El Hijo Pródigo

Clemente Palma


Cuento


A don Miguel de Unamuno


Néstor, el pintor Néstor, tan conocido por sus extravagancias, nos refirió un día en su taller la idea que había concebido para pintar un gran cuadro, El hijo pródigo, que fue excomulgado y, sin embargo, obtuvo un gran éxito por la maestría en la ejecución, la novedad y rareza de la factura, y, sobre todo, por la extravagancia o humorismo de la composición, que agradó hasta el entusiasmo a los exquisitos del arte, a los gourmets del ideal, a los hijos trastornados de este fin de siècle que, fríos e impasibles ante los lienzos del periodo glorioso del arte, vibran de emoción ante las coloraciones exóticas, los simbolismos extrañamente sugestivos, las figuras pérfidas, las carnes mórbida y voluptuosamente malignas, los claroscuros enigmáticos, las luces grises o biliosas y las sombras fosforescentes, en una palabra, ante todo lo que significa una novedad, una impulsión será que mortifique el pensamiento y sacuda violentamente nuestro ya gastado mecanismo nervioso. Y de todo esto había en El hijo pródigo.

Figuraos que el hijo pródigo era, ni más ni menos, Luzbel, el Ángel Caído, el Maligno, cuyas maldades provocaron la cólera del Padre Eterno y el terror y la execración de la Humanidad; ese Maligno, que llevó visiones infamemente voluptuosas a los ojos del anciano San Antonio en su retiro de la Tebaida, que enciende las malas pasiones de las hombres y atiza en el alma de las mujeres las pequeñas perfidias y las bajas que turba los cerebros, que juega inicuamente con los nervios y produce las exacerbaciones más concupiscentes, las irritaciones más libidinosas.

Sólo un loco, un desarreglado, podía tener la idea de hacer de Satán el protagonista simpático de un cuadro; sólo un desequilibrado, un neurótico podría tener la idea de arrancar al Rebelde de su mansión detestable para conducirle al cielo, interesante y hermoso, con los mágicos recursos del colorido y de la expresión.

Néstor nos mostró infinidad de bocetos de su cuadro y fragmentos en los que estudiaba una actitud, la expresión de una faz o un detalle importante. Repito, la idea era execrable, diabólica. ¡Luzbel redimido!, ¡Luzbel regresando al Cielo!, ¡Luzbel, como el hijo pródigo, volviendo al seno de su padre! ¡Qué horror! Bien hizo Su Ilustrísima en conceder Néstor el triste honor de ver excomulgado su cuadro. Lo que no obstó para que fuera de una ejecución maravillosa.

He aquí cómo nos historió Néstor su cuadro, que encerraba una teología infernal. ¡Nos horrorizó!…

* * *

Siempre he creído que Luzbel será algún día rehabilitado y conducido en hombros al Cielo por la Humanidad. Durante miles de siglos ha vivido desterrado de la gloria, y su sitio, a la diestra de Dios Padre, ha sido indebidamente ocupado por alguien que representa un principio inferior (la humildad, la mansedumbre indudablemente significan fuerzas pasivas, inferiores las fuerzas activas de la rebeldía y el orgullo), por alguien que no ha cumplido sus ofertas de felicidad y salvación, por alguien que tuvo la vanidad de creer que con su altruismo evangélico podría hacer una revolución moral que arrancara a la Humanidad del mal, rompiendo los lazos que la unían a las manos de Luzbel. No cumplió: el triunfo de sus doctrinas fue aparente. Jesús reinó, pero no dominó, desgraciadamente… ¿Por qué? Fue una simple cuestión de estrategia filosófica y más que filosófica, fisiológica. El ángel caído aceptó la lucha y con la lucha ha crecido su poder. Jesús subió a las cumbres luminosas del alma, coronó las alturas de la vida moral; Luzbel descendió a los sombríos misterios de la carne, a los rojos abismos de la sangre, a los intrincados laberintos de los nervios, y con esta astuta estrategia pudo manejar los verdaderos y ocultos resortes de la vida. No importa que la filosofía evangélica de la caridad alumbre vivamente desde el Calvario los sistemas éticos más grandes de la Moral moderna. ¿Qué importa que el caudaloso río de la moral cristiana envuelva entre sus aguas el pensamiento moderno? No; lo que importa es ese hilito de agua corrosiva que tiene sus fuentes en la carne, se ramifica por todos los filetes nerviosos y remata en los sentidos; lo que importan no son los grandes sistemas filosóficos, no; son esos pequeñitos móviles, esas pequeñitas y sucesivas aspiraciones, esos pequeñitos deseos, esos pequeñitos ideales, esos pequeñitos instintos, esas pequeñitas voliciones, esos pequeñitos actos sin trascendencia aparente, en una palabra, todo aquello que no tiene fuerza cohesiva para formar un sistema filosófico, un cuerpo de especulaciones, porque fluctúa entre la lucubración abstracta, la sensación deleitable y la pasión instintiva. Y, sin embargo, todo eso constituye la filosofía íntima, la filosofía de cada uno, la filosofía activa, la filosofía sin palabras, la filosofía inconsciente. Eso es lo que maneja Luzbel. Ese arroyito nervioso es el Océano turbulento que boga, con la proa al Infierno, la triunfadora flota de Satán. Desde allí reina y domina con todo el imperio de un emperador absoluto, a pesar de la religión y de las doctrinas de los moralistas; desde allí es el verdadero padre y señor de los cuerpos y de las almas todas, aunque éstas se cubran con la blanca veste de la milicia cristiana; de allí imprime en todos los hombres la huella de su formidable garra… En vano la caridad, el ascetismo y la fe, en vano; en vano la pugna del espíritu para escapar a la caricia de esa mano candente: nada, ni los santos escaparon. Al que fue casto, tentó el orgullo; al caritativo, la gula; al severo moralista adormeció la indolencia física: al incendiado por la fe más ardiente, manchó la ira ciega la intransigencia apasionada, y en casi todos hizo Luzbel fulgurar la purpúrea llama de la sensualidad, que chispeaba bien como extravío, locura o debilidad de las carnes mortificadas, maceradas, aniquiladas por la penitencia, el tormento o el ayuno; bien como una incontenible efervescencia como una gran palpitación de la vida en los cuerpos robustos. Todos, todo con esclavos del pecado físico o ideológico, todos vasallos de Luzbel, aunque el pensamiento se eleve por las regiones celestiales, aunque las almas se alleguen en las claridades prístinas de la contemplación mística o se sumerjan en las misteriosas penumbras de la metafísica teológica. ¡Oh, la pureza de pecado, la emancipación del vasallaje satánico es imposible! ¡Entre la Pureza y nosotros está, interceptando las radiaciones divinas, la enorme ala abierta del Rebelde triunfante!…

Luzbel había sido el hijo predilecto de Dios: de ahí su espantoso poder sobre la Creación. Dios, como buen padre, amaba a su hijo; estaba orgulloso de ver en él esa rebeldía infinita, esa altivez indomable propia de un Dios. Más que un castigo fue una prueba la que le impuso. Pasaron un millón, cien, mil millones de siglos, y el hijo expulsado no tuvo un segundo de desmayo, de debilidad, de arrepentimiento. ¿Él odiaba a su padre? No. Le amaba; precisamente porque le amaba no cedía: ceder era renegar de su estirpe, era anonadar de un golpe la Creación de su padre, era hundir en el nirvana obscuro las aspiraciones de perfección de la Humanidad y el Universo. Luzbel sabía que toda la Gloria de su Padre divino la sostenía él sobre sus hombros malditos. Todo el Cielo descansaba sobre sus dos brazos fornidos: el derecho, el Mal; el izquierdo, el Dolor. Luzbel amaba a su padre. El Universo entero tendía a Dios porque él, el Mal; él, el Dolor: él, Satán; él, el Maligno; él, el Rebelde; él, el Expulsado; él, el Bajísimo, aguijoneaba, pinchaba, tentaba, mortificaba, hería a la Humanidad, y como expresión de ese sufrimiento surgía el himno de adoración, la súplica de misericordia, la plegaria sempiterna de dolor, la oración palpitante de fe y de esperanzas de todos los doloridos, de todos los que se retorcían en la tierra atenaceados por Satán, de todos los que alzaban las manos al cielo en la aspiración de la felicidad suprema. Luzbel amaba a Dios; era el Divino Pastor, que hincando los ijares de la manada humana la conducía al Cielo. Él era el padre de la actividad y el esfuerzo, porque él era el padre del Dolor y del Mal. Lubrificaba las almas, las bonificaba para la conquista de las alturas excelsas. Luzbel amaba a su padre, por eso su maldad era infinita y su obcecación fue indomable; por eso pasaron millones de siglos y él seguía tan altivo, tan orgulloso, tan resuelto como el primer día, como el día del castigo en que los arcángeles blandieron flamígeras espadas, y le expulsaron de la Diestra de Dios Padre y le despeñaron en las tenebrosidades del abismo.

Luzbel estaba probado y había llegado el momento del perdón. Jesús mismo, el que luchó con él cuarenta días en el desierto, le perdonaba el haber vencido después en la campaña entre la carne y el alma. Jesús, las vírgenes, los santos, los ángeles, arcángeles, serafines, dominaciones, tronas y demás potestades que forman la blanca jerarquía, dijeron al Padre:

—Padre común, que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre, te suplicamos que venga Luzbel a tu reino, y así como nosotros perdonamos a nuestros ofensores de la tierra, perdona tú, ¡oh, Padre amantísimo!, a Luzbel en el Cielo.

El Buen Dios le había perdonado; le perdonó desde el momento de la prueba, y a la plegaria de sus hijos quiso manifestar ostensiblemente su misericordia infinita para con el predilecto, para con el hijo que más se asemejara a él, para con el hijo que con la infinidad de su orgullo ponía en relieve la Divina Grandeza de su estirpe. Y Luzbel, no domado, volvió al seno de su padre. ¡Hacía tanto tiempo que los resplandores de la gloria no herían sus ojos hechos ya para las tinieblas; como los de ciertas aves nictálopes!… Conmovido, pero altivo siempre, siempre orgulloso, recibió el beso del perdón, sin que su faz revelare ni asombro ni enternecimiento…

Y se sentó a la Diestra de Dios Padre. Y desde allí miró en torno suyo. Y una sonrisa triunfante alborozó su alma sin que subiera a sus labios: su mirada penetrante veía bajo las albas y luminosas túnicas de los santos, mártires, ascetas y demás que fueron en la tierra ejemplos de virtudes, vio, repito, la huella rojiza de su mano candente, impresa en el momento de la tentación voluptuosa o de la efervescencia de alguna pasión atizada por él… Y ni el Omnipotente ostentaba el blanco deslumbrador de las almas absolutamente puras… Y sólo una mujer se alzaba prístina e inmarcesible: la Virgen Madre… Y no hubo ya más distinción, ni de forma ni de esencia, entre el Bien y el Mal, entre la Virtud y el Pecado… Y fue el Gran Cataclismo de la Creación: faltando Luzbel en el Universo, el Universo murió: le faltaba el alma… Y volvió a ser la Nada…


Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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