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Tres cosas no haría jamás Bartolomé: dejar de emborracharse, desprenderse de su pipa y trabajar.
Cuando terminó la faena, después de las bienvenidas y los cambios de impresiones, cada pescador emprendió el regreso á su casa junto con el grupo que lo esperaba. Isabel y Guillermo cogieron de las asas su canasto, y se alejaron seguidos de Domingo hacia el Barrio rosa, donde se alzaba su morada. Los dos jóvenes acompasaban silenciosos el paso, distraído él y observándole recelosa ella, mientras el viejo hacía el gasto de la conversación con sus incesantes preguntas. Los ojos del muchacho se tendían á lo lejos con mal reprimida ansiedad, parecían acariciar las casas cercanas, de las cuales por la abertura practicada en los techos á guisa de chimenea, se escapaba el humo tibio de los hogares. Sin darse cuenta apretaba el paso; y al llegar al pie de la escalerilla de la casa de Domingo, subió rápido los peldaños, dejó los zuecos de madera, grandes como barcazas, que usan los holandeses, junto al quicio de la puerta, y penetró en la casa descalzo, como entran los creyentes en el interior de las mezquitas. Registraron sus ojos la única pieza que la formaba, arreglada, compuesta y limpia con esa limpieza escrupulosa que impone el clima de Holanda, donde, con la humedad, el polvo se convierte en hongos y una mancha puede ser un veneno. La estancia se hallaba sola. Los tres lechos de madera, en forma de armarios ó cajones, estaban abiertos y dejaban ver el lujo de las colchas de volantes, los almohadones bordados en hilos de colores y las delanteras de encaje. Eran lechos tan altos, qué para subir á ellos hacía falta una escalerilla; después de acostarse se cerraban como cajones, dejando solo una abertura en la tapa para respirar. Eran los lechos tradicionales, especie de arca usados en la isla desde tiempo inmemorial.
40 págs. / 1 hora, 10 minutos.
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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