¿Alucinación ó Telepatia?
—No te vayas, amigo mío, te lo ruego, no me abandones... Me faltan las fuerzas... La fiebre me consume, esta fiebre lenta, lenta, tenaz, que hace ya seis años se ha apoderado de mi sangre y hoy reseca mis labios y hace arder mi piel...
Voy á servirte una taza de café... mira cómo humea; en otro tiempo, excitaba dulcemente mis nervios y despejaba mi cerebro; hoy me agita, me pone convulso... yo creo que el leve vapor que exhala la taza se agranda... se agranda, se vuelve gigantesco y llena la habitación de una niebla cenizosa que forma extrafias figuras junto á la techumbre...
¡Qué cosas creo ver en esa niebla! Las nubes cambian de formas... Unas veces me fingen contornos de hadas, ángeles y sílfides... otras parecen seres extraños y caprichosos, genios, dragones..., monstruos... y todo pasa, gira, torna y desaparece...
¿Tú no lo ves? Cuando estoy solo, esos vapores se condensan, se cristalizan, se solidifican y aparece ella... ¡Ella! con sus grandes ojazos verdes tan tristes y tan profundos, su tez morena, su cuerpo delicado... y su boca..., su boca semejante á una cereza madura... Percibo su perfume, llega á mi el vaho de su aliento...
Llevo seis años de sufrir..., seis años de martirio, la ciencia no conoce mi mal, y yo... me siento morir...
Voy á evocar mis recuerdos, voy á retrotraerme hasta el comienzo de mi desventura para que me puedas comprender.
Tenía yo entonces veintidós años, huérfano y rico, se apoderó de mí el vértigo; mis caprichos se multiplicaban y mi existencia corría feliz en medio de los placeres.
Era una existencia inútil, estéril.
Si tenemos derecho á la vida, es porque tenemos el deber de contribuir á la gran obra que la humanidad realiza con su perfeccionamiento.
Se nos da cerebro, corazón, sentimiento... para emplearlo en el bien de la humanidad, para producir, para ayudar a su progreso, y lo gastamos egoístamente, lo destruímos en nuestros placeres, sin pensar que cometemos un verdadadero robo.
¡Y qué amargura, qué pena es llegar joven al término de una vida que se ha derrochado en mutilidades! tender la mirada al pasado y ver claramente que tocamos al fin sin haber dejado pada en pos nuestro, ir á caer en la nada sin haber vivido...
Si, sí, amigo mío, hasta las substancias orgánicas que nos dió la Naturaleza las dejamos destruídas... Nuestros cuerpos agotados, consumidos por el vicio, no servirán siquiera, en la eterna transformación de la materia para dar vida al más insignificante vegetal... Podrán servir, á lo sumo, para adherirse á los principios venenosos de un mineral y hacerlo más mortífero y activo...
Lo único que me consuela es que tampoco he hecho daño, nunca me acerqué más que á mujeres fáciles... y te aseguro que me daba por contento... Le tenía miedo á las virtudes... un hogar... hijos, familia... Una mujer con derecho á ser la única amada; una piara de chiquillos de quien cuidar... nunca concebí que esa fuese la misión del hombre.
Una noche me retiraba á mi casa cerca de las dos de la madrugada, cuando al volver la esquina tropecé con un obstáculo, y una escena repugnante hirió mi vista. Un hombre de aspecto brutal golpeaba bárba—t ramente á una joven, casi niña, que se estrechaba temblando contra él, con ese miedo propio de los irracionales que se consideran por instinto sometidos al amo. ¿No has vi to temblar asi á los perros al ser castigados?
Yo me he preocupado siempre poco de lo que hacen los demás; pero esa noche, no sé qué cosa extraña agitó mi corazón en presencia de aquel sufrimiento pasivo, y sin conciencia de lo que hacía, enarbolé el bastón, y dí tan fuerte golpe al hombre, que le hice rodar por tierra sin sentido.
La joven no se movía. Me asaltó el temor de que estuviese muerta y me apresuré á examinarla. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Yo no vi de ella más que los ojos; me deslumbraron. Eran unos ojos verdes grandes, tan transparentes que se creía ver jugar al través de ellos los pensamientos en el fondo del cerebro.
Yo no vi más que aquellos ojos, me pareció conocerlos, y sin darme cuenta de lo que hacía, la levanté, la cogí en mis brazos y la conduje á esta casa. ¿Cómo haré para describirtela?
Era de pequeña estatura, con el cuerpo de niña, delgadita y algo angulosa; el talle un poco deprimido, nariz respingada y facciones irregulares; el color moreno y la cabellera, abundante y negrísima, caía en revueltos y enmarañados mechones alrededor del rostro.
Su vestido desgarrado y sucio, empapado por la lluvia, se ceñía á su cuerpo y le daba el aspecto de una pordiosera, de una de esas desgraciadas que el vicio agosta antes de que se desarrollen, como la cizaña ahoga la semilla sana y hace brotar la planta desmedrada y sin savia.
¿No encuentras nada notable en el retrato? Lo notable, amigo mío eran sus ojos, que formando contraste con el color de sus sienes, parecían dos esmeraldas, verdes, grandes y tornasolados por los reflejos de la luz y las impresiones del cerebro... Aquellos ojos lanzaban destellos dulces y acariciadores como los rayos de la naciente aurora ó adquirían el verde obscuro, opaco, de las ondas del Océano; á veces se iluminaban con una intensidad extraña, indefinible, como el relámpago en noche tempestuosa, como la luz del alcohol en sus vacilantes llamas policromas, como la cárdena claridad del rayo que quema y no alumbra.
La boca era pequeña, carnosa, de labios tan rojos y húmedos, que parecían bañados en sangre.
Las manos y los pies eran chiquitos, infantiles.
Yo me senti subyugado; me pareció que la conocía, que era algo mio, perdido durante mucho tiempo, lo que volvía á encontrar.
Si las almas pasan de un planeta á otro, yo había amado á aquella niña en otro planeta y la reconocía.
Le pregunté su pasado... Era el de todas esas desdichadas que engendra el vicio, crecen entre el lodo y van á dar fatalmente en el crimen...
Aquí... temblando... al recordar aquellas escenas de miseria me lo contó todo, su infancia sin cariño, sus días sin pan..los malos tratos sufridos y... la juventud marchita.
Yo la oía con el pecho oprimido, miraba sus ojos obscurecidos y sufría, sufiía bárbaramente con sus dolores... y... sus... miserias.
—¿Y no has querido, no has querido á nadie—, le pregunté ansioso?
Abrió desmesuradamente les ojos; no me comprendía; para ella la palabra amor tenía bien distinto significado.
No quise insistir y escuché el término de su relato; el hombre que la golpeaba, la trató sólo dos dias y era malo, decía, todos pegan, pero no tanto.
¡Todos pegan! ¡Qué horror habíaen aquellas palabras dichas con tanta sencillez!
—No, le dije; no, pobre niña, todos no pegan; yo te cuidaré.
Me miró asustada:
—Serás de esos que no quieren que... que seamos así... ¿Sabes? Y añadió con terror: No me encierres te lo suplico, prefiero que me peguen, déjame marchar.
—No temas, yo te amo.
—¡Que me amas!—preguntó entre asombrada y picaresca.
—Sí, pobre criatura, te amo como tú no sabes que se ama; como yo no lo sabía tampoco.
—Ah, yo te amo á ti también—dijo con ingenuidad—, y ya sé lo que es amor... es quererte como si te conociera de toda la vida.
—Eso, eso—grité entusiasmado de verme comprendido, y añadi: —Yo necesito borrar tu pasado, educarte, hacer de ti una señorita, una mujer honrada.
—¿Una señorita, una mujer honrada?—repitió casi sin saber lo que decía—; y tú ¿me queriás entonces? Sí, enséñame qué debo hacer.
Desde aquel día yo me consagré á la educación de Eugenia; la miraba como si fuese mi hermana, ella absorbía mi vida; la empecé á enseñar como á un niño y sus progresos eran asombrosos.
Jamás he visto una inteligencia semejante. Cuatro añcs pasaron para mi en un éxtasis de felicidad. Eugenia no era ya la chicuela que recogí en el arroyo; sabía leer, tocaba el piano, y sus modales eran los de una señorita; parecía que recordaba una existencia anterior... Se había desarrollado, su talle era redondo, elegante, y sus manos de niña blancas y transparentes se sostenían en dos brazos morbidos, torneados... de color un poco pálido; vestía con distinción y sencillez. Su aspecto era tan angelical, que parecía envuelta en una aureola celeste.
Sólo sus ojos y su boca se conservaban incitantes como el deseo, y, sin embargo yo continuaba sin atreverme á tocarla con mis labios... le faltaba pureza... Y es preciso que lo confiese; mira, aquella era la habitación de Eugenia... La había hecho amueblar para ella, como un santuario... yo no pasaba sus dinteles... pero, á pesar de mi amor, seguía entregándome á la vida de disipación acostumbrada...
¡Ah! Es que en el fondo de los hombres civilizados ruge siempre el hombre de las cavernas... el salvaje... la bestia.
Ninguna mujer me parecía bella ni elegante; pero no me causaban la invencible repugnancia que me producía la que yo amaba.
Eugenia era para mí algo superior; algo sagrado, Yo no podía hacerla mi amante... y no podía hace la mi esposa.
No me repugnaba la impureza Consciente de aquellas mujeres que no me querian y odiaba las falta cometidas sin consciencia por 1 mujer que me consagró toda su vida.
Y es que lo que yo quería de Eugenia era el alma, el alma que ella conservaba tan pura como un armiño, pero que yo veía cubierta por una vestidura de impureza, cuando la necesitaba envuelta en pétalos de azahar y de azucenas.
La deseaba como una perla que no saliese jamás de su concha; como un copo de nieve que no llegará á tocar la tier a; como una flor cuyo perfume no esparciese la brisa; como una estrella que no viesen brillar los mortales... ¡La quería tan pura que temía que mi pensamiento la manchara al desearla!... y la veía caida en medio de la calle... envuelta en el fango... Tenme lástima amigo mio, compadéceme... Así deben sufrir los condenados... La adoraba y en algunos instantes sentía impulsos de matarla...
Eugenia notó mis frecuentes salidas... las noches enteras pasadas fuera de casa. Ella sufría, estaba pálida y sus ojos se iluminaban con resplandor siniestro.
—Emilio—me dijo un día—; hace cinco años que estoy á tu lado y puedo decir que cinco años que nací. Tú me has educado; tú has desplegado ante mis ojos las páginas de una vida que no conocía, tú eres 'para mí mi padre... madre... patria... poesía... todo... todo. ¿Qué soy yo para ti?
—¡Tú! ¿Qué eres tú? Eres yo. Toda mi existencia.
—¿Pero cómo me amas?
—Como se puede amar al padre, á la madre, al hijo, al hermano, á la patria y á la poesía.
—¿Y no me amas como... como..un esposo?
Entonces la tomé de la mano y cometí la barbarie de contarle todo lo que pasaba dentro de mí.
Eugenia me escuchaba llorando; cuando terminé de hablar, se levantó y me dijo con voz ronca.
—Tú me has hecho una mujer educada, ya no soy la pobre muchacha que encontraste en la calle... Aquella era otra. Yo te conozco de hace mil años: he venido de otro país, de otro mundo, á buscarte, y necesito tu amor. Te crees que hay menos pureza en mi alma porque mi cuerpo esté manchado, que en esas jóvenes cubiertas de azahares que se casan con un hombre al que no ama?
—Eugenia—le dije estremecido—; yo también creo que te he amado en un mundo distinto de este... Allí podía amarte... Aquí has caído, pobre ángel, cuando venías en mi busca. Te he encontrado tarde y añadí con desesperación—: no basta la pureza del alma, es necesaria la del cuerpo.
Eugenia sonrió y me dijo:
—¿Crees que la muerte puede purificar?
—Sí, le repliqué sin considerar el alcance de mis palabras; sí, y podremos encontrarnos en otra nueva vida.
Amigo mío, lo que sigue es horrible... ¡verdaderamente horrible!
Mientras yo, predicando la pureza, me encenagaba en los vicios, Eugenia se suicidó...
Se suicidó con un martirio lento é inconcebible... Lo supe en su lecho de muerte; me lo dijo, cuando ya la vida la abandonaba...
Cuando yo salía de casa, Eugenia dejaba el abrigado lecho, rociaba agua en el mármol, abría el balcón, y desnudándose, con el cabello revuelto alrededor del cuello... el rostro pálido, sacudida por un temblor nervioso que hacía chocar sus dientes, se tendía sobre las losas..se retorcía sobre el duro pavimen to... con placer, con voluptuosidad... como si recibiera de la muerte las caricias que yo le negaba!
¡Aún sonreía al contármelo! Al fin, un día consiguió su objeto; la pulmonía se declaró o con carácter fulminante, y allí, en su lecho de muerte, conocí este secreto... su amor y su martirio.
Loco, desesperado, queriendo luchar contra la muerte, la oprimí en mis brazos; me parecía más pura que la tierra en el primer día de la creación...
Quise aproximar mis labios á los suyos y me detuvo con la mano.
—No, me dijo; nos reuniremos allá, en otro mundo...
—No me dejes, le supliqué.
—Ya es tarde, me voy, me llaman, mira, voy vestida de blanco y allá... allá... arriba me dan lirios, rosas y azahar...
El delirio comenzaba, Eugenia se moría... ¡Yo era su asesino!
Tuvo un momento de lucidez, me miró y dijo:
—¡Pobre, Emilio, perdóname que te abandone!... Dame un beso, uno sólo y volviendo al delirio contitinuó.—No me quitéis mi velo y mi corona, puedo besarlo, es mi esposo.
El delirio continuó toda la noche; al amanecer pareció mejorarse y me dijo:
—Emilio, bésame, pero si me be sas serás mi esposo y me interpondré entre tú y todas las mujeres, serás mío, mío solo, á despecho de la muerte...
Levanté su cabeza y uní con delirio mis labios á los suyos... me pa recía que le iba á devolver la vida con mi aliento.
Sus labios ardían, sus besos me quemaban... de pronto noté que estaban helados... ¡Había muerto!.. Había muerto sin estertor, sin agonía... ¡Agonizó en su primer beso de amor!
La vistieron de blanco, la cubrieron de azahares... y se la llevaron..se la llevaron... Pero está aquí... Cada vez que miro á una mujer, siento sus labios fríos que se posan en mis labios calenturientos... y tengo miedo... ¡miedo!
Todo está en su cuarto como ella lo dejó... Vive ahí y yo no la veo... Suenan al anochecer las teclas del piano... Están sus huellas en la cama... Viene á aspirar el perfume de las flores que le compro... y la bata azul y el peinador blanco conservan el calor de su cuerpo...
¿Por qué no se deja ver; por qué me besa con los labios fríos?...
Ocho días después, se hablaba de la muerte de Emilio.
—Estaba loco—dijeron algunos.
—¿Loco? ¿Visionario?—pense yo—. ¿No estaremos en presencia de un caso de telepatía? ¡Quién sabe los descubrimientos que la ciencia nos prepara en lo porvenir!
El fiscal
Eloísa era una joven encantadora. Figuráos que los árabes se mezclaran con los hebreos; haced de esta reunión una mujer de ojos garzos, sombreados por largas y sedosas pestañas obscuras; con el cabello intensamente negro y rizado con suavidad como el de las hijas del desierto; todo esto animando un rostro moreno, con ligeras tonalidades de bronce, la nariz fina, algo achatade cerca de los labios, y la boca un poco grande, pero ocultando una dentadura irreprochable; dad á esta concepción la vida de una juventud sin preocupaciones ni disgustos y tendréis á Eloísa.
Su carácter presentaba también una mezcla extraña, una excesiva impresionabilidad que la hacía aparecer tan pronto dulce y sencilla, como altiva é imperiosa.
Ni libros ni consejos pesaban sobre su ánimo; hija única, sin haber conocido á su madre, mimada por un padre que la adoraba, con un desconocimiento completo de la sociedad, Eloísa se desenvolvía libremente en plena Naturaleza.
En su quinta, á orillas del Guadalquivir, oculta entre los árboles gigantescos, sintiendo penetrar por todos sus poros los efluvios de la vida exuberante y fecunda, ensanchando su pecho con el perfume de la Naturaleza, la joven soñaba en un porvenir de venturas. Sus sueños eran los de ese período encantador que precede al casamiento, ese periodo de la dicha esperada que sobrepuja siempre á la realidad.
Su boda había de verificarse dentro de un plazo muy breve; ella amaba á su prometido con un amor tranquilo y profundo. Julio Sánchez era hijo de uno de sus vecinos, su amigo de la infancia, un muchacho honrado y trabajador, cuyos triunfos de estudiante había seguido anhelosa hasta verlo ocupar el importante cargo de Fiscal en la Audiencia de Sevilla.
Eloísa sentía vanidad de ser amada por el joven; se llenaba de orgullo al pensar en su vida futura, compartiendo los triunfos de Julio, alentándolo en las causas justas, predicando una ley de perdón que dulcificara el castigo de los culpables... A veces, en los hermosos cuadros de sus sueñcs, las mejillas de la joven adquirían las tintas de la flor del granado al ver pasar rápidamente una pléyade de seres alados, mitad gnomos, mitad ángeles, cuyas preciosas cabecitas reproducían sus facciones y las de Julio, como si hicieran un solo ser de los dos.Julio, más amante cada vez, le dirigía cartas apasionadas; los preparativos de la nueva casa le ocupaban, haciéndole olvidarse de sus tareas jurídicas, á pesar de hallarse en vísperas de actuar en un importante uicio oral.
Entretanto, ese ser abstracto al que llamamos tiempo, fantasma creado por nosotros mismos para tener un tirano más, iba avanzando y la boda se aproximaba.
La víspera de tan deseado día egó.
Julio había venido de Sevilla aquella misma mañana, y sentado junto á su nov'a, bajo el emparrado que cubría la puerta, la miraba embelesado, mientras los labios se negaban á formular las ideas, como si la palabra fuese impotente para expresar sus sentimientos.
—¡Eh, muchacho! que nada me has dicho del juicio de ayer—dijo con su acostumbrada franqueza el padre de Eloísa, interrumpiendo la dulce contemplación.
—Ya lo verá usted mañana en los periódicos... Dicen que estuve elocuente... Buenas amistades—añadió con falsa modestia.
— No—replicó él contento de su futuro yerno—, ¡tú vales mucho! ¿y el fallo del Tribunal y del Jurado?
—Ambos estuvieron conformes con lo que yo había pedido.
—¿Qué pediste?—preguntó aún el viejo.
—Veinte años de presidio para el cómplice y la muerte en garrote para el asesino—dijo con frialdad Julio.
—¡La muerte!—exclamó palideciendo intensamente Eloísa.
—Era un monstruo; figúrate un hombie e que en un acceso de locura impulsiva mató á su mujer y...
La joven no le escuchaba, tenía la cabeza reclinada en el respaldo de la silla y sus miembros se estremecían convulsivamente.
Julio, sorprendido, no sabia qué hacer, y el viejo, molesto por aquella extraordinaria sensibilidad, se acercó á él, y dándole una palmadita en el hombro, le dijo:
—No hagas caso de eso, ¡nervios de mujer! Un día se puso igual porque vió un pajarillo herido de un tiro. Ya se le pasará.
La repentina indisposición de Eloísa obligó á suspender la boda; la joven tuvo que guardar cama, y al final de una larga enfermedad nerviosa, y como consecuencia de ella, se le declaró una tisis aguda que la llevó al sepulcro.
Nadie vió en esta muerte más que una desgraciada casualidad; la ciencia afirmaba que el a're húmedo del río provocó el desarreglo del organismo de Eloísa.
La desesperación de Julio no tuvo límites; su juicio vacilaba, y sin atender á consejos, presentó la dimisión de su cargo, retirándose al campo para vivir en aquellos sitios santificados por el recuerdo de la amada muerta, dedicándose personalmente á los más rudos trabajos agrícolas, con un ardor extraño, como si deseara que el cansancio del cuerpo aniquilase al espíritu.
Un día me atreví á censurarle el abandono de su bril ante porvenir, y él, sin responderme una palabra, sacó del bolsillo una carta amarillenta, que aún conservaba un dulce perfume femenino, y leyó:
«Julio, perdóname, he destrozado tu alma al hacer imposible nuestro casamiento; pero también he destrozado la mía hasta el punto de que no se me oculta la imagen de la muerte que se aproxima.
Yo te amo, te amo y muero, porque no quiero ser tuya; mi corazón se rompe al dar salida á los felices sueños que habíamos forjado; ellos eran mi vida y con ellos se va.
No creas que te recrimino; en mi sencillez de rústica campesina: yo no entiendo eso que llamáis problemas sociales; pero yo no puedo comprender que el hombre esté autorizado para matar á otro hombre, y tan criminal me parece el que sentencia á muerte como el que ha cometido el delito.
Perdóname; sé que esto no es así, y, sin embargo, yo no puedo ver moverse tus labios sin pensar que de ellos ha salido la muerte de un hombre; yo no puedo oir tu voz querida, sin pensar que vibró para pedir esa muerte; yo no puedo acariciar tus cabellos, sin pensar que tu cerebro concibió ideas brillantes y elocuentes que habían de privar de la vida á uno de nuestros semejantes; yo no puedo estrechar tu mano, sin ver en ella las manchas de sangre en que se convierte la tinta de tu pluma.
He querido combatir esta locura que se apodera de mi cercbro; pero en mis largas noches de insomnio he visto los resultados de la fatal sentencia. He visto un hombre sano y lleno de vida esperando una muerte que le hace maldecir de sus semejantes, que le hace no entender ese Evangelio todo perdón y mansedumbie, que le quita a esperanza de rehabilitarse y el tiempo para el arrepentimiento.
He visto el cadáver, he visto laminar las vértebras del cue lo del sentenciado y he oído el crujido de sus músculos. No puedo describirte mi horror.
Su último acento fué una maldicin... ¿Para quién?.,. No sé... Tú no has dictado esas leyes... esa maldición no era para ti... era para la sociedad... Pero esa sociedad tuvo un eco... tú formulaste su voz. ¡Oh!, para ti, para ti era la maldición del reo... yo quiero compartirla contigo; pero nuestros hijos... inocentes y...¿qué digo? Deliro... perdóname.—Eloísa.»
Al terminar la lectura los ojos de Julio estaban llenos de lágrimas.
—Recibí esta carta después de muerta Eloísa—dijo—, y estos sencillos argumentos han destruído todas mis ideas filosóficas. Creo justo el castigo que me ha herido haciendo que al pedir aquella sentencia encontrase la ruina de mi feli cidad... Mi mano, en vez de coger la pluma para destruir á mis se mejantes, dirige hoy el arado que abre el surco para que el grano germine en las entrañas de la tierra.
¡Sacrificio!
Como los viajeros que han atravesado el desierto y después de una larga caminata entran en la ciudad admirados de todo cuanto ven, así penetraron Rosa y Pedro en el matrimonio; parecía imposible que el amor hubiese aproximado seres tan distintos, y no acertaba la razón á explicarse una unión tan desigual.
Rosa era alta, delgada, rubia, de ojos azules, dulces, dormidos y soñadores, orlados de largas pestañas, que retorciéndose en manojos, daban á su mirada algo de varonil y sombrío; ojos en los que se leia un mundo de ideas encontradas, de ardientes deseos, de ensueños ideales; unos ojos verdaderos abismos del pensamiento, iluminando el rostro de facciones irregulares, que seguramente no hubiese tomado por modelo un escultor.
La tez fina, sonrosada y transpaparente, dejaba adivinar la red de sus azules venas, y su cuerpo esbelto, nervioso y flexible, denotaba que bajo la apariencia de debilidad y gracia, Rosa era fuerte como la mitológica Diana. El rubio dorado brillante y metálico de sus largos cabellos; ese rubio que dió fama á las antiguas venecianas, y que Ticiano y Rubens copiaron con sus inimitables pinceles, daba á conocer la poderosa sangre andaluza que animaba aquella esbelta estatua, capaz de los sentimientos más exaltados.
Pedro, por el contrario, era pe queño, rechoncho, coloradote, de tez cobriza, labios gruesos; el infe rior caido y vuelto hacia abajo, le daba apariencia de pasiones poco nobles, y su mirada vaga, estúpida y sin brillo, indicaba un espíritu embrutecido y apático.
Cómo llegaron al matrimonio Pedro y Rosa, es un misterio; quizás los dos soñaran seres distintos, la casualidad los acercó, cada uno creyó ver en el otro el tipo soñado y los dos se equivocaron obrando de buena fe.
Desde el primer momento, el choque entre aquellas naturalezas tan distintas, fué inevitable. Pedro, sensual, incapaz de ternura ni delicadeza, trató á Rosa como la hembra destinada á servir de instrumento á sus placeres brutales, y ella recogió dentro de sí todas las ilusiones quecomo encantadas mariposas, la habrían acariciado deslumbrándola con el polvo de oro que se desprendía de sus alas, y que con raudos giros huían ahora de ella; su alma, al contacto de la horrible realidad, se replegó en sí misma como esa flor tropical que conocemos con el nombre de sensitiva se repliega y cierra sus hojas al contacto de un cuerpo extraño.
Rosa ocultó dentro de su pecho los insaciables deseos de una dicha soñada, que punzaba su alma, dejándola sin mieles ni perfumes como deja la abeja la flor donde se posa para libar el néctar cuando después de saciada tiende las alas al sol y va á buscar una nueva flor donde posarse.
Pedro se entregaba entretanto á la vida de crápula, al alcoholismo y á toda clase de excesos, tratando brutalmente á su esposa, que pasaba los días sumida en la mayor tristeza.
Un circulo azulado rodeó sus hermosos ojos, sus labios adquirieron una expresión extraña y dolorosa; pero grande en su desgracia, guardó altivamente su dignidad, y á pesar de que su martirio era del dominio público, ni sus más íntimas amigas la oyeron exhalar una queja.
Emilio había sido su compañero de la infancia; nunca una idea amorosa había turbado la pureza de su amistad, aumentada ahora por la compasión que le inspiraban los sufrimientos de Rosa.
Esta tenía un vivo agradecimiento por el joven y viéndose comprendida, sintió el cariñoso respeto de su amigo, entregándose confiadamente á un sentimiento en el cual nadahabía de culpable.
El cariño que los dos jóvenes se profesaban no tardó en ser pasto de la maledicencia, y una noche Pedro oyó en la taberna, entre aquel nauseabundo ambiente de humo y vino, en medio de las maldiciones escapadas de los balbucientes labi s de los beodos y los descarados chistes de las mujerzuelas, el no ubre de su esposa pronunciado por un amigo cariñoso que quería enterarlo de su desgracia.
Pedro estaba ebrio; no conocía e' sentimiento del honor en Cuanto éste tiene de noble y delicado, pero vió que se reían de él; su amor propio habló tan alto como debía había haber'o hecho su dignidad, y tomando un cuchillo de la mesa, salió con paso vacilante, sin que ninguno de aquellos scres degradados intentara detenerle.
Nadie ha sabido la escena que se desarrolló en su casa cuando, á su llegada, pretendió herir á la inocente Rosa, que en lucha desesperada, hubiera sucumbido á no llegar Emilio oportunamente para oir sus gritos y volar en su socorro.
La lucha entre los dos hombres debió ser terrible...
A otro día los caritativos amigos de Pedro pudieron saciar la sed de emociones contemplando su cadáver ensangrentado.
* * *
Es este un cuento sencillo y verdadero: nada hay en él de
imaginativo. Es sólo uno de los muchos casos producidos por la
maledicencia, que goza clavando su garra y manchando con su baba impura
los sentimientos nobles, que no es capaz de comprender; y por las
estúpidas leyes que condenan á vivir unidos dos seres que se repelen,
dos existencias entre las cuales no podia haber nunca ni afinidad
orgánica, ni afinidad moral, y que se ven imposibilitados de romper el
lazo que han hecho indisoluble el egoismo y la barbarie.
Una tiple
El teatro estaba completamente lleno; iluminado y decorado con riqueza y buen gusto, servía de marco á la espléndida guirnalda de muje. res hermosas que, con los hombros y los brazos desnudos, ocupaban los palcos y plateas, siendo la admiración de los elegantes que ocupaban la sala y del pueblo apiñado en la entrada general.
Era la noche del debut de la nueva tiple, que, precedida de gran fama, acababa de llegar á Italia, la patria del bell canto; tiple que iba á dar a conocer sus extraordinariasfacultades en Milán, donde siendo aceptada ya tenía asegurada su fama y su porvenir de artista. El renombre de la signora Giovani era grande y novelesco, uniendo á sus extraordinarias facultades una belleza poco común, que la hacía más interesante.
Se decía de la signora Giovani que poseedora de una gran fortuna y casada muy joven con un hombre, á quien adoraba, había sido abandonada por él, dejándola en la miseria con un hijo de corta edad, por el que la madre hubo de buscar en el arte un medio de ganar el pan, siendo tan aplaudida por su talento y belleza como por su intachable conducta.
El público esperaba con ansiedad el momento de levantarse el telón, que ya tardaba más de lo acostumbrado, y dejaba oir un rumor de impaciencia.
Entre tanto, la signora Giovani, pálida y temblorosa, vestida con el lujoso traje que había de lucir en la escena, decia suplicante al empresario.
—Suspended la función, por caridad, esta noche.
—Es imposible, señora. El teatro está lleno y el público espera.
—¿Cómo queréis que cante cuan do mi hijo expira?
—Exagera usted, y, puede creerlo, no es sólo mi interés, sino el suyo lo que me obliga á rogarla que cante. Es el porvenir de usted y el de su hijo. Se diría que la tiple había tenido miedo.
—Su estado no es tan desesperado como usted cree—dijo interviniendo en la conversación otro caballero—. Yo le ví esta mañana.
—Des de entonces está peor, doctor; no puede respirar y le dejé llorando. No quería separarse de mí.
—Las madres se alarman demasiado, señora.
—Tiene usted razón, y además es mi sola alegría, mi única dicha, el único cariño verdad que existe para mí en el mundo.
—Tranquilícese usted; yo le prometo que voy á enviar ahora mismo á preguntar, y si está peor volaré á su lado.
—¿Me lo promete usted?
—Se lo juro.
Diez minutos después la signora Giovani era saludada por el público con un aplauso de simpatía, y de su garganta se escapaban notas sonoras y armoniosas que entusiasmaban al auditorio. Su canto era el trino del ruiseñor, cantaba de un modo tan fácil, tan vibrante y armonioso, que llenaba los ámbitos del teatro.
Un observador hubiera notado en el acento de la signora Giovani una nota triste, algo así como el lamento que exhala el moribundo, apagado por el ruido de la vecina fiesta, y que, sin darse cuenta de ello, impresionaba al público, que se sentía atraído hacia aquella figura tan ineresante, prodigándole una verda dera ovación.
Cuando terminó el primer acto las flores y las coronas cayeron á los pies de la tiple; el entusiasmo llegaba hasta el delirio. Tan pronto como pudo, la signora Giovani corrió á su cuarto y preguntó ansiosa:
—¿Qué hay? ¿Qué se sabe de mi jo? ¿Dónde está el doctor?
—Tranquilícese usted, señora dijo el empresario—. Cuando nin gún recado han traído el niño estará mejor, indudablemente.
—Por Dios, no me oculten nada.
Y la pobre madre, presa de una nquietud mortal, tuvo que hacer un iolento esfuerzo para que la sonrisa asomase á sus labios al dar las gracias á los admiradores que acudían á aludarla. Iba más de la mitad del cuarto acto; la signora Giovani continuaba recibiendo el aplauso del público; estaban en la parte más difícil de la obra; la música dejaba de ser melancólica y se convertía en alegre y ligera. Se llegaba á la parte más culminante, el escollo de los artistas.
La signora Giovani tenía que cantar sola; palideció densamente y tembló de un modo tan visible, que todo el público hubo de advertirlo. ¿Tendría miedo la notable cantante? Una nota agudisima y discorde salió de su garganta; fué como un grito de dolor que se escapara á pesar suyo; aquéllo sólo duró un segundo, y la hermosa tiple atacó la romanza con gallardía, dominándola y arrancando un murmullo de' aprobación; pero la inamovilidad de sus facciones y sus ojos, fijos en un punto del teatro, daban á conocer que cantaba maquinalmente.
En efecto, al empezar el cantable, la artista, que no separaba sus ojos de la butaca ocupada por el doctor, había visto á éste levantarse y salir apresuradamente.
Una angustia infinita llenó su alma; comprendió que su hijo estaba peor, y ella no podía volar á su lado; de garganta volvió á gritar, desafinando, y después ya no supo lo que hacía; cantaba automáticamente, sin darse cuenta de ello. Sus ojos miraban y no veían el teatro; veían una alcoba, donde su hijo, desde su lecho, le tendía las manos y la llamaba con su vocecita de ángel; sus oídos no percibían los ecos de la música; escuchaban aquella voz amada y el estertor de una penosa agonía.
El murmullo de desagrado del público la sacó de su abstracción. La orquesta marcaba una «cavatina» y la tiple tenía que reir. La Giovani hizo un esfuerzo y la carcajada, fresca, llena, sonora, espontánea, surgió de sus labios, haciendo prorrumpir á las gentes en un aplauso y cambiando en triunfo la desaprobación que empezaba á manifestarse.
La orquesta siguió, y la signora Giovani, en vez de seguirla, repitió su carcajada con más fuerza, con más valentía; pero notándose en ella algo de seca y forzada, que conmovió tristemente á los oyentes y suspendió el aplauso.
Una tercera carcajada, seca, metálica, estridente, se escapó de su pecho, y después otra, y otra. El telón cayó; los admiradores de la bella tiple acudieron presurosos y el público tuvo que abandonar el teatro tristemente impresionado. La signora Giovani había perdido la razón.
El último encargo
Todas las tardes se repetía para Manuel la misma escena; cansado del trabajo monótono, regular y frío de las oficinas, salía á la calle con el cerebro lleno de pesadez calenturienta, y al respirar el aire oxigenado, lanzaba un suspiro de satisfacción, recordando, con amarga conformidad, las sombrías paredes de su despacho, cárcel de los condenados al trabajo forzoso para ganar el pan.
Manuel andaba apresuradamente, durante todo el día, sobre el libro, lleno de fa igosas columnas de números; había creído ver una cabecita rubia, de ojos azules, melancólicos, espirituales, con los labios rosados y el cutis de una blancura diáfana y nacarada.
Al llegar á su modesto cuarto tercero, encontraba Manuel la cabecita rubia de una encantadora niña de diez y ocho años, que se lanzaba á sus brazos llena de infantil alegría.
La mesa, con la modesta comidita, servida sobre blanco mantel, con vasos y platos, deslumbrante de lim pieza, lo esperaba.
Después la pequeña chimenea encendida, la butaca preparada, la mesita con el tabaco y la novela favorita al alcance de su mano, todo parecía destinado á que Manuel olvidase las horas tristes de la oficina.
El joven era feliz; aquel amor constituía toda su dicha y toda su ambición; la sombra de la duda no había empañado nunca su pensamiento; había sido el primer amor de Elena; ella era huérfana y pobre, vivía con una hermana de su madre, que la recogió por caridad, y trabajaba en un obrador de modista.
El la esperaba todas las tardes al salir del taller, y los dos formaban bellas novelas para el porvenir.
La muerte de la que servia de madre á Elena turbó la felicidad de los enamorados; la joven quedaba sin amparo, y el modesto empleado le ofreció su escaso porvenir, que ella aceptó llena de agradecimiento.
Manuel quiso verificar en seguida la boda; pero era menor de edad y la madre no prestó su consentimiento.
Manuel abandonó la casa materna, construyendo para su Elena aquel humilde nido donde lo hemos visto tan feliz, mientras llegaba el deseado momento de poder legalizar su unión.
Un día Manuel se sintió enfermo y tuvo que dejar la oficina, llegando antes de la hora acostumbrada á casa de Elena. La joven habia salido y llegó poco antes de la hora en que Manuel acostumbraba á ir. Al ver á su amante se turbó y sus labics murmuraron una disculpa; una amiga enferma á quien se había visto obligada á visitar.
Mientras hablaba, sabía rápidamente la escalera.
Tenetraron en la habitación, y Elena, quitándose con apresuramiento la mantilla, procuró ocultar entre sus encajes una carta que se veia abierta sobre el tocador; pero Manuel la había observado y se pre cipitó hacia ella Una lucha cuerpo á cuerpo se entabló entre los dos; al fin Manuel logró apo derarse de la carta; era una revelación terrible. Elena tenía otro amante.
* * *
Dos años después volvemos á encontrar á Manuel al salir de su
oficina; no era ya el joven alegre que abría su pecho á la esperanza y á
la vida; un triste suspiro contraía sus labios, y lentamente dirigiase á
su casa.
Durante las largas horas de trabajo, un velo negro se interponía entre él y la fatigosa fila de números; aquel velo tomaba formas de mujer, de contornos vagos, inseguros, que llevaban escritos sobre la frente palabras siniestras: Falsía, engaño, traición...
Al llegar á su casa encontraba la mesita limpia, la butaca al lado del fuego y la sonrisa amorosa de una anciana, de blancos cabellos, cuyo amor no podía ser discutido: su madre.
Y sin embargo, Manuel lloraba sin poder olvidar aquel pequeño cuartito, donde tan feliz había sido.
Una tarde el joven encontró á Marta, la amiga íntima de Elena. Ella le habló de su antigua amante y él no tuvo valor para prohibirselo.
Elena estaba enferma, muy enferma; aquel hombre la había abandonado y la muchacha se moría de tristeza y de hambre, lloraba su ingratitud con Manuel y quisiera verse perdonada...
Manuel sólo entendió una coss; Elena era desgraciada y Elena se arrepentía.
...Aquella tarde su anciana madre lo esperó en vano; él fué á la calle que le había indicado Marta, y, sin hacer una alusión á lo pasado, sin una palabra de reproche ó de amargura, dijo á la joven, que esta ba confusa y temblorosa en el dintel de la puerta:
—Elena, hermana mía, arregla nuestra comida.
Desde aquel día Manuel fué hermano de Elena; la cuidaba con la ternura que se puede cuidar á un niño; pero la joven decaía visiblemente; sufría una tuberculosis aguda; todos los recursos de la ciencia fueron inútiles.
Un día, al volver Manuel de la oficina, Marta le dió la fatal noticia: Elena habia muerto.
El joven sintió un dolor terrible; pero el deber de tributar sus últimos cuidados á la que tanto amó, se sobrepuso en su pensamiento. Era preciso ocuparse del entierro.
Elena fué vestida con traje de seda negro y rodeada de flores; las amigas acudieron, y Manuel veía llegar, lleno de terror, el momento que iba á separarlo para siempre, de aquella mujer que ni la traición ni la muerte habían podido arrancar de su alma.
—Manuel—le dijo Marta interrumpiendo su sombrío silencio―, tengo que cumplir el último encargo de Elena; yo he recibido su último suspiro, ella te agradecería mucho tu perdón.
—Y su último encargo ¿qué fué? Dímelo.
—No sé cómo decirtelo.
—¡Acaba!
—Quería que acompañáseis su cuerpo hasta el Camposanto... tú... y el otro...
Manuel tembló un momento, pero se repuso en seguida, y dijo con voz grave:
—Cumple su última voluntad.
Dos horas después el cadáver salía de la casa.
Detrás del fúnebre cortejo iba Manuel, pálido, sereno y tranquilo, y otro hombre, tembloroso, inquieto, agitado.
Manuel no se separó del féretro hasta que hubo, caído sobre él la última paletada de tierra; luego tomó un coche y se dirigió á su casa.
—Madre mía—dijo al entrar, abrazando á la anciana—, todo se ha terminado; esa infeliz ha muerto de pasión por el hombre que la había abandonado... por el suyo medía mi sufrimiento, y se sacrificó generosamente ocultando su dolor. ¡Qué mundo de grandeza y de miseria lleva envuelto su postrer encargo!
Puñaladas morales
Era doña Cipriana un tipo original: alta, huesuda, con la piel amarillenta y arrugada y el cabello encanecido. Los mechones blancos que orlaban su frente no eran esas coronas cantadas por los poetas, símbolos de ilusiones desaparecidas que animaron un corazón juvenil; representaban más bien una prematura decrepitud; una naturaleza ajada por el tiempo y la monotonía de la vida.
Sus ojos llamaban la atención por la viveza de la mirada, á pesar de tener las órbitas hundidas y caídos los párpados, relampagueaba en ellos un rayo de vida, una luz extraña, algo que parecía indicar la llama del amor, viviendo todavía en aquella mujer de sesenta años.
Casada con un honrado comerciante, su existencia se deslizó como la de tantas otras mujeres para las que la vida se reduce á las indispensables ocupaciones caseras y que sólo ven en el marido la llave de la despensa, y que no tienen más relaciones con el mundo que el chismorreo continuo del vecindario.
La naturaleza le había negado el goce de la maternidad, y á la muerte de su esposo se encontró doña Cipriana con una fortuna regular y un corazón que jamás había latido á impulsos de la pasión amorosa.
Y ocurrió que la pobre mujer, bajo la influencia de la mirada de Antonio, un joven antiguo amigo de la casa, sintió despertarse la vida con toda la ternura y todas las nimiedades encantadoras y delicadas que son propias del amor.
Antonio era un joven alto, delgado, de correctas y nobles facciones, y de negros ojos, en los que se veía una mezcla extraña de energía, ternura, movilidad, viveza y melancolía.
Más de una romántica señorita suspiraba por el mozo, y alguna dama le perseguía detrás de la per siana con miradas ansiosas.
El joven conoció desde el primer instante la influencia que ejercía en el alma de doña Cipriana, y le fingió admirablemente un sentimiento enamorado. ¿Fué crueldad premeditada, vanidad ó complacencia? No lo sabemos; pero su conducta hizo que se albergaran las ilusiones en el corazón de la anciana. Las miradas de Antonio excitaban al amor, como esos nidos que los pájaros cuelgan en los aleros de los tejados, convidan á formar una familia, un hogar donde á los enamorados trinos de los padres, responda el poético gorjeo de los pequeñuelos.
La ficción duró poco tiempo; Antonio se cansó de la comedia y doña Cipriana pudo sentir en su pecho todos los dolores del desengaño.
Doña Cipriana languideció en algunas semanas; iba consumiendo su existencia como esas lamparillas que dejamos en nuestras alcobas, que lanzan débiles chisporreteos de luz y al fin se hacen parte de la negra sombra.
—¡Los años!—decían sus amigos.
—¡Los años!—repitió Antonio cuando la vió tendida en lujosa caja entre los cirios amarillos que la alumbraban; pero una voz potente pareció gritarle:
—No, los años no; tú, tú fuistes su verdugo; tú, que sembrastes de ilusiones su corazón, riéndote de la vieja, que tenía ilusiones de niña, para clavar después un puñal, como los asesinos que hieren en la sombra. Hay crímenes que el Código no castiga, porque nada ha podido hacerse contra esas misteriosas puñaladas que matan una existencia, que destrozan un alma, que llevan un cerebro á la locura. Ve, muéstrate satisfecho; cuéntale á las mil mujeres que te prodigan sus sonrisas el amor extraño y ridiculo de la vieja; oye los elogios de los amigos, que te califican de cumplido caballero; pero procura no escuchar la voz de tu conciencia, que en lenguaje bien claro, te grita: ¡Asesino!
¡Imposible!
Al llegar al recodo de la vereda, Ramón se detuvo un momento y volvió la cabeza.
Sus ojos se abrieron como si quisiera abarcar todo el panorama y grabarlo en su cerebro; después la mirada se fijó en un solo punto, en una pequeña casita que blanqueaba en la lejanía; un sollozo levantó su pecho, y, haciendo un supremo esfuerzo, centinuó su camino.
Ocho días después Ramón estaba en Roma principiando su vida de artista.
No le seguiremos paso a paso en sus luchas con la sociedad y consigomismo. Imitaremos á los amigos, que sólo acuden después del triunfo..
Por eso no narro las angustias de Ramón cuando, á solas en su taller, arrojaba desesperado los pinceles que se negaban á dar vida y realidad á las concepciones de su mente.
Al fin, la mano educada empezó á obedecer al pensamiento, y el artista gustó esas dulces emociones que agitan el alma en los momentos de inspiración.
Pero ni aun en ellos, cuando con la carne temblorosa y el espíritu engrandecido por el soplo divino del genio, el mundo entero desaparecía para él; cuando en su retina se di bujaba una mancha negra donde sólo brillaba la luz de la idea, ni en aquellos momentos sublimes olvidaba Ramón el paisaje de su tierra natal, que reproducía en todos sus cuadros.
La habilidad del artista disimulaba que los rasgos de sus mujeres, mo renas ó rubias, niñas ó ancianas, tenían la unidad de un solo tipo, y el fondo de sus lienzos, ya presentaran la luz esplendorosa del medio día ó las sombrías brumas invernales, estaban también inspirados en un solo modelo.
Porque Ramón había dejado aquella tierra soñando conquistarse un nombre y una posición para ofrecérselas á la mujer que amaba.
Ella era rica y noble; sólo el Arte podía elevarlo á él, pobre hijo del pueblo, para llegar hasta ella sin que su dignidad padeciera por una unión desigual.
Y las aspiraciones de Ramón se habían realizado. Príncipes y Reyes honraban al pintor genial que había sabido triunfar en todas las exposiciones con sus obras maravillosas.
Tenía oro y gloria; y, sin embargo, Ramón no volvía á su pueblo.
Durante su triste vida de lucha no se atrevió á escribir á su amada, y después sintió miedo; miedo de que la ausencia hubiese alterado aquel amor, que él guardaba y cuya terminación no podía concebir.
Por fin se decidió á volver á su patria, necesitaba ver á su novia y contemplar aquel cuadro de belleza suprema que había despertado su vocación de artista.
Una mañana bajó de un lujoso departamento de primera, en la estación de su tierra natal, aquel pobre muchacho que partiera diez años antes en la pesada diligencia.
Nadie lo conoció; aquellas calles y aquellos rostros no eran ya como él los había dejado. Cuando partió llevaba juventud, fe y esperanza en el triunfo; hoy traía el miedo de la decepción.
Porque Ramón veía con terror que no era bastante el Arte para sa tisfacer todo el impetuoso desbordamiento de vida que rebosaba en su alma insaciable, aun después de terminada la obra artística.
* * *
La noche oprime la tierra con su pesado manto de sombras cuando Ramón sale del hotel.
Va solo por las desiertas calles y su mano oprime febrilmente el mango de su puñal.
Ramón ha vivido tanto tiempo lejos de nuestro mundo, solitario en las serenas regiones del arte, que sus ideas no se ajustan á nuestra ley moral.
Ramón cree tener derecho de vida ó muerte sobre aquella mujer adorada, para quien ha escala do un puesto en la sociedad; y sabe que esa mujer no le ama, y que en aquella reja, oculia por las campanillas y las madreselvas, vuelve á asomar la cabecita rubia que ha inmortalizado su pincel, para repetir á otro hombre sus juramentos de amor.
Para Ramón no hay consideraciones ni convencionalismos, no piensa en los diez años de ausencia sin noticias suyas; no ha dejado de amar un instante y los años apenas representan un día para él. Aquella mujer es suya, es su genio, su arte, su inspiración, su alma, y aquella mujer no puede abandonarla sin que él la mate.
Atraviesa delirante las calles y sale del pueblo, pasa ante la puerta de la vieja iglesia donde su madre le enseñó las primeras oraciones, sin que la idea religiosa se levante en su alma; cruza cerca del pequeño cementerio que guarda los restos de los que le amaron, y su recuerdo no borra el deseo de venganza que bulle en su mente.
Al fin ve la casa de su novia, la ventana y el rayo de luz que se escapa de las entreabiertas maderas, haciendo destacarse la querida cabecita rubia.
Al pie de la reja un hombre escuchaba las mismas palabras que él había oído tantas veces en aquella hora: una nube de sangre obscureció su vista, dentro de su cerebro crujió el eco de las frases presentidas, y el puñal se alzó en su mano.
En el mismo instante la luna rasgó las sombrias nubes, y un rayo de su pálida luz vino á reflejarse en la hoja de acero.
A los ojos de Ramón apareció el espléndido paisaje que había reproducido de memoria tantas veces, el monte con su blanca cumbre de eternas nieves y el río serpenteando entre un fondo de esmeralda.
Deslumbrado por aquel cuadro de belleza viva y palpitante, con perfumes y movimiento, ante la gran obra de arte de la Naturaleza, el puñal se escapó de sus manos y huyó de aquel sitio.
* * *
Un mes más tarde era objeto de todas las conversaciones del
pueblo, la misteriosa casita que Ramón había hecho construir en el lugar
más abrupto de a sierra.
Aquella casita, donde vivía solocon su criado, tenía una gran pieza con las paredes de cristal, que permitían ver por todas partes el panorama.
Allí tenía Ramón su estudio; monje de la sublime región de la belleza que lo había librado de convertirse en asesino.
Y cuentan los indiscretos que lograron acercarse, que Ramón pintaba todo el día con ardor febril,para romper siempre de noche el lienzo, murmurando una sola palabra: ¡Imposible!
El artista, á pesar de todo su ge nio, se reconocía impotente para copiar á la Naturaleza.
La flor de brezo
Cerca de Alcira, apartada de la carretera, aprovechando un rincón delicioso del terreno para esconderse, se levanta entre una espesa arboleda, la casita blanca que de lejos hace suspirar al viajero, la pequeña masía valenciana, con su alegre emparrado, donde se entremezclan las hojas de enredadera con los sarmientos de la vid.
Los rayos del sol de fuego envolvían á la tierra en esa abrasadora caricia que engendra la vida.
El campo presentaba todos los tonos de las mieses doradas; las viñas dejaban asomar entre sus verdes pámpanos apretados racimos; las palmeras mecían gallardamente los maduros ramos de dátiles y en la atmósfera flotaba un perfume de vitalidad acre y embriagador. Aquél hálito fecundante de la Naturaleza penetraba en el débil y cansado or ganismo de Mercedes, oxigenando su sangre y dándole una nueva vida.
Mercedes era la dueña del cortijo, una encantadora huérfana de diez y ocho años, de cuerpo anémico y es píritu cansado por la contínua agitación de las fiestas de la corte.
Ahora, toda su vida sufria un extraño cambio; el ambiente de amor y fecundidad en que se sentía envuelta, al mismo tiempo que le hacia recuperar la salud, exaltaba su imaginación, y la joven, obligada a permanecer allí por prescripción facultativa, soñaba con un enamorado
doncel, muy distinto de los campesinos que la rodeaban.La imaginación hace milagros en las cabecitas de las jóvenes románticas.
Mercedes no había amado nunca, y, como todas las mujeres hermosas yaduladas, rendía sólo culto á su propia belleza. Un día encontró un ramo de flores de brezo sujeto á los hierros de la ventana. Las frescas florecillas ostentaban su lindo color encarnado, y las gotas de rocío brillaban entre los pétalos como un polvillo de diamantes.
A la noche, cuando todos estuvieron bajo el emparrado, Mercedes preguntó quién le había regalado las flores, y Manolillo, un mocetón de veinte años, que servía en el cortijo, confesó tem blando, con voz balbuciente y dándole vueltas entre sus manos al sucio soinbrero, que él había cogido las flores para la señorita, y mostró sus manos desgarradas por las púas del pequeño y silvestre arbusto.
Una extraña simpatía se despertó en el pecho de la joven; se encontró señora en el alma de aquel pobre muchacho, y la pasión, el vasallaje secreto que se le rendía, la dejó satisfecha.
Desde entonces, Mercedes retuvo á su lado al muchacho con toda clase de pretextos, no sin despertar algunas murmuracionee entre los observadores cortijeros.
Manolillo le llevaba diariamente ramos de flores de brezo, con los que ella se hacía originales adornos; sus cabellos negros entrelazados con las rojas florecillas y las verdes y menudas hojas, le daban un aspecto extraño y hacían brillar sus ojos con más intensidad. Un collar de las mismas flores aumentaba la blancura mate de su tez, y con los caprichosos grupos esparcidos por el—flotante vestido blanco, se la hubiese creído una druidesa que esperaba en el fondo de sus sagrados bosques el momento de unirse con su esposo.
La sonrisa y la bondad de Mercedes alentaron á Manolillo y su amistad revistió la forma de un idilio en que la señorita descendía hasta el campesino, haciéndole dulces pro mesas de amor, que llenaban toda la vida del muchacho.
Ella no meditó seriameute la situación que se creaba; Manolillo, con su bronceada tez, sus regulares y enérgicas facciones y sus ojazos tan grandes y expresivos, le parecía hermoso; su amor ardiente y salvaje, convertido en respetuoso culto satisfacía su vanidad; á su lado se aburría menos; eso era todo.
Un día Mercedes fué con los la bradores á una romería cercana. Ocupó gozosa su puesto entre las mozas, esperando impaciente el momento en que Manolillo fuese á reunirseles; pero entre las concurrentes á la fiesta había algunas amigas que le hablaron del mundo olvidado entre los répliegues de aquel apartado rincón, y la oleada del recuerdo llegó hasta ella espumante de alegría y de placer.
Queriendo substraerse de aquella impresión, buscó con la vista á Manolillo, y lo vió con timidez de aldeano sin atreverse á llegar hasta ella.
Mercedes fué á llamarlo y se detuvo. ¡Qué vergüenza! ¿Qué dirían sus amigas? ¡Novia de un criado de su casa!
Miró de nuevo á Manolillo. ¡Qué feo estaba!
Embutido en una gruesa chaqueta de paño, con el pañuelo encarnado sujeto al cuello por una sortija de metal y los grandisimos zapatones de becerio que le impedían moverse; se admiraba de haber encontrado bell za en el muchacho.
La vuelta fué triste; Mercedes parecía distraída y sus ojos no miraron á Manolillo ni una sola vez.
Conocía que había ido demasiado lejos en sus relaciones, y aquel mismo día, de un modo rápido, inesperado, dispuso su regreso á la corte.
* * *
Ha pasado un año; nos encontramos en el elegante gabinete de la casa que habita Mercedes en Madrid.
La joven aparece reclinada en una butaca, y de pie, frente á ella, demacrado, pálido y tembloroso, Manolillo, en el que cuesta trabajo reconocer al alegre mozo de Alcira.
—Cuánto me alegro de verte—dijo ella con fingida alegria—. Dime cómo te va, y qué hay de nuevo por la masía.
Y como él no contestase, añadió:
—Tranquilízate, hombre; te he llamado, porque pienso casarme, y como mi esposo ha de ir por allí..no quiero que sepa... ya sabes... Aquello era una locura... ni yo podía resignarme á ser aldeana ni tú servias para caballero... Pero no te enfades... comprende la razón... Tú administrarás la finca á tu capricho... casate también... y no cuentes nunca á nadie aquellas... bromas sin importancia.
—Sí, señorita, esté usted tranquila, nadie la molestará—acertó sólo á decir Manolillo saliendo bruscamente de la habitación.
Mercedes, sorprendida por aquella expresión de sufrimiento, murmuró pesarosa.
—¡Qué en serio lo había tomado!—y añadió con el eterno egoismo y vanidad femenina—: Me ama aún y Luis no sabrá nada.
* * *
—Sí, querido Luis—decía Mercedes á su prometido dos días
después—; he tenido un sentimiento grande, el administrador de Alcira ha
sido atropellado por un tranvía..una torpeza sin nombre... embobado en
medio de la calle.
—Es un accidente lamentable y triste, pero no debe afligirte tanto. ¿Qué es eso que tienes en la mano?
—Un ramo de flores silvestres que el desgraciado encargó que me entregasen cuando lo cogieron moribundo.
—¡Qué regalo tan extraño!
—Me lo trajo de Alcira, porque durante mi estancia allí, me obsequiaba con ellas frecuentemente sabía que me gustan mucho.
—Y tú serías un poco coquetuela quizás... Bah, pecadillos veniales; tira eso y no nos acordemos más del asunto.
—¡Qué bueno eres, Luis mío, y cuánto te amo!—dijo ella arrojando el ramo en el fuego que chisporroteó con estrépito, mientras una columna de blanco humo ascendía lentamentepor el aire exhalando un vivo perfume de campo en flor.