

DON CÉSAR.— Gracias. Pero hasta ahora, la Virgen no le ha hecho a usted maldito caso, porque hoy no me siento mejor que ayer.

ROSARIO.— Es que Nuestra Señora del Mar, este año, no está muy benigna que digamos... No concede nada de lo que se le pide.

DON JOSÉ.— ¿Van esta noche al baile del Casino?

ROSARIO.— Yo no.

RUFINA.— Y si quisiéramos ir, ¿nos dejarías, abuelito?

DON JOSÉ.— ¡Ah, hijas mías, ya no soy el que manda aquí! ¿Sabéis la resolución que he tomado?

RUFINA Y ROSARIO.— ¿Qué?

DON JOSÉ.— Pues... considerando que mi querido hijo tiene en poco la autoridad que ejerzo en esta casa desde hace más de medio siglo, considerando que se empeña en ir por caminos que no son de mi gusto. Nos... abdicamos. (Se sienta.)

ROSARIO.— ¿Es de veras?

DON JOSÉ.— (Con seriedad.) Sí. Y algo muy importante que yo debía decirte hoy, él te lo dirá. Allá os entendáis vosotros.

(DON CÉSAR habla aparte con ROSARIO; DON JOSÉ con RUFINA.)

Él quiere perderse, y se perderá.

ROSARIO.— Pero D. César, ¿todavía insiste usted?

DON CÉSAR.— ¿Cómo no? La constancia es mi único mérito. Insisto, sí.

ROSARIO.— ¿A pesar de la reyerta desagradable del otro día?

DON CÉSAR.— A pesar de todas las reyertas pasadas, presentes y futuras.

ROSARIO.— Creí que me guardaría usted rencor.

DON CÉSAR.— ¿Por qué? ¡Ah! por haberme revelado... Al contrario... si debo agradecerlo... Con intención o fines que no comprendo bien, usted me libró de un error afrentoso... Al herirme, me hirió con la verdad; y la verdad, dígase lo que se quiera, siempre se agradece... Ya ve usted que soy claro. Imíteme en la claridad, y dígame...

ROSARIO.— (Disgustada.) Si le parece, dejemos para otra ocasión ese asunto. Tengo que escribir a mi familia... Estoy muy holgazana.

DON CÉSAR.— ¡Ingratuela! Siempre huyendo de mí.

ROSARIO.— Hasta luego. (A RUFINA.) ¿Vienes?

(Vanse por la derecha.)

Escena IV

DON JOSÉ, DON CÉSAR.

DON JOSÉ.— Por lo que veo, sus desdenes no te curan de tu loca inclinación.

DON CÉSAR.— Usted lo ha dicho: inclinación ciega, locura... No puedo remediarlo. Es mi temperamento, es mi carácter que se embravece con los obstáculos, mayormente cuando conoce que son más artificiosos que sinceros. Rabiando, rabiando está ella por amasar su nobleza sin jugo con la vulgaridad substanciosa de la casa de Buendía. Sólo que con habilidad suma regatea su consentimiento para obtener las mayores ventajas.

DON JOSÉ.— (Levantándose airado.) Repito que...

DON CÉSAR.— (Flemático.) Pero, padre, abdica usted, ¿sí o no?

DON JOSÉ.— (Sentándose.) ¡Ah, ya no me acordaba!... Haz lo que quieras... No digo nada. Me he metido en Yuste, y desde mi humilde monasterio, asistiendo a mis propios funerales, veo cómo te las gobiernas solo.

DON CÉSAR.— Me las gobernaré como pueda...

DON JOSÉ.— Ya no intervengo más que para hacer cumplir una de las últimas disposiciones de mi reinado. Di: ¿vendrá pronto el amigo Canseco?

DON CÉSAR.— Le espero de un momento a otro.

DON JOSÉ.— Y nos dirá si ese pobre joven acepta o no...

DON CÉSAR.— ¿Pero usted lo duda?... ¿Qué más puede desear?... Pues no sé... Le damos, por su linda cara, un barco magnífico...

DON JOSÉ.— Sí, con todas las maderas podridas... Está como nosotros. En fin, sepamos si ese diligente notario...

DON CÉSAR.— (Que se acerca al foro como para dar órdenes.) En nombrando al ruin de Roma... Aquí está ya.

Escena V

Dichos; CANSECO.

DON CÉSAR.— ¿Qué hay?

CANSECO.— (Enfáticamente.) Grande, estupenda novedad.

DON CÉSAR.— A ver...

CANSECO.— Entre paréntesis... (Estrechando con efusión la mano de DON CÉSAR.) Sea mil y mil veces enhorabuena, mi queridísimo D. César.

DON CÉSAR.— ¿Por qué?

CANSECO.— Si en el pueblo no se habla de otra cosa... ¡Y cuán dichoso será para todos los habitantes de Ficóbriga el día en que vengamos a felicitar al excelentísimo señor Duque de San Quintín!...

DON CÉSAR.— ¡Oh... no hay nada todavía!... Podría ser... pero... En fin, amigo mío, ¿qué hay de...?

DON JOSÉ.— ¿Le ha visto?

CANSECO.— Sí señor.

DON CÉSAR.— ¿Dónde vive?

CANSECO.— Pásmense ustedes. (Expectación.) ¿Se han pasmado ya?

DON CÉSAR.— Sí; pero sepamos...

DON JOSÉ.— ¿Dónde está?

CANSECO.— En la Virgen del Mar.

DON JOSÉ.— ¿En el santuario?

CANSECO.— En la rectoral, en la casa del cura.

DON CÉSAR.— ¿Don Florencio?

CANSECO.— Sí; ahora resulta que son muy amigos.

RUFINA.— (Asomada a la puerta de la derecha, oye las últimas frases.) ¡Ah!...

(Vuelve a entrar en la habitación de ROSARIO.)

DON JOSÉ.— ¿Habló usted con él?

CANSECO.— Sí señor. Más de media hora.

DON CÉSAR.— Por de contado, admite el socorro, y se embarcará inmediatamente.

CANSECO.— Pues no me ha declarado de un modo explícito su conformidad.

DON CÉSAR.— ¿Que no?

DON JOSÉ.— Pues...

CANSECO.— Vamos por partes. Me contó que, al día siguiente de su salida de esta casa, fue a Socartes, llamado por un ingeniero belga, amigo suyo, y camarada de la escuela de Lieja.

DON CÉSAR.— ¡Ah, sí... Trainard, que es aquí cónsul de Bélgica!

CANSECO.— Acompañado de su amigo y de la señora de su amigo, regresó aquí esta mañana.

DON CÉSAR.— ¿Y qué más?

CANSECO.— Pues nada... Pretende que ustedes le concedan una audiencia, y en su nombre vengo a solicitarla.

DON JOSÉ.— ¡Audiencia, aquí!

DON CÉSAR.— No, no: aquí no tiene que poner los pies. No faltaba más... Dígale usted que no, que no.

CANSECO.— Según me indicó el interfecto, tiene que manifestar a ustedes cosas de la mayor importancia...

DON CÉSAR.— ¡Bah, bah!... Que nos deje en paz.

CANSECO.— Presumo... no es que yo sepa... presumo que será algo referente a la triste revelación hecha por la señora Duquesa... Y, entre paréntesis, ya que hablo de la ilustre dama...

DON CÉSAR.— ¿Qué?

CANSECO.— (Con misterio.) Pues... cuando en el curso de nuestra conversación, salió a relucir el nombre de la señora Duquesa, noté en el rostro del Víctor una turbación, un sobresalto... vamos... al momento comprendí... ¿Para qué quiero yo esta perspicacia que me ha dado Dios?... Claro, como la nobilísima pariente de los señores de Buendía fue quien rectificó aquel gravísimo error de familia, es perfectamente lógico que el interfecto, víctima inocente de la manifestación de la declarante, haya cobrado a esta un odio mortal... Conviene que estén ustedes prevenidos.

DON CÉSAR.— Pero qué... ¿se atrevería...?

DON JOSÉ.— No creo...

CANSECO.— A Segura llevan preso. Adelantémonos con sabia previsión a cualquier trama diabólica que pudiera imaginar el deseo de venganza.

DON CÉSAR.— ¡Oh! es imposible...

CANSECO.— Yo no afirmo... sospecho... Pesimismos de curial que ha visto muchas picardías... Y, entre paréntesis, ¿qué contesto a la petición?

DON JOSÉ.— Eso tú.

DON CÉSAR.— Ya he dicho que no; resueltamente no.

Escena VI

Dichos; ROSARIO, RUFINA por la derecha.

ROSARIO.— (Desde la puerta.) ¿Es secreto lo que se habla?

DON CÉSAR.— No... pasen.

CANSECO.— (Adelantándose a saludarla.) Excelentísima señora... (Con misterio y oficiosamente.) No tenga usted miedo.

ROSARIO.— ¡Miedo!

CANSECO.— Está usted segura... No hay cuidado. Aquí estamos todos para velar por su preciosa existencia... La única precaución que puede usted tomar es no salir de casa hasta que...

DON CÉSAR.— Pero si de una manera o de otra, el interfecto, como usted dice, ha de salir pronto de Ficóbriga... ¡Pues no faltaba más!...

ROSARIO.— ¡Ah!... ya sé de quién hablan.

DON CÉSAR.— Y ahora sale con la ridícula pretensión de que le concedamos una entrevista.

CANSECO.— Una audiencia... aquí.

DON JOSÉ.— Pretenderá un auxilio más positivo.

RUFINA.— Concédeselo, abuelito.

DON JOSÉ.— Yo no mando... Ese dispondrá...

DON CÉSAR.— ¡Recibirle aquí! ¡En mi casa!

RUFINA.— Papá... recíbele... ¿Qué te importa?... (A CANSECO.) ¿Dónde está?

CANSECO.— Bien cerca de aquí. Vino conmigo hasta la puerta, y en los pórticos de la plaza está aguardando la resolución de los señores.

ROSARIO.— (Aparte a RUFINA.) (Corre, llámale).

(Vase RUFINA por el fondo.)

Por deber de conciencia, Sr. D. César, y recordando la parte principal que tuvo en un suceso... lamentable, estoy obligada a interceder por el desgraciado interfecto... Los señores de Buendía, tan hidalgos y generosos, deben... por lo menos oírle y enterarse de lo que pretende.

DON CÉSAR.— (Excusándose.) Rosario, yo siento mucho...

RUFINA.— (Presurosa por el fondo.) Ya está aquí.

ROSARIO.— Que pase...

DON CÉSAR.— ¿Usted lo manda?

ROSARIO.— Y usted lo aprueba.

DON CÉSAR.— Sea.

Escena VII

DON JOSÉ, DON CÉSAR, ROSARIO, RUFINA, CANSECO, VÍCTOR. Siéntanse todos, DON JOSÉ a la derecha, teniendo a su derecha a RUFINA, a su izquierda a ROSARIO; enfrente DON CÉSAR, y CANSECO a su lado. Queda despejado el centro de la escena. Aparece VÍCTOR en la puerta del foro, vestido de caballero, decentemente sin afectación ninguna. Permanece un instante en la puerta, esperando que le manden pasar.

DON JOSÉ.— Pasa.

(VÍCTOR no se mueve.)

RUFINA.— Dice el abuelito que pases.

(Adelántase VÍCTOR, y saluda a los dos grupos con grave reverencia.)

ROSARIO.— (¡Dios mío, qué emoción! No sé cómo componer mi rostro).

CANSECO.— Ya ve usted. Los señores de Buendía, accediendo a mis instancias, han tenido la bondad de recibir a usted en esta casa.

VÍCTOR.— Bondad que agradezco infinito. Corresponderé a ella abreviando esta visita todo lo posible, porque mi presencia, lo reconozco, no puede ser agradable a todos los individuos de esta digna familia.

RUFINA.— (A VÍCTOR en voz baja.) Siéntate...

VÍCTOR.— No... gracias.

DON CÉSAR.— (Alarmado.) ¿Qué ha dicho?

VÍCTOR.— Su hija de usted me invitaba a sentarme, y he respondido que no me canso de estar en pie.

DON CÉSAR.— Bien. Pues si tú deseas la brevedad, más la deseo yo. Me adelanto a tus manifestaciones diciéndote que si el socorro que pretendes, además del barco, es razonable...

VÍCTOR.— ¡Oh! no pretendo socorro, no. Ni lo necesito. Solo en el mundo, pobre, sin nombre, sabré encontrar un manantial de vida en medio del páramo que me rodea. Señores de Buendía, ni ustedes pueden darme auxilio, ni yo puedo aceptarlo. Un error nos unió. La verdad, o una apariencia de verdad, nos ha separado para siempre, D. César, corto con usted toda clase de relaciones, dejando sólo la gratitud, pues a usted debo mi educación, lo poco que sé, lo poco que valgo.

DON JOSÉ.— (A ROSARIO.) No está mal.

ROSARIO.— Ya lo creo.

DON CÉSAR.— Entonces...

CANSECO.— (Aparte a DON CÉSAR.) (No quiere auxilio. ¿Le digo que se siente?).

DON CÉSAR.— (No...). ¿Pues qué quieres? No entiendo. Acaba, que tu presencia es tormento indecible para mí. Tienes el triste privilegio de sumergir mi alma en un estupor insano. Eres inocente del mal que me has hecho, y no puedo amarte; eres mi desilusión, y no puedo aborrecerte. Para curarme de este malestar horrible, es preciso que huyas de mí... (Levántase.) pero lejos, lejos, al último confín del mundo.

CANSECO.— (Obligándole a sentarse.) (Calma, amigo mío... No excitarse sin motivo... Yo seguiré por usted). (A VÍCTOR.) Lo que importa, caballerito, es que usted se ausente de Ficóbriga, y de España... y de Europa. Para eso, los generosos señores en cuyo nombre hablo, le regalan a usted un barco magnífico.

DON JOSÉ.— Eh... ahora entro yo. Eso es de mi reinado. Víctor, di pronto si estás dispuesto a embarcarte para los Estados Unidos en la nave que te doy.

CANSECO.— Eso.

VÍCTOR.— Agradezco con toda el alma la donación del venerable patriarca, y el interés que se toma por mí. Pero no acepto, no puedo aceptar.

(Estupor en todos.)

ROSARIO.— (Aparte, con entusiasmo.) (¡Oh, qué noble orgullo! Así te quiero).

DON JOSÉ.— ¿Pero de veras...? ¿Qué razones...?

RUFINA.— (Mejor. Que se quede).

ROSARIO.— Es natural. Víctor no quiere privar al comercio de una embarcación tan hermosa, tan gallarda y tan segura.

VÍCTOR.— La principal razón es que antes moriré que recibir de esta familia, que respeto, ni el valor de un alfiler.

CANSECO.— Hola, hola...

DON CÉSAR.— (¿Qué es esto?).

DON JOSÉ.— Entonces... ¿qué quieres de nosotros? ¿A qué has venido?

VÍCTOR.— A dirigir una pregunta a D. César.

DON CÉSAR.— ¡A mí!

ROSARIO.— (¡Ahora es ella!).

VÍCTOR.— Desde que el Sr. D. César desmienta o confirme... lo que me ha dicho el señor notario aquí presente... noticia, además, que corre de boca en boca por todo el pueblo.

CANSECO.— (Ya sé...).

DON CÉSAR.— ¿Qué?

DON JOSÉ.— ¿Qué?

VÍCTOR.— (A DON CÉSAR.) Deseo saber si es cierto que usted ha hecho proposiciones de casamiento a la señora Duquesa de San Quintín.

DON JOSÉ.— ¡Atrevimiento igual!

DON CÉSAR.— ¡Pero tú...!

VÍCTOR.— Yo, yo. Pregunto a usted si son ciertas sus pretensiones, por que, sépanlo todos, ¡me opongo a ellas!

DON CÉSAR Y DON JOSÉ.— ¡Tú!

VÍCTOR.— Yo, con toda la energía de mi voluntad, tan soberana como otra cualquiera, me opongo. La razón es bien clara. Amo a Rosario. (Estupor y sobresalto. DON JOSÉ y DON CÉSAR se levantan bruscamente.)

DON JOSÉ.— ¡Jesús!

RUFINA.— (¡Ay, Dios mío!).

DON CÉSAR.— ¡Oh, qué ignominia! Calla, miserable. (Mirando a ROSARIO y a VÍCTOR con desvarío.) ¡Rosario, Víctor!... ¡Horrible, horrible! ¡Y usted calla, usted no protesta...!

DON JOSÉ.— (A ROSARIO, volviendo a sentarse.) Pero tú...

DON CÉSAR.— Fuera de aquí. Rosario, confúndale usted con su desprecio.

DON JOSÉ.— Pero habla, hija.

RUFINA.— (Pasando al lado de ROSARIO.) Contesta, mujer.

(ROSARIO continúa sentada, inmóvil y silenciosa.)

DON CÉSAR.— Pero usted... al menos... ¿no se indigna de que ese desdichado...? (Asaltado de una horrible sospecha.) ¡Acaso...! ¡Dios, lo que pienso! (Aterrado de su idea.) Díganos usted que esta idea que ha fulminado aquí (En la mente.) es absurda... díganoslo pronto, pronto.

RUFINA.— Habla.

VÍCTOR.— (Suplicante.) Hable usted, por Cristo...

DON JOSÉ.— A ver... di...

ROSARIO.— (Se levanta. Expectación en todos. Pausa. Con solemne acento pronuncia las palabras que siguen.) Soy noble, nací en la más alta esfera social. De niña, enseñáronme a pronunciar nombres de magnates, de príncipes, de reyes, que ilustraron con virtudes heroicas la historia de mi raza... Pues bien, mi nobleza, la nobleza heredada, ese lazo espiritual que une mi humildad presente con las grandezas de mis antepasados, me obliga a proceder en todas las ocasiones de la vida conforme a la ley eterna del honor, de la justicia, de la conciencia. Yo privé a este hombre de todos los bienes de la tierra. Él cree que mi mano es la única compensación de su infortunio, y oy se la doy, y con ella el alma y la vida. (Pasa al lado de VÍCTOR.)

DON CÉSAR.— (Transtornado.) ¡A él! ¡Amarle a él...! ¡Mentira!

VÍCTOR.— (Con entusiasmo.) A mí, a mí solo.

DON JOSÉ.— (Rezando.) En el nombre del Padre...

DON CÉSAR.— (Abrumado, cae en el sillón.) Yo estoy loco. El mundo se desquicia, el universo se rompe en pedazos mil... ¡Oh, oh! ¡La descendiente de reyes... el hijo anónimo de Sarah!... ¡Inaudita fusión, amasijo repugnante en que veo la mano de Lucifer!... ¡Oh, no...! ¡Díganme que es sueño, mentira...!

CANSECO.— Calma, serenidad, mi querido D. César.

VÍCTOR.— Perdóneme usted... No es culpa mía...

DON CÉSAR.— Déjame. Has invadido mi casa, has entrado a saquearme, a llevarte mi dicha, mi esperanza. ¡Qué bien ha hecho Dios en demostrarme que no eres mi hijo!

(CANSECO trata de calmar a DON CÉSAR.)

DON JOSÉ.— (Severamente, cogiendo a ROSARIO por una mano.) Perturbadora de mi casa, si la demencia de mi hijo merece este desengaño, la tuya merece un manicomio.

ROSARIO.— Sí; mi señor patriarca. Víctor y yo somos dos locos que nos lanzamos a la increíble aventura de buscar la vida y la felicidad en nosotros mismos.

DON CÉSAR.— (A CANSECO, con ansiedad.) (¿Qué dicen, qué hablan?).

CANSECO.— (Ella misma reconoce que está loca perdida).

DON CÉSAR.— (Alto.) ¡Y arroja al lodo su ducal corona!

ROSARIO.— ¡Mi ducal corona! El oro de que estaba forjada se me convirtió en harina sutil, casi impalpable. La amasé con el jugo de la verdad, y de aquella masa delicada y sabrosa he hecho el pan de mi vida.

DON JOSÉ.— Y ahora, Víctor... puesto que no vas a América...

VÍCTOR.— Sí que voy.

DON JOSÉ Y RUFINA.— ¿Y tú?

ROSARIO.— Yo también. Para completar su existencia, le falta una familia, un hogar ordenado y tranquilo, el cariño y la compañía de una mujer... y esa mujer seré yo, aquí, o en el último rincón del mundo.

VÍCTOR.— (Abrazándola.) Que será un Cielo para mí.

DON JOSÉ.— ¡Alabada sea la infinita misericordia...!

VÍCTOR.— Sí; pida usted el favor del Cielo para estos pobres emigrantes.

DON CÉSAR.— (A CANSECO.) ¿De qué tratan?

CANSECO.— Nada... que, según parece, se van juntos al otro mundo.

(DON CÉSAR presta atención a lo que sigue.)

VÍCTOR.— Por mediación de un ingeniero belga, amigo mío, voy a una comarca industrial del estado de Pensilvania, en calidad de emigrante. Exígenme que lleve una familia, y ya la tengo. Nos embarcamos en el vapor de la Mala Real, que hace escala en este puerto.

RUFINA.— Llega esta noche.

VÍCTOR.— Y parte mañana.

DON CÉSAR.— (Con desvarío.) ¡Huye con él... le ama!... el Infierno arriba, en el zenit; el Cielo abajo, en los profundos abismos.

DON JOSÉ.— No podéis partir así.

RUFINA.— No tenéis tiempo de casaros.

DON JOSÉ.— Espérate, y...

ROSARIO.— Después de lo ocurrido, no puedo permanecer aquí ni un momento.

RUFINA.— ¿Y a dónde vas?

VÍCTOR.— El cónsul de Bélgica y su digna esposa nos albergan, y apadrinarán nuestra boda.

ROSARIO.— ¡Oh, sí!

VÍCTOR.— (Con entusiasmo, llevándose a ROSARIO.) Ven, mi vida, mi ilusión, mi idea.

CANSECO.— (Pasando al grupo del centro.) Urge que se retiren...

ROSARIO.— (Despidiéndose de DON JOSÉ.) Adiós.

DON JOSÉ.— (Abatido.) Adiós, hija mía.

(ROSARIO y RUFINA, en el centro de la escena, se besan cariñosamente, permaneciendo un rato abrazadas. Después RUFINA se despide de VÍCTOR, el cual la abraza. En el transcurso de esta escena muda, DON JOSÉ, tomando la mano a CANSECO le dice.)

¡Ay, qué desolación en mi familia! Mi hijo medio loco; mi nieta será monja cuando yo falte... Así concluye esta poderosa casa.

CANSECO.— De poco le ha valido a usted tanta administración.

DON JOSÉ.— (A RUFINA, que, después de la despedida, vuelve a su lado llorando.) ¿Lloras?

RUFINA.— Sí... les quiero a los dos.

DON JOSÉ.— ¡Mi hijo... César...!

DON CÉSAR.— (Levántase airado.) Acábese esta pesadilla horrible... (A ROSARIO y VÍCTOR.) Marchaos de aquí... (Como buscando consuelo al lado de su padre.) Padre, soy hombre concluido, sin ninguna ilusión, sin más esperanza que la muerte.

DON JOSÉ.— Ven acá. (Echa un brazo a RUFINA y otro a DON CÉSAR, formando estrecho grupo.) Agrupémonos, para que nuestra soledad sea menos triste.

RUFINA.— ¡Se van para siempre!

VÍCTOR.— ¡A la mar, a un mundo nuevo!

ROSARIO.— Volvamos la espalda a las ruinas de este.

(Dirígense a la puerta del foro; se vuelven, abrazados, hacia la escena, y extendiendo el brazo que les queda libre saludan con entusiasmo y alegría.)

ROSARIO Y VÍCTOR.— (Al unísono, con voz clara y vigorosa.) ¡¡Adiós!!

DON CÉSAR.— Se van... Es un mundo que muere.

DON JOSÉ.— No, hijos míos; es un mundo que nace.

(Telón.)

FIN DE LA COMEDIA

Publicado el 22 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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