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«Ya voy, ya voy... —exclamé apoyando mi cabeza en una piedra a punto que la interposición de un cuerpo opaco entre la luz y mis ojos, hízome conocer la presencia de un... ¿Era un hombre?
Sí; no podía dudar que era un hombre lo que vi delante de mí, aunque su redondez ventruda tenía algo de la vanidad del tonel, lleno de licor generoso. Vi una pipa de fumar que aparecía entre enmarañada selva de bigotes amarillentos. Cuando se disipaban las espesas nubes de humo que de la tal pipa salían, presentábanseme dos carrillos redondos, teñidos de un rosicler que envidiaría cualquier doncella, los cuales colindaban con unos ojuelos movedizos y extraordinariamente vivaces, fijos en mí, y que me examinaban con presteza desde la cara a los pies, y desde el capisayo raído a las manos trémulas. La descubierta cabeza de mi observador era redonda, con pelo tieso y duro, ligeramente salpicado de canas.
Llevaba esa magnífica toga pretexta del trabajo, a quien llamamos delantal, y por debajo de la curva que formaba éste sobre el vientre, salían dos patas poderosas, digno cimiento de tan admirable arquitectura, y más arriba, junto a los tirantes, dos brazos enfundados en mangas de camisa, los cuales se abrieron en cruz, acompañando con un gesto de asombro y cordialidad estas palabras:
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Publicado el 22 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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