I
La del alba sería cuando don Rodrigo Pacheco salió de Tordesillas, mustio y cabizbajo, caballero en su mula y camino de Valladolid.
Un buen trozo del camino que de Salamanca a Valladolid conduce llevaba recorrido la cabalgadura, cuando el noble caballero, que alegraba sus ojos tristes contemplando a la indecisa luz del amanecer la corriente del río, de verdor recamada, paró en seco a la mula, tornó la señoril testa hacia el altozano sobre el que se levantaba la murada villa, en la margen derecha del impetuoso Duero, y quedó un momento pensativo.
La gótica crestería de San Antolín y de Santa Clara; las torres y cúpulas de San Miguel, de San Juan, Santiago, San Pedro y Santa María, y los torreones de las cuatro puertas de la villa, recortábanse sobre el cielo limpio y cárdeno de aquel amanecer estival, evocando en el alma del buen Pacheco toda su historia y toda la tragedia de su martirio.
De súbito, irguióse sobre los estribos, abandonó las riendas, y tendiendo los brazos hacia la villa, que comenzaba a desperezarse, sorprendida en su sueño por los suaves besos de las brisas serranas, exclamó el de Pacheco, con voz apocalíptica:
—¡Toda mujer propia tiene algo de Xantipa! ¡Leonor de Alderete! ¡Dios te perdone como te perdono yo!
Y espoleando a la reflexiva cabalgadura, que quizá sentía como propio el dolor de su amo, exclamó airado:
—¡Arre, mula!
Dió un salto la sorprendida bestia y tomó un galope ligero que hizo afirmarse al caballero en sus estribos.
Alto ya el sol, perdido en el horizonte el caserío tordesillesco y casi a la vista de Simancas, aún no se había borrado la expresión de dulce y resignada melancolía del rostro del buen caballero, último vástago de la ilustre estirpe de los Pachecos…
II
Don Rodrigo era un santo.
Desde muy niño mostró su afición a jugar con altarcitos, a predicar sermones y a construir campanarios diminutos que eran un encanto por lo dulcemente acordado que procuraba el niño tener el son de las diversas campanitas.
Conforme iba creciendo el mozo, afirmábase en él más y más su vocación religiosa, y contra la voluntad de su padre—que para más altos destinos reservaba a su hijo, por la firme amistad que le unía con su deudo don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma y valido del Rey,—no hubo más remedio que enviar al bienaventurado joven a Salamanca a estudiar Teología y Cánones.
Para el precoz hidalguete no había más mundo que el que divisaba yendo de Tordesillas a Salamanca, ni más ciencia que la contenida en los enfáticos lemas que ostentaban aulas y atrios de la Ubérriman civitatis, como llamó en una bula el pontífice Alejandro IV a la famosa Universidad salmantina. Tras aquellos abstrusos conceptos, transparentaba la mística ambición del heredero de los Pachecos y Alderetes, toda la majestad de Dios y toda la gloria que a él le reservaba el Criador en la tierra.
—¡Oh! ¡Cantar misa en Tordesillas, rodeado de las mozas y mozos que le oían antaño decir misas de mentirijillas, y ante el retablo de Berruguete, en la capilla de la Virgen de la Piedad, patrona de los Pachecos! ¡Lograr luego un beneficio, después una canonjía, quizá un obispado… y si la magnanimidad divina lo consentía, seguramente el capelo cardenalicio! ¡Oh, Dios mío! Perdona mi ambición, que sólo en tu santo y ejemplar servicio emplearé los dones que te dignes concederme!—gemía el estudioso colegial, hundiendo su pensamiento en los libros de los teólogos González de Segovia, Soto, Gallo, Salmerón, y de los canonistas Covarrubias y Antonio Agustín, y otras lumbreras del Concilio trentino…
Pero Dios, en su infinita sabiduría, lo dispuso de otro modo, y todo el castillo de imaginaciones del futuro cardenal se vino abajo. Un invierno, cruelísimo para las gentes y los campos tordesillescos, llamó el Señor a su seno al achacoso don Gonzalo, y la señora doña María, no resignándose a vivir sola en el inmenso caserón de los Pachecos, retuvo en él al joven canonista.
Resignóse éste, siempre humilde y obediente a las disposiciones de la Providencia y a los mandatos paternos, y forzosamente hubo de interrumpir sus estudios para ayudar a doña María en el gobierno de su casa y hacienda y en la dirección de cierto litigio en que la testaruda dama venía empeñada tiempo ha con sus parientes los Alderetes de Tordesillas, sobre su mejor derecho al patronato de la gótica capilla de San Antolín y a ciertas donaciones de sus antepasados, que usufructuaban indebidamente los nombrados deudos.
La infatigable pleitesía puso en movimiento cúmulo tal de jueces, escribanos, letrados y hasta teólogos, que embarullaron a maravilla el litigio; y demandante y demandados pidieron a voz en cuello misericordia. Cierto teólogo, hombre de seso y recta conciencia, propuso una transacción honrosa, que cierta feliz circunstancia ayudó a imponer y acatar como tabla salvadora.
—¡Lo mío, mío, y lo tuyo de entrambos!—decía doña María a los Alderetes.—Y arguyó el teólogo:
—¡Quod homines, tot sententiae! ¡Consensus omnium fecit legem! ¿Cur tam varie?—Y replicaba doña María, sin dar su brazo a torcer, en buen castellano:
—¡Tres cosas demando si Dios me las diese: la tela, el telar y la que la teje!
Pero el teólogo, terco también, tronó en griego, para mayor claridad:
—¡¡Malion apodehon dihalan penian e plouton adihon!!
Y al traducir en rotundo vallisoletano Rodrigo a su madre y señora la máxima del gran Isócrates, ambos humillaron la cabeza.
Poco tiempo después… en la capilla de la Virgen de la Piedad, en San Antolín de Tordesillas, uníanse en santa coyunda Leonor de Alderete, hija única de los Alderetes, y Rodrigo Pacheco, único vástago de los Pachecos.
Solamente Dios, la señora doña María y el culto teólogo casamentero supieron lo que costó vencer la voluntad del buen Rodrigo; pero la terquedad de la dama pleitista era irresistible, y como rindió a los Alderetes, venció la mística resistencia del hijo de su amor, que gemía al recibir la santa bendición, unida su diestra a la de la hermosísima Leonor de Alderete:
—¡Una salus victis, nullam sperare salutem!—y fueron las últimas palabras con las que se desvaneció el fracasado teólogo, para dar paso al flamante marido.
III
Pero don Rodrigo no era feliz.
Doña Leonor de Alderete, joven y apasionada, encerrada en su casa de Tordesillas como en un convento, al verse frente al apuesto mozo—único hombre que se acercó a ella,—sintió por él una avasalladora pasión. La llama de amor sin nombre que tantos años contenía en su pecho, de doncella casta, pero afectiva, estalló devoradora, porque Rodrigo Pacheco, por su figura y por su carácter, era el galán soñado, el Amadis de sus ensueños… Boda que comenzó siendo forzado acomodo, fué a poco tierno idilio que unió dos almas con la más pura, pero también arrebatadora, de las pasiones.
Llevábale cinco años doña Leonor a Rodrigo… y quizás por ello fué maestra que inició al joven en los honestos deliquios amorosos de su idílica unión. Pero, aunque dama de espléndido cuerpo y hermoso rostro, altivo continente y distinguido ademán—conjunto sin par en Tordesillas—dió en la flor de ser celosa hasta del aire que rizaba las guedejas de su apuesto marido.
Este, que fuera del amor a Dios, no sentía otro afecto que el de su esposa, padecía martirio que anonadaba su alma, porque siendo puro y honrado, la espléndida dama dudaba de su pureza y ponía en tela de juicio su probada honradez.
Veinte años llevaban de matrimonio y de martirio, sin que el cielo hubiera bendecido su unión concediéndoles el bien de los hijos, cuando un atardecer recibió el apocado señor de Pacheco, por un propio, una misiva nada menos que del gran duque de Lerma, invitándole a ir a Valladolid el próximo 19 de Julio, día en que haría su entrada en la ciudad castellana Su Majestad el Rey don Felipe. Añadía el valido que convenía al servicio de la monarquía católica que don Rodrigo Pacheco fuese corregidor de Tordesillas, cargo vacante a la sazón, y le esperaba en Valladolid para entregarle el real despacho y comunicarle instrucciones oportunas sobre la política que convenía al duque se observara en Tordesillas y villas comarcanas.
¡Y allí fué Troya!
—¿A Valladolid… vuestra merced?—y reía nerviosa e irónica la celosa doña Leonor. Y de súbito exclamó, abriendo el torbellino de sus celos:
—¡Sí! ¡Te conozco, fementido caballero! ¡Ir a Valladolid es un ultraje a la fe jurada a mi amor único!
—¡Leonor! Mulier quæ sola cogitat, male cogitat—replicó don Rodrigo, acordándose en aquel trance de Publio Siro y de sus buenos y añorados tiempos de Salamanca.
—¡Nihil impossibile!—arguyó la dama, que también era, aunque celosa, muy leída.—¡Si vuestra merced va a Valladolid… será para caer en el pecado!…
—¡¡Leonor!!
—¡Lo teme mi corazón enamorado! Te estás ya refocilando con la más impura de las liviandades!
—¡¡Xantipa!!, digo, ¡Leonor, ven conmigo a la ciudad… que Dios confunda!
—¡Yo! ¿Ir yo a ese antro donde tiene su nido la lujuria? ¡Jamás! ¡Allí no pueden ir más que los lascivos y perjuros como tú!
—¡Doña Leonor! ¡Por los clavos de Cristo Nuestro Señor!—y don Rodrigo alzó los ojos a un crucifijo de Berruguete el joven, que, frente a los esposos, mostraba sus carnes flácidas y amarillentas de martirio—y miró al Crucificado como los mártires del Coloseo la imagen espantosa de la muerte en su trágica agonía… cayendo de rodillas, como si realmente fuera culpable de un pecado, cuyas delicias no había gozado aún.
Viéndole humillado, mudo, traspuesto y de hinojos a los pies de la divina escultura, salió la dama, cerrando de golpe la puerta de la cámara y vociferando descompuesta:
—¡Reza y esconde la lascivia que te sale a los ojos! ¡Miserable!
Con un sollozo respondió el caballero, evocando su vida de teólogo «in partibus», tendiendo sus manos al impasible Cristo:
—¡Perdónala, Señor! ¡No sabe lo que se dice! ¡Los celos han transformado a mi señora doña Leonor en… la propia Xantipa, en la verdugo de Sócrates, que resucita en Tordesillas!
IV
La carta del duque de Lerma era terminante e imposible eludir su cumplimiento. Además, ¿había de estar toda su vida supeditado a las faldas? Su madre, la inflexible doña María, impidió que fuera clérigo, matando en flor su porvenir brillante. Muerta su madre, ¿había de impedir su esposa—¡otra tozuda Alderete!—que siguiera una carrera política honrosa, comenzada por una corregiduría, y Dios y el duque de Lerma sabrían dónde podía acabar?
Y el débil y ocioso caballero mandó ensillar su mejor mula y salió para Valladolid, dejando a doña Leonor convulsionada como una demoníaca y vomitando por su sensual boca sapos y culebras de todos colores:
—¡Se va y le pierdo para siempre al miserable! ¡No subirá más a mi tálamo si duerme una sola noche en Valladolid! ¡Toda el agua del Jordán no bastará para purificar al impuro!—Y se retorcía como una poseída, rodeada de mayordomos, dueñas, doncellas y mozas de cántaro… mientras el audaz caballero franqueaba Simancas, contemplaba con ojos amorosos la mole del histórico castillo tras cuyos cubos y almenas la invisible polilla roía con saña toda nuestra leyenda de oro; y poco después columbraba el caserío de la futura corte de las Españas, extendido sobre verde prado y recortado sobre una lejanía de suaves lomas y sinuosos cerros castellanos.
Y el futuro corregidor de Tordesillas entró, sonriente y magnífico, caballero en su mula, en la noble y real «Villa de Ulid».
V
Era el día 19 de Julio de 1600.
La ciudad castellana, aguijoneada por Lerma, que deseaba convertirla en corte de los Felipes, «nunca desplegó tal aparato y dignidad en las ceremonias, tal esplendor en los festejos, tal magnificencia en sus calles y plazas, tal lucimiento y gala en sus vecinos». El joven rey demoró su estancia en Valladolid dos meses, prometiendo para el año siguiente asentar los reales de su corte en la leal ciudad.
Pasados aquellos primeros días de gala regia y festejos populares, don Rodrigo pudo ver al poderoso valido.
El duque le recibió y agasajó conforme a los altos merecimientos del caballeroso Pacheco, a cuya familia tuvieron siempre en singularísima estima los Sandovales, y le entregó el real despacho de corregidor de Tordesillas.
—Tengo en alta estimación vuestras dotes, que, acrisoladas por el ejercicio de vuestro cargo en la villa natal, os harán pasar a la corte en breve tiempo. Yo necesito rodearme de consejeros y servidores leales…—dijo el duque, abrazando cariñosamente a don Rodrigo.
Antes de despedirse, rogóle el duque al corregidor que visitara en su nombre a un deudo de entrambos, vallisoletano ilustre, que por sus achaques no pudo asistir a los festejos, y a quien podía consultar don Rodrigo en todos aquellos conflictos en que pudiera ponerle la flamante corregiduría, aunque, a decir verdad, más que a sus futuros gobernados, temía el pobre corregidor a la celosa corregidora.
Y sin esperar a más—porque al día siguiente, y tras ocho de ausencia, quería retornar el leal caballero a su villa y casa solariega,—allá se fué con su alta misión don Rodrigo Pacheco, el fracasado teólogo, convertido por la gracia de Dios y del duque de Lerma en corregidor de Tordesillas y de toda la comarca tordesillesca.
VI
Dijéranle a don Rodrigo que con los ojos vendados y sin cayado recorriera las calles de su querida Salamanca, y a ciegas las correría, como su Tordesillas de su alma.
Pero a aquel endiablado Valladolid, el diablo que le hincara el diente con su laberinto de calles, callejas y callejones, plazas, placetas y plazuelas, que siempre le traían al mesmo lugar, sin dar nunca con el caserón de su deudo don Gutierre Pacheco de Sandoval.
Más de tres veces se encontró en la plazuela del Ochavo, evocándole, en aquella hora entre misteriosa y poética del atardecer, la tragedia del famoso condestable, cuyo libro singular Claras y virtuosas mujeres, había leído con delectación en Salamanca. Otras dos salió a la Plaza Mayor, entenebreciendo su pensamiento la memoria de aquella hecatombe en que pereció el hereje doctor Agustín Cazalla y sus secuaces en ejemplar auto de fe. No supo cuántas veces pasó junto al caserón de Rivadavia, donde nació el rey Felipe II, y cuya plateresca ventana iluminaba ya la luna en pálido creciente. Volvió pies atrás y notó que por tercera vez pasaba ante la rica y fastuosa fachada de San Pablo…
—La calle de Teresa Gil y junto al arco gótico que se levanta en la iglesia de religiosas de Portacœli—habíale dicho el duque…—y, por fin, topó con el famoso arco y con «las casas de Diego Sánchez», morada de su deudo don Gutierre.
Levantó el pesado aldabón de hierro, que representaba un dragón mordiendo maciza anilla, y retumbaron en la soledad de la calle tres golpes recios y rotundos.
Tardó a percibir ruido alguno en el interior de la casa. Abrióse, por fin, una celosía que sobre la puerta caía, y una voz argentina y juvenil preguntó con timidez:
—¿Quién va… a estas horas?
—¡La paz de Dios!—respondió don Rodrigo con voz entera.—¿Vive aquí don Gutierre Pacheco de Sandoval? Su deudo soy y vengo desde Tordesillas a visitarle—agregó don Rodrigo, temiendo que le tomaran por un aventurero de los que aquellos días de regios festejos pululaban en Valladolid. Tras breve cuchicheo de voces femeninas en la celosía, preguntó otra voz como arrullo de tórtola:
—¿Cómo se nombra el caballero?
—Don Rodrigo Pacheco de Alderete soy…
—¡Esperad, esperad, caballero… aquí es! Van a franquearos la puerta…
Poco después descorríanse cerrojos y cadenas, y una especie de mayordomo de faz seráfica franqueaba el pesado portón al caballero. A mitad de la amplia escalera, una dueña, envuelta en negras tocas, alumbraba con enorme velón.
—Pasad, pasad, señor don Rodrigo, y esperad mientras preparamos a don Gutierre para darle cuenta de la llegada de vuestra merced. Pero tan delicado anda, que no sabemos si podrá recibirle esta noche… Sus hijas, mis señoras doña Celia y doña Violante nos lo dirán.
Y tras subir, precedido por la dueña y seguido a respetuosa distancia por el beatífico mayordomo, le introdujeron en las habitaciones de don Gutierre.
Deslumbrado quedó el tordesillesco corregidor al contemplar la magnificencia del decorado, la riqueza de los muebles, la suntuosidad de los cortinajes que la mansión de su deudo le mostraba.
Pasaron por una cámara en la que ardía una lamparilla de plata ante un crucifijo que a don Rodrigo le pareció excesivamente lívido y chorreado de sangre… Persignáronse mayordomo y dueña; imitóles el caballero e introdujéronle en el estrado, donde le hicieron esperar, mientras avisaban a sus señoras, las hijas de don Gutierre.
No se hicieron aguardar éstas…
Eran dos damas de peregrina hermosura, jóvenes, ataviadas como princesas y enjoyadas como reinas. «Acabarían de llegar de algún festejo regio y no habrían tenido tiempo de destocarse…»—pensó don Rodrigo.
Con grandes y discretas muestras de regocijo por recibir la visita de huésped tan ilustre, las dos niñas sentáronse a ambos lados del caballero cuarentón, quedando el mayordomo a respetuosa distancia, como si esperara órdenes.
«Don Gutierre estaba muy doliente y descansaba ya, pero si aquella noche no podía verle don Rodrigo, sería al siguiente»—dijeron las discretas niñas.
El de Pacheco les expuso el objeto de su visita: participóles su nombramiento de corregidor y la necesidad que tenía de partir al rayar el alba a Tordesillas.
—Todo puede concertarse—objetó la mayor de las niñas,—si tan urgente es la necesidad de ver a nuestro padre. Aceptáis un puesto en nuestra mesa, descansáis en uno de nuestros aposentos, y al salir el sol, que es cuando despierta el señor don Gutierre, le saluda vuesa merced y parte cuando guste a su querida Tordesillas.
—Agradezco las grandes mercedes que quieren dispensarme damas tan atentas; pero tengo necesidad imperiosa de retirarme a mi posada…
—¡Válgame Dios! ¡Dormir en una posada deudo tan ilustre como vuestra señoría, señor corregidor… alternando con arrieros y servido por mozas de mesón! ¡No faltaba más!—dijo la más joven de las niñas de don Gutierre, la de la voz argentina, cuyas modulaciones ignoraba por qué don Rodrigo le llegaban al alma.
—Lo que nos duele—arrulló la mayor—es que durante estos días os hayáis hospedado allí. Vuestra es esta casa, hoy y siempre que vuestros asuntos os traigan a Valladolid.
—¡Ya no podéis salir de aquí! ¡Sois nuestro huésped, porque no queremos exponernos al enojo de nuestro padre cuando se enterara de que habíamos dejado marchar a una posada la dignidad de nuestro más ilustre deudo, el señor corregidor de Tordesillas!—exclamó, expansiva y jovial, la que parecía más ingenua de las damas, y cuya voz, ademanes distinguidos y cándido y claro mirar atraían al señor de Pacheco con electiva afinidad.
Acostumbrado a obedecer siempre, primero a su madre, luego a su esposa; tan débil de voluntad como cortés y agradecido por instinto, el caballero accedió al galante y sincero ofrecimiento de sus bellas parientes y «quedó muy suyo y muy obligado también», según dijo. «¡Además de que su estancia en casa de don Gutierre facilitaba su entrevista con este señor y su salida a Tordesillas… ¡se estaba tan bien en aquella casa y estrado!, ¡experimentaba tan agradable sensación de paz y bienestar en aquella casa colgada de damascos antiguos, alhajada con vargueños y contadores, cornucopias y espejos, cuadros religiosos y viejos retratos de familia… que hubiera querido trasladar toda aquella magnificencia a su severo caserón de Tordesillas o quedarse en aquel de Valladolid toda la vida!»
Salió el mayordomo de la faz seráfica y entró y salió varias veces la dueña con grandes reverencias, hasta que el primero anunció que la cena estaba servida.
Pasaron damas y caballero al regio comedor, donde en lujosa mesa, bajo manteles de Cambray, centelleaban la plata toledana y el cristal italiano y brillaba la loza talavereña. Sirvióles el mayordomo suculenta cena, regada prudentemente con «los ilustres vinos de Esquivias», que don Gutierre prefería a los vallisoletanos, y aunque don Rodrigo era frugal, su cortesía no sabía negarse a los insistentes ofrecimientos de sus dos comensales y comió y bebió un poco más de lo que acostumbraba su templanza.
—«Carne de pluma quita del rostro la arruga», mi señor don Rodrigo—decía la mayor de las hijas de don Gutierre, sirviéndole una pechuga de capón ricamente aliñada.
—«El vino como rey y el agua como buey»—exclamaba riendo la menor de las doncellas, llenándole la tallada copa de un vino rojo como el rubí y de suave aroma.
Durante la cena, como antes en el palique del estrado, notó don Rodrigo que las dos damas exhalaban de sus personas un tan delicado perfume, que a gloria trascendía y la misma gloria parecía prometer. Vaho tan suave y sutil no lo percibió jamás don Rodrigo. Su esposa, doña Leonor, no usaba perfumes ni afeites, que era pecado usar, y decía «que el único perfume grato a un marido era el de la limpieza, porque la hermosura debía ofrecerse como Dios la dió…» Pero seguía embargando los sentidos del caballero aquel perfume delicioso, produciéndole sutilísima e inefable embriaguez, y don Rodrigo lo aspiraba con delectación primero, con ansia después. No era el olor del ámbar, ni de la algalia, ni tenía nada del almizcle, únicos que conocía el señor de Pacheco. Más bien parecía el aroma de mil flores levantinas, que juntaron su diversa fragancia para embriagar al caballero…
Terminada la cena, rezaron una breve oración de gracias, pasaron al estrado un momento, y las damas despidiéronse de su huésped con graciosas reverencias, retirándose a sus habitaciones, acompañadas de su dueña.
El mayordomo precedió al caballero hasta la cámara que le destinaron, despidiéndose de él muy humildemente.
—¡Buenas y muy santas noches tenga el señor don Rodrigo!
Rendido por el desacostumbrado trajín de aquellos días, embriagado levemente por los vapores de los vinos, la copiosa cena y el sutilísimo y sensual perfume de las damas, el señor corregidor de Tordesillas, que deseaba recoger y coordinar sus ideas, tendióse en el mullido lecho y sopló la luz.
Pero invencible asombro le despabiló en seguida. La cama en que descansaba de sus andanzas vallisoletanas exhalaba el mismo perfume sutil y embriagador que emanaba del cuerpo de las hijas de don Gutierre. Y el malogrado teólogo salmanticense quiso abandonar el lecho…
«Pero… ¿no sería ñoño escrúpulo de monja llamar a la servidumbre y alborotar la sosegada mansión con el pretexto de rehusar tan rico lecho, que indudablemente le había cedido alguna de las hijas del doliente huésped por una delicadísima galantería mujeril que antes debía agradecer como cumplido caballero que rechazar groseramente como un villano?»
Y quedó entregado a sutiles razonamientos escolásticos, bajo las finísimas y bordadas holandas, el caballero de Tordesillas, sin osar levantarse ni poder conciliar el sueño…; pero consolándose en su martirio si, por dicha, la cama en que yacía pertenecía a la menor de las hijas de don Gutierre.
VII
En el seno de las tinieblas veía el señor de Pacheco la figura, castamente ideal, de doña Celia, la menor de las niñas, en opuesta visión a la más espléndida y sensual de doña Violante, la hermana mayor… Ni una sola vez acudió a su magín el recuerdo de la figura de su esposa, la alta y esbelta matrona tordesillesca… Doña Celia, la niña gentil, tornaba a embargar su ánimo y sus sentidos anegados en el vaho delicioso del mullido lecho, cuando lejano rumor de voces le distrajo de sus deliquios… Pronto las voces fueron gritos, y éstos algarabía.
Don Rodrigo incorporóse, tentó sus ropas, empuñó su espada y aguardó.
Las voces se apagaron de pronto; pero el oído del caballero percibió en el silencio de la noche crujir de sedas, como si pesado damasco diera paso a alguien. Suave rumor de pasos que a él se acercaban, confirmó sus sospechas. «No cabía duda, alguien había entrado en la estancia.»
Pronto fué la sospecha certidumbre absoluta; aquel perfume suavísimo y enervador, cada vez más penetrante, cada vez más cercano, envolvíale como ola de éter, sumiéndole en un mar de confusiones, cuando el tibio aliento de una boca rozó su rostro, y la caricia de unos brazos desnudos, blandos y mansos, oprimió su cuello robusto, al mismo tiempo que una voz argentina, pero angustiada, gemía en su oído:
—¡Acorredme, caballero! ¡Protegedme o muerta soy!
Don Rodrigo quedó suspenso…
Soltó la espada, de improviso, y con ambas manos cogió los trémulos brazos que, como dulces cadenas, rodeaban su cuello.
Al contacto de la carne joven, tibia y perfumada, sintió estremecerse, muy a pesar suyo, todo su cuerpo pecador en lascivo escalofrío. Las dulcísimas cadenas no cejaron, y el desvanecido caballero sintió sobre su pecho la presión de suavísimas turgencias que excitaban dolorosamente su carne flaca y miserable, con impudores que rechazaba su alma pura.
La voz argentina arrulló a su oído:
—¡No os mováis, caballero! ¡Doña Celia soy, que viene a deciros que no salgáis de esta habitación, pues corréis peligro de muerte!
—Permitidme, señora, que…—y el sofocado caballero no sabía qué decir, en lucha sorda consigo mismo para romper las dulces cadenas que le oprimían como dogal de frescas rosas y olorosos jazmines.
—¡No os mováis, por Jesús Nazareno! Vengo huyendo de las liviandades de mi hermana Violante… y he cerrado la puerta de esta cámara…
—¿Qué decís, señora?—interrumpió el cándido corregidor.
—Sí, de la hija de don Gutierre, que burla y ultraja las canas y el honor de mi buen padre todas las noches… permitiendo que escale su galán el balcón de su camarín…
—¿Es posible tal infamia?
—¡Sí, caballero, sí!—y copioso llanto bañó las acaloradas mejillas del caballero. ¡Doña Celia lloraba! Y siguió:—Esta noche, que partió conmigo su lecho, pues este en que descansáis es el mío, no respetó mi inocencia y tampoco recatóse de recibir al seductor… ¡Qué vergüenza! ¡Huí al verle y oirle decir al salteador de esta noble casa que quería matar al caballero que se hospedaba bajo el mismo techo que su amada, mi mal aconsejada hermana!
—¡Vive Dios que no será sin que un Pacheco venda cara su vida!
—¡Por el Nazareno! ¡No gritéis! Mi inocencia vino a advertiros el peligro; pero mi previsión cerró todas las puertas que separan esta cámara de la de mi hermana… Esperemos en silencio, y al lucir las primeras horas del alba, con el galán salteador de honras se irá todo peligroso riesgo para vuestra merced…
—¿Pero entretanto… señora…?—y el buen don Rodrigo no sabía cómo librarse de los brazos, que más parecían acariciarle que demandar amparo.
—¡Ah! ¡Mientras tanto… proteged mi castidad y mi inocencia, que quiso ultrajar también aquel bárbaro atropellador de doncellas y agraviador de ancianos!… ¡Protegedme, señor! ¡Tengo miedo de salir de este aposento!…—y con sus desnudos brazos tejía el pavor más apretada cadena en torno al cuello del ilustre corregidor, que balbuceó con extrañas angustias:
—¡Nada temáis… niña, estando aquí yo… junto a vos. Llegarán a vuestro precioso cuerpo por encima del cadáver de don Rodrigo Pacheco!
—¡Gracias, gracias… mi noble deudo!…—y la medrosa niña se estrechaba más y más contra el caballero, besando a obscuras sus manos, sus barbazas, sus ojos, sus mejillas y su boca anhelosa y cálida, mientras don Rodrigo, arrastrado por aquella mansa ola de confiada efusión, abrazaba también a la niña, creyendo proteger con sus nervudos brazos a la mesma estatua viviente de la casta Diana.
En un momento, durante el cual la intensa emoción dejó paso a la sutil clarividencia, murmuró el caballero paternalmente:
—Bien, bien… señora; pero me parece que venís un poco ligera de ropa…—al notar que tenía entre sus brazos una escultura que no vestía sino la sutilísima veste de holanda. Y aquel trasunto vivo de castidad respondió desmadejadamente:
—¡Huí del lecho precipitada al asaltar aquel gavilán nuestro camarín… y mi pudor no me detuvo para recoger mis vestiduras!
—Pues… descansad en mi lecho, que por lo que conjeturo es el vuestro propio. Yo me vestiré a tientas… y velaré vuestro sueño…—dijo don Rodrigo, intentando flojamente desprenderse de los marfileños brazos que le ceñían amorosos.
—¡Oh! ¡No, por Dios, caballero! ¡Tendré miedo sin vos! ¡Moriré de pavura! ¡No os apartéis de mí! ¡No me dejéis! ¡Venid, caballero… y descansad a mi lado! ¡Nada temáis… sosegaos! ¡Vuestra hidalguía y mi inocencia nos protegen!—y con suavísima presión dejóse caer blandamente la niña, arrastrando en su caída al caballero sobre la regia cama de torneadas columnas y de labrada cabecera Renacimiento, que les cobijó con su tibio calorcillo como nido de plumas y de amores…
VIII
El sol entraba a raudales por el amplio ventanal trebolado, tras cuyos emplomados cristales piaban alegremente los pájaros en el cercano y umbrío jardín… y don Rodrigo Pacheco despertó del único sueño de su vida que había tenido sabrosa realidad.
Y encontróse, a la luz escandalosamente indiscreta del padre Febo, que sus brazos robustos cobijaban aún la dormida estatua de doña Celia, desceñida su alba veste, y ofreciendo a los besos de la luz del día todos los encantos de su pudor y todos los tesoros de sus hermosura a los encandilados ojos del ex canonista.
Este quedó lívido y temblando de miedo. Su conciencia implacable le acusaba en pleno día del pecado cometido en las negruras de la noche… ¡La más horrenda de las liviandades era pecado venial comparado con el delito en que todo un Pacheco, y corregidor de la muy noble villa tordesillesca, por añadidura, había incurrido con aquella preciosa niña que, confiada en la hidalguía del caballero, dormía aún sin recelo en sus brazos!
—¡Nihil impossibile sub sole!—gimió aterrado el caballero, y por primera vez la imagen de su esposa surgió ante sus ojos como la musa de la propia tragedia, arrojándole al rostro la sentencia con que le despidió al salir don Rodrigo hacia Valladolid: ¡Nihil impossibile!
—¿Y qué hacer?… ¿Cómo huir?… ¿Cómo dejar a la tímida paloma que dormía en sus brazos? ¿Cómo presentarse ante don Gutierre, el caballero que acababa de ultrajarle en la divina escultura de su hija? ¿Cómo escapar de aquel laberinto en que su inexperiencia del mundo habíale hecho caer al cuarentón corregidor? ¡Buena justicia administraría quien comenzaba vilipendiándola! ¿Qué dirían su conciencia y su rostro a la señora corregidora al llegar a ella?—Y al evocar otra vez en aquel trance la arrogante y severa figura de su dueña y señora doña Leonor de Alderete, como irritada Themis, desasióse don Rodrigo de los ebúrneos brazos que le aprisionaban aún rendidos en sueño de amor; vistióse apresuradamente, ciñóse la espada, echó sobre sus hombros la negra capa de seda valenciana… y después de dejar caer una última, compasiva y desesperada mirada a la dormida paloma del palomar de don Gutierre, abrió quedamente la puerta, huyendo de su víctima, de su crimen y de sí mismo.
Salió a un pasillo; estaba solitario. Cruzó la habitación donde una lamparilla alumbraba los sangrientos chafarrinones de un Cristo monstruoso; no había nadie. Vió abierta una puerta fronteriza por la que entraba medroso y encogido un rayo de sol, y se dirigió a ella. ¡Era la puerta de la escalera!
Bajó por ésta sin ver a nadie ni ser visto. La puerta del zaguán estaba entornada… ¿Dueña, mayordomo, y acaso don Gutierre, estarían en misa en la vecina iglesia de las religiosas de Portacœli? Todo parecía preparado de intento para su vergonzosa fuga… y pronto se vió en la calle don Rodrigo, libre de un peso enorme; pero abrumado por el de un remordimiento dolorosísimo.
Sin tornar los ojos al caserón de don Gutierre, y ya orientado por la luz del sol en aquel laberinto de callejuelas, llegó presto a su posada, mandó ensillar su mula y pidió la cuenta al huésped.
Este sonreía socarrón e inquisidor, y, gorra en mano, fijando su escrutadora mirada ratonil en las violadas ojeras del caballero, denunciadoras de una noche toledana, o, más legítimamente, vallisoletana. Echó mano a la bolsa para satisfacer su hospedaje el atolondrado caballero—que ni la mirada acusadora del posadero podía resistir,—y quedó sin habla, aterrado.
¡Su bolsa estaba vacía! Le habían robado más de cien ducados de oro que metió en ella!… Pero, ¿dónde? Y su pensamiento se tornó instintivamente a la casa de don Gutierre, y súbita revelación presentóle como humillante farsa la tragicomedia de que acababa de ser actor principal. Preguntó al posadero: dióle señas y señales…; sonrió el ladino plebeyo y pronto tuvo la certeza don Rodrigo de que donde le habían dado posada de amor una noche inolvidable no era ¡ni mucho menos!, la casa de don Gutierre Pacheco, aunque sí fronteriza a ella.
Puso en manos del huésped su rica cadena de oro, al encontrarse sin un maravedí, y prometiendo rescatarla sigilosamente y en breve, salió al galope de su mula de aquel Valladolid, que ya sería siempre el de sus pecados…
IX
Abstraído por el recuerdo de la vergonzosa aventura, no notó hasta cerca de Simancas que aquel embriagador y penetrante perfume que impregnaba las ropas y el cuerpo clásicamente modelado de «la cándida paloma vallisoletana», le acompañaba como rastro de su pecado, dejando una estela de perfumada liviandad por do pasaba el caballero, y que fué lo que hizo sonreir indudablemente al ladino posadero. ¡Las ropas, los cabellos, las barbas, las manos, todo el cuerpo y el sér todo del buen Pacheco estaban saturados de aquel delicioso vaho de la cortesana lascivia… y era la penitencia que va siempre con el pecado!
¡Doña Leonor no mintió! ¡Ella era una santa y él un lascivo ruín y empecatado! El fatal presentimiento de la dama era ya una realidad acusadora… El recuerdo de aquella noche de amor podría olvidarse quizá; su pecado ocultarse, negarse, aunque lo purgara en solitarias y continuas penitencias… Pero, ¿y aquel maldito y penetrante perfume que le acompañaba como una acusación, como la mejor y más terrible prueba de su liviandad y de su adulterio? Porque doña Leonor, ¡que no usaba perfumes!, preguntaría, inquiriría, no podría explicar por qué aquel vaho cortesano le acompañaba y trascendía hasta Tordesillas, y la furiosa Xantipa le arrancaría los ojos y las entrañas al señor corregidor.
Llegó a Simancas. Apeóse en el mesón del Toledano; pidió un aposento, agua y jabón; encerróse; lavóse cuidadosamente manos, rostro, cabellos y aquellas barbas con que le retrató su deudo el sevillano Pacheco, y salió de allí, donde harto le conocían y estimaban, después de airear un buen rato al sol la ropilla y capa ante el abierto balcón del aposento. Remozado y contento salió a lomos de su mula, libre, al parecer, de graves cuidados.
X
Apenas dejó atrás el caserío de Simancas, tornó a percibir, cada vez más penetrante, aquel diabólico perfume que debió de haber aliñado maese Satanás en sus filtros y redomas demoníacas, y la vil cortesana en cuyos brazos durmió el caballero, infiltróle hasta las entretelas de su alma. Y ¿cómo entrar en Tordesillas?
Ya columbraba la crestería de San Antolín, la cúpula de Santa María, los torreones del palacio donde lloró durante media centuria su viudez la triste reina de Aragón y Castilla doña Juana—llamada «la Loca» por insensibles historiadores y por el vulgo, que no entiende de locuras de amor, como ya entendía don Rodrigo,—cuando éste apeóse en un recodo del camino, sombreado por espesos árboles. Ató las riendas de su cabalgadura a uno de aquéllos y contempló la ondulante corriente del Duero, en cuyas aguas tantas veces se bañó siendo niño.
Un audaz pensamiento asaltó al atribulado Pacheco.
Agazapado entre unos matojos, despojóse de sus ropas, que dejó sobre aquéllos, tendidas al sol abrasador de Castilla y Julio, y encueros vivos lanzóse el caballero al agua, con la avidez con que un cristiano se arrojaría a las ondas purificadoras del Jordán, murmurando en remembranza de sus felices tiempos de teólogo: ¡Vestigia nulla retrorsum!
El Duero, algo crecido, traía impetuosa corriente, en la que don Rodrigo dió varios chapuzones, restregando con sus manos mojadas barbas y cabellos y todo su cuerpo, para purificarle de aquel olorcillo cortesano y delatador…
Distraído, perdió pie, la corriente le arrastró; dió una voltereta desesperada; logró subir a flote y asirse a una rama en un recodo del río. Tiró de ella para subir; cedió la débil rama, y el cuerpo del desdichado caballero se lo sorbió el Duero impetuoso… llevándole inerte y sin vida hasta el puente de los diez arcos famosos, en uno de cuyos tajamares quedó detenido como miserable despojo del pecado.
Doña Leonor recibió el cuerpo exánime de su esposo con grandes e íntimos transportes de dolor. En el paroxismo de su locura, gritaba la enamorada señora:
—¡Me han asesinado a mi dueño y señor! ¡Justicia, justicia!
Las ropas abandonadas en la margen del río, la bolsa vacía y la falta de la cadena de oro del caballero, indujeron a jueces y escribanos a sospechar que don Rodrigo fué robado y arrojado al río para que no pudiera delatar a sus asesinos. Estos no se llevaron la mula, la espada y las ropas del caballero por temor de que les delataran, cosa que no podía suceder con los escudos y con la cadena, una vez fundida ésta. Y entre aquellas y otras conjeturas, nadie se acercó a la verdad.
Una hermosa mujer y un ladino posadero de Valladolid pudieron haber dado alguna luz; pero callaron por la cuenta que les traía.
Don Rodrigo recibió cristiana sepultura en San Antolín; doña Leonor encerró para siempre su dolor en su caserón, atenazándola el remordimiento de haber martirizado con su pasión de celos infundados a aquel santo varón que Dios le concedió por marido. Y como ella, toda Tordesillas lloró al varón ejemplar, dos veces santo, por su martirio de casado y por su muerte trágica.
Ya sexagenaria doña Leonor, hubo de exhumarse el cuerpo de don Rodrigo para trasladarle al alabastrino sarcófago que hábiles artífices italianos construyeron para guardar los restos mortales del señor de Pacheco y de la señora doña Leonor, cuando le fuera llegada su santa hora.
Asistió al solemne acto doña Leonor, acompañada del clero, servidumbre y mucha gente del pueblo, que aún amaba la memoria del caballero.
Abrióse el ataúd y fué como si se abriesen las puertas de la gloria. Suavísimo, embriagador e inefable perfume invadió las bóvedas de San Antolín, asombrando a todos los circunstantes.
«¿De dónde venía aquel fragante olor, que por primera vez en su vida percibían los viejos cristianos tordesillescos, si no era de los huesos del fenecido caballero? ¿Y qué otro olor podía ser aquel si no era el «olor de santidad» en que murió indefectiblemente don Rodrigo Pacheco, por sus muchas virtudes y su muerte de martirio?» pensaron los buenos tordesillescos, y clamó el pueblo a una voz:
—¡Don Rodrigo murió en olor de santidad! ¡Don Rodrigo murió en olor de santidad! ¡Allí estaba aquel perfume suavísimo que su alma santa dejó en sus huesos, proclamándolo! ¡Allí estaba la esposa del buen caballero, dando fe de ello con sus lágrimas de sincero arrepentimiento!
Y es fama que cuando alguien afirma todavía que don Rodrigo Pacheco murió en «olor de santidad», ¡unos huesos se estremecen en el fondo del alabastrino sarcófago, recordando una inmortal noche de amor en Valladolid!