I
Aquel gabinete azul tan bello, donde tantas horas de felicidad habían transcurrido, estaba revuelto, desordenado; fuera de su sitio sillones y muebles; tirados por mesas y sofás los vestidos, las gasas y los encajes; en el centro de la habitación mundos y maletas á medio arreglar, y en el suelo, sobre la alfombra, multitud de papeles de música y libros de todas clases, que habían de formar parte del equipaje.
Julia iba de acá para allá por la habitación, poniéndolo todo en orden, colocando en los baúles los objetos para el viaje. Pasaba ante Rafael luciendo la gallardía de su cuerpo hermoso, alto, fuerte y esbelto, y su cabeza de rizos de ébano con reflejos azulillos; el rostro de facciones correctas, labios de grana y plateada tez, donde brillaban dos ojos de azabache, con profundidades de abismo, entre doble fila de pestañas espesas, que se movían inquietas, con aletear de mariposas negras.
—¿Me escribirás? —preguntó él.
—¡Escribirte! ¡Ah! Sí, es verdad; vamos á dejar de vernos —contestó Julia.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo y se acercó temblorosa á su amigo, como si hasta aquel instante no hubiera medido toda la tristeza de la separación.
—Julia —añadió él con voz grave—, desiste de este viaje, de este alejamiento inútil... Tu marcha me llena de dolor... Te amo, Julia, te amo; encarnas toda la idealidad de mi alma... desvaneces todas mis tristezas en una nueva aurora de felicidad.
Y cogiéndole la mano la retuvo junto á él. ¿Por qué no habían de amarse?... Se conocían desde mucho tiempo antes, y la simpatía de un dolor común los aproximó... Poco á poco se habían entendido aquellas dos almas buenas y desgraciadas, para llegar á sentir una pasión verdadera y honda... Julia admiraba á Rafael por su carácter fogoso, apasionado, que luchaba noblemente, después de haber padecido persecuciones y destierros para servir la causa de la libertad... Era un poeta que no hacía versos, un idealista que no fué comprendido por la mujer á la cual unió su suerte con irreflexión de muchacho... sólo una vez había amado; su amor fué un imposible... y cuando triste, cansado, creía desierta la vida, venía Julia á resucitar en su alma las ilusiones muertas, la caricia del verdadero amor... ¡Sufría tanto! Desterrado de Italia por sus ideas liberales, vio morir de miseria á un hijo querido entre las tristezas de la expatriación. Desde entonces su hogar perdió el calor del cariño... ¿Cómo dejar escapar la felicidad que aquel amor representaba?
Julia lo escuchaba con arrobamiento. No era hermoso; su rostro tenía la expresión vivaz, nerviosa, de los meridionales; moreno atezado el color y un poco achatada la cabeza, ásperas y rebeldes las cejas; muy abultada la nariz; francos y sensuales los gruesos labios, y toscas y duras las facciones; pero bajo la luz cambiante de unos ojos grandes, melancólicos, profundos, llenos de sinceridad y de honradez, todo el conjunto se armonizaba dulcemente.
—¡Oh! Yo también te amo —confesó noblemente Julia—. Pero sabes que hay heridas incurables en mi corazón...
Volvió él á persuadirla con su acento grave y sincero... Conocía toda su historia, toda su vida; era una niña grande llena de fe, de ilusiones, de creencias; una alma buena, que el mal pudo herir á su capricho... ¿Por qué había de continuar haciendo un ídolo del hombre que le había destrozado el corazón? Todo aquello eran sueños como los que él alimentó hasta entonces,,, la realidad era otra; la realidad era el amor... Puesto que se amaban, sólo debían pensar en ser felices... Huirían de allí... se irían á Inglaterra, á Londres, y vivirían el uno para el otro... en el supremo olvido de todo lo existente...
—Tú esposa... —balbuceó ella vencida por aquel sueño de ventara.
El no la dejó continuar; eran inútiles los esfuerzos para amar á su mujer; estaba convencido de ello. El corazón que se escapa no vuelve jamás á su dueño... y cuanto más delicado, más fino es el espíritu, más propenso se halla á la infidelidad, como los perfumes más sutiles son los más fáciles de evaporarse. Si Julia le rechazaba, su esposa no le recobraría, seguiría rodando sobre muchos lechos en fáciles aventuras, corriendo detrás de todas las mujeres que lo atrajeran con una promesa nunca cumplida, sintiéndose canalla con la inconstancia, que le haría huir hoy de la mujer á quien ayer juraba amor eterno.
Hablando así el joven, ceñía sus brazos con pasión al esbelto talle de Julia, como si sintiera miedo de verla alejarse. Se abandonó ella al encanto de aquel abrazo, su cabeza coronada de cabellos de ébano cayó sobre el hombro de Rafael, que sin poder resistir el perfume embriagador de aquella piel suave, morena, plateada, transparente, bajo la cual circulaba con ardor la sangre, estampó un beso entre el nacimiento del cuello y el sonrosado lóbulo de la orejita...
Estremecióse Julia, pero no se movió, perdida la razón en aquella embriaguez suprema; sólo sus labios murmuraron:
—Rafael, acuérdate de nuestras confidencias de amistad... de los seres á cuyo recuerdo hemos prometido ser fieles...
El pareció no oiría; sus labios carnosos y frescos buscaron la roja boca de Julia; esquivóla ella, hundiendo la cabeza en su pecho, pero bien pronto volvió á levantar el rostro encendido, con las negras mariposas de los ojos envolviendo en sombras las pupilas y los labios temblantes... Sin apresuramiento, sin violencia, dulcemente, Rafael besó aquellos labios; fué el suyo un beso suave, de ternura infinita, de armonía suprema... Después, como sí accediese á la súplica de su amada, lució la razón, para separarse del cuerpo adorado que sentía palpitar sobre su pecho... Fué ella la que le retuvo, enlazando los brazos alrededor de su cuello, mientras murmuraba:
—Te amo, Rafael; Rafael mío. ¡Ah! ¡No han sabido defendernos nuestros ídolos!
Y depositó sobre sus labios Un raudal de besos de fuego, repetidos con pasión... Toda fuerza de resistencia era inútil... Grande, potente, avasalladora, la ola del amor subió del pecho, estalló en los labios, veló la luz de los ojos entre celajes de nubes azules... Luz, sol, armonías y perfumes de otro mundo más perfecto les inundaban con sus reflejos y sus esencias...
Los libros y los papeles se esparcieron sobre la alfombra, y de sus hojas se escapó un canto idílico, mientras las encuadernaciones se doblaron bajo el peso de dos cuerpos que se estrechaban con todo el delirio de una pasión largo tiempo contenida y triunfadora al fin.
II
Rafael cumplió su palabra. Lo había abandonado todo para seguir á Julia; su amor era un paseo triunfal por toda Europa, Vivían en un supremo olvido del pasado, del presente y del porvenir, absortos en la pasión que les embriagaba. Rafael envolvía á Julia en una ola de amor dulce; tenía ternuras femeninas sin debilidad; renuncias de sus derechos sin abdicación; humildades sin humillaciones; bueno, amante, condescendiente siempre, se hacía querer y respetar sin imponerle yugo ni deberes, contento de volver á encontrar la felicidad en la pasión poderosa de aquella mujer.
Cuando alguna vez ella, temerosa de desagradarlo con algo, le pedía consejo, Rafael le respondía riendo:
—Haz todo lo que quieras; estás adorable con tus defectos...
Pero desde que habían llegado á Londres se sentían molestos, tristes, disgustados. Rafael quería fijar su residencia donde pasó los tristes años de emigrado, y los recuerdos revivían en él con tal fuerza, que en algunos momentos le dominaba una extraña sugestión; con la cartera llena de billetes y crédito en el Banco de Inglaterra, sufría la extraña obsesión de que un acontecimiento imprevisto le dejaría en la miseria, y temblaba acariciando á Julia, como si hubieran de volver para ellos los días de pobreza y de dolores. Dentro de su carruaje y su gabán de pieles, sentía la sensación del frío, y al lado de la suntuosa mesa del hotel sus nervios excitados experimentaban á veces los tormentos del hambre.
Tuvo puerilidades de muchacho; entró á saludar á las porteras de las casas en que había vivido: fué á visitar al panadero y al barbero de su barrio; recorrió á pie los largos trayectos que otras veces se veía obligado á andar, y asomó la cabeza para aspirar el olor de los asquerosos guisotes de los figones en que había comido.
Julia disculpaba estas rarezas de una extraña nostalgia, pero había en todo aquello una nube que pesaba sobre su alma como losa de plomo.
—Ahí, en esa buhardilla que ves sobre el tejado, vivía yo —decía Rafael de pronto.
Y quedaba parado en medio de la calle, como si recompusiera el cuadro de su pasada vida.
Le seguía en este trabajo la imaginación de Julia, acostumbrada á convivir con él. Veía la pobre buhardilla desmantelada y sucia, el niño pálido y anémico sobre la falda de la madre, agotada, débil y triste; veía á Rafael desesperado contemplar el grupo y hallar fuerzas en la sonrisa tranquila y resignada de aquella pobre mujer.
Pasó el cartero con su valija al hombro y el paquete de papeles en la mano. Rafael se quedó contemplándolo.
—¡Con qué ansia lo esperaba yo en aquellos tiempos! —dijo—. Todos los días á esta hora venía aquí á recibirlo... cuando traía carta de Italia, ¡Qué emoción! Subía temblando la escalera sin atreverme á abrir el sobre...
Julia seguía mentalmente la escena de incertidumbre compartida con la esposa infeliz, partícipe de todas las penas y de todas las fugaces esperanzas y alegrías. Sin duda aquella época de dolor y de lucha había unido al matrimonio de un modo indisoluble. En algunos momentos Julia, con su clarividente espíritu de enamorada, veía vivir á aquella mujer pequeñita y resignada en el alma de Rafael entre los fulgores de una sincera estimación.
Fueron á ver la casa última en que habitaron.
Su extraña obsesión del pasado le impedía conocer el sufrimiento de Julia.
Parado ante la acera de uno de los barrios anejos á la gran ciudad, presa de indescriptible emoción, le señaló el balcón de un piso bajo. ¡Aquella era su alcoba, allí había muerto su hijo!
Las lágrimas brotaron de sus ojos á impulso del triste recuerdo. Tembló Julia al recomponer la escena. La pobre familia, viviendo en aquella casita; el padre, yendo desesperado á buscar trabajo ó á pedir un pedazo de pan; la mujer y el hijo, ansiosos mientras corrían las horas mortales de la espera, saliendo á recibirlo como acuden los pajarillos hambrientos á revolotear junto á la puerta de la jaula, mirándole ansiosamente para leer en su rostro la esperanza ó el desaliento.
Y después la enfermedad del niño, sin médico, sin medicinas, sin recursos, atenidos á la caridad... ayudados por la portera, que se compadecía para traer á veces una taza de caldo al enfermito. Julia le oía contar la zozobra, la angustia infinita con que esperaba una carta de Italia; la contestación á un lamento supremo de amargura arrancado por el amor de padre á su alma altiva. La carta no venía, el niño se agravaba; una noche murió... Estaban solos, y él tuvo que abandonar el cuerpecito, caliente aún, del mártir de la miseria, para acudir á la madre infeliz.
Comprendía Julia el dolor inmenso de aquella mujer, tan dulce, tan buena, tan resignada; la veía caer, abatida por la desgracia, en los brazos de su marido; escuchaba el beso del dolor común cambiado como oración al niño muerto... ¡Oh! ¡Esos momentos unen más que todos los delirios de la pasión, que todos los placeres de la tierra!...
Su larga estancia ante la casita llamaba la atención de los vecinos. Salió la portera al tranco; un hojalatero entreabría los cristales de la tienda, y varias mujeres curiosas sacaron la cabeza por los balcones. Casi todos conocían á Rafael, y dejaron traslucir en sus ojos algo de asombro al verlo tan elegantemente vestido. Él acudió á saludarlos.
Nadie le preguntó por la esposa, pero todos miraron á Julia; sin duda su aspecto arrogante y sus vestidos lujosos contrastaban con la figura sencilla de la mujercita modesta cuyo recuerdo estaba en aquel momento allí tan vivo. Julia sintió vergüenza por vez primera.
Se alejaron, siguieron la corriente del Támesis murmurante con sus aguas turbias entre la gran ciudad.
—Quiéreme mucho, Julia mía —dijo él con doliente voz de niño mimado, como si buscara en el amor casi maternal de la joven una defensa contra los recuerdos del pasado.
—¿Quererte? —repuso ella—. ¿Quererte? En estos instantes tu espíritu está muy lejos de mí...
Estremecióse Rafael; nunca había escuchado un eco de amargura en la voz de su amada; la idea de que sus espíritus se alejaran le dio miedo; por un momento su delicadeza habitual le hizo conocer el martirio á que la sometía.
—Tal vez crees que hay en mi alma evocación del pasado que obedece á otras causas distintas de las que son en realidad; es el recuerdo de mi hijo el que me persigue, de este hijo que entregué á la muerte sin protesta, sin luchar con ella, vencido por la miseria —dijo con amargura Rafael.
Y al recuerdo de aquel niño vibraba algo de odio en su acento, odio contra la Naturaleza, contra la injusticia, contra toda la humanidad...
—¡Ah! Si yo hallara la tumba de mí hijo, quedaría tranquilo —añadió.
Era una obsesión, un capricho, un atavismo del culto á los muertos, una reminiscencia de los ideales cristianos, algo semejante á la visión de la carita sonrosada asomándose entre nubes para sonreír gozosa de ver á su padre cerca de la sepultura.
Su espíritu fuerte, sus creencias firmísimas en el no ser, cedían ante el engaño dulce de aquella visión de luz, de esas bellas mentiras de que se valen para hacer prosélitos las religiones que ofrecen una vida más allá de la tumba.
Sonrió Julia bondadosa y le rogó detalles de aquellos momentos tristísimos. El municipio de Londres había enterrado de caridad el cadáver del niño, dos días insepulto. Cuando se lo llevaron, los padres, rendidos, abatidos por el dolor y la miseria, no tuvieron fuerzas para seguirlo, presas ya de la atrofia por exceso de dolor.
Dos días después llegó la deseada carta. ¡Qué sarcasmo! ¡Qué amargura, recibir un dinero que ya no podía servir para el hijo adorado! Aquel bienestar fué una nueva tristeza. Había cambiado la situación política, el matrimonio volvió á Italia, no sin haber comprado al municipio por algunos años el pedazo de tierra en que dormía su hijo. Les sonrieron triunfos y riquezas, mientras en el hogar y en la vida íntima seguía la desolación y el abandono; y ahora, al volver allí para fundar un hogar nuevo, feliz, Rafael sentía la necesidad de visitar aquella tumbita, de llorar al lado del hijo inolvidable, de lo único que le unía al pasado...
III
Detuvieron un coche y se hicieron conducir al cementerio. Era el 6 de Enero, la Pascua de Reyes, la fiesta tan deseada de los niños; los dos sentían pesar sobre su espíritu aquella coincidencia para aumentar la pena que les embargaba.
El cementerio estaba casi desierto; no había visitantes aquel día y á aquella hora. Cerca de la entrada, el conserje, con el cuello del capote subido hasta las orejas y las manos en los bolsillos, se paseaba indiferente á todo; en la avenida central varios trabajadores recogían las ramas secas y las coronas rotas; algunos criados cambiaban flores y limpiaban cristales y dorados de las tumbas; una niebla espesa, húmeda y fría, envolvía la tierra como un manto gris; el horizonte se limitaba á los pocos metros, dando al avanzar la impresión de una cortina que fuese descorriéndose para mostrar nuevos objetos, términos más lejanos, una continuación sin fin... Los árboles desnudos se alzaban entre la niebla como gigantescos esqueletos.
Con las calles entrecruzadas, los millares de capillitas y nichos semejantes á pequeños hoteles, el cementerio tenía el aspecto de una ciudad cuyos habitantes reposaban; pero aquel reposo tenía algo de solemne, de augusto, que hacía pensar en el Nirvana, en la inmovilidad, en la compenetración del espíritu humano con la gran alma del Universo; en la más dulce de las calmas, en la felicidad perfecta de una materia libre, dichosa, feliz porque no trabaja para engendrar un espíritu que la contradice, la niega y la atormenta...
¡No eran los muertos más grandes los que tenían mejores tumbas! Debajo de un mausoleo soberbio, de una tumba llena de inscripciones, de una capilla de lindo estilo gótico, de un monumento egipcio, de un templo de Pompeya ó Roma, dormían desconocidos burgueses, ricos ó vulgares aristócratas, olvidados hasta de las familias, cuyos lacayos iban á limpiar la tumba.
Y era de ver el lujo con que se rodeaban, el cuidado con que habían esculpido encajes de piedra y relieves en torno de sus sarcófagos; las estatuas costosas y sin arte; todos los esfuerzos para perpetuar un nombre obscuro, sin pensar que para vivir después de muerto hace falta dejar á la posteridad algo más que un mausoleo lleno de ceniza.
De vez en cuando el nombre de un gran artista les obligaba á detener el paso y acercarse como si hubieran encontrado un antiguo amigo, un maestro, un ser cuyo pensamiento encarnó en el suyo y le abrió nuevas sendas de luz.
¡Qué pequeño era todo! Genios que conmovieron al mundo con su acento y encontraban mezquino el Universo, dormían encerrados en tan estrecho espacio. La Naturaleza ciega había destruido en un instante las combinaciones que en el transcurso de los siglos formaron un cerebro superior. La armonía de los dioses que vibró en sus cantos había cesado, y de todo aquello no quedaba más que polvo, podredumbre, gusanos de su pobre cuerpo encerrado en un ataúd y la ostentación vana de la humanidad viviente, aferrándose en su soberbia y su egoísmo al fantasma de la inmortalidad.
Dejaron atrás la ciudad de los muertos ricos; cruzaron el pequeño espacio destinado á cementerio civil, donde hasta después de muertos se arrojan los cuerpos que encerraron espíritus libres de prejuicios religiosos; pasaron ante el odioso crematorio estremeciéndose al ver su aspecto de fábrica y las chimeneas ennegrecidas por el humo de carbones humanos; sin detenerse en el lúgubre columbarium penetraron al fin en la ciudad de los pobres.
Era un jardín de muertos: unidas unas con otras, las tumbas se asemejaban á pequeños lechos blancos adornados con cruces de mármol, coronas, flores y farolillos, cuidados por los servidores de la administración, que tratan de evitar el aspecto repugnante.
Entraron Julia y Rafael por aquel dédalo de callejuelas; con avidez miraban las tumbas más pequeñas, las más descuidadas. ¡Todo en vano!
¡No se encontraba nada! Al volver un recodo, en uno de los ángulos más tristes del cementerio, se alineaban cuatro tumbitas blancas, cuidadas, coquetas, revelando la mano piadosa de alguna persona que conservaba la memoria de los que allí reposaban. En medio de ellas, llena de polvo, de maleza, con la barandilla rota y deslucida, otra pequeña tumba sobre la cual alzábase una vara, en cuyo extremo superior lucía una tablilla escrita con esas letras mal formadas que se ven en las muestras de algunas carbonerías: «Emilio Monari». ¡Era allí! ¡Aquella era la sepultura! ¡Debajo de aquella tierra estaban los restos de la criaturita adorada! Parecíale al padre verla acostada en una cuna con las guedejas rubias sobre la blanca almohada, esperando un beso para abrir los párpados, y sentía impulsos de separar la tierra para besarla.
La realidad se impuso. La tristeza infinita de la verdad, que pocos seres tienen el valor de mirar cara á cara. ¡De su hijo no quedaba nada, ni allí ni en el infinito! Materia que se había disgregado para la continua evolución de las cosas. Por un momento se indignó contra la ciencia. Envidió á los creyentes y á los ignorantes; pero bien pronto, en la misma negación que le atormentaba, halló el consuelo. ¡Mejor era así! No se perpetuaba el sufrimiento en un ser; no había una criaturita que se afligiera con su pena detrás del azul.
Sus ojos se humedecieron con una lágrima, se descubrió y fué á besar aquel nombre querido. Julia cayó de rodillas y sollozaba con amargura. No había sido madre jamás, pero en aquel instante supremo sentía la maternidad con toda su sublime grandeza, un dolor que le desgarraba las entrañas, para hacerla digna del amor.
Tal vez Rafael experimentó la misma sensación dulce acercarle á ella. Se levantó, y abrazados, con las cabezas juntas, lloraron largo rato, más unidos que nunca. Una impresión de angustia común los acercaba; sentían ambos la misma tristeza ante el abandono de la tumba; ninguno se atrevía á elevar la voz en medio de aquel silencio augusto; la niebla, más densa aún, les envolvía, aislándoles de todo. ¡Parecían envueltos en cielo!
Fué Rafael el que habló primero para formular una pregunta:
—¿Qué hacer?
—Vamos á la conserjería —contestó Julia—; compraremos este terreno y rodearemos de flores y de amor á la criaturita adorada que no podemos acariciar.
—Vamos —asintió él—; embelleceremos la tumba de nuestro hijo.
Le agradeció ella con un apretón de manos la delicada frase. Su hijo... sí; le había desgarrado las entrañas en un dolor supremo y maternal.
Fueron al despacho, y en pocas horas quedó todo arreglado. Alzarían una lujosa capillita para su niño querido... Pero aquel día no podían dejarlo así; era ei día de las fiestas infantiles, y el niño abandonado tendría también su ofrenda de flores.
La dicha que no conoció vivo se acercaba á su tumba.
Acudieron criados y jardineros con el servilismo que rodea siempre á la gente rica. Un muchacho te moreno y fornido, de manos gruesas y uñas recomidas por el continuo revolver en la tierra, empezó á arrancar las plantas secas y las hierbas de la tumba. ¡Tal vez en aquellas raíces que tiraban irían los únicos restos del adorado niño! Se rodeó la sepultura de dorada verja, cubrieron coronas sus hierros, farolillos y lápida de mármol la adornaron; en el centro flores y plantas fingían una bella maceta.
Todo se terminó pronto; dio Rafael un puñado de oro á la turba sepulturera, que se alejó llevándose los ramos secos y las maderas apolilladas. La tumbita parecía riente y agradecida de su embellecimiento. La imaginación de los dos amantes creía ver el niño contento jugar entre sus flores.
No se resolvían á irse. Descubierto y silencioso, con los ojos fijos en la lápida, Rafael leía por milésima vez el nombre querido que iba á dejar en la soledad del cementerio inglés, Julia lloraba; esta vez había desesperación en sus sollozos. El recuerdo de la madre verdadera, que nunca se acercaría a la tumba, la acongojaba; tenía miedo al dolor de aquella mujer.
Cuando Rafael la llamó para irse, se acercó temblando; cortó de su tallo unas violetas y un ramo de miosotis, recién plantadas sobre la sepultura, y las guardó en su pecho.
Agradecióselo él con una mirada de ternura, y ambos se alejaron lentamente, volviendo la cabeza, con los ojos llenos de rocío de llanto...
La niebla empezaba á desvanecerse y una lluvia menudita caía sobre la tierra, como si las lágrimas del cielo viniesen á regar las flores.
IV
Quedó Julia sola en su gabinete, aturdida por las múltiples impresiones del día; abrió un armario y eligió su mejor traje, el que más le gustaba á Rafael: celeste y blanco... Empezó á buscar adornos, cintas, joyas... sí; quería estar hermosa, espléndida, como él la amaba, como era admirada de los demás. ¡Qué tontería sentir celos de un pasado muerto! Era feliz y no debía la imaginación venir á entenebrecer su dicha.
Colocó con deleite el traje y los adornos en el sofá, en las sillas, en la mesa y la consola. No llamaría á la doncella; se vestiría ella sola; quería gozar en la contemplación de su belleza.
Colocóse ante la luna biselada del espejo, oprimió el botón de la luz eléctrica, y su belleza morena, plateada, exuberante, quedó envuelta en el limbo de la luz blanca. Su mano ligera, delicada y fina, empezó á desabrochar el corpiño del traje.
Quedaron al descubierto la garganta firme, dura y marmórea, y el nacimiento de un seno turgente y amplio que se ocultaba en ondas de encaje. Partía una sonrisa de complacencia sus labios de grana, y se acercó más al cristal, como atraída por su propia imagen. Un objeto se deslizó de entre las blondas y cayó sobre la alfombra. ¡Las flores del cementerio!
Se esparció por la estancia un acre olor de hierba fresca que empieza á marchitarse, ese perfume enfermizo de la flor estrujada cuando mezcla á su esencia los jugos de los tallos. Julia parecía respirar olor de humedad, de tierra mojada.
Reconstituyó la escena de la mañana. El dolor sentido tan agudamente sobre la tumba de aquel niño había pasado de su corazón; las flores rodaban por la alfombra entre las gasas de un traje de baile. Ella olvidaba á aquella criatura y hacía que la olvidase su padre. ¡Si fuese de verdad su hijo!
¡Oh! entonces no lo olvidaría nunca. Pasaría su vida llorando al hijo muerto, sumergida en el mar de su recuerdo. ¡Como la esposa de Rafael!
Pensó de nuevo en la mujercita dulce y buena, abandonada á sus dolores. ¡Si ella tuviese aquellas flores no las tiraría entre los atavíos del placer!
¡Pobre mujer! Sintió compasión inmensa, vergüenza de su situación, algo de un remordimiento desconocido. Se había impuesto siempre en su pensamiento la moral no codificada, superior á la moral del vulgo, sujeta á leyes. ¡Esa moral no es para los espíritus libres! Se veía unida á Rafael por la fuerza misteriosa de un amor vehemente y verdadero, que era la vida de los dos; creía legítimo aquel cariño, puesto que la Naturaleza lo sancionaba dándoles la capacidad de sentirlo. ¿Acaso una promesa pública y la bendición de un cura podían atar dos seres para toda la vida? Nada puede legislarse sobre el corazón. Rafael no amaba á su esposa: rechazado por Julia, sufriría sin hacerla feliz, puesto que ella conocería en todos sus actos el desamor. Serían tres seres desdichados; así lo era uno solo. Tenían derecho á la felicidad.
Se le apareció con todo su horror el posesivo puesto ante el nombre de un ser humano de un modo odioso, incomprensible, tiránico. Mi mujer. Mi marido. El pueblo expresa ese concepto brutal en la frase de sus hembras cuando dicen Mi hombre. Es la propiedad, el esclavo que ha de satisfacer todas las necesidades más groseras.
Pero ahora la cuestión se le aparecía bajo otro aspecto. Seguía rechazando la idea de la legalidad en amor; la idea de posesión; el formulismo de la hipocresía y las conveniencias; mas surgía el problema del deber, no á la luz de leyes estúpidas, sino al resplandor de su conciencia.
Rafael había amado á aquella mujer hasta el punto de hacerla su esposa, introducirla en su familia y darle su nombre, La había mecido entre sus frases de cariño; la hizo madre de sus hijos;
juntos lucharon, sufrieron, compartieron los sueños de ventura y las tristezas de la realidad; los momentos del placer y del dolor más intensos les habían unido... Luego él se alejaba. ¿Por qué?
Acaso por la maldad propia de la naturaleza mudable, que busca la felicidad. Aquella mujercita sufrida y buena se le había hecho insoportable con sus virtudes. Por dar el pecho á sus hijos consiguió todo el respeto de su marido; pero palideció, se enflaqueció, perdió las curvas de su talle, deformó los senos y mató todo deseo amoroso. Por cuidar maternalmente de Rafael, por atender á su casa, por economizar y rodearlo de comodidades, se le apareció desgreñada, mal vestida, sin perfumes, despoetizada entre los quehaceres del hogar; así ganó toda su consideración, pero perdió todo su amor.
Aquello era injusto, triste, despreciable; pero tenía la fuerza inflexible de los hechos. Rafael no era culpable de que fueran tan ruines y bastardos los sentimientos de la humanidad, y Julia no podía acusarse de amarlo ni de ser amada por él.
Pero el recuerdo de la pobre mujer abandonada en recompensa á su bondad, la atormentaba. La veía, vestal de un amor único, llorar recluida en el fondo de su hogar vacío, lejos del sepulcro de1 hijo querido, de aquel pedazo de su alma dejado allí en una época de dolor que debía unirla al marido con toda la fuerza que no tenían las leyes.
¿Por qué no devolverle la felicidad? Acaso Rafael no la amaría de nuevo si estuviese sólo, desengañado, deseoso de encontrar la paz, el descanso de los afectos sinceros.
Julia pensó en la acción heroica de enviar aquel corazón, con el recuerdo del hijo, cerca de la infeliz mujer. ¿Pero y ella? ¿Y su felicidad? ¿Tenía nadie derecho á exigirle el sacrificio? No. Se revolvió airada contra sus pensamientos; sintió impulso de pisotear las flores. Rafael la amaba y no tenía más deber que el de conservar su cariño, el de ser feliz.
¿Podría serlo ya, envenenada por aquellos pensamientos? ¿Acaso no se le escaparía aquel corazón?
Mejor dicho: ¿era suyo? Pensó con terror que nada sería capaz á borrar del alma de su amante el recuerdo de sus días de amargura y de sus días de pasión. Vio claro que conservaba para la esposa desgraciada la consideración que no inspira la belleza triunfadora. Vio el remordimiento que le seguía, reflejado en el deseo de aturdirse. Sí; sin duda Rafael era un alma errante, á pesar de su amor; un alma que tenía que vivir siempre en lo externo, sin recogerse dentro de sí, por no ver encenagado el lecho de reposo, la selva florida de la placidez del espíritu, á la cual se ha llamado conciencia.
Desde ahora ella viviría así también, sin las dulces horas de contemplación y de dicha, como un viajero fatigado que no puede descansar un momento sin herirse con espinas y desgarrarse las carnes con malezas.
Inclinó la frente. Su pecho había quedado impregnado con el perfume de las flores. ¡Le pareció que olía á muerto!
Vértigo, neurastenia, genialidad, tontería ó locura sublime, algo raro la agitó y levantó su espíritu hasta el sacrificio; no pensó en sí misma, no pensó en Rafael; tal vez en nada... Presa de agitación, impulsiva, obrando como un autómata, como un hipnotizado, como una sonámbula, se acercó al pupitre y escribió:
«Rafael mío:
»¿Por qué te escribo? ¿Qué viento de locura sopla sobre mí? No sé. Pero los días pasados en Londres, las horas transcurridas cerca de la tumba de tu hijo, han trastornado toda mi vida. Guarda el perfume de nuestras horas felices como el ensueño de una vida pasada, y vuelve al lado de tu mujer.
Lo deseo, y si es preciso lo ordeno. No sufras. Resígnate. Yo quiero conquistar con este sacrificio un puesto en tu consideración. Esta le pertenece por entero á otra; yo tengo celos de un sentimiento de que no participo, y te reclamo un poco... ¡Adiós!...
Te dejo esas flores... Llévaselas á la madre... ¡Adiós, Rafael!... Me alejo para siempre, para buscar el eterno descanso que no puedo hallar en la vida...
Soy cobarde y prefiero el reposo al sufrimiento... Me asusta pensar que un día me dejes sola, que te alejes de mí... Quiero morir hermosa y amada…
Porque te amo.
JULIA.»
Colocó lo escrito y las flores con mano febril bajo un sobre, se
vistió con apresuramiento el traje de baile, puso cintas en sus cabellos
y perfumes en sus ropas... Luego abrió el cajón del botiquín y apuró de
un trago el contenido de un frasquito de láudano... Reprimió con
voluntad firme las náuseas producidas por la droga y borró cuidadosa con
la toalla el rastro que dejó en sus labios... Después, como el que ha
terminado todos sus quehaceres, se sentó en el sofá, inclinó la cabeza
en el respaldo... aletearon luchando con el pesado sopor del sueño las
mariposas negras de los párpados, y no tardaron en quedar inmóviles...
vencidas... La mano delicada se extendió aún á lo largo de la falda,
como si pretendiera arreglar los pliegues del traje. ¡Quería estar
hermosa cuando Rafael la viese por última vez!