Cuentos Malévolos

Clemente Palma


Cuentos, colección



A mi padre,
don Ricardo Palma

Los canastos

Entre hacer un pequeño servicio que apenas labre huella en la memoria del beneficiado o un grave daño que le deje profundo recuerdo, elegid lo segundo. Os contaré lo que me sucedió una tarde de invierno con un pobre hombre llamado Vassielich.

Os juro que yo soy bueno, que soy un buen padre de familia, pero sólo en la época en que hay sol en este cielo brumoso. ¡Oh!, la bruma invernal me hace daño y me convierte en malvado. Si yo fuera poppe, en verano rendiría culto a Dios, pero en invierno le volvería la espalda y me entregaría a darle gusto al diablo. En el invierno le amo, siento que se introduce en mi ser, que estruja mi espíritu y aviva el fuego de mis malos instintos; entonces me siento nihilista, capaz de ser ladrón y asesino; lo rojo me excita, y lo afilado y lo agudo me fascinan. Cuando llega la época de las primeras nevadas, mi mujer me dice: «Marcof, padrecito mío, ya las malas ideas comienzan a fulgurar en tus ojos. Ya viene el tiempo en que no vives sino gruñendo y blasfemando, en que nos aporrea a tus hijos y a mí. Mira, no te alejes de la estufa, porque el hielo te hace malvado…» Pero decía hace poco que iba a referiros una aventura que tuve: ya lo había olvidado. Escuchadme:

Iba yo una tarde caminando, con mi pipa en la boca, por un largo y estrecho puente. Un carretero sordo llamado Vassielich seguía el mismo camino que yo, conduciendo en su carro más de veinte canastos de pescado fino, que diferentes dueños le habían comisionado que llevara al mercado para la venta del siguiente día. El carro, a causa de la curvatura del puente, se inclinaba hacia el borde derecho, pero no había peligro de que cayese, porque el pretil era suficientemente alto para impedir la caída. Con todo, hubiera querido darle un buen susto a Vassielich. Creedme que no soy malo, pero deseaba con toda mi alma darle un susto, aunque no fuera sino arrojarle con carreta y todo al río. De repente, la cuerda que sujetaba los canastos rompió o desató… A fe que sentí un vuelco en el corazón. El puente es estrecho y largo, el carro caminaba despacio y saltaba mucho, el suelo del puente tiene una inclinación sensible del centro hacia los bordes… A los pocos segundos, ¡pum!, uno de los canastos se desprendió, cayó pesadamente sobre el pretil y desde allí se precipitó al río. Lo vi caer y una voz muy débil murmuraba dentro algo así como: «avisa a ese infeliz carretero que su carga se va al río». Pero el invierno me gritaba más alto: «cállate, hombre, y limítate a mirar, ¿no es curioso y entretenido ver caer veinte canastos, uno detrás de otro, como una manada de estúpida; carneros?» Y la verdad es que preferí esto. Cierto que Vassielich, un buen hombre que jamás me había hecho daño alguno, iba a sufrir mucho con esta desgracia, pero ¿a mí qué me importaba?, ¿perdía yo algo con el desastre de Vassielich? No; al contrario, ganaba una diversión durante el trayecto del puente, que tiene unos cien metros de largo. Callé y vi caer la segunda canasta, luego la tercera y la cuarta, y la quinta y otras muchas. El pobre Vassielich, sea porque fuera sordo, o porque iba distraído, no advirtió el ruido delicioso de los canastos al romper la superficie ondulosa del río, haciendo saltar chorros de espuma. El caballo advirtió mejor lo que pasaba, pues, al sentir el carro menos pesado, aligeró el paso. Cuando llegamos al término del puente, corrí hacia la carreta:

—¡Eh, Vassielich, amiguito!

El carretero no me oía; tuve que avanzar más y tocarle la pierna con el extremo de mi pipa, gritándole:

—¡Vassielich! ¡Vassielich!

—¡Eh!, ¿qué deseas? Tengo prisa…

—¡Ay, padrecito, no la tengas ya! Voy a comunicarte una gran desgracia.

—¡Dios de Dios! ¿Ha muerto Ivanowna, mi mujer?

—No, te juro que no; es algo peor y de más trascendencia social.

—¿Ha muerto el Zar?

—¿Eh? ¡Así reventara!…

—Habla, habla…

—Pues, detén el carro, que es algo grave lo que voy a decirte.

—Pero… está anocheciendo y tengo prisa de llegar a la ciudad.

—No la tengas ya.

—¿Por qué? Habla. ¡Dios de Dios! —exclamó Vassielich impaciente deteniendo el carro.

Yo encendí lentamente mi pipa, que se había apagado:

—Te decía, padrecito, que no tuvieras ya prisa en ir a la ciudad… Verás si tengo razón.

—¡Maldición! Pero ¿por qué?

—Porque… Créeme que me duele decírtelo, padrecito. Óyeme bien: no debes apresurarte, porque, porque el señor río se ha engullido, bocado tras bocado, tus canastos de peces. Soy testigo ocular. Te aconsejo que otro día hagas uso de cuerdas más fuertes.

Vassielich volvió el rostro violentamente y al asegurarse de su desgracia se puso horriblemente pálido, luego enrojeció y apeándose de la carreta se asomó al río.

—¡Eh, amigo!, ¿buscas los agujeros que hicieron los canastos al atravesar la superficie? Ya se taparon.

Vassielich se puso a llorar; no tenía dinero con qué pagar; le embargarían sus cosas. Ivanowna y sus hijos sufrirían miserias espantosas, y si no alcanzaba a pagar toda la deuda, le meterían en la cárcel. ¡Y el invierno que era tan crudo! El pobre sordo lloraba amargamente. ¡Era cosa de matarse!

—¡Sí, padrecito, es cosa de matarse! —afirmé yo con acento filosófico.

Y, en efecto, creí que iba a arrojarse al río de cabeza, pues asomó el cuerpo por el pretil. Abrí los ojos desmesuradamente para ver con toda mi alma el chapuzón. Quizás el caballo por una de esas asombrosas fidelidades de que hablan las historias se precipitaría también arrastrando consigo el carro. Y si no lo hacía yo le obligaría a ello. El puente estaba solitario y la ciudad distaba dos verstas. Pero no, lo que hizo Vassielich fue ponerse a gritar y a maldecir su suerte… Se desvaneció mi esperanza, e irritado por la estupidez de ese carretero que por un cobarde amor a la vida no cumplía con su deber, le dije sonriéndome:

—Pude avisarte, padrecito, desde que vi caer el primer canasto. Mas ¿para qué? Mañana habrías olvidado el favor que te hacía: en cambio, cuando te lleven a la cárcel, y tu mujer y tus hijos lloren en la miseria, te acordarás de mí, cierto que para maldecirme, pero te acordarás…

Vassielich no me respondió, sea porque no me oyera, sea porque estaba aturdido con su desastre. Me encogí de hombros y proseguí mi camino, fumando mi pipa. Después de todo, el sitio de los peces era el río y no los canastos. He restablecido, pues, el equilibrio de la naturaleza.

Idealismos

Una noche encontré en un asiento de un coche de ferrocarril un cuadernito de cuero de Rusia, que contenía un diario. En las páginas finales estaba consignado el extraño drama, que trascribo con toda fidelidad:

Noviembre 14

Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere. Luty era hasta hace poco una muchacha rozagante, alegre y que ofrecía vivir mucho. ¡Quién la reconocería hoy en esta jovencita pálida, delgada y nerviosa! ¡Cuán hermosos eran sus grandes ojos azules y su amplia cabellera de color de champaña! Mi novia se muere y afirman los sabios que ello es debido a la doble acción de una aguda neurastenia y de una clorosis invencible.

Hoy la he visto; tenía la cabeza entre los almohadones de fino encaje, parecía una flor de lis desfallecida. Luty me miró con los ojos brillantes de fiebre y me tendió su mano alba y enflaquecida; me estrechó la mía con misteriosa intención. Me pareció comprender su pensamiento: «No olvides, amigo mío, de poner en mi ataúd pensamientos y gardenias, esas flores amadas que yo he colocado tantas veces en tu pecho; no olvides, amigo mío, mientras los que velen mi cadáver dormiten rendidos por el cansancio y el dolor, no olvides el darme un beso muy largo y apretado en los pálidos y rígidos labios». ¡Pobre amada mía! Se moría sin guardarme rencor, y, sin embargo, era yo quien la mataba, yo, que la adoraba. Vosotros, los espíritus burgueses, si leyerais estas páginas no podríais comprender jamás que la muerte de mi adorada prometida, de mi inocente Luty, pudiera alegrarme profundamente. Al contrario, sentiríais hacia mi viva repulsión y gran horror por mi crueldad. ¡Bah, pobres hombres!, no pensáis ni amáis como yo, sino que sois simplemente ridículos sentimentales. Quiero a mi novia con todas las energías de mi juventud —y oídme bien, que esto os espeluznará, como si sintieseis pasar rozando vuestro pecho una serpiente fría, viscosa y emponzoñada—: si el beso que he de dar a su cadáver pudiera resucitarla… no se lo daría.

Noviembre 18

Cuando comenzaba Luty su adolescencia le hablé de amor. ¡Pobre nerviosa! El primer amor fue penetrando paulatinamente hasta lo más profundo de su ser. La gestación de su alma, el modelado de su corazón y de su cerebro se realizó conforme a mi deseo, formé su alma como quise, en su corazón no dejé que se desarrollaran sino sentimientos determinados, y su cerebro no tuvo sino las ideas que me plugo. ¡Oh!, ¡no sé qué prestigio tan diabólico, qué cohibimiento tan absoluto, qué influencia tan poderosa llegué a ejercer y ejerzo aún sobre Luty! Era tan grande la sugestión que obraba mi alma sobre la suya, que podía hacer llorar a Luty como una chiquilla o enfurecerla, hacerla gozar las mayores delicias ideales o mortificarla con las más horribles torturas y casi sin necesitar hablarla. Cuando yo iba donde ella, mortificado por algún pensamiento doloroso o por alguna pesadumbre, la pobre muchacha palidecía como un cadáver, como si sintiera súbitamente la repercusión centuplicada de mis angustias íntimas. Asimismo sentía resonar en su espíritu la jovialidad y la ventura con que el amor inundaba mi alma. A pesar de la temprana perversión con que estaban contaminadas mi filosofía y mi vida íntima, jamás había tratado de pervertir el alma de Luty, ni de poner en juego sus energías sensuales. Luty era pura aún, sin malicia, sumida en la ignorancia más profunda de las miserias e ignominias del amor.

Una noche de insomnio, sentí rebullir en mi cerebro la tentación inicua, y como un escarabajo de erizadas antenas, el deseo de corromper la inocencia de mi Luty. ¡Ah!, ¡maldito insomnio! Felizmente, vi con colores sombríos el derrumbe espantoso de la pureza moral de mi prometida, vi la explosión de fango salpicando la albura incólume de su alma. Yo era el amo absoluto de Luty, el tirano de su vida interior, ¿para qué someterla a una nueva tiranía, a la tiranía innoble de la carne?; ¿para qué someterla a esa inicua autocracia, en la que el dogal acaba a la postre por estrangular el cuello del mismo tirano? Ya era yo bastante infame con haber esclavizado el alma de Luty. Más de una vez sentí, en las agitaciones del insomnio, las impulsiones malvadas de mis instintos, y más de una vez me vencí. Pero ¿podría vencerme siempre? Mi deber era libertarla. ¿Cómo? Casarme con mi novia era sujetarla para siempre entre mis garras; y mi dignidad, en una violenta sublevación, rechazaba con horror ese anonadamiento del alma de Luty, esa absorción de su ser por el mío, ese nirvana de la voluntad, del pensamiento y del deseo revelados en esa sumisión incondicional, en esa fe irreflexiva y confiada que había nacido entre las inocentes expansiones del amor puro y había de terminar en las ignominias carnales de la vida conyugal, en las que muere toda ilusión y todo encanto, para ceder el sitio a una amalgama de animalidad y respeto. Yo la amaba, la amo con todas las fuerzas de mi alma y me horrorizaba, por ella y por mí, el inevitable desencanto, el rebajamiento del espíritu de Luty y al mismo tiempo el remache de esa cruel tiranía de mi alma. Mi deber era libertarla de la demoniaca influencia que yo ejercía sobre Luty, libertarla por un último acto de la tiranía moral, que había de ser la única forma noble posible de mi absolutismo; crear la libertad por un acto de opresión, puesto que ya el regreso a la primitiva independencia era imposible; esto os parece, señores burgueses, una absurda paradoja. Y desde ese momento toda una labor sugestiva fue la de imponer al alma de Luty la necesidad de morir, la necesidad dulce y tranquila de desaparecer del mundo, de este mundo ignominioso. —Te amo —la decía mentalmente a mi Luty—, te amo y eres mi esclava. La mayor prueba de amor que te doy es la de romper la cadena que te une a mi ser, envileciéndote; muere, Luty mía, muere sin sufrir, muere de un modo paulatino, como por una recobración lenta e inconsciente de tu dignidad moral…

Noviembre 19

No hay temor de que mi Luty se salve. Se muere, se muere. Apenas tienen fuerzas sus grandes ojos azules para mirarme y absorber la matadora influencia de mi amor. Luty, con mis caricias apasionadas, con mis frases de amor tóxico, se estremece y cada emoción de Luty es un salto que da la muerte hacia ella. Bien claro lo dijo el médico: «Evitadla emociones fuertes, que le son mortales…»

Noviembre 21

Siento la necesidad de evocar recuerdos. Mi obra, desde hace tiempo, ha sido imbuir en Luty cierto pesimismo celestial, ir matándola moralmente con nociones ideales mortíferas. La convencí de que la muerte es una dulce ventura, un premio inefable de los amores profundos y castos, el nudo infinito del amor. Todas mis palabras y mis caricias llevaban escritas con caracteres invisibles, pero hipnóticos, la orden: «Muere, Luty mía, muere». Y yo sentía que desde el fondo de su ser había algo que me respondía: «Se te obedece como siempre». La idea de la muerte era el sedimento impalpable que quedaba en el alma de Luty después de todas nuestras conversaciones, aun de las más apasionadas.

¡Oh!, lo recuerdo muy bien. Una noche estrellada estuve hasta muy tarde conversando con Luty en la terraza y haciendo observaciones con el telescopio. ¡Qué paseos tan hermosos dimos con la imaginación por los mundos astrales! ¡Todo ello sentaba la premisa de la muerte de ambos! Nuestras almas con formas imponderables, unidas en abrazo estrechísimo, cruzaban los espacios planetarios, como visiones del Paraíso de Alighieri. Yo, con amoroso desvarío, prendía a Aldebarán, rojo como un rubí incendiado, en los rubios cabellos de mi amada; arrancaba perlas a la Vía Láctea y formaba collares para la garganta de Luty. Luego seguíamos en maravillosos ziszás recorriendo eternamente mundos encantados en donde los seres tenían sentidos nuevos, en donde la corporeidad desaparecía y las formas se esfumaban entre gasas sutiles y tules luminosos… En Urano vimos una flora colosal, en que las rosas eran como catedrales y entre los pétalos vagaban microzoarios humanos, de formas vaporosas, repartidos en enamoradas parejas, que se entregaban a deliquios sublimes, aspirando deliciosas fragancias. Luego seguíamos subiendo; siempre teníamos delante mundos nuevos, y a cada instante encontrábamos en nuestro camino amantes, como nosotros, que hacían la misma peregrinación. La ruta era interminable, eterna; la creación infinita. Con frecuencia nos deteníamos para ver algo esplendoroso: ya era un cometa que surcaba el abismo, ya la explosión de una estrella. Vimos llegar a Venus trayendo sus idilios de amor: pequeñita, lejana primero, creció luego, creció hasta que percibimos sus enormes bosques perfumados, poblados por hermosas jóvenes, bellos mancebos y niños alados que atravesaban las praderas bailando bulliciosas farándulas y luego se perdían en la poética umbría de una selva. Pasó Venus ante nuestros ojos deslumbrados con tanta dicha, y bien pronto se confundieron los suspiros, los besos y los cantares de ese mundo feliz, con el estallido de un bólido chispeante o con el zumbido de algún cometa que pasaba agitando su deslumbradora cauda…

Para ver esto era necesario morir: morir joven, morir antes de que la vida nos encenagara y obturase nuestra facultad de apreciar las bellezas del ideal; cortar a tiempo la cuerda que sujetaba el globo cautivo de nuestra alma a las miserias de la tierra. Luty, entusiasmada, anhelosa, viajaba conmigo por las profundidades insondables del Cosmos. Temblorosa, cogida a mi cuello, me escuchaba desvanecida, como si sintiera el vahído de lo infinito, sin sospechar que detrás de mi narración estaba embozado, como un bandido hidalgo, mi deseo de verla muerta, de verla libre de esa tiranía infernal a que la tenía sujeta.

Poco después Luty cayó enferma, con gran contentamiento mío, y entonces continué con más bríos mi obra matadora. La anemia, esa enfermedad romántica, acudió en auxilio de mis deseos y de mi trabajo sordo. Luty se muere; sus nervios, enfermos y espoleados por mí, contribuyen eficazmente a estrangular, en una red de emociones vivísimas y de extravagancias increíbles, esa vida que yo deseo aniquilar. Hoy Luty está agonizando, es decir, está reconstituyendo su dignidad moral de persona; resucita…

Noviembre 21

3 de la madrugada


Todo ha terminado, Luty ha muerto; ha muerto tenuemente, como yo deseaba, contenta, feliz, satisfecha de mi amor, sospechando acaso en la lucidez de los postreros instantes, mis escrúpulos por su esclavitud y mi alegría profunda y noble por su muerte. Creo que me agradece mi conducta. Guardo en mis labios, como un tesoro, su último beso: el de la cita para la eternidad venturosa.

¡Pobre Luty! Siento alegría melancólica de haberla libertado y, además, la satisfacción de haber creado su alma y haberla extinguido. ¿Contribuye esto a hacer impura mi alegría? No sé; pero pienso que quizá la felicidad es, más que el poder de crear, el placer de destruir.

Ahora comprenderéis espíritus burgueses, que desear y cooperar en la muerte de una novia joven, bella, inocente, amada y amante, no es en ciertos casos, una paradoja espeluznante, ni mucho menos una crueldad espantosa, sino un acto de amor, de nobleza y de honradez.

El último fauno

A José S. Chocano


Todo lo había invadido la religión cristiana desde hacía mucho tiempo. Los dioses del Olimpo habían renunciado honrosamente a la inmortalidad en la Tierra. El orgulloso Júpiter ¿para qué había de vivir si no había de reinar? Y lo mismo Venus, Saturno, Diana y Marte. Toda la excelsa raza abandonó la Tierra; unos dioses se embarcaron en el navío de Argos y fueron a cruzar los negros mares del abismo; otros fueron a llorar su destierro, sentados en el carro de la Osa, recorriendo el amplio camino de la Vía Láctea; y no pocos ocuparon un sitio en la barca de Carón, el viejo bogador de la Estigia.

Los sátiros, envejecidos y degenerados, en vano trataron de sostenerse en las umbrías de los bosques; la nueva mitología triunfaba en todo el orbe; los pobrecillos eran arrojados hacia el Bóreas por la invasión. Algunos, en un arranque de altivez, se ahorcaron en las encinas de un monasterio. Otros quisieron capitular, y se pusieron al habla con San Antonio; le enviaron un mensajero que dijo al santo: «Yo soy un mortal como tú y uno de los habitadores de los bosques que los paganos adoran bajo el nombre de faunos, sátiros e íncubos. Vengo en este momento a ti, enviado por mis semejantes, para suplicarte que intercedas por nosotros al Dios común.» Nada. Fue en vano este intento de conciliación, que enterneció a San Antonio «hasta hacerle derramar lágrimas». En la nueva religión eran detestados, y las cándidas vírgenes del cristianismo los rechazaron. ¿Cómo admitir a esos lúbricos profanadores de la virginidad, a esos verdugos de la castidad, a esos silvestres y brutales apologistas de las glorias rojas del Falo? Los pobres faunos, empujados por la repugnancia del nuevo espiritualismo, fueron subiendo hasta el polo y allí murieron ahogados entre los témpanos, devorados por los osos blancos, y no pocos asesinados por los runoyas, que no podían ver, dada su sangre fría de anfibios, las pícaras costumbres y desenfrenos de esos hijos del Sur.

Las ninfas de Diana encontraron refugio en las poéticas selvas de la Germania y cambiaron de nombre. ¿No conocéis a Loreley, no conocéis a las hadas? Pues son ellas…

Las ondinas, sirenas y nereidas se ocultaron en sus palacios de nácar y perlas. De vez en cuando, alguna ondina se asoma a una ventana y mira hacia arriba, creyendo ver a través de las aguas glaucas la quilla del barco de Ulises… Y cómo se trueca en iracunda la curiosa mirada al ver la hélice rugiente de un steamer, y, asomando por las bordas, la cara placentera de una lady o la faz rojiza de un contramaestre fumando en pipa…

De esa gran catástrofe, que convirtió el Olimpo en una montaña solitaria, quedó un faunillo que contaba dieciséis años, quien, por razones que no es del caso referir, no pudo seguir la vertiginosa carrera de los dioses y se vio obligado a quedarse en la tierra, en medio de los intrusos. A medida que el tiempo pasaba, crecía su odio hacia aquellos invasores que le dejaron huérfano, que sacrificaron su juventud anhelosa de amores, condenándole al aislamiento, a la vida oculta y a las fugas precipitadas. Las pastoras huían de él haciéndose cruces; los guardadores de ganado le perseguían, como se persigue al lobo, agitando los cayados y tirándole piedras. El faunillo recordaba aquellas alegres cacerías de ninfas y de pastoras, aquellas gloriosas fiestas de Baco, aquellas saturnales, en las que en loca ronda, danzaban en torno de la estatua de Sileno. ¡Qué hermosos tiempos aquellos! Nocherniego y solitario, cruzaba las campiñas, atravesaba desiertos, ascendía montañas y vadeaba ríos buscando a sus hermanos, que habían desaparecido para siempre. Y los siglos corrían…

En su peregrinación veía a veces cruzar por las ventanas de algún castillo feudal a las hermosas castellanas, y una fulguración de cólera y deseo brotaba de sus ojos. Otras noches se había detenido por un rato para contemplar desde una colina las siluetas vaporosas de las monjas de algún convento gótico, proyectadas por la luz sacra del coro. Más de una vez, alguna pastora desvelada había visto asomarse por la ventana de su cabaña una cara hermosamente diabólica en la que brillaban unos ojos encandilados. —¡El lobo!— había exclamado, ocultándose entre las sábanas. No, no era el lobo, era el pobre fauno errante, el expulsado de la nueva civilización, que acechaba el sueño de las mujeres jóvenes y bellas. Al día siguiente los gañanes, armados de picos y horquillas, salían a perseguir al imaginario lobo. En muchas ocasiones estuvo el faunillo a punto de perecer entre los dientes de una jauría o de caer atravesado por el venablo de algún caballerete entregado a los placeres cinegéticos, que le había tomado por un venado o jabalí. Sólo la rapidez de su carrera pudo salvarle.

Así, en esta vida aventurera y nocturna, comiendo dátiles en los desiertos y bellotas en los bosques, bebiendo la leche de las cabras montaraces y el agua de los arroyos, cruzando sierras, bosques y llanuras, costeando las ciudades, pasando a nuevos continentes, huyendo de los hombres y persiguiendo a las mozas incautas que tenían la imprudencia de salir de noche (él fue el padre de esa generación de íncubos que alarmaba a los teólogos de la Edad Media), vio transcurrir cerca de treinta siglos.

Por fin, una tarde llegó a la orilla del mar y vio frente a la costa un islote. De pronto tuvo una agradable sorpresa: vio en él formas humanas que le recordaron las antiguas fábulas y hasta creyó oír el inolvidable ¡Evohé! de Anacreonte… Se arrojó al mar y fue nadando, como cuando cruzaba los lagos de la Arcadia. Efectivamente, debajo del islote vivían muchas ondinas que recibieron locas de alegría al joven rezagado de la muerta Mitología.

* * *

Las ursulinas, huyendo de los calores ciudadanos, habían ido a pasar el verano a un monasterio de la orden, que tenían a orillas del mar. ¡Qué batahola formaban las jóvenes novicias, retozando alegres sobre la playa solitaria! Las muchachas daban tregua a las maceraciones y severidades de la vida mística, y sentían hervir bulliciosa en sus venas la sangre inquieta de una infancia no lejana. Figuraos que la mayor de las novicias no tenía veinte años. Vestidas de baño bajaban la pequeña colina. Albas como las santas hostias, parecían una resurrección de los tiempos del peplo. Las habríais creído, al verlas bajar en formación, serias y púdicas, catorce Cimodeceas conducidas al circo para que sus carnes vírgenes fueran devoradas por los leones. Pero una vez en la playa, las hubierais tomado por catorce vestales que hubieran enloquecido por habérseles extinguido el sagrado fuego del ara. La hermana Ágata de la Cruz (entre ellas se denominaban con los nombres que pensaban adoptar el día de la profesión), rubia, resplandeciente, con sus veinte años de pureza dedicados a los santos ensueños, era la más endiablada y juguetona. Toda la playa parecía alegrarse con sus carcajadas cristalinas, con sus bromas inocentes, sus carreras y movimientos llenos de gracia y ligereza. Sus carnes, castamente veladas por la capa de baño, se estremecían al entrar en el agua con la ascensión paulatina del frío. ¡Qué hermosa se ponía cuando cruzaba las manos y apretaba los dientes a cada caricia brutal de la ola! Y la pálida Lucía del Sagrario, siempre con los ojos bajos, pero fulgurantes, como si llevara detrás de las pupilas una luminosa visión beatífica. Y Ana del Corazón de Jesús con sus ojazos negros, profundos y apasionados, y unos labios que parecían hechos con sangre de fresas y granadas. Y Rosa del Martirio, un poco gorda, pero admirablemente modelada, rebosando salud por sus frescas mejillas. Y Teresa de los Dolores, nerviosa, enfermiza, pero expresiva y graciosa en todos sus movimientos. Y todas, todas eran hermosas, la que no con la hermosura prestigiosa del rostro, con la belleza del cuerpo o con la gracia del movimiento; todas eran bellas con el perfume inefable de la pureza, con el atractivo incomparable de la juventud. Nada más adorable que ese grupo de niñas saltando, riendo, gritando, chapaleteando entre las olas, burlándose de las caricias del mar, que salpicaba con sus espumas todos esos encantos ofrendados piadosamente a la Divinidad. Las hermanas Ágata, Rosa y Ana eran las más valientes y atrevidas, pues se aventuraban a alejarse de la playa en peligrosos ejercicios de natación, seguras de domar con su audacia, las audacias del océano.

Entretanto, la madre Clara, sentada a la sombra de una roca, leía devotamente en su libro de horas, y levantaba con frecuencia la cabeza, bien para sonreír a alguna de las novicias que le dirigía alguna zalamería, bien para reprender suavemente a otra que había dicho algo vagamente pecaminoso, bien para observar con inquietud a las atrevidas nadadoras o bien para consultar la hora en un modesto relojillo de acero.

El joven fauno, desde su lejano islote, veía la agitación de todos estos cuerpos puros y bellos. Las caricias de las ondinas, frías como peces, helaban todo apasionamiento. ¡Oh, cómo habían cambiado! No eran ya las amorosas y vehementes siervas de Calipso. No eran siquiera como esas cristianas, cuya austera religión le había dejado huérfano. A la vista de ellas, toda la sangre que fermentaba en él hacía veinte siglos le habló al oído inspirándole innobles deseos: todas las truhanadas de su estirpe le acudieron a la cabeza y recordó los raptos fáunicos en las penumbras del bosque.

Una mañana vio a las tres nadadoras cerca del islote. El fauno cogió un pulpo y nadó por debajo del agua hacia el sitio en que, tranquilas y descuidadas, nadaban charlando y riéndose las tres jóvenes religiosas.

De pronto, Ágata vio una sombra que se movía debajo de ella, se volvió asustada, quiso huir, llamó a sus compañeras, pero ya era tarde. Unos brazos viscosos y fríos se prendieron a sus lozanas pantorrillas, impidiéndola todo movimiento; gritó desesperada, hizo esfuerzos inauditos, se debatió con toda la energía que da la perspectiva de una muerte horrible en plena juventud, todo fue en vano. Los tentáculos, sembrados de ventosas de los pulpos, seguían subiendo y entorpeciéndole todo movimiento. Loca de terror, comenzaba a sentir el desfallecimiento de la muerte, cuando una faz hermosa y joven, como la de un Cristo marino, se juntó a su rostro. Volvió Ágata a la vida, y, llena de esperanza, se confió a su salvador, acallando con cierto íntimo goce el pudor que sentía de verse en brazos de un hombre. ¡Qué diría la madre Clara! Pero cuando la impresión mortal que recibiera se fue desvaneciendo un poco, notó que el joven la llevaba mar adentro. Quiso detener a su guía:

—¿A dónde me llevas?

El faunillo contestó:

—Cristiana, bajo esta faz juvenil llevo veinte siglos de desesperación. Mírame bien: soy un fauno, el último de mi raza. Durante veinte siglos he buscado vanamente una mujer amable. No ha llegado… hasta hoy. Te he espiado, cristiana, te he espiado, y al verte tan hermosa se ha incendiado mi corazón en amor. Te amo, cristiana, te amo; eres más bella que las hijas de la Grecia difunta. Eres mía, y bendigo los veinte siglos de sufrimiento que he pasado; te he sorprendido en el mar, como sorprendían mis hermanos a las pastoras en la selva. Te llevaré a una isla solitaria; arrullaré tu sueño con las canciones del viejo Anacreonte… ¡Ámame, cristiana, ámame!

¿Qué pensó la espiritual hermana Ágata de la Cruz? Se encontraba en medio del mar. Allá, muy lejos, estaba la madre Clara, rodeada de las novicias, a quienes habían llevado sus dos compañeras la noticia de su muerte, devorada por un monstruo marino; las veía pequeñitas, las cabezas no más grandes que cabezas de alfileres… Veía sobre la colina el monasterio, la casa de Jesús, el Bien Amado. Aquí, junto a ella, estaba el fauno, apasionado, hermoso, tembloroso de amor con lágrimas en los ojos, ofreciéndole un cariño que había fermentado veinte siglos… Los faunos no pertenecían a la raza de los judíos. Se habría dejado morir mil veces antes que consentir que la tocaran un cabello las manos de un judío, manos asesinas, manos enrojecidas con la sangre divina del Salvador. ¿Qué más pensó la espiritual hermana Ágata de la Cruz?… Después de un rato de silencio y de reflexión, la novicia comprimió ligeramente el hombro del fauno, y con voz tímida, que traducía sus escrúpulos, le dijo:

—Júrame, fauno, que creerás en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

—Te lo juro, cristiana.

Y el fauno, con su valiosa carga, loco de alegría, siguió nadando hacia una isla que vagamente se bosquejaba en el horizonte. Media hora después habían perdido de vista la tierra, pero llegó a los oídos de Ágata el sonido lúgubre de la campana del monasterio que doblaba por ella. Entonces oró, y dos lágrimas ardientes cayeron sobre la espalda blanca y tersa del faunillo. Y siguieron nadando.

* * *

El Gulf of Christiania, de la P.S.N.C., de 7.000 toneladas de desplazamiento, capitán Pfeiffer (noruego), dos máquinas, 18 millas de andar, 104 metros de eslora y 19 de manga, llevaba un cargamento de carbón para California, e iba a todo vapor conduciendo a su bordo 183 pasajeros. Entre ellos se contaba Sara Bernhardt, la egregia artista, una compañía de saltimbanquis, seis sacerdotes, y una pareja de recién casados. He aquí lo que pasó:

Turanio, el clown, un clown francés que había hecho furor en Nueva York por la donosura de sus saltos mortales y lo estrambótico de sus gestos, había cogido uno de los anteojos, y, recostado sobre la barandilla, escudriñaba el mar imitando los gestos del piloto. Sara Bernhardt leía, por centésima vez, Las memorias de Sara Barnum, libelo que escribió contra ella María Colombier… ¡Qué gracioso era Turanio! La recién casada se reía hasta derramar lágrimas. De pronto, Turanio, haciendo una pirueta de terror cómico, exclamó:

—¡Un tiburón blanco!…

En efecto, allá lejos, se veía algo que vagamente parecía el dorso de un pez blanco, que aparecía y se ocultaba constantemente. Stirno, el otro clown, llegó con una nariz descomunal, armado de una carabina inglesa de balas explosivas. Las carcajadas atronaron el buque: se entabló la disputa. Turanio afirmaba haber visto un tiburón blanco, y Stirno juraba como un condenado que aquello era un lobo viejo, que estaba blanco de canas. El modo de convencerse era darle caza (Sara Bernhardt lo propuso); Stirno se echó la carabina a la cara y estuvo acechando el momento en que apareciera el monstruo. Todos los pasajeros rodearon al tirador. A Sara le brillaban los ojos de entusiasmo; la recién casada se tapó los oídos y parpadeaba nerviosamente, esperando la detonación. Pasaron cinco, diez, quince segundos.

—¡Pum!…

Hubo un hurra formidable y la ilustre actriz aplaudió frenéticamente al ver agitarse la mancha blanca. Pero después llegó el vapor al sitio y todos los pasajeros se inclinaron sobre las bordas para ver al lobo o tiburón. Cuando llegaron, encontraron dos cuerpos humanos atravesados por la bala explosiva del gracioso Stirno. ¡Pero qué ojazos de asombro y espanto abrieron la afamada Sara y los pasajeros! De todos los labios salió este grito:

—¡¡Oh!!…

Así fue como murieron la hermana Ágata de la Cruz y el último fauno.

Parábola

Mi tío, el prior de los Camaldulenses, era hombre de muy buen humor, a pesar de vivir entregado a la lectura de viejas hagiografías, vetustos cronicones y apergaminados infolios, de los que sacaba datos para la historia de la Orden, que, desde hacía mucho tiempo, estaba escribiendo. Yo pasaba entonces por una dolorosa crisis moral, debida no sé si a la seriedad con que tomé ciertas lecturas filosóficas, o al pesar que me produjo la muerte de mi Susana, una novia un poco diabólica que tuve, y a la que, probablemente por eso, amé con pasión. Lo cierto es que tuve una racha de misticismo y acudí en confesión donde mi buen tío, quien, con gran afabilidad, descargó mi conciencia del peso de algunos miles de gordos pecados, cometidos durante muchos años de descreimiento e impiedades. No se contentó mi buen tío con este aseo de mi alma, sino que, comprendiendo que mi estado moral y nervioso me ponían en peligro de caer en uno de estos dos abismos: la locura o el suicidio, me llevó al convento a fin de que las lecturas piadosas, la meditación y la paz de la celda contribuyeran a devolverme la paz del espíritu. En un principio la tranquilidad conventual me permitió concentrarme, y fueron más agudos mis dolores y más mortificantes mis recuerdos y meditaciones. Pero, poco a poco, la paz exterior fue invadiendo mi alma. Mi virtuoso tío acudía en las noches a la biblioteca del convento, en donde yo me había instalado, y entre la lectura de dos enrevesados capítulos, disertaba conmigo sobre alguna cuestión architeológica; me refería anécdotas y curiosidades históricas o me hacía alguna relación, mística con sus puntas de picardía profana. A los dos meses mi espíritu estaba ya curado y me parecían cortas las noches para escuchar la alegre charla de mi tío y sus claras y profundas disertaciones. No olvidaré decir que cada velada terminaba con una buena jícara de chocolate, como saben tomarlos los priores, toda vez que León Pinelo, teólogo y bibliófilo insigne, ha probado que el chocolate no quebranta el ayuno prescrito por el ritual para la Consagración. Después, mi tío se iba a maitines.

Sin embargo de que no me quedaba de Susana sino un recuerdo melancólico de sus malignidades y de su amor extraño; sin embargo de que de mis negras meditaciones filosóficas sólo conservaba un dejo ligeramente amargo, tenía a veces mis recrudescencias por obra y gracia de la luna o de mi crónica dispepsia. Una noche me puse a porfiar a mi tío que Leibnitz había sido un solemne bellaco, al asegurar que este mundo era el mejor de los mundos posibles. En mi concepto, Dios era un tirano cruel, que se complacía en las angustias de los hombres, y cualquier pelagatos que hubiera asesorado a Dios, le habría hecho indicaciones acertadas para hacer un mundo mejor. Entonces mi tío, después de sermonearme de lo lindo, llamarme sandio y desahogarse contra el siglo, los filósofos y darle la gran tostada al archihereje Voltaire, me refirió la siguiente parábola:

Después de diez y nueve siglos de redención, tuvo el Salvador la peregrina ocurrencia de dar un paseo por la tierra, con el objeto de ver en qué estado se encontraba el mundo bajo el imperio de las caritativas doctrinas que él había predicado, y de las que la Iglesia había quedado depositaria. Como era natural, había traído Jesús plenos poderes de su Padre para hacer y deshacer, y hasta para repetir, si lo creía conveniente, la tragedia del Calvario. Jesús encontró esta tierra más pervertida y malvada que antes; sin gran trabajo habría encontrado muchos Judas que le vendieran y Pilatos que le condenaran de nuevo. Inmensa pena tuvo el buen Jesús al ver que su sacrificio había sido inútil. Pero comprendió que gran parte de la culpa de ese desastre moral y del fracaso de la buena nueva se debía, ya a la solapada intoxicación de las almas, realizada por unos malos hombres llamados filósofos, ya a la errónea manera como habían popularizado sus doctrinas de fe, de piedad y de consuelo algunos de los encargados de la propaganda evangélica. (Debo decirte que los Camaldulenses no estaban comprendidos entre éstos). En cierto modo, los hombres eran inculpables, y por eso el corazón de Jesús se llenó de amargo desconsuelo y tierna compasión; y ni un momento fulguraron sus ojos azules un destello de cólera o despecho. ¡Qué hacer! Nada; dejar que el mundo siguiera rodando y el demonio engulléndose las almas a más y mejor. No había remedio. Y dos lágrimas fueron a perderse entre los rizos de su barba castaña.

Jesús comenzó a ascender una montaña para lanzarse al cielo desde la cumbre, cuando encontró a un viejo ermitaño que recogía hierbas medicinales. El viejo, a pesar de sus setenta y ocho años, tenía muy buena vista, y se fijó en que las manos de ese joven estaban perforadas y en que algo como un nimbo de luz muy tenue circundaba su cabeza. Inmediatamente corrió, dejando su atado de hierbas sobre una roca, alcanzó al Salvador y se echó a sus pies derramando abundantes lágrimas.

—¡Ah, mi buen viejo, me has reconocido! —le dijo Jesús levantándole afablemente—. ¿Qué gracia quieres que te haga?

—Para mí ninguna, Señor, pero sí para la humanidad.

—Bien quisiera yo llevarme a la humanidad al cielo, pero no es posible, anciano… Están muy malogrados los hombres y me convertirían el cielo en un infierno.

—¡Oh, Señor! —siguió el anciano con candorosa ingenuidad—, la humanidad ha sufrido mucho por él pecado del primer hombre, que dio, entrada al infortunio sobre la tierra. Si volvieras a ella tu mirada de perdón, volvería la felicidad a acariciar las almas; la fe y la ventura correrían como un río apacible por las conciencias, y se apaciguaría para siempre, al soplo de tu infinita misericordia, la tormenta espantosa en que tantos hijos tuyos sucumben y se hunden por una eternidad en los abismos del infierno.

—¡Pobre anciano! Eres el portador de las angustias humanas, de los arrepentimientos tardíos y de las plegarias de los desdichados… Pero ¿no sabes acaso que el mal y el dolor son floraciones inevitables del pecado?

—¡Oh, Señor!, pero tú podrías cegar una de las muchas fuentes del pecado.

Jesús no respondió. El viejo era testarudo y siguió exigiendo:

—Si suprimieras la enfermedad, Señor… la enfermedad engendra la desesperación, Señor, y ella es el asidero del demonio para conducir a las almas a su horrible imperio.

—Bien, compasivo anciano; voy a complacerte: desde hoy no habrá enfermedades. Dentro de algún tiempo nos veremos en este mismo lugar y me referirás cómo le va a la humanidad gozando de salud.

El cuerpo de Jesús se deshizo como un jirón de niebla súbitamente besado por un rayo de sol canicular, quedando en el espacio que ocupó su cuerpo un perfume superior al de todas las florestas. Desde ese día sanaron los enfermos de todos los hospitales, como por ensalmo; las heridas cerraron inmediatamente; los médicos y boticarios se dedicaron a otras profesiones, y las Facultades de Medicina de todos los países se clausuraron por inútiles. La enfermedad llegó a ser una tradición, y la terapéutica se convirtió en un estudio de mera erudición, como el viejo sánscrito. La gente se moría dulcemente al llegar a los noventa años. Pero el número de condenados no disminuyó.

Al cabo de algún tiempo volvieron a encontrarse Jesús y el ermitaño.

—¿Y bien, buen anciano? —interrogó el Salvador con sonrisa enigmática, que iluminó su rostro melancólico con fulgores de bondadosa picardía.

—¡Oh, Señor!, los hombres se condenan lo mismo que antes, pero yo sé por qué es: por la miseria, Señor; por la miseria se desesperan y condenan. Suprime la miseria, Jesús mío.

—Sea —contestó Jesús.

Inmediatamente se llenaron de oro las gavetas de los comerciantes quebrados, que estaban a punto de suicidarse. Los árboles hacían alarde de derrochar sus frutos, y los campos de trigo dieron abundantes cosechas. Todo el mundo tuvo con qué satisfacer ampliamente sus necesidades, y Roschildt, por un capricho de archimillonario, ofreció obsequiar con la mitad de su fortuna al que le llevara un mendigo. ¡Qué deliciosa abundancia la de la tierra! Y, sin embargo, en la teneduría del demonio la lista de ingresos permanecía inalterable.

Al año siguiente se repitió la entrevista.

—Señor, es el odio de unos hombres a otros lo que les hace infelices y les arrastra al pecado y del pecado a la condenación. Si los hombres se vincularan por una confraternidad dulce y tranquila, si se sintieran instintivamente impulsados al mutuo amor, se habría salvado la humanidad. ¡Oh, Señor, apaga con tu divino aliento la tea roja del odio, extingue la sangrienta llamarada de la guerra, y verás cómo el ángel de la felicidad cierra las puertas del infierno!

—Anciano, lo que me pides es más difícil… En fin, sea.

Desde ese día no hubo celos, porque los hombres se amaban y respetaban tanto, que no deseaban la mujer del prójimo y evitaban toda convergencia de amor. La pólvora adquirió la buena propiedad de no arder, y, por consiguiente, perdieron su objeto las fundiciones de cañones y las fábricas de armas de fuego. Las espadas y los puñales se volvieron quebradizos y se rompían al menor golpe; de modo, pues, que no habiendo ya el medio de hacer eficaz y activo un odio, éste tuvo que desaparecer, como desaparecería el sentido de la vista si desapareciera la luz. Era de verse cómo todos los hombres se hablaban y se acariciaban con sincera cordialidad. Todos los asuntos se arreglaban tan satisfactoriamente, que, cuando más, había que recurrir a los amigables componedores. Los abogados, jueces y escribanos tuvieron que dedicarse a dormir, para ocuparse en algo.

Durante varios años no volvió a aparecerse Jesús al buen ermitaño, ¿qué más podía desear éste para la humanidad? Era seguro que el demonio estaría mesándose los chamuscados cabellos y dando cornadas de impaciencia contra la puerta del infierno, puesto que era probable que nadie se condenaría. ¿Quién iba a pecar en condenarse gozando de perfecta salud, sintiendo, como inefable caricia del alma, esa fraternidad universal, y, para colmo de dichas, de despreocupación del porvenir? Había pan, amor y salud para todos, y era indudable que en esta apacible y tranquila condición la vida sería una bendición de Dios…

Pues, no, señor; a los tres años de esta vida los hombres se condenaban tanto como antes. Como nada se puede tener oculto, llegaron los hombres a saber que debían ese delicioso estado de fácil bienaventuranza a nuestro buen ermitaño, y un día enviaron delegados al anciano con una plegaria tan extraña que éste se horrorizó. Cuando estuvo solo el ermitaño se puso a llorar de vergüenza y conmiseración hacia esa humanidad tan ingrata como ingobernable, tan insaciable como loca. Esperaba con tristeza y desconsuelo el día de la entrevista con el Señor. ¡Cuál no sería su asombro al entrar un día en su gruta y ver resplandeciente el cuerpo de un tosco crucificado que había en el fondo de su alcoba de piedra! La faz del Cristo tenía una expresión de cariñosa ironía. El ermitaño cayó en tierra acongojado por la humillación y el dolor.

—¡Señor, Señor —murmuró—; muérame yo de vergüenza si volviera a interesarme por una humanidad tan ingrata e inicua; no hay salvación para los hombres: el vicio está muy arraigado en sus almas!

—¿Qué pasa, buen anciano? ¿No están contentos con la paz, la salud y la holgura?… No te desconsueles, que les concederé la nueva gracia que me pidas. Habla.

La vergüenza y sufrimiento del ermitaño crecieron.

—¡Oh, Señor!…

—Habla.

—Señor, los mortales de la tierra están desesperados con su felicidad y quieren que te dirija en su nombre esta plegaria: Señor, vuélvenos a nuestra primitiva condición de víctimas del mal y del dolor, porque ella es infinitamente preferible a esta bienaventuranza fácil, que extingue el deseo y que no es obra del esfuerzo.

—Tienen mucha razón los hombres —respondió Jesús.

Esto era tan incomprensible para el ermitaño, que si lo hubiera escuchado de otros labios que no fueran los divinos, habría pensando que oía la más espantosa herejía. No se atrevió a interrogar, pero en sus labios palpitaba la pregunta.

—¿Por qué? —prosiguió el Salvador, sonriéndose—, porque suprimiendo la enfermedad, la miseria y la lucha hemos creado, buen anciano, la inercia y el hastío; es decir, el mayor pecado y la mayor condenación.

Y nuevamente los tres suprimidos flagelos cayeron sobre la Tierra.

Una historia vulgar

Un joven médico francés me refirió una historia trágica de amor, que se quedó vivamente grabada en mi memoria y que hoy refiero casi en los mismos términos en que la escuché.

Hela aquí:


Ernesto Rousselet era un muchacho que intimó conmigo en virtud de no sé qué misteriosas afinidades. Era lorenés y de una familia protestante. Fui el único amigo a quien amó y con quien tuvo verdadera intimidad. Era, sin embargo, de una educación, de un carácter y de un modo de pensar muy distintos a los míos; más aún, completamente opuestos. Ernesto era un puritano: por nada del mundo dejaba de ir los viernes a los oficios y los domingos a oír la lectura de la Biblia en una capilla luterana. A veces le acompañaba yo, y, a pesar de mi espíritu burlón, no podía menos de respetar la honradota fe de mi buen amigo. Ernesto era serio, incapaz de una deslealtad, y su alma noble de niño grande se transparentaba en todos sus actos y brillaba en la mirada de sus grandes ojos azules, en sus francos apretones de mano, y en la dulzura y firmeza de su voz. Nada de esto quiere decir que Ernesto fuera bisoño y meticuloso, ni que se asustara con las truhanadas propias de los mozos, ni que fuera un mal compañero de diversiones. Cierto es que a muchas asistía sólo por complacerme. Uno de los grandes placeres de Ernesto era hacer conmigo excursiones en bicicleta, de la que era rabioso aficionado.

Por más que me esforcé en convencer a Ernesto de que el hombre era ingénitamente perverso y de que la mujer, cuando no era mala por instinto, lo era por dilettantismo, no lo conseguí. El buen Ernesto no creía en el mal; decía que los hombres y las mujeres eran inmejorables, y que la maldad se revelaba en ellos como una forma pasajera, como una condición fugaz, como una crisis efímera, debida a una organización social deficiente; como una ráfaga que pasaba por el alma humana sin dejar huellas; la maldad era, según él, un estado anormal como la borrachera o la enfermedad.

Nada más curioso que las discusiones que teníamos, ya en mi cuarto, ya en el suyo; él, queriendo empapar mi alma en su condescendiente optimismo; yo, tratando de atraerle a mi humorismo, o mejor dicho, a mi pesimismo complaciente también. La conclusión era que nos convencíamos de la ineficacia de los esfuerzos de nuestra dialéctica, y que encima de nuestras divergencias brillaba más que nunca la luz pura de nuestra amistad.

Jamás se permitió Ernesto el lujo de tener una querida. Pensaba que ello era vincular demasiado a una mujer con nosotros por medio de lazos inicuos, y una vez dentro del laberinto impuro, ya no había más puerta de salida que la infamia del abandono. No se cansaba de censurarme que yo tuviera una amiga.

—Eres un loco —me decía—, en amar así con tanta prodigalidad. Llegarás a viejo con el alma brumosa y el cerebro y los nervios agotados; llegarás a viejo sin conocer amor puro, el verdadero amor con sus delectaciones espirituales, más duraderas, más hondas y más nobles que el amor epidérmico de que hablaba Chamfort. Conocer mucho a la mujer en ese aspecto es aprender a despreciarla.

—Conocer el alma de la mujer —le respondía yo— es despreciarla más aún. Pero ¿crees tú, Ernesto, que una amiga es sólo un animal de lujo, una muñeca con la que se simula el amor? He ahí tu error. Quizá lo que menos huella hace en un hombre, es lo que tú consideras como principal fin de este género de relaciones. El verdadero goce es el mero convencimiento de la posesión absoluta de una mujer; es saber que somos amados y deseados; es sentir, mientras estudiamos (Ernesto y yo éramos entonces estudiantes de medicina), el pasito menudo de una mujer joven y hermosa, que voltejea en torno de nuestra mesa de trabajo; es la satisfacción que sentiría un cazador de raza al dormitar con las manos metidas dentro de las lanas de su perro; es un placer psíquico, aquel de sentir, en medio de una disertación sobre un cistosarcoma o una mielitis, que unos brazos sedosos enlazan nuestro cuello, y una boca, sabia en amor, nos besa en los labios; es reñir y hasta injuriar a una mujer o sufrir sus genialidades y sus nervios, y satisfacer sus caprichos y exigencias; y más que todo eso, es tener la conciencia de que todo ello lo soportamos porque nos da la gana, y en cualquier momento que se nos antoje podemos poner a esa mujer de patitas en la calle. Todo esto y mucho más es el goce que nos proporciona la querida, y que tú no conoces, Ernesto. Crees que esto es el amor incompleto y deformado, porque no tiene la inefable ternura, la fe, el respeto mutuo, el cariño espiritual… Convengo en algo de lo que me dices, por más que esos elementos inmateriales del amor a la amada, no sean completamente ajenos al amor por la querida. Pero a mi vez te pregunto yo: ¿ese cariño que tú preconizas es completo, careciendo de aquello que censuras? Indudablemente que no. Y entre dos amores incompletos, prefiero aquel en que lo que falta es el ensueño a aquel en que lo que falta es la realidad.

—Es que casándote después de haber amado con el corazón, obtienes el complemento perfecto, salvándote de las infamias de la inmoralidad y de los inconvenientes del vicio.

—Te agradezco, Ernesto, el buen deseo, pero pienso no seguirlo en mucho tiempo. Opto por mi sistema, que tiene los goces del amor y carece de los horrores de la vinculación legal.

A pesar de la intimidad que nos unía, jamás había querido Ernesto explayarse conmigo sobre sus relaciones con unas muchachas que vivían en la misma casa que él, en la calle Marbeuf. Probablemente temía que yo formulara algún juicio torcido o arriesgara alguna broma subida que le habría hecho sufrir. Una noche, un amigo le hizo al respecto no sé qué alusión, y Ernesto se ruborizó como una niña.

Estaba yo una tarde escribiendo a mi familia, mientras que mi arpista, una buena muchacha que me hacía compañía, ensayaba en la alcoba un trozo difícil de Tristán e Isolda, cuando entró Ernesto pálido y convulso. Me echó los brazos al cuello y se puso a llorar. Nunca he oído sollozos más angustiosos y que expresaran un dolor más agudo.

—¿Qué es eso, Ernesto, amigo mío?… ¿Qué tienes? ¿Cartas de Lorena?… ¿Alguna mala noticia sobre tus padres? —le pregunté consternado.

—No, no…

Hizo un poderoso esfuerzo para tranquilizarse y, cuando lo consiguió, me refirió en voz baja que a ratos se enronquecía, el motivo de su desesperación.

Hacía siete años que era amigo íntimo de dos muchachas llamadas Margot y Suzón Gerault, muchachas muy dignas que vivían con cierta comodidad, debido a una renta de 8.000 francos anuales que producía un inmueble rústico que tenía su padre. Éste era un buen señor que, desde que cegó, no quiso salir a la calle, y la vida sedentaria le había hecho engordar hasta la obesidad. Sus hijas le adoraban, y su esposa era una señora muy pequeñita y activa. Ernesto había ido a vivir al piso superior y todas las mañanas, al dirigirse al Liceo primero, y a la Facultad después, veía a las niñas alegres y cariñosas mirando al pobre enfermo. Al poco tiempo ya era amigo de la familia Gerault y pronto intimó. Posteriormente, iba Ernesto todas las noches a leerle el periódico al papá ciego. Cada vez quedaba Ernesto más hechizado de la sencillez de esa familia, de la sincera cordialidad con que le trataban y de la ingenuidad e inocencia de Margot y Suzón. Ernesto no tenía hermanos y se encontró con que París le ofrecía un hogar, donde halló afectos que no tuvo en su fría Lorena.

Margot y Suzón le consultaban todo; a veces salían con él a hacer compras, y algunos domingos iban con él y varias amigas a jugar el cricket a una pradera en Neuilly. Margot era seria; Suzón alegre y bulliciosa, una locuela, un ángel lleno de diablura. Margot era una rubia reflexiva de carácter enérgico; tenía unos ojos verdes, misteriosos, de mirada dura que siempre parecían investigar la intención recóndita de cada frase escuchada.

Como Margot tenía un criterio frío y sereno, la consultaban sus padres para todo: era en realidad el ama de la casa. Suzón, no tan rubia, tenía dos años menos, y era alocada y precipitada en todo: tenía encantadoras vehemencias que le iluminaban la cara y le hacían brillar los ojos de cervatilla. A cada momento Suzón estaba haciendo jugarretas a Ernesto, y nada había más delicioso que sus carcajadas cristalinas.

Una noche, Ernesto se sintió enfermo; pero como estaba tan acostumbrado a ir al departamento de la familia Gerault a leer el periódico al anciano ciego, fue también esta vez. Estaba pálido y febril, pero procuraba ocultar su malestar. Margot le observaba atentamente y le dijo en voz baja a su hermana:

—Mira, Suzón, Ernesto está enfermo y, sin embargo, ha venido a leerle el periódico a papá…

Suzón se levantó, corrió donde estaba Ernesto, y dándole un sonoro beso en la frente le dijo con adorable vehemencia:

—¡Qué bueno eres, Ernesto!…

El pobre mozo desde este momento se sintió realmente enfermo, o, mejor dicho, comprendió que su dolencia física era insignificante al lado de la dolencia moral que desde hacía tiempo le aquejaba sin que él lo hubiera notado: el amor; estaba enamorado, no de Margot, cuyo carácter tenía más afinidades con el suyo, sino de Suzón, la vivaracha y revoltosa. Aquello de la fraternidad que la unía con las hermanas Gerault, era una superchería que su pasión había inventado solapadamente para penetrar de un modo artero en su corazón, con el objeto de prevenir los reproches que le hubiera hecho su honradez. Sí, él amaba a Suzón, no como a hermana, sino como a amante, la adoraba como novia, la deseaba como mujer…

En los cinco días que duró su enfermedad, y en los que tuvo que guardar cama, la señora y las señoritas Gerault le cuidaron con cariño y asiduidad. Cuando se levantó, ya Suzón y él se habían confesado mutuamente su amor; él, con el respeto y tímida ternura de su alma honrada; ella, con la vehemencia de su carácter, con el fogoso apasionamiento con que lo hacía todo.

Suzón adoraba los niños; dos o tres chicuelos que vivían en uno de los pisos de la casa, la llevaban confites al regreso de la escuela, y Suzón les correspondía con sonoros besos en las mejillas, y llevándoles a su cuarto a jugar.

Suzón y Ernesto eran novios; se casarían cuando él se recibiera de médico. Por aquella época llegó a París una tía de Suzón que venía de una ciudad de Auvernia. Era una señora que hablaba un patois incomprensible. Se alojó en casa de los Gerault con sus tres hijos: una niña de doce años, un mozalbete de quince y otro de trece. Estos huéspedes fueron una contrariedad para Ernesto, pues los tres muchachos no estaban sino adheridos a las faldas de su prima Suzón, cuyo carácter jovial y travieso les encantaba, y por tanto dejaban a los novios muy pocas ocasiones de hablar de su amor y de sus proyectos. Los tres muchachos eran algo pervertidos para su edad, pues, apenas veían que Suzón y Ernesto conversaban en voz baja, se hacían guiños maliciosos, por lo que éste les profesaba muy cordial antipatía.

Una noche, mientras Ernesto leía el periódico al ciego, oyó que las señoras y las niñas concertaban una visita al Louvre y al Luxemburgo; la provinciana quería conocer algunas de las maravillas de París para embobar allá, en su caserío de un rincón de Auvernia, al cura, al alcalde y al boticario. Ernesto oyó con gran gusto que su novia se quedaría con el ciego.

A las dos de la tarde del día siguiente bajó Ernesto para charlar un rato con Suzón. Ya habían salido la provinciana con la señora Gerault, Margot y la primita, y probablemente los dos muchachos. Ernesto entró a la sala: allí estaba el ciego dormitando en un diván. Ernesto no quiso despertarle y penetró en las habitaciones interiores. Llegó a la habitación de Suzón; supuso que ella estaría también recostada dormitando. Pensó volver más tarde en consideración a su sueño; pero ¡bah!, Suzón preferiría conversar. Empujó la puerta y entró… ¡Ojalá se hubiera caído muerto en el umbral! Regresó, pasó nuevamente cerca del ciego que dormía, bajó las escaleras y salió a la calle como si nada hubiera pasado. Sentía, sin embargo, que algo le hervía sordamente dentro de su ser, sentía como si algo se le hubiera muerto y podrido en un segundo. ¡Oh, puerilidades de la imaginación que evoca asociaciones a veces ridículas hasta en las situaciones más amargas! Ernesto recordaba persistentemente una ocasión en la que fue al gabinete de un dentista para que le hicieran una pequeña operación en la mandíbula inferior, en donde se le había producido una exóstosis en la raíz de un diente. El cirujano le inyectó una buena dosis de cocaína que le anestesió completamente la región enferma. Ernesto sabía que el bisturí y la sierra le destrozaban los huesos y los músculos y, sin embargo, no sentía dolor alguno. Ese mismo fenómeno, pero en el orden moral, se realizaba en él. Sabía que todas sus ilusiones las había destrozado esa mujer, y no sentía el dolor. Y mientras Ernesto iba de la calle Marbeuf a mi casa, pensaba en banalidades, deteniéndose en las tiendas, observando a los ciclistas y atendiendo a los incidentes mil que se realizan en las calles, y que en otra ocasión le encontraban distraído. Al llegar a la puerta de mi casa, sintió como una bofetada en medio del corazón, y su alma, en una espantosa reacción de dolor, se dio cuenta completa del cataclismo de su amor.

Después de haber sollozado un rato en mis brazos y de haberse repuesto, me contó lo que acabo de referir. Su rostro pálido y noble tenía la expresión de una infinita tristeza.

Durante tres días durmió Ernesto en mi casa, y obligué a mi arpista a que no viniera por algún tiempo. Ernesto tenía horror a su cuartito del tercer piso de la calle Marbeuf. Una noche me decía:

—¿Quién le leerá el periódico al pobre viejo?… Pero no, no quiero ir, porque siento que la amo y que la perdonaría a pesar de todo; bastaría que la viera para que este maldito amor me hiciera ver como cosa inocente la infamia que ha cometido. Me volvería sutil para perdonar. Ella me diría con ese aire de ingenua pasión: «Te amo, Ernesto, y lo que tanto te ha hecho sufrir fue una calumnia de tus sentidos». Y yo pensaría que realmente soy un calumniador. No, no quiero verla más.

¡Pobre Ernesto! No hay mayor infortunio que amar a una mujer a quien se desprecia. Una noche no fue a dormir a casa. Pensé que mi buen amigo había optado por creer que el alma de su novia continuaba inmaculada, a pesar de lo que había sucedido, y que al fin había regresado a leerle el periódico al ciego. —La cree un cisne, cuyas alas blancas y oleosas ni se mojan ni se manchan en el fango. ¡Bah! ¡Debilidades humanas! Probablemente mañana escribiré a Ivette que ya puede regresar—. Mas no había sido así. Ernesto, antes que transigir con su amor, había optado por el medio más tonto, es cierto, pero el más sencillo y eficaz para extinguirlo: matarse. Se encerró una noche en una casa de huéspedes, tapó las rendijas de las puertas y ventanas, puso bastante carbón en la estufa e interrumpió el tiro de la chimenea. No le bastó eso, porque estaba resuelto a poner fin a su pasión y tomó una buena dosis de láudano y atropina; tampoco le satisfizo: quería morir del modo más dulce posible: colgó de la cabecera de la cama un embudo con algodones empapados en cloroformo; puso su aparato de modo que cada 15 ó 20 segundos cayera una gruesa gota en un lienzo que ató sobre sus narices; la absorción del líquido mortífero fue continua durante el sueño de Ernesto, ese sueño que era la primera página de la muerte… ¡Pobre Ernesto! ¡Qué uso tan triste hizo de la terapéutica estudiada en la facultad; qué aplicación tan extraña a la curación de las dolencias del alma! Su optimismo tan brutalmente herido, la honrada rectitud de su corazón, su idealismo sentimental le mataron más que la lujuria hipócrita de su novia. Le enterramos en Montparnasse.

Seis años más tarde, supe que Suzón se había casado con un oficial francés, que fue después a San Petersburgo de agregado militar en la embajada. Un día que me engañó una mujer, se me agrió el espíritu y sin más razón que el deseo de vengarme en el sexo, escribí al esposo de Suzón una pequeña esquela en que decía lo siguiente:

«M. LOUIS HERBART

San Petersburgo

«Soy un antiguo conocido de usted y de su estimable esposa, y, en previsión de posibles desavenencias conyugales, me permito dedicarle un aforismo que, probablemente, no se le ocurrió a Claude Larcher al escribir su Fisiología del amor moderno. Helo aquí: “Los pilluelos son menos inofensivos de lo que parecen”. No consienta usted que madame Herbart acaricie más chicuelos que los propios. Madame Herbart sabe por qué doy a usted este consejo, que me lo inspiran los manes de mi infortunado amigo Ernesto Rousselet. Créame afectísimo servidor de usted y de su esposa».

Ignoro si Mr. Herbart habrá recibido mi esquela.

Los ojos de Lina

El teniente Jym de la armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Cristianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.

Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos y fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.

Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: —¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces!—. Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas obscuras de mi encéfalo.

Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: —¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos?—. A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: —negros—. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.

Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir algo los brillores múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes, sus alegrías, violadas, sus celos amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperio horrible, y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma ardiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Todo Cristianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndola sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo llorar a Lina la hacía cerrar los ojos, y cerrados los ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.

Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego tenía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar terriblemente mi vejez. Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre, un rico armador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la obscuridad de mi alcoba; veía al techo y allí estaban terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterías y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mi sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé si por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mi espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina.

El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en mis brazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.

—¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego!

Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos:

—¿Qué tienes, Jym?… Habla. ¡Dios Santo!… ¿Estás enfermo? Habla.

—No… perdóname; nada tengo, nada… —le respondí sin mirarla.

—Mientes, algo te pasa…

—Fue un vahído, Lina… Ya pasará…

—¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío.

No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chisporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mi turbado silencio, se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mi cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:

—No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame.

Cerré los ojos y la besé en la frente.

—No me beses, mírame, mírame.

—¡Oh, por Dios, Lina, déjame!…

—¿Y por qué no me miras? —insistió casi llorando.

Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mi necedad:

—No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo reprimir.

Callé, pues, y me fui a mi casa, después que Lina dejó la habitación llorando.

Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mi novia estaba en cama y la habitación casi a obscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices era confesar mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo… Usando anteojos negros… quizá. Después que le referí mis dolores, Lina se quedó un momento en silencio.

—¡Bah, que tontería! —fue todo lo que contestó.

Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una obscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí estaba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo.

Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita.

—Mírala a la luz —me dijo—, son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente.

Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza horrorizado y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano.

—¿Qué has hecho, desdichada?

—¡Es mi regalo de boda! —respondió tranquilamente.

Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre…

* * *

Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.

—¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis cómo lo remediará ella? Pues arrancándoos los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros.

Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.

Cuento de marionetes

A una amiga

I

Momo, Arlequín y Pulcinella, grandes chambelanes de S.M. Pierrot IV, hacían inauditos esfuerzos para distraer la inmensa e inexplicable tristeza del rey.

—¿Qué tiene su majestad? —era la pregunta que, llenos de estupor, se hacían unos a otros los cortesanos. Fue en vano que las sotas de oros, de copas, de espadas y de bastos, ministros del rey, intentaran mil diversiones para disipar su misteriosa congoja: el gorro de Pierrot ya no se agitaba alegremente haciendo sonar los cascabeles de oro. Ni Colombina cuando saltaba en su jaca blanca, a través del aro de papel, lograba conmover la apatía del pobre monarca.

—No hay duda de que el rey está enamorado… ¿pero de quién? —se preguntaban los palaciegos.

Pierrot subía todas las noches a la terraza y pasaba allí largas horas contemplando el cielo y sumido en incomprensible éxtasis. Pasada la medianoche iba a su alcoba a acostarse; en el vestíbulo encontraba a Colombina, quien le aguardaba con la esperanza de que Pierrot la arrojara el pañuelo al pasar. El rey parecía ignorar hasta el uso de esta prenda, y cruzaba ante la hermosa con la mayor indiferencia. Toda la noche se la pasaba Colombina llorando como una loca, y al día siguiente formaba un escándalo en palacio, azotaba a sus perros sabios, abofeteaba los pajes, consultaba la buenaventura los gitanos, hablaba de incendiar el palacio y comerse una caja de cerillas, se desmayaba cada cinco minutos, y concluía por encerrarse en sus habitaciones, en donde se emborrachaba con champaña y kirschenwasser.

Corrían mil conjeturas en palacio respecto a la persona que tan profundamente había impresionado al rey. Unos aseguraban que Pierrot había perdido su ecuanimidad desde que miss Fuller, la Serpentina, se había ido a Cracovia; para otros no cabía duda de que el rey estaba enamorado de Sara Bernhardt, a la que había visto hacer la Cleopatra; no faltaba quien jurase por Melecarte y los Siete Cabires, que la mortal afortunada era Ivette Guilbert, la deliciosa y picaresca chanteuse, que había sido el encanto de la ciudad en el pasado invierno; por último, había individuo, para quien era cosa tan digna de fe como el credo, que quien había turbado la paz del corazón de Pierrot era nada menos que la princesa de Caramán Chimay. Lo cierto es que todas estas conjeturas tenían visos de probabilidad y nada más; que las rabietas de Colombina eran más frecuentes, y que el rey estaba cada día más mustio y entristecido.

II

Y nunca se hubiera sabido en la corte quién era la persona cuyos encantos tenían a Pierrot con el seso sorbido, si él mismo no se lo hubiese dicho a maese Triboulet, su camarero y secretario de asuntos reservados.

—¡Ay, mi buen Triboulet! —dijo el rey bizcando los ojos y entornándolos para ver mejor, pues era extremadamente miope—. ¡Ay, ay, ay!

Triboulet, que en ese momento le ponía las calzas a la real persona, alzó la cabeza alarmado:

—¿Qué tiene vuestra majestad? ¿Algún dolor?…

—Sí, Triboulet, un dolor.

—Avisaré al maese Althotas…

—No, Triboulet; mi dolor no se cura ni se alivia con tisanas.

—¡Ah, ya! —dijo el camarero guiñando un ojo—, vuestra majestad sufre del corazón… dolor de amores.

El rey no contestó: se limitó a dar un profundo suspiro.

—¿Y quién es esa persona que hace sufrir a vuestra majestad? ¡Por Hércules, que debía considerarse muy honrada de que vuestra majestad se haya dignado en bajar a ella sus ojos!…

—¡Ay, Triboulet! Es persona muy alta…

Triboulet se puso a pensar en las princesas y reinas de Europa, Asia, África y Oceanía.

—¿Será acaso la princesa de Asturias? —preguntó.

—¡Oh, no!

—¿La reina de Tahití, Pomaré IV?

—¡Bah!

—¿La emperatriz de la China?

—¡Más alta, Triboulet, más alta!

—¿La zarina?

—Más…

—¿La reina de Inglaterra?

—¡Más arriba, hombre!

—¿Más arriba? La hija del Fjord de Islandia.

—Pues sube más.

—¿Más arriba aún? ¿Será la reina de los esquimales?

—Más, más.

—¡Caracoles! Más altas están las nubes.

—Cien ducados de multa por la interjección… Más arriba, Triboulet.

—¡Diablo! ¿Estará vuestra majestad enamorado de la luna?

—¡Doscientos!… Exactamente, mi buen amigo.

—¡Hum!

Y Triboulet se rascó la nariz, tomó un polvo de rapé con el asentimiento del rey, estornudó, se volvió a rascar la nariz, tomó otro polvo, volvió a estornudar y se preparaba a volver a rascarse y así sucesivamente, hasta que se realizara aquello del jinete en un caballo macilento, del libro de las siete cabezas, de que nos habla San Juan en el Apocalipsis; pero Pierrot no tuvo paciencia para esperar el Juicio Final.

—¡Eh! ¿Y qué te parece?

—Nada…

—¿Cómo nada?

—Es decir… casi nada.

—¿Cómo, es decir casi nada?

—Pues, vamos… que me parece vuestra majestad un solemne majadero.

—Mira, en cuanto acabe de vestirme te haré ahorcar, por bellaco; pero antes, explícate.

—¿No reflexiona vuestra majestad que ese amor es un imposible? Primero saldrá pelo a las ranas que ver satisfechas sus amorosas ansias.

—¡Ay, Triboulet!, pues no me queda más recurso que dejarme morir de pena, si no consigo poseer a mi dulce y desdeñosa tirana —murmuró Pierrot con tono lacrimoso.

Hubo un rato de silencio, interrumpido por los suspiros del rey. Por fin, Pierrot despidió al secretario, diciéndole:

—Te prohíbo severamente que refieras a nadie mis cuitas amorosas.

Naturalmente, diez minutos después, gracias a la reserva del confidente de asuntos reservados, todo el mundo sabía en palacio que Pierrot estaba enamorado de la pálida e inaccesible Selene.

III

La corte de su majestad Pierrot IV estaba consternada: el rey había resuelto dejarse morir al no se encontraba medio de traerle a la dama de sus cavilaciones y ensueños. Y todos los palaciegos se imaginaban que el rostro de Selene sería maravillosamente hermoso, puesto que había cautivado tan hondamente el corazón del rey. Colombina se puso furiosa al saber quién era su rival, y se pasaba largas horas de la noche escupiendo al cielo, diciendo desvergüenzas a la luna y disparando los corchos de sendas botellas de «Veuve Cliquot». Intertanto, Pierrot en la terraza se deshacía de amor entregado a su apasionada contemplación. Y cada día que pasaba se desmejoraba y empalidecía más.

Pero una tarde, el duque de Egipto, viejo gitano, marrullero y truhán, que en las ferias tragaba algodones encendidos y se metía en el gaznate luengas espadas de resorte, con gran estupefacción de los bobos; que recorría los campos vendiendo a los labriegos pomada de oso blanco y filtros de amor, el duque de Egipto, repito, pidió una conferencia a Colombina, la cual accedió y quedó contentísima, pues el gitano la había ofrecido, a cambio de veinte libras tornesas y el monopolio de la venta de raíz de mandrágora, curar radicalmente al rey de su extravagante amor.

IV

El duque de Egipto subió una noche a la terraza del palacio; encontró al rey sumido en su acostumbrado éxtasis. Se acercó, sin que Pierrot notara la presencia, y le tocó en el hombro. Pierrot se volvió penosamente.

—Duque, has entrado sin mi permiso. Mañana haré que te azoten en el vientre con colas de cerdos y que en seguida te metan dentro de un saco con siete gatos sarnosos.

—Señor, he venido a poner fin a vuestras cuitas amorosas y, sin embargo, vuestra majestad me recibe de un modo poco amable.

—¿Qué es lo que has dicho, duque?… Me enajenas de gozo… ¡Oh!, con que al fin voy a tener la ventura de… Mira, duque, te perdono y te haré chambelán y ministro, y príncipe heredero, si quieres… todo por tener cerca a mi pálida y desdeñosa adorada. Me vuelves la vida. Te advierto que si mientes, mi furor no tendrá límites y te haré descuartizar por cuarenta onagros salvajes. ¡Habla, por Júpiter, habla!

—Estáis enamorado, señor, de la pálida Selene; pues bien, yo puedo ponérosla al alcance de las manos sumisa y obediente.

—¿Cuándo, duque, cuándo?

—Ahora mismo.

—Tienes ciento diez y nueve segundos de plazo para realizar mi felicidad, so pena de que te desnuque con el as de bastos.

Y Pierrot alzó amenazador el as que le servía de cetro. Al mismo tiempo el duque de Egipto sacó de debajo de su capa andrajosa un canuto de cobre como de un metro de longitud que podía alargarse hasta el doble. Acomodó su aparato sobre la balaustrada de la terraza, lo orientó y luego llamó al rey, que le miraba hacer boquiabierto y alelado.

—Mirad, señor.

Pierrot, dando traspiés y tembloroso por la emoción, se acercó, y miró y dio un grito, poniéndose espantosamente pálido, tambaleándose como si hubiera sentido dentro de sí la muerte súbita de algo. Dos o tres veces se separó del tubo para ver a la luna a la simple vista. A poco volviéronle los colores al rostro y reapareció en él la expresión truhanesca y alegre, que hacía tiempo había desaparecido. Por fin, estalló el rey en una carcajada burlona e inextinguible que resonó por todos los ámbitos de palacio. ¿Qué había sucedido? Sencillamente, que allí donde él había visto, a causa de su miopía, un rostro pálido de virgen, divinamente bella, veía ahora una cara chata, una cara de vieja, una cara ridícula y abominable, llena de protuberancias y verrugones. Estaba deshecha la ilusión. Al ruido acudieron los ministros, los chambelanes y los cortesanos, y unos tras otros fueron mirando por el ocular del anteojo, y todos se separaban desternillándose de risa, señalando burlonamente con una mano la ancha faz de Selene, mientras con la otra se apretaban el vientre en las sacudidas nerviosas de una risa incontenible. Colombina, que también había acudido, estaba lindísima con su vestido rojo y negro de ecuyère y su rubia cabellera, que se escapaba bajo el tricornio de incroyable. Cuando Pierrot se retiró a su alcoba encontró en el vestíbulo a Colombina, la cual tenía expresión tan picaresca y adorable, que no tuvo más remedio que arrojarla el pañuelo.

A pesar de que su majestad Pierrot IV debía al duque de Egipto su curación y la tranquilidad del Estado, le tomó tal ojeriza que, en una ocasión, por una falta leve, cual era la de comer huevos sin sal, cosa prohibida por las leyes del Reino, le desterró por vida lejos, muy lejos, creo que a las Molucas o a las islas Marquesas. ¡Misterios del corazón!

Pierrot y Colombina son actualmente muy felices. En las noches de luna suben a la terraza y, entre carcajadas y besos, le disparan a la pálida Selene una serie de arcabuzazos con las botellas de «Veuve Cliquot», que se beben hasta emborracharse. Triboulet afirma que varias veces, al llevar cargado al rey a su lecho, en completo estado de embriaguez, ha observado que los ojos del rey estaban llenos de lágrimas. Pierrot no ha querido más anteojos.

Envío

Quería usted que yo escribiera un cuento con moraleja, pues opina usted que la mayoría de lo que he escrito carecen de ella o tienen lo que usted, con mucho esprit, llama inmoraleja. Creo haberla complacido con el cuento de marionetes que acaba de leer. La moraleja es fácil de desentrañar: en amor no debe llegarse a la posesión, a la apreciación exacta del objeto amado. Poseer o conocer es matar la ilusión; es odiar, es encontrar ridículo el objeto amado, es hacerle perder todo el prestigio y encanto que tenía para nuestra imaginación. Una insigne amadora, Liane de Pougy, termina un libro delicioso con esta frase: Rien ici bas ne vaut qu’un baiser. En amor no debe pasarse del beso, so pena de que nuestra alma se ponga a mirar por el anteojo del duque de Egipto. Y ¡adiós la ilusión! —¡Pero el amor así es una horchata idealista!— pensará usted sin decirlo, como lo pienso yo y lo digo, como lo piensan todos los que son jóvenes de cuerpo y alma y ven en el matrimonio, o en lo que lo valga, la coronación razonable del amor. —¡Es cierto!— la respondo desconcertado, y confieso a usted con toda ingenuidad que la moraleja idealista de mi cuento… no resulta. ¿Sabe usted por qué, amiga mía? Porque la vida y, por consiguiente, el amor no tienen moraleja.

El quinto evangelio

A don Juan Valera


Era de noche. Jesús, enclavado en el madero, no había muerto aún; de rato en rato los músculos de sus piernas se retorcían con los calambres de un dolor intenso, y su hermoso rostro, hermoso aun en las convulsiones de su prolongada agonía, hacía una mueca de agudo sufrimiento… ¿Por qué su Padre no le enviaba, como un consuelo, la caricia paralizadora de la muerte?… Le parecía que el horizonte iluminado por rojiza luz se dilataba inmensamente. Poco a poco fue saliendo la luna e iluminó con sarcástica magnificencia sus carnes enflaquecidas, las oquedades espasmódicas que se formaban en su vientre y en sus flancos, sus llagas y sus heridas, su rostro desencajado y angustioso…

—Padre mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué esta burla cruel de la Naturaleza?

Los otros dos crucificados habían muerto hacía ya tiempo, y estaban rígidos y helados, expresando en sus rostros la última sensación de la vida; el uno tenía congelada en los labios una mueca horrorosa de maldición; el otro una sonrisa de esperanza. ¿Por qué habían muerto ellos, y él, el Hijo de Dios, no? ¿Se le reservaba una nueva expiación? ¿Quedaba aún un resto de amargura en el cáliz del sacrificio?…

En aquel momento oyó Jesús una carcajada espantosa que venía de detrás del madero. ¡Oh! Esa risa, que parecía el aullido de una hiena hambrienta, la había él oído durante cuarenta noches en el desierto. Ya sabia quién era el que se burlaba de su dolorosa agonía: Satán, Satán que infructuosamente le había tentado durante cuarenta días, estaba allí a sus espaldas, encaramado a la cruz; sentía que su aliento corrosivo le quemaba el hombro martirizando las desolladuras con la acción dolorosa de un ácido. Oyó su voz burlona que le decía al oído:

—¡Pobre visionario! Has sacrificado tu vida a la realización de un ideal estúpido e irrealizable. ¡Salvar a la Humanidad! ¿Cómo has podido creer, infeliz joven, que la arrancarías de mis garras, si desde que surgió el primer hombre, la Humanidad está muy a gusto entre ellas? Sabe, ¡oh, desventurado mártir!, que yo soy la Carne, que yo soy el Deseo, que yo soy la Ciencia, que yo soy la Pasión, que yo soy la Curiosidad, que yo soy todas las energías y estímulo de la naturaleza viva, que yo soy todo lo que invita al hombre a vivir… ¡Loco empeño y necia vanidad es el querer aniquilar en el futuro lo que yo sabiamente he labrado en un pasado eterno!…

La lengua de Jesús estaba ya paralizándose, y el frío de la muerte le invadía como una marea… Hizo un poderoso esfuerzo para hablar:

—El que oyere mis palabras y creyere en el que me envió, tendrá vida eterna y no vendrá a juicio y pasará de muerte a vida.

—Sí, pasará a la vida estéril y fría de la Nada… La vida es hermosa, y tu doctrina es de muerte, Nazareno. Tu recuerdo perdurará entre los hombres; los hombres te adorarán y ensalzarán tu doctrina; pero tú habrás muerto, y yo, que siempre vivo, que soy la Vida misma, malograré tu divina urdimbre deslizando en ella astutamente uno solo de mis cabellos… ¡Oh, maestro!, no es eso lo que tú querías, por cierto; tú querías salvar a la Humanidad y no la salvarás; porque la salvación que tú ofreces es la muerte y la Humanidad quiere vivir, y la vida es mi aliento. La vida es hermosa, iluso profeta… ¿Quieres vivir para velar tú mismo por la integridad y pureza de tu Buena Nueva? Yo te daré la vida con todas sus glorias, venturas y placeres: yo te la daré de mis manos…

El pecho de Jesús se convulsionaba en los últimos estertores de la agonía, sus párpados se cerraban como si los pecados de todos los hombres gravitaran sobre ellos con el peso de gigantescos bloques de piedra; quiso responder con una enérgica negativa, no pudo; su garganta se había helado.

—Todo ha concluido —murmuró Satán con rabia sorda—. ¡Ah, no! Aún tienes un segundo de vida para que contemples tu obra a través de los siglos. Mira, Nazareno, mira…

En el espasmo supremo del último instante, Jesús abrió desmesuradamente los ojos y vio, y vio a ambos lados de su cabeza los brazos extendidos de Satán evocando sobre el cielo gris una visión desconsoladora. Vio en el cielo, hacia el Oriente, su propia persona orando en el huerto de Gethsemaní; copioso sudor bañaba su rostro y su cuerpo; de pronto, una aparición súbita y luminosa le llenó de congoja y de placer, un ángel enviado por su Padre le ofreció un cáliz de oro lleno de acíbar hasta los bordes: «¡Padre Mío, lo beberé hasta las heces!», y lo bebió, sellando así el compromiso de redimir a la Humanidad. Y la viva luz que despedía el enviado de su Padre le arrancaba del cuerpo una sombra inmensa, una larga y obscura cauda que llegaba hasta el cielo de Occidente, a través de muchos siglos, de muchas razas, de muchas ciudades. Y lo primero que aparecía bajo esa enorme sombra que cubría el tiempo y el espacio, fue la cumbre de un monte en donde él, Jesús, moría crucificado entre dos ladrones. Y seguían después infinidad de perfidias, de luchas, de cismas, persecuciones y controversias entre los que creían entender su hermosa doctrina y los que no la entendían. Y vio transportarse a Roma, la Eterna Ciudad, el núcleo de los adeptos a la Buena Nueva. Y vio un larga serie de ciudades irredentas, la que, a pesar de que ostentaban elevadas al cielo las agujas de mil catedrales, eran hervidero de los vicios más infames y de las pasiones más bajas. Y en todas partes veía pulular, no ya como símbolos, sino como seres reales, reproducidos hasta el infinito, pero con rostros distintos, a esas dos mujeres de Ezequiel: Oolla y Oolliba. Las veía en los conventos, en las cortes, en las calles, en los templos. Y todas llevaban al cuello collares, cintas o hilos que sostenían una cruz. Y vio abadías que parecían colonias de Gomorra, y vio fiestas religiosas que parecían saturnales. Y guerras, matanzas y asesinatos que se hacían en su nombre, en nombre de la paz, del amor al prójimo, de la piedad, de esa piedad infinita que le llevó al sacrificio. Y así como sus compatriotas se burlaban de él, cuando Anán le condenó a ser azotado y cuando el Procónsul le envió a la muerte, así también las nuevas ciudades se burlaban de su doctrina, sólo que lo hacían en unos idiomas extraños, en los que las palabras tenían cuerpo de plegaria y alma de ironía. En los confines últimos del horizonte vio levantarse una ciudad llena de cúpulas, de chimeneas fumantes, de alambres, de torres altas, como la de Babel, y de construcciones extrañas: esa ciudad era Lutecia; de allí salía un murmullo de hervidero. Un sumo sacerdote, que era el mismo Satán disfrazado, subió a una torre cristiana y dirigiéndose a él dijo: «Nazareno, has sido un sublime visionario, creíste redimirnos y no nos has redimido. S.M. el Pecado reina hoy tan omnipotente como antes y más que antes. El pecado original, de cuya mancha quisiste lavarnos, es nuestro más deleitoso y adorado pecado. Ya no eres sino un nombre convencional, Nazareno…» Y un inmenso rumor de risas de placer y de locura extinguió la voz del orador. Más allá había otra ciudad: Londres; un sacerdote semejante al anterior repitió las mismas palabras; y la Ciudad Eterna, Berlín, San Petersburgo, Madrid, Washington y mil ciudades más le repitieron lo mismo en mil lenguas distintas. De pronto, las ciudades se iluminaron como incendiadas; se oyó el estampido de los cañonazos y el ruido ensordecedor de un jolgorio loco. Era que la Humanidad despedía al siglo XX y saludaba la venida del siglo XXI. Jesús no quiso o le faltaron las fuerzas para ver el futuro afrentoso de las razas. Levantó la mirada al cielo, y en vez de ver allí proyectada la silueta de su cuerpo orando en el momento en que bebía el cáliz del sacrificio, vio la silueta extraña de un individuo escuálido, armado de lanza y escudo y cabalgando en macilento cabalo… ¿Era el ángel de la Muerte que describía después Juan en el Apocalipsis?…

Pronto lo supo. Satán, con burlona sonrisa e irónico acento, le dijo inclinándose a su oído:

—He aquí, Maestro, que además de los Evangelios que escribirán Mateo, Marcos, Lucas y Juan, se escribirá dentro de diez y seis siglos otro que comenzará así: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en artillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…»

Pero Jesús ya había muerto y no oyó la inicua burla del genio del mal; sus hermosos ojos claros quedaron desmesuradamente abiertos, y en sus pupilas se reflejaba duplicado aquel vasto panorama de la ironía de su sacrificio a través del tiempo y del espacio. Bajó Satán del madero y todo ello desapareció; pero en las azules pupilas del Salvador permaneció estereotipado el cuadro cruel.

¿Fue piedad o impiedad? Satán volvió a encaramarse en el madero, y con su oprobiosa mano cerró los párpados de la divina víctima.

Y luego huyó dejándose rodar sobre las peñas del Calvario en las que rebotaba como una pelota de goma.

La última rubia

Cuento futuro


A don Antonio Rubió y Lluch


El oro se había agotado absolutamente en las entrañas y en la superficie de la tierra. Era tal la escasez de este precioso metal que sólo uno que otro erudito tenía noticias de que hubiera existido. En un museo de Chicago había dos monedas de diez dólares, guardadas en una urna de cristal, que se consideraban como una de las más valiosas curiosidades. En otro museo de Papeete (Tahití), se conservaba un idolillo primitivo, tallado en la extinguida substancia; en París, Tombuctú, Río de Janeiro, Estocolmo, guardaban los museos, con extrema vigilancia, dos luises, una moneda de 50 paras, una de 10.000 reis y una de 20 kroners respectivamente. Si no hubiera sido por todos estos museos la antigua palabra oro, auro, en esperanto, habría sido una palabra inútil, aún para expresar el recuerdo de una substancia que, repito, sólo conocían unos cuantos eruditos. En cambio, la elaboración del diamante se había perfeccionado tanto, que por cincuenta francos se conseguía en el año 3025 uno del tamaño de una naranja.

La investigación de la piedra filosofal se hacía con mucho mayor furor que en la remota Edad Media. Un alquimista logró obtener en unas cajas de uranio fosforescente, un depósito de rayos de sol, que sometidos a una presión de 12.000.000.000.000.000.000.000.813 atmósferas, daba una pasta dorada que podía substituir al oro: tenía su consistencia, su peso atómico, sus propiedades químicas y podría tener las mismas aplicaciones industriales si no tuviera la detestable propiedad de liquidarse con el frío y evaporarse; esperaba el químico que, añadiendo tres o cuatro billones de presión, obtendría una substancia más durable. Otro alquimista machacaba en un mortero los estambres de la flor de lis, adicionaba bilis de oso polar, y espolvoreaba la mezcla con granalla de selenio o molibdeno. En seguida envolvía este menjurje en barro de coke, y lo sometía a las descargas eléctricas de una bobina de Rumkffork de 20 metros de largo, y obtenía una substancia amarilla y metálica que decía ser oro, pero que tenía el inconveniente de oxidarse con la sangre, y disolverse en el amoniaco.

Pero yo, que adoraba el arte y la ciencia antiguos, que había leído los libros vetustísimos de Flamel, Paracelso, Cornelio Agrippa y otros muy notables alquimistas, sabía una receta segura para obtener el oro, receta que leí en uno de esos libros en nota marginal manuscrita, que traduzco del latín para que el lector, caso de encontrar el principal ingrediente, la aproveche si quiere hacerse rico: «Tomarás un cabello de mujer rubia (rubicundae foemine capellae) y lo pondrás durante cinco lunaciones a remojar en un matraz con una dracma de ácido muriático; cuando se haya disuelto pondrás el matraz al sol, pero sólo en la época en que Venus es estrella matutina (venere stelle matutinae esse) para evitar que sus rayos nocivos (letalium) toquen el matraz. En seguida echarás en el líquido media dracma de sangre de drago, media dracma del licor que resuda el laurel, y llenarás por fin el matraz con agua marina (aquae maris). El todo lo dejas a evaporar en lo más obscuro de una cueva salitrosa (cava nitrosa) y al cabo de un mes encontrarás la mitad del matraz lleno de un polvillo de la color del licopodio, que es oro puro (aureum vere) y que fundido en un crisol te podrá dar hasta el peso de cinco ducados».

Figuraos qué enorme fortuna representaba la cabeza de una mujer rubia. Pero es el caso que así como se había acabado el oro, se habían acabado las rubias. En el año 2279 los mongoles y los tártaros, esas malditas razas amarillas, habían inundado el mundo y malogrado las razas europeas y americanas con la mezcla de su sangre impura. No había rinconcillo del mundo a donde esa gente no hubiera llegado y estampado la huella de su maldición étnica: no había un rostro que no condujera un par de ojillos sesgados y una nariz chata; no había cabeza que no estuviera cubierta de cerdosa y negra cabellera. Con verdadera rabia esos salvajes macularon la belleza europea, como para anonadar lo que ellos no podían producir. Quizá para asegurarse así las victorias del porvenir. Esa raza se extendió por el mestizaje, como una hiedra inmensa que hubiera cubierto el mundo, y al cabo de tres siglos apenas había uno que otro ejemplar de raza pura. La belleza germana, el tipo griego, la gentileza italiana, la elegancia francesa, la corrección británica, la gracia española son hoy meras tradiciones de las que sólo en los libros antiguos se encuentran relaciones. Unas que otras familias de montañeses habían conservado los rasgos primitivos de las razas europeas, que el inmundo mestizaje malogró. Así, por ejemplo, mi familia había conservado, hasta hacía cuatro generaciones, la pureza de su raza; pero mi bisabuela se había casado morganáticamente con un acaudalado fabricante de aeroplanos eléctricos, de perfecto origen afgán. Por libros y papeles de familia sabía que mis ascendientes habían sido rubios como el sol, que de las cuatro ramas, tres se habían mezclado: una, la mía, con sangre afgana, otra con las de un mestizo chino y la otra con la de un sastre samoyedo de origen manchú. La cuarta rama se ignoraba qué suerte había corrido. Mi padre me decía, cuando yo le hablaba de la rama perdida:

—Esos parientes son unos estúpidos que tienen la chifladura de la pureza de la sangre.

Me lo decía en esperanto, que es el idioma universal. Yo, a pesar de ser mestizo de afgán, a pesar de mi color bronceado, sentía en el fondo de mi sangre el aristocrático orgullo y el amor a la belleza de esas razas añejas que la ola asiática envolvió y anonadó para siempre; y aplaudía íntimamente el aislamiento de esa rama que había ido a esconder, en oculta cueva o inexpugnable montaña, los últimos rezagos de su estirpe. ¡Pobres pueblos europeos! Un tiempo fueron formados por razas viriles y dominadoras, cuyas energías, en constante acción, se desgastaron y decayeron rápidamente: ése fue el momento en que la raza amarilla invadió el mundo, como un alud gigantesco se amalgamó, se fundió con las razas vencidas y extinguió para una eternidad el espíritu antiguo. Todo lo que habían progresado las ciencias, habían retrocedido las artes, pero no hacia Grecia sino hacia la caverna del troglodita o al kraal de la tribu salvaje. En ese cataclismo de los bellos ideales y de las bellas formas substituidos por nociones utilitarias y concepciones monstruosas, sólo en uno que otro espíritu retrógrado, como el mío, había un regreso psicológico a las nociones antiguas, un sentido estético añejo, un salto atrás en el gusto por los ideales y las formas que la ola de sangre infecta había sumergido en el olvido. Tenía la obsesión de buscar por todas las regiones de la tierra la rama perdida o ignorada de mi ascendencia latina, en donde aún se conservaban los rasgos de la antigua belleza. Sentía vivo, avasallador deseo de contemplar una de esas cabezas rubias, que sólo podía ver en los grabados de algunos libros de la biblioteca de curiosidades de Tombuctú; pero debo declarar, en honor de la verdad, que gran parte de mi afán era debido al deseo de realizar el experimento de alquimia que había de hacerme uno de los hombres más ricos.

Una mañana me lancé por los aires en mi aeroplano, llevando buena provisión de carnalina o esencia de carne, legumina, aire líquido, etc., todo lo que necesitaba para proveer a mi vida durante un mes. Crucé e investigué prolijamente las serranías y valles de Afganistán y la Tartaria, las islas de la Polinesia, las selvas y cordilleras de la América austral, todos los vericuetos de la accidentada Islandia: en todas partes encontraba la maldita raza amarilla que había inficionado a la mía, y se había extendido sobre el mundo como una mancha de aceite. En la gran ciudad de Upernawick, fue donde encontré la primera huella de esa familia que yo buscaba. Por los vetustos papeles de la familia sabía que mis antecesores europeos se llamaban Houlot. En un paradero aéreo de Upernawick oí en el libro fónico de pasajeros este nombre pronunciado por una voz extraña. En varios paraderos oí la misma palabra. Y aun en un hotel más adelantado vi, en el espejo fotogenófono en que se inscriben la imagen y la voz de los pasajeros, vi, repito, la figura de un hombre de unos cincuenta años y de dos mujeres, y oí, al tocar el registro, lo siguiente: «Jean Houlot, mujer e hija (esto en esperanto), últimos vástagos de la raza gala (esto en francés), pasaron por aquí el 18 de marzo de 3028, con dirección a cabo Kane, orillas del mar Paleochrístico, 87 paralelo». Me puse loco de contento y al día siguiente, a primera hora, me dirigí al lugar indicado, a donde llegué cuatro horas después.

En la puerta de una casucha embadurnada de sulfuro de radio, que la hacía en extremo fosforescente, había un hombre cuyo rostro era el que yo contemplé en el espejo-registro del hotel. Yo había aprendido tres lenguas muertas: el español, el latín y el francés. Me acerqué al solitario individuo y le dije en este último idioma:

—Señor Houlot, vos sois mi tío, y vengo desde Tombuctú, sólo por conoceros y saludar en vos al último vástago de nuestra gloriosa y malograda raza.

—Bien venido seas… sobrino —me respondió, con aire huraño y desconfiado—. Ya me conoces… pero dime, pues si eres de mi raza lo disimulas, ¿por qué tu rostro es bronceado?

—Mi padre es afgán; mi madre era una Houlot. Cifro todo mi orgullo en la porción de sangre materna que corre por mis venas. Dejadme, tío, vivir cerca de vos para que seamos los últimos jirones de esa raza que muere con nosotros.

—¡Bah!… no reflexionas que ya en tu sangre hay la mancha asiática.

—¡Oh, tío!, pero conservo sin mancha el espíritu de vuestra raza.

—Bueno, quédate si quieres… pero te advierto que en mi casa no hay sitio para ti.

Y me quedé efectivamente. Hice que unos samoyedos me construyeran una casa a unas cincuenta leguas, o sea tres cuartos de hora de viaje en aeroplano. Houlot era muy pobre y yo continuamente le hacía obsequios valiosos de carnalita y oxígeno para calentarse, pues el frío que hacía encima del 85 paralelo era terrible, y se sentía debajo de las pieles de oso y de foca que vestíamos, dejando al descubierto las facciones solamente. Houlot y yo llegamos a intimar, y se admiraba de que siendo yo rico sacrificara mi bienestar en los países del Sur por mera fantasía. Houlot era muy avaro y exageraba su pobreza para explotarme a su gusto. Un día, a pesar de sus precauciones, nos encontramos su hija y yo sobre un témpano. Era una joven de unos 25 años, blanca, pálida, de aspecto enfermizo, de ojos y sonrisas picarescos y con algo de esa belleza perdida que yo había contemplado en las estampas de Tombuctú.

Desde ese día nos amamos locamente al parecer: durante tres meses nos vimos en el mismo sitio y a la misma hora. ¡Cuánto hablamos de amor, iluminados por la luz violácea de la aurora boreal! Y, sin embargo, yo no sabía si era rubia: nunca había visto sus cabellos, pues su vestido de piel de zorro azul, sólo permitía verla el rostro y las manos.

—¡Oh, si fueras rubia, hermosa niña, te amaría más si cabe, te adoraría con delirio y… harías mi fortuna!

—Rubia soy —me respondió con adorable mohín de picardía.

Poco después salimos Houlot y yo a coger morsas en un banco de hielo, situado a 68 leguas más al Norte, y durante el camino aproveché esta circunstancia para exponer mis pretensiones sobre mi prima.

—Mi buen tío, es probable que jamás encontréis, para marido de vuestra Suzón, un hombre de su raza. Yo la amo y soy correspondido. Concedédmela, que al fin y al cabo de vuestra raza soy.

—Tú no eres sino un mestizo infame… Primero os mataré a ambos que consentir en esa unión que ha de mancillar el último resto de sangre noble que hay sobre la tierra. Ruin asiático, ruin asiático… —murmuraba enfurecido.

Yo, que conocía la avaricia de mi tío, no hice caso de sus injurias y añadí:

—Estoy en posesión de un secreto industrial que me hará riquísimo. Si me concedéis a Suzón, os haré mi socio, y os daré un tercio de mi fortuna actual y de la futura.

Mi tío se ablandó; a poco accedió y al fin quedó convenido en que Suzón y yo nos casaríamos dentro de seis meses.

Al mes siguiente nos dirigimos a Terranova a pasar el verano. Poco después de nuestra llegada, pedí a mi novia un rizo de sus cabellos. Suzón se sonrío: quitose la toca de piel y expuso ante mis ojos una hermosa cabellera rubia como ámbar.

—Escógelo tú…

Caí extasiado de rodillas, y con mano temblorosa escogí diez o doce hebras, que guardé cuidadosamente en mi cartera.

En una habitación tenía preparados mis matraces y retortas. Bajé a la cueva e hice con los cabellos de Suzón las preparaciones convenientes, con estricta observancia de la fórmula alquimista. Cuando saqué en la época oportuna el matraz, estaba éste tan empañado y cubierto de mitro, que no podía verse el interior. Lleno de impaciencia vacié el contenido: era un polvillo rojizo entremezclado de cristalitos de sal marina y pedacillos de resina. En medio de todo estaban unas cuantas hebras de cabello negruzco y sin lustre. De oro no había el menor rastro. Quedé profundamente desconsolado y caviloso. Fui a casa de Suzón para pedirle nuevamente cabello, y repetir la experiencia con mayores precauciones. Entré, y no encontrando al viejo tío en la casa, llegué de puntillas hasta el tocador de Suzón. Ella estaba de espaldas a la puerta con la cabeza sumergida en una jofaina.

—Padre —dijo al sentir mis pasos.

—No es tu padre, soy yo —contesté cariñosamente.

Suzón dio un grito de sorpresa y se volvió: sus cabellos goteaban un agua de color indefinible.

—¡Ah, pícaro, me has sorprendido!

—Si… perdóname… pero ¿qué agua verdusca es ésa?…

—Eso es… ¡Bah! ¿Por qué no decírtelo, si no es un crimen? ¿No me dijiste que me amarías con delirio si yo fuese rubia?…

—Sí, ¿y qué? —respondí pálido, con el rostro contraído por la rabia, pues comenzaba a comprender.

—Que todas las mañanas me tiño el cabello para que me quieras más —contestó, y con cariñosa coquetería me tendió los brazos húmedos al cuello.

Yo sentí como si me hubieran dado un hachazo. Y, rechazándola violentamente, exclamé vibrante de cólera:

—¡Bestia! ¡Lo que yo amaba en ti era a la rubia auténtica, a la última rubia, a la que murió con tu abuela!…

Y, sin perder más tiempo, regresé a Tombuctú, donde revisando mejor los papeles de familia he venido a saber que allá por los años 2222, un Houlot había ejercido en Iquitos (gran ciudad de 2.500.000 habitantes, en la Confederación Sud-Americana), la profesión de peluquero perfumista y tintorista de cabelleras.

Probablemente no volverá a existir oro en el mundo, y más probablemente aún, tendré que casarme en Tombuctú con alguna joven de ojillos oblicuos, tez amarillenta y cabellos negros e hirsutos.

El hijo pródigo

A don Miguel de Unamuno


Néstor, el pintor Néstor, tan conocido por sus extravagancias, nos refirió un día en su taller la idea que había concebido para pintar un gran cuadro, El hijo pródigo, que fue excomulgado y, sin embargo, obtuvo un gran éxito por la maestría en la ejecución, la novedad y rareza de la factura, y, sobre todo, por la extravagancia o humorismo de la composición, que agradó hasta el entusiasmo a los exquisitos del arte, a los gourmets del ideal, a los hijos trastornados de este fin de siècle que, fríos e impasibles ante los lienzos del periodo glorioso del arte, vibran de emoción ante las coloraciones exóticas, los simbolismos extrañamente sugestivos, las figuras pérfidas, las carnes mórbida y voluptuosamente malignas, los claroscuros enigmáticos, las luces grises o biliosas y las sombras fosforescentes, en una palabra, ante todo lo que significa una novedad, una impulsión será que mortifique el pensamiento y sacuda violentamente nuestro ya gastado mecanismo nervioso. Y de todo esto había en El hijo pródigo.

Figuraos que el hijo pródigo era, ni más ni menos, Luzbel, el Ángel Caído, el Maligno, cuyas maldades provocaron la cólera del Padre Eterno y el terror y la execración de la Humanidad; ese Maligno, que llevó visiones infamemente voluptuosas a los ojos del anciano San Antonio en su retiro de la Tebaida, que enciende las malas pasiones de las hombres y atiza en el alma de las mujeres las pequeñas perfidias y las bajas que turba los cerebros, que juega inicuamente con los nervios y produce las exacerbaciones más concupiscentes, las irritaciones más libidinosas.

Sólo un loco, un desarreglado, podía tener la idea de hacer de Satán el protagonista simpático de un cuadro; sólo un desequilibrado, un neurótico podría tener la idea de arrancar al Rebelde de su mansión detestable para conducirle al cielo, interesante y hermoso, con los mágicos recursos del colorido y de la expresión.

Néstor nos mostró infinidad de bocetos de su cuadro y fragmentos en los que estudiaba una actitud, la expresión de una faz o un detalle importante. Repito, la idea era execrable, diabólica. ¡Luzbel redimido!, ¡Luzbel regresando al Cielo!, ¡Luzbel, como el hijo pródigo, volviendo al seno de su padre! ¡Qué horror! Bien hizo Su Ilustrísima en conceder Néstor el triste honor de ver excomulgado su cuadro. Lo que no obstó para que fuera de una ejecución maravillosa.

He aquí cómo nos historió Néstor su cuadro, que encerraba una teología infernal. ¡Nos horrorizó!…

* * *

Siempre he creído que Luzbel será algún día rehabilitado y conducido en hombros al Cielo por la Humanidad. Durante miles de siglos ha vivido desterrado de la gloria, y su sitio, a la diestra de Dios Padre, ha sido indebidamente ocupado por alguien que representa un principio inferior (la humildad, la mansedumbre indudablemente significan fuerzas pasivas, inferiores las fuerzas activas de la rebeldía y el orgullo), por alguien que no ha cumplido sus ofertas de felicidad y salvación, por alguien que tuvo la vanidad de creer que con su altruismo evangélico podría hacer una revolución moral que arrancara a la Humanidad del mal, rompiendo los lazos que la unían a las manos de Luzbel. No cumplió: el triunfo de sus doctrinas fue aparente. Jesús reinó, pero no dominó, desgraciadamente… ¿Por qué? Fue una simple cuestión de estrategia filosófica y más que filosófica, fisiológica. El ángel caído aceptó la lucha y con la lucha ha crecido su poder. Jesús subió a las cumbres luminosas del alma, coronó las alturas de la vida moral; Luzbel descendió a los sombríos misterios de la carne, a los rojos abismos de la sangre, a los intrincados laberintos de los nervios, y con esta astuta estrategia pudo manejar los verdaderos y ocultos resortes de la vida. No importa que la filosofía evangélica de la caridad alumbre vivamente desde el Calvario los sistemas éticos más grandes de la Moral moderna. ¿Qué importa que el caudaloso río de la moral cristiana envuelva entre sus aguas el pensamiento moderno? No; lo que importa es ese hilito de agua corrosiva que tiene sus fuentes en la carne, se ramifica por todos los filetes nerviosos y remata en los sentidos; lo que importan no son los grandes sistemas filosóficos, no; son esos pequeñitos móviles, esas pequeñitas y sucesivas aspiraciones, esos pequeñitos deseos, esos pequeñitos ideales, esos pequeñitos instintos, esas pequeñitas voliciones, esos pequeñitos actos sin trascendencia aparente, en una palabra, todo aquello que no tiene fuerza cohesiva para formar un sistema filosófico, un cuerpo de especulaciones, porque fluctúa entre la lucubración abstracta, la sensación deleitable y la pasión instintiva. Y, sin embargo, todo eso constituye la filosofía íntima, la filosofía de cada uno, la filosofía activa, la filosofía sin palabras, la filosofía inconsciente. Eso es lo que maneja Luzbel. Ese arroyito nervioso es el Océano turbulento que boga, con la proa al Infierno, la triunfadora flota de Satán. Desde allí reina y domina con todo el imperio de un emperador absoluto, a pesar de la religión y de las doctrinas de los moralistas; desde allí es el verdadero padre y señor de los cuerpos y de las almas todas, aunque éstas se cubran con la blanca veste de la milicia cristiana; de allí imprime en todos los hombres la huella de su formidable garra… En vano la caridad, el ascetismo y la fe, en vano; en vano la pugna del espíritu para escapar a la caricia de esa mano candente: nada, ni los santos escaparon. Al que fue casto, tentó el orgullo; al caritativo, la gula; al severo moralista adormeció la indolencia física: al incendiado por la fe más ardiente, manchó la ira ciega la intransigencia apasionada, y en casi todos hizo Luzbel fulgurar la purpúrea llama de la sensualidad, que chispeaba bien como extravío, locura o debilidad de las carnes mortificadas, maceradas, aniquiladas por la penitencia, el tormento o el ayuno; bien como una incontenible efervescencia como una gran palpitación de la vida en los cuerpos robustos. Todos, todo con esclavos del pecado físico o ideológico, todos vasallos de Luzbel, aunque el pensamiento se eleve por las regiones celestiales, aunque las almas se alleguen en las claridades prístinas de la contemplación mística o se sumerjan en las misteriosas penumbras de la metafísica teológica. ¡Oh, la pureza de pecado, la emancipación del vasallaje satánico es imposible! ¡Entre la Pureza y nosotros está, interceptando las radiaciones divinas, la enorme ala abierta del Rebelde triunfante!…

Luzbel había sido el hijo predilecto de Dios: de ahí su espantoso poder sobre la Creación. Dios, como buen padre, amaba a su hijo; estaba orgulloso de ver en él esa rebeldía infinita, esa altivez indomable propia de un Dios. Más que un castigo fue una prueba la que le impuso. Pasaron un millón, cien, mil millones de siglos, y el hijo expulsado no tuvo un segundo de desmayo, de debilidad, de arrepentimiento. ¿Él odiaba a su padre? No. Le amaba; precisamente porque le amaba no cedía: ceder era renegar de su estirpe, era anonadar de un golpe la Creación de su padre, era hundir en el nirvana obscuro las aspiraciones de perfección de la Humanidad y el Universo. Luzbel sabía que toda la Gloria de su Padre divino la sostenía él sobre sus hombros malditos. Todo el Cielo descansaba sobre sus dos brazos fornidos: el derecho, el Mal; el izquierdo, el Dolor. Luzbel amaba a su padre. El Universo entero tendía a Dios porque él, el Mal; él, el Dolor: él, Satán; él, el Maligno; él, el Rebelde; él, el Expulsado; él, el Bajísimo, aguijoneaba, pinchaba, tentaba, mortificaba, hería a la Humanidad, y como expresión de ese sufrimiento surgía el himno de adoración, la súplica de misericordia, la plegaria sempiterna de dolor, la oración palpitante de fe y de esperanzas de todos los doloridos, de todos los que se retorcían en la tierra atenaceados por Satán, de todos los que alzaban las manos al cielo en la aspiración de la felicidad suprema. Luzbel amaba a Dios; era el Divino Pastor, que hincando los ijares de la manada humana la conducía al Cielo. Él era el padre de la actividad y el esfuerzo, porque él era el padre del Dolor y del Mal. Lubrificaba las almas, las bonificaba para la conquista de las alturas excelsas. Luzbel amaba a su padre, por eso su maldad era infinita y su obcecación fue indomable; por eso pasaron millones de siglos y él seguía tan altivo, tan orgulloso, tan resuelto como el primer día, como el día del castigo en que los arcángeles blandieron flamígeras espadas, y le expulsaron de la Diestra de Dios Padre y le despeñaron en las tenebrosidades del abismo.

Luzbel estaba probado y había llegado el momento del perdón. Jesús mismo, el que luchó con él cuarenta días en el desierto, le perdonaba el haber vencido después en la campaña entre la carne y el alma. Jesús, las vírgenes, los santos, los ángeles, arcángeles, serafines, dominaciones, tronas y demás potestades que forman la blanca jerarquía, dijeron al Padre:

—Padre común, que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre, te suplicamos que venga Luzbel a tu reino, y así como nosotros perdonamos a nuestros ofensores de la tierra, perdona tú, ¡oh, Padre amantísimo!, a Luzbel en el Cielo.

El Buen Dios le había perdonado; le perdonó desde el momento de la prueba, y a la plegaria de sus hijos quiso manifestar ostensiblemente su misericordia infinita para con el predilecto, para con el hijo que más se asemejara a él, para con el hijo que con la infinidad de su orgullo ponía en relieve la Divina Grandeza de su estirpe. Y Luzbel, no domado, volvió al seno de su padre. ¡Hacía tanto tiempo que los resplandores de la gloria no herían sus ojos hechos ya para las tinieblas; como los de ciertas aves nictálopes!… Conmovido, pero altivo siempre, siempre orgulloso, recibió el beso del perdón, sin que su faz revelare ni asombro ni enternecimiento…

Y se sentó a la Diestra de Dios Padre. Y desde allí miró en torno suyo. Y una sonrisa triunfante alborozó su alma sin que subiera a sus labios: su mirada penetrante veía bajo las albas y luminosas túnicas de los santos, mártires, ascetas y demás que fueron en la tierra ejemplos de virtudes, vio, repito, la huella rojiza de su mano candente, impresa en el momento de la tentación voluptuosa o de la efervescencia de alguna pasión atizada por él… Y ni el Omnipotente ostentaba el blanco deslumbrador de las almas absolutamente puras… Y sólo una mujer se alzaba prístina e inmarcesible: la Virgen Madre… Y no hubo ya más distinción, ni de forma ni de esencia, entre el Bien y el Mal, entre la Virtud y el Pecado… Y fue el Gran Cataclismo de la Creación: faltando Luzbel en el Universo, el Universo murió: le faltaba el alma… Y volvió a ser la Nada…

La Granja Blanca

A doña Emilia Pardo Bazán

I

¿Realmente se vive o la vida es una ilusión prolongada? ¿Somos seres autónomos e independientes en nuestra existencia? ¿Somos efectivamente viajeros en la jornada de la vida o somos tan sólo personajes que habitamos en el ensueño de alguien, entidades de mera forma aparente, sombras trágicas o grotescas que ilustramos las pesadillas o los sueños alegres de algún eterno durmiente? Y si es así, ¿por qué sufrimos y gozamos por cuenta nuestra? Debiéramos ser indiferentes e insensibles; el sufrimiento o el placer debieran corresponderle al soñador sempiterno, dentro de cuya imaginación representamos nuestro papel de sombras, de creaciones fantásticas.

Siempre le exponía yo estas ideas pirronianas a mi viejo maestro de filosofía, quien se reía de mis descarríos y censuraba cariñosamente mi constante tendencia a desviar las teorías filosóficas, haciéndolas encaminarse por senderos puramente imaginativos. Más de una vez me explicó el sentido verdadero del principio hegeliano: todo lo real es ideal, todo lo ideal es real, principio que, según mi maestro, yo glosaba e interpretaba inicuamente para aplicarlo a mí: conceptos ultrakantianos. El filósofo de Koenisberg afirmaba que el mundo, en nuestra representación, era una visión torcida, un reflejo inexacto, un noúmeno, una sombra muy vaga de la realidad. Yo le sostenía a mi maestro que Kant estaba equivocado, puesto que admitía una realidad mal representada dentro de nuestro yo; no hay tal mundo real: el mundo es un estado intermedio del ser colocado entre la nada (que no existe), y la realidad (que tampoco existe); un simple acto de imaginación, un ensueño puro en el que los seres flotamos con apariencias de personalidad, porque así es necesario para divertir y hacer sentir más intensamente a ese soñador eterno, o ese durmiente insaciable, dentro de cuya imaginación vivimos. En todo caso, Él es la única realidad posible…

El buen anciano y yo pasábamos largas horas discutiendo los más arduos e intrincados problemas ontológicos. La conclusión de nuestros debates era mi maestro quien la sentaba en términos más o menos parecidos a éstos: que yo jamás sería un filósofo, sino un loco; que yo retorcía toda teoría filosófica por clara que fuera, la dislocaba y deformaba, como si fueran pelotas de cera expuestas al calor de un sol de extravagancia que no tenía la serenidad necesaria para seguir con paso firme un sistema o teoría, sino que, muy al contrario, se me exaltaba la fantasía y trocaba las ideas más transparentes, y hasta los axiomas, en cuestiones intrincadas: hacía rocas gigantescas de los guijarros del camino, a fuerza de sutilezas absurdas e inaguantables. Y, añadía mi maestro, que yo le parecía bien una de esas flores de ornamentación que comienzan siendo correctamente vegetales y terminan en cuerpos de grifos, cabezas de silvanos o disparatadas bestias, bien un potro salvaje y ciego, que galopara desaforadamente en medio de una selva incendiada. Nunca quiso admitir que sus filósofos eran los imaginativos y fantaseadores, los potros salvajes y desenfrenados, y que yo era el sereno y clarividente. Sin embargo, mi caso, en el cual fue un poco actor, creo que le hizo modificar un tanto sus ideas filosóficas…

II

Desde que yo tenía ocho años me había acostumbrado a ver en mi prima Cordelia, la mujer que debía ser mi esposa. Sus padres y el mío habían concertado este enlace, apoyado por el cariño que nos unía y que más tarde había de convertirse en un amor loco y vehemente. Cordelia, que era pocos meses menor que yo, fue la compañera de mi infancia; con mi prima pasé el dolor de la muerte de mis padres, y adolescentes ya, fuimos mutuamente maestros el uno del otro. De tal modo llegamos a compenetrarse nuestros espíritus que experimentábamos las mismas impresiones ante las mismas lecturas y ante los mismos objetos. Yo era su maestro de matemáticas y de filosofía, y ella me enseñaba la música y el dibujo. Naturalmente lo que yo enseñaba a Cordelia era una detestable tergiversación de la ciencia de mi maestro.

En las noches de verano subíamos Cordelia y yo a la terraza a discutir a la luz de la luna.

Era Cordelia alta, esbelta y pálida, sus cabellos abundantes, de un rubio de espigas secas, formaban contraste con el rojo encendido de sus labios y el brillo febril de sus ojos pardos. No sé qué había de extraño en la admirable belleza de Cordelia, que me ponía pensativo y triste. En la catedral de la ciudad había un cuadro, La resurrección de la hija de Jairo, de un pintor flamenco; la protagonista era una niña de cabellos descoloridos cuyo rostro era muy semejante al de Cordelia, así como la expresión de asombro al despertar del pesado sueño de la muerte: se veía que en aquellos ojos no se había borrado la huella de los misterios sondeados en las tinieblas de la tumba… Siempre que estaba con Cordelia recordaba tenazmente el cuadro de la doncella vuelta a la vida.

Cordelia discutía conmigo serenamente, recostaba su pálida cabeza de arcángel sobre mi hombro. Las ideas de Cordelia seguían en su cerebro el mismo proceso mental que seguían las ideas en el mío, y se desbordaban en un raudal delicado y puro de idealismo; entonces nuestras almas, ligeramente separadas al comenzar la discusión, se unían nuevamente como viejos camaradas que se encontraran en la encrucijada de un camino y prosiguieran juntos la jornada. Ya en este punto de conjunción dejábamos la conversación filosófica o artística y hablábamos sólo de nuestro amor.

El amor es vida. ¿Por qué, adorando ciegamente a Cordelia, percibía como un hálito impalpable de muerte? La sonrisa luminosa de Cordelia era vida; la íntima felicidad que nos enajenaba llenando de alegría y fe nuestras almas, era vida; y, sin embargo, sentía la impresión de que Cordelia estaba muerta, de que Cordelia era incorpórea. En el invierno, mientras afuera caía la nieve, pasábamos largas veladas tocando las más bellas sonatas de Beethoven y los apasionados nocturnos de Chopin. Esa música brotaba impregnada del sentimiento que nos unía, y, sin embargo, al mismo tiempo que experimentaba inefable felicidad, sentía como si algo de la nieve que caía fuera se infiltrara en mi alma, como si en el admirable tejido de armonías se hubiera deslizado un pedazo del hilo ya cortado, de la madeja de las parcas; sentía una impresión triste e indefinible de pesadez de losa sepulcral…

III

Cordelia y yo debíamos casarnos después de cumplida la edad de veintitrés años, y aún nos faltaba uno.

Las tierras del mayorazgo me producían cuantiosa renta. Una de mis posesiones rústicas era la Granja Blanca, que primitivamente fue ermita y uno de mis antepasados convirtió en palacio. Se encontraba en el fondo de un inmenso bosque, fuera del tráfico humano. Hacía dos siglos que nadie la habitaba: nada tenía de granja, pero en el testamento de mi padre y en los papeles y libros de familia se la designaba con el nombre de la Granja Blanca. Allí resolvimos Cordelia y yo radicar nuestra vida, para gozar de nuestro amor, sin testigos, frente a la libertad de la naturaleza. Cada tres o cuatro meses hacíamos excursiones a la Granja Blanca Cordelia, mi maestro y yo. Con grandes dificultades había logrado cambiar el vetusto mobiliario de la granja por muebles nuevos, y mi novia presidía el arreglo de las habitaciones con el gusto exquisito que la caracterizaba. Qué hermosa me parecía con su túnica blanca y su sombrero de amplias alas plegadas sobre sus mejillas, encerrando su rostro pálido en una penumbra en la que fulguraban sus grandes y misteriosas pupilas. Con infantil alegría, apenas descendíamos del carricoche, corría Cordelia por el bosque y llenaba su delantal de lirios, clavellinas y rosas silvestres. Las mariposas y libélulas revoloteaban traviesas en torno de su cabecita, como si acecharan el momento de caer golosas sobre sus labios, tan frescos y tan rojos como las fresas. La muy picaruela procuraba extraviarse en el bosque para que yo fuera a buscarla, y al encontrarla, ya a la sombra de unos limoneros, ya al pie de un arroyo, ya oculta entre un grupo de rosales, la cogía en mis brazos o le daba un beso largo, muy largo, en los labios o en las pálidas mejillas, tan pálidas y tan tersas… Y, sin embargo de mi felicidad, sentía de un modo lejano e indefinible, después de esos ósculos tan puros y apasionados, la impresión de haber besado los sedosos pétalos de una gran flor de lis nacida en las junturas de una tumba.

IV

Faltaba próximamente un mes para que se realizara nuestro enlace. Cordelia y yo habíamos convenido hacer la última excursión a la Granja Blanca. Fui una mañana con el coche, acompañado del maestro, a buscarla. Cordelia no podía salir, porque se sentía enferma. Entré a verla; la pobre no se había levantado: apenas entré en su alcoba se sonrió para tranquilizarme y me tendió la mano para que se la besara. ¡Cómo ardía su mano y cuán grande era la semejanza del rostro de Cordelia con el de la hija de Jairo! En los días siguientes creció la fiebre de la enferma. ¡Cordelia tenía la malaria! Sus manitas ardían horriblemente y mis labios se quemaban al posarse sobre su pálida frente. ¡Qué hacer, Dios mío! Cordelia se me moría; ella lo sentía, ella sabía que pronto la encerrarían en una caja blanca y se la llevarían para siempre, lejos, muy lejos de mí; lejos muy lejos de la Granja, que ella había arreglado para que fuera el nido misterioso de nuestra felicidad; lejos, muy lejos de ese bosque ella cruzaba vestida de blanco como un gran lirio que cruzara entre las rosas y las clavellinas. ¿Por qué esa injusticia? ¿Por qué me la arrebataban de mi lado? ¿Podría mi virgencita ser feliz en el cielo sin mis besos? ¿Podría encontrar allí una mano que acariciara con más ternura sus cabellos pálidos y vaporosos?… La más espantosa angustia se apoderaba de mí al oírla delirar con la Granja Blanca. Las maldiciones y las súplicas, las blasfemias y las oraciones se sucedían en mis labios, demandando la salud de mi Cordelia. Diéramela Dios o el diablo, poco me importaba. Yo lo que quería era la salud de Cordelia. La habría comprado con mi alma, mi vida y mi fortuna; habría hecho lo más inmundo y lo más criminal; me habría atraído la indignación del Universo y la maldición eterna de Dios; habría echado en una caldera la sangre de toda la humanidad, desde Adán hasta el último hombre de las generaciones futuras, y hecho un cocimiento en el Infierno con el fuego destinado a mi condenación, si así hubiera podido obtener una droga que devolviera a mi Cordelia la salud. No una, sino mil condenaciones eternas habría soportado sucesivamente, como precio de esa ventura que con implacable malignidad me arrebataba la naturaleza. ¡Oh, cuánto sufrí!

Una mañana amaneció Cordelia mejor. Yo no había descansado en cuatro noches y me retiré a mi casa a dormir. Desperté al día siguiente por la tarde. ¡Qué tarde tan horrible! Al llegar a la calle de la casa de Cordelia vi la puerta cerrada y gran gentío. Pregunté el motivo, lívido de ansiedad, loco de angustia; un imbécil me respondió:

—¡La señorita Cordelia ha muerto!

Sentí un agudo dolor en el cerebro y caí al suelo… No sé quiénes me socorrieron, ni cuánto tiempo, horas, años o siglos estuve sin sentido. Cuando volví en mí me encontré en la casa de mi maestro, situada a poca distancia de la casa de Cordelia. Volé a la ventana y la abrí de par en par: la casa de Cordelia estaba como de costumbre. Salí corriendo como un loco, y entré en la casa de mi novia…

V

La primera persona a quien encontré fue a la madre de Cordelia. La cogí la mano lleno de ansiedad:

—¿Y Cordelia, madrecita mía?

—Ve a buscarla, hijo, en el jardincillo… debe estar allí, regando sus violetas y heliotropos.

Acudí conmovido al jardín y encontré efectivamente a Cordelia, sentada en un banco de mármol, regando sus flores. La besé, delirante de amor, en la frente, y luego, rendido por la emoción, me puse a llorar como un niño con la cabeza recostada en sus rodillas. Largo rato estuve así, sintiendo que las manos de Cordelia acariciaban mis cabellos, y oyéndola murmurar a mi oído, con voz dulce y mimosa, frases de consuelo:

—Creíste que me moriría, ¿verdad?

—Sí… te he creído muerta, más aún, he creído ver tu entierro, ángel mío. ¡Oh, qué infamia tan grande hubiera sido el robarme la luz, la única luz de mi vida!

—¡Qué loco eres! ¡Morirme sin que hubiéramos sido felices! Dicen que la malaria no perdona, y ves, me ha perdonado en consideración a nuestro amor: se ha conformado con robarme un poco de sangre.

Y realmente los labios de Cordelia estaban casi blancos, y en general la piel, especialmente en las manos y en el rostro, tenía una palidez y una transparencia extremadas. Pero a pesar de que la malaria la había debilitado tanto, estaba más bella si cabe que antes.

Un mes después Cordelia y yo nos casábamos con gran boato, y, el mismo día de nuestras nupcias, fui a encerrarme con mi tesoro en la solitaria Granja Blanca.

VI

Con la rapidez de una estrella fugaz transcurrió el primer año de nuestra felicidad. No concibo que haya habido mortal más venturoso de lo que yo fui durante ese año con mi Cordelia en la tranquila y aislada morada que habíamos escogido. Muy de tarde algún extraviado cazador o algún aldeano curioso pasaba por delante de la Granja. Por toda servidumbre teníamos una anciana sorda como un ladrillo. Otro habitante que no debo olvidar era mi fiel perro Ariel. A fines del año fui una vez a la ciudad y conduje a la Granja Blanca a una comadrona. Cordelia dio a luz una hermosa niña que vino a colmar de ventura nuestro hogar novel.

Creo haber dicho que Cordelia era una hábil dibujante. En los momentos en que los cuidados de nuestra hija la permitían algún descanso, se propuso hacer un retrato mío. ¡Qué hermosas mañanas pasábamos en mi gabinete de trabajo, yo leyendo en alta voz y mi mujer reproduciendo mi efigie en el lienzo! La obra se hizo larga, porque continuamente la paralizábamos para entregarnos a las locuras y ensueños de nuestro cariño. A los tres meses estuvo concluida, pero debo confesar que si bien era irreprochable como factura, era mediocre como parecido. Lo que yo deseaba ardientemente era que Cordelia me hiciera un retrato suyo. Ella se resistió varios meses a hacerlo, pero al fin una mañana me ofreció darme gusto. Me sorprendió el acento extraño y melancólico de su voz al hacerme su ofrecimiento: tenía la voz que debió tener la hija de Jairo. Me suplicó que, mientras estuviera haciendo su retrato, no penetrara en el gabinete, ni intentara ver el lienzo hasta que estuviera concluido.

—Eso es inicuo, reina mía. ¡Dejar de verte dos o tres horas al día! Mira, renuncio a mi pretensión; prefiero quedarme sin el retrato a tener que privarme de tu presencia. Después de todo, ¿para qué necesito la imagen si poseo el original para siempre?

—Escúchame —respondió colgándose a mi cuello—, no pintaré sino un día a la semana; en cambio de lo que te robe, sabré pagarte de la privación que sufras. ¿Verdad que accedes?

—Que conste que lo hago de mala gana y sólo por interés de la recompensa.

Desde esa semana, todos los sábados por las mañanas encerrábase Cordelia en mi gabinete durante dos horas, al cabo de las cuales salía agitada, pálidas las mejillas, más de lo que ya eran, y los ojos encendidos como si hubiera llorado. Cordelia me explicaba que ello era debido al estado de atención y abstracción sumas en que se ponía para coger del espejo su imagen y reproducirla en el lienzo con la mayor fidelidad.

—¡Oh, vida mía, eso te hace daño!… Te declaro que renuncio con gusto al retrato.

—¡Es imposible! —murmuraba con voz sorda, como si hablara consigo misma—. ¡Si pudiera durar su ejecución un año más! ¡El plazo es fatal!

En seguida me hacía objeto de las manifestaciones de cariño más extremadas; en todo el día no se separaba de mí un segundo ni de nuestra hija, como si quisiera reponer con exceso de amor las horas que había estado separada de nosotros.

VII

Llegaba a su término el segundo año de nuestra permanencia en la Granja Blanca. Cordelia estaba concluyendo su retrato. Una mañana tuve la imprudencia de atisbar por el ojo de la cerradura de mi gabinete, y lo que vi me hizo estremecer de angustia: Cordelia lloraba amargamente; tenía las manos sobre el rostro, y su pecho se levantaba a impulsos de los sollozos ahogados… A veces oía un ligero murmullo de súplica: ¿quién? No lo sé. Me retiré lleno de ansiedad. Nuestra hijita lloraba. Consolé a la pequeña Cordelia, y esperé la salida de mi esposa. Al fin salió; tenía esa expresión de secreta, profunda tristeza, que yo había observado muchos sábados, pero reaccionando Cordelia sobre sí, estuvo cariñosa, alegre y apasionada como de costumbre. Nos colmó de caricias a la niña y a mí. La senté en mis rodillas, y cuando tuvo su rostro bien cerca del mío, la pregunté mirándola fijamente en los ojos:

—Dime, Cordelia de mi alma, ¿por qué llorabas en mi gabinete?

Cordelia se turbó y reclinó su cabeza sobre mis hombros.

—Ah, me has visto. Me habías ofrecido no mirar mi modo de trabajar. ¡Informal! Yo amanecí hoy muy nerviosa y me dio mucha pena ver que faltabas a tu palabra. Lloré en cuanto sentí que te acercabas a la puerta.

Por el acento tembloroso y turbado con que me hablaba Cordelia comprendí que mentía; pero como en realidad yo había faltado a mi compromiso, no quise insistir.

—¡Perdóname, Cordelia!…

—Ya lo creo; te perdono, te perdono, dueño mío, te perdono con todo el corazón —y cogiendo mi cabeza entre sus manos, me besó en los ojos.

El sábado siguiente se cumplían dos años de nuestro matrimonio. Apenas se levantaba Cordelia tenía la costumbre de venir a despertarme. Ese día estaba yo despierto, y cuando Cordelia se inclinó sobre mi frente la cogí de la cintura.

—¿Sabes qué día es hoy?… es el día de nuestro cumpleaños.

El cuerpo de Cordelia se estremeció, y a través de las ropas sentí en mis manos como si una corriente de sangre helada hubiera pasado por las venas de mi esposa.

A las diez de la mañana Cordelia me llamó desde mi gabinete dando voces de alegría. Acudí corriendo: Cordelia abrió las dos hojas de la puerta, y llena de un alborozo infantil, me condujo de la mano hasta el caballete, sobre el cual había un bastidor cubierto por una tela roja. Cuando quitó ésta di un grito de asombro. La semejanza era maravillosa; era imposible trasladar al lienzo con mayor fidelidad y arte la expresión de amor y melancolía que hacían a Cordelia tan adorable. Allí estaba su palidez sobrenatural, sus ojos obscuros y brillantes, como diamantes brunos, su boca admirable… Un espejo habría reproducido con igual fidelidad el rostro de Cordelia, pero no habría copiado el reflejo sugestivo de su alma, ese algo voluptuoso y trágico, esa chispa de amor y de tristeza, de pasión infinita, de misterio, de idealismo extraño, de ternura extrahumana; no habría copiado esa indefinible semejanza de almas entre Cordelia y la hija de Jairo, que yo percibía, sin que pudiera indagar cuál rasgo fisonómico preciso, cuál expresión determinada eran las que provocaban en mi alma el recuerdo, o mejor, la idea de la resucitada de la leyenda evangélica.

Y ese día nuestro amor fue una locura, un desvanecimiento absoluto; Cordelia parecía querer absorber toda mi alma y mi cuerpo. Y ese día nuestro amor fue una desesperación voluptuosa y amarga: fue algo así como el deseo de derrochar en un día el caudal de amor de una eternidad. Fue como la acción de un ácido que nos corroyera las entrañas. Fue una demencia, una sed insaciable, que crecía en progresión alarmante y extraña. Fue un delirio divino y satánico, fue un vampirismo ideal y carnal, que tenía de la amable y pródiga piedad de una diosa y de los diabólicos ardores de una alquimia infernal…

VIII

Sería la una de la mañana cuando desperté sobresaltado; en sueños había tenido la impresión fría de una boca de mármol que me hubiera besado en los labios, de una mano helada que hubiera arrancado el anillo de mi dedo anular, de una voz apagada y triste que hubiera murmurado a mi oído esta desoladora palabra: ¡Adiós! Unos segundos después oí el estallido de un beso y un grito agudo de la pequeña Cordelia, que en su lenguaje incipiente llamaba a su madre.

—¡Cordelia! —llamé con voz débil procurando ver a través de la obscuridad el lecho de mi esposa, y escuchar el más pequeño ruido. Nada.

—¡Cordelia! —repetí en voz alta e incorporándome. El mismo silencio. Un sudor frío bañó mis sienes, y un escalofrío de terror sacudió mi cuerpo. Encendí luz y miré el lecho de mi esposa. Estaba vacío. Loco de terror y de sorpresa salté de mi cama.

—¡Cordelia! ¡Cordelia!…

Abrí las puertas y salí llamando a mi esposa, ronco de dolor.

¡Cordelia!

Recorrí todas las habitaciones, todos los rincones de la Granja Blanca. En el corredor, Ariel, con el rabo entre las patas y erizados los pelos, aullaba, y los lobos del bosque respondían lúgubremente.

—¡Cordelia!

Conduje a Ariel a la alcoba, le hice callar y le encomendé el cuidado de la pequeña Cordelia. En seguida cogí en la cuadra el primer caballo que encontré, un potro negro; de un salto le monté y le sumergí al galope en la espesa tiniebla del bosque.

—¡Cordelia! ¡Cordelia!

Me respondían los furiosos aullidos de los lobos, cuyos ojos veía brillar a ambos lados de la vereda como salpicaduras hechas sobre el césped con aceite fosfórico. Cegado, enloquecido por el dolor, no reflexionaba en el peligro que corría. Los lobos, envalentonados por el vertiginoso galope de mi caballo, se lanzaron en persecución nuestra aullando de un modo ensordecedor. Detrás del potro se extendía una larga mancha movediza y negra sembrada de puntos luminosos.

—¡Cordelia! ¡Cordelia!

Y me respondían el aire zumbando entre las hojas, el vuelo de las aves nocturnas asustadas, el golpe seco del casco en el césped y el aullido hambriento e hidrófobo de las bestias salvajes. No sé cuántas leguas me alejé de la Granja Blanca. Mi potro, guiado por el instinto, dio un inmenso rodeo, y cuando ya el alba espolvoreaba el cielo de oriente. Con sutil polvillo de nácar, me devolvió a la desolada Granja, rendido de angustia y vencido por la inexorable crueldad del destino. Largo rato estuve echado sobre la escalinata, mientras las avecillas saludaban la aurora con su entupida y hermosa plegaria…

IX

Volví a buscar a Cordelia en todas las habitaciones; volví a ver el lecho vacío; las almohadas conservaban aún el perfume de sus cabellos y la huella de la presión. La pequeña Cordelia dormía en la cuna vigilada por el buen Ariel. ¡Pobrecilla! Para no despertarla fui al estudio. Levanté el lienzo que cubría el retrato de Cordelia y mis cabellos se erizaron de espanto. ¡El lienzo estaba en blanco! ¡En el lugar que ocupaban los ojos en el retrato que yo había visto, había dos manchas, dos imperceptibles manchas que simulaban dos lágrimas! Sentí que mi cerebro vacilaba, me parecía que mi inteligencia se ponía a caminar como un funámbulo sobre la arista de un camino hecho al borde del abismo: la menor impulsión la habría precipitado. La Muerte y la Locura tiraban de mí. Necesitaba llorar para que no triunfara alguna de ellas; oí llorar en este momento a mi hija y me salvé: lloré también…

Después se verificó en mí un fenómeno extraño: una invasión de indiferencia, de estoicismo, de olvido, que subía como una marca de atonía. Me parecía que surgía dentro de mí un nuevo individuo, que se había roto la identidad de mi yo con la superposición o intromisión de una nueva personalidad. Estaba convencido, con seguridad inamovible, de que no vería más a Cordelia; hacía pocas horas que se había realizado una tragedia misteriosa y sobrenatural y no me asombraba ya de ello, como si una larga serie de siglos se hubieran interpuesto entre el pasado y el presente. Me parecía que entre el momento actual y la terrible noche hubiera un inmenso cristal deslustrado que apenas me dejara percibir vagamente los contornos de los sucesos y de mis emociones. Sobre mi escritorio estaba el retrato que me hiciera Cordelia; en la otra habitación estaba nuestra hija y el lecho de mi esposa, y en todas partes había objetos que ella había usado, flores que había ella arrancado, todo lo que había rodeado nuestra vida: sólo ella, mi Cordelia, no estaba. Y, sin embargo, la situación psíquica en que me encontraba me hacía sentir la impresión de que nada había cambiado y de que nada había existido nunca.

A poco sentí el galope de un caballo; me asomé y reconocí a mi viejo maestro que, vestido de negro, se dirigía a la Granja Blanca.

X

Venía trayéndome una carta de la madre de Cordelia:

«Se han cumplido dos años desde que murió la que era luz de mi vida, la adorada hija mía, mi Cordelia, tu prometida, a la que tanto amabas. Pocos minutos antes de expirar encargó que el día en que se cumplieran dos años de la fecha que tú y ella habíais determinado para vuestra unión, te enviara el anillo de los esponsales, la cruz de marfil que se había de poner sobre su ataúd y la miniatura que le pintó Stein. Cumplo el encargo de la pobre hija mía. Sé que tu dolor ha sido inmenso, y que has vivido hasta hoy, solitario y huraño, en tu retiro de la Granja Blanca, acompañado del recuerdo de tu novia. Llórala, hijo mío, porque Cordelia era digna de tu amor. Recibe un beso maternal de esta pobre vieja, que no tiene más consuelo que la esperanza de reunirse pronto con su hija».

Por una coincidencia singular, el cofrecillo que contenía los objetos indicados estaba envuelto en una hoja de la Gaceta, de la fecha en que fue inhumada mi Cordelia. Bajo una cruz negra leí la invitación a la fúnebre ceremonia. Leí tranquilamente la carta y la Gaceta; luego abrí el cofre y vi minuciosamente los objetos que contenía. ¡Cuántos besos había dado al magnífico retrato de Cordelia hecho por el primoroso Stein! Recordé la noche en que Cordelia y yo cambiamos los anillos esponsalicios; ¡qué bella estaba vestida de blanco y con sus cabellos, de un rubio mortecino, que caían profusamente en rizos sobre los hombros! El Cristo de marfil nada me recordó; sentí disgusto al ver la expresión fría de dolor convencional que había en su rostro…

Intertanto, el maestro me observaba, un poco asombrado de no verme hacer la más pequeña manifestación de dolor. Hubo un largo rato de silencio.

—¿Insiste usted, maestro, en creer en la realidad de la vida y de la muerte? ¡Bah! Pues yo le digo a usted que no existen ni la una ni la otra. Ambas son ilusiones, ensueños episódicos, que no se diferencian sino en la conciencia de ese gran durmiente en cuya imaginación vivimos una vida fantástica… Dirá usted, mi querido maestro, que sigo siendo el loco de las fantasías filosóficas de antaño…

—No; lo que digo es que no me explico tu cariño a Cordelia y el respeto a su memoria. Me hablas de necedades filosóficas cuando todos tus pensamientos, con motivo de estos sagrados recuerdos que te traigo, debían dirigirse hacia esa niña tan bella como infeliz que te amaba y murió ha dos años…

—Que murió anoche —interrumpí fríamente.

—¡Que murió para ti hace cincuenta años! —rectificó con amarga ironía el anciano.

—¡Ah, maestro! ¿Usted, con sus sesenta y cinco años, me da lecciones de amor? ¿Usted a mí? Le diré lo que Hamlet a Laertes, en el entierro de Ofelia: «Amé a Ofelia; cuarenta mil hermanos no habrían podido quererla tanto como yo. ¿Qué harías tú por ella?» Pero no se violente usted, maestro: iba a hablarle de Cordelia. Tanto usted como la carta de mi suegra y la Gaceta me traen la peregrina noticia de que Cordelia ha dos años que murió. Pues bien, si hubiera usted venido ayer, Cordelia y yo le habríamos recibido con carcajadas de alegría; si hubiera usted venido anoche, nos habríamos usted y yo encontrado en el bosque que acaba de atravesar, si es que antes no le habían devorado los lobos. Ha venido usted hoy y simplemente le digo que Cordelia no murió hace dos años, que Cordelia ha sido mi esposa, mi adorada esposa, que Cordelia ha vivido aquí hasta anoche… Son curiosas las evoluciones del rostro de usted; antes expresaba la indignación por mi indolencia ante el recuerdo de esa bella e infeliz niña, que tanto me amé, y ahora expresa todo lo contrario: el temor de que el sufrimiento me haya enajenado el juicio. ¡Oh!, no ponga usted esa cara apenada, maestro querido, no estoy loco. Escuche usted esto; aunque no lo crea, acéptelo como una hipótesis cuya comprobación haré después: Cordelia ha habitado la Granja Blanca, la ha habitado en cuerpo y alma. Si Cordelia murió, como usted me asegura, hace dos años, la vida y la muerte son iguales para mí, y como consecuencia, se derrumba la filosofía positivista de usted.

—¡Pobre hijo mío! Tú desvarías… lo que me dices es un absurdo.

—Pues entonces, maestro, el absurdo es la realidad.

—¡Las pruebas… las pruebas!…

—¿Recuerda usted la letra de Cordelia?

—Sí; reconocería sin vacilar algo escrito por ella.

Fui a mi escritorio y cogí un libro copiador de mi correspondencia. Muchas de mis cartas las había escrito Cordelia y las había formado yo. Se las mostré al maestro.

—Sí, sí… es su letra, muy bien imitada… perdona, no digo que quieras engañarme… pero inconscientemente puedes haberte asimilado la forma de letra de tu novia, y de ahí que esos caracteres sean como los suyos. Además, tu escribiente…

—No lo tengo. Ya sabía yo que había usted de dudar. ¿Recuerda usted los dibujos de Cordelia, su estilo? Mire usted este retrato que me hizo mi esposa a principios de este año.

El maestro se estremeció al ver el trabajo de Cordelia. Pero al fin, aunque no me lo dijo, vi cruzar por su cerebro la persistente idea de una superchería. Le rogué que me esperase un momento. Regresé seguido de Ariel y trayendo en mis brazos a la niña.

—Aquí tiene usted, maestro, la prueba más convincente: ¡he aquí la hija de nuestro amor!

—¡Cordelia! —exclamó el anciano, lívido de terror. Sus ojos querían salírsele de las órbitas y sus manos se agitaban temblorosas.

—Sí… la pequeña Cordelia, maestro.

—Es su rostro… su expresión.

—Sí, la misma expresión de Cordelia y de la hija de Jairo.

Y el buen viejo parecía hipnotizado por la mirada curiosa, inteligente y dulce de la niña, la cual, como si alguien le hubiera dicho al oído que ese hombre era un antiguo amigo, le tendió sonriendo los bracitos. El maestro, temblando como un azogado, la tomó en sus brazos.

—¡Es Cordelia, es Cordelia! —murmuraba, mientras yo, implacable en mis argumentaciones, seguía:

—Ergo, maestro, he sido el esposo de la muerta durante dos años; ergo, la muerte de Cordelia ha sido, a pesar de usted, del médico que la asistió en los últimos instantes, del sepulturero que la inhumó, un incidente sin realidad positiva en el ensueño de alguien. La vida de usted, maestro, la mía, la de todos, son ilusiones aéreas, sombra que sin lógica ni firmeza cruzan la región del ideal, buques-fantasmas que sin rumbo fijo surcan el mar agitado del absurdo, y cuyas olas no han azotado jamás las costas de la realidad, por más que nos imaginemos ver destacarse en el horizonte, ya extensas playas, ya abruptos acantilados. Sí, maestro, no existe la realidad, o en otros términos, la realidad es la nada con formas.

—¡Calla… calla! Mi razón se turba ante este absurdo tangible, ante este misterio que vive aquí, en mis brazos. No, no mientes, no puedes mentir… Esta niña es Cordelia de un año… de igual modo exactamente me miró y me tendió los brazos… Es Cordelia que vuelve a la vida… ¡Es Cordelia que renace! ¡Dios santo! ¡Yo estoy loco, tú lo estás!… ¡Pero es ella, es ella!…

Las incoherencias del aterrado maestro y una frase que exclamó: «¡es Cordelia que renace!», abrieron ante mis ojos un horizonte inmenso, terrible… Si la ilusión de la vida puede repetirse, también la ilusión de la felicidad puede volver… «Es Cordelia que renace», exclamaba yo, y mi alma entera se transportaba al futuro, y allí veía fundirse en una sola entidad a la madre y la hija.

—¡Es Cordelia que renace! —repetí con la voz tan ronca y alterada, que el maestro me miró. ¿Qué vio en mi semblante? No lo sé.

—¿Qué piensas hacer? No has de quedarte en la Granja Blanca. Has de educar a tu hija…

—Me quedo —respondí como si hablara conmigo mismo—; el alma de mi Cordelia vive en el alma de esta niña, y ambas son inseparables de la Granja. Aquí moriremos, pero aquí seremos felices. ¿Por qué no continuar estos ensueños da vida, felicidad y muerte, Cordelia mía? ¡Oh, Cordelia!, la ilusión de tu vida comienza nuevamente…

—¡Desgraciado! —interrumpió el maestro, mirándome con espanto—, ¿piensas hacer tu esposa a tu hija?

—Sí —contesté lacónicamente.

Entonces el anciano, sin que yo pudiera impedirlo, acercose con la niña a la ventana, la dio un rápido beso en la frente y la arrojó de cabeza sobre la escalinata de piedra de la Granja. Oí el ruido seco del pequeño cráneo al estrellarse… ¿Creéis que mi desesperación pidió venganza, que cogí al maestro por el cuello y le hice añicos? Nada de eso. Le vi alejarse, montar a caballo y perderse en la sombra fatídica del bosque. Me quedé recostado en la ventana. Me parecía estar vacío, sin el más insignificante de los elementos que constituyen la personalidad humana. La vieja sirviente vino a llamarme varias veces, y por signos la hice comprender que Cordelia y la niña se habían ausentado y que yo no quería comer. Allí, a diez pies bajo mi ventana, estaba muerta la pequeña Cordelia; allí estaba, sobre un charco de su propia sangre, la que más tarde habría reproducido mi perdida felicidad. Allí estaba y yo nada sentía, estaba vacío; no sufría, no gozaba, y ni siquiera una idea cruzaba mi cerebro. Así transcurrieron la tarde y la noche. Largo rato estuvo Ariel guardando en medio de las tinieblas el cadáver de la niña. El pobre animal aullaba y ladraba. Los lobos olieron la sangre y poco a poco fueron acercándose, se colaron por la verja, y hasta que vino el alba no estuve oyendo otra cosa que gruñidos sordos y trituraciones de huesos entre los dientes agudos y formidables de las bestias feroces.

Apenas amaneció, me dediqué mecánicamente, sin darme cuenta de ello, a empapar el mobiliario y los muros de la Granja Blanca con substancias combustibles, y antes de que el sol resplandeciera sobre las copas de los árboles del bosque, prendí fuego a la Granja por sus cuatro costados. Monté mi potro negro, y espoleando cruelmente sus ijares, me alejé para siempre en desenfrenado galope de esa región maldita. Olvidaba decir que, cuando incendié la Granja, estaba dentro la pobre vieja sorda.

Leyenda de hachisch

A don Benito Pérez Galdós

I

Leticia tenía unos ojos negros de los que siempre fluía una mirada cariñosa e interrogadora de animal doméstico. ¡Qué hermosa era! ¡Qué delicioso bienestar me producía el verla cerca de mí, mientras yo llenaba cuartillas de papel en mi mesa de trabajo! Alta, delgada, pálida, extremadamente pálida, venía a sentarse frente a mí con un libro sobre las faldas, en el cual leía, en tanto que no se oía más que el febril galope de mi pluma sobre las cuartillas. Cuando en mi trabajo se abría una solución de continuidad y levantaba la cabeza, me encontraba con la mirada dulce de Leticia que intentaba indagar la causa de mi interrupción… Otras veces entraba furtivamente en mi gabinete, y recostándose sobre el espaldar de mi sillón, leía los cuentos de amor que yo escribía. El perfume de sus cabellos me denunciaba la presencia de mi amada, pero entonces fingía yo no haberla advertido, y escribía en el papel una frase de amor de aquellas que a ella, sólo a ella decía, una de aquellas solicitudes ardientes y apasionadas que sólo a ella dirigía. Al verse descubierta, Leticia enlazaba sus brazos a mi cuello y me besaba en los ojos y en los labios… ¡Pobre reina mía!

Recuerdo muy bien las claras noches de verano en que subíamos a la terraza y pasábamos dos o tres horas interrogando al cielo con nuestro pequeño telescopio, bañados por la luz astral que nos cubría como si fuera el sutil polvillo blanco desprendido de las alas de una enorme mariposa pálida. Leticia parecía entonces albergar en su alma, el alma casta de las estrellas. Un ambiente de amor místico nos saturaba, y nuestros besos tenían entonces una extraña pureza como si tradujeran el espíritu misterioso que animaba ese infinito abismo abierto encima de nuestras cabezas. Y nos desagradaban y nos avergonzaban los recuerdos impuros de nuestras locuras pasionales, de las exquisiteces y refinamientos en que nos desvanecíamos y aniquilábamos nuestra vida. En esos momentos nuestro amor era un culto: nos sentíamos impregnados del alma serena del Cosmos: nuestras miradas vagaban por las comarcas siderales, por Sirio y Canopo, por la Vega y Betelgeuse y por la amplia cabellera de Berenice y el inmensurable chorro lácteo que parte del seno de Juno. Nos creíamos acaso andróginos y cruzábamos los misterios de la noche vinculados por una entrañable fraternidad asexuada… Después, cuando el frío de la noche nos obligaba a retirarnos al lecho, venían las exasperantes exigencias de nuestros temperamentos, y la reacción impura de nuestro amor contra las Idealidades de nuestras divagaciones astrales.

Viajé mucho para debilitar el recuerdo de la delicada Leticia. Nuestras locuras y caprichos debían matarla y así fue. Su cuerpo anémico había nacido para el amor burgués metódico, sereno, higiénico, y no para el amor loco, inquieto y extenuante exigido por nuestros cerebros llenos de curiosidades malsanas, por nuestras fantasías bullentes y atrevidas, por nuestros nervios siempre anhelantes de sensaciones fuertes y nuevas… Los viajes y las distracciones que me procuré para debilitar el recuerdo, la nostalgia de mi Leticia, fueron inútiles. En mis horas de disolución y en las de descanso persistía en mi retina la Imagen de la amada, ida para siempre; sentía el vacío de la inolvidable pálida, lo sentía en medio de la insensata embriaguez a que recurría, lo sentía cuando besaba los labios de otras mujeres, lo sentía cuando meditaba, cuando escribía en mi ya solitaria estancia… Cuán desoladas eran mis noches, cuán angustiosos mis insomnios durante los cuales, con la mirada hundida en las tinieblas creía ver abocetarse, con líneas difusas, la curva de su cuerpo palpitante y febril, esa curva moderada y noble, esa línea elegante, sin las osadías que crea el artificio; esa curva mística que, en los cuerpos de las santas jóvenes de algunas vidrieras góticas, expresa mejor la exaltación del fuego interior. El cuerpo de Leticia tenía la delicada pureza de una virginidad cristalizada, el encanto infantil y la gracia de una adolescencia detenida en los músculos antes de la expansión que experimentan éstos, cuando una joven ha visitado la isla de Citeres… Creía oír el crujido de mi almohada bajo el peso de la adorable cabeza, creía sentir en mis mejillas el leve roce de sus negros cabellos, tan negros como el dolor de la ausencia de mi amada, creía sentir la tibia mirada de sus ojos cariñosos y apacibles de cierva doméstica.

Una noche, en la que no podía dormir hostigado cruelmente por la visión de la inolvidable, recordó que tenía en mi escritorio una cajita de palma, primorosamente labrada y ornada con arabescos. Me la había enviado del Cairo un antiguo amigo que desempeñaba un consulado. La caja contenía el misterioso manjar del Viejo de la Montaña, el hachisch divino… Me levantó del lecho, toqué el botón eléctrico de la luz con una pequeña plegadera de plata, corté un pedazo de la pasta y comí. En seguida me senté a esperar los efectos. He aquí las impresiones que experimenté y las extravagancias que vi durante las varias horas que estuve sumergido en extraño ensueño.

II

Residía yo en la antigua Trapobana, haciendo vida errante, cuando sentí que se apoderaba de mi alma el más ardiente fuego místico; tuve súbitamente, la noción clara de la vanidad de las cosas humanas y resolví entregarme a la vida contemplativa. Recorriendo una selva, mientras mi pensamiento se deleitaba en altas concepciones teológicas, encontré un anciano fakir llamado Djolamaratta, muy austero y muy erudito en las ciencias teológicas, y profundo conocedor de las propiedades ocultas e íntimas de las cosas. Djolamaratta había leído y escoliado todos los libros sagrados de la India. A fuerza de meditación había llegado a vislumbrar, como a través de una espesa niebla, la infinitud de Brahma; y esa aproximación al gran Ser en una pulgada más que el resto de los mortales le hacía infinitamente superior a éstos en ciencia y en poder. El rostro de Djolamaratta era del color del cedro húmedo; sus blancas barbas le llegaban a las rodillas y en su enredado vellón se enroscaban cariñosamente los cobracapellas anidaban negros alacranes y reposaban tranquilamente infinidad de pequeñas alimañas, cuyo simple contacto podía producir la muerte. Djolamaratta estaba siempre desnudo, porque Brahma no gusta de los atavíos, y porque el viejo fakir quería que el aliento formidable de la Gran Causa le penetrara libremente por todos los poros del cuerpo. El anciano, desde su primera contemplación, tenía las manos perforadas como las de un crucificado. Hacía cincuenta años (y ya era anciano) se había hecho inhumar; dispuso que le enterraran con la lengua doblada hacia el paladar, los ojos vueltos hacia arriba y los puños cerrados. Ocho meses permaneció así y la humedad de la tierra hizo crecer de tal modo sus uñas que le perforaron las manos. En ese lapso, y durante el tiempo que dura el pestañeo de una estrella, vio la sombra de Brahma, y eso sólo le produjo una felicidad tan grande e indescriptible, que toda frase sánscrita y sacerdotal de encomio es infinitamente pálida, la más aproximada es opuesta, y solamente en uno de los Puranas había encontrado una palabra que muy remotamente pedía expresar la suprema venturanza que experimentó.

Djolamaratta me recibió afablemente como discípulo, y durante dos años recibí sus sabias lecciones.

Nada más terrible que sus éxtasis: los ojos se le saltaban, sus venas se inyectaban hasta casi estallar; su respiración se paralizaba, abundosa espuma salía de sus labios y copioso sudor brotaba de su cuerpo. De pronto, el maestro se elevaba en el aire como si terribles poderes le subyugaran; las cobras se ponían a danzar debajo de él, parados sobre la cola y recibiendo en sus lenguas bífidas las gotas de sudor que caían del cuerpo del sabio. En cuanto Djolamaratta volvía en sí, corría como un loco a precipitarse en un arroyo en el que abrevaban leones, hipopótamos y elefantes salvajes; allí hundía Djolamaratta la cabeza, pasando entre las feroces bestias que se separaban de él, como amedrentadas, y bebía, bebía hasta hartarse.

Con frecuencia hacíamos largas excursiones por las selvas y el maestro me instruía en los misterios sagrados, en los secretos más recónditos de la naturaleza, en la razón de los males de esto mundo, en los conjuros para atraer el auxilio de los poderes sobrenaturales; me refería los pensamientos de las bestias y de las flores y me traducía al más puro y noble pali las palpitaciones más sutiles de la vida, del dolor y de la alegría de la naturaleza.

Un día me llevó Djolamaratta a un valle obscuro rodeado de pardas montañas tan altas como el Himalaya.

Por todas partes se veían las enmarañadas copas de árboles extraños, cuyos troncos estaban llenos de pústulas. El aire tenía un olor repugnante, como el de la sala de un hospital de gangrenados. Las aves, que cruzaban el espacio, tenían los cuerpos purulentos, con una que otra pluma desmalazada: volaban tardamente, lanzando graznidos lastimeros; las fieras cruzaban nuestro camino con paso dificultoso de bestias baldadas por la elefantiasis, tiñosa la piel y los ijares hundidos, como interiormente corroídos por un mal implacable. Las flores, apenas abiertas, caían moribundas sobre el césped raquítico y gris; sus pétalos ardían en violenta fiebre, y sus estambres se estremecían y retorcían en las convulsiones de intenso dolor. Las sabandijas ponzoñosas se arrastraban con dificultad, presas de una horrorosa enfermedad. Las serpientes no tenían esa agilidad vibrante que las caracteriza; muy al contrario, sus cuerpos glutinosos reptaban en lentos ziszás, dejando en el suelo una huella húmeda como la de las babosas, y pasaban mirándonos lánguidamente con sus ojillos sanguinolentos y lacrimosos. Una leona, con su cría reposaba echada en medio del camino; estaba desfallecida y con el cuerpo cubierto de pústulas sobre las que saltaban moscas verdes, saltaban, porque no podían volar. La pobre bestia yacía con la lengua fuera, jadeante y quejumbrosa, mientras sus cachorros, flacos como galgos, con la desvencijada columna dorsal rompiéndoles la piel, se afanaban por mamar de unas ubres vacías y lacias de las que no manaba sino sangre viciada…

—Maestro, ¿qué tierra de desolación es ésta? —pregunté aterrado a Djolamaratta—, ¿es el país de la muerte acaso?, ¿el reino maldito de Siva?

—Hijo mío —me respondió el anciano con cierta expresión de sorna que no le conocía y que me pareció como un reflejo del espíritu de otra raza distinta de la suya—, aquí estuvo no tiempo el reino de la Felicidad: aquí vivió Adima, el primer hombre y el primer malvado… Cuando murió, los genios arrojaron su cadáver en aquel lago que ves a tu izquierda. La mujer de Adima vive aún y reina en esta región de la putrefacción y la enfermedad. De este lago salen cinco ríos que riegan todas las comarcas de la tierra. Mira, hijo mío…

Miré el lago. Flotaban en la superficie enormes cuerpos de lagartos con la panza arriba, roída por los gusanos. Por todas partes subían vahos infectos y calientes como el aliento de un horno en que se asaran tarántulas. A flor de agua vi pasar algunos peces escuetos, casi sin escamas, con los ojos velados por una nube y asomando por el dorso las espinas astilladas y cariadas. En las peñas de las orillas se formaban escoriaciones en las que crecían repugnantes hongos y asquerosos helechos que parecían quistes. Los anfibios habían perdido sus formas primitivas, porque la gangrena había devorado sus miembros dejando un muñón no cicatrizado donde hubo antes una pata o una cola.

—Dime, ¡oh, maestro!, ¿dónde está esa mujer tantas veces milenaria, obligada por Visnú a reinar en medio de tanta desolación y miseria? Muéstramela y dime su nombre…

Apenas hecha esta pregunta se verificó una transformación muy rara en el rostro de Djolamaratta; su cabeza se trucó con la cabeza de Ovidio Naso, tal como la había visto yo reproducida en una colección de estampas titulada: Effigies virorum illustribus antiquitatae, editado en 1692. Una sonrisa burlona y perversa vagaba en sus labios y, con acento de iniquidad perfectamente latina, respondió a mi pregunta:

Venus Syphiliae, regina urbis!… Videor, fili mihi!

Y vi, vi en el centro del lago un islote en el que se alzaba un gigantesco hongo de forma obscena, a cuya sombra estaba sentada esa extraña reina en la actitud de los ídolos orientales. Parecía meditar y no tenía más adorno que una corona de adelfas. De pronto, levantó la cabeza y me miró… Sentí que un frío espantoso me helaba hasta la médula de los huesos y que el asombro más doloroso paralizaba mi vida… Eran el rostro y el cuerpo de mi Leticia, de mi pura e inolvidable Leticia. Ella, mi amada, mi esposa, reinaba allí, solitaria y melancólica, en medio de tanta desolación y espanto, reinaba desde la aurora de la Humanidad sobre esta Naturaleza corroída por la fiebre y la putrefacción…

Y sus grandes ojos negros me dirigieron una mirada bondadosa y apacible de pálido animal doméstico… Y todo el aterrador paisaje se desvaneció…

III

Tuve una reacción momentánea en mi cerebro, extraviado en las regiones extraordinarias del ensueño; me vi sentado junto a mi escritorio; frente a mí estaba el retrato de Leticia, el retrato de cuerpo entero que pintó con singular acierto el gran Carolus.

A poco me pareció que el aire se hacía muy ligero, muy sutil, como si sus átomos se hubieran reducido en número y ampliado enormemente en dimensiones; veía el aire como si lo percibiera a través de una poderosa lente biconvexa. Volví mi observación hacia mí y noté que estaba dotado de unas fuerzas desmesuradas, hiperbólicas, todo en mí era fuerza; yo era el núcleo de donde partían impulsiones en todo sentido. Hablé, y mi palabra resonaba con la intensidad de cien cañonazos. Estaba seguro de que fuera de mi casa, en las calles de la ciudad, en los bosques y en las ciudades vecinas, mi voz pasaba como una tromba sonora, como una ola de ruido que ensordecía a la gente, rompía los cristales y hacía vibrar, como cuerdas de guitarras, los hilos telegráficos. Y no era una presunción, sino que veía los efectos de mi voz, pues las paredes no oponían obstáculos a la fuerza de mi visión; todos mis sentidos superaban en energía, en proporción inmensurable, a los que la naturaleza ha puesto en la normalidad de los hombres, mis miradas atravesaban paredes, cuerpos y montañas, y la fuerza visual, cabalgada en un rayo vibrante del éter, se hundía sin agotarse en los infinitos y obscuros abismos del espacio. Yo estaba asombrado, pero después quedé tranquilo al encontrar en mi cerebro la explicación científica del fenómeno: «En la Naturaleza no hay fuerza detenida, ni impulsión perdida, ni energía esterilizada porque todo es movimiento y transformación. Un movimiento de mi mano por ligero que sea, empuja y pone en movimiento las moléculas del aire que la rodea, a su vez estas moléculas presionan a las siguientes, a las de la pared, a las que están al otro lado, y así el movimiento va transmitiéndose de molécula en molécula a través de los obstáculos que se interpongan y continúa por el éter a través de los cuerpos planetarios y siderales». Y con movimientos de mi puño hacía vibrar la creación entera. ¡Qué divertido era para mí hacer vacilar a voluntad a Marte primero, luego a Júpiter, a Saturno, a Urano y a Neptuno y la infinidad de astros que pueblan el Cosmos! Todo en mí era potencia extraordinaria, no había obstáculo para mis ojos, como si llevara en ellos poderosos aparatos de radiografía.

Observé mi propio organismo con la facilidad que tendría cualquiera persona cuyo cuerpo fuera hecho de límpido cristal de roca. Todas las vísceras me revelaron su funcionamiento: veía el corazón repartiendo la sangre por todo el cuerpo con la regularidad e isocronismo de una máquina a vapor; veía la fermentación de los mil jugos, la actividad torpe e irregular del sistema digestivo; veía la rígida gravedad del esqueleto soportando, como un apuntalamiento complicado ideado por extravagante arquitecto, las mil maquinarias, cuyo trabajo simultáneo constituye la vida; veía, como el cordaje de una extraña galera, el conjunto de venas, arterias y filetes nerviosos, que se anudaban aquí y se separaban allá. Me parecía que mis ojos estaban montados en ejes y podían volverse hacia adentro. Así fue como pude observar la vida cerebral. El cerebro era una pasta tenue que tenía de la gelatina y del ópalo. En el centro había una pequeña caldera con un líquido en ebullición; subían las burbujas a la superficie, unas burbujitas delicadas y llenas de cambiantes e irisaciones, como las pompas de jabón; antes de que estallaran, unos pequeñitos gnomos las cazaban con esas canastillas con mango que se usan para coger mariposas; en seguida las cogían y las arrojaban a diversos compartimentos que se abrían por todos lados al modo de un panal circular de abejas… ¡Pero cuántas burbujas estallaban antes de ser cogidas y colocadas en su sitio! Debían ser las ideas que abortan, las ideas que no llegan a surgir. Encima de todo se extendía ilimitada la piamater, llena de constelaciones, a semejanza del cielo de la tierra.

IV

Cuando volví de esta segunda crisis de mi ensueño, pensé haber vivido cincuenta años. Creía estar blanco de canas, pero pronto me di cuenta de que ello era una ilusión provocada por el hachisch. No sé por qué encontré esto excesivamente gracioso; me reí, y mi propia risa me excitaba cada vez más, al extremo de estallar, por fin, en una hilaridad ruidosa e incontenible. Con las carcajadas me parecía que me salía algo de la boca, y, en efecto, fijando mi atención observé que salían insectos alados. Cada nota de mi risa era un animal: zancudos, grillos, avispas, mariposas y parvadas infinitas de otros muchos insectos salían. Pero lo más curioso es que, en el tórax o coselete, llevaban todos cinco líneas negras paralelas y en ellas una flotación musical. Todos aquellos bichos en desaforada parranda, daban vueltas por mi cuarto yendo, por fin, a alinearse en apretadas filas sobre los estantes, las sillas y los demás muebles de la estancia; una serie de libélulas blancas se posaron sobre el marco del retrato de Leticia. Entonces callé, porque al mismo tiempo llegaron a mis oídos de un modo confuso los acordes lejanos de un clavicordio. Nuevos instrumentos fueron interviniendo: primero un violoncello, luego un contrabajo, en seguida una viola, a continuación una arpa, y, por último, una flauta. A medida que estos instrumentos tomaban parte, oía más distintamente la melodía ejecutada por ellos. Primero fue un aire de Paisiello, que se fue transformando en una sonata de Cimarosa; de pronto, las frases musicales se hicieron graves y eruditas, y surgió un quinteto de Bach lleno de gravedad mística. Cada melodía me producía una impresión hondísima, como si mi alma tradujera en cuadros sugestivos o en frases narrativas los sonidos. Por ejemplo, en un momento en que la misteriosa orquesta tocó La estepa de Borodino, la música tuvo para mí el relieve de una visión: veía una ilimitada llanura pedregosa de horizontes desiguales y obscuros, y cubierta por un cielo gris. En medio, un perro asmático aullaba junto al cadáver de su amo… A lo lejos cruzaban cabalgatas de calmucos, vestidos con pieles de lobo, con los ojos encendidos por la voluptuosidad de la carrera y las ansias de rapiña. Caía la noche, y el viento boreal jugaba con la nieve y el granizo; una turba de hienas con los lomos erizados acudía a rodear el cadáver, riéndose con risas lúgubres de hambre y ferocidad; luego, el festín de la carroña… Después de La estepa, la música se hizo suave, dulce, cristalina melancólica. Era un andante pianissimo tan misterioso, tan tristemente apasionado, que mi alma se impregnó de una angustia agradable y honda, semejante a esas dulces e inusitadas tristezas que se apoderan a veces de las muchachas románticas y nerviosas en la edad de la ilusiones y del primer amor. Mis ojos se llenaron de lágrimas, en tanto que la melodía parecía hundirse en el pavimento y los insectos se desvanecían. Yo no podía contener mi tristeza, y por más esfuerzos que hacía para reprimir las lágrimas, corrían abundosas por mis mejillas, produciéndome una gran vergüenza este rasgo de sentimental doncella. —¡Qué tontería!, ¡qué tontería!— murmuraba yo; pero mis lágrimas seguían saliendo con una abundancia bochornosa… —¡No ha habido ser humano que haya llorado tanto!— pensaba, aterrado, al ver que el suelo de mi cuarto estaba inundado, y mis lágrimas seguían corriendo. El agua me llegaba a la cintura y los muebles flotaban como balsas. Cuando amaneció, abrí la ventana de mi habitación y miré hacia la calle. ¡Qué horror! Por mi necio sentimentalismo toda la ciudad estaba sumergida. Sobre el mar de mis lágrimas destacábanse los pisos superiores de las casas, veía los tejados y terrazas atestados de gente que me dirigía amenazadora los puños, veía pobres perros que nadaban desesperadamente; caballos enganchados a los carros, pugnando por flotar, y arrastrados por el peso de la carga, se hundían al fin alborotando la superficie con millares de burbujas, portadoras de su cruel agonía; veía la cúpula del Observatorio, los dombos y las torres de los templos. El ángel dorado que coronaba un hermoso monumento, reflejábase invertido sobre la inmensa y serena superficie del agua: así, cabeza abajo, diríase un Luzbel de oro arrojado desde el cielo al abismo… Volví medroso los ojos a mi escritorio: abierto al azar tenía una edición antigua de la Cosmographia de Munster: era un final de capítulo adornado con una viñeta, que representaba una bella cabeza de ninfa, coronada de pámpanos y mirtos que se prolongaban a ambos lados de la cabeza, resolviéndose en retorcidos acantos de ornamentación que a su vez se convertían en cabezas de grifos, de hipocampos y de gnomos… De pronto, la viñeta comenzó a fundirse como si fuera una figura de cera expuesta al calor de un sol de canícula. La viñeta fundida se derramó por un borde de la mesa chirriando como un hierro candente que se sumergiera en el agua. Me levanté presuroso para ver lo que sucedía: al pie de mi escritorio había una galera de plata bruñida tachonada de esmeraldas: el mástil era de oro y la vela fenicia de tela blanca hecha con hilos de seda, de cristal y de plata. Sobre el banco de popa, formado por una lámina de azabache, estaba, en acritud de espera, una dama vestida a la usanza griega, cuyo rostro era el de la ninfa de la viñeta…

—¡Ven! —me dijo.

Me senté en la popa del esquife en un alto sillón de ónix, sostenido por cariátides de acero azul; y mi conductora comenzó a bogar. A nuestro paso, de todas las terrazas nos dirigían maldiciones e injurias. Pronto abandonamos la ciudad y nos vimos en medio de un mar sereno, inmenso, sobre el que se deslizaba el misterioso barco silenciosamente. De vez en cuando veía, junto a las bordas de la galera, el dorso de un delfín, la cabeza azorada de un tritón, el cuerpo híbrido y voluptuoso de alguna sirena que se ocultaba rápidamente haciendo un elegante escorzo, y dirigiéndome una sonrisa provocativa y medrosa.

—¿A dónde vamos? —pregunté a mi guía—, ¿al infierno o al paraíso?

El Carón femenino no me respondió limitándose a indicarme con un signo que debía confiarme a su pericia. Mucho tiempo estuvimos así, hasta que vi aparecer en el horizonte grandes bloques de hielo. La mar se endurecía a medida que la galera avanzaba, y entramos, por fin, en una zona silenciosa y helada, alumbrada solamente por la aurora boreal. En una costa vi un triste caserío, habitado por unos cuantos hombres forrados de pieles.

—¿En dónde estamos? —pregunté con angustia a mi callado piloto.

—¡Upernawick! —me contestó secamente. Y seguimos.

La barca de plata resbalaba sobre los hielos y a nuestra aproximación huían manadas de focas a esconderse entre las grietas. Arriba, en medio de la gris noche semestral, brillaba el carro de la Osa y el Boyero con fulgores intensos. Y seguimos; estábamos más allá del 85 paralelo. Los bosques de pinos escuetos habían quedado ya muy atrás, y la flora de esta región de las penumbras y de los hielos —algunas especies de hongos, helechos, musgos y líquenes— se hacía cada vez más escasa. De vez en cuando aparecía sobre algún flint glass un reno escuálido escarbando la nieve con la pezuña, o alguna osa que, navegando sobre algún carámbano, enseñaba a su cría la caza de la morsa. En otra comarca vi unos hombrecillos espantables con grandes cabezas erizadas.

—¿Los demonios de Dante? —pregunté horrorizado.

—No, son los runoyas. —Y seguimos.

Más adelante vi pasar unas mujeres envueltas en blancos peplos de lino; parecían buscar afanosamente algo perdido entre las grietas del hielo; iban de un lado a otro, regresaban, se inclinaban al suelo, en donde pegaban el oído como si quisieran oír los pasos de los antípodas. Pálidas, esqueléticas y llorosas expresaban en sus tristes caras y en sus ojos, que brillaban de fiebre, la ansiedad más vehemente. Cuando se aproximó nuestra galera, dieron todas un aullido y corrieron al borde del carámbano para mirarnos con ojos de locura y de dolor.

—¡Son las novias difuntas que buscan a sus amantes infieles! —murmuró mi compañera.

—¡Oh, ninfa misteriosa! —la dije—, ¿a dónde me llevas?, ¿terminará acaso esta lúgubre peregrinación en el país de la Muerte?

—No —me respondió—, ¡vamos al país de la viñeta! —Y seguimos.

Llegamos a un mar amplio, negro como de tinta china, un mar libre sin bloques de hielo. La naturaleza parecía reanimarse, volver a latir con la vida exuberante de los trópicos. Lejos se veía una isla parda, coronada por penachos de abundante vegetación. La faz de mi guía se animó; con mano ágil hizo en la vela la maniobra necesaria para que el esquife se dirigiera a la isla. Por todas partes se observaba el regreso la vida; pero, no a la vida natural, sino a una vida nueva, desconocida y extraña. El color del cielo era rojizo semejante al tono que colorea los párpados, cuando, cerrados los ojos, se aproxima una luz a la membrana. Las aves que cruzaban el espacio eran muy raras: tenían cabezas de sierpes y por colas y alas ramos de lis. Llegamos a una costa en que las peñas eran de cristal opaco. Desembarcamos, y a poco nos hundimos en un bosque de hongos gigantescos, que vertían sangre cuando se les hería en el tronco; las flores y los frutos eran animados, y las panzas de los árboles se agitaban como a impulsos de la respiración. No menos curiosos eran los animales; además de los centauros, faunos, esfinges e hipogrifos, observé otros muchos seres híbridos: perros cubiertos de hojas y con las extremidades de aves palmípedas, serpientes con cabezas humanas, salamandras que comenzaban siendo campánulas. Había violetas, heliotropos y camelias aladas que, como mosquitos, chupaban, no el jugo y néctar de las flores, sino la sangre-savia de lodos aquellos animales ambiguos de ornamentación. En un bosque de tulipanes grandes como hoteles, vi seres humanos que paseaban sobre los pétalos: eran mujeres, las mujeres más idealmente bellas que se puede concebir, envueltas en tules de rocío hilado. Sus carnes eran como de marfil y nácar blandos, sus ojos azules dirigían miradas candorosas y angelicales, sus labios parecían impregnados en la sangre de las granadas, y sus cabelleras, rubias como el jerez pálido, descendían en apretadas guedejas hasta más abajo de los muslos… Apenas me vieron me rodearon con adorable gracia y ternura. Sus inocentes caricias, desprovista del menor impudor, me causaron un placer purísimo de niño acariciado por los serafines; sentí por una de ellas un amor típico, sin deseos, sin turbaciones, una especie de amor apasionadamente místico e inefable, que me habría hecho quedar allí una eternidad si mi guía no me hubiera arrancado violentamente de mi éxtasis tirándome de un brazo a la vez que las miraba con despreciativa sarna.

—¿Son los ángeles esos seres divinos? —la pregunté suspirando.

—No —me respondió con irónica sonrisa—; son mujeres sin sexo… su amor es el amor del Limbo, desgraciado.

Substraído por mi guía de la influencia de esos seres, llegamos a una llanura cubierta de polvo y arena de oro, en el centro de la cual había un disco de plata bruñida enclavado al suelo. Entonces el guía volviose a mí y quedé deslumbrado: su rostro había adquirido la belleza ilustre y triunfadora de Helena, y de sus ojos de admirable brillo salía un fuego de orgullo divino, a la vez que de compasión y complacencia; me encontré turbado y caí de rodillas mientras ella me decía:

—Mírame… Yo soy el Amor con todas las energías… yo soy la eterna pasión con todos sus misterios de placer y de vida. Yo soy el delirio loco del amor de las almas vibrando en los nervios más sutiles y en la más pequeña gota de sangre viva… Ámame, que yo soy el Supremo Espasmo, en la doble ventura de las almas y de los cuerpos… Mírame, tal como en la aurora del mundo nací en el Egeo… ¡Yo soy la Forma Pura, la Belleza Inmortal!

Sus blancas vestiduras cayeron, y quedó ante mis ojos deslumbrados desnuda, alba, sublime, triunfal… Se inclinó sobre mi frente y besó mis labios. ¡Oh, divina Afrodita! Quise estrecharla en mis brazos para morir allí, y la diosa retrocedió y se elevó al cielo lentamente. Su cuerpo níveo y moldeado, como jamás lo fuera cuerpo de mujer, se deshacía en el espacio como si fuera de niebla y se descongelara. Yo avanzaba angustiado, sin mirar el camino, con los brazos extendidos, loco, hipnotizado por la sublime visión…

—¡Adiós, espérame, que algún día nos volveremos a ver… adiós! —me dijo.

Di un salto desesperado y logré coger un rizo de sus cabellos, que quedó en mis manos. Pero había puesto el pie, al caer, en el disco de plata, en el Polo del mundo. Mi cuerpo, adherido al disco por extraño magnetismo, se puso a girar vertiginosamente. Sentí un mareo agudo, y en mis angustias veía a mi amada perderse en el éter, mientras el carro de la Osa y el Boyero describían en torno de ella pequeños y rápidos círculos. El dolor en mis sienes era cada vez más agudo, una nube sangrienta cubrió mis ojos y caí desmayado en el momento en que, desde la Estrella Polar, venía hasta mí el último adiós de la inmortal Afrodita.

V

Estaba sentado junto a mi escritorio, tenía en las manos un rizo de los finos cabellos de Leticia, sobre mi escritorio estaba un ejemplar de una vieja edición de la Cosmographia de Munster, abierto en un final de capítulo engalanado con una viñeta; en frente de mí, el retrato al óleo de la implacable amada difunta, cuyo amor me perseguía hasta en mis ensueños. Allí estaba ella, la triunfadora anémica, la pálida e inolvidable, mirándome con esa mirada bondadosa y apacible de animal doméstico.


Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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