Tropiquillos

Benito Pérez Galdós


Cuento



I

Finalizaba Octubre. Agobiado por la doble pesadumbre del dolor moral y de la cruel dolencia que me aquejaba, arrastreme lejos de la ciudad ardiente, buscando un lugar escondido donde arrojarme como ser inútil, indigno de la vida, para que nadie me interrumpiese en mi única ocupación posible, la cual era contemplar mi propia decadencia y verme resbalar lento, mas sin tregua ni esperanza, hacia la muerte.

Los campos eran para mí más tristes que el cementerio. Habíanme dicho los médicos: «Te morirás cuando caigan las hojas» y yo las veía palidecer y temblar en las ramas cual contagiadas de mi fiebre y de mi temor.

El sereno cielo irradiaba demasiada luz para mis ojos, y cuando, tras el ardor húmedo del día, venían de las montañas, embozados en sombras y con la espada desnuda, los traidores vientecillos septentrionales, yo me arrebozaba también en mi pobre capa, y escondía la cabeza para que no me tocasen y pasaran de largo. El campo de mis padres y la humilde casa en que nací eran lastimoso cuadro de abandono, soledad, ruinas. Hierbas vivaces y plantas silvestres erizadas de púas cubrían el suelo sin señal ni rastro alguno de la acción del arado. Las cepas sin cultivo, o habían muerto, o envejecidas y cancerosas echaban algún sarmiento miserable, que, para sostenerse, se agarraba a los cercanos espinos. Árboles que antes protegían el suelo con apacible sombra, a cuyo amparo se reunía la familia, habíanse quedado en los puros leños, y secos, desnudos, abrasados de calor o ateridos de frío según el tiempo, esperaban el hacha y la paz de la leñera como espera el cadáver la paz del hoyo. Algunos, conservando un resto de savia escrofulosa en sus venas enfermas, se adornaban irrisoriamente el tronco con pobres hojuelas, semejantes a condecoraciones puestas sobre el pecho del vanidoso amortajado. Las cercas de piedra no resistían ya ni el paso resbaladizo de los lagartos, y se caían, aplastando a veces a sus habitantes.

Por todas partes, veíase el rastro baboso de los caracoles, plantas mordidas por los insectos, enormes cortinajes de tela de araña, y nubes de seres microscópicos, ávidos de poseer tanta desolación.

II

Dominaba estas tristes cosas el esqueleto de la casa derrumbada, hendida por el rayo como por un lanzazo, renegrida por el incendio, con el techo en los cimientos, los cimientos hechos lodo por la humedad, las paredes trocándose lentamente en polvo.

Al ver tanta cosa muerta, me pregunté si no estaría yo también desbaratado y descompuesto como las ruinas de aquellos objetos queridos, hallándome en tal sitio al modo de espectro, que a visitar venía la escena de los días reales y de la existencia extinguida. Esta consideración evocó mil recuerdos; representome el semblante de todos los de casa, mis juegos infantiles en aquel mismo sitio, luego mi temprana ausencia de la casa paterna para correr en busca de locas aventuras, enardecido por la fiebre del lucro. Vi mis primeros pasos en el lejano continente donde el sol irrita el cerebro y envenena la sangre, mis luchas gigantescas, mis caídas y mis victorias, mi sed insaciable de dinero; sentí renovada la quemadura interna de las pasiones que habían consumido mi salud; me vi persiguiendo la fortuna y atrapandola casi siempre; recordé la ceguera a que me llevó mi vanidad y el valor que di a mis fabulosas riquezas, allegadas en los bosques de pimienta y canela, o bien sacadas del mar y de los ríos, así como de las quijadas de los paquidermos muertos; extraídas también del zumo que adormece a los orientales y de la hierba verdinegra que aguza el ingenio de los ingleses.

Después de verme enaltecido por el respeto y la envidia, amado por quien yo amaba, rico, poderoso, vime herido súbitamente por la desgracia. Mi decadencia brusca pasó ante mis ojos envuelta en humo de incendios, en olas de naufragios, en aliento de traidores, en miradas esquivas de mujer culpable, en alaridos de salvajes sediciosos, en estruendo de calderas de vapor que estallaban, en fragancia mortífera de flores tropicales, en atmósfera espesa de epidemias asiáticas, en horribles garabatos de escritura chinesca, en una confusión espantosa de injurias dichas en inglés, en portugués, en español, en tagalo, en cipayo, en japonés, por bocas blancas, negras, rojas, amarillas, cobrizas y bozales.

Ya no quedaba en mí sino el dejo nauseabundo de una navegación lenta y triste en buque de vapor cuya hélice había golpeado mi cerebro sin cesar día tras día; solo quedaban en mí la conciencia de mi ignominia y los dolores físicos precursores de un fin desgraciado. Enfermo, consumido, ya no era más que un pábilo sediento, a cuyo tizón negro se agarraba una llama vacilante, que se extinguiría al primer soplo de las auras de Otoño. Y me encontraba en lo que fue principio del camino de mi vida, en mi casa natal, montón de ruinas, habitadas sólo por el alma ideal de los recuerdos. Mis padres habían muerto; mis hermanos también; apenas quedaba memoria de aquella honrada familia. Todo era polvo esparcido, lo mismo que el de la casa. Y yo, que existía aún como una estela ya distante que a cada minuto se borra más, perecía también de tristeza y de tisis, las dos formas características del acabamiento humano. El polvo, los lagartos, las arañas, la humedad, las alimañas diminutas que alimentaban su vida de un día con los despojos de la vida grande, me cercaban aguardándome famélica.

«Ya voy, ya voy... —exclamé apoyando mi cabeza en una piedra a punto que la interposición de un cuerpo opaco entre la luz y mis ojos, hízome conocer la presencia de un... ¿Era un hombre?

III

Sí; no podía dudar que era un hombre lo que vi delante de mí, aunque su redondez ventruda tenía algo de la vanidad del tonel, lleno de licor generoso. Vi una pipa de fumar que aparecía entre enmarañada selva de bigotes amarillentos. Cuando se disipaban las espesas nubes de humo que de la tal pipa salían, presentábanseme dos carrillos redondos, teñidos de un rosicler que envidiaría cualquier doncella, los cuales colindaban con unos ojuelos movedizos y extraordinariamente vivaces, fijos en mí, y que me examinaban con presteza desde la cara a los pies, y desde el capisayo raído a las manos trémulas. La descubierta cabeza de mi observador era redonda, con pelo tieso y duro, ligeramente salpicado de canas.

Llevaba esa magnífica toga pretexta del trabajo, a quien llamamos delantal, y por debajo de la curva que formaba éste sobre el vientre, salían dos patas poderosas, digno cimiento de tan admirable arquitectura, y más arriba, junto a los tirantes, dos brazos enfundados en mangas de camisa, los cuales se abrieron en cruz, acompañando con un gesto de asombro y cordialidad estas palabras:

«No, no me engaño; es Tropiquillos... Tropiquillos, ¿no es verdad que eres tú?... sí, el hijo mayor del señor Lázaro Tropiquillos que pasó a mejor vida en esta misma casa la víspera del incendio y antevíspera de la inundación, o lo que es lo mismo, el día después de la batalla de Zarapicos, en que perecieron sus hijos y sus hermanos, Baltasar y Cosme Tropiquillos.

Es pasmoso cómo la desgracia refresca memorias de la niñez, y cómo reconocemos, en horas de angustias, cosas y fisonomías que parecían borradas para siempre de nuestra mente. Aquel era el maestro Cubas, tonelero, amigo y protegido de mi padre en días mejores, hombre excelente, trabajador, cariñosísimo, a quien en el pueblo llamábamos mestre Cubas.

«Yo soy el que usted supone —dije—, y usted es mestre Cubas a cuyo taller iba yo a jugar. ¿Viven Ramoncilla y Belisarión? ¡Oh, mestre Cubas, cuántos recuerdos vienen a mi memoria! Todo perdido, todo en ruinas, todo acabado! Yo que parezco vivo no soy más que un cadáver que se mueve y habla todavía.

—Todo sea por Dios —exclamó el bonachón mestre Cubas, que usaba esta frase como estribillo—. Yo creí que no quedaba ya ningún Tropiquillos. Cuando estaba ya para cerrar el ojo el señor Lázaro, me dijo: «Yo soy el último, querido Cubillas, porque mi hijo Zacarías debe de estar allá en lo hondo, con todo el mar por losa.

—No —repliqué sintiendo que mis ojos se llenaban de lágrimas—, aquí está enfermo el que ha sido sano y robusto, miserable el que ha sido rico. Yo, que he mirado los colmillos del elefante como podrías tú mirar las piedras de la cerca, he venido a Europa de limosna.

—Todo sea por Dios... ¡Cómo cambian las cosas! Pues yo que era pobre, soy rico. Lo debo a mi trabajo, a la ayuda de Dios y a tu padre que me protegió grandemente. ¿Ves eso?

Señaló con su mano atlética las lomas cercanas, llenas de viñas, cuyos pámpanos, dorados ya, dejaban ver el fruto negro.

«Pues todo eso es mío».

—¿Ve usted eso? —le respondí con amargura señalando mi capisayo—, pues ni siquiera esto es mío. Me lo prestaron al desembarcar para que no me muriera de frío. Tengo el fuego del trópico en mis entrañas, el tifón en mi cerebro, y mi piel se hiela y se abrasa alternativamente en el temple benigno de la madre Europa...

IV

«Gracias, mil gracias, un millón de gracias, mestre Cubas —dije aceptando los obsequios que en la mesa me hacía aquella honrada familia, pues el buen tonelero me obligó a aceptar en hospitalidad rumbosa.

Me había dicho: «el hijo del señor Lázaro es mi hijo. Si el pródigo no pudo llegar a la casa del padre, llega a la del amigo, y es lo mismo. Yo te acojo, Tropiquillos, y haz cuenta que estás en tu casa.

Mi alma se inundaba de una paz celestial, fruto de la gratitud, y no sabía cómo corresponder a tanta generosidad. No hallando mi emoción palabras a su gusto, no decía nada.

Mestra Cubas era una hermosa campesina, alta de pechos y ademán brioso, como Dulcinea.

Su esposo tenía cincuenta años, ella cuarenta, y conservaba su belleza y frescura. Eran de admirar sus blanquísimos dientes y su porte sereno que parecía el lecho nupcial de los buenos pensamientos casados con las buenas acciones.

Su hijo Belisarión estudiaba para Cura. Sus dos hijas Ramona y Paulina eran dos señoritas de pueblo muy bien educadas, muy discretas, muy guapas. Estaban suscritas a un periódico de modas, leían también obras serias y se vestían al uso de capital de provincia, mas con sencillez tan encantadora y tan libres de afectación, que, en ellas, por primera vez quizás, perdonó la tiesura urbana al donaire campesino. Hablaban recatadamente y no sin agudeza: tenían su habitación sobre la huerta, llena de fragancias de frutas diversas, de flores y de placentero murmullo de pájaros, y se sentaban a coser en el balcón protegido del sol por ancha cortina. Desde abajo, mientras Cubas me enseñaba sus frutales, las sentía riendo benévolamente de mi extraña facha, y cuando miraba hacia ellas para pedirles cuentas de sus burlas, decíanme:

«No, Tropiquillos; no es por usted... no es por usted.

Mi corazón palpitaba de gozo ante las atenciones de aquella honrada familia. Yo sentía mi pobre ser caduco y enfermo resurgir y como desentumecerse por la acción de manos blandas y finas empapadas en bálsamo consolador.

Mestre Cubas comía como un lobo y quería que yo lo imitase, cosa difícil, a pesar del renacimiento gradual de mi apetito.

«Mira, Tropiquillos —me decía—, es preciso que te convenzas de que no debe uno morirse. En este mundo, hijo, hay que hacer lo siguiente: El pensamiento en Dios, la tajada en la boca, y tirar todo lo que se pueda. Dejémonos de tristezas y de aprensiones. Tan tísico están tú como ese moral que nos sombrea y nos abanica con sus ramas. En ocho días has cambiado de color, has echado carnes, se te ha quitado aquel mirar siniestro ¿no es verdad, muchachas? Todavía hemos de hacer de ti un guapo mozo, y hemos de verte arrastrando una barriga como esta mía... Come más de este sabroso carnero. ¿Quieres que te eche un latín? Yo también sé mis latines. Oye este: Omnis saturatio bona; pecoris autem optima. ¿Qué te parece, amigo Tropiquillos? Echa un buen trago de este divino clarete, plantado, cogido, prensado, fermentado, envasado, clarificado y embotellado por mí, en este propio sitio, sí señor, en estas tierras de Miraculosis, que son lo mejorcito del mundo.

Yo dije que en efecto me sentía con más bríos, como si entrara progresivamente sangre nueva en mis venas; pero que no por eso dudaba de la gravedad de mi mal, y que tenía por segura mi muerte al caer de las hojas. Lo que, oído por mestre Cubas, fue como si quitaran la espita a un tonel dejando escapar a borbotones el vino: del mismo modo salía del cuerpo su reír franco, primero en carcajada ruidosa, después mezclado con alegres palabras en apacible chorro que salpicaba un poco a los circunstantes.

«¡El caer de las hojas!... ¡vaya una simpleza! Todo sea por Dios... Entramos ahora en la época mejor del año, en la más sana, en la más alegre, en la más útil, en la más santa. De mí sé decir que vivo aburridísimo en las otras tres estaciones. Poco que hacer, el taller casi parado... compostura, echar alguna duela, aflojar y apretar los aros... Pero se acerca el otoño, se ve que la cosecha es buena y... «Mestre Cubas, que me haga usted veinte pipas...» «y a mí doce». «Mestre Cubas, que no me olvide. Pienso envasar ochocientas arrobas...». Luego, no necesito desatender lo mío. Cien Cubas, doscientas, nada me basta, porque Octubre llueve vino... cada año más. Desde que empieza Setiembre, mi taller es la gloria, y el martillo, golpeando sobre las barrigas de roble, hace la música más alegre que se puede imaginar. Pam, pum, pim... dime tú si has oído jerigonza de violines y flautas que a esto se iguale... Pues yo te pregunto si conoces nada tan grato como estar en el taller dando zambombazos, deseando acabar para ir a ver las uvas, si cuajan bien, si pintan o no, si las ha engordado la lluvia, si las ha rechupado el sol, y atender al sarmiento que se cae por el suelo y al que está muy cargado de hoja... Y luego viene el gran día, el... el Corpus Christi del campo, la vendimia, Tropiquillos, que es la faena para la cual hizo Dios el mundo. Como la has de ver, nada más te digo. Para mí la vida toda está en esta deliciosa madurez del año, en esta tarde placentera que al darnos el fruto de los trabajos de la mañana nos anuncia una noche tranquila, límite de la vida mortal y principio de la eterna y gloriosa.

V

Con estas y otras pláticas amenizaba la comida, mostrando en todo su natural honrado y su amor al trabajo, a cuyas virtudes debía su bienestar y la paz de su casa. En las tibias y hermosas tardes, más cortas cada día, mientras el gran Cubas se afanaba en su taller, y la mestra dirigía con infatigable diligencia los preparativos de la próxima vendimia, las niñas y yo recorríamos toda la hacienda para coger la fruta madura. Era de ver cómo hacíamos pilas de melocotones, cómo hacinábamos peras y sandías, apartándolas y clasificándolas para entregarlas a los vendedores de la ciudad, después de guardar lo mejor para la casa. Aquellas niñas tan simpáticas que en la soledad y desamparo intelectual del campo habían sabido darse un barniz de cultura, aprendiendo lo más elemental de las letras sociales, sabían también cómo se aporcan las hortalizas, cómo se conservan las frutas para el invierno, cómo se benefician las esparragueras, en qué punto y sazón se deben regar los pimientos, cuáles uvas dan mejor mosto, qué viento es el más propio para que cuajen las almendras, qué orientación debe tener un nidal de gallinas, y cual es el modo clásico, magistral, infalible de disponer una echadura de aves. Yo las acompañaba, por aprender algo de la incomparable doctrina del campo, que excede en belleza y bondad a todas las demás sabidurías humanas.

Ramoncita se esforzaba en darme lecciones, y cuando íbamos a echar de comer a las gallinas, me decía: —«Es preciso no darles poco ni demasiado; y en caso de no poder medir bien, atiéndase más a la sobriedad que al exceso. La sabiduría consiste en dar a la vida, ya sea moral, ya física, un poquitito menos de lo necesario».

Esta rara sentencia me probaba lo que ya sabía yo, y era que Ramoncita tenía un despejo sin igual, intuición de primer orden, perspicacia grandísima. De tales prendas resultaría, teniendo en cuenta las compensaciones de la Naturaleza, que no debía de ser bonita. Y sin embargo lo era. Ella y su hermana pedíanme que les contara mis aventuras. Yo hablaba, hablaba: referíales maravillas y sorpresas, describiendo países, pintando pueblos, ponderando riquezas que parecían fábulas; y después de tanto charlar, me recogía en mí mismo, creyendo no haber dicho nada. Un millón de palabras había salido de mi boca, y no obstante, mi corazón permanecía lleno y pletórico lo mismo que un tonel en cuya concavidad fermenta el mosto recién sacado de las uvas.

VI

¡La vendimia! Mestre Cubas se movía como un epiléptico y gritaba como un loco, mientras la señora daba pausadamente y sin atropellarse sus órdenes. Las cestas llenas de uvas no cabían en el patio del lagar. No lejos de allí, oíase un gargoteo hueco y profundo, cual enjuagadero de bocas de gigantes, que soltaban buches y revolvían entre el paladar y la lengua pequeñas olas. Era que estaban llenando las pipas.

Por otro lado, Ramoncita y su hermana vigilaban la separación de las uvas, agrupándolas según su clase y su madurez, porque no se saca buen vino prensando a granel todo lo que se arranca de las parras. Pronto se vio que las prensas funcionaban, y un chorro obscuro, espumante, opaco recorría la canal para entrar en el estanquillo. Aquí, un hombre metido en mosto hasta las rodillas, lo sacaba en una gran cubeta, midiendo y contando a la vista del amo. Los mozos que hacían el trabajo de prensas, el medidor y los que transportaban el líquido a la bodega aparecían teñidos de un carmín virulento, como si sudaran pintura. Los chicos, soliviantados por febril alegría, cogían puñados de uvas ya estrujadas, y se frotaban la cara, y se pintaban rayas en ellas como los salvajes. Yo apuntaba las cántaras de mosto que entraban en la bodega, y sentía comunicarse a mi alma el gozo inquieto de mestre Cubas y la satisfacción prudente y circunspecta de su arrogante esposa. Las chicas, retirándose a la casa, cuidaban de que no faltase nada en la próxima comida que se había de dar a tanta gente.

Y en tanto la bodega se llenaba. Las cubas decían con espumarajos de ira que ya no podían tragar más. Pero había toneles en abundancia, y además vasijas, tinajas, cántaros. Allí estaba recién nacido y ya bullicioso, turbulento, anunciando travesuras mil, el néctar de los dioses, el amigo de los reyes y de los pueblos, el gran demócrata, el gran nivelador, el que a un tiempo es retrógrado y revolucionario, sin dejar nunca de ser consecuente con sus altos principios salutíferos y embriagadores; el que no conoce la esquivez humana, porque le miran con ojos chispeantes el sano y el enfermo; el que preside los festines de la amistad y de la reconciliación, y disparando balas de corcho se presenta en los momentos del mayor regocijo, desbordándose en elocuencia, en cariño, en entusiasmo, en exaltada fe y esperanzas; el que en los altares es la sangre del cordero inmolado, y después de figurar junto al pan en la mesa divina, puede gloriarse de haber tenido por amigos a los más grandes hombres, Noe, Anacreonte, Horacio, Shakespeare y otros; el que ha sido adorado como Dios en Grecia, coronado de flores en Roma, cantado en Alemania, ensalzado por los bárbaros y llevado a las más remotas tierras por los conquistadores; el que se adapta con maravillosa flexibilidad al genio de cada país, siendo agrio y fino en Francia, dulce en Italia, grave en Hungría, seco y fogoso en España, delicado y pensativo en Alemania, popular en Inglaterra. Él ha encendido crueles guerras entre el Norte que lo desea y el Mediodía que lo produce; tiene parte en la melancolía del Oriente bíblico, en el estro armonioso de los helenos, en la ruda exaltación goda, en la valentía torca del Romancero, que viene a ser la épica contienda de dos razas que se disputan durante siglos unas cuantas llanadas de cepas. Tiene parte también en la donosa borrachera de la poesía del Rhin, y en las epopeyas colosales de los portugueses, buscadores de mundos, para acercar la copa divina a los labios amarillos del hijo de Confucio, y despertar de a su nirvana al bramín que tiene el mal gusto de emborracharse con agua y meditaciones.

Suyo es el picor de las conversaciones francesas, impregnadas de travesuras; suya la fantasía de los artistas flamencos, el humorismo de Teniers, la gala de Rubens; suya es también esa seriedad cómica del inglés, esa fiebre de trabajo, esa excitabilidad discreta que a tantos y tan grandes éxitos conduce. En el Olimpo antiguo y el moderno, en la literatura y en la religión, en las costumbres y en las artes, en la vida toda, en fin, hallaréis la influencia poderosa de este inmenso colaborador del trabajo humano.

VII

Vinieron días húmedos, y una lluvia fría y persistente azotaba los árboles, cuyas ramas se desnudaban a impulsos del viento. A pesar de esto, yo me sentía más fuerte, desaparecieron mis temores de una muerte próxima, y dejaba de inspirarme horror la estación otoñal.

—Ya ves cómo no pasa nada —decíame en la mesa mi amigo, después de celebrar mi buen apetito con actos que al mismo tiempo daban testimonio del suyo—. Dos meses de campo y de tranquilidad laboriosa han disipado tus necias aprensiones, dándote salud, contento, esperanza... Todo sea por Dios.

Y luego, tomando un tono más serio, no exento de cierta expresión contemplativa, añadió:

«Estamos en la placentera tarde del año, ya cerca de ese crepúsculo a quien llamamos invierno. Querido Tropiquillos, celebremos el Otoño, que es la madurez de la vida y del año, la experiencia, el fruto, la cosecha cogida y apreciada, y no tomamos que esta noble estación nos anuncie el invierno, que es la decrepitud del año y de la vida. La idea de la muerte sólo causa tristeza a los tontos. Para mí, la muerte no es otra cosa que la siembra para las cosechas de tu inmortalidad.

Después callamos todos. Yo observaba el rostro de Ramoncita, aún turbado del coloquio que poco antes habíamos tenido los dos al volver de la huerta. Cubas tomó de nuevo la palabra, y no ya con rostro grave, sino antes bien ligero y festivo, me dijo:

«Casi todos los grandes hombres han nacido en otoño... ¡Ah! ¿te ríes de mí? Soy hombre de medianas letras. Sí, ahí tienes esa pléyade augusta. Cervantes, Virgilio, Beethoven, Shakespeare nacieron en Otoño... Pues todos ellos fueron a morirse a la Primavera. Lee la estadística, querido Tropiquillos, y verás cómo nacemos en estos meses y nos morimos en los de Abril o Mayo... Ja, ja, ja... A los que me hablan mal de mi querido Otoño, les digo que es el papá del Invierno y el abuelo de esa fachendosa y presumida Primavera... Vamos a ver: A su vez, es el hijo del Verano, que al mismo tiempo viene a ser su biznieto... De modo que...

Sin duda la cabeza hercúlea del buen tonelero se resentía del exceso de libaciones, motivado por su prurito de unir el ejemplo a la regla en aquel ardiente panegírico del Otoño. Aquella tarde la pasamos Ramona y yo entretenidos en dulces y honestas pláticas, ambos muy serios, muy proyectistas, muy atentos en mirar y remirar los horizontes del porvenir que empezaban a teñírsenos de rosa. Por la noche, pasada la hora de la cena, mestre Cuba, después de ahumarme con su pipa, me dijo:

«Amado Tropiquillos, yo no me opongo; mestra Cubas no se opone tampoco; de modo que nadie, absolutamente nadie se opone.

Y reposaba su carnosa mano en mi hombro, haciéndome inclinar bajo el peso de ella.

«El hijo de mi amigo Lázaro —añadió—, debe ser mi hijo... A propósito, ahí están tus tierras que no son malas. Es preciso replantarlas. Las replantaremos.

Dio varias vueltas como pipa que gira impulsada por las manos de los toneleros, y viniéndose otra vez a mí, y abrazándome con efusión sofocante, me dijo:

«Reedificaremos la casa...

Yo no tenía palabras; yo no decía nada, y me dejaba abrazar, sintiendo el contacto de la panza de mi generoso amigo y su rebote, semejantes uno y otro al de una gran pelota de goma.

El tonelero llamó a su esposa, que vino prontamente, seria y afable.

«Ramona, Ramona —gritó después mestre Cubas.

Turbada, ruborosa, entró la doncella esquivando mis miradas. Sus bellos ojos mostraban singular empeño en examinar el suelo antes que mi rostro y el de sus bondadosos padres. ¿Cómo diré que todo quedó concertado aquella misma noche en palabras breves y expresivas? Mi felicidad era una nueva faz de mi salud recobrada. Ya era otro hombre, física y moralmente, y la vida me ofrecía encantos mil que jamás había conocido. ¡Sano, amado y amante, dueño otra vez del campo de mis padres y de la humilde casa en que nací, dueño también de un corazón puro y noble, de una mujer hechicera, discreta, buena, rica...! Tanta felicidad debía producir en mí uno de esos estallidos que nos trastornan para siempre. No sé bien cómo fue: no sé si fue en el momento de casarme o poco después, cuando sentí una sacudida en lo más profundo de mi ser... Yo tenía la mano de mi esposa entre las mías. ¿Tenía también su talle? No lo puedo decir. Sólo sé que todo cambió bruscamente ante mis ojos, que el mundo dio una rápida vuelta, que me encontré arrojado en el suelo debajo de una mesa, en un estado que sino era la misma estupidez se le parecía mucho.

La efervescencia de mi pensamiento se iba apagando. Yo tocaba el suelo para cerciorarme de la realidad. Híceme cargo de tener delante una figura tosca que extendía hacia mí sus brazos, como queriendo alzarme del suelo... Creo que lo consiguió y que me puso sobre un sofá.

Era mi criado que al verme entrar lentamente en posesión de mí mismo, trajo una taza humeante, y me dijo:

«Eso va pasando. Se acabará de quitar con café muy fuerte».


Publicado el 22 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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