I. En la playa
Aquella amplia playa, frente aquella extensión de mar tan grandiosa, parecía profanada con los toldos de lona y los cucuruchos de las tiendas de los bañistas.
No se avenían bien la majestad severa del paisaje y el artificio de los veraneantes. En Figueiras da Fox no había, como en Trouville, ni en las playas de moda de las grandes estaciones, una Naturaleza ya dominada por el espectáculo; la playa de Figueiras, frente á la grandiosidad del Atlántico, es bravía aun en los días serenos, aun con la grandiosidad de la inmensa sábana de agua verde que se extiende bajo el cielo.
En el centro del arenal se habían colocado, sobro los píes derechos, unos toldos de dril, festoneados, bajo los que se colocaban sillas de madera, taburetes y banquetas de todas clases para las bañistas, que se sentaban frente al mar. Algunos de aquellos toldos eran de propiedad particular, y se distinguían por el color de sus festones y por las iniciales, en bayeta roja, verde ó amarilla, que anunciaban el nombre del propietario. Los otros eran públicos, y por la módica cantidad de veinticinco reis se podían ocupar á voluntad.
Detrás de estos toldos estaban las casetas de lona donde se vestían y desnudaban los bañistas para cruzar toda la arena, entre las miradas de los curiosos, hasta llenar á la orilla del agua.
La extensión del mar se perdía á lo lejos, confundiendo su verdor lechoso con el pizarra del cielo; y parecía llegar siempre con coraje á la playa. levantándose en una ola amenazadora, que venía furiosa á quebrarse en el sitio mismo donde estaban los bañistas.
Una multitud abigarrada paseaba por delante de los toldos ó se agrupaba á la orilla del mar para ver á las que se bañaban dar sus saltos, cabriolas y gritos, agarradas al bañero.
Toda la playa tenía cierta semejanza con esas plazas de pueblo en que se colocan en las barracas de feria. A pesar de las pretensiones de las señoritas que cambian de blusa cada día y de los elegantes de pantalón blanco y monóculo, que es supremo lujo de las playas de moda, la impresión de la playa de Figueiras era sencilla, pueblerina, democrática. La mayoría de los concurrentes la formaban buenas gentes de la clase media, que buscan más bien descanso que fresco. Comerciantes y empleados de Portugal y Extremadura; tenderos sujetos á la tiranía del mostrador; mujeres hacendosas que no tienen criada en todo el invierno; niñas que han guardado durante todo el año su hucha para comprarse las blusas, los zapatos y el sombrero que han de lucir en el balneario, y que sueltan con ese supremo lujo de ir á la orilla del mar esos días que les dejan memoria y asunto de conversación para todo el resto del año.
Figueiras ha sabido acomodarse á las necesidades de estos bañistas. Tiene hoteles baratos, casitas amuebladas, á precios inverosímilmente económicos, en las que se acomodan estas familias, que llegan de Badajoz, Cáceres y pueblecitos extremeños con todo su ajuar de casa y con sus garbanzos y chorizos, para que no Íes falte nada.
El cacique de esa colonia de bañistas es el bañero, tipo popular en todo el contorno, Juan de la Encarnación; dueño ó representante de todas las casas por alquilar, que facilita, hoteles, viajes y cuanto se puede necesitar.
Juan de la Encarnación es rico, propietario; sus hijas son unas señoritas educadas; pero él no ha querido abandonar ese oficio, al que debe su fortuna. Desde que sale el sol hasta la una de la tarde se le ve metido en el agua, con su faz rubicunda y apacible, tendiendo los brazos musculosos á todos los que acuden á buscarlo. Es como el Neptuno de este mar, secundado por la vieja María Jesús, también humilde y apacible, que dirige el ejército de tierra.
Aquella mañana La animación de la playa era mayor. Día de fiesta, día de corrida de toros, con mozos de forçao y caballeros en plaza, anunciada como gran acontecimiento, y que traía de los pueblos más lejanos, hasta de Oporto y Sierra de la Estrella, gentes deseosas de contemplar las proezas de los toreros, con un entusiasmo español.
Iban pasando los bañistas, las niñas tan recatadas y gormeñas que se abrochaban la blusa bajo la barba, pero que no tenían inconveniente después en enseñar todo el cuerpo, bajo el bañador, ante las miradas procaces de los desconocidos que las contemplaban. Las mejor formadas eran acogidas con ese rumor de aplausos de los music-hall cuando aparece la bailarina predilecta; las más esqueléticas solían ser las más recatadas y no faltaba alguna anciana que luciera sus pergaminos ó algunas niñas gordas que pasearan ufanas sus molletes moviéndose con ritmo de palmípedos, atosigadas é hinchadas bajo los 90 kilogramos, que con la pequeñez de su estatura les daba un aspecto de bolas de sebo, muy del gusto de los tocineros que las contemplaban, y nunca faltaba alguno que de verlas tan rollizas murmurara:
—¡Qué hermosas! ¡Dios las bendiga!
Con esa admiración á la gordura, á la carne luciente que aún se conserva en los pueblos que sufrieron la dominación árabe.
Pasaban maridos con sus esposas, madres con sus pequeñuelos, jóvenes y viejos señores que lucían con cierto orgullo su musculatura ante las miradas de los bañistas.
Sin embargo, ese día eran menos los bañistas y mayor el número de gente engalanada que habían sacrificado el baño á la misa y al deseo de lucir las galas extraordinarias del domingo.
Entre toda aquella multitud cursi y flamante pululaban las barquilleras. Unas muchachas muy morenas, desgalichadas y descalzas, tirando de la enorme caja cucurucho de León, que al segundo día de verlas llaman á los bañistas por su nombre y los comprometen á probar furtuna.
Aquellas enormes cajas de lata tenían su significación.
—No juegues á esa—decían algunas damas bajando la voz—, ¿No ves que es de la República?
—Esa es una talassa —objetaban otras ante el color azul de la caja de barquillos, que representaba la última manifestación monárquica.
Los pobres formaban una verdadera corte de los milagros. Debían haberse dado allí cita todos los pobres del país para explotar su lacería. Era una exposición de piernas secas, brazos colgando, llagas expuestas al aire y á las moscas para excitar mejor la caridad con la amenaza del contagio.
Toda aquella turba seguía y perseguía á los bañistas. recordando esos cuadros viejos de lecciones de metal en los que al lado del gozo se coloca la imagen de la muerte.
Entre aquella multitud se esbozaban tímidos idilios, seguidos con mirada avizora por mamás ansiosas de pescar un novio para sus hijas; más por el triunfo de amor propio, de sobresalir delante de su vecina, que por lo que el matrimonio significaba.
Un observador podía conocer á todas las que pasaban ante los toldos por el gesto de los que las contemplaban.
Doña Celedonia y su hija representaban la severidad y el buen tono. Siempre juntas, solas, sin saludar más que á las personas de importancia; las dos mujeres parecían formar un bloque indivisible. No se podía adivinar ni la vejez de la madre ni la juventud de la hija. La primera, sombría, triste, dominante, ocupada siempre en el «qué dirán» y en sostener la importancia de su nobleza, que radicaba allá, en Mérida ó Almendralejo. La niña, obediente y sumisa, tenía un cutis de albaricoque toledano; tan amarilla y pecosa era su carne; ojos de albina y deslucido cabello rubio. Un semblante parado, inmovilizado, sin expresión, labios entre abiertos, sin color, y un cuerpo redondo, menudo y contrahecho, en el que la madre hacía combinaciones con tres trajes para sacar nueve efectos, variando cada falda con cada blusa, con un orden riguroso, al que se sometía la chica como un maniquí, cuidando de cambiar el lazo del sombrero.
El grupo de elegantes que copiar lo formaban la hija de un ministro, que tenía una cacharrería y se hacía traer los vestidos de París, y algunas de las amigas que la rodeaban.
Unas señoritas madrileñas formaban el grupo de las que se temían y se desconfiaba deberían ser gentes demasiado dudosas, porque no se trataban con nadie, se reían de todo, paseaban solas por la playa cuando no había bañistas; llevaban libros en la mano á los paseos y eran las que más interesaban á todos los hombres de la colonia.
El escándalo franco estallaba ante las cupletistas y bailarinas. Aquellas mujeres del salón de varietés, que estaba allí para divertirlos, no debían salir á la calle. Por modestas que iban siempre se recordaban sus piernas y sus descotes. Más de una dama espiaba celosa si alguna mirada ó sonrisa le delataba la visita del marido entre bastidores. Las señoras se reunían todas á comentar el precio de los comestibles y á contarse sus compras, mientras las jóvenes se reunían en grupos á pasear ó sentarse en la arena para abrir pozos, con ese deseo instintivo de escarbar y revolver la tierra que se apodera de todas á su contacto.
II. Fantasías
Un grupo de chicuelas charlaba y reía locamente cerca de la orilla. El centro lo ocupaba una muchacha morenita, vivaracha, de nariz repingada y boca en corazón, que era la que llevaba la palabra.
Sentada en el suelo, con mayor descuido que las otras, sin atender al recato de las ropas, Adela hablaba y reía mientras sacaba afanosa los puñados de arena húmeda del fondo de su excavación y emprendía el camino de un túnel, por el que había de darse la mano con otra joven, delgada y pálida, de semblante apacible, que hubiera sido hermosa sin el estrabismo de los ojos, que se daban cita para ocultar las pupilas bajo la nariz, prestándole algo de ese aire torpe y gracioso de los ruiseñores ciegos que encorvan el pescuecito para atender á los ruidos, y parecen mirar.
Adela era hija de unos tocineros de Cáceres; había ido allí con una tía suya, la cual vivía habitualmente en Madrid, Doña Micaela era una mujer extremadamente mísera, que se daba aire de persona severa, y no consentía que su sobrina alternase en las fiestas ni frecuentara los cines y los teatros. Ella la había llevado allí para tener una persona que la cuidase, y se desesperaba de su equivocación. Había creído que la niña provincianita estaría sujeta á su servicio y su deseo, y se encontraba con aquella muchacha desenvuelta, revoltosa, que no podía estar quieta ni un momento y que atraía hacia ella la atención de todos con sus descuidos y sus atrevimientos en el vestir. Siempre había de cometer la muchacha imprudencias.
—Tía, ¿por qué no nos sentamos bajo el toldo?— solía decirle cuando más tranquila estaba contando á su círculo de señoras de boticarios, comerciantes y empleados los esplendores de su vida en la corte—. No son más que diez céntimos.
—¡Oh, no es por eso!—respondía ella—; es que hay que aguantar á todos los moscones que se colocan al lado, y tu tío no quiere.
—Me da ansia ver el agua. Déjame que me bañe— decía otro día la muchacha.
—¡Bañarte!—exclamaba doña Micaela—. Es lo primero que me ha encargado tu papá: que de ninguna manera te deje.
Así se había ido formando una especie de lucha sorda entre las dos mujeres. Micaela representaba unos cuarenta años; era morenucha, pequeña, con las facciones menudas y avispadas de una perrita perdiguera; redicha y habladora, con ese acento recortado y rotundo de las mujeres del pueblo bajo de Madrid.
Aunque su mayor pasión era la avaricia, ésta corría parejas con su vanidad. Había querido ir aquel verano á Portugal para asombrar con su lujo á las vecinas y durante tres meses no se ocupó más que de preparar el viaje para ir á aquella playa, que llamaba pomposamente «el San Sebastián portugués».
Pero ella sabía que había de gastar poco y podía aprovechar la baja de la moneda portuguesa, que llevaba hacia allí todas las familias de doce hijos, los padres agobiados por cinco ó seis niñas casaderas y los menajes de tres ó cuatro amigos ó parientes asociados para cobijarse juntos en una misma casa con sus mujeres y sus chiquillos, sin necesitar más que una sirviente sola.
Había alquilado una casita en Bhuarcos, la pequeña barriada lejana, en aquel pueblecito de pescadores unido á Figueiras, en el que la vida era aún más económica.
Allí Micaela se había hecho una situación. Su esposo aparecía como un rico fabricante, y su sobrina hija de un ofcial retirado, encubriendo así la profesión de viajante del marido y de tocinero de su cuñado.
Desde el primer momento había cautivado á las señoras de la colonia. Verdaderamente el vivir en Madrid da desparpajo y elegancia. Siempre tenía que contar cosas de Palacio, de los reyes y sabía de fiestas de marqueses y había visto cómicos y toreros de nombradía. Hasta relataba sesiones enteras del Congreso, describiendo todo el aparato y ceremonial: los maceros, los diputados y los ministros.
Merced á aquellos éxitos oratorios de su tía, Adela lograba escapar y reunirse con las otras muchachas, burlando aquella vigilancia inquisitorial.
Todas tenían siempre que hacerse una pequeña confidencia.
Cada una había logrado tener su enamorado; hasta Emilita, la hija de doña Celedonia, con su cara de albaricoque maduro, traía loco á un portuguesito, casi negro, que chapurraba el español y con el que hablaba por una ventana del jardín del hotel mientras dormía la siesta su madre.
Rosita, la niña bizca, había conquistado uno de esos elegantes de pantalón blanco, zapato de lona, calcetín calado, camisa de rayas, jipi flexible y monóculo, que usaba levantando desdeñosamente la cabeza. La muchacha contaba á todas sus amigas la conquista. Ella era la más fea de su casa, como repetía la familia sin cesar, mientras elogiaban á la otra hermana (alta, gruesa, que no podía entrar por una puerta).
La única que no tenía novio ni pequeña intriga era ella; la más festejada y bonita de todas; la miraban, la seguían y ninguno le decía una palabra. En el fondo echaba la culpa de su fracaso á la tía, que no la dejaba respirar y tener esa poquita familiaridad que necesita el enamorar á un muchacho. Quería tenerla como una criada y aprovechar los regalos de cuerdas de chorizos y ricos jamones que le enviaban los padres de Adela, agradecidos del buen trato que daba á la hija.
Para no quedar en mal lugar delante de sus amiguitas, Adela empezó á suspirar. á escribir sobre la arena letras que borraba rápidamente con la contera de la sombrilla; y acabó por contar á todas una historia de amor romántico... contrariado por algo insuperable…
Todas las chicas oían interesadas de las revelaciones fantásticas de viajes, de escenas pasionales y algo escabrosas... era como una especie de novela romántica y picaresca que ella se inventaba y que atraía á su alrededor á las demás curiosas.
Aquellos amores la resarcían de no tener un novio vulgar como las otras y era como si el tesoro de su fantasía honrase su condición de mísera, haciéndola realmente protagonista de sus ensueños.
En aquel fervor de confidencias la muchacha llegaba á contar cosas extraordinarias, inverosímiles: un enamorado que la rapta. en automóvil al salir de la ópera, en Madrid, y la tuvo cinco días en su castillo solitario; correrías atrevidas y escapatoria á bailes y fiestas sin que lo supiera su familia. Amores que habían ido demasiado lejos.
Todas la oían asombradas. Ella contaba lo que callaban las demás, aun en los casos de ser cierto, y todas la oían, la invitaban á la confidencia, que engendraba en ellas una curiosidad malsana.
Adela les confiaba que su novio estaba allí y siempre podía mostrar un objeto que suponía comprado por él: un bolsillo de plata, un relojito de pulsera, una blusa, unas enaguas. El dinerillo de su hucha y los regalillos de la madre, que ella ocultaba cuidadosa de la rapacidad de su tía, lo iba gastando poco á poco, á hurtadillas, por la sugestión de aquellos escaparates; cada vez que iba sola de Bhuarcos á Figueiras, y todo aquello que escondía de su familia, le servía para darse el inocente tono de tener un novio que le regalara delante de las otras, creyendo que aquello era allí un honor que la enaltecía, como estaba acostumbrada á ver en las mujeres de su pueblo.
Aquella novela, aquella fantasía que ella se inventaba la entretenía y le hacía olvidar en poco la realidad sometida á la tiranía de Micaela, sirviéndola como una criada y escuchando á todas horas sus regaños, su voz agria, y las privaciones á que su avaricia sujetaba á cuantas había á su lado.
III. Toros embolados
La vida en el balneario se deslizaba monótona y pesante. Desde que había llegado su tío, Adela gozaba de mayor libertad y bienestar.
El tenía que alternar con sus amigos, ir al café, adonde á veces llegaban á aventurar algunas pesetillas en el juego, siempre medrosos de las esposas, cuya vigilancia sentían cerca.
Era allí lodo mísero. La «Gran Tómbola» De beneficencia que se hacía todos los años, fué un fracaso; los teatritos de varietés estaban casi desiertos; los bañistas no iban jamás á las casas de baños, y algunos hasta economizaban el bañero. Había quien tomaba tres baños diarios para darse en tres días los nueve recetados por el médico y no hacer tanto gasto de hotel. Para eso no habían llevado más ropa que la puesta.
Casi todos hablaban de su enfermedad y de su régimen. que los imposibilitaba de comer con exceso. bañarse, beber y trasnochar. Era una colonia de míseros que parecían ir allí á llevar el dinero de España y no llevaban más que la aridez de su comarca, la grasa de sus chorizos, esa grasa untosa que lo traspasa y lo mancha todo.
La gente portuguesa de tono no iba hasta Septiembre, cuando ya se habían marchado las gentes de los pueblos cercanos y los extremeños.
Aquella tarde, sin embargo, Figueiras estaba desconocida. Lo excepcional de la corrida de toros, que había atraído millares de personas, daba animación y alegría á todo el pueblo. Las gentes se apiñaban en las aceras, y por el centro de la calle pasaban coches y automóviles que no se sabía de dónde habían salido.
El ir á la plaza era fiesta de hombres. Ninguno podía quedarse en su casa sin hacer el ridículo, y aunque muchos llevaban á sus mujeres, la mayoría preferían ir solos, mientras ellas se contentaban con pasear desde el jardín público á la plaza, por medio de esa calle larga que parte todos los pueblos antiguos, especie de calle real de las viejas ciudades de España, y que ahora toma el nombre de avenida.
Micaela iba con su marido á los toros; en lucha entre su egoísmo y su deseo de sobresalir, venció el carácter dominante, el orgullo de que él no se marchara solo. Habían venido andando desde Bhuarcos, como esa multitud de pobres mujeres que acudían á La fiesta llevando sobre la cabeza enormes canastas de fruta, panzudos cántaros de barro rebosando la fresca «Agua de Suto» y los vasos de «Camaran Vip», que se sostienen sin necesidad en las manos, por un milagro de equilibrio.
Todas aquellas mujeres eran tipos pintorescos del pueblo portugués, con su sombrerito redondo sobre el pañuelo, que cae suelto y flotante alrededor de la cabeza; la falda recogida con un amarradero que corta el cuerpo á la altura de las caderas y deja fuera el vientre; tenían todas una gracia de línea y armonía que, á pesar de sus pies descalzos y sucios y sus vestidos astrosos, sugieren una asociación de ideas con las mujeres pintadas por los artistas del Renacimiento, con sus escarzos graciosos y gallardos.
A pesar de lo tarde de la hora encontraron á doña Celedonia y á su hija en el comedor del pequeño hotel Sandade. No quedaba en el comedor nadie más que ellas, que pasaban el día en la mesa, con gran desesperación de los camareros.
—Dichosa usted—dijo con su tono gangoso la madre á Micaela—. Mi marido escribe todos los días que viene, pero no llega nunca.
La buena señora hablaba siempre de su desdicha conyugal, por la infidelidad del marido, que la engañaba constantemente á pesar de haberla hecho madre de diecisiete hijos, de los cuales no le quedaba más que la niña de tez de albaricoque.
Doña Micaela le explicó su deseo. No había hallado entradas para llevar á Adela á los toros. Podía mientras pasearse con ellas, si no lo tenían á mal; no había querido dejarla en casa en un día como aquel.
Mientras hablaba la joven miraba á su madre entre suplicante y alarmada, y el rostro de doña Celedonia se iba tomando grave.
—¡Qué casualidad! ¡Estamos comprometidas!... No tenemos confianza para poderla llevar con nosotras.
Micaela estaba ofendida y desconcertada... la dejaría con otra amiga... Se levantó para marcharse, mientras la señora se lavaba los dedos dentro del vaso de agua y la niña se limpiaba las uñas con el tenedor. La acompañó á la puerta y le dijo confidencial:
—No debe una echarse cargos de hijas ajenas cuando Dios no se las da... ¡Alabado sea el Señor, que de mis diecisiete no me ha dejado más que esta hija tan buena!
¿Qué quería decir aquella cotorra? No había tiempo que perder... la hora de los toros se aproximaba. Micaela tomó una resolución enérgica; envió á Adela que se fuera á pasar la tarde con alguna de sus amigas, y cogiéndose del brazo de su marido se dirigió ufana hacia la plaza. Las gentes iban todas hacia allí como si las empujase una de esas vertientes que llevan las aguas en una misma dirección. Sólo Adela caminaba en sentido opuesto. Le costaba trabajo abrirse paso.
La gente se agolpaba deseosa de ver á los toreros, vestidos á la española, con capotes y trajes de luces; y á los caballeros en plaza, jinetes en sus magníficos caballos amaestrados, y vistiendo su histórico traje portugués.
Los mozos de forçao, aquellos barbarotes recios, musculosos, con su atavío de hombres del campo, algo parecido al de los aragoneses, despertaban mayor expectación. Ellos habían de recibir á pie firme, contra el pecho, todo el embate del toro, y vencerlo por la fuerza de sus puños. La gente los miraba con una admiración supersticiosa de su fuerza.
Por un momento la muchacha pensó de buena fe en obedecer á su tía. Por la acera de enfrente iban las cinco hijas del boticario, sus amigas, todas cogidas del brazo, dificultando el paso de las gentes y haciéndose notar por los colores chillones de sus trajes azules, rosas y verdes. Ella las llamó; pero las otras parecieron no verla y pasaron, esquivándola, de largo. Sin embargo, Adela tenía la seguridad de que la habían visto; la menor volvía á hurtadillas la cabeza.
Empezó á darse cuenta de que desde hacía varios días las muchachas parecían huirle. Se deshacían los grupos á que ella se acercaba en la playa. Se iban sin invitarla las muchachas cuando se sentaba bajo un toldo. Se indignó contra todas. Celos, envidias porque la agasajaban los muchachos. Por un momento pensó en emprender el camino de Bhuarcos y encerrarse en su casita para esperar á su tía. Pero la atmósfera parecía cargada, electrizada por una onda vibrátil que imitaba á una mayor intensidad de vida, como espoleada por todo aquel desbordamiento de alegría de la muchedumbre.
Estaba sola y tuvo la tentación de su libertad. No necesitaba á nadie para pasearse, para ser dueña de si por completo.
Pero apenas había dado algunos pasos, los hombres emepezaron á seguirla. Ella había notado que los hombres no eran tan respetuosos y comedidos como con las otras. Le hablaban tomo si subrayaran las palabras y pusieran unos puntos suspensivos, para dejarle adivinar algo que ella debía saber.
Algunos le cerraron el paso.
—¿Cómo tan sola?
Procazmente, la invitaron á comer y á pasear. Podían aprovechar la ocasión.
Esquivando á la gente, se dirigió al Miradero y tendió la vista por la playa, desierta ahora como un aduar abandonado, y por la extensión del mar, en cuya superficie, movida por un gran oleaje, saltaban á lo lejos las barquillas de vela latinas, tan gallardas y graciosas.
IV. Granujada
Hasta allí no llegaba la algazara de la multitud y el rumor alegre de la playa que veía alzarse á la derecha, con esa forma redonda de la catedral de la barbarie, que dotan hoy á cada pueblo, como las catedrales góticas en la antigüedad.
Recordaba con pena aquella visión de alegría deslumbrante en la que ella no podía tomar parte, las mujeres que pasaron en coche, triunfantes y hermosas, con su atavío de encajes y flores. Pero lo que más daño le hacía a aquella especie de acuerdo tácito que había notado en sus amigas para esquivarla y aquella sonrisa de los hombres, aquel aspecto de petulancia que tomaban con ella. No comprendía de qué podía nacer todo aquello, y la aterraba la idea de que sus tíos lo advirtiesen.
Sus tíos, como todos los míseros que pueden poseer un caudal cuantioso, cotizaban muy alto, no sólo la idea de honor femenino, sino todo concepto de brillo y respetabilidad para la familia. Eran celosos del «¿qué dirán?», hasta el punto de realizar los más grandes sacrificios.
En sus conversaciones repetían constantemente las apreciaciones que habían escuchado de boca de algún personaje, «como dijo el general», «como dijo la señora marquesa».
No sabía hasta dónde podría llegar el furor de los tíos. Sentía un espanto profundo de quedar á merced de ellos, sin tener una persona amiga que la librase de sus miserias.
Ante sus ojos se agitaba el mar como un pulmón inmenso que engendrase la vida del mundo. Siempre grande, siempre augusto y terrible, lo mismo en sus tempestades que en su calma, ofreciendo en su inmensidad la idea de lo fundamental, de lo inmutable, encontraste con la pequeñez de los humanos.
Ella no podía discurrir aquella sensación, en la que todo le parecía pequeño frente ai mar; sentía la adoración al mar. El aire que llegaba á ella traía sabor de fruta y le acariciaba el rostro como un beso ligero y suave.
Todos sus pasos se abrían en una entrega de su ser al mar; toda su piel sentía sed bajo el influjo de la caricia que relajaba tan dulcemente sus nervios y venía como á borrar el dominio del pensamiento, para dejar solo, libre, poderoso, el dominio de la sensación, el instinto animal, más noble y más espontáneo.
El eco de una voz le hizo estremecerse.
—¡Luis!—Se rehizo—. ¿No ha ido usted á los toros?
—No. Ya lo ve usted. Tengo mi barrera en el bolsillo; pero la he visto á usted y he preferido venir á buscarla.
Sonrió ella incrédula.
El joven sacó un papel amarillo, arrugado, del bolsillo, y se lo mostró.
—¡Bah !—dijo como para quitar importancia á su acto—. No pierdo nada con no ver esa mamarrachada. Estas comidas en que no mueren toros ni caballos, ni hay peligro para nadie, y en las que bailan los caballos al son de la música, y las banderillas despliegan banderolas, como cajitas de prestidigitación, me parecen parodias de titiritero.
—Deben ser más bellas así...—objetó ella con timidez.
—No. Las cosas deben ser como son ellas por naturaleza. La fiesta de toros, salvaje, sanguinaria, se necesita así; ya se conserve, ya desaparezca y se la suprima. Pero íntegra, sacudiendo los nervios con su horror, magnífica por su valentía.
Hablaba con apasionamiento, con calor. Adela lo escuchaba contenta, agradeciéndole que no le hablase de ella. Estaba cansada de la eterna cantinela de todos los señores que no saben decir más que una sola cosa. Luis era también de Cáceres: lo conocía de siempre. lo había saludado muchas veces, aunque no habló jamás con él; que alternaba en otra sociedad distinta de la suya.
—¿Quiere usted que demos un paseo? — preguntó él.
Y los dos subieron lentamente el curso del Mondejo; pasaron el arenal, cerca del circo de saltimbanquis ambulantes, que habían establecido allí su campamento con esos grandes carros, casas de madera portátiles, que les sirven de morada.
—¡Qué pobres gentes!—comentó la muchacha.
—¿Por qué?—preguntó él—. Todo el mundo decimos eso, y yo creo que en el fondo los envidiamos todos. Esos carros dan deseos de viajar, de vivir en ellos.
Era verdad. Adela sentía qué á gusto se debía vivir en esa sociedad aparte, en ese aislamiento de las casas de los demás que debían crear los carros. Hasta le pareció que los saltimbanquis se divertían y se burlaban del público cuando le dedicaban saludos y cabriolas.
Pasaron junto al jardín público, casi tropical, y cruzaron el puente. Allí empezaba un paisaje desconocido; un paisaje holandés entre los mil brazos en que se bifurcaba el río, formando deltas, como islitas floridas, y fingiendo arroyuelos inmóviles.
Aquel pedazo de tierra era hermano de la tierra holandesa. Tenía su placidez, su blandura, ese alarde musical bajito y tenue que llamamos silencio de los campos; ese latido de vida profunda, buena, ingenua, de la Naturaleza. Como si todo aquello obrase en las almas, ellos se sentían inocentes, inefables; gozaban la delicia de aquel frescor de la tierra y el agua, y corrían, triscando como los corderillos, para coger una flor ó una hoja de los ribazos, mojándose los pies y hundiéndose en el fango.
Las sombras de la noche les sorprendieron y les hicieron volver á la realidad. Las gentes habrían salido ya de los toros y se habrían desparramado por la ciudad. Se habrían agolpado todos á la calle nueva para lucirse bajo las luces de los casinos. En aquel apelotonamiento de míseros, de avaros, que no sabían gozar la riqueza que la Naturaleza ofrecía, pródiga, á todos, ¿qué hacer?
Entre risueña y acongojada, mostraba á su compañero sus zapatos mojados y sus vestidos deshechos. El no estaba más presentable. Era imposible cruzar así entre aquella gente incomprensiva y rigorista.
Al llegar al puente enviaron á buscar un coche; subieron los dos y corrieron las cortinillas. Luis entró en su fonda casi corriendo, y ella siguió su viaje á Bhuarcos. No podía resistir á la tentación de sacar un poquito la cara entre las cortinas para ver aquella animación inusitada en Figueiras. Ta no tenía envidia. Lo había pasado mejor. Entre sus temores, sentía una gran felicidad. ¡Había hecho una diablura!
V. El escándalo
El escándalo había estallado formidable. Las amigas de Adela habían ido recogiendo sus confidencias para írselas repitiendo de unas en otras; en secreto primero y delante de sus madres después. Se había sembrado la desconfianza; aquella muchacha era peligrosa y su trato no convenía á las otras jóvenes; sus modales, sus movimientos, sus atrevimientos; no tenía el recato que una jovencita como ella debía mantener. Ya se iban fijando en todo. Lo exagerado de la falda corta, la amplitud del descote; aquellas sombras acentuadas de negro y rojo en los ojos y las mejillas; el color de los labios encendidos, sin duda por pinturas que no usan las muchachas decentes.
Todas empezaron á esquivarla, á separarse de ella, á medida que los hombres la buscaban mucho más, sobre todo los señores respetables, los capigorrones que fingían aproximarse de un modo paternal.
Los celos de las mujeres aguzaban la maledicencia; se comentaba todo. Aquellos objetos que ella había enseñado, como regalos de un misterioso enamorado, tomaban un extraordinario relieve. Se hablaba de personajes, de alhajas valiosas, de prendas interiores que no puede recibir ninguna mujer pundonorosa.
La historieta de la tarde de los toros había sido la decisiva.
Aquella tarde, Adela no había estado en su casa ni con ninguna de sus amigas. Apareció de noche, sola; la habían visto cruzar en un coche, que se detuvo á la entrada de Bhuarcos- ¿No era aquello la prueba de una falta grave, de una conducta escandalosa?
Cuando se enteró la tía, su furor no tuvo límites. Ella, como todas aquellas gentes vulgares y míseras, se complacía en repetir que no tenía más capital que su fama, su honradez, su conducta. No podía consentir que le robase aquel caudal su sobrina. Ella tenía que separar su suerte y su nombre del nombre de Adela; hacer un escarmiento; que se enteraran todos de que había sido engañada, sorprendida, que era incapaz de tolerar todo aquello.
Había recluido á la muchacha en una habitación, encerrándola con llave, después de maltratarla cruelmente de palabra y de obra. Fue inútil que el marido quisiera intervenir. Su nombre figuraba en las historietas de la muchacha, que lo había pintado débil, sujeto á sus encantos, espiando la ocasión de sorprenderla en su toilette. La mujer se había indignado, precisamente porque recordaba algunas vagas sospechas; y él, con la conciencia no muy limpia, no se atrevía á manifestar interés ó tolerancia. Tímidamente insinuó que podría hacer el viaje á Cáceres para entregársela á sus padres; al fin, la madre era hermana suya, y siempre se habían querido bien; pero Micaela se opuso tenazmente, sospechando algún móvil en el viaje. No. La tendría allí encerrada hasta que viniesen por ella.
Micaela salía; se reunía con sus amigas; quería hablar de todo aquello; alejaban á los niños para que no se enterasen da tantas abominaciones, y ellas lo comentaban todo, compadeciendo á doña Micaela, que tan cándida había sido. La malicia infernal de Adela lo superaba todo.
Cuando la mísera se enteró de los regalos tuvo un estremecimiento de avaricia. Apenas llegó á su casa registró cuidadosamente el cuarto de la sobrina. Allí encontró aquellos objetos que Adela había adquirido para llevarlos á su terruño: el bobillo de plata, él abanico, un relojito de pulsera, las blusas y las flamantes enaguas blancas, con entredoses y cintas de seda rosa, que provocaban el escándalo.
Todo aquello le parecía poco, ¿Dónde tenía lo demás? Deseaba hacérselo confesar á la joven con escenas violentas, que acababan siempre entre gritos y ataques de nervios.
Cuando se convenció de que nada podía obtener de la sobrina sus ideas siguieron un nuevo derrotero. ¿Quién había comprado todo aquello? Había que devolverlo, que tirarlo á la calle; eran cosas que manchaban su casa.
Los malos tratos habían engendrado en Adela una altivez extraña; se conservaba muda, altanera, silenciosa: respondiendo, con sangre fría, invariablemente.
—No poseo más que eso. Lo he comprado yo con mí dinero.
Luis era el único ene no creía nada malo de Adela. La conocía desde Cáceres: la había visto siempre sencilla, inocente, algo simple; se daba cuenta de la puerilidad de la muchacha, que la había llevado á inventarse aquellas historias que pensaba que la favorecían en concepto de sus amigas.
A nadie más que á él le constaba la inocencia de la tarde de aquel día de fiesta en el que venían á unirse todas las acusaciones. Mil veces pensó en buscar al tío de Adela y contárselo todo; pero lo detenía el temor de no lograr con ello más que aparecer él también como un cómplice. Los míseros no podían entender aquella expansión romántica é inocente; eran también míseros de alma.
Estaban todos contra ella. La boticaria hallaba la ocasión de comparar su descoco con la virtud de sus cinco niñas gordas, y doña Celedonia repetía sus gracias á la Providencia por no haberle dejado, de sus diecisiete vástagos, más que á «Canta de albaricoque», para ejemplaridad de doncellas.
Sólo Rosa, la niña bizca, tan silenciosa siempre, que se atropellaba al hablar como si tuviera prisa de decirlo todo pronto, á tranquillas, para quedar silenciosa después, seguía fiel á su amistad, sin querer creer nada malo, pero sin atreverse á dar tampoco ningún paso cerca de ella.
La situación era insostenible. Antonio no se atrevía á dejar solas un momento á la mujer y la sobrina, temiendo un desenlace trágico al estado de excitación pasional de ambas. Micaela era implacable: insultaba continuamente á Adela, exasperada por la serena frialdad de la joven, que, pálida, demacrada, débil, apenas tomaba alimento para sostenerse, y parecía amenazar con el suicidio.
Era preciso poner un telegrama. ¿Qué se debía decir para obrar enérgicamente sobre el ánimo de su cuñado para que se pusiera en camino?
El matrimonio se pasó el día haciendo cábalas y combinaciones, á fin de que no saliera costoso. No querían pasar de diez palabras, y cinco se llevaba la dirección:
«Ven inmediatamente; asunto gravísimo.»
Se había encontrado la fórmula.
Al día siguiente tuvieron la contestación:
«Imposible salir hoy; decid qué pasa; alarmadísimos; hay algún enfermo»
El matrimonio se quedó desconcertado; era preciso contestar:
«Imposible explicaciones; insisto vengas primer tren.»
Aquel mismo día había llegado una carta. Los padres de Adela escribían llenos de angustia y de inquietud. Pensaban en todas las desgracias, enfermedades, accidentes: ni una sola palabra para sospechar del honor de la hija. La carta estaba impregnada de agradecimiento, de confianza, de ternura. La alarma al recibir el aviso había sido tal, que la esposa sufría un ataque al corazón, y toda la familia estaba cubierta de duelo.
Aquella carta, que Adela oyó leer en voz alta, con cruel complacencia, dio al traste con la falsa entereza que la mantenía, y rompió á llorar con desconsuelo.
—Llora, llora—gruñó su tía—. He de tener el gusto de que te den una gran paliza, ya que no te la he dado yo.
Pero ella, dentro, en el fondo de su espíritu, ella y su mando, estaban inquietos, como si la conciencia les reprochara su desconsideración y su falta de piedad.
VI. Noche pasional
La soledad y el silencio de la aldea eran como un sudario en tomo de Adela. Se acercó á la ventana, una ancha ventana de vidrios cuadrados, que daba hacia la playa y producía la impresión de estar en un barco, muy lejos de la tierra, allá en las soledades del océano.
No había luna; pero el cielo, cubierto de estrellas, enviaba una luz tan clara, que se distinguían los contornos de la tierra y del mar. Las aguas tenían como una luminosidad propia, bastante para alumbrarla; el violento cabrilleo que rizaba la superficie en olas menudas, que se rompían en una cresta de espuma blanca, brillante y rizosa. En el fondo, se retrataban las estrellas como si se movieran, se deshicieran y se ocultaran por aquel movimiento del agua.
Era como si todas aquellas espumas blancas, que se perdían en la obscuridad, se reunieran luego para venir á tender en la playa su orla de encaje. Llegaba una ola lanosa, rebramando, terrible y juguetona, á la la vez, y arrastraba, al retirarse hacia afuera, los chinarros de la tierra, que parecía querer engullir. La orilla se quedaba sola, reluciente y mojada, cortos momentos; después se levantaba el seno henchido de una nueva ola, obscura y sombría; partíase un instante como si fuese á dejar ver las profundidades del abismo; durante unos segundos crecía, se robustecía, formaba una mole de agua potente y avasalladora; su atracción sifónica amenazaba con lanzar la furia del Atlántico entero sobre la tierra... De pronto se partía en una carcajada de espuma para tenderse, mansa y rumorosa, por el plano de las arenas brilladoras.
Aquella luria del mar en la noche en calma le gustaba á Adela. Rimaba con la agitación interna suya.
Allí, frente á la noche, ella veía la situación á que el rencor de las otras mujeres la había llevado. Viajaba con las olas que huían de las que le eran queridas. Pensaba en su madre, en su hogar sencillo, modesto; fuerte como un castillo feudal para defenderla. ¿Por qué lo había dejado?
La impulsó algo semejante á la atracción que la tierra ejercía sobre el agua cuando llamaba hacia ella la ola; la ola que se disminuía y se filtraba, para retirarse después como vencida. Así ella había ido á darse y romperse contra aquel mundo de gentes que no conocía y que la habían vencido y destrozado.
Se acordaba con ternura de sí misma, como si fuese otra, al verse niña en el recuerdo; como si la niña hubiera ido muriendo poco á poco para que viviera la mujer. ¿No iba muriendo también? ¿No se muere en la vida varias veces?
Había perdido ya la conciencia de sí misma en esos días de sufrimiento, de dolor, de persecución. No podría decir si era verdad ó mentira todo lo que le imputaban. Las fábulas crueles acogidas y acariciadas por su fantasía tomaban cuerpo y vida para imponérsele á ella misma. Creía sus propios embustes; se confundían la realidad y la ficción hasta un límite imposible de deslindar.
La pasión de aquella noche de cielo sereno y mar tempestuoso la iba ganando. Estaba absorta en la ventana dejando vagar sus ojos entre el cielo y el mar. La brisa que la azotaba el rostro traía la sensación de unos labios húmedos. Era como si fuese embarcada; con esa impresión de subir una cuesta y acercarse á las estrellas que da el caminar de los buques mar afuera.
Era quizás aquella sensualidad del mar la que la había ganado. Era más peligrosa la Naturaleza que la sociedad para un alma ansiosa de virgen. Allí se agitaba el polen de todos los deseos, de todas las ansias, de todos los ensueños. Una atracción más refinada, más sutil, más perfecta, á la que obedecían todos los seres, desde los animales hasta las plantas, que se enviaban un beso fecundante á merced del aire.
Debía hacer viento allá en lo alto; el azul se había vuelto lechoso y ligeras nubes negras se dibujaban como corriendo en el aire. Era como si naciera del mar toda una fauna entraña; caballos con alas, ídolos gigantescos con corazas y ropas flotantes; peces, pájaros con garras monstruosas, esqueletos grotescos. Todo un ejército de sombras que se desgarraban y se confundían en una extraña zarabanda.
Más alto que ellos, el cielo, azul obscuro, partido por los manchones brillantes del arco del «Caminito de Santiago», y las estrellas familiares que acostumbraba á contemplar. A su izquierda, las Tres Marías y las dos Hermanas, y á su derecha el Carro Grande y el Carro Pequeño, sobre el cénit las Siete Cabrillas, con una luz acentuada, aguda, que tenía algo de puñal, para rasgar el aire como las puntas de diamantes que se clavan y rajan los cristales.
Todas las luces de Figueiras se habían apagado; los contornos lucían sin color las ondulaciones de la línea; á lo lejos, el faro de Cabo Mondego parpadeaba en la sombra como una luna que hubiese caído en el mar.
Poco á poco palidecían las estrellas: las veía cambiar de sitio como si el barco en que ella iba caminase muy de prisa. De detrás de la casa brotaba una luz pálida y tenue de alborada, que esclarecía la altura sin caer aún sobre la tierra. Era como si una mano rompiese el velo aquel que ocultaba la luz y sacudiese hacia Occidente las sombras y los astros mezclados y confundidos. La noche iba á acabar. Aquel momento supremo parecía reconcentrar toda su fuerza de vitalidad para hinchar sus venas con una savia nueva; otra vez volvía á percibir un sabor de mariscos y de frutas maduras en la brisa del mar. Los ensueños recibieron forma en su pensamiento.
En todas aquellas historias que ella se había inventado había un hombre, muchos hombres... no les había visto bien el rostro. Ahora estaban allí, venían hacia la ventana, le tendían los brazos. Se confundían todos... era uno solo; bello, fuerte, atrevido; estaba allí y la tocaba ya. Un momento más, y saltaría la ventana para estrecharla en sus brazos…
Se levantó asustada y cerró los cristales de golpe. El cabo de vela, que ardía en el candelero de barro, estaba próximo á extinguirse y parecía llenar de sombras la estancia en un fatigoso alentar, para desvanecerlas, que las movía y las agitaba más.
Miró medrosa á todos lados, y cuando se cercioró de que estaba sola se dejó caer sobre el lecho enervada y rendida por aquella noche de pasión en que se había entregado toda á la pasión de la noche y á su propia pasión.
Su instinto de virgen había vencido á la personificación de un hombre, pero no había podido escaparse de aquella sugestión en que todos los elementos de la noche formaban el ser vago, incorpóreo, superior, que la circundaba con su caricia sobrehumana.
Era aquel amante, aquel momento de pasión que la esperaba, el que le había sugerido, con su presentimiento, todas aquellas siluetas reales y aquellas historias vagas que espantaran á los míseros.
La noche, la noche y el mar deshojaban á las vírgenes en una ofrenda ignorada, que justifica las fábulas creadas por generaciones que supieron sufrir con veneración religiosa aquel influjo de una voluptuosidad ya rechazada y desconocida.
Ella no era más que la víctima de aquella pasión peligrosa para las doncellas que la respiran en su sazón.
VII. Rapiña
Había llegado el momento de la partida; todos estaban fatigados, deseosos de terminar aquella situación violenta y desconcertante, aquel día de lucha, de excitación. Había algo de ese momento temido de sacar el cadáver de la casa, que renueva el dolor y los gritos y que allá en el fondo desean, á pesar suyo, los mismos allegados.
La revelación al padre había sido penosa. El buen viejo, de aspecto de aldeano, les había impuesto la sobriedad con un gesto de la mano tendida para mandarles callar, al comprender las primeras palabras. Era como si no hubiese querido que ninguna boca dijese aquello que no quería oir.
Micaela, que esperaba su furor, quedó desconcertada de aquel dolor hondo que le hizo llevarse la mano al pecho y sollozar como un niño, murmurando:
—¡Deshonrada! ¡Deshonrada mi hija!
Era un dolor semejante al de haberla perdido; algo de esa humillación que sienten los padres en su carne con la profanación de la carne de los hijos.
Cuando Adela lo abrazó llorando, desesperada, él la rechazó dulcemente. No había tenido para ella ni una palabra dura ni un reproche; toda su actitud estaba impregnada de una piedad bondadosa.
Aquello sacó de tino á Micaela. Con padres así no era raro que las muchachas se atreviesen á todo. Ella no había tenido hijos, pero en un caso así era capaz de haberlos matado.
Poco á poco el padre de Adela parecía pedir cuentas.
—Eso no ha sido aquí—dijo la tía—. Es cosa antigua... y no única, ciertamente...
—¡Mientes!
Tuvo que intervenir el cuñado para hacer respetar los fueros de su mujer. Estaba en su casa y podía permitírselo todo. Aquello les pasaba por ser buenos, por querer hacerles un favor y quitarles la carga de la hija con el más completo desinterés.
—¡Cuando se tiene una hija así no se la debe dejar salir á ninguna parte—argulló ella implacable.
El pobre padre había tenido que escuchar todo el día los improperios de Micaela y las respuestas dignas y orgullosas de Adela.
Aquella fiereza lo alentaba; le daba confianza en la inocencia de su hija. Su preocupación era que todo se mantuviese en secreto.
Dispuso apresurado la partida. Era preciso preparar el equipaje.
Entonces se desarrolló una escena repugnante en aquella estancia grande y destartalada, falta de cordialidad; como todas esas casas que sólo se alquilan el verano.
—No te creas que te vas á llevar lo que no sea tuyo-— bramó la tía, arrancando la maleta de la mano de la muchacha—. Te llevarás lo que has traído.
Y volviéndose al marido, ya completamente posesionado de su papel de protector, añadió:
—A ver, Antonio, ve tú sacando y que su padre coloque el equipaje.
Conforme el mando exhibía los objetos, dándoles vuelta entre las manos, con esa torpeza con que las manos del hombre manejan las ropas, ella las examinaba y las dejaba pasar hasta el cuñado, que parecía irlas acomodando con amor ó las apartaba ordenando:
—Separa esos aretes... ese bolsillo de plata... esos pañuelos... el reloj… las enaguas, las blusas. Parecí disponerlo todo para un auto de fe.
—Eso es mío... mío...—exclamó, al fin, exasperada Adela—. No me lo pueden quitar.
—¿Cómo?—exclamó la tía triunfante, al ver que lograba hacerle daño—. ¿Dónde y cómo has comprado tú todo eso?
—Lo he comprado con mi dinero.
—Pues por eso... por eso... me quedo con ello... porque lo has comprado tú. Eso es lo que yo quería que confesaras... Si lo has comprado ha sido con mi dinero, con el dinero que me has robado... ¡Eres una ladrona!
—Mira lo que dices—exclamó sin poderse contener el padre.
—Ella lo sabe bien—estalló, contra la amenaza, el marido—. (Tenía dinero tu hija)
—No, que yo sepa.
—¡Entonces…!
El buen hombre quedó anonadado.
—Haz lo que quieras.
Pero Adela sentía despertarse dentro de ella su condición de mísera. Ella había puesto ilusiones en aquellos objetos que constituían su lujo en su provincia, donde las amigas esperaban siempre curiosas alguna novedad de la viajera. Eran el fruto de los ahorros suyos, de esas pequeñas sisas de mujer casera que, para adornarla, había hecho su madre. No podía consentir que aquella mujer antipática los guardase y se burlara de ella.
Se arrojó hacia ella, loca, desesperada, gritando:
—¡Dámelo... dámelo todo… es mío... No lo he comprado con dinero de nadie... ¡Me los han regalado... mis amantes!
Pero la tía había recogido con avidez su presa, y se escondía con ella detrás del brazo protector de] marido, apretando lodos los objetos contra el pecho. Su avaricia triunfaba en ella de la repugnancia del pecado.
—¡Sea como sea, no te los llevarás!
El marido les arrojó la maleta casi vacía.
—Toma... Podéis marchar. ¡Sois unos desagradecidos!...
Y el padre y la hija salieron, juntos, apoyándose la una en el otro y llevando casi á rastras su maleta.
Las gentes les miraban curiosas, y al atravesar las calles de Figueiras despertaban la expectación.
—¡Todo el mundo lo sabe!—pensó con dolor el viejo. ¿Para qué querían tanta reserva en los telegramas?
Sintió la indignación contra todos al ver á su hija perdida para siempre en el concepto público. Aquella sociedad de míseros propalaría la deshonra en su ciudad; la sospecha existiría siempre en todos. Aquellos días que quiso hacer brillantes dejarían un recuerdo doloroso, una influencia decisiva sobre el porvenir.
La miró dolorosamente y le preguntó:
—¿Por qué has dicho eso?
Ella comprendió á lo que aludía, y bajó la cabeza. No supo qué contestar. Su inútil mentira para recobrar los objetos había tenido el acento sincero de una confesión. Ni su propio padre podría creer ya en ella... Ni ella misma.
Volvía á su alucinación de la noche anterior, se encontraba de nuevo envuelta en la red que desenvolvía sus ficciones y sus mentiras.
Pensaba en tantas mujeres como son envidiadas y agasajadas, apareciendo francamente fuertes y hasta cínicas en una esfera social que no aplicaba ya á esas faltas el calificativo tan duro y tan transcendental.
Aquel calificativo lo guardaban sólo ellos, los míseros, que querían hacerlo todo pomposo y altisonante; ellos, llenos de preocupaciones y de gazmoñerías bastantes para destrozar sin remordimiento una vida.
Comprendía que los míseros se deslumbraban y se perdían cuando intentaban vivir en una atmósfera que no era la suya, en unas costumbres que no podían asimilarse, en unas ideas que no eran comprensibles para ellos.
Todas aquellas gentes eran buenas gentes en su ambiente propio, en sus relaciones habituales; pero se desconcertaban, se transformaban cuando querían aparentar una cosa distinta de su condición de míseros.
Y mientras el tren corría por los hermosos campos portugueses, ella floraba, lloraba la fantasía perdida, al recobrar su condición de mísera, no por la posición modesta de su vida, sino por esa otra limitación espiritual que constituía la verdadera miseria. Ella, que había querido volar con una facultad poderosa, había caído vencida contra la tierra.
Los culpables eran el mar y el campo. Tal vez ningún ambiente, por brillante y vicioso que hubiera sido, la hubiera exaltado tanto.
Había sentido una noche, única en su vida, la liberación, y volvía de nuevo á hundirse en su inferioridad.