La Instrucción del Pueblo

Concepción Arenal


Tratado, Ensayo, Política



Introducción

Hay en España gran número de personas que más o menos abogan por la instrucción; pero son pocas las que se penetran bien de toda su importancia, y menos aún las que están dispuestas a contribuir eficazmente a que se generalice. Sucede con ella algo parecido a lo que con la religión acontece: son más los que la invocan que los que la practican. La conveniencia de la instrucción empieza a comprenderse; la necesidad todavía no, por regla general. Las pruebas de esto son casi tantas como los hechos bien observados que al asunto se refieren, y ya se mire abajo, en medio o arriba, se hallará por lo común muy bajo el nivel de la enseñanza y la consideración que merecen hoy los que enseñan: para convencerse de uno y otro basta examinar un niño que sale de la escuela, un mozalbete que sale del Instituto, un joven que sale de la Universidad, y tomar nota de los sueldos que tienen los maestros, desde el de primeras letras hasta el que explica las asignaturas del doctorado.

Un título académico da derechos, no seguridad de la ciencia del que le posee, que sólo por excepción corresponde a los certificados obtenidos; y en cuanto a retribución, el profesorado parece que puede incluirse en aquellos modos de vivir que decía Larra que no dan de vivir. No está anticuado el antiguo dicho de tienes más hambre que un maestro de escuela, y los de Instituto y Universidad, en su gran mayoría, no pueden sostenerse con sus sueldos, a menos que no renuncien a formar una familia y tengan en sus gastos una parsimonia rara en la época, o busquen en otras ocupaciones con que llenar el vacío que el mezquino jornal deja en su presupuesto. Esta necesidad en que se los pone rebaja indefectiblemente el nivel intelectual, porque hoy el maestro no puede ser más que maestro, y no hace poco el que buen maestro es. Antes pasaban años y años sin que las ciencias dieran un paso; ahora caminan rápidamente: el profesor necesita tener periódicos científicos, comprar libros, estudiar siempre y mucho si quiere estar al nivel de los conocimientos de la época y no quedarse en un retraso lamentable: basta, a veces, ignorar las últimas publicaciones para decir en cátedra un gran disparate. En cualquiera ciencia puede suceder que, si se cita como autoridad un libro de fecha no reciente, hay quien contesta: «¡Eso se escribió hace treinta años!» con un tono que no parece sino que se alega un texto de tiempos prehistóricos. Antes, el que cultivaba una ciencia se limitaba a ella; ahora se va viendo el enlace y las relaciones de todas, y no sabe bien ninguna el que no sabe más que aquella sola. Si Hipócrates decía en su tiempo ars longa, vita brevis, ¿qué diría hoy, en que se suceden los descubrimientos y las publicaciones con tal rapidez que no basta la vida para estudiar bien una rama cualquiera del inmenso árbol de los conocimientos humanos?

Resulta que el profesor no puede ser más que profesor, y que para serlo del modo debido necesita medios materiales que se le niegan; que la retribución que se le asigna, y a veces no se lo paga, es insuficiente, no sólo para adquirir los medios indispensables de ilustrarse, sino para su sustento material; que la consideración que merece está en armonía con el sueldo que cobra; que la alta misión del maestro se convierte en un via crucis, por donde caminan sólo los que tienen espíritu de inmolación y de sacrificio; que, como este espíritu no puede animar a todos los que tienen aptitud para la enseñanza, muchos se retraerán de ella; que la consecuencia de todo esto es rebajar el nivel intelectual del cuerpo docente; y, en fin, que la opinión pública, no preocupándose de semejante estado de cosas, prueba que no da al saber importancia, ni considera la instrucción como una necesidad.

Si se pidiera para las eminencias del profesorado lo que se concede a las de la milicia o la magistratura, ¿qué se diría? ¡No pareciera pequeña extravagancia proponer que un profesor pudiese llegar a tener el sueldo de un presidente del Tribunal Supremo o de un capitán general! Cuando se califica de extravagancia la justicia, se está bien lejos de ella; tan lejos como parece estar España de comprender que la cuestión de enseñanza es una gravísima cuestión social.

No somos de los que tienen fe en profecías pavorosas y desesperadas, o ven el porvenir en forma de volcán, de abismo o de caos. Creemos en el progreso humano; el mundo moral tiene leyes, mas dentro de ellas han sucedido y pueden suceder cosas bien terribles, trastornos que no son el aniquilamiento, pero sí el dolor y la culpa en un grado que impresiona profundamente la conciencia recta y el corazón compasivo.

Consignemos algunos hechos.

Las aspiraciones son cada vez más insaciables; todos quieren ser mucho y quieren ser más; ¿quién se contenta con lo que fue su abuelo o su padre?

Esta ansia de mayores bienes se une a la propensión a no calificar así sino los materiales.

Los bienes del espíritu se multiplican a medida que son más los que participan de ellos; los materiales tienen limitaciones que no puede traspasar el más vehemente deseo. Una verdad es toda para todos; un elevado sentimiento crece con el número de los que participan de él; las monedas de un saco tocan a menos cuanto son más aquellos entre quienes se reparten.

Los bienes del espíritu, además de este poder de multiplicación, tienen el de abstracción y de independencia, de tal manera que dependen en su mayor parte del que los quiere y los busca, mientras los materiales están sometidos a circunstancias exteriores, a voluntades ajenas, y con frecuencia esclavizados. El que cifra su bien en el amor de Dios, de la humanidad o de la ciencia, lleva dentro de sí los principales medios de alcanzar este bien, que la fuerza mayor de ninguna tiranía puede arrebatarle: nadie podrá impedir que sea religioso, sabio, caritativo. Pero el que hace consistir su dicha en poseer cierta extensión de terreno o cierto número de monedas, la pone bajo la dependencia de los hombres y de las cosas. La sequía, la inundación, la borrasca, el terremoto, la guerra, la inesperada paz, el atraso de una industria, la invención de una máquina que hace variar los procedimientos de otra, un comerciante que quiebra, el filón de una mina que se agota, la Bolsa que sube o que baja, un mercado que se cierra o que se abre, un artículo del Arancel que se varía, un protector que ya no protege, un cálculo errado, la maldad de un hombre, una revolución política, un cambio de Gobierno; ¿quién sabe el sinnúmero de circunstancias que pueden destruir el bien del que le hace consistir en cosas materiales?

Con esta dependencia material —en algunos casos podría decirse bruta— de las cosas exteriores coincide la independencia y hasta la rebeldía contra las influencias que llamaremos espirituales, en el sentido de que obran sobre el espíritu. El precepto religioso, el mandato de la ley, la disposición del Gobierno, la autoridad del superior, cualquiera que él sea, han perdido su prestigio en todo o en parte, y la sumisión, cuando existe, procede más bien de hábito o idea de necesidad que de justicia; es mecánica, no sentida ni razonada.

Los elementos sociales están en estado de mezcla, más bien que en el de combinación: todas las clases tienen quejas para con las otras, cuando no rencores; parece que ninguna cumple con su deber, y ni aun se hallan de acuerdo al definirle.

La división más profunda es la que existe entre pobres y ricos; la necesidad material los aproxima, y la disposición del ánimo los aleja. El amo deplora la necesidad de tener servidores; el criado la de servir. El industrial enumera las exigencias absurdas y los vicios de los obreros; éstos se dicen explotados por el capitalista de una manera inicua. El señor de la tierra se irrita de que le paga mal el colono, que le acusa de exigirlo una renta excesiva. El soldado murmura de la tiranía del jefe, el oficial truena contra el espíritu de indisciplina de la tropa. Los pobres y los ricos, cuando no se revuelven iracundos, se miran de reojo, se ven por el lado de sus defectos, son maliciosos, desconfiados, suspicaces, injustos, en fin, mutuamente; y así marchan superpuestos bajo la presión de la necesidad, pero sin que haya combinación armónica, imposible mientras exista tan profundo desacuerdo en el estado de los ánimos. El ideal no es armonizar las clases, sino suprimirlas; hablar de paz y de amor parece hipocresía o ilusión, y aconsejar paciencia, insulto.

Dentro de una misma clase hay desacuerdos entre la mitad de las personas que de ella forman parte, y la otra mitad. Como el pobre ha perdido el respeto al señor, la mujer ha empezado a perder el respeto al hombre; le han hablado de igualdad y de privilegio, de tiranía y de emancipación, de abyección y de dignidad; le han dicho que las leyes son injustas, los hombres opresores, y que ella es merecedora de más dichosa suerte y debe aspirar a sacudir el yugo. Que esta voz sea del Señor o de la serpiente, ella la ha escuchado. El legislador la escucha también alguna vez; hay contradicciones entre las leyes que a la mujer se refieren, entre las leyes y las costumbres y las ideas; de todo lo cual nacen antagonismos en el hogar doméstico que aumentan los de la plaza pública, y conflictos que adquieren grandes proporciones, cuyo ignorado origen es la relajación de la disciplina del hogar, que no se sustituye por la armonía.

El temor inspira desalientos y prepara violencias, ya en unos, ya en otros, y, tan mal consejero como el hambre, es oído por los que la tienen y por los que no.

Como una clase no cree en la abnegación de otra, el egoísmo parece justificado y no tiene límites.

El medio saber de arriba y la ignorancia de abajo se combinan con las pasiones y los egoísmos de todos, y favorecen el error y el escepticismo. El hombre rudo ha oído afirmar magistralmente al bachiller que no hay Dios, que hay derecho al trabajo, que la otra vida es una quimera, y la dicha en ésta puede ser una realidad, que no se habla de otro mundo sino para contener a los que sufren en éste; el hombre rudo ha visto al semidocto reírse de las cosas santas, y no hay cosa más contagiosa que la risa; el hombre rudo se ha hecho descreído en religión y crédulo en economía política; concede a Proudhon la fe que niega a Jesús, y burlándose de los milagros pasados cree en los futuros.

El poder que sujeta a las multitudes tiene las intermitencias de la rebelión, y el desdén que las humilla es interrumpido por las vicisitudes políticas. Un día el obrero legisla por espacio de cuarenta y ocho horas desde la barricada; otro recibe, pidiéndole el voto, la carta de un gran señor que se había olvidado que no sabía leer, o se ve adulado por el demagogo. Estos recuerdos dejan en su ánimo gérmenes de rebeldías niveladoras y de soberbias: los fuertes no son invulnerables cuando han caído; los elevados no son inaccesibles, puesto que en ocasiones descienden, y a él le han convencido sus tribunos, no sólo de que le asisten derechos que ignoraba, sino que tiene cualidades que no creía tener. Y como esto es en parte cierto, como él no sabía todos sus derechos ni el mérito de cumplir algunos de sus deberes, no es difícil hacerle creer en derechos imposibles y darle la soberbia de virtudes de que carece.

Ha dicho madama Staël que la resignación es un elemento indispensable de orden. Nosotros lo creemos también; porque, mientras haya dolor, lo mejor que pueden hacer las colectividades, como los individuos, es resignarse con él; el que se desespera, le aumenta en vez de remediarle si tiene remedio, o de suavizarle si tiene lenitivo. La resignación es religiosa o filosófica; viene de las creencias o del discurso, o bien de entrambos, si el desesperarse parece tan absurdo como impío. Lo que es de desear, es resignarse por razón o por fe; lo que es de temer, es desesperarse por falta de fe y de razón.

Hay un mínimum de resignación como de justicia, que no falta a ninguna sociedad que vive, pero enferma la que llega a este límite, y debe estar cerca de él nuestra sociedad actual. La resignación religiosa disminuye, la filosófica no crece en proporción, y la armonía de entrambas hasta formar una sola parece estar aún lejos, muy lejos. Los síntomas de este mal son muchos, pero el más significativo es la frecuencia de los suicidios y la clase de los suicidas. Antes no se suicidaban más que los señores; ahora los pobres también abrevian su vida: tan insufrible les parece. Como el dolor físico rara vez determina el suicidio, se deduce claramente que el dolor moral ha descendido hasta las últimas clases, o que los consuelos faltan, o entrambas cosas a la vez, que será lo más probable. Es lo cierto que la masa tiene terribles palpitaciones, gritos desgarradores, lágrimas de fuego que la abrasan, sed que imagina no poder apagar sino con su propia sangre. Se suicidan las criadas, los soldados, los ancianos y hasta los niños. La masa siente ya, a veces siente mucho, pero piensa, cree y espera poco; de modo que, cuando la resignación es más necesaria, se hace más difícil.

De todos estos hechos resulta que no hay más que armonías aparentes y equilibrios inestables. Pensando poco, sorprenden tantas crisis económicas y políticas, tantos trastornos que llegan como las nubes tempestuosas sobre el que tiene un horizonte muy limitado, y no las ve hasta que descargan; observando con atención, admira más bien que las convulsiones no sean más frecuentes.

La vida de los pueblos, como la de los hombres, pasa por circunstancias más o menos difíciles; y aunque debemos prevenirnos contra la propensión que hay a mirar el tiempo en que se vive como el peor, y contra la exageración de pensar que nuestra época tiene peligros y males nunca vistos; sin desconfiar de la Providencia, sin quejarnos de que marque esta hora para nuestro paso sobre la tierra, y aun dándole gracias porque nos haya enviado a luchar con el huracán, más bien que dejarnos languidecer en la malaria de los pantanos pestilentes; sin pesimismo, ni desaliento, ni rebeldía, ni exageración, se puede afirmar que suceden cosas graves en esta sociedad en que vivimos, donde se encarece la urgencia de resolver problemas que aún no están bien planteados.

Cada época tiene sus peligros y sus medios de conjurarlos, sus dolores y sus consuelos, sus culpas y sus penas. La pena sigue a la culpa como la sombra al cuerpo; es la gran ley que se cumple sin la intervención del hombre, pero su voluntad y su entendimiento influyen para disminuir el peligro y dar más eficaz consuelo al dolor.

Hoy, en España, ¿qué remedio puede emplearse contra los males que nos afligen o nos amenazan? Ninguna dolencia social puede combatirse con un remedio solo; pero si se nos pidiera que señaláramos uno nada más, aquel que juzgásemos de mayor eficacia, responderíamos sin vacilar: LA INSTRUCCIÓN.

No vemos más medio para que el crecido salario del obrero deje de corromperle que darle con la instrucción gustos racionales, en vez de que ahora no comprende más que el hartarse de carne y de vino, u otros peores.

No vemos más medio para que el capital, el trabajo intelectual y el manual se distribuyan los productos de una manera equitativa, que cultivar la inteligencia del obrero; porque, digase lo que se diga y hágase lo que se llaga, mientras sea bruto le tratarán como tal; será explotado, y después de la rebelión, como antes, y aun más que antes, tendrá hambre.

No vemos más medio de combatir eficazmente los absurdos económicos que popularizar las verdades de la economía política, las leyes de la producción: por desconocerlas absolutamente se pide al despotismo que haga veces de libertad, a la violencia los frutos de la armonía, al socialismo lo que debe ser obra de la asociación.

No vemos otro medio de calmar esas efervescencias, que tienen origen en aspiraciones a lo imposible, que manifestar que lo es, que responder con números y demostraciones a los sofismas y a los sueños. Los curanderos sociales, como los otros, no hacen fortuna entre gente que sabe anatomía y fisiología. Generalícese el conocimiento del organismo social, y se evitarán los peligros del más absurdo empirismo.

No vemos más medio de combatir eficazmente la inmoralidad brutal de abajo, y sensual y refinada de arriba, que oponerse a la preponderancia de los sentidos cultivando las facultades más elevadas, llevando al espíritu una parte de la actividad excesiva que hace fermentar la materia.

No vemos otro medio de combatir eso que se llama la frivolidad de la mujer, su sed de lujo, la importancia que da a las cosas pequeñas, el desconocimiento de las cosas grandes, los extravíos de la veleidad inquieta de su hastío, los peligros de su actividad que no se dirige, las monstruosidades de su desesperación, ni las ignominias corrupturas de su envilecimiento; no vemos defensa contra tantos enemigos sino en la instrucción.

No vemos medio de purificar las corrompidas costumbres si no se levanta el nivel moral e intelectual de la mujer, si no se le da con la instrucción más dignidad y más medios de procurarse el sustento y vivir honradamente.

¿Y la religión? ¿No puede contribuir a que se remedien estos males? ¿No puede calmar impaciencias, aplacar iras, sostener desfallecimientos, enfrenar ímpetus desordenados, purificar torpezas, calmar la sed de lo infinito, el ansia de la duda y las torturas del dolor? Sí, a todo esto puede coadyuvar la religión; pero ¿cómo se avivará el sentimiento religioso, tan aletargado que en ocasiones se diría muerto? Cuando da señales de vida, ¿no aparece, por lo general, como planta que ni se eleva mucho, ni arraiga profundamente? No dejándose fascinar por ilusiones ni engañar por hipocresía, ¿es posible desconocer nuestra indiferencia en materia religiosa? Obsérvese bien el salón y el cuartel, el hospital y el presidio, el templo y la plaza pública, la cátedra y el taller; penétrese después en la vida íntima de los hombres de todas las posiciones sociales, y se tendrá el convencimiento de cuán extendida se halla la indiferencia religiosa. Para combatirla, ¿pediremos favor a las tinieblas? ¿Buscaremos como aliada a la ignorancia? ¡Ah! Si los ignorantes fueran creyentes, viva sería la fe en España; pero la incredulidad no es ya docta; y si algún día la falta de luz hizo a los hombres tímidos y vacilantes, hoy la obscuridad engendra monstruos, irrita, impulsa a movimientos que, como ciegos, son insensatos y temibles.

Hoy se niega como antes se afirmaba, sin pensar, y se llega a la negación sin pasar por la duda; la incredulidad no es sistemática, es epidémica: está en el aire que se respira, y los hombres se sienten acometidos de impiedad como del cólera, y se burlan de las cosas santas, no con satánica risa, sino con carcajadas de loco.

El labriego o el artesano, que a veces viaja en ferrocarril, y a veces tiene voto para elegir diputados o concejales, que acaso sabe mal leer y escribir, y acaso lee papeles que fuera mejor que no leyera; el labriego o el artesano, aunque se codea en la estación y en el colegio electoral con los señores y con los doctos, y aunque ha oído afirmar la igualdad y negar la religión, y aunque no sea ya tímido ni respetuoso, sino osado e irreverente, si se le interroga sobre las cosas graves que importa más saber, ¿no es tan ignorante como el siervo que pegado al terruño recibía respetuosamente la orden del señor y la bendición del obispo? Si no acata el precepto religioso, no es porque piensa y sabe los motivos de su rebeldía y de sus negaciones, sino porque vive en un tiempo en que la falta de instrucción se armoniza perfectamente con la falta de fe.

Se ha dicho que poca ciencia aparta de Dios y mucha acerca a él, mirando sin duda la sociedad por arriba; pero viéndola por abajo se comprende que para apartarse de Dios no se necesita ciencia poca ni mucha; basta ignorancia y pasiones cuando el desdén de las cosas santas se ha hecho contagioso.

¿Cómo se ha llegado aquí? No es de este lugar investigarlo, sino consignar que aquí estamos, que tenemos masas ignorantes y descreídas que no recibirán la fe de la autoridad, y a quienes hay que elevar a la idea de Dios por razón, apoyada en el sentimiento religioso, que, aunque aletargado, no se halla extinguido en la mayoría de los hombres. Los incrédulos, absolutamente ignorantes como los semidoctos, necesitan aprender, aprender mucho. El maestro hoy, si cumple bien, ejerce funciones sacerdotales; el sacerdocio, si ha de llenar su misión, tiene que ser un cuerpo docente, y el Salvador dice hoy a nuestro entendimiento y a nuestra conciencia como decía a sus discípulos: Id y enseñad a las naciones.

El apostolado de hoy no puede ejercerse magnetizando a las masas para convertirlas; es preciso convencer a los individuos. Se acabaron o están acabándose los tiempos de la fe ciega; hay que sustituir la venda que le tapa los ojos por instrumentos de mucho poder, para que su mirada penetre en la eternidad y en el infinito. Este medio, se dirá, es difícil, lento, penoso; no diremos que sea fácil, pero nos parece el único; y cuando para un viaje necesario no se ve más que un camino, sea largo o corto, fuerza es marchar por él.

Hay que enseñar a los de abajo, de en medio y de arriba; hay que enseñar mucho a los hombres todos para que sean morales, religiosos, y tan perfectos y felices como es posible dentro de la naturaleza humana. Hay que enseñar. Recordamos y repetimos estas palabras de Guizot:

Je dis il faut. Se ha dado un paso inmenso en un gran designio si se considera el éxito como indispensable, como vital. El convencimiento de la necesidad da a aquellos a quienes place mucha fuerza, y a los que contraría mucha resignación.

Si nos convencemos de que la instrucción es absolutamente necesaria, esta idea dará energía a nuestra voluntad concentrando su poder. Procuraremos que tal sea la disposición de nuestro ánimo al estudiar el importante problema de la enseñanza obligatoria: en un asunto grave, como en un templo, se debe entrar con el espíritu recogido, porque el error voluntario ofende a Dios, que es la verdad.

Capítulo I. Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria

El ideal de una sociedad sería que todos los individuos que la componen, comprendiendo perfectamente sus deberes, los cumplieran sin coacción alguna, de modo que no hubiese necesidad de leyes, ni de tribunales que las aplicasen, ni de fuerza pública para apoyarlas. En este caso no habría distinción entre el deber moral y el deber legal, siendo entrambos igualmente obligatorios, y voluntariamente aceptados y cumplidos.

Aunque con menor grado de perfección, todavía tendría mucha la sociedad en que, siendo necesario promulgar leyes, establecer tribunales y apoyarlos en fuerza armada, todo deber moral fuese legal; es decir, que no hubiera acción ninguna injusta que no fuese justiciable.

Lejos estamos de semejante ideal, y la imperfección humana se manifiesta, ya desconociendo el deber, ya negándole la importancia que tiene, ya rebelándose contra él, ya, por último, haciéndole consistir en acciones injustas o en abstenerse de las que no lo son. El grado de cultura, la religión, la organización política, el estado social, modifican la calificación del deber, variándola hasta el punto de que un mismo hecho se condena o se absuelve según el tiempo y el lugar, y aun en el propio lugar y tiempo, según la persona que juzga.

De la movilidad y contradicción de las leyes nada se puede concluir contra la universal eterna fijeza de la justicia, como no se infiere que no brille el sol de que haya ciegos, cortos de vista, personas mal situadas a quienes se oculta, o que le ven a través de prismas que le desfiguran y obscurecen. Los hombres legislan aproximándose o apartándose de la justicia que está sobre ellos fija; y como es una, la variedad en las leyes es una prueba de error, aunque la unidad no lo sea siempre de acierto.

El deber, en su esencia, es también eterno e inmutable; consiste siempre en realizar la justicia como se comprende y en hacer cuanto fuere dado para comprenderla bien; nadie puede obligarse a más, ninguno cumple con menos. Todo hombre está obligado a realizar la mayor suma de bien posible, según las circunstancias en que se encuentra; estas circunstancias pueden hacer variar la forma del deber; la esencia, como hemos dicho, no. El jefe de un Estado culto y el de una horda salvaje; el rey y el pastor, el sabio y el ignorante, el rico y el pobre, el fuerte y el débil, no pueden dar al cumplimiento de sus deberes la misma forma; pero todos tienen una obligación que cumplir, que es realizar la mayor suma de bien posible, según los medios de que disponen.

Dar o recibir, mandar u obedecer, dirigir o prestarse a recibir dirección, aprender o enseñar, obrar activamente o abstenerse, parecen cosas opuestas y pueden no ser más que la diferente forma de una cosa misma: el deber.

Los elementos de las leyes justas son:

Que el entendimiento conozca la justicia.

Que la voluntad quiera realizarla.

Que parezca realizable.

Que se atribuya bastante importancia al hecho a que se refiere para hacerle legalmente obligatorio.

Desde que se conoce la justicia hasta que se quiere, pasa a veces tan poco tiempo que parece una misma operación del espíritu el saber de la inteligencia y el querer de la voluntad; pero realmente son dos, como puede observarse en individuos y aun en pueblos que son más inteligentes que morales.

Sabida y querida la justicia, pasa a ser ley si los que la saben y la quieren no hallan obstáculos superiores a sus fuerzas para realizarla, y si versa sobre un asunto que se considere de bastante importancia para legislar sobre él.

Sin más que enumerar los elementos que entran en la legislación se comprende la necesaria movilidad que ha de tener, porque los cambios en las ideas y en los sentimientos han de reflejarse en las leyes. Esto lo saben todos; pero no son muchos los que se penetran bien de este conocimiento, los que sacan de él todas sus consecuencias y los que las llevan sin vacilar a la práctica con energía de carácter que iguale a la fuerza lógica.

Circunspección para no juzgar la ley ligeramente; estudio detenido de las circunstancias en que se promulgó; análisis de las opiniones que han contribuido a formarla; juicio de cuáles son erróneas; apreciación de lo que hubo o no de inevitable en el error, y de si se ha desvanecido en parte o en todo; conocimiento, en fin, de los motivos justos o injustos que han concurrido a promulgarla, nos parece el medio de conciliar el respeto a la ley y el derecho a protestar contra su inmovilidad, evitando así las rebeldías que tienen razón o pretexto en los servilismos, y el convertir el culto de la justicia en idolatría de la legislación.

Todos respiramos el viento huracanado de las revoluciones, y no es raro que, a sabiendas o sin saberlo, no seamos un poco revolucionarios, si no en el sentido de promover trastornos a mano armada, en el de producir cambios que no están suficientemente preparados. Para escribir un libro no hay que considerar más que la verdad; para promulgar una ley hay que atender a la justicia en principio, y después a aquella parte que es realizable; porque el deber, según dejamos indicado, es en parte relativo a la situación de aquel a quien obliga.

Aquí es necesario hacer una distinción entre los deberes negativos y los positivos: los primeros son absolutos, los segundos relativos. Aquellos preceptos que consisten en abstenerse, en no hacer, se dirigen al sabio y al ignorante, al magnate y al pordiosero, que están igualmente obligados a no atacar la honra, la vida ni la hacienda de otro, quienquiera que él sea. Los deberes positivos dependen de la posición de cada uno, de su saber, de sus riquezas, de su estado, etcétera, etc.

Esta diferencia debe tenerse muy presente al legislar, porque según la ley mande abstenerse u obrar, tenga carácter negativo o positivo, necesita concurso más eficaz de la opinión pública. La ley, para no ser letra muerta, necesita un mínimum de apoyo en la conciencia de los que han de cumplimentarla, y este apoyo habrá de ser mayor cuando tenga carácter positivo, cuando disponga que se ejecute una acción en vez de prohibirla. Así, v. gr., es más fácil hallar obediencia cuando se prohíbe el uso de armas que cuando se manda tomarlas.

Como el primer deber del individuo es no hacer mal, estando después el de hacer bien, las primeras reglas de la colectividad tienen carácter negativo y satisfacen las primeras necesidades que siente cualquiera agrupación de hombres, por escasa que sea su cultura. A medida que un pueblo se civiliza, promulga más leyes con carácter positivo; ya no basta abstenerse, hay que cooperar activamente a la obra social.

Como la ley no es, o no debe ser, sino la expresión de la justicia, hay que conocerla para realizarla, y el deber, antes de ser legal, ha de ser moral; es preciso saber que una acción es justa para hacerla obligatoria, y recurrir hasta a la coacción material para que se realice.

¿Cuándo el deber moral debe convertirse en deber legal? He aquí una época que nadie puede fijar, una medida que desgraciadamente no se tiene o no se usa; lo único que se sabe es que, cuando la infracción de un deber moral parece muy peligrosa para la sociedad, se pena, y el deber pasa a ser legal. Como la regla es mala, las consecuencias no pueden ser buenas; como no se busca lo justo, no se halla lo útil; y con gran daño de la sociedad se ven graves infracciones morales no penadas por la ley, que castiga otras más leves o hechos en que no hay inmoralidad alguna. Mientras el legislador parta sólo de los que cree daños y provechos sociales, por regla general, no podrá aproximarse mucho a la justicia para establecer cuándo el deber moral puede ser exigible legalmente.

Si en vez de la utilidad, que al tratar de realizarla se convierte instantáneamente en egoísmo, se partiera de la justicia, el legislador juzgaría la acción inmoral allí donde puede ser juzgada, donde debe ser corregida, donde tiene su raíz: en el individuo. La medida de su perversidad sería la de su culpa; y aunque no es ciertamente fácil de tomar, no es tan difícil como la de peligros y seguridades sociales. El hombre no apreciará nunca con exactitud absoluta los hechos del hombre; mas para aproximarse a ella cuanto pueda debe emplear la justicia, que es instrumento más perfecto y menos sujeto a error que la utilidad. Cierta cantidad de error ya sabemos que es inevitable, pero en disminuirla cuanto fuere dado consiste la perfección humana.

Si para determinar cuándo el deber moral ha de convertirse en legal se juzgan las acciones por la maldad que revelan, por lo que aumentará si no hallan obstáculo y correctivo, aunque no sea medida exacta será más aproximada; el legislador no añadirá a la imperfección humana el egoísmo humano, y si no logra calificar perfectamente todos los delitos, al menos no los creará; no hará deberes legales los que no son tenidos por deberes morales, poniendo en pugna la ley y la conciencia pública, haciendo delincuentes honrados, contribuyendo eficazmente a confundir las nociones de la justicia.

Definiendo bien los deberes morales, no hay duda que, cuanto mayor sea el número de los que pasan a ser legales, indica más alto nivel en la moralidad. La ley que pena la deshonestidad, el juego, la embriaguez, la falta de cumplimiento de los deberes paternales o filiales, si no es letra muerta, prueba en el pueblo que la promulga un sentido moral bastante elevado, recto y firme para no consentir que sea facultativo lo obligatorio, y para no tolerar que un hombre falte impunemente a deberes sagrados. Cuanto más se moraliza un pueblo, más exigente es en cuestiones de moral; como no podía tolerar el robo y el asesinato, no tolerará el juego, la embriaguez, la vagancia, y los deberes morales irán pasando a ser legales cada vez en mayor número; como decíamos más arriba, el colmo de la perfección sería que el deber moral y el legal constituyesen uno solo; que la conciencia pública fuese tan recta que no tolerase la infracción del deber en ningún grado.

Por precipitación, por impaciencia o desconocimiento del estado de la opinión pública, el legislador puede convertir antes de tiempo en deber legal el que es considerado como moral solamente; aun puede incurrir en un error más grave, que es promulgar como deber legal el que no es tenido por deber moral, declarando delito una acción que se tiene por justa.

También hay injusticia y daño grande en declarar legales deberes que son morales, pero cuya importancia es menor que la de otros cuyo cumplimiento no se exige legalmente.

Las leyes que tienen carácter positivo necesitan para realizarse ciertas condiciones materiales que no han menester aquellas que le tienen negativo. Así, por ejemplo, para abstenerme de despojar a otro de lo que le pertenece no he menester condición alguna material; cualquiera que sea la mía debo respeto a su propiedad, que no es más que consecuencia de la que debo a su persona; para pagar contribución necesito tener dinero; para servir en el ejército, fuerza física; y así de otros deberes legales que no consisten en abstenerse, sino en prestar cooperación activa.

Recordando estos principios, entremos en materia.

Capítulo II. Del deber moral y del deber legal de instruirse

Debe el hombre realizar la justicia como la comprende, y hacer lo que esté en su mano, para comprenderla bien; debe perfeccionarse en lo posible, y en consecuencia debe instruirse; porque cuanto mejor sepa la justicia mejor podrá practicarla, y a medida que cultive sus facultades intelectuales tendrá más medios de aprenderla. Permanecer por voluntad en letargo intelectual; no tener de hombre más que aquellas cualidades morales que brotan, por decirlo así, espontáneamente de la conciencia; rebajarse cuanto es posible a nivel de los brutos; ser instrumento que maneja o máquina que mueve cualquiera que conoce sus resortes; formar parte del rebaño que se esquila o que se degüella, de la masa que se aplasta; cooperar al bien sin mérito, al mal sin conocimiento de que se hace; apagar el fuego sagrado del alma y mantener vivo el de los sentidos; llevar la vida como la bestia la carga, sin investigar por qué y para qué se lleva, sin procurar aligerar el peso ni saber resignarse cuando no se puede disminuir; mutilar la existencia arrojando al abismo lo que la ennoblece y la consuela; consumar una especie de suicidio espiritual; hacer todo esto y más que esto, como hace el que cierra los ojos a la luz divina de la verdad, ¿es una gran desdicha o un gran pecado? Podrá ser entrambas cosas, o una u otra según las circunstancias.

El deber de instruirse no brota espontáneamente de la conciencia como el de dar a cada uno lo que es suyo. Pasan siglos, muchos siglos, sin que el hombre sospeche siquiera que tiene la obligación de perfeccionarse, de conocer lo verdadero para hacer lo justo. El saber no parece obligatorio sino al que sabe ya.

La primera noción del saber como deber, se refiere a alguna función o práctica especial que exige especiales conocimientos: el letrado debe saber leyes, el médico medicina, el piloto náutica; de la misma manera, cualquier trabajador manual debe saber su oficio: cuando es simple bracero, cuando no tiene más que mover un manubrio, tirar de una cuerda o trasladar pesos de un lado a otro, se dice que no necesita saber nada.

Se ve que los conocimientos exigidos por la opinión o por la ley, o por entrambas, se refieren al género de ocupación especial a que se dedica el individuo: le son necesarios como astrónomo, como arquitecto, como encuadernador, como sastre, no como hombre; la obra de su profesión o de su oficio no se puede ejecutar sin instruirse más o menos; para la obra humana no es necesario saber nada. ¿Se necesitan conocimientos astronómicos para poner un pedimento, nociones de economía política para mandar un ejército, ni elementos de química para hacer un par de botas? Cada uno se encastilla en su especialidad, y el que no tiene ninguna, en su ignorancia absoluta; seguro está de no ser inquietado en ella.

Si el saber aparece con prestigio, es por las ventajas que ofrece; se adquiere como cosa útil, no como cosa justa; la instrucción para la mayoría de los que la adquieren es un cálculo que se hace, no un deber que se cumple.

Las pocas veces que se habla a los ignorantes para estimularlos a que se instruyan, es manifestándoles la conveniencia de poseer conocimientos; se les da un consejo, no un precepto; la idea de moralidad no entra para nada en la amonestación; desoyéndola pueden cometer una tontería, no una falta; echarán sus cuentas y verán si vale el trabajo que cuesta aprender a leer y escribir y otras cosas, porque la ignorancia es relativa en parte a la posición del ignorante. Hay conocimientos que puede tener todo hombre, y otros que necesitan condiciones que no todos los hombres tienen; pero ya sea la ignorancia absoluta, ya relativa, sólo de ésta se dice a veces que constituya infracción del deber moral.

Por este estado han pasado todos los pueblos; muchos se hallan todavía en él.

Hemos dicho que el saber no parece obligatorio sino al que ya sabe; puede añadirse que no parece ni aun útil como directa y prontamente no produzca resultados ventajosos; no es de extrañar.

¿Cómo ha de parecer buena una cosa de que no se tiene más idea que el trabajo que cuesta adquirirla?

La experiencia demuestra el descuido con que los padres ignorantes miran la instrucción de sus hijos; si los envían a la escuela, más suele ser porque estén recogidos que porque aprendan.

Hay excepciones bien notables, aunque por lo general no bastante notadas, de personas sin cultura alguna y que por una especie de noble instinto respetan el saber, entrevén sus ventajas, le quieren para los que aman, y hacen verdaderos sacrificios por instruirlos; pero la regla es que el ignorante vive en la ignorancia, como en una atmósfera infecta el que se ha acostumbrado a respirarla: destruye su salud sin que lo note.

No puede desconocerse la gravedad de un mal que lleva en sí las causas que le perpetúan. Fijémonos bien en estas dos cosas.

La ignorancia abandonada a sí misma es invencible.

Hay necesidad de vencer la ignorancia.

De lo primero no parece posible dudará poco que se observe o se reflexione; por regla general, como dejamos indicado, no se va apreciando la instrucción sino a medida que se va adquiriendo; nada quiere aprender quien nada sabe, y como el enfermo del Evangelio, no puede bañarse en las aguas que le dan la salud si no hay alguno que le lleve.

En cuanto a la necesidad de que los hombres se instruyan, debe parecer urgente aun al que no desee con ansia su perfección por lo que es en sí misma y sólo la considere como un elemento de orden. Todas las autoridades pierden prestigio, todos los poderes materiales fuerza, y al mismo tiempo la política da derechos, y la civilización tentaciones a las multitudes, que, si no dejan de ser masas, se desplomarán ciegamente sobre las leyes más santas. Las cosas van llegando a un punto en que, para que el pueblo no atropelle la justicia, es indispensable que la conozca. ¿Y la conocerá siendo ignorante?

La democracia empieza a ser una realidad; pero es necesario hacer de modo que no sea una desdicha, como lo sería si a la autoridad y a la fuerza no se sustituye la razón y el derecho. Las multitudes más o menos conservan aún hábitos de obediencia, pero los van perdiendo; y si el día, no lejano probablemente, en que los pierdan del todo no los han sustituido por motivos racionales de obedecer; si, cualquiera que sea el nombre que se dé a la justicia, no se pone muy alta, por encima de todas las cosas y de todos los hombres; si no se le quita la espada de la mano sino para arrojarla en uno de los platillos de la balanza; si el vacío que deja el temor no se llena con el conocimiento, grandes daños se seguirán, y, lo que es todavía peor, grandes culpas.

¿De qué sirve a la multitud que se reconozca en ella una voluntad, si no tiene para dirigirla un entendimiento? ¿De qué le sirve que el siglo le diga ¡levántate y anda! si no sabe dónde ir, si está en tinieblas y rodeada de precipicios? ¿De qué sirve que le den la corona y el cetro de la soberanía si es masa, y ya reciba impulso exterior, ya como un volcán le tenga dentro, se desploma o salta mecánicamente, aplastando con su mole lo que cae debajo, sea malo o sea bueno? Si la multitud empieza a moverse, es necesario que sepa dónde camina; si es fuerza, que sea inteligencia.

En el orden exterior, parece claro el peligro de la libertad política combinada con la esclavitud intelectual: se han visto o es fácil imaginarse esas fuerzas que no pueden ser continuas, ni bien dirigidas, ni obrar sino haciendo explosión; o inactivas o detonando: no hay medio. Pero en el orden espiritual es menos ostensible y mayor el daño de no recibir los oráculos de la autoridad ni los juicios de la razón. Un hombre que no cree y que no piensa es un ser bien desdichado y bien peligroso.

La religión, sobre todo la religión cristiana, había provisto a las grandes necesidades espirituales del hombre; le explicaba su origen y su fin; satisfacía sus aspiraciones a lo infinito; tenía palabras severas y voces de consuelo; no disimulaba la tristeza de ninguna realidad; la vida, un combate; la tierra, un valle de lágrimas, un destierro, dice; pero al propio tiempo da el bálsamo del amor y la esperanza en la patria celestial. El espíritu del hombre ha podido marchar por ese camino durante siglos, a veces dichoso, a veces infeliz, a veces grande, a veces miserable, mas por lo común resignado. Los males eran inevitables y pasajeros. Todo lo que se acaba es corto, había dicho San Agustín, que con su genio y con su fe penetra en el infinito y vive anticipadamente en la eternidad.

Pero he aquí que la multitud de ahora, ni cree la verdad, ni sabe investigarla; insensata, imagina que puede prescindir de ella. Mas ¡ay! su necesidad se impone; los grandes problemas que quiere apartar de sí la asedian, y si los rechaza como cuestiones, tiene que aceptarlos como desdichas. Aunque no quiera pensar en otro mundo, siempre le parecerá triste que todo acabe en éste: no es sólo la virtud, como se ha dicho; es el hombre quien necesita eternidad; el bueno la ve en forma de recompensa, el malo en forma de perdón, pero entrambos aspiran a ella; aunque no reflexione sobre el bien y el mal, sentirá las amonestaciones de la conciencia; aunque no medite sobre la muerte, verá morir a los que ama. En vano intentará derramar la vida en la copa del festín; un día u otro aparecerá en cáliz de amargura, y ni por materializar sus aspiraciones conseguirá satisfacerlas más fácilmente, ni por divinizar el placer se hará invulnerable el dolor. La multitud que va dejando de ser creyente y que todavía no es pensadora, si sacude el yugo de la autoridad material y espiritual, y no tiene el freno de la razón ni la antorcha de la inteligencia, se halla en una situación grave, muy peligrosa para su virtud y para su dicha: que ese peligro existe en mayor o menor grado, parece que no tiene duda.

Puesto que los problemas del orden material, como los del orden espiritual, no pueden resolverse ya por la autoridad de uno o de unos pocos, sino por el concurso de todos, es necesario que cada cual tenga el conocimiento necesario para contribuir a su resolución. Y tanto más que la masa ha empezado a fermentar, a ponerse en movimiento; sus componentes son cada vez menos neutrales; su actividad, si no es un auxiliar, será un obstáculo; si no hace bien, hará mal.

Hay necesidad de vencer la ignorancia.

Pero el ignorante se encuentra bien con ella; no puede querer rechazarla con energía; no la aborrece ni la teme; de modo que, al abandonarla a sí misma, es invencible; de todo lo cual resultan dos cosas muy graves:

La declaración de un deber legal, que no tiene, que no puede tenerse por deber moral.

La declaración de menor edad de una parte mayor o menor del pueblo que está emancipado para todas las demás cosas, pero que se sujeta a tutela en lo que se refiere al cultivo de su inteligencia.

Esto quiere decir bajo el punto de visto jurídico: enseñanza obligatoria. No nos parece que hemos disimulado, ni aun disminuido la gravedad del problema; pero aunque la reconocemos, a la pregunta: ¿La ley puede en justicia obligar al hombre a que cultive su inteligencia?, respondemos sin vacilar, resuelta, enérgicamente: sí.

Como decíamos, no se nos oculta que es caso grave la imposición de un deber legal que no tiene por deber moral aquel a quien ha de imponerse; el hombre rudo no sabe, ni nadie se lo ha dicho, que el instruirse es un elemento indispensable para perfeccionarse, y que a la perfección debemos tender con todas las fuerzas de nuestra alma. Sed perfectos, dijo el divino Maestro; pero de todas sus lecciones, no hay ninguna peor aprendida o más olvidada. Por regla general no se busca la perfección, y precisamente aquellos a quienes hay que obligar legalmente a que se instruyan son los que no pueden considerar como deber moral instruirse. ¿En qué se apoyará, pues, la justicia de la ley? Nos parece que en este principio: Las leyes obligan en conciencia cuando no mandan cosa contra la conciencia.

El hombre ignorante podrá no ver en la instrucción un deber, pero no puede ver una cosa mala; y como lo que manda la ley debe hacerse cuando no es conocidamente malo, tiene la obligación legal de instruirse, aunque moralmente no se crea obligado a ello. Ya sabemos que la ley formula la justicia, no la crea; pero como expresión de la justicia, que tal se la presupone, es cosa sagrada y un deber acatarla cuando para desobedecer no hay motivos evidentes porque mande cosa que no debe hacerse en conciencia. Este no puede ser el caso de aquel a quien se impone como deber legal el moral de instruirse que desconoce. El que sus hijos vayan a la escuela podrá ser molesto o inútil, pero no es pecaminoso; podrá ser contra su gusto o contra sus intereses, pero no contra su conciencia, único caso en que estaba autorizado para desobedecer la ley, y, por consiguiente, debe cumplirla; mientras no le mande faltar a su deber, tiene el de acatarla.

Mas para que esto sea así es necesario que en la escuela no se enseñe nada que ninguna persona cuerda pueda tener por malo; porque entonces, lejos de obligar en conciencia la ley, comete un verdadero atentado contra el que cohíbe para que envíe a su hijo donde se enseñan cosas que, en su concepto, le desmoralizan o le extravían. En la escuela obligatoria no debe, por ejemplo, hablarse de religión sino en el sentido más lato, y sin particularizar ningún determinado culto; y nada de política militante, dando sólo ideas generales sobre la organización del Estado. Los padres tendrían derecho a rechazar la ley que mostrara a sus hijos un camino por donde ellos creen que no se debe ir. La escuela obligatoria tiene que ser neutral en materias graves y controvertidas.

Como no es raro exagerar el derecho a desobedecer la ley, o el deber de obedecerla, tal vez conviene poner un ejemplo en que están bien marcados los límites en que la obediencia es un deber y la desobediencia un derecho, conforme al principio indicado.

La ley me prohíbe comprar tabaco más que en ciertos puntos de venta que marca: esto no es un deber moral antes de la prohibición, porque yo puedo comprar las cosas a su legítimo dueño por un precio libremente convenido; pero después de la prohibición sí, porque yo debo obediencia a la ley, en conciencia, cuando no me manda cosa contra la conciencia, y el tomar los cigarros en el estanco podrá ser menos agradable o ventajoso, pero no es una acción mala; mi gusto o mi conveniencia no son motivos morales para desobedecer la ley, y estoy en el deber de acatarla. Pero he aquí que, en vez de mandarme que no me surta de contrabando, me manda que declare contra el contrabandista, que le dé noticias para que pueda capturarle o que lo entregue: ya no tengo obligación de obedecer, porque exige que haga lo que es contra mi conciencia; ésta no me permite contribuir a enviar a presidio, donde se hará un malvado, un hombre que no lo es; que ha cometido un delito, pero con tantas circunstancias atenuantes, que no puede considerarse sino como una falta, que de ningún modo guarda proporción con la pena que se le impone. Semejantes distinciones no son distingos sutiles: el sentido común los hace, están en la opinión; no se tiene por circunstancia recomendable ser contrabandista, ni se le entrega.

Es mucho más fácil hacer comprender, aun al más ignorante, por qué obliga la ley que manda instruirse, que la que obliga a comprar ciertos artículos donde son peores y más caros; y de todos modos, no parece difícil probar el deber de obedecer la ley cuando no manda cosa contra la conciencia, y las consecuencias que resultarían de que la opinión, el gusto, las ventajas pecuniarias de cada uno fueran la medida de su sumisión a los preceptos legales: a éste le gusta emborracharse, al otro jugar, al de más allá le conviene hacer moneda falsa; sería el caos moral, y material poco después, si el interés de cada uno hubiera de fijar las cosas en que la ilegalidad no es la injusticia. La ley debe obedecerse siempre que se puede, y no hay más impedimento justo que la imposibilidad física por falta de condiciones materiales, o la imposibilidad moral por el veto de la conciencia.

En cuanto a la ingerencia directa de la ley en la educación y la participación de la patria potestad, y el suplirla cuando cae en falta, no hay duda que es cosa grave. El padre que ama a su hijo, que quiere su felicidad, que se sacrifica por él, que conoce sus gustos, sus necesidades; que cree conocer lo que le cuadra mejor, ve aparecer la ley, que le dice: Tú ignoras lo que conviene a tu hijo; yo lo sé, y te ordeno que obres, no conforme o tu parecer, sino conforme al mío; de lo contrario, serás penado; eres un tutor que necesita tutela: yo la ejerzo.

Este lenguaje hubiera estado en armonía con instituciones e ideas que ya no existen; pero debe parecer duro a hombres a quienes se ha hablado mucho de derechos individuales, de autonomía, de independencia y de libertad, y es necesario justificarle por consideraciones imprescindibles y verdades muy claramente percibidas.

Toda misión tutelar es tan difícil como elevada; no hay empresa más ardua que suplir en un hombre alguna cosa que le falta, ni hay cosa más necesaria en ciertos casos. ¿Cuáles son estos casos? ¿Cómo debe proveerse a esta necesidad? Que el legislador lo medite bien. Que se inspire en la justicia, en el puro amor de la verdad y de sus semejantes; que deseche todo motivo mezquino y egoísta; que estudie, que pregunte, que investigue; que llame a sí todos los elementos que puedan contribuir al acierto; que oiga el pro y el contra de lo que parece razonable o absurdo; que, aun después de haber oído a todos y reflexionado sobre todo, no resuelva inmediatamente; que medite más, mucho más, y después, con espíritu y corazón elevado, escriba la ley; si se equivoca, ni los hombres podrán acusarle, ni Dios se lo demandará, porque habrá realizado la justicia como la comprendía, después de haber hecho cuanto estaba en su mano para comprenderla bien.

La ley hecha en semejantes condiciones, tenga carácter tutelar u otro, es justa en la hora presente; y si algún día deja de serlo, el porvenir la modificará absolviéndola, como absolvemos hoy los errores inevitables del pasado.

Si nos convencemos que el hombre, el ser racional libre y responsable, está en su espíritu; que este espíritu es el que hay que elevar y fortalecer; que la ignorancia le rebaja y le debilita, le extravía y le corrompe, ¿vacilaremos en instruirlo? ¿Vacilaremos en obligarle a que se instruya si tenemos la seguridad de que le hacemos un bien que no deja de ser necesario porque le desconozca? ¿Puede haber derecho a la ignorancia? Y si no puede haberle, ¿no habrá el de combatirla? ¿Puede llamarse respeto a la libertad del hombre el no destruir aquello que más le esclaviza? Ya sabemos que todos los que le hacen mal hablan de su bien, y muchos lo creen; pero cuando a motivos absolutamente desinteresados se una la ilustración y la meditación necesarias para juzgar si se quieren fines justos, y si estos fines se buscan por buenos medios, hay la seguridad que puede haber en lo humano de legislar en justicia.

¿Qué interés se satisface, qué pasión se halaga, qué vanidad se lisonjea diciendo que es preciso enseñar al pueblo tomándose mucho trabajo y gastando mucho dinero para enseñarle? ¿Es esto obra de algún cálculo, de algún fanatismo? ¿Puede ser consecuencia de un error, cuando es la opinión de las personas más ilustradas? La necesidad y la justicia de instruir a los hombres, ¿no tiene a su favor cuantas pruebas pueden darse humanamente de lo justo y de lo verdadero? Y cuando hay el convencimiento íntimo, desinteresado y meditado de que la instrucción es moralmente necesaria, ¿no puede hacerse legalmente obligatoria? La ley exige de un hombre que pinte y adorne la fachada de su casa de cierto modo; ¿y no podrá exigirle que cultive su entendimiento lo indispensable para ser racional? Un ciudadano paga sin murmurar una multa porque su mujer tendió un paño en el balcón que daba a la calle; ¿y se quejará de ser multado porque no cuida de que su hijo aprenda a leer y escribir? ¡Extraños escrúpulos y extrañas nociones de justicia!

No quisiéramos que nadie nos aventajase en respeto a la dignidad del hombre y a su independencia, ni en ver los inconvenientes que tiene el que sea deber legal el que directamente no es tenido por deber moral, ni en desear que el Estado se abstenga de hacer todo aquello que otro puede hacer mejor que él o no es indispensable que haga; pero a pesar de nuestros respetos, de nuestras reservas, y aun de nuestros temores de que misiones tutelares puedan convertirse en tiránicas, dadas todas las circunstancias del caso concreto que nos ocupa, no nos parece que, conociéndolas bien, puede ponerse en duda la justicia de la ley que hace obligatorio el cultivo de la inteligencia, ni la legitimidad de la misión tutelar del Estado respecto a aquellos hijos cuyos padres desconocen una parte esencial de sus deberes.

No sabemos lo que acontecerá en las futuras épocas remotas; mas por hoy, por mañana, por mucho tiempo, si en gran número de casos se rechaza la misión tutelar del Estado, se aceptará de hecho la influencia desmoralizadora de los que se apoderan de voluntades sin entendimiento para torcerlas. Si la ley no se atreve a abrir la puerta del ciudadano para instruirle, la ambición y la codicia la forzarán para explotar su ignorancia, y más vale que murmure sin razón contra los que le enseñan, que sus fundadas quejas porque no le han enseñado.

Pudiendo sacarle de ellas, dejar al hombre en condiciones de que necesariamente ha de resultar su esclavitud, jamás podrá decirse que es respetar su libertad.

Capítulo III. Derecho a la instrucción

Si es necesario que el hombre se eduque; si para educarse es preciso instruirse; si nadie puede aprender sin que se le enseñe, el deber de cultivar la inteligencia lleva consigo el derecho a la instrucción, porque no hay deberes imposibles.

El deber negativo, que consiste en abstenerse, el hombre puede cumplirle con su firme voluntad y sin exterior cooperación; pero no pertenece a esta clase el de instruirse, que no sólo es positivo y necesita se pongan en actividad las facultades del que ha de llenarle, sino que ellas solas no bastan y ha menester recibir ajeno auxilio. Aun en los casos excepcionales en que se dice que alguno aprendió solo tal cosa, es una manera inexacta de hablar; para adquirir solo algunos conocimientos es necesario tener otros que no pudieron adquirirse por el aislado esfuerzo individual, y además, métodos, medios materiales e intelectuales que nadie tiene si no los recibe. ¿Qué sería un ignorante confinado en una isla desierta? Un ser que no tendría de hombre más que la apariencia, si acaso la conservaba. ¿Por qué es tan difícil y tan incompleta la educación de los sordo-mudos? Porque están solos, porque su enfermedad los aísla, porque reciben tarde e incompleto el auxilio exterior, sin el cual la educación es imposible. Todo el mundo ha aprendido y enseña, más o menos, mejor o peor; el niño más abandonado adquiere conocimientos que alguno le da; el hombre más rudo sabe algo que comunica; pero se aprende y se enseña como se respira, sin notarlo: tan natural es y tan necesario.

Las necesidades materiales, aun con ser de naturaleza más fija, varían; las de un hombre civilizado no son las mismas que tiene un salvaje, y las del espíritu tienen una escala de variaciones infinitamente más extensa. Entendemos por necesidad, lo mismo del cuerpo que del alma, lo que es indispensable para la salud.

Un salvaje vive sin vestido, sin cama, sin casa sin alimentos condimentados; un hombre civilizado sucumbe o enferma en estas condiciones. De la misma manera el que sabe lo suficiente en un pueblo bárbaro, podrá ignorar lo indispensable para vivir bien en un país culto. Lo que se ha llamado los salvajes de la civilización son su oprobio, su peligro y un cargo de conciencia; también una insensatez.

Como hay un necesario fisiológico, podría decirse que existe un necesario psicológico, que es aquello indispensable para la salud del alma, dado el medio moral e intelectual en que se vive.

El padre debe al cuerpo de su hijo sustento, vestido y albergue; ¿y a su alma no le deberá nada? Verdad, justicia, belleza, ¿todo lo ignorará para que lo pise todo? El alma del hombre, tan sublime en sus grandezas, tan degradada en sus culpas, llena de divinos resplandores y de tinieblas misteriosas, espejo en que se refleja el error y la verdad, fuente de dolores o de alegrías; el alma del hombre, que es su esencia, la que le constituye criatura racional, la que puede hacer de él un ser execrable o bendecido; el alma del hombre, ¿no tendrá derechos, derechos sagrados? ¿Se arrojará a todos los peligros sin apoyo, a todos los dolores sin consuelo? Si el alma no tiene derecho a saber, a conocer, a la luz intelectual, que es su vida, se pervertirá su naturaleza. ¡Cuánta verdad y cuánta filosofía hay en concebir el mal como el ángel de las tinieblas! ¡Quién sabe cuántos gérmenes de bien se esterilizan en el hombre con cada rayo de luz de que se le priva! ¡Quién sabe los grados de obscuridad que bastan para que se extravíe o caiga!

Esos pobres cuerpos que tienen hambre y que tienen frío son bien penosos de ver; pero todavía impresiona más tristemente la miseria de las almas, de aquellos espíritus que no se manifiestan sino para el error o para la culpa, como el enfermo que no da señales de vida más que por el apetito de los alimentos que le dañan o por las convulsiones con que se golpea. Si la falta de alimentos deja a veces en el organismo señales indelebles, la falta de educación las deja siempre en el alma; y aunque el pobre llegue a ganar la vida material, habrá perdido irremisiblemente una parte de la moral; porque su espíritu se aletargó en la ignorancia, si no se extravió en el error.

Hay que insistir en que las necesidades del espíritu del hombre, como las de su cuerpo, tienen relación con el medio en que vive. En una tribu salvaje sabe poco, pero no necesita saber mucho; todos ignoran, y la vida, que es una lucha material, alternativa de fatiga y reposo, de hambre y hartura, de frío y de calor, poca ciencia necesita y pocos resortes morales tiene. Ni riquezas que tienten, ni ricos que seduzcan, poderosos que opriman, ni hábiles que engañen, ni relaciones frecuentes y múltiples que muevan a defraudar ni expongan a ser defraudados. Una esfera moral limitadísima para el mal lo mismo que para el bien; pocas culpas y pocos méritos, y noción imperfecta de vicio y de virtud.

A medida que un pueblo se civiliza, esta situación varía hasta constituir un estado totalmente distinto. Se multiplican con las relaciones de los hombres los casos en que pueden hacerse mal o bien; con sus diferencias, las superioridades de que pueden abusar; y con los desniveles económicos, morales e intelectuales, aumenta la dificultad para sostener el equilibrio. La vida no es ya un problema sencillo, sino muy complicado; la esfera moral se dilata; se puede hacer mal o bien de infinitos modos; es inmensa la escala desde el más abominable de los crímenes a la más santa de las virtudes; la urdimbre social está hecha con tal arte, que produce efectos maravillosos; pero es al mismo tiempo tan delicada, que para no hacer daño o recibirle se necesita conocerla y moverse muy acompasadamente, a fin de no atropellar o ser atropellado.

Se habla mucho del contraste que en los pueblos muy cultos ofrece el refinamiento del lujo y las privaciones de la miseria. Este contraste no es poco doloroso ni poco deplorable, pero hay otro que no lo es menos: el de la riqueza y la penuria intelectual; el de esos hombres de un saber inmenso, y esos otros que nada saben o, lo que es peor, que están llenos de errores. Cuanto son más vivos los resplandores de la ciencia, más negras son las sombras de la ignorancia y más caídas resultan; en unos porque los deslumbra la luz, en otros porque, viniendo de ella, nada ven en las tinieblas. ¡Qué de teorías se forman en las regiones iluminadas, sin contar con lo que puede practicarse en la obscuridad, y ésta qué de monstruos y fantasmas engendra, que no parecen tales por falta de un rayo de sol que los ilumine!

El contraste de la miseria y de la riqueza intelectual es un peligro constante para la virtud de los miserables y de los ricos; éstos tienen ventajas de que es harto difícil que no abusen, superioridades que fácilmente engendran el demonio de la soberbia; aquéllos viven en una humillación constante que degrada, con sufrimientos que irritan; y para enfrenar las pasiones, el error que las aguijonea en lugar de la verdad que las calma. La ignorancia general embrutece, la parcial deprava; el salvaje de los bosques es un hombre rudo; el salvaje de la civilización es un hombre degradado, si acaso no es un monstruo. Y ese monstruo, ¿cómo se forma? En las tinieblas.

Contemplemos la pobre alma que anima el cuerpo de ese niño abandonado. Él tiene hambre y tiene frío, otros se calientan y comen; él está cubierto de andrajos, otros de costosas galas; a él desprecian, otros son objeto de consideración; cuando otros lloran, tienen quien cariñosamente enjugue sus lágrimas; cuando él ha llorado las seca el viento o su mano sucia, desfigurando el rostro de manera que mueve a risa. ¿Cómo suceden todas estas cosas? Lo ignora. Él se encuentra arrojado al mundo y tirado en la calle, sin saber por qué ni para qué. No ve más que cosas materiales y hechos de fuerza en todo lo que le rodea: el mundo es hambre y comida, frío y abrigo, sufrimientos y goces; la tentación de romper un cristal para apoderarse del manjar que devora con los ojos, y el miedo al hombre armado que le llevará a la cárcel. La pobre criatura no puede explicarse nada de esto, ni nadie se lo explica, y va creciendo en este caos moral e intelectual dominado por los instintos, que lo tientan de una manera cada vez más peligrosa para su virtud.

Llega a ser hombre; la fuerza de su cuerpo ha crecido, pero su espíritu es acaso más débil que en la niñez; entonces no tenía ideas, ahora tiene errores; a la especie de fatalismo indolente de la infancia, que no veía más que hechos de fuerza inevitables, sucede ahora la idea de que estos hechos de fuerza lo son de iniquidad; que pueden evitarse, que se evitarán recurriendo a medios violentos porque un ser cuya inteligencia no se ha cultivado, un espíritu cuyo cuerpo no es su compañero, sino su tirano, no es su morada, sino su sepultura: no ve más que males materiales y remedios materiales también. Para tener mejor casa y mejor mesa, el motín, la rebelión, la guerra, o tal vez el robo y el asesinato. Todo esto es de una lógica abrumadora: en el hombre que se deja embrutecido, aspiraciones, fines, medios, todo tiene que ser brutal, y la sociedad es bien insensata queriendo tocar resortes que ha roto. Quiere máquinas, y se lisonjea de tenerlas; pero se olvida de que esas máquinas tienen una voluntad que se tuerce con daño de ellas mismas y de todos, y este daño es tanto mayor cuanto mayor sea la desproporción entre el saber de los doctos y la ignorancia de los ignorantes. La masa embrutecida en un pueblo culto no es máquina, es depósito de materias explosivas; hará saltar una roca, un palacio, un templo o una escuela: detonará, o tal vez no detone, pero siempre es un peligro. La sociedad no es, no debe ser al menos, una superposición material, sino un organismo, una armonía que no puede establecerse entre elementos tan heterogéneos como la ciencia elevada y la ignorancia profunda si no hay entre una y otra algún sentimiento poderoso, alguna elevada idea que, estableciendo cierta especie de igualdad, sea lazo de unión. Un error común puede unir a los hombres; desgraciadamente los ha unido muchas veces; mas aun para los que buscan la unión a todo trance, siquiera sea a costa de la verdad y de la justicia, aun ésos deben observar que los errores de ahora no son de los que tienden a unir a los hombres, sino a separarlos, y son subversivos del orden como quiera que el orden se entienda.

En cuanto al orden, que consiste en la armonía, en el conocimiento de la verdad y en la práctica de la justicia, es tanto más imposible, según dejamos indicado, cuanto sea mayor el contraste entre la riqueza y la miseria intelectual. Esa pobre criatura que se encuentra sin ideas, o con errores, en el arroyo de la calle o en la ladera del camino, viendo pasar trenes y carretelas, soldados y sacerdotes, miserables y potentados, reyes que se colocan sobre el trono y criminales que se llevan al patíbulo, y todo en confuso tropel moral, sin que nadie encienda luz en aquel caos; esa pobre criatura a quien ninguno enseña las cosas que necesita para no extraviarse en el intrincado laberinto de la sociedad en que vive; esa criatura que tiene un alma, tal vez una grande alma, siempre un alma inmortal de que se prescinde; esa criatura hay que darle la luz que ilumina, que guía, que consuela, que muestra al hombre su grandeza y su miseria, que le da medios para comprender el deber y practicarle, para resistir a la tentación, para lograr la dicha, para resignarse en la desgracia; cuanto menos razonable sea, será más culpable y más infeliz.

¿De qué le sirven a la sociedad sus Academias, sus Museos, sus cátedras, sus Observatorios, la ciencia de sus sabios, si no se difunde por la multitud que ignora y necesita saber? Sí, necesita saber porque quiere; necesita entendimiento porque tiene voluntad; la tiene ya, y prescindiendo de si es o no conveniente que la tenga, es imposible quitársela; lo que hay que hacer es procurar que no se tuerza.

De este hecho, que los hombres todos tienen ya voluntad, o van a tenerla, se deduce que es indispensable cultivar su entendimiento y que ha llegado la hora en que la obra de misericordia de enseñar al que no sabe es carga de justicia, y se falta a ella dejando sin defensa al hombre en medio de tantos peligros como habrá de correr su virtud. Más que nunca, hoy la vida es combate, es lucha; más que nunca, vivir es atravesar nubes tempestuosas: no hay poder humano capaz de sustraernos a ellas; lo único que puede hacerse es proporcionar brújula, timón, aparatos de salvamento, y esto la sociedad debe hacerlo; si tiene botes salvavidas, que disponga medios de instrucción, salvaalmas, porque hoy la ignorancia tiene más escollos para la virtud que el mar para los barcos.

Un pensador, espíritu elevado y verdaderamente religioso, escribía hace cuarenta años:

«...La condición del mayor número sobre la tierra no es fácil, ni risueña, ni estable. No se pueden contemplar sin una compasión profunda tantas criaturas humanas llevando tan pesada carga desde la cuna al sepulcro y aunque no se permitan descanso, proveyendo apenas a las necesidades de sus hijos, de sus padres; buscando sin cesar, para lo más querido de nuestro corazón, lo más indispensable para la vida, y no hallándolo siempre, y aunque se halle hoy, sin seguridad de que no faltará maña, y en esta continua preocupación de la existencia material, sin poder casi cuidarse de la vida del alma.

»Es doloroso, muy doloroso, ver esto y pensar en ello, y es preciso pensar y pensar mucho; en olvidarlo hay grave falta y gran peligro...». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«Hoy, ocupándonos mucho, y con razón, de los sufrimientos y de las fatigas materiales, patrimonio de tantas criaturas, no recordamos bastante esos sufrimientos morales que son patrimonio de todos; esas pruebas, esas angustias del alma, desengaños, tedios, desgarramientos, todos los dolores, en fin, de esta dolencia universal del destino humano, tanto más punzantes, tal vez, cuanto el alma toma más vuelo y dispone de más tiempo.

»Grandes y pequeños, ricos y pobres, hombres distinguidos y multitud, tengamos compasión unos de otros, compadezcámonos todos. Todos, avanzando por nuestro camino, vamos fatigados y con pesada carga. Todos merecemos piedad.

»La merecemos hoy más que nunca. Es cierto que nunca las condiciones en que está el hombre han sido mejores ni más iguales, pero sus deseos van aún más de prisa que sus progresos. Jamás la ambición ha sido más impaciente y más general, ni tantos corazones han sentido semejante sed de todos los bienes y de todos los placeres. Placeres refinados y placeres groseros, sed de bienestar material y de vanidad intelectual, deseo de actividad y de molicie, de ociosidad y de aventuras; todo parece posible y envidiable, y accesible a todos. Y no es decir que la pasión sea fuerte, ni que el hombre esté dispuesto a tomarse un gran trabajo para satisfacer sus afanes; quiere débil pero inmensamente, y la inmensidad de sus deseos le arroja a un malestar, en cuyo seno lo que ha conseguido es para él como la gota de agua que se olvida así que se bebe, y que irrita la sed en vez de apagarla. Jamás vio el mundo semejante conflicto de veleidades, de caprichos, de pretensiones, de exigencias; nunca oyó tal ruido de voces que gritan todos a la vez para reclamar como derecho lo que les falta y lo que les agrada.»1

Esto es hoy tan cierto como cuando se escribió, y puede aplicarse a mayor número de pueblos que hace cuarenta años; de manera que esas masas que han empezado a tener movimiento y voluntad en las fluctuaciones de su ignorancia, no encuentran para contenerlas, como puntos fijos, moralidades robustas, convencimientos íntimos, creencias firmes, existencias satisfechas o resignadas de una clase superior que tuviese el prestigio de lo que es fuerte, de lo que es grande; aun este auxilio, que no pudiera serlo por mucho tiempo, falta a las multitudes, que es necesario poner en estado de andar sin perderse; porque, en cuanto a guías, ni ellas están muy dispuestas a admitirlos, ni apenas se encuentran.

Ya se considere a los hombres uno a uno o en agrupación numerosa; ya se les mire con lástima como desdichados, con severidad como culpables, con desconfianza como peligrosos; ya se respete su dignidad o se consideren las consecuencias de envilecimiento; ya se quiera que sean perfectos, o se desee que sean útiles; ya se los ame o se los tema, no parece posible, conociendo hoy la humanidad, y cualquiera que sea el fin racional que se busque al influir en ella, no ver que el medio más eficaz es instruirla; la instrucción puede suplir muchas cosas mejor o peor, y hoy nada puede suplirla.

Nosotros no entraremos en el laberinto de ventajas que el cálculo equivoca, de peligros que el miedo aumenta o quita de ver; buscando la justicia, sabemos que las demás cosas se nos han de dar por añadidura, y que procuraremos buscar. Ella nos dice que la ignorancia, en la manera de ser de los pueblos cultos, es un peligro, un gravísimo peligro para la virtud del ignorante, asaltada por todas partes de enemigos de que apenas podría defenderse si le falta la luz de la inteligencia. Hoy, si el niño no se instruye, es grave el riesgo de que se pervierta; y como no puede haber derecho a pervertirle, él le tiene a la instrucción. Y ¿de quién es el deber de proporcionársela? Del que le ha dado la vida, de su padre, de su madre. Si no hacen más que criarle, eso mismo hacen las bestias; como ser racional, está obligado el autor de la vida del cuerpo a cuidar de la del alma; en mal hora le daría la existencia física si mataba el germen de la vida intelectual, y poco serviría que hubiera satisfecho el hambre de su hijo si, prescindiendo de su corazón y de su conciencia, le lanzaba indefenso a un mundo de tentaciones y de peligros, si nada hacía para apartarle del dolor y de la culpa, si cometía una especie de parricidio espiritual, si creía haber cumplido con Dios y con los hombres con haber aumentado el número de los que sufren y de los que pecan.

Y cuando el padre no sabe ni comprende la necesidad de aprender, ni tiene medios de pagar a quien enseñe, ¿quién debe enseñar al niño? Quien lo recoge huérfano para que no se muera en la calle de hambre y de frío. El niño cuyos padres no pueden instruirle, es en cierta manera huérfano; tiene lo que podría llamarse orfandad intelectual, y la sociedad está en el deber de suplirle en aquella parte de la misión que no puede llenar por sí mismo, como le sustituye en todo cuando se muere o se halla imposibilitado y miserable. Si la sociedad instruye a los que recoge en las casas de beneficencia; si no se contenta, porque no debe, con alimentarlos y vestirlos, ¿cómo ha de negarse a instruir a los que no pueden ser instruidos por sus padres, que a costa de mil privaciones apenas logran sustentarlos y vestirlos? ¿Será de peor condición el que vive con los autores de sus días que el expósito o el huérfano, y la ley le negará el derecho a la instrucción que concede al abandonado? El pobre, a quien tantos sacrificios cuesta la crianza de sus hijos, recibirá, en vez de estímulos, causas de desaliento, viendo que los abandonados reciben una educación que él no puede dar a los suyos.

La imposibilidad de que el pobre proporcione instrucción a sus hijos es frecuente e indudable en muchos casos; y cuando tal imposibilidad existe, alguno tiene que proveer a lo necesario del alma, como se provee al físico. Cierto que el ideal no es que el Estado pague las escuelas, como no es que tenga casas de beneficencia, tribunales de justicia, presidios y cuarteles. Sería de desear que no fuera necesaria coacción de ningún género para que cada uno cumpliese con su deber; que la compasión acudiera espontáneamente a toda desdicha, y que el derecho que tiene el niño a que se le ponga en condiciones de ser racional educándole, se armonizara con el deber de enseñarle, de modo que bastase la conciencia pública para proporcionar medios de enseñanza, sin que para nada tuviesen que intervenir los poderes públicos. Lo que hay que desear es que el Estado haga lo menos posible de aquello que es preciso hacer, y que, sin su intervención, se hace bien: lo que hay que temer es que lo que es necesario no lo haga nadie, o lo haga quien lo hace peor. Si la escuela la establece la provincia, mejor que si la establece el Gobierno; si el Municipio, mejor que la provincia; si los particulares, infinitamente mejor que el Municipio. Pero, en fin, si este deber de enseñar no se cumple como moral, no hay más medio que convertirle en deber legal como el de aprender; y si el ciudadano, de una manera espontánea, impulsado por su conciencia, no ofrece su donativo para la enseñanza, hay que exigirle contribución para la escuela. ¿No se le exige para que se barra y alumbre la calle, para que se hagan alcantarillas y caminos, para que se paguen jueces y fuerza armada? Todas estas cosas son precisas, cierto. Mas ¿por qué son precisas estas cosas y para qué? Son precisas porque el hombre no hace espontáneamente todo aquello que debe, y para que, haciéndolo, haya en la sociedad aquel orden moral y material necesario. Y la instrucción, ¿no es un medio tan eficaz, más eficaz, de orden material y moral que la fuerza armada, los jueces y reglamentos de policía urbana? Se dice: lo que se gasta en escuelas se ahorra en presidios, en jueces, en soldados; bien está: bueno es, hacer economías; pero no es ésa la primera cuestión. ¿Cuánto vale la moralidad de un hombre? ¿Cuánto debe darse porque la conserve? ¿Cuánto se ha perdido cuando la perdió? Esta es la cuestión. Si por falta de enseñanza es vicioso el que, instruido, pudo ser morigerado; si es criminal pudiendo ser inocente, ¿qué persona honrada pone precio a la virtud de un solo hombre que se hundió para siempre por falta de auxilio? La instrucción, ¿contribuye a moralizar? Sí, o no; porque indiferentes es claro que no pueden serlo. Si desmoraliza, cerrad, y cerrad pronto, academias, aulas, ateneos, todo lugar donde se enseña; si es moralizadora, difundidla tanto como fuere posible; declaradla, no de utilidad, sino de necesidad pública y que ni la casa de Ayuntamiento, ni el hospital, ni el cuartel, ni dependencia pública alguna sea antes o no sea después que la escuela. Es cosa verdaderamente sagrada el lugar en que se contribuye a perfeccionar un ser racional perfectible y depravable, a evitar que se hunda en el vicio o en el crimen; es verdaderamente incomprensible que se pese el deber de difundir la instrucción poniendo en la balanza, de un lado algunas monedas, del otro la moralidad de los hombres. Esto no puede hacerse comprendiendo lo que se hace; la sociedad no puede desconocer el deber de instruir sino porque desconoce lo que es la instrucción.

Decimos la sociedad porque es preciso, y aun sería de desear, que no fuera el Estado el que se encargara de difundir la instrucción, sino que los particulares, asociándose, cumplieran ese deber moral sin que legalmente se les impusiera. Hay de esto muchos ejemplos, y más en los pueblos más adelantados, porque a medida que se instruyen se penetran de la importancia del saber y procuran generalizarle; en igualdad de todas las demás circunstancias, será tanto menos necesaria en la enseñanza la intervención del Estado, cuanto son más instruidos los individuos que le componen.

La iniciativa para difundir la instrucción debe venir de arriba, pues no puede partir de abajo, porque en la miseria intelectual y material no hay posibilidad de querer instruirse ni medios de conseguirlo; y por la misma razón que la enseñanza es obligatoria para los que no la desean, ha de ser gratuita para los que no pueden pagarla.

Cuando se dice enseñanza gratuita, se entiende generalmente la primaria, y convendría fijarse en cuáles enseñanzas son gratuitas y hasta qué punto lo son para el que se dice recibirlas gratis.

La enseñanza superior y la segunda enseñanza son en parte gratuitas, y algunas absolutamente. En las escuelas especiales no se paga nada; en las militares facultativas se enseña y se da dinero encima.

Las Universidades y los Institutos no pueden, ni con mucho, sostenerse con la matrícula; si se cita alguna excepción, no se podrá probablemente citar como buen ejemplo, porque difícil será que la enseñanza sea lo que debe ser en esas clases bastante numerosas para que la matrícula cubra todos los gastos; de cualquier modo, por lo común, la segunda enseñanza y la superior son o del todo o en gran parte gratuitas.

Y la enseñanza primaria que se dice gratuita, ¿lo es verdaderamente para el que la recibe? Cuando la escuela está sostenida por alguna asociación benéfica, sí; cuando depende del Estado, de la provincia, o del Municipio, no, por que se paga con los productos del impuesto a que contribuyen todos más o menos; no hay para qué encarecer la injusticia de que un pobre que no puede pagar maestro para sus hijos, ni halla quien se lo pague, contribuya para que se sostengan profesores de lenguas muertas y se compren telescopios. Útil es saber hebreo, pero no tan preciso como saber leer español; bueno es observar las manchas del sol, pero más indispensable procurar que no las haya en la conciencia.

En resumen:

Al deber de instruirse corresponde el derecho a la instrucción.

La instrucción es de necesidad pública, porque hay necesidades morales, como legales y administrativas y físicas.

A la necesidad de la instrucción puede proveer la sociedad cumpliendo sus individuos espontáneamente el deber moral de enseñar, que es lo mejor, y si esto no hiciere, establecer el deber legal.

Como no existen deberes imposibles, hay que hacer posible a todos el de instruirse, apartando los obstáculos materiales a los que estén imposibilitados de apartarlos por sí mismos. La justicia debe ser gratuita para el que no puede pagarla: un hombre ha de poder instruirse por pobre, como pleitea pobre.

Si la enseñanza es un mal, debe suprimirse absolutamente; si es un bien, darse, cueste lo que cueste, porque este bien es de un orden tan superior que ningún hombre honrado que le comprenda puede ponerle precio.

Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?

Recordemos que la justicia es una; pero el modo de comprenderla y la posibilidad de realizarla varían con la situación moral, intelectual y material en que se encuentran los hombres. Leyes que hoy nos parecen horribles o ridículas, han parecido necesarias o convenientes, han tenido su motivo de ser, y probablemente muchos que hoy las condenan las hubieran sancionado.

Para que la justicia sea practicada ha de ser comprendida, teniendo además medios de vencer los obstáculos que a su práctica pueden oponerse. Ya se sabe que toda ley no se puede promulgar ni hacer cumplir en todo tiempo, y que los hombres pueden ser injustos sin culpa, por ignorancia de la justicia o por carecer de medios de realizarla.

Esto es cierto para toda ley, y más perceptible si tiene carácter positivo, si no consiste en abstenerse, sino en obrar, y necesita el concurso activo de aquellos que han de cumplimentarla. La ley que prohíbe necesita mucha menor cooperación moral y material que la que manda hacer. Todos sabemos el gran poder de lo que se llama resistencia pasiva, que no es otra cosa que la falta de cooperación al cumplimiento de un mandato de carácter positivo. Si a esto se añade que el mandato no impone uno de esos deberes que directamente son comprendidos por las multitudes, que no provee a una necesidad ostensible, o a una conveniencia fácil de apreciar por todos; si los medios materiales de ejecución son complicados y caros, se habrán reunido todas las circunstancias que para el cumplimiento de una ley hacen necesaria su oportunidad y la cooperación eficaz del pueblo en que se promulga.

Tal es el caso de la ley que hace de la instrucción un deber legal.

Su carácter es evidentemente positivo; no se trata de abstenerse de aquellas acciones que pueden perjudicar a la hacienda, a la salud, a la vida, a la honra de los otros, sino de obrar activamente; de enseñar o de buscar quien enseñe; de vencer resistencias que oponen los que han de aprender; de pagar la enseñanza, de vigilarla; y esto un día y otro día, un mes y otro mes, un año y otro año. Se necesita un concurso activo, perseverante, y tal vez sacrificios continuados.

Estos sacrificios no se hacen para el cumplimiento de uno de esos deberes que revelan de un modo espontáneo la conciencia, o que encuentran en ella eco fácilmente. Es raro ver a un padre que no prohíba a su hijo apropiarse lo ajeno, y no más común ver alguno que sienta remordimientos por el hecho de no haber procurado instrucción a sus hijos. Para que este deber aparezca como tal, con su carácter imperativo y sagrado, se necesita que la conciencia reciba luz, mucha luz, de la razón cultivada; entonces se ven las consecuencias de la ignorancia, las desventajas materiales que resultan de ella, las mayores y más sensibles para la moralidad, los daños de todo género que el padre hace a su hijo cuando no le procura toda aquella instrucción que está en su mano darle. Pasan siglos sin que esto ocurra a nadie, siglos sin que esto lo comprendan más que unos pocos, siglos antes que la idea de semejante deber no parezca una extravagancia. No están lejos los tiempos en que la ignorancia era de buen tono entre la gente de calidad, ni falta en los nuestros quien la juzgue como un preservativo contra innovaciones peligrosas; aunque sea considerada como una desventaja, es muy raro que se tenga por una falta. Salvo en los casos de instrucción profesional, de la obligación para el médico de saber medicina, y para el abogado de estudiar leyes, la instrucción se considera como un adorno del espíritu, que puede usarse o no, como los de la persona. Aun para el atavío de ésta hay reglas más inflexibles: la decencia material se exige y guarda proporción con los medios de la persona; la intelectual, no: un gran señor que vistiera de paño burdo y llevara el cabello sin peinar, pasaría por loco, o cuando menos por extravagante, y no es considerado como tal aunque tenga la ignorancia más crasa y los errores más groseros. Según el estado de cultura, varían las exigencias de la opinión en este punto; pero todavía en ninguna parte es la ignorancia voluntaria relativa sinónimo de inmoralidad. Es evidente que en un pueblo poco instruido puede no tenerse por deber moral la instrucción puesto que la ignorancia no se tiene por culpa.

En cuanto a la utilidad, que como origen es impura y como base movediza para apoyar cualquier mandato, ni aun como consecuencia puede invocarse con éxito tratándose de instrucción. Todo el mundo conoce la ventaja de encerrar al malhechor y de que se barra la calle; pero en el hombre ignorante no se ve un peligro, ni parece necesario hacer un sacrificio para librarse de él: no es fácil figurarse que un maestro sea agente de orden público.

Los sentimientos benévolos que comunican tan fuertes impulsos tardan también en asociarse a la obra de la instrucción; da lástima el que carece de alimento y de vestido, no el que ignora las verdades necesarias; se dice: ¡Pobre niño, que tiene hambre! y no: ¡Pobre niño, que no sabe! Y tanto más que las miserias físicas tienen gritos de dolor, y las morales, como el frío, producen sueño y matan silenciosamente.

Además, la ignorancia no es uno de esos obstáculos que desaparecen para siempre una vez vencidos, o que pueden vencerse con mucha fuerza de voluntad aunque se disponga de pocos medios materiales. La ignorancia hay que combatirla todos los días; renace en cada niño que ve la luz material y ha menester que se disipen las tinieblas de su espíritu; se arraiga en cada hombre abandonado a los escasos recursos de su aislamiento y a la inactividad de su pereza. Las obras más gigantescas se concluyen; se perforan las montañas, se salvan los abismos, se unen las regiones que la Naturaleza había separado, se comunica instantáneamente con los antípodas; el hombre, después que hace todas estas cosas, ve que son buenas y descansa; pero en la obra de la instrucción no puede darse un punto de reposo; mueren los que sabían, nacen los que ignoran, y hay que enseñar, enseñar siempre.

Para enseñar son precisos, además de la voluntad o inteligencia, grandes medios pecuniarios constantes y permanentes, como la necesidad a que proveen: material de enseñanza y sostenimiento de maestros, y en ocasiones de alumnos.

Si los padres no tienen recursos para sostener al niño e instruir al discípulo, alguno tiene que hacer sus veces; asociación benéfica o poder del Estado en cualquiera de sus esferas, ha de proveer de medios a la enseñanza, retribuir al maestro, y tal vez dar al escolar algún socorro, sin el cual será imposible la asistencia a la escuela.

Basta apuntar tan sucintamente como lo hemos hecho lo que es la ley de instrucción obligatoria para comprender que no puede realizarse ni aun pensarse en un pueblo rudo que careciera de elementos morales, intelectuales y materiales. Faltando cierto grado de inteligencia, no puede existir el convencimiento de que la instrucción es un deber y una ventaja; y sin este convencimiento bastante generalizado, sin opinión pública y su concurso eficaz, la instrucción pública obligatoria será ilusoria, si acaso no es irrisoria.

Al hecho de difundir la ilustración no pueden concurrir todos igualmente; muchas fuerzas dormidas de la sociedad parecen muertas para este efecto; es necesario empezar por vencer la resistencia pasiva de una masa más o menos refractaria al trabajo intelectual. La obra de la instrucción no puede hacerse de abajo arriba, ni aun de todos los lados a un tiempo, sino que ha de ser de arriba abajo; pero ese arriba no significa solamente una asamblea que vota una ley o un ministro que da un decreto, sino la cooperación de todas las eminencias que lo son por su saber, por su fortuna, por una ventaja o prestigio cualquiera.

Nótese que la ley que declara obligatoria la enseñanza, cuantas más resistencias halle, tendrá menos medios de vencerlas; vienen de los ignorantes, y su mayor número deja más reducido el de aquellos que han de comprender la obligación y la necesidad o la conveniencia de instruirlos con mucho dispendio y no poco trabajo.

Por otra parte, los pueblos ignorantes son pobres, y el sacrificio pecuniario indispensable para instruirlos es mayor precisamente cuando la voluntad de hacerle será más débil.

Reflexionando sobre los obstáculos morales, intelectuales y materiales que tiene que vencer la ley que hace obligatoria la instrucción, se ve que no puede plantearse en un pueblo atrasado, donde sean muchos los que necesiten ser cohibidos y muy pocos los dispuestos a emplear coacción; muchos los faltos de auxilio, pocos los que tengan voluntad y medios de darle. Esto se comprende por el solo raciocinio, y además está demostrado por la experiencia. ¿Dónde es realmente obligatoria la instrucción? Donde está generalizada la cultura, y lo estaba ya cuando, comprendiendo bien el deber moral de instruirse, se convirtió en deber legal.

No puede realizarse la enseñanza obligatoria porque el pueblo es muy ignorante, y el pueblo no saldrá de su ignorancia porque no se le obliga a que aprenda. ¿Cómo se saldrá de este círculo que parece laberinto? Se sale, pero guiándose por los consejos de la razón, y no por los atropellos de la impaciencia; andando con perseverancia y paso firme, y no a saltos y con largos intermedios de inmovilidad; y, en fin, no encomendando a la coacción lo que es imposible que haga por sí sola.

Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?

Si para formar idea del estado de la instrucción en España la comparamos a la de otros países, sirviéndonos de datos oficiales y recurriendo a la estadística, aunque de la comparación resulte con evidencia nuestro atraso, no resultará tal como es, y, lejos de haber hallado la verdad, habremos caído en un error, y de los más graves; porque, apoyándose en números, nos inspira la engañosa confianza de una demostración matemática.

La estadística dice, cuando lo dice, que tantos varones y tantas hembras van a la escuela; pero no que el maestro o la maestra no sabe lo más indispensable; que es muy frecuente que no tenga ortografía; que, como no suele tener que comer, es muy lógico que no se instruya, que olvide lo que aprendió y que no enseñe bien lo que sabe, agriándose en una profesión para la que debería tener dulzura, paciencia infinita, y que no le proporciona honra ni provecho.

La estadística dice, cuando lo dice, que tantos varones y tantas hembras saben leer y escribir; pero no dice cómo leen y cómo escriben, ni lo que escriben, y, sobre todo, lo que leen. No dice, o que no leen nada, o que leen muchas cosas que sería mejor que no leyeran; que el pasto espiritual del mayor número de lectores de España son novelas, libros devotos muy faltos, muchos, de censura eclesiástica ilustrada, la crónica de noticias de los periódicos, donde hay más hechos escandalosos que edificantes, y su folletín, que no suele recomendarse, ni por la belleza literaria, ni por la buena moral. No es cálculo exacto el que se hace contando los que saben leer en España y en Suiza, y apreciando nuestra instrucción relativa por el tanto por ciento respectivo de personas que han recibido instrucción primaria. Hay que ver en qué consiste esta instrucción si luego se olvida o se completa, y si se emplea para adquirir errores o verdades en pro de la moral o contra ella.

La estadística dice que tantos estudiantes han cursado tales asignaturas; pero no dice si las saben la mayoría de los aprobados; si no debían serlo, por regla general, más que los que obtienen la nota de sobresalientes, y aun no todos, en algunos Institutos y Universidades.

La estadística dice, o puede decir, el número de profesores; pero no si hay muchos que no saben lo indispensable para explicar medianamente su asignatura.

No basta comparar lo que presupuesta el Estado en España para la enseñanza con lo que gasta otro país para juzgar de su instrucción respectiva; es necesario saber si en ese país los particulares y las asociaciones invierten grandes sumas y mucho trabajo en establecer escuelas, bibliotecas y facilitar la instrucción, publicando obras útiles a menor precio de su coste material, cosa que en España no se ve.

No basta saber el sueldo que disfruta un profesor, ni que un auxiliar, que tiene a veces que desempeñar dos o tres asignaturas, cobra, o le ofrecen, 4.000 reales con descuento; es necesario considerar además la dificultad, o imposibilidad tal vez, de hallar libros y otros medios de instrucción en la escuela a que pertenece o en el pueblo en que reside; el precio de los mantenimientos y habitaciones; las necesidades que, además de las que lo son verdaderamente, impone la opinión; los medios de proveer a ellas supliendo con otro trabajo el poco productivo de la enseñanza; la consideración pública que alienta, o el desdén que desanima para aceptar y perseverar en una vida de sacrificio; el bueno o el mal ejemplo general que facilita o dificulta el cumplimiento de penosos deberes. Todas estas circunstancias y otras hay que tener en cuenta para saber lo que significa un número, y apreciándolas bien podrá resultar que un sueldo que parezca menor valga más; que su mezquindad tenga grandes compensaciones, y que el verdadero juicio que debe formarse acerca de la situación del profesor sea diametralmente opuesto a los datos numéricos.

Los documentos oficiales dicen que en las cátedras de Astronomía, Física, Matemáticas, Malacología, Entomología, Geología, Anatomía comparada, sánscrito, con ser únicas en España las abiertas en Madrid, ha habido de dos a seis alumnos, en la que más, durante el curso de 1877 a 1878; que la de Paleontología no ha tenido alumnos matriculados ni oyentes; y con decir esto, que es bastante, todavía no revelan toda la triste verdad.

Si queremos formar idea aproximada del estado de la instrucción en España, no tengamos sólo presentes los documentos oficiales, y los incompletos y poco exactos datos estadísticos; busquemos la verdad por caminos menos breves pero más seguros.

Si somos instruidos en un ramo cualquiera de conocimientos, juzguemos sin pasión, pero sin injusta indulgencia, a gran número de profesores que aprueban y a la casi totalidad de discípulos aprobados; si no tenemos instrucción suficiente para hacer este juicio, preguntemos a personas de ciencia y conciencia, y ellas nos dirán si desde el año del doctorado a la escuela de primeras letras, ambos inclusive, se enseña como se debe enseñar, y se aprende como se debe aprender, salvas las excepciones honrosas que no invalidan la regla.

Recordemos cuántas familias conocemos que envíen a sus hijos a la escuela o al colegio para que aprendan, y no por quitárselos de encima, y que si los matriculan en el Instituto o en la Universidad desean que adquieran los conocimientos debidos y no que ganen años; cuántos padres que se enteren de la conducta y aprovechamiento de sus hijos, y pregunten de continuo a los profesores, auxiliándolos en una tarea que ya es ardua con el auxilio de la familia, y que es imposible sin él.

Veamos cuántas bibliotecas hay en España, qué horas están abiertas al público, qué facilidades le ofrecen, cuántos lectores acuden y qué clase de obras piden.

Entremos en las dependencias del Estado; veamos la instrucción que tienen los empleados, no exigiendo por regla general ninguna, y menos cuanto más elevados son los cargos.

Recordemos que, cuando en una ocasión se quiso sujetar a los empleados de Hacienda a un examen en que aprobasen mucho menos que debe aprenderse en la escuela de instrucción primaria, hubo en el ramo una alarma, un verdadero pánico; anunciáronse maestros que se ofrecían a enseñar en breve plazo lo indispensable para conservar el destino, y hasta hubo algunos discípulos que creyeron que iba a realizarse la medida que no se llevó a cabo.

Tomemos acta de lo que han sido los exámenes de empleados de Correos.

Examinemos nosotros, cada uno en aquellas cosas que son de su competencia, los documentos oficiales que salen de los centros directivos, y veamos qué grado de ciencia revelan.

Anotemos los fallos que anula el Tribunal Supremo de Justicia por desconocimiento de la ley de parte de los que la aplican.

Comparemos la proporción en que se venden los libros serios que pueden instruir y los frívolos que divierten, no siempre sin perjuicio de la moral, y también la concurrencia a los caros espectáculos, a veces grotescos, a veces inmorales, a veces crueles, con la que asiste a las lecciones que la ciencia da de balde o por muy poco dinero.

Veamos cuántas asociaciones hay en España para propagar la instrucción, qué actividad hay en ellas, cuánto gastan y cómo emplean sus fondos.

Contemos el número de libros científicos originales, y el número de lectores de ellos y de los traducidos, así como de las revistas científicas y literarias y lo que en éstas es original.

Tengamos en cuenta los premios que se ofrecen en España a los trabajos notables en ciencia y literatura.

De los hombres que han concluido una carrera, observemos cuántos siguen estudiando después de obtenido el título, y cuántos no tienen ni aun los libros y disposiciones oficiales indispensables para desempeñar bien su profesión.

Comparemos lo que se despilfarra en superficialidades o en dar mal ejemplo, y la mezquindad con que se retribuye al maestro que para sustentar la vida, que abrevia con ímprobo trabajo, tiene que reunir un gran número de niños en un local reducido, donde se hallan apiñados en pésimas condiciones higiénicas, y cuyos padres economizan el sueldo del maestro a costa de la salud y tal vez de la vida de sus hijos, que no respiran impunemente por espacio de muchos años atmósfera tan viciada.

Entrémonos en la casa de nuestros amigos y conocidos; gente que tiene comodidades, y aun lujo, y veamos qué libros tienen y qué libros leen, y si dedican alguna hora al día o a la semana a cultivar su inteligencia.

Pasémonos por los locales que con el nombre de casinos u otro cualquiera sirven de punto de reunión, y veamos lo que hay que leer y lo que se lee en el gabinete de lectura, y lo que se habla en la sala de conversación.

Tomemos nota de los Ayuntamientos que han pedido la supresión de la escuela de primeras letras, de los que no pagan al maestro, y de los que, aun cuando los paguen, descuidan la enseñanza, y aun cuando les conste que está muy mal, no hacen nada para mejorarla.

Todos estos hechos y otros análogos, bien observados, podían darnos más medios de descubrir la verdad que la lectura de documentos oficiales y de datos estadísticos, que, por incompletos o poco exactos, son muy propios para inducirnos a error. El resultado de nuestras observaciones sobre la enseñanza y cultura general no podrá menos de ser un triste convencimiento de que en España la instrucción está poco generalizada, es poco profunda, inspira escaso interés, y se mira con indiferencia aun por las clases que están en mejor posición para adquirirla y apreciarla: entre la gente menos acomodada o ilustrada, claro está que será aún menor el respeto al saber y el deseo de instruirse.

Como la instrucción se aprecia en proporción que se tiene, y se hacen esfuerzos para lograrla en proporción que se aprecia, España está mal dispuesta para el trabajo y sacrificios que exige la enseñanza obligatoria, si ha de ser una realidad y no una ley que no se cumple. Estos sacrificios y trabajos tienen que ser proporcionados a los obstáculos que hay que vencer, obstáculos morales que dependen de la ignorancia o inmoralidad, y obstáculos materiales que son consecuencia del número insuficiente de escuelas, de los escasos medios de enseñanza con que cuentan, de su imperfecta organización, y, por último, de la pobreza y aun miseria de los que han de asistir a ellas.

El número de escuelas públicas es insuficiente, el de alumnos suele ser excesivo; en muchos casos no se puede enseñar, ni aun el orden material es posible, y el local reducido y mal apropiado prueba que se tiene muy poco en cuenta la higiene y la salud de los niños. Si los que asisten voluntariamente no caben, ¿qué sucedería si la enseñanza fuese en realidad obligatoria?

Los medios materiales de enseñanza es raro que sean de los más perfectos, y muy común que se carezca aun de los más sencillos e indispensables.

En muchas localidades la escuela está a tanta distancia que es imposible que los niños la frecuenten, sobre todo en el rigor de las estaciones, cuando tienen que arrostrar los ardores del sol, o la lluvia y la nieve, mal vestidos y mal calzados o descalzos. Cuando van pierden en ir y venir la mitad del tiempo que habían de dedicar a instruirse, si acaso no lo pierden todo, sirviendo la escuela de pretexto para andar de paseo, en busca de nidos o de fruta del cercado ajeno.

Algunos españoles dicen con orgullo que entre nosotros no hay, como en Inglaterra, escuelas de desfarrapados; pero falta saber si es por que no van a la escuela, o porque no los hay: nos inclinamos a lo primero.

Como nuestro asunto es la enseñanza primaria obligatoria, desentendámonos de los niños que van a la escuela sin que se les obligue, y con aquellos que será preciso obligar formemos las categorías siguientes:

1ª Niños que no van a la escuela por descuido de sus padres o por la dificultad que tienen éstos de obligarlos a que vayan.

2ª Niños que no van a la escuela por carecer de vestidos y de calzado.

3ª Niños que no van d la escuela porque mendigan.

4ª La Niños que no van a la escuela porque trabajan.

Hemos leído en páginas de libros y columnas de periódicos largas parrafadas contra los padres pobres que faltan a sus deberes descuidando la instrucción de sus hijos, y que, en vez de sacrificarse por ellos, los sacrifican, o por lo menos los explotan con punible egoísmo, sujetándolos a un trabajo prematuro que no permite el desarrollo de sus fuerzas físicas ni intelectuales, etc., etc. Suele haber en todo esto más declamaciones que conocimiento del verdadero estado de las cosas.

Examinemos brevemente la situación de los padres de las cuatro categorías de niños que hemos formado:

1ª Hay muchos padres pobres que, pudiendo, no cuidan de que sus hijos vayan a la escuela, y este descuido es ciertamente censurable; pero ni el número es tan grande como parece a primera vista, ni la culpa tampoco: recordemos que el ignorante no puede dar a la instrucción la importancia que tiene, y que en este caso se hallan muchos padres que no cuidan que sus hijos la adquieran. Hemos dicho que su número no es tan grande como parece a primera vista, y, en efecto, acaso se tacha de descuido lo que es imposibilidad en ocasiones u ofrece grandes dificultades.

Padres que necesitan estar ausentes de sus casas todo el día, mandan a sus hijos a la escuela, pero no pueden llevarlos; ¿podrán evitar que dejen de ir, o que se salgan y no vuelvan? Es frecuente ver una pobre viuda con hijos pequeños, antes de salir de casa a ganar pan para ellos, recomendarles que vayan a la escuela y castigarlos si no van, y luchar así con la pereza y la vagancia de sus hijos hasta que se cansa. La mayor parte de los que la acusan de no hacer más esfuerzos no se habrían esforzado tanto; no saben la perseverancia que necesita, ni la resistencia que hay que vencer en criaturas que tienen la tentación de la holganza, del aire libre, de juegos y mil distracciones enfrente de la escuela, que es trabajo, inmovilidad, malas condiciones higiénicas, que aunque se desconozcan se sienten, y castigos a veces brutales para hacer equilibrio al que pueda imponer su madre. Aun en esta categoría hay grandes dificultades que no se tienen en cuenta para que los padres pobres hagan que sus hijos frecuenten la escuela, y es absurdo establecer ninguna institución social contando con perseverancias heroicas.

2ª Son muchos los niños que, por estar casi desnudos y enteramente descalzos, no van a la escuela, ya porque no los admiten en ella, como sucede en algunas, ya porque su madre no se resuelve a que salgan de casa sin abrigo ni calzado; si se la reconviene, y contesta: ¿Dónde quiere usted que le envíe como está y con el frío que hace?, no hay qué replicar.

3ª Son muchos los miles de niños que mendigan, lo que es síntoma de crónica enfermedad social y causa de que se agrave. Ya forman parte de familias de mendigos sin domicilio fijo, ya de familias con hogar que los arrojan de él por la mañana con amenaza de castigo si a la noche no traen una cantidad cuyo mínimum se fija; ya se ceden a ciegos para que les sirvan de lazarillos y canten y toquen, ya a otros mendigos válidos mediante retribución o sin ninguna. Otras veces se sacan de las casas de Beneficencia, que, no correspondiendo a su nombre, confían los expósitos a personas que se forman con ellos una renta, obligándoles a mendigar y recoger cada día un mínimum de limosna; por la noche se los mete en un zaquizamí o en una cueva. Habrá quien tenga esto por imposible, y, no obstante, es cierto. ¿Cuántos miles de niños mendigan en España? Muchos positivamente; el número exacto ni aproximado nadie lo sabe.

No es éste el lugar de acusar a la sociedad por el pecado, ni de argüirla por la insensatez de dejar miles de niños que hacen en la mendicidad el aprendizaje de todos los vicios, se preparan para todos los crímenes y se inhabilitan para la dignidad del hombre honrado; no es éste el lugar de probar que se puede hacer mayor daño dejando mendigar a un niño que abandonándole sin socorro en la vía pública, donde su desnaturalizada madre le expone: aquí sólo nos incumbe consignar que la enseñanza obligatoria se hallará con miles de niños que recorren mendigando las calles, las plazas y los caminos, sin que la conciencia pública ni las autoridades se opongan, porque no llamamos oposición a órdenes arbitrarias que no suelen cumplirse, y que, caso de que se cumplan, no tienen más esfera de acción que el perímetro de alguna ciudad populosa.

4ª Muchos niños dejan de ir a la escuela porque trabajan: su ocupación varía mucho. Cuidan uno o varios hermanos más pequeños para que su madre pueda ganar alguna cosa; guardan ganado; recogen hierba, leña, frutas silvestres o estiércol por los caminos; entran en el servicio doméstico o en el militar; son vendedores ambulantes o auxiliares de otros; están de aprendices con un artesano, o de operarios en una fábrica, o hacen labores que no necesitan aprendizaje ni mucha fuerza; y, en fin, de otros varios modos prestan servicios en cambio de una retribución quo, aunque pequeña, es de gran precio para una familia pobre y numerosa.

Los que declaman contra los padres que en vez de enviar a sus hijos a la escuela los mandan donde puedan ganar algo, antes de formular sus acusaciones deberían entrar en las casas de los pobres y hacerse cargo de cómo viven. Aun prescindiendo de crisis, y teniendo sólo en cuenta los días festivos y aquellos en que por otras causas no se trabaja, el jornal de un bracero en España, por término medio, no es calcularle muy bajo ponerle en seis reales diarios. Véase el precio de las habitaciones y el de los mantenimientos, y dígase si es posible que un hombre pueda sostener una familia sin que la mujer le auxilie, y los hijos tan pronto como puedan. La situación de los labradores pobres no es más aventajada: basta para convencerse de ello entrar en su miserable vivienda, ver su ajuar y lo que comen y cómo visten: también puede tomarse nota de los miles de ellos que tienen que ceder al fisco la poca tierra que poseen en cambio de la contribución que no pueden pagar.

De las provincias del Norte la emigración de muchachos y de niños para América es continua, y también de jóvenes para el África en las provincias de Levante. Este es el estado normal, prescindiendo de crisis industriales y mercantiles, de malas cosechas y otras calamidades; estado que revela que la pobreza es general, y que hay millones de españoles que viven en una verdadera penuria, y si tienen familia algo dilatada carecen de lo necesario fisiológico para sus padres ancianos y para sus hijos pequeños. En tal situación, aunque no se sepa muy bien si los niños, trabajando antes de tiempo, ganan o pierden la vida, es inevitable que trabajen; el hambre los arroja a la calle, al campo, a la fábrica, al taller, y la ley de enseñanza primaria obligatoria tiene que luchar con la de la necesidad, y será vencida por ella si no recibe auxilio de otras leyes, de otras disposiciones, y el concurso de los particulares que cooperen eficazmente y se asocien para difundir la instrucción.

La ley que obligue a enviar los hijos o pupilos a la escuela, impondrá alguna pena a los padres o tutores que no la cumplan. ¿Y cuál será esta pena? Prisión o multa. ¿Y es moral ni materialmente posible imponer penas pecuniarias por semejante falta a los que están en la miseria, o llevarlos a la cárcel, donde hay que mantenerlos y ellos no pueden trabajar para mantener a sus hijos? ¿Es moral ni materialmente posible multar ni prender a un hombre honrado porque en su miseria utiliza el trabajo de su hijo en vez de mandarle a la escuela, cuando las leyes autorizan la embriaguez, la prostitución, el juego de la lotería, y de hecho todas las diversiones inmorales y crueles, y el adulterio, puesto que no se persigue de oficio? ¿Se penará al padre que no envíe a la escuela a sus hijos legítimos, al mismo tiempo que se autoriza el abandono completo y cruel de los naturales? ¿No perdería más la educación moral de un pueblo que ganaría la literaria si en él se penaran acciones inevitables o faltas leves, mientras la ley autorizaba faltas graves y verdaderos delitos? ¿Puede la ley contribuir a trastornar las ideas o a obscurecer la noción de lo justo y de lo injusto sin hacer un daño grave, inmenso?

En teoría, ¿qué no puede formularse? Es vasto el campo de la imaginación; pero en la práctica no son hacederas estas cosas. El sentido común opondría una resistencia invencible a que se multase o prendiera a un padre porque no enviaba a la escuela al hijo que, descalzo y desnudo, tenía que recorrer con tiempo crudo una gran distancia, o que, acosado por la miseria, utilizaba su trabajo en vez de procurar su instrucción. Por otra parte, las Autoridades, en general, no estarían dispuestas a secundar los rigores injustos de la ley; lejos de eso, es de temer que contribuyan poco a que se realice su justicia cuando de difundir la instrucción se trate. Los Ayuntamientos, que no vigilan la instrucción, que no se interesan por ella, que piden que la escuela se suprima o que se resisten a pagar a los maestros contra las órdenes reiteradas de Autoridades superiores, ¿se convertirán en cooperadores activos y perseverantes de la enseñanza primaria obligatoria, como es preciso para que sea una realidad?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿suprimirá la mendicidad que degrada tantos miles de niños, la vagancia que pervierte tantos otros, y tendrá medios de obligarles a que asistan a la escuela?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿disminuirá la miseria, hará más general el bienestar, de modo que los pobres no se vean en la necesidad de utilizar el trabajo de sus hijos pequeños?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿llevará a los padres el convencimiento íntimo de la utilidad de instruir a sus hijos de modo que se hallen dispuestos a hacer cuanto esté en su mano para que se instruyan?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿destruirá las preocupaciones que todavía existen a favor de la ignorancia y la indiferencia por el saber?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿cambiará en actividad la apatía de las Autoridades y corporaciones, y vencerá la resistencia pasiva que opondrán?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿podrá allegar los medios pecuniarios, morales e intelectuales necesarios para realizar la enseñanza primaria obligatoria?

Una ley no puede hacer todo esto en ninguna parte, y menos en España, donde las leyes ni se respetan mucho ni se obedecen bien. Si además recordamos que, al pretender generalizar los conocimientos, cuanta mayor es la ignorancia, es decir, el obstáculo, es menor la fuerza para vencerle, es decir, la instrucción, nos convenceremos de que dificultades de tan diversa índole, tan graves y numerosas, necesitan para superarse diversidad de medios y cooperación de todas las fuerzas vivas de la sociedad.

Por una parte, es bueno que la ley consigne el principio de la enseñanza obligatoria a fin de contribuir a generalizar la idea de que es un deber de los padres educar a sus hijos, y una parte muy esencial de la educación el instruirlos.

Por otra parte, es altamente perjudicial promulgar leyes que no han de cumplirse, hacer delincuentes honrados, e imaginar que, una vez hecha la ley impracticable, no queda nada más que hacer.

En vista de todo esto, creemos que convendría consignar el principio de la enseñanza primaria obligatoria en la ley, pero haciéndola bastante flexible para que, sin romperla, se adaptase a las diferentes circunstancias de los legislados; para que obligase al que puede cumplirla sin oprimir al que no se halle en este caso el para que pudiera dejar de ser cumplida sin desobediencia, conciliando así el respeto que se le debe y las exigencias de la necesidad.

Creemos que además, al promulgar la ley de instrucción primaria obligatoria, debería tomarse otras varias medidas, ya por medio de leyes, ya por otras disposiciones oficiales.

Creemos, en fin, que la iniciativa del Estado en todas sus esferas, por más activa y perseverante que sea, no será bastante eficaz si no es grandemente auxiliada por la cooperación del individuo, que con su personal esfuerzo, y principalmente asociándose, contribuya a una obra que, como las obras grandes, tiene que serlo de todos.

La soberanía nacional exige que la nación tome parte activa, espontánea, perseverante o inteligente en el cumplimiento de las leyes que promulga, y la ley de enseñanza primaria obligatoria no puede ser excepción a la regla general.

Establecidas las verdades que anteceden (a nuestro parecer lo son), resta discutir los tres puntos siguientes:

¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?

¿Qué debe hacer el Estado para generalizarla?

¿Qué deben hacer los particulares y las corporaciones con el mismo objeto?

Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?

Para concretarnos a nuestro asunto prescindiremos de lo que es en España la instrucción primaria en general, limitándonos a tratar de la que se da a los niños pobres, únicos a quienes de hecho habrá de aplicarse la ley de enseñanza obligatoria; los que pertenecen a las clases regularmente acomodadas van a la escuela por el cuidado de sus padres y sin coacción de la autoridad.

Antes de indicar lo que en nuestro concepto deben hacer el Estado y los particulares para generalizar la instrucción, conviene fijarse bien en lo que ha de ser ésta, ya para saber los medios que necesita y los obstáculos que hallará, ya para adquirir el convencimiento de que son necesarios los sacrificios que exige.

La instrucción primaria que entre nosotros se da a los pobres se reduce a leer mal, escribir peor, algunas imperfectas nociones de aritmética, y respecto a religión encomendar a la memoria el catecismo de la doctrina cristiana. Estos conocimientos se olvidan en todo o en parte, según que hay o no ocasión de ejercitarlos; alguna vez, las menos, se perfeccionan.

El que sabe leer, escribir y contar tiene una ventaja grande sobre el que ignora estas cosas; es capaz de desempeñar muchos cargos para que el otro no sirve, y posee un instrumento de instrucción; pero si no le usa, no está instruido: lo que se llama instrucción primaria, con más propiedad se llamaría preparación primera para instruirse. Para convencerse de que la instrucción primaria a que nos referimos no da cultura bastan algunas pruebas muy sencillas, que cualquiera puede hacer. Reúnanse cierto número de hombres y mujeres del pueblo, de la misma edad próximamente, unos que saben leer y escribir, y otros que no. Ignorando los que son completamente iliteratos y los que tienen algunas letras, háblese con todos de asuntos graves, de religión, de moral, de economía, de política, etc., etc. Anótese lo que dice cada uno, y es seguro que por el modo de discurrir no se conocerá los que tienen instrucción primaria y los que carecen de ella. El despejo natural, la clase de personas con quienes han tratado, el oficio que ejercen, el haber recorrido varios países o permanecido siempre en el mismo, la honradez y otras varias circunstancias, influirán para que aquellos hombres tengan más ideas y más exactas que el que sepan leer y escribir, o no. Es frecuente en cuadrillas de trabajadores fijarse en alguno a quien, por lo bien que comprende y discurre, se le quiere dar un cargo, para el que resalta inhábil por no saber leer. A esta misma clase de personas distribúyanse libros sobre varios asuntos, y para cuya inteligencia parece que no se necesita más que buen sentido, y se verá que no comprenden nada o muy poco. Acerca de lo que han de hacer en su oficio, o sobre otra cosa aún que les sea familiar, déseles por escrito una explicación que parezca muy clara, y se verá que no la comprenden. Saben leer y no entienden lo que leen, porque no saben discurrir, porque su inteligencia no se ha desarrollado ejercitándose, y parece que hay más de mecánico que de intelectual en la facultad que han adquirido de traducir en sonidos articulados los signos escritos.

Estos y otros hechos análogos, que alguno podrá juzgar exagerados, pero que la experiencia confirma, prueban que la instrucción primaria que reciben los pobres en España no merece el nombre que lleva, que es un medio de adquirir conocimientos, pero, como no suele emplearse, no da cultura.

A veces se adquieren algunos conocimientos en la escuela; pero es frecuente olvidarlos tan completamente que no queda de ellos el menor vestigio. En las escuelas de párvulos se oye decir en ocasiones: saben más que sus padres... Es cierto, y puede añadirse: más que sabrán ellos mismos dentro de diez años. Ya procuraremos investigar si hay medio de evitar que esto suceda; aquí nos limitamos a consignar que los pobres aprenden muy poco en la escuela, que una parte de lo que aprenden se les olvida, y lo que conservan sólo por excepción les sirve para ilustrar su inteligencia y rectificar su voluntad.

En una reunión de hombres del pueblo, si tratan de ciertos asuntos, tal vez adivinemos los que saben leer, no por el mayor número y elevación de ideas, sino por el mayor número de errores. En efecto, poseen un instrumento que pueden emplear bien, pero que están muy expuestos a emplear mal. Se enseña al hombre del pueblo a leer y escribir, pero no a discurrir; no se dirigen sus lecturas, no se le proporcionan buenos libros, ni revistas que le instruyan, ni periódicos que no le extravíen; y como él no tiene verdaderamente instrucción alguna, como carece de base fija, de puntos cardinales de donde parta su inteligencia y adonde vuelva cuando entra en actividad; como no puede elevarse y abarcar un horizonte extenso, ni establecer comparaciones, si naturalmente no tiene un buen sentido muy firme y el escrito que lee está lleno de errores, no sólo hay peligro de que incurra en ellos, sino de que les cobre afición y busque más, y no alimente su espíritu de otra cosa. Un libro para una inteligencia que no tiene medio de juzgarle, es una especie de tirano; sojuzga, y lo mismo puede dirigir que extraviar; no hay conformidad de pensamiento, hay creencia, y el autor no tiene discípulos, sino partidarios. Esta disposición de la ignorancia letrada es alarmante cuando se publican muchos libros inmorales y absurdos, y debe hacernos reflexionar en lo que hacemos cuando enseñamos a leer a un muchacho que no le enseñamos más.

En Europa, sobre todo en las naciones menos cultas, se fija la atención en el gran número de delincuentes que no saben escribir ni leer: en los Estados Unidos de América se hace la observación de que los delincuentes saben leer y escribir, lo cual produce cierta alarma entre los partidarios de que la instrucción se generalice. Mas ¿por qué admirarse de que las primeras letras no sean un preservativo contra el crimen, si positivamente no lo son contra la ignorancia?

Concretándonos a España, nada se puede concluir en contra de la instrucción por los resultados que haya dado hasta aquí entre los pobres el conocimiento de las primeras letras, y a la verdad se pierde bastante trabajo y dinero por no emplear alguno más: no sabemos con qué razón ni derecho se ha de hacer la enseñanza obligatoria si no es instructiva.

Muchos extrañan que haya tanto descuido en gran número de padres que no envían a sus hijos a la escuela, y nosotros nos hemos admirado no pocas veces de su constancia en enviarlos, oyéndolos decir con verdad que no aprendían nada. No es de este lugar inquirir las causas, sino consignar el hecho de que para aprender de memoria el catecismo de la doctrina cristiana o mal leer, escribir y contar peor, cosas que con frecuencia olvidan, que utilizan si acaso en su provecho material, rara vez en el moral o intelectual, para ventaja tan pequeña, en ocasiones muy problemática, los niños van años, muchos años a la escuela.

Hay quien se alarma, quien se desalienta, quien desespera al ver que la instrucción no produce los bienes que se habían esperado de ella, y aun que no produce bien alguno.

Uno de los caminos que conducen a desesperar, es esperar demasiado; no se le debe pedir a la instrucción lo que ella no puede dar, ni exigir que, siendo una parte de la educación, haga veces de la educación toda. Si hiciéramos de cada hombre un doctor en Derecho, en Medicina, en Ciencias naturales, físicas y matemáticas, y en Filosofía y letras, habría de estos doctores en presidio. ¿Cuántos? Probablemente pocos, pero su número podría aumentar bastante si todos los otros elementos de perfección conspiraban contra los resultados obtenidos por el cultivo de la inteligencia. No nos asemejemos a los curanderos o a los ilusos que los pagan, creyendo que existe algún remedio que cura todos los males. Los hay inevitables en la sociedad como en el individuo; disminuir su número y su gravedad, ése es el gran problema, la alta misión de toda persona honrada. Y para lograr este objeto, es decir, para que el elemento intelectual contribuya a él cuanto fuere dado, ¿qué instrucción conviene dar al pueblo?

Y esta instrucción conveniente, ¿hasta qué punto es posible?

En materia de instrucción, la más conveniente nos parece la más sólida; aquella que enseña al hombre mejor, mayor número de cosas en el orden de su importancia. El peligro para el individuo y para la colectividad no está en saber, sino en ignorar; no está en la armonía del conocimiento, sino en el desequilibrio que resulta a veces de conocer la verdad en un orden de ideas, y estar en el error respecto a todos los otros o de varios de ellos. La parte de verdad conocida ensoberbece al que la posee, deslumbra a los otros, y es anatematizada como error cuando éste prevalece, y al desplomarse la envuelve en su caída. Seguramente es más perfecto el hombre que no tiene ideas que el que las tiene equivocadas; pero hoy la ignorancia no es preservativo contra ninguno de los extravíos de la razón; todo es público y notorio, los absurdos como las demás cosas, y para que el error no sea popular y contagioso no queda más recurso que generalizar la verdad. Con no enseñar a leer al pueblo no evitaremos que aprenda de viva voz lo que no es cierto, lo que es absurdo, lo que es inmoral. A veces hay un hombre rudo leyendo un periódico a otros que no saben leer; el oír que deletrea y tropieza, y se atasca y dice disparates que no están escritos, puede dar risa, mas también pena y miedo. Otras veces no es un lector, sino un orador, el que reúne auditorio ignorante y numeroso, que, enardecido por la pasión, queda moldeado por el error de una manera indeleble. La verdad misma, la santa verdad, a veces mal comprendida, hace daño como alimento sano en estómago enfermo. Pueden observarse muy a menudo absurdas aplicaciones de principios exactos; consecuencias desatinadas de premisas razonables; atentados contra el derecho invocando reglas de justicia.

En la actividad febril y la comunicación continua de los hombres en la época actual; con los mil cambios, vicisitudes, revoluciones y trastornos, todos oyen algo de lo que dicen los otros; los sucesos barajan las personas, acercando las que estaban más distantes, y poniendo más o menos de manifiesto la manera de ser y de pensar de cada una.

Prescindiendo de propagandas organizadas a que se coopera de propósito, hay la gran propaganda a que se contribuye, a que contribuimos todos, queriéndolo o sin quererlo, ignorándolo o a sabiendas. Esta propaganda consta de elementos los más variados, infinitos en número, y que, con ser heterogéneos y aun discordes en apariencia, se armonizan.

Las conversaciones que oyen los criados y la conducta de sus señores, que ellos ven de cerca.

El proceder de las personas de algún viso que, aunque no se publique, se hace público.

Diálogos en las diversiones públicas durante los entreactos, en las salas de espera de las estaciones o en los coches del ferrocarril.

Las discusiones que el mozo de café oye a los parroquianos, los discursos y brindis que no pasan inadvertidos para el que sirve el almuerzo o la comida en la fonda.

Lo que ha dicho el general H., el oficial J. o el sargento R., que se sabe a las cuarenta y ocho horas en el ejército, en el regimiento o en la compañía.

Los miles de soldados y de estudiantes que todos los años llevan ideas de los centros a la circunferencia.

Los miles de viajantes y viajeros que, por gusto o por negocios, recorren el mundo y tienen cátedra en las mesas redondas.

Con motivo de un mendigo que se lleva a la prevención, de un delincuente que se escapa, de un hombre que cae acometido de un accidente o atropellado por un coche, etc., etc., se forma un grupo numeroso, en el que no se sabe quién dice palabras que impresionan, que no se olvidan, que se repiten.

En las obras públicas, el ingeniero habla con el ayudante, éste con el sobrestante, éste con el capataz, éste con los jornaleros, que no tardan en saber cómo piensa sobre muchos asuntos el que dirige la construcción del puente, del túnel o del viaducto.

Los marinos, agrupados sobre algunos metros de tabla, tropezándose de continuo en tan breve espacio, viéndose en las supremas crisis de la vida, y cuando la proximidad de la muerte revela grandezas o miserias, arranca disfraces a la hipocresía o rompe velos de modestas virtudes, han de comunicar entre sí necesariamente lo que piensan y lo que sienten.

En las fábricas y en los talleres, como en las obras públicas, por la escala que establece la jerarquía industrial van descendiendo las ideas y llegan del director hasta el último obrero.

Se comunican los pensamientos por un socorro que se da, por otro que se niega, por las palabras, por el silencio, por una sonrisa, por una lágrima, por un gesto.

Una camilla en que un hombre es conducido al hospital, o una carroza en que otro es llevado en triunfo, pueden ser ocasión de que alguno inocule un error o una verdad.

Comunicar es propagar, y esta comunicación continua, activa, universal, inevitable, de todas las clases, constituye la propaganda, inevitable también, de ideas y opiniones.

Si fuera posible suprimir todos los libros, folletos, periódicos, la publicidad, en fin, que se logra por medio de la imprenta, de modo que nadie leyera nada, absolutamente nada; si se suprimieran todas las academias, tribunas, cátedras, escuelas, y cuantos medios puedan imaginarse para enseñar públicamente por medio de la palabra, no se detendría por eso la corriente de las ideas. Caminarían más despacio, pero avanzarían; y cuando se las imaginara sepultadas para siempre, reaparecerían como esos ríos que la tierra parece tragar, que corren subterráneos, y salen más adelante y con mayor caudal de agua que cuando desaparecieron.

Y si es imposible evitar la propaganda de las ideas, ¿qué debe hacerse? Procurar que sean sanas las que se propaguen; fácil o difícil el medio, es preciso adoptarlo porque no hay otro.

Es común la equivocación de suponer que el error, como el rayo, viene de arriba, cuando el hecho es que se forma con elementos de arriba y de abajo. No nace armado de punta en blanco, como Minerva de la cabeza de Júpiter, sino que se desprende de alguna eminencia más o menos elevada y crece como la bola de nieve. Se dice: tal hombre, tal escuela, tal secta, tal partido, han extraviado al pueblo con sus doctrinas, con sus ideas, con sus opiniones. Y ¿por qué y cómo?

Porque el pueblo era ignorante; porque ha podido hacérsele admitir el error por verdad, lo perjudicial por útil, lo injusto por equitativo, y esto ha sido preciso hacerlo despacio, gradualmente, como toda seducción. El envenenamiento por el error se hace empezando por pequeñas dosis, que se aumentan a medida que el espíritu le tolera; si se comenzase por dar toda la cantidad que al fin puede recibir, la arrojaría de sí. El origen de muchas cosas se pierde en la noche de los tiempos; pero cuando se conoce el de las escuelas filosóficas que extravían, se ve que el error y la mentira han ido creciendo gradualmente, a medida que se hallaba creyentes y discípulos, como una escalera que no se sube sino a medida que se construye, porque tiene que servirse a sí misma de andamio. La falsedad creída, el error aceptado, sirven de punto de apoyo para otro error y otra falsedad, éstos para los que se establecen después, y así sucesivamente. Si en el buen sentido y la buena conciencia hubieran hallado obstáculos los primeros extravíos, habrían sido imposibles los ulteriores. Una mentira o una opinión equivocada pueden ser obra de un hombre, pero en toda doctrina falsa toma parte alguna colectividad ignorante. Las masas no pueden ser electrizadas por el error sin establecer corriente entre ellas y los que las electrizan, sin cerrar el circuito por conductores de ignorancia.

Así, pues, hay que combatir los malos libros con libros buenos, las lecciones erróneas con lecciones verdaderas; pero teniendo presente que el medio más eficaz de evitar que se afirmen errores es hacer de modo que no haya quien los crea. ¿Cómo imaginar que sea posible el orador sofístico y demagogo si no se apoya en las mismas pasiones que enciende, y en vez de una multitud ignorante y enardecida tiene un auditorio circunspecto o instruido?

Para evitar que las multitudes se extravíen no hay, pues, otro medio que hacer que no sean extraviables; puestas en movimiento están y es fácil llevarlas por donde no deben ir detenerlas es imposible, y aun guiarlas por mucho tiempo; lo único hacedero, estable y seguro, es enseñarlas de modo que se guíen ellas. Esto no se conseguirá con que sepan leer y no discurrir, de manera que o no lean o no entiendan absolutamente, o entendiéndole a medias y sin ser capaces de juzgarle, aprendan en él lo necesario para sustituir el error a la ignorancia.

Y si no limitamos la instrucción de las masas a leer, escribir y contar, ¿pretenderemos hacer de cada uno de los individuos que las componen un sabio? Bueno sería, si fuera posible; pero comprendemos que no lo es, y por eso nos limitamos a querer que cada hombre, que todo hombre sea un ser racional con necesidades intelectuales como físicas, proporcionadas al medio social en que vive y modo de satisfacerlas.

Religión que se fija en el alma de una manera indeleble, como los axiomas que no es necesario demostrar; creencia razonada que halla su apoyo en la conciencia; la autoridad indisputable de la revelación perenne hecha al entendimiento que percibe directamente las verdades necesarias y al corazón que siente aspiraciones que son promesas; comunicación de la criatura con el Criador, lazo que el hombre puede negar, mas no puede romper, y se manifiesta en el piadoso que ora y en el impío que blasfema.

Moral, no rutinaria y movediza, sino fija y arraigada en las profundidades de la conciencia e iluminada por la luz del entendimiento. Razón amorosa, o amor razonado que piensa y siente a la vez el deber imperativo, la austera virtud, la abnegación sublime.

Conocimiento del hombre, de su espíritu y de su organismo para que más fácilmente mantenga sano uno y otro.

Idea del universo, de las organizaciones microscópicas, de los soles que giran en el espacio, de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande, que, iniciando al hombre en los prodigios de la creación, le eleva al Criador.

Estudio de las sociedades humanas, de su historia, de lo que es en ellas el Derecho, y cómo de las leyes morales, intelectuales, físicas, se derivan las civiles, económicas, penales y políticas. Y, por último, iniciación en el arte para comprender las armonías de la belleza, de la justicia y de la verdad.

Tal es, en resumen, lo que, a nuestro parecer, debe constituir la instrucción popular; tales las necesidades intelectuales de pueblos que se dicen soberanos, y que, desdeñando toda autoridad, hacen cada vez más imprescindible la de la razón.

Esta instrucción sólida, verdadera, única que merece el nombre de instrucción, ¿es cosa fácil y en breve tiempo hacedera? No. ¿Es cosa impracticable o inútil? Tampoco. Nos parece posible, difícil y necesaria; no podemos improvisarla, ni prescindir de ella. ¿Por qué medios podrá realizarse? Procuremos investigarlo en los capítulos siguientes.

Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?

Para adquirir un conocimiento cualquiera se necesita:

1º Aptitud, facultad de conocer.

2º Voluntad.

3º Medios y circunstancias exteriores que se armonizan con la voluntad activa y la capacidad intelectual.

Aptitud para conocer. Los hijos del pueblo son capaces de adquirir todo género de conocimientos. No hay en su naturaleza espiritual ni en su organización física ningún obstáculo invencible que les impida aprender las verdades necesarias. A pesar de la diferente instrucción, educación y género de vida, ¡cuántas semejanzas existen en la mayor parte de los hombres respecto a las cosas esenciales del orden intelectual, y cuántas coincidencias en la apreciación de lo bueno y de lo bello! Hay en el sentido común más ciencia de lo que se cree, y el sentido común es la razón natural, la razón de todos, no sólo desprovista de instrucción, sino en muchos casos resistiendo la influencia de fuerzas que empujan al error.

El hombre del pueblo comprende lo que es justo o injusto, distingue el mal del bien, lo honrado de lo vil, la virtud del vicio, el egoísmo y la abnegación. Tiene un gran número de conocimientos que adquiere desde muy temprano y revelan su aptitud intelectual, que por lo común no han podido matar tantas circunstancias propias para embrutecerle. Luchando con el hambre, con el frío; aguijoneado siempre por necesidades materiales que, no satisfechas, se convierten en materiales mortificaciones, este esclavo de la materia se emancipa, proclama en la conciencia su libertad moral, y en el entendimiento la de su espíritu. Tiene casi siempre la noción clara del mal y el bien, y la intuición de las grandes verdades, de los primeros principios, base de la ciencia, que no los demuestra. Las nociones de causa, de sustancia, de permanencia de las leyes naturales, de identidad del yo, de libertad y de responsabilidad moral, de belleza, las tiene el hombre rudo como el filósofo: no las analiza, ni aun las nombra, pero las sabe.

Si a un labriego le hablamos de causalidad, no nos comprenderá; pero si le preguntamos si puede ser un hombre asesinado sin que alguno le asesine, nos responderá que no con tanta seguridad como Kant o Platón. Nunca ha oído hablar de la permanencia de las leyes naturales; pero, si se ha quemado una vez, se apartará del fuego para no volver a quemarse, como lo haría Leibniz. No ha llegado a su noticia la cuestión de identidad, pero está tan seguro como Descartes de que es el mismo que era ayer y que será mañana. En cuanto a libertad y responsabilidad moral, jamás oyó discutirlas, ni definirlas, ni probarlas, pero tiene por malo al que comete una mala acción; y si él hace mal, sabe que debía y podía no haberlo hecho, y que es justo que aquel mal que hizo tenga para él consecuencias desagradables en proporción de su gravedad.

De todo lo que hemos indicado respecto a instrucción popular, tal vez lo que parezca más extraño es que forme parte de ella el conocimiento del arte. ¡El pueblo aprendiendo estética! La verdad es que el pueblo sabe mucha estética ya; que el sentimiento de lo bello es uno de los más fuertes de la humanidad, y que, así como los cantos populares prueban que el hombre es naturalmente poeta, revela su naturaleza artística el poderoso influjo que en él ejerce la belleza. El hombre quiere embellecer toda obra que sale de sus manos: en el modo varían el salvaje, el rudo, el de espíritu cultivado; pero en los tres está el sentimiento espontáneo, primitivo, fuerte, casi diríamos irresistible de lo bello. El alfarero pone ciertos adornos

en el plebeyo barro mal tostado.

El pastor pinta, como él dice, los cayados, hace labores en ellos con la navaja. El grosero zueco no sale de manos de su constructor sin que de alguna manera procure embellecerle. Si de la industria más primitiva pasamos a la que esté algún tanto adelantada, hallaremos verdadero lujo de embellecimiento en los objetos más sencillos, baratos y de uso general; es muy difícil hallar alguno que no se haya procurado embellecer. Es decir, que las personas más toscas son sensibles a la belleza. A veces niños pobres, desarrapados, hambrientos, se asoman a las verjas de un jardín, se extasían mirando las flores, y piden una con insistencia, y hasta por el amor de Dios; tan vehemente es su deseo de poseerla, tan fuerte el sentimiento de la belleza en las almas de aquellas pobres criaturas, cuyos cuerpos, sucios y cubiertos de harapos, son a veces de una fealdad repugnante. A través de ellos se abre paso la chispa divina, lo mismo para complacerse con lo bello que para aprobar lo justo y conocer lo verdadero.

Los acentos de la música son mágicos también para las muchedumbres, que se recogen y caminan lentamente a compás de la marcha fúnebre, se elevan con el canto sagrado, y se magnetizan y corren a la muerte al escuchar el paso de ataque.

Si el pueblo hambriento, haraposo, embrutecido, tiene conocimiento de las verdades esenciales y ecos para las voces divinas, sus hijos, en la edad en que la ignorancia aún no ha impreso carácter, evidente es que tendrán aptitud intelectual para adquirir todo género de conocimientos.

Voluntad. Los niños de todas las clases necesitan ser compelidos al estudio, y no hay que contar con su voluntad espontánea y firme para aprender. Con la mayor parte de los jóvenes sucede lo mismo, aunque respecto de ellos la coacción no necesite ser ya material, y ceden a la persuasión o se dirigen por el cálculo. ¡Misterios de la imperfección humana, que ha menester trabajar y propende a la holganza, que necesita instruirse y se resiste a la instrucción! Esta dificultad se halla para enseñar a los ricos, y se hallará para enseñar a los pobres aumentada por muchas causas, pero no insuperable; porque si en el hombre hay propensión a la holganza, también deseo de conocer, también complacencia cuando sabe; y el pueblo, a medida que se eduque, irá siendo más educable y mayor el concurso de su voluntad para instruirse.

Medios exteriores. La aptitud y la voluntad de conocer necesitan, para no esterilizarse, condiciones exteriores que puedan resumirse así:

Tiempo que poder dedicar a la instrucción.

Maestro que enseñe y medios materiales de enseñanza.

La sólida instrucción que pedimos para el pueblo exige una radical reforma, un cambio completo respecto al tiempo que se dedica a la enseñanza; esta reforma puede formularse así: Más años de la vida, y menos horas cada día.

El párvulo o el niño están en la escuela seis u ocho horas cada día, de las cuales pierden la mayor parte, porque en la niñez no es posible fijar por mucho tiempo la atención en ninguna cosa. Aunque este inconveniente se disminuye con métodos más o menos ingeniosos, siempre resulta que la enseñanza se da en una época de la vida en que no pueden comprenderse las cosas más indispensables para ella, y en que se retienen mal las que se han aprendido. Es muy común en los párvulos olvidar absolutamente lo que habían aprendido en la escuela: los que se felicitan de la facilidad con que aprenden, debían notar que con la misma olvidan. Con los niños sucede poco menos; si no tienen ocasión de ejercitar lo que aprendieron, desaparece en gran parte; y olvídenlo o consérvenlo unos y otros, la edad en que se da por terminada la instrucción del niño, y el pueblo no adquiere otra, no es la edad en que pueden adquirirse los conocimientos indispensables a todo hombre.

Para aprender lo que no se conserva o que vale poco, se impone a la infancia la mortificación de la escuela, y cierto que no puede verse sin pena tan grande sacrificio para tan pequeño resultado, máxime cuando se considera que no llegarán a hombres la mitad de aquellos niños, cuya vida corta se entristece y acaso se abrevia con una sujeción y trabajo tan estéril. Para que puedan dedicar a él la parte utilizable del día, durante cuatro o seis años, los niños pobres, es necesario imponer a sus padres un sacrificio, a veces imposible, y que podrían hacer si la escuela durara dos o tres horas, que es lo más que dura la atención de los alumnos que ahora invierten en ella todo el día.

De este modo, cualquier trabajo manual a que se dedicaran los niños y los jóvenes sería compatible con la instrucción literaria, que, simultánea con la industrial, no pediría al pobre más tiempo del que puede darle, al niño más atención de la que le puede prestar, y continuándose en el adolescente y en el joven, les daría conocimientos necesarios, que hoy no pueden tener por ser superiores a la capacidad de la niñez; y además, el ejercicio y aplicación de lo aprendido sería medio seguro de que no se olvidara.

¿Cuándo acaban sus estudios los que pertenecen a las clases acomodadas? A los veintitantos años, de los cuales han empleado catorce o diez y seis en instruirse. Los hijos de los pobres no seguirán, por regla general, una carrera, pero tienen que andar su camino, el de la vida, que no es fácil para nadie, y para ellos suele serlo menos; no serán abogados ni arquitectos, pero deben ser hombres racionales y honrados, lo cual es más importante y más difícil que aprender patología o el arte de la construcción. Aunque no hayan de adquirir conocimientos especiales, también pueden, dedicar menos tiempo al estudio; y como además no es posible el de ciertas materias en la niñez, su instrucción no podría terminar antes de la edad en que concluyen su carrera los que siguen una.

Dedicando una o dos horas al estudio durante doce, catorce o diez y seis años, en vez de seis horas durante cuatro, seis u ocho, la instrucción intelectual sería compatible con la industrial, como queda dicho; podría ser simultánea con ella, sin servir de obstáculo a la práctica de un oficio. Una o dos horas de día en verano y de noche en invierno, puede cualquier operario dedicarlas a su instrucción intelectual, y en todo caso hay que hacer de modo que pueda, según más detenidamente diremos en otro capítulo.

Pidiendo a los pobres el tiempo necesario para la enseñanza, de modo que pudieran darlo y utilizarlo, desaparecería una gran dificultad y se obtendría una inmensa ventaja.

Realizada esta esencial reforma, y cuando hubiera alumnos en disposición de aprender las cosas que ningún hombre debe ignorar, ¿quién las enseñaría y cómo? Cuestión es tan importante que merece capítulo aparte.

Capítulo VIII. El maestro

No se cuenta la enseñanza de primeras letras entre los trabajos insalubres, y lo es, al menos en España. La mala condición de los locales en que está la escuela; el excesivo número de niños que a ella asisten; lo poco aseados que suelen estar; el aire viciado que se respira; el estar tantas horas hablando, y con frecuencia esforzando la voz; la necesidad de dar lecciones además de la clase, o de buscar otro medio de allegar algunos recursos con que suplir la insuficiencia del mezquino salario, que suele pagarse mal, o no se paga, todo hace de la enseñanza de primeras letras un trabajo perjudicial para la salud.

Esto respecto a la salud corporal; la del espíritu todavía se halla en peores condiciones. El maestro de escuela pasa la vida en trato continuo con niños, entre los cuales es muy difícil establecer orden material y formas siquiera exteriores de decoro y decencia. Muchos son chicos de la calle, donde hablan obscenidades y blasfemias, o las oyen en casa a sus padres, que, lejos de auxiliar la obra del maestro, la hacen imposible.

Los preceptos de la escuela están en contradicción con los hábitos y los ejemplos fuera de ella; las muchas horas en que se exige a los niños quietud y atención, contradicen a la naturaleza; con ella, con el ejemplo, con el hábito, tiene que luchar el maestro días, años, toda la vida. En esta lucha es más fácil de agotar la paciencia que conservar la dulzura y serenidad de ánimo necesarias, tanto más cuanto que las faltas pasan desapercibidas y el mérito también; es un deber que no puede cumplirse sin virtud, sin una virtud que consiste en sacrificios pequeños, pero incesantes, que no se aprecian, que no se ven si quiera. Se habla de la benemérita clase de maestros de primeras letras y de su elevada misión con una sinceridad algo sospechosa, puesto que ni las colectividades ni los individuos consideran y premian al maestro en proporción a los servicios que presta. Necesariamente ha de estar agriado, y lejos de amar a los niños, como es indispensable, para contribuir a educarlos, ha de ver en ellos un instrumento de tortura y en la escuela un potro; a veces se hace duro y hasta cruel.

Respecto a la inteligencia, no se halla en mejores condiciones que el carácter; en el trato continuo de seres de gran inferioridad intelectual, que atienden y entienden poco, y sobre los cuales se ejerce autoridad, las facultades mentales se rebajan, el amor propio toma vuelo, y parece como si el preceptor quisiera darse con los niños la importancia que le niegan los hombres. Dícese de muchos maestros que son pedantes; que no lo sean todos es de extrañar, estando siempre su inteligencia en relación con inteligencias que son tan inferiores a la suya. Se observa que el predicador puede decir lo que no esté en razón sin que nadie le contradiga, porque en el templo sólo él puede hablar; pero el error del maestro goza todavía de mayores privilegios, porque en la escuela, no sólo no se habla, sino que no se juzga. Calcúlese lo que será para el entendimiento el continuo ejercicio de este despotismo y la segura impunidad de sus extravíos. Se resabia, se empequeñece; y como si esto no fuera bastante desdicha, aún le acontece otra mayor, porque puede decirse que se mecaniza. ¡Siempre enseñando a conocer las letras y a escribirlas, a trazar números y a leer cantidades!; siempre repitiendo las mismas cosas a los que prestan escasa atención y comprenden poco; siempre ocupándose en transmitir conocimientos que tienen más de materiales que de intelectuales; siempre raspando rudas cortezas, que se renuevan a medida que se raspan; siempre ejercitando unas facultades que no son las más elevadas y que son siempre las mismas; y esto un día y otro, y años, y toda la vida.

Se han notado las fatales consecuencias de la división del trabajo mecánico, que deforma el cuerpo de ciertos obreros y atrofia su entendimiento; pero no se ha estudiado lo que debe resultar de la división de trabajo, que, sin ser enteramente mecánico, tiene mucho de material y la misma abrumadora monotonía, que tanto perjudica al cuerpo y al espíritu del obrero; en este caso se halla el trabajo de enseñar las primeras letras. Para meterlas en la cabeza de los muchachos, que la tienen tan dura, como dice el maestro, él repite las mismas operaciones sin variedad ni descanso, y bajo el punto de vista intelectual es un operario en quien producen deformidades el exceso de trabajo, su clase, monotonía y absurda organización.

¿Qué hacer? Muchas reformas son necesarias, y ante todo rectificar la opinión, muy extraviada en este punto. Entre mil pruebas de la equivocada idea que tienen de lo que debe ser el maestro, aun las personas que dan importancia a la instrucción, y la promueven, y trabajan por generalizarla, podrían citarse algunas asociaciones benéficas que establecen escuelas cuyos profesores no tienen lo necesario para vivir, cuyos ayudantes en la miseria imploran la caridad, que no siempre hallan. La retribución del maestro se escatima, se reduce al mínimum posible, faltando a la caridad, que parece el móvil de la obra; faltando a la justicia, de que nunca puede prescindirse; haciendo imposible la buena enseñanza literaria, y comprometiendo mucho la moral, como lo ha demostrado la experiencia. Este ejemplo y otros análogos prueban que no todos los amigos de la instrucción tienen idea exacta de los medios propios para generalizarla.

La reforma de la enseñanza primaria, que debe ser radical, no se conseguirá si no se adoptan medios propios para conseguirla; algunos de estos medios los propondremos más adelante, limitándonos en este capítulo a los que tienen más directamente relación con el maestro.

1º Aumentar el número de escuelas para disminuir el de los alumnos, que, siendo con frecuencia excesivo, hace imposible la enseñanza y hasta el orden.

2º Mejorar los locales, que en la mayoría de las escuelas no son apropiados y hacen imposible la observancia de las reglas de higiene.

3º Proveer a las escuelas de los medios materiales de enseñanza, en armonía con los progresos de las ciencias y de la pedagogía.

4º Retribuir al maestro convenientemente, convirtiendo su penoso y desdeñado trabajo en una respetada profesión, y formando los que a ella se dedicasen un cuerpo facultativo dependiente del Estado, en que se entraría por oposición, sin más condiciones que moralidad o inteligencia. En este cuerpo se ascendería por rigurosa antigüedad, pero solamente hasta cierta altura, pasada la cual sería necesaria nueva oposición o concurso, para que no aconteciese lo que se ve en otras carreras, en que, como se adelanta lo mismo trabajando que sin trabajar, hay muchos que no trabajan y se desalienta a los trabajadores. Los hombres viven de realidad, y mucho también de esperanza. Ya que a la mayor parte de los maestros no se les pudiera dar sino un sueldo que, aunque mucho mayor del que hoy disfrutan, siempre sería pequeño que tuviesen al menos la perspectiva del ascenso, del adelanto seguro. De la escuela rural irían a la de una villa, y luego a una población más importante y a una ciudad. Pasarían al Negociado correspondiente, a la Inspección, a la Dirección de instrucción popular, cuya categoría no sería inferior a la de ninguna de las otras Direcciones. La enseñanza extraoficial, ya organizada por asociaciones benéficas o de otro modo, les ofrecería también una posición ventajosa si ellos eran aventajados.

En vez del maestro ignorante que envejece miserable y desdeñado en el rincón donde la casualidad le arroja, irían a las escuelas rurales jóvenes instruidos, con porvenir, con emulación, con independencia, con honroso espíritu de cuerpo, el pundonor que este espíritu inspira, y cuya vida trabajosa y modesta estaría sostenida por la esperanza de una recompensa segura. Al ir a ocupar una posición más aventajada, estos jóvenes habrían dejado en los campos infinidad de conocimientos útiles y ellos habrían aprendido mucho también. En alguna época de la vida es indispensable recapacitar sobre ella en sosegada quietud, y la historia de muchos grandes pensadores prueba cuánto aprovechan al espíritu algunos años de soledad, fuera del tumulto de las grandes poblaciones.

5º Instrucción mucho mayor de la que hoy tienen los maestros, de modo que fueran verdaderos profesores, y el último más instruido que, por regla general, lo son hoy los de las escuelas normales.

6º Si se gastaran muchos millones, muchos, en locales y material de enseñanza primaria, en dotación de maestros; si se formara con los profesores de primeras letras un cuerpo facultativo, con ascensos seguros, con derechos respetados, y en el que pudiera encontrarse honra y provecho, todavía quedaba en pie un grande obstáculo, el mayor para que el maestro sea lo que debe ser, un obstáculo que podemos llamar psicológico.

En efecto, ya lo hemos visto: el espíritu del maestro, lejos de elevarse, se rebaja; lejos de ejercitarse, se atrofia; lejos de perfeccionarse contrae defectos, porque su vida intelectual se encierra en un círculo tan estrecho que no tiene estímulos para aprender ni ocasiones de transmitir lo que sabe. Su ocupación continua es procurar, con frecuencia en vano, orden material; ésta es la tarea más penosa, porque lucha contra la naturaleza, contra la necesidad fisiológica que tiene la infancia de movimiento, de variedad, de luz, de ruido; después enseña a leer, escribir y contar, toma lecciones de memoria, si da alguna explicación no suelen entenderla aquellos a quienes se dirige, y para que le entiendan procura empequeñecerse a fin de ser comprendido por los pequeños; todo esto, ya lo hemos dicho, mecaniza el entendimiento y constituye para él un trabajo verdaderamente insalubre.

Y este hombre, cuya inteligencia queda a un nivel muy bajo, de una manera fatal, es el instructor de la multitud, que no puede tener otro. Las personas bien acomodadas asisten a la cátedra o a la academia: el pueblo no va más que a la escuela. Es de necesidad, de necesidad urgente, que el pueblo adquiera instrucción verdadera. ¿Quién ha de dársela? El maestro tal como hoy es, tal como tiene que ser mientras pase la vida, según él dice muy gráficamente, peleando con muchachos, no puede dar esa instrucción porque no puede adquirirla, porque la olvidaría si la adquiriese, y, en fin, porque no se le deja tiempo material para que la transmita.

Hay que empezar por distinguir claramente dos cosas muy distintas, que se confunden: la guarda de los niños y la instrucción primaria.

Si se pregunta a los padres, se verá que la idea que predomina en ellos al enviar a sus hijos a la escuela, es el que estén recogidos, quitárselos de encima; la madre, cuando son muchos, dice que la vuelven loca; el padre que no le dejan trabajar, y los dos, díganlo o cállenlo, quieren sacudir, por algunas horas al menos, la especie de yugo que impone el cuidado incesante de los niños. ¡Qué descanso cuando se van a la escuela! Si entramos en ella, veremos la misma cosa por otra fase. Allí, el mayor trabajo, la dificultad mayor, es mantener el orden material, y aunque los niños estén ya disciplinados, lo que principalmente hacen es estar recogidos, y no es posible otra cosa. ¿Qué niño puede tener seis horas de trabajo intelectual ni le resistiría?

No entra en nuestro asunto ver cómo habría de organizarse la guarda de los niños; lo único que debemos hacer aquí es distinguirla bien de la enseñanza, que es la que incumbe al maestro: éste, convertido en niñero, se inutiliza para profesor. Los niños necesitan niñero todo el día, profesores literarios una hora u hora y media; en este tiempo harían más progresos que en las seis, en que ahora seles exige una quietud y atención imposibles.

La enseñanza popular tendría cuatro grados, y el profesor otras tantas clases, desde la de niños, que recibiría de la escuela de párvulos, si, como era de desear, la había, hasta la de mozos, ya hombres, a quienes explicaría conocimientos superiores. Aun en las poblaciones donde no hubiera escuela de párvulos, el profesor de niños no les dedicaría sino hora y media, en cuyo tiempo el orden material sería más fácil de sostener, ellos estarían más atentos y él no mecanizaría, por decirlo así, su inteligencia, sino que la elevaría, ejercitándola con la enseñanza de conocimientos verdaderamente intelectuales, transmitidos a personas capaces ya de comprender y de juzgar.

El pueblo necesita profesores, los necesita absolutamente, y no pueden serlo, ni los niñeros, maestros hoy, ni los catedráticos, que sólo enserian en las grandes poblaciones. Se dirá que hombres con grandes conocimientos no se avendrían a enseñar a leer; responderemos que bien podrían hacer por necesidad y por deber lo que por caridad y por gusto hacen en algunas escuelas de adultos hombres muy instruidos, que no desdeñan, ni se aburren, ni se rebajan, antes se elevan mucho, enseñando los elementos de lectura, escritura y cálculo. Lo que rebaja intelectualmente al maestro de niños no es enseñarlos, sino pelear con ellos; no es transmitir la instrucción elemental, sino el no hacer otra cosa.

Además, en las poblaciones de alguna importancia (y debe aspirarse a que en todas) habría escuelas de párvulos, donde los niños adquieran las primeras nociones de lectura, escritura y cálculo; en todo caso, en las localidades donde no hubiera escuela de párvulos las de instrucción serían de entrada servidas por jóvenes, que poco o nada se violentarían en dedicar una hora u hora y media a la instrucción de los niños.

Tales son, a nuestro parecer, por lo que al maestro se refiere, los medios de convertir el niñero en profesor y la enseñanza primaria en instrucción popular. Ninguna misión más elevada que la del maestro, y para que la cumpla es necesario que su vida no sea un sacrificio ignorado o escarnecido, sino un respetado sacerdocio.

Capítulo IX. La maestra

Lo que hemos dicho del maestro es aplicable a la maestra, respecto a confundir la guarda de los niños y la enseñanza, y hacer de la maestra niñera; pero en otros conceptos hay que establecer diferencias, unas que están en la naturaleza de las cosas, otras que dependen de la opinión; y la opinión, aunque no tenga razón muchas veces, tiene poder siempre, y no se puede intentar nada práctico prescindiendo de su influjo.

La diferencia natural que existe entre el maestro y la maestra proviene de que la mujer es más propia para cuidar y tratar niños pequeños, y que, por consiguiente, a ella deben encomendarse el cuidado y enseñanza de los párvulos, aun cuando éstos permanezcan en las escuelas hasta los ocho o nueve años.

En estas escuelas la enseñanza es poca cosa, el cuidado casi todo; de modo que las personas que estén al frente de ellas son principalmente niñeras, y escasa instrucción literaria necesitan, porque muy poco tienen que enseñar en el sentido de transmitir conocimientos literarios. En otros conceptos pueden y deben enseñar mucho, pero esto se refiere a la educación y no a la instrucción, que es nuestro asunto.

No nos parece difícil que se acepte el principio de que las escuelas de párvulos deben estar exclusivamente a cargo de mujeres,2 ni aun que se convenga en que estos establecimientos son más para cuidar de los niños que para instruirlos, y en que la diferencia de sexos en aquella edad no establece ninguna en la clase de instrucción. La maestra de párvulos es una mujer dulce, paciente, cariñosa, que ama mucho a los niños y los instruye un poco: es fácil ponerse de acuerdo sobre esto.

La dificultad empieza cuando se trata de determinar lo que ha de ser la maestra propiamente dicha, porque hay que resolver lo que deben aprender las discípulas, si debe haber igualdad en la enseñanza literaria de los niños y jóvenes de ambos sexos, y si ésta ha de darse por las mismas personas que enseñan las labores manuales.

La diferencia más notable que hoy existe entre las escuelas de niños y las de niñas es que en éstas se enseñan las labores manuales, a las que se dedica la mayor parte del tiempo y la principal atención. En consecuencia, la maestra es una mujer a quien se exigen primores de costura y bordado, y que suele saber muy poco de las letras que enseña. La maestra, pues, además de niñera, es costurera, calcetera y bordadora, y todo esto por una retribución tan corta que, en general, no le da para vivir ni aun estrechísimamente: necesita ayudarse cosiendo, bordando, dando lecciones particulares; es decir, haciendo un trabajo que embota su inteligencia y perjudica su salud.

Como decíamos arriba, para saber lo que ha de ser la maestra hay que determinar antes lo que conviene que aprendan las discípulas. Si lo principal es que éstas se instruyan en lo que se llama labores de su sexo, y basta que aprendan a leer y escribir lo necesario para que no entiendan lo que leen, ni se entienda lo que escriben, como ahora sucede, la reforma puede reducirse a aumentar el número de escuelas y mejorar los locales y los sueldos de las maestras. Pero ¿debe limitarse a esto?

Todas las razones que hay para instruir a los niños y a los jóvenes, existen para extender la instrucción a las niñas y a las jóvenes. Si el cultivo de la inteligencia es un medio de perfección para el hombre, lo será también para la mujer; si la ignorancia de las cosas esenciales es un peligro, lo será para entrambos, y todavía mayor para la que puede llegar a un grado de abyección que rara vez tiene semejante en el otro sexo. Si la instrucción popular tal como la hemos propuesto, tal como la creemos indispensable, se limita a los varones, se le quitan más de la mitad de las ventajas y resultarán de ella graves inconvenientes. La desigualdad intelectual que ahora existe entre los hombres y las mujeres de las clases acomodadas se generalizará al pueblo todo, y se habrá roto un lazo más en la familia, que tiene ya tan pocos y tan flojos. Del desequilibrio intelectual entre los dos sexos resultan ya grandes daños, y eso que existe en un número de personas relativamente corto y es la excepción; ¿qué sería cuando fuese la regla, y la masa de los dos sexos estuviera separada por diferencias esenciales en su modo de ser intelectual?

Si urge arrancar al hombre al error y a la abyección de la ignorancia, esto es mucho más urgente respecto a la mujer, por la influencia que ejerce en la educación de la familia, en las costumbres, y por lo que contribuya a que la religión degenere en práctica supersticiosa. Se elevan palacios a la ciencia sobre terreno socavado por la ignorancia de la mujer: de manera que unas veces el trabajo es perdido, y otras ímprobo para obtener resultados mezquinos. Algunos extrañan que, haciendo tantos esfuerzos para progresar, no se progrese más aprisa aun entre las clases ilustradas, y preguntan cómo sucede así. Por muchas razones, y una de las más poderosas es que las mujeres, es decir, la mitad de los caminantes, en vez de auxiliar la marcha, son para ella un continuo obstáculo: esto tiene excepciones, pero es la regla muy general.

Creemos, pues, que la instrucción popular sólida debe ser igual para los dos sexos; pero aquí nos sale al paso una negación, o, cuando menos, una duda. Las niñas y las muchachas, ¿son susceptibles de aprender lo mismo que los niños y los mozos?

Se discute mucho acerca de la igualdad de inteligencia de los dos sexos: unos la afirman, otros la niegan; nosotros ni la afirmamos, ni la negamos, porque en este asunto no puede conocerse la verdad a priori, ni tampoco puede saberse aún por experiencia. Pero esta duda nuestra se refiere a las elevadas especulaciones y a los análisis profundos, a las iniciativas creadoras del genio, y no a las facultades receptivas del talento, ni a las aptitudes del buen sentido. Es posible que la mujer no sea capaz de llegar a las alturas intelectuales en que se ciernen algunos hombres extraordinarios, ni de tener la inspiración creadora de los grandes artistas; pero lo que puede aprender cualquier hombre, está al alcance de cualquiera mujer; esto se puede ya afirmar en virtud de la experiencia,

Entre los hombres y las mujeres del pueblo, que están igualmente sin educación, no hay diferencia intelectual, y, si existe, está en favor de la mujer.

Respecto a los niños y las niñas tampoco se ve que éstas aprendan peor, y aun las personas experimentadas afirman lo contrario.

En España, casi puede decirse que aquí acaba la experiencia; pero en otros países donde las jóvenes empiezan a instruirse se reconoce por todos su aptitud intelectual. ¿Hasta dónde llega? Lo ignoramos, y nadie lo conoce aún; pero sabemos, y esto basta, que para el conocimiento de las verdades necesarias, para recibir la instrucción popular que deseamos para el hombre, tiene bastante capacidad la mujer. Y en todo caso, si no la tuviere, no puede la sociedad resolverse por la negativa sin hacer la prueba, sin cerciorarse bien de lo que afirma, porque esta afirmación es de gravísimas consecuencias.

Si la desigualdad intelectual, efecto, al parecer, de la educación, existiendo hoy sólo en un número relativamente corto de personas, produce consecuencias tan lamentables, ¿qué no sucedería cuando se graduara más y se extendiese a las clases todas, al pueblo entero? El verdadero orden viene de la armonía; y ¿podría existir ésta cuando entre todas las personas en que es necesaria fuera imposible? ¿Se ha pensado bien lo que será una sociedad en que los hombres se vayan emancipando de la ignorancia, y las mujeres queden esclavas de ella y bajo el peso de una desigualdad abrumadora? La ignorancia en la mujer pobre es la miseria y el peligro de la prostitución; en la rica, suele ser el lujo; en entrambas, un peligro para la moralidad. La mujer vive de honra, que no puede separar de la dignidad, ni ésta del cultivo de la inteligencia. Cuando todos son ignorantes, la ignorancia no constituye un perjuicio tan grave, ni una ignominia; pero desde el momento que se eleve el nivel intelectual en la masa de los hombres, si no se hace lo mismo con la de las mujeres, el desequilibrio puede producir tantos males que el saber no parezca ya un bien, y acaso no lo sea.

Y la desigualdad intelectual de los dos sexos no es temible sino allí donde nos parece evitable. Que haya algunos sabios, algunos hombres excepcionales a una altura donde no puede llegar la mujer, estas excepciones no perturbarían la armonía; por debajo del genio puede marchar la humanidad ordenada y dichosamente si todos los individuos que la componen conocen las verdades necesarias y practican los principios justos. No es preciso que las mujeres sean sabias, pero es indispensable que sean racionales y dignas, y no lo serán si se las deja como una masa bruta en una sociedad de hombres ilustrados.

La necesidad de dar una instrucción popular sólida a las niñas y a las jóvenes nos parece evidente; la posibilidad, bastante clara por lo que hace a su aptitud intelectual; en cuanto a los obstáculos que se opongan, habrá uno muy poderoso que estará probablemente en la opinión. Pero, en fin, la opinión se modifica, y a eso deben contribuir, cuando va errada, todos los que en ella ejercen influencia.

En la escuela de niños no se da más que instrucción literaria; en las de niñas se añade, y suele atenderse a ella principalmente, la manual; pero no hay que equivocar la instrucción manual con la industrial, porque es raro que lo que la niña aprende en la escuela sea para la joven y la mujer un recurso con que provea a su subsistencia; ni aun suelen aprender lo necesario para componer bien la ropa de su casa. La sastra, o no sabe cortar, o aprende fuera, y se necesita recurrir a un camisero para tener una camisa que no haga arrugas; si un rasgón se ha de componer de manera que no se conozca, hay que recurrir a un zurcidor, y hombres son también los que entretejen los adornos de pasamanería y bordan los uniformes. La modista se forma trabajando con otra o por su gran disposición natural; a la planchadora le sucede lo mismo; hay que aprender fuera de la escuela a coser con máquina, y lo más indispensable para el servicio doméstico, etc., etc. Es decir, que en la escuela de niñas, donde pasan tantas horas durante tantos años, mortificadas y mortificando a la maestra, se da una instrucción literaria aún más imperfecta que la que reciben los niños, y ninguna industrial; es decir, que es un establecimiento que no corresponde ni a las necesidades del espíritu, ni a las físicas, ni llena ningún objeto racional; la persona que le dirige, la maestra, tiene de común con el maestro la pobreza y la poca consideración de que es objeto, y constituye, por lo general, un tipo menos marcado, porque, dedicándose casi principalmente a las labores que se dicen propias del sexo y al cuidado de las niñas si tiene mucha paciencia, poco se distinguirá de las demás mujeres, si no se agriará su carácter y se hará dura: en algunos casos también adolecerá de pedantería, y en todos su condición será desdichada o impropia para elevar su espíritu y su carácter.

Para que la maestra sea la que debe ser es necesario que deje de ser niñera, y además que no enseñe labores manuales, enseñanza que tal como hoy la da de nada o poco sirve, y que hace imposible la literaria. No corresponde a nuestro asunto tratar de la organización de la enseñanza industrial; bástanos decir que a la división de trabajo que se establece en todo se sustituye una confusión lamentable en la enseñanza de las niñas, cuyo resultado es mortificarlas poco menos que inútilmente durante muchos años.

La maestra de instrucción primaria no debe, pues, dar instrucción manual, que de poco o nada sirve ahora, ni industrial, de que carece, y para la cual no tiene los elementos indispensables. Que en clases de una hora u hora y media dé a las niñas y a las jóvenes la misma instrucción sólida que para los niños y los jóvenes hemos propuesto. Que, como la del maestro, su profesión constituya una carrera donde entre por oposición, con ascensos seguros, con recompensas proporcionadas al mérito, con porvenir. De este modo podrá ser una persona útil, ilustrada, considerada, en vez de una obscura víctima que se inmola con poquísima utilidad.

Capítulo X. La ley de enseñanza primaria

La ley que hiciera hoy en España obligatoria absolutamente la enseñanza primaria tendería a dar fuerza a un principio verdadero, a saber: que todo hombre está obligado a perfeccionarse cuando le fuere posible, y que el instruirse contribuye eficazmente a la perfección.

Por una parte, como hemos dicho, es ventajoso que las leyes promulguen los buenos principios y los apoyen; pero además de que en España la ley tiene poco prestigio e inspira poco respeto, la que hiciera obligatoria la enseñanza primaria sin hacerla posible tendría dos gravísimos inconvenientes:

1º El mal que resulta de mandar lo que necesariamente ha de ser desobedecido, lo cual redunda en desprestigio de todas las leyes, y muy particularmente de aquella a que se refiere el mandato.

2º Dar al legislador la idea equivocada de que, promulgada la ley, no tiene ya más que hacer para realizar el objeto que se propone.

Recordemos que la ley de instrucción primaria obligatoria encontrará obstáculos invencibles:

1º En la indiferencia de la opinión.

2º En la tibieza u hostilidad de las Autoridades que han de cooperar eficazmente a plantearla.

3º En la desidia de los padres y en la resistencia de los niños a ir a la escuela.

4º En la imposibilidad en que se hallan muchos padres de privarse de los servicios de sus hijos.

5º En la mendicidad y vagancia de muchos miles de niños.

La tibieza de la opinión es el obstáculo más grave; pero la opinión, que ha empezado a dar algunas señales de modificarse en este punto, se modificaría más pronto si la iniciativa de la ley fuera eficaz, poderosa, como creemos que lo sería adoptando las determinaciones siguientes:

Primera. Centralizar la enseñanza primaria. Hacer que los maestros dependan directamente del Ministerio de Fomento, y cobren como los demás empleados activos, no habiendo ninguna obligación preferente a la de satisfacer sus haberes.

¿Cómo ha de haber enseñanza primaria obligatoria dejando los maestros a merced de alcaldes que deben diez y siete trimestres de sueldos al maestro, y más tiempo aún por razón de material? Además de la posibilidad de que el maestro viva materialmente pagándole, hay que darle independencia de las Autoridades locales para que goce del necesario prestigio, sin el cual no es posible que le tenga la instrucción entre el vulgo, porque el desprecio con que mira al que enseña recaerá sobre la enseñanza. Hay que repetirlo: la instrucción tiene que venir de arriba abajo; los que tienen mayor autoridad, mayor poder, mayor ciencia, mayor riqueza, han de tomar todas las iniciativas, y empezar por dar muestras muy ostensibles de aprecio al maestro, para que el pueblo que aún no pueda respetarle por convencimiento le considere por la fuerza del ejemplo y el espíritu de imitación.

Segunda. Formar un Cuerpo facultativo de instrucción primaria, conforme dejamos dicho, en el cual se entrará por oposición y se ascenderá por antigüedad hasta ciertas categorías, a que no se podría llegar sin nuevo examen. Aunque los sueldos de entrada no fueran tan crecidos como sería de desear, deberían aumentarse en los ascensos sucesivos, al par de las carreras mejor retribuidas, para que si el presente del maestro joven era un aprendizaje rudo, al menos tuviera porvenir y le sostuviese la esperanza.

Tercera. Exigir de los maestros instrucción sólida. Hemos probado, a nuestro parecer, que las primeras letras, tales como hoy se enseñan, no son instrucción, ni contribuyen a perfeccionar al individuo, ni a dar a la sociedad miembros religiosos, morales, y con aquellos conocimientos precisos para que no sean explotados por la codicia o por la ambición, o arrastrados por algún fanatismo.

Cuarta. Organizar la enseñanza de modo que el maestro sea profesor, no niñero, y que las clases duren poco tiempo.

Esto es esencial. Lo primero, porque el espíritu del maestro podrá hallarse a la altura indispensable; lo segundo, porque de este modo será posible la asistencia de los discípulos.

El maestro, aun en los pueblos donde no haya escuela de párvulos y su tarea sea más ruda, no tendrá clase de primeras letras sino hora y media cuando más; a las otras clases asistirán los niños mayores, los jóvenes y los hombres, a quienes transmitirá conocimientos elementales, pero suficientes, de


Religión.
Moral.
Matemáticas.
Física.
Química.
Historia natural, comprendiendo la Astronomía.
Fisiología con las nociones necesarias de Anatomía.
Higiene.
Historia.
Derecho.
Economía política.
Psicología.
Nociones de agricultura en las escuelas rurales.
Dibujo lineal en las otras.
Bellas artes.
 

Decíamos, y conviene repetirlo, que una gran parte de la reforma en la enseñanza primaria puede resumirse así: menos horas y más años. En efecto, una hora u hora y media, de asistencia a la escuela el niño, y una hora el adolescente y el joven, no es un sacrificio ni para ellos ni para sus padres. En la primera edad, esta sujeción por tiempo tan breve no sería temida ni rechazada, y ofreciendo los niños menos resistencia para ir a la escuela, se necesitaba para vencerla menos esfuerzo por parte de los padres. Estos, si utilizaban de alguna manera el trabajo del niño, no hallarían un obstáculo en el breve tiempo de la lección, que aun serviría de necesario descanso físico en una edad en que conviene ejercitar la fuerza, pero no hacer mucha y por largo tiempo y seguido. Para los adolescentes, para los jóvenes, una hora de clase no sería obstáculo ni para el aprendizaje ni para el oficio; al contrario, aprenderían y practicarían mejor, porque el hombre, aun en la labor más mecánica, no trabaja con las manos solamente, y los que discurrieran mejor serían mejores obreros.

Dada la índole de nuestro trabajo, no podemos tratar de la enseñanza industrial; pero, aunque sea de paso, indicaremos la necesidad de combinarla con la literaria. Los inconvenientes de los obreros brutos y de los hombres del pueblo con alguna instrucción, aunque superficial, y sin oficio, no son difíciles de prever y la experiencia los confirma. Las huelgas que tienen carácter sedicioso, las maquinaciones y rebeldías, la infracción de las leyes que protegen las personas y las propiedades, son efectos de variadas causas; pero una muy poderosa es la falta de instrucción, literaria en unos, e industrial en otros, y de armonía entre estas dos enseñanzas. El mal obrero que tiene algunas letras con frecuencia es díscolo, vicioso, y con facilidad se hace cabeza de motín; el obrero hábil e iletrado está expuesto a todo género de seducciones: ya hemos indicado que en Europa se hace notar el gran número de criminales que no saben leer ni escribir, y en América el de los que con instrucción primaria carecen de la industrial; la necesidad de combinarlas es urgente, y no nos parece posible esta combinación sino haciéndolas simultáneas.

Como en la niñez la atención no se fija en una cosa misma largo tiempo, el poco que pasaran los niños en la escuela, aprovechándole, podría serles más útil que el mucho que ahora pierden.

Los niños que adquieren ahora la instrucción primaria entran en un taller, en una fábrica o en el servicio doméstico, o se dedican a la agricultura, y en cualquiera de estos casos olvidan en todo o en parte la instrucción que adquirieron, y rarísima vez la utilizan. Si los años de enseñanza fueran más, por una parte el ejercicio de lo aprendido haría imposible que se olvidara, y por otra, adquiriendo, no un instrumento que se embota o pierde, sino ideas que se graban, que modifican, que instruyen verdaderamente, que dilatan los horizontes del espíritu y que imprimen carácter, el joven llegaría a hombre con un modo de ser intelectual enteramente distinto, con las aptitudes y gustos racionales de una inteligencia cultivada, y recursos contra el tedio, contra los goces brutales y contra todo género de miserias y extravíos. O no ha de haber instrucción que merezca este nombre ni los sacrificios que es indispensable hacer para plantearla, o es preciso que sea sólida, graduada, exigiendo de los niños y de los jóvenes del pueblo poco tiempo por cada día, pero prolongándola durante muchos años.

Quinta. La ley exigirá que los jefes de taller, de fábrica, todo, en fin, el que tenga operarios o sirvientes menores de veinticuatro años, les deje una hora u hora y media para instruirse. En las industrias de alguna importancia se podría exigir que proporcionasen local para escuela, y aun que contribuyeran más o menos a su sostenimiento. Esto es tanto más fácil cuanto que hay industriales ilustrados que espontáneamente han establecido escuelas en sus establecimientos: con presentar este buen ejemplo y honrarle como merece, es probable que fuera generalmente imitado sin necesidad de coacción legal.

Con las muchas horas de trabajo manual sucede algo parecido a lo que acontece en las escuelas: una cosa es el tiempo que se gasta, y otra el que se aprovecha. Hay observaciones dignas de tenerse en cuenta y de generalizarse acerca de la inutilidad de prolongar con exceso el trabajo físico, aunque se prescinda de todo lo que no sean sus resultados materiales. A primera vista podrá parecer extraño que un hombre trabaje tanto, y a la larga trabaje más en ocho horas que en doce; pero si se tiene en cuenta que, pasando de ciertos límites, la fuerza no se ejercita, sino que se agota, y que cuando esto sucede se puede decir que el trabajador no hace uso del rédito, sino que echa mano del capital de su vida y la arruina, se comprenderá que el sistema de arruinar las fuerzas no es buen cálculo ni aun para los que no atienden sino a utilizarlas considerando al hombre como una máquina. Donde hay demasiadas horas de trabajo, sin perjuicio de éste podría dedicarse una hora a la escuela, que se tomaría a la ociosidad o al trabajo excesivo. Admitiendo el principio, para su ejecución habría de tenerse en cuenta las diferentes circunstancias, y hasta las estaciones, a fin de que la flexibilidad de la ley la hiciera practicable en todos los casos.

A los que tienen solamente aprendices, se les exigiría lo mismo; una hora u hora y media para la asistencia a la escuela habrían de concederla a todos; y aunque esto al principio causara extrañeza y en la práctica ofreciese dificultades, se irían venciendo con un poco de perseverancia y en vista de los buenos resultados. Al fin penetraría en la masa social la verdad de que no sólo de pan vive el hombre, y parecería tan absurdo negarle una hora para sustento del espíritu como ahora no darle tiempo para comer.

Sexta. El Estado, dando a la palabra Estado su significación más general, dispone en los Establecimientos de Beneficencia, directa y absolutamente, de la educación de muchos miles de niños respecto de los cuales podría empezar a establecer la diferencia entre guardarlos e instruirlos, entre el profesor y el niñero; hacer simultánea la instrucción industrial y la literaria; dar a ésta mayor extensión; y, en fin, ensayar el plan que hemos propuesto, siquiera fuese muy en pequeño. Aunque el ensayo se hiciese en reducida escala, con tal que se hiciera bien no desearíamos más; tenemos fe en que los resultados serían un argumento poderoso, irresistible, en pro de la reforma, hablando con la fuerza de los hechos a las personas en quienes influyen poco las ideas.

Séptima. El servicio de las armas pone a disposición del Estado muchos miles de jóvenes que podrían aprovechar para instruirse alguna parte del mucho tiempo que miserablemente pierden en el ejército de mar y tierra. En un principio no sería posible dar mucha extensión a la enseñanza, pero desde luego podría plantearse seriamente. Aunque pocos, hay oficiales ilustrados con que poder formar un núcleo docente. En cada cuerpo habría el número necesario de profesores, de los cuales el primero no tendría menor graduación que la de capitán; en los buques de la Armada se organizaría la enseñanza según el número de tripulantes. Los profesores tendrían ventajas positivas en proporción a sus graduaciones, y obtendrían sus plazas por oposición.

Se ha dicho en el Senado que todos los soldados de la quinta de 1877 saben leer y escribir: se nos figura que el señor senador que lo aseguró ha tenido demasiada facilidad para creer al que se lo ha dicho, y que tal vez figuren oficialmente como instruidos en las primeras letras los que saben deletrear y hacer garabatos, y acaso ni aun esto; pero ya nuestra sospecha sea fundada o no, esta afirmación equivale a convenir en que los soldados deben aprender las primeras letras, que es haber allanado en parte el camino para que aprendan más y adquieran una instrucción sólida, aun antes de que la popular pueda organizarse.

Es posible que haya quien se alarme con la idea de instruir a la tropa, suponiendo antagonismo entre la obediencia ciega y la inteligencia cultivada; nosotros nos alarmamos, por el contrario, de ver la fuerza y la inteligencia separadas, y las armas en manos de hombres que no discurren. El sargento en el cuartel, el contramaestre o el condestable a bordo, los arrastran en un sentido o en otro, y es espectáculo verdaderamente doloroso, bajo el punto de vista social y moral sobre todo, analizar los elementos de que se componen las insurrecciones militares, y cuánto mal hacen esas masas armadas sin saber lo que hacen. Parece que se precipitan como moléculas de agua contenida por dique que se ha roto, y que, obedeciendo a una ley física, por la misma que son arrastradas, arrastran. La rebeldía es mecánica, como lo era la obediencia: hay para mover aquella masa un manubrio, y según el que lo maneja, da vueltas en un sentido o en el opuesto.

La insurrección militar es una enfermedad social grave, gravísima, endémica de nuestro país, y que desdichadamente hemos extendido con nuestro dominio; las causas de este mal son muchas; a nosotros no nos incumbe tratar más que de una, la ignorancia de los soldados, cuyas consecuencias bien apreciadas serían un irresistible argumento en pro de la instrucción que proponemos darles, porque, lo repetimos a riesgo de ser enojosos: saber leer y escribir, no es tener instrucción. La autoridad del profesor destruiría la influencia del sargento, influencia perjudicialísima por muchos conceptos, y que no se puede combatir eficazmente sino elevando el nivel intelectual de la tropa.

Octava. Estimular con premios los buenos métodos de enseñanza, y la publicación de obras propias para la instrucción y recreo del pueblo. No se facilita la instrucción primaria, y una vez adquirida no es más que un instrumento, muchas veces inútil en manos del que lo posee. Una de las causas de que no pueda aprovecharse de él es la falta de libros en armonía con las necesidades y aptitud intelectual del pueblo, no siendo muy propios para aficionarle a la lectura la mayor parte de los que figuran en las bibliotecas populares. El sistema de comprar unos cuantos ejemplares de una obra al autor que tiene influencia para conseguirlo, no dará por resultado generalizar las buenas lecturas. Cierto que éstas suponen lectores; mas para que un libro se lea hay que escribirle antes, y muchos se escribirían propios para el pueblo, y algunos que se han escrito se generalizarían si los autores tuvieran los estímulos que no tienen, y hasta la posibilidad material que hoy les falta. Los públicos certámenes sobre temas bien meditados, con tribunales competentes y premios de alguna consideración, darían por resultado libros propios para la instrucción y recreo del pueblo. Con una cantidad relativamente pequeña, consignada para este objeto en el Presupuesto, creemos que se obtendrían grandes resultados, acaso inmediatamente, y de seguro transcurrido algún tiempo. En un principio tal vez se presentarían obras que no fueran de un mérito sobresaliente, y que, no obstante, debían premiarse, volviendo a sacar el mismo tema a nuevo certamen si parecía necesario. Así, ni se produciría desaliento, ni se dejaría de atender al progreso y perfección, siendo necesarios o convenientes esta especie de contemporizaciones, porque en un camino nuevo, difícil, y por el que marchan tan pocos, han de presentarse infinidad de obstáculos que es preciso contribuir a allanar.

Tomadas estas disposiciones, la ley de enseñanza obligatoria podría empezar a cumplirse si recibía el apoyo de que hablaremos en los dos capítulos siguientes.

Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria

Como en España puede decirse que no hay estadística, se ignora el número de niños que viven de la mendicidad; pero es seguro que ascienden a muchos miles, de lo cual se convencerá cualquiera que observe por plazas y calles, veredas y caminos. Esta masa de niños mendigando significa que la sociedad no tiene entendimiento claro ni voluntad recia, porque ni en conciencia ni por cálculo puede autorizarse un plantel de toda especie de abyecciones o indignidades. Autorizar decimos, y es poco, porque directa, eficaz y continuamente contribuye la sociedad a esta radical desmoralización de la infancia desvalida. La abandona moralmente, y físicamente sustenta su cuerpo de un modo propio para pervertir su alma: el pedazo de pan que le arroja está envenenado.

Pero ¿qué ha de hacer la sociedad, se dice, con tantos niños pobres como mendigan? ¿Dónde hay fondos para mantenerlos? ¡Dónde hay fondos! ¿Y de dónde salen ahora? ¿Por ventura los niños mendigos no viven? ¿No comen para vivir? Pues alguien los mantiene, y no sólo a ellos, sino a padres infames o a especuladores que los explotan. Bajo el punto de vista material, la cuenta es muy sencilla. ¿Qué costará más, sostener recogidos o auxiliar a domicilio a los niños verdaderamente desvalidos, cuyo trabajo algo se podrá utilizar, o mantener en la vagancia a todos los que mendigan y a muchos que los explotan? Es evidente que lo último será más caro. Bajo el punto de vista moral no hay cuenta ni medida posible, porque medir es comparar, y no admite comparación una cantidad de monedas, y la dignidad, la conciencia, la virtud, se hacen poco menos que imposibles para el hombre que se deja mendigar de niño.

No hay duda que para muchas cosas la sociedad podría compararse a los que, no teniendo olfato, están sin molestia en una atmósfera apestada; sin molestia, sí, pero no sin daño; las condiciones de salubridad del aire no varían para el que no percibe malos olores. El sentido moral está embotado cuando no produce verdadero sufrimiento ver un niño mendigando, y no se acude a impedirlo como a socorrer al que cae en la vía pública. En aquella criatura que alarga la mano pidiendo limosna está el germen del malhechor que levantará el brazo, o de la prostituta que se enroscará como una culebra alrededor de su cómplice y de su víctima; allí hay una moralidad por tierra, y nadie acude a levantarla; al contrario, contribuyen los transeúntes a que se hunda más.

Las medidas que se toman contra los mendigos, arbitrarias, parciales, sin discernimiento, a veces crueles, son ineficaces siempre; no son de humanidad ni de justicia, sino de policía, y aun pudiera decirse de ornato público. Así como en las poblaciones de importancia las fachadas de las casas han de tener ciertas condiciones de belleza (oficial), y en los campos cada cual puede edificar sin tener en cuenta para nada las reglas de estética, del mismo modo los mendigos que en ocasiones se arrojan de las ciudades andan sin que nadie los moleste por las villas y por las aldeas; parece que no se ocupan de ellos como cosa triste, culpable o desdichada, sino como cosa fea. Está mal al lado de una tienda lujosa o de un soberbio palacio, pero no junto a un casucho; allí no la ven los encargados del ornato público.

No es de beneficencia la ley de enseñanza; no tiene medios de perseguir la mendicidad cuando es culpable, ni de socorrerla cuando es desdichada; pero se encuentra con una multitud de niños y muchachos mendigos a quienes necesita instruir y no puede. Tienen por razón de su oficio fuero privilegiado, con su vida errante y vagabunda, la insolvencia de sus padres o su completo abandono.

Sin salir de los límites que nos traza nuestro asunto, no podemos entrar en detalles acerca de lo que se debe hacer con los niños mendigos; pero nos es indispensable indicar que, en el estado de cosas actual, no son susceptibles de otra instrucción que de la que conduce a presidio, y que este estado de cosas debería cambiar. El cambio, contra cuya realización se alega la falta de fondos, produciría economías, pero exigiría trabajo; y aquí está la gran dificultad en un país en que hay tan pocas personas dispuestas a trabajar. Sería necesario, para poder instruir a los niños hoy desvalidos, clasificarlos, distinguirlos:

1º Los que no tienen padres, ya porque han muerto, ya porque estén presos, penados o se ignora su paradero.

2º Los que tienen madre solamente, o padre y madre incapacitados, por enfermedad, de sustentarlos.

3º Los que tienen padres muy pobres, y con algún auxilio podrían mantenerlos.

4º Los que, teniendo padres que los pueden mantener, los dejan en culpable abandono o los explotan.

5º Los expósitos que se sacan indebidamente de las Casas de Beneficencia y se explotan dedicándolos a la mendicidad.

Los de la primera y segunda categoría necesitan absolutamente el socorro de la beneficencia pública o de la caridad privada, y en parte los de la tercera. Los de la cuarta son hijos de padres a quienes debía exigírseles una estrecha responsabilidad por su punible proceder, obligándolos a que cumplieran una obligación sagrada. Los de la quinta se suprimirían con que se cumpliera la ley de Beneficencia. Mientras así no se haga, mientras haya niños mendigos, los habrá que se sustraigan a la obligación de instruirse; de donde vendrá, no sólo el daño de su ignorancia, sino el que resulta de su mal ejemplo, dado por quien infringe la ley, pública, repetida o impunemente. Con el contagio de los malos ejemplos sucede como con todos los contagios: que son temibles en proporción de los elementos favorables que hallan para desarrollarse; y la propensión a la holganza y la vagancia no son tan raras en España, ni tan generalmente repulsiva la degradación del mendigo, que no sea de malísimo efecto para el niño pobre y obligado a ir a la escuela la vista del mendigo independiente, que no tiene semejante obligación. La independencia tiene entre nosotros un fuerte atractivo, y es necesario evitar que haga alianzas con los males que combatimos.

Bastan estas breves indicaciones para señalar uno de los obstáculos que encontraría la ley de enseñanza obligatoria, obstáculo que no podría remover sin el auxilio de otras disposiciones.

Capítulo XII. Necesidad de la iniciativa y cooperación individual para generalizar la instrucción

Ineficaz será la ley que haga obligatoria la enseñanza primaria si la opinión, en vez de favorecerla, la rechaza, o solamente la mira con indiferencia.

A riesgo de ser importunos, volvemos a repetir que la ignorancia, cuando es mucha, es invencible sin ajeno auxilio; por lo tanto, la instrucción ha de hacerse desde arriba abajo, entendiendo por arriba la situación de los que tienen más autoridad, más inteligencia, más prestigio, más riqueza, una superioridad cualquiera, en fin, que emplear en beneficio del ignorante.

Tenemos fe en las medidas que hemos propuesto; creemos que, convertidas en preceptos legales, podrían ser fecundas en bienes, pero a condición de que hallaran apoyo fuera de la esfera oficial y fuesen vivificadas por fuertes iniciativas individuales y acciones colectivas voluntarias y poderosas.

La ley, cuando tiene el carácter positivo que distingue a la que hace obligatoria la instrucción primaria, no puede ser más que una armazón, indispensable en algunos casos (y creemos que es el nuestro), pero insuficiente en todos, si a levantar el edificio no contribuyen eficazmente auxilios extralegales. Según los medios y las aficiones de cada uno, puede contribuirse a generalizar la enseñanza de los diferentes modos siguientes:

1º El que no tenga facultades o voluntad para otra cosa, hacer propaganda contra la ignorancia, buscando ocasiones, o siquiera aprovechando las que se le presenten, para generalizar el conocimiento de las ventajas que ofrece la instrucción, y honrando públicamente a los que la poseen y comunican.

2º Formar parte de las Juntas auxiliares de la instrucción oficial, desplegando la inteligencia y actividad necesarias para que la ley se cumpla.

3º Cooperar pecuniariamente a la enseñanza proporcionando local para escuela, contribuyendo a la adquisición de material, a la dotación del maestro, etc., etc., o bien protegiendo a uno o más niños o jóvenes para que privadamente se instruyan.

4º Enseñar gratis privada o públicamente.

5º Socorrer a alguna familia cuya pobreza es un obstáculo para la instrucción.

6º Acompañar la limosna que se da a pobres con el consejo de que envíen a sus hijos a la escuela, y, cuando esto sea posible, exigirlo como condición.

7º Dar, según sus facultades, premios a los niños que se apliquen, a los maestros que se distingan, a los autores que escriban buenos libros, y procurar generalizarlos.

Algunas, varias o todas estas cosas pueden hacerse según los recursos de que disponga el que quiera contribuir a la enseñanza sin asociarse a otros con el mismo fin. Pero el medio más eficaz de conseguirla es la asociación, que utiliza pequeños esfuerzos, aptitudes varias y aficiones diferentes; que regulariza los trabajos, distribuye equitativamente los beneficios que hace, comunica ideas, contiene impaciencias y sostiene desfallecimientos. Sin la asociación, que es hoy el eficaz medio para los altos fines, no se podrá hacer nada grande en materia de enseñanza.

La asociación puede hacer en grande lo que en pequeño hemos asignado como posible al individuo, y otras muchas cosas que a un hombre solo no le es dado realizar, aunque disponga de muchos medios pecuniarios y quiera destinarlos a combatir la ignorancia. Por dinero no se compra a los que están dispuestos por caridad, y no por interés, a enseñar o vigilar, a trabajar, en fin, lo mucho que se necesita para que las escuelas establecidas por personas benéficas llenen su alta misión. Es necesario repartir entre muchos el peso de una labor dificultosa.

Algunos establecimientos de enseñanza hay entre nosotros debidos a asociaciones benéficas, y el esfuerzo debe dirigirse a generalizarlos, a perfeccionarlos y a que no se limiten a la enseñanza de niños.

Como muestra de lo que se conseguiría de los pobres dándoles un pequeño auxilio, pueden presentarse algunas escuelas donde, con sólo dar un potaje y un poco de pan, a veces bien poco, se consigue la concurrencia de niños en mayor número de los que pueden admitirse: hay siempre más solicitudes que plazas. Si por medio de asociaciones se generalizaran estas escuelas, cuyo coste no sería mucho comparado con el bien que podrían hacer, ni aun en absoluto, la caridad daba por resuelta una gran parte del problema de la enseñanza obligatoria, que convertiría en voluntaria. Los pobres no son tan refractarios como algunos suponen a la instrucción de sus hijos; hay un gran número en estado de indiferencia que se vence con un estímulo cualquiera, y otro no menor para el cual la ración gratuita que se ofrece en la escuela es un auxilio sin el cual los niños difícilmente podrían asistir a ella: en muchos casos es preciso combatir, al mismo tiempo que la moral, la miseria física; en otros basta emplear medios menos eficaces y costosos, como, por ejemplo, dar un vestido a todos los alumnos que asisten puntualmente, o basta establecer la escuela con regulares condiciones. Debidas a benéficas sociedades hay escuelas de estas tres clases que, si son insuficientes para las necesidades de la enseñanza, prueban que no serían vanos los esfuerzos que se hicieran para generalizarla.

Hoy las sociedades benéficas suelen limitarse a la enseñanza de las primeras letras; pero si pareciera razonable lo que hemos propuesto, de armonizar la instrucción industrial con la literaria, reduciendo las horas y aumentando los años que a ésta se dedican, las asociaciones, según los medios de que dispusieran, podrían empezar desde luego a instruir muchachos crecidos y jóvenes, a fin de que no olvidasen lo aprendido, y aprendieran lo que había de serles verdaderamente útil. Tal vez debería ser éste el principal objeto en aquellas localidades en que hubiese elementos adecuados. No es posible improvisar un cuerpo oficial docente con las condiciones requeridas para la sólida enseñanza popular que deseamos, y convendría que, donde quiera que se hallasen personas con voluntad y aptitud para enseñar algo más que las primeras letras, reunieran sus esfuerzos a fin de propagar la instrucción. Con esto harían dos grandes bienes: instruir a sus alumnos, y demostrar prácticamente la posibilidad y utilidad de la instrucción verdadera; sus lecciones serían a la vez ejemplos. Esta instrucción claro está que no podría ser completa; difícil es que aun en los grandes centros, donde hay más medios intelectuales, hubiera en muchos años profesores ni aun discípulos para la enseñanza toda que conviene dar al pueblo; pero las asociaciones, reuniendo los elementos aprovechables, los utilizarían en grande o en pequeño, según pudieran. Colectividades voluntarias, poderosas y flexibles a la vez, adaptándose a las varias circunstancias con la libertad de sus movimientos, tendrían medio de aprovechar sus aptitudes. Por incompleta que pareciera su obra, no dejaría de ser en alto grado útil y aun armónica, porque hay afinidades en los conocimientos que parecen menos afines, y todos tienen de común la gimnasia de la inteligencia, la cultura del espíritu, es decir, espiritualizar al hombre, y en la misma medida disminuir la preponderancia de sus instintos brutales. Si tal asociación no puede enseñar, por ejemplo, sino Economía política, y tal otra Astronomía solamente, que no vacilen en dar esta enseñanza, porque siempre que haya quien quiera recibirla se hará un gran bien con ella, y lo mismo puede decirse de cualquiera otra. En la escasez, podría decirse penuria de conocimientos, que hay entre nosotros, y en la urgente necesidad de generalizarlos, las asociaciones deberían utilizar todas las fuerzas vivas intelectuales para que no se perdiera ninguna. En esta línea podrían hacer lo que es imposible al Estado, cuyas reglas más generales o inflexibles no pueden modificarse a medida de las diferencias a que se adapta una asociación benéfica.

Las bibliotecas populares y la generalización de libros útiles y otros medios de instrucción, necesitan también el auxilio de colectividades bienhechoras. Entre nosotros es muy raro que se escriba un libro verdaderamente útil para instrucción popular, ni aun que se traduzcan los que se han escrito en otros países. Era necesario procurar que se hicieran traducciones, y sobre todo estimular a los autores de obras originales, hoy desalentados por la indiferencia, que paga con olvido los sacrificios. ¿Qué hace el autor de un libro útil si no tiene favor en las esferas oficiales o en la prensa periódica, ni quiere mendigarle? ¿A quién se dirige? a un editor que tal vez rechaza su manuscrito, que de seguro lo paga mal porque no puede venderle bien. Si se decide a imprimirle, perderá algunas ilusiones y algún dinero, no resarciéndose de los gastos de impresión. Si tiene mucha fe, creerá en el porvenir; pero con tal presente para los autores, tiene que ser muy corto el número de buenos libros que se escriban. Las asociaciones que los generalizasen variarían por completo la situación del escritor instruido y de conciencia, que puede contentarse con el pan de cada día, aunque sea muy escaso, pero no resignarse a clamar en el desierto. Ellas les darían ecos y el aliento necesario; son muy pocos los hombres que sin presunción necia tienen convencimiento firme de decir la verdad cuando nadie la repite; pocos los que no necesitan para completarse de la comunicación magnética con el público a quien se dirigen; pocos los que en el silencio del olvido no resabian su inteligencia con hábitos de dogmatismo, o se dejan fascinar por los ángeles o los monstruos que engendra la soledad; entre estos pocos pensadores a prueba de aislamiento e indiferencia habrá un número todavía más corto que tengan vocación y aptitud para escribir libros útiles y a la vez populares; es un género de talento que parece esencialmente comunicativo y que se marchita cuando se aísla.

No se pueden leer libros que no se escriben, ni escribirlos cuando no hay quien los lea; y si se ha de salir pronto de este círculo, ha de ser con el impulso que no es capaz de dar un pueblo ignorante y un escritor ignorado, y que podría venir de ilustradas y benéficas colectividades.

Adelantar fondos para hacer grandes tiradas de libros útiles, que así podrían salir muy baratos y darlos por su coste o por menos de lo que costasen, o gratis, según su importancia y los recursos pecuniarios de que se dispusiera;

Formar bibliotecas y contribuir a surtir las ya formadas;

Establecer gabinetes de lectura;

Facilitar el alquiler de libros cuando no pudieran prestarse gratis;

Estimular pequeñas asociaciones con objeto de suscribirse a una obra o publicación periódica que, siendo barata, resultaría casi de balde pagada entre unos cuantos;

Y otros muchos modos puestos ya en práctica en otros países, o que pueden idearse, darían en el nuestro el resultado de generalizar las lecturas útiles. Lo repetimos: la gran mayoría de los hombres y mujeres del pueblo que saben leer no leen, y los pocos que de vez en cuando dedican algún rato a la lectura, suele ser ésta tal, que más valía que no leyeran nada. Periódicos que tratan de las cuestiones políticas con el criterio del espíritu de partido o del interés de pandilla, y las sociales con exageraciones en diversos sentidos; novelas inmorales y cuyo mérito literario corresponde a su moralidad; coplas sin sentido común y muy propias para pervertir la moral: esto es lo que lee el pueblo cuando le ocurre leer. No puede hacerse la guerra a los malos libros sino con libros buenos, y no urge menos que enseñar a leer el proporcionar a los lectores ignorantes lecturas que los instruyan, en lugar de aquellas que los extravían.

Vasto campo se ofrece al individuo, ya solo, ya asociado, para cooperar a que la instrucción se difunda; y como el auxilio puede ser muy pequeño, y en cuanto a forma la que eligiere, poca disculpa tiene quien se niega a prestarle. Desde dar algunos céntimos hasta trabajar mucho personalmente; desde prestar un servicio material hasta ofrecer el don de la inteligencia, hay una larga escala, y cada uno es dueño de recorrer la parte que quiera o que pueda. ¿Bastarán estas facilidades para que sea grande el número de cooperadores perseverantes a la obra de la enseñanza popular?

Decimos perseverantes, porque de otro modo no serán útiles: poner su nombre en una lista de suscriptores; pagar la suscripción algunos meses y retirarse después; formar parte de una Junta; asistir a las primeras reuniones y no volver, o solamente raras veces; aceptar un turno para vigilar una escuela que se queda pronto sin vigilancia; comprometerse a tomar parte activa en la enseñanza y no dar más que unas lecciones, son cosas que se ven con frecuencia deplorable.

Ignoramos los que responderían a un llamamiento que se hiciera para difundir la instrucción; ignoramos los que perseverarían de aquellos que respondiesen; lo único que no ofrece para nosotros duda es que la ley que estableciese la enseñanza obligatoria, aun tomando las medidas que hemos propuesto para facilitarla, produciría muy escasos resultados si no viniera a darle vida la acción individual formando numerosas y activas asociaciones: éstas sin ley podrían mucho; la ley sin ellas, poco.

Bien será que lo comprendan así los que la promulguen y lo comprendamos todos, para apreciar con exactitud los obstáculos y los medios de vencerlos.

Capítulo XIII. Escuelas de adultos

Hoy en las escuelas de adultos se admiten generalmente los jóvenes mayores de diez y ocho años o de diez y seis, conforme los reglamentos; y como, según nuestro sistema, la enseñanza debería prolongarse hasta los veintitantos años, las escuelas venían a ser mixtas, de niños, de jóvenes y de adultos, no porque se mezclaran en ellas, sino por dar enseñanza a unos y otros.

Como esta enseñanza había de ser graduada, las dificultades se irían venciendo poco a poco; y por esta y otras razones no se dedica este capítulo a los jóvenes y a los hombres que habiendo empezado a instruirse desde niños acuden a la escuela, sino a los que van a ella careciendo completamente de instrucción, o teniéndola muy escasa, que es la regla en los que asisten a las escuelas de adultos.

Como tratamos de enseñanza primaria obligatoria, y ésta no se entiende más que con los niños, o con los muchachos cuando más, en rigor están fuera de nuestro asunto las escuelas de adultos; no obstante, hemos querido dedicarles un capítulo por su mucha importancia, y porque, esperando menos de la coacción que de los estímulos y medios indirectos, éstos podrían emplearse con los adultos lo mismo que con los muchachos y los niños.

Las escuelas de niños hacen un bien inmediato y otro mayor para el porvenir; el bien de las escuelas de adultos es más presente, y aun puede decirse más seguro, porque ofrece mayor seguridad la vida de los alumnos. La mitad de los que asisten a una escuela de párvulos no llegarán a hombres, y son pocos los asistentes a la de adultos que no llegarán a viejos.

Llenos de gratitud para con el pasado, y comprendiendo que los beneficios de él recibidos constituyen obligaciones respecto del porvenir, lejos estamos de negarnos al pago ni de regatear mezquinamente la cuantía de nuestra deuda; pero no olvidemos tampoco la que tenemos con el presente. Demos el pan de vida a la generación de hoy, pero no dejemos a la de ayer caminar a la muerte sin auxilio espiritual. Enseñemos al niño, pero no abandonemos al hombre; no le digamos: «Tú contribuyes para redimir a los que vienen detrás, mas para ti no hay redención; has nacido demasiado pronto; vive y muere en la ignorancia, aunque te resulte de ella mayor daño y descrédito a medida que se generaliza el saber.» Esto es triste, es duro, y si no es absolutamente inevitable, injusto. La enseñanza de los adultos es obligatoria en cuanto fuere posible, porque no hay derecho para dejarlos en el abandono si es dado prestarles auxilio, y más cuando en medio de su pobreza contribuyen para auxiliar a otros. No ya tratándose de hombres que la mayor parte no han vivido la mitad de la vida, pero aun al que le restan pocos días que vivir, se le deben medios de perfeccionarse, y, por consiguiente, de instruirse. Si no se le niegan consuelos a un moribundo, tampoco deben negársele lecciones, que tal vez le son más necesarias; no preguntemos a un hombre la edad que tiene para instruirle, porque mientras viva puede aprender, mientras puede aprender debemos enseñarle; una hora antes de morir es todavía tiempo de conocer una verdad, y bienaventurado el que haya enseñado muchas.

Hablamos principalmente de los motivos nobles y elevados que pueden impulsar a combatir la ignorancia en los hombres, cualquiera que sea su edad, por tener más inclinación a usar argumentos ad justitiam que ad terrorem; pero si se trata de impresionar por el temor, medios había, manifestando que la ignorancia más terrible, por el momento, es la de los adultos, a quienes promete imposibles, y combinándose con sus pasiones y sus dolores, a veces da por resultado la violencia y el crimen. El remedio de muchos males de mañana está en enseñar a los niños; el de muchos males de hoy, en enseñar a los hombres; y siendo tan conveniente, no hay que decirlo antes de saberlo bien, que es imposible. La huelga tumultuosa, el motín, la rebelión, el delito colectivo o individual, tienen medios de propaganda contagiosa a que, en parte al menos, podría poner coto la instrucción de los adultos. Las circunstancias son graves y los peligros próximos. En un pueblo falto de agua, bien está que se estudie un proyecto para abastecerle de ella; pero si hay un fuego se recurre a los pozos, a los manantiales más próximos, aunque escasos, porque la necesidad más imperiosa es a lo que primero se atiende. Si fueran tan perceptibles para todos, los fenómenos intelectuales como los que afectan los sentidos, tal vez nos apresuraríamos a establecer escuelas de adultos como nos apresuramos a apagar el fuego.

Se dice que los hombres hechos no quieren aprender, y que muchos no pueden; que no hay medio de cohibirlos, y se citan muchas escuelas de adultos que ha habido que cerrar y otras que cuentan pocos alumnos, cuyos adelantos no son grandes por lo general.

No negaremos que haya miles de hombres refractarios a la instrucción y cuya rudeza no es modificable, porque la débil voluntad se combina con el embotado entendimiento. En absoluto, estos hombres no son incapaces de recibir instrucción, y la prueba es, que si por un delito se les condena a prisión celular, en la celda aprenden lo que en libertad se tenía por imposible que aprendieran; mas como no pueden emplearse con el ignorante honrado, y para instruirle, los medios a que es justo recurrir respecto al criminal, concederemos desde luego que hay muchos miles de adultos que no irán a la escuela o dejarán de ir viendo que poco o nada adelantan.

Pero los que asisten con poco provecho o se cansan de asistir, ¿es siempre, ni aun las más veces, por culpa o veleidad suya? Hemos visto perseverancias verdaderamente prodigiosas en hombres ignorantes que procuraban instruirse, y hemos visto también métodos absurdos y falta de método y aun de buen sentido para dirigir la enseñanza de hombres rudos. En ocasiones no nos admiraba los muchos que dejaban de ir, sino los pocos que asistían con una constancia a prueba de tanto como se hacía para cansarla, máximo tratándose de personas que habían pasado el día en un trabajo penoso.

Si hay que cerrar una escuela de adultos, o la asistencia es escasa, o da poco resultado la enseñanza, ¿a quién se culpa? A los discípulos; muchos llegan a persuadirse ellos mismos de que son ineptos aunque no lo sean, y bajo la fe de sus maestros, que, como es natural, están más dispuestos a declarar a los alumnos incapaces de aprender que a convenir en que ellos no tienen aptitud para enseñar. Aun cuando esto último sea lo cierto en ocasiones, lo contrario se tiene como evidente, porque el ignorante desahuciado se pierde silencioso entre la multitud, y el docto que le desahució perora o escribe, influye en la opinión y retrae a muchos que desearían que la enseñanza no se limitase a los niños. Este daño suele hacerse, no sólo de buena fe, sino contrayendo mérito, porque le tiene muy grande consagrar trabajo perseverante y gratuito a una labor que da escasos resultados o que parece estéril.

Cuando no falta voluntad de aprender o no son completamente ineptos los hombres que asisten a las escuelas de adultos, el poco resultado que éstas dan consiste en el mal método, en la falta de él y en no hacerse bien cargo de las circunstancias de los discípulos. Suele incurrirse en dos errores graves: consiste el primero en tratar a los hombres como si fueran niños; y el segundo, al querer instruir a personas sin gimnasia intelectual ni hábitos de reflexionar, exigir de ellas atención sostenida, inteligencia de las verdades profundas que no se ofrecen espontáneamente a la conciencia, y comprensión rápida de cosas que sólo gradualmente y muy despacio pueden llegar a comprender; el que no sepa evitar ambos escollos perderá mucho tiempo, si acaso no lo pierde todo, y, lo que es peor, acreditará la idea equivocada de que el que no empieza a estudiar desde niño es, por lo común, incapaz de aprender nada.

Hay quien habla o escribe de enseñanza popular, y la equivoca con la infantil, partiendo del error que dejamos apuntado, de que a los hombres ignorantes se les puede tratar como niños: de aquí resulta ridículo para el que quiere enseñarlos, y con su desprestigio su impotencia. Por el hecho de haber vivido veinticinco años, el hombre sabe lo mucho que se aprende viviendo; la pasión le habrá sujetado a claras pruebas, y el dolor no le habrá escaseado sus lecciones. La existencia más obscura y aislada está llena de relaciones, y tiene la luz necesaria para discernir el mal del bien. La ignorancia de las cosas que se aprenden estudiando puede hacer que se confunda, en lo que al espíritu se refiere, al ignorante y al niño; pero el hombre, aunque no haya estudiado nada, sabe las cosas que se aprenden viviendo, que son muchas; además de este conocimiento, tiene las grandes iniciaciones de los afectos; hijo, hermano, padre, ha visto nacer y morir a los que ama; ha reído y ha llorado; sabe lo que es gozar y padecer. Si trabamos conversación con un hombre rudo, o mejor si escuchamos la que tiene con otro que esté a su nivel intelectual; si prescindimos de la forma, veremos que en el fondo tiene más ideas, más sentimientos, más necesidades comunes con nosotros de lo que habíamos imaginado; veremos que no hay en él ni el candor, ni la inexperiencia, ni la ligereza, ni la puerilidad veleidosa de la niñez; y si participa de su imprevisión, tal vez sea más por necesidad que por aturdimiento: el niño no sabe que hay porvenir; el hombre del pueblo cierra los ojos para no verlo, único modo muchas veces de que pueda gozar del presente. Así, aun en esto no deben confundirse el hombre rudo y el niño; entrambos son imprevisores, mas por diferente causa y de distinto modo.

Son una verdadera inocentada esas pláticas o libros en que con historietas y cuentos propios de niños se quiere interesar e instruir a los hombres. Ni el medio es el más apropiado, ni el objeto cual debe ser, porque no pueden servir las mismas lecciones para los que tienen diversos gustos y deberes.

Así, pues, hay que tratar a los alumnos de la escuela de adultos como hombres, pero sin pasar al otro extremo, olvidándose de que son rudos. Largas peroraciones que necesiten una atención sostenida; mucha movilidad que pasa rápidamente de unas ideas a otras; puntos de vista muy elevados adonde se quiere volar en vez de subir paso a paso, son medios que no pueden conducir al fin de instruir al hombre ignorante, tardo en todos sus movimientos intelectuales. Aun las verdades intuitivas no las verá ni pronto, ni completamente en ocasiones, porque la intuición no es idéntica en todos, ni la misma en un salvaje que en un filósofo: en este género de enseñanza, sobre todo, puede asegurarse que quien no va despacio no irá lejos.

Ocurre preguntar: el hombre que no tiene aptitud o paciencia para deletrear y hacer palotes, ¿no puede aprender nada? ¿Es imposible enseñar cosa alguna al que no sabe leer y escribir? Responderemos negativamente. Así como hay personas que saben leer y escribir, y cuyo espíritu está completamente inculto, más aún, que son poco menos que imbéciles, y otras sin ningunos conocimientos literarios y de natural despejo y entendimiento claro, puede suceder que el que no tenga aptitud para aprender las primeras letras sea capaz de instruirse en otras cosas. Un poco menos de fuerza de voluntad, la dificultad un poco mayor, tal vez, por la clase de trabajo, para hacer letras o aprender a combinarlas, determinan la ineptitud de un hombre que acaso sea capaz de algún género de instrucción. Importa tanto adquirirla, que, cuando la de las primeras letras fuera imposible, debería intentarse alguna otra; si la prueba salía mal, poco se perdía; si bien, se había ganado mucho. Si era posible desvanecer algunos errores, generalizar algunas verdades, enseñar un poco a discurrir, el que esto hiciera en la escuela de adultos no hacía menos que el que enseñaba las primeras letras.

La ventaja de proporcionar instrucción a los hombres ignorantes no ha de medirse tampoco por el número de alumnos que se examinan.

El que aprende a leer, lee a los que no saben y difunde la instrucción, el que sabe algunas verdades, las generaliza entre sus compañeros; el que ha comprendido que un error lo es, contribuye a extirparle. El alumno de la escuela de adultos vive con sus compañeros de trabajo, sobre los cuales, más o menos, influirá su instrucción. Cierto que le faltará la autoridad de una posición social aventajada; pero en cambio tampoco habrá contra él prevenciones, que más de una vez obscurecen la razón. Hay ocasiones (y ahora son frecuentes) en que la clase, en vez de autorizar, desautoriza la verdad, que hace más efecto en el taller dicha por un operario que por el dueño del establecimiento.

Por todo lo dicho creemos que no debía omitirse medio de generalizar y perfeccionar las escuelas de adultos.

Capítulo XIV. Los chicos de la calle

Al tratar de lo que pueden hacer y es necesario que hagan los individuos asociados para generalizar la instrucción, íbamos a escribir un párrafo relativo a los niños que vagan por la vía pública en vez de ir a la escuela; pero nos ha parecido mejor dedicarles, aunque breve, un capítulo aparte para llamar particularmente la atención sobre lo que merece fijarla de una manera muy especial: con frecuencia los que acaban desastradamente por efecto de sus vicios o sus crímenes, han empezado por ser chicos de la calle, y no es necesario decir más para encarecer la necesidad de que en la calle no haya chicos abandonados y pervirtiéndose mutuamente. La división de trabajo no es menos necesaria en el asunto que nos ocupa y otros análogos que en la industria, aunque esta necesidad no aparezca de una manera tan ostensible. Así, por ejemplo, la propagación de buenos libros, el contribuir pecuniariamente a sostener una escuela, el enseñar en ella o vigilarla, y el procurar que los que han de asistir no vaguen por plazas, calles y caminos, obras son todas buenas, excelentes, pero que exigen medios y vocaciones diversas.

Con el nombre de chicos de la calle se confunden categorías morales muy diversas. En la calle está el niño que por descuido de sus padres no va a la escuela; el que no asiste por falta de vestido o de calzado, o de local en que se le admita gratuitamente, siendo él muy pobre para pagar retribución alguna; el que tiene alguna ocupación a las horas de clase; el rebelde que prefiere el castigo y la holganza y la libertad, a la sujeción y el trabajo del aula. En la calle está el niño que da el mal ejemplo y el que le recibe; el que se deja llevar a una acción culpable y el que le arrastra a ella; el que se entretiene en saltar o en ver lo que pasa; el que juega a los naipes y hace trampas; el que mira los juguetes o los dulces que hay en un escaparate, y el que piensa cómo se apoderará de ellos sin ser visto; el hijo de padres que le enseñan prácticamente el mal, y el que es malo a pesar de las amonestaciones y de los ejemplos de su familia; el que curiosea y el que hurta; el que pronuncia palabras obscenas sin saber todavía su significación, y el que practica ya malas obras y se ha iniciado en los misterios del vicio y del delito.

Estas y otras variedades del chico de la calle se barajan, se confunden, se contagian más o menos activamente, según mil circunstancias que, si no son casuales, no están al menos influidas por voluntades rectas y entendimientos claros. Cuando se considera la impresionabilidad, el instinto de imitación, la tendencia a dejarse llevar de los apetitos, la falta de principios y de fijeza en las ideas que hay en la niñez; cuando se observa la influencia que ejercen en los niños todavía candorosos y tímidos, esos pilluelos osados, con aires de suficiencia y de maestros, y que pueden serlo ya en muchos géneros de maldades; cuando se calculan las tentaciones y los medios de resistir a ellas, la proximidad y frecuencia de los malos ejemplos, la eficacia mayor que tienen los dados por personas de la edad de quien los recibe; cuando todo esto se tiene en cuenta, admira los chicos de la calle que se salvan y son hombres honrados, no los que se pierden miserablemente.

La enseñanza primaria obligatoria que tropieza con los niños mendigos, también con los chicos de la calle, cuyos hábitos de holganza y de rebeldía necesita vencer; victoria difícil y necesaria si se ha de generalizar la instrucción y elevarse el nivel de la moralidad: para lograr este triunfo nos parece indispensable la acción simultánea y armónica del Estado y de los particulares; de los individuos de Asociaciones benéficas y de los agentes de la Autoridad. Por regla general, creemos que las Asociaciones benéficas han de tener su esfera de acción independiente de la del Estado, que no les debe más que aquella protección que merece toda voluntad recta; pero hay casos particulares, y el que nos ocupa parece uno de ellos, en que la acción gubernamental y caritativa combinadas podrán ser más fecundas para el bien.

Por una parte, los individuos de una Asociación no pueden perseguir a los niños que vagan por la calle en vez de ir a la escuela; sobre ser materialmente imposible, sobre repugnar a la caridad todo género de coacción, ningún particular, aunque se asocie a otros, puede tener derecho a impedir a nadie que circule por la vía pública; y si tal derecho se le concede, en cuanto le ejerce obra en unión con el Estado. Pero aunque se venciese la dificultad legal quedaría siempre la moral, que, aunque se pudiera, no se debería intentar vencer: los que han de influir moralmente en el ánimo de los niños no conviene que empleen contra ellos coacción física, sino, por el contrario, que suavicen con la caridad las severidades, que a veces pueden parecer duras, de la ley.

Por otra parte, los agentes de orden público que recogen en la calle a los niños que deben estar en la escuela, ¿los llevarían a la prevención? No; debe evitarse a toda costa que sobre la frente del niño caiga la mancha de haber estado preso ni por horas, ni por minutos, porque, en el equilibrio acaso inestable de su moralidad, puede destruirla semejante mancha en su honra. El menor ataque a ella sería mucho más perjudicial que útiles los conocimientos que pudiera adquirir en la escuela, y en mal hora iría a ella si había de ir acompañado de ningún género de oprobio. Los agentes de orden público deberían recoger a los chicos de la calle que faltan a la escuela para entregarlos al individuo de una Asociación caritativa encargada de recibirlos, cuya influencia moral completará la obra de la coacción física, quitándole lo que pudiera tener de irritante y humillante. La policía confunde, y no puede menos de confundir mientras no delinquen, los chicos de la calle; sólo la caridad puede clasificarlos y tratar a cada uno como corresponde y necesita, para que, al mismo tiempo que le señala el camino de la escuela, le aparte de otros caminos que le conducirían a su perdición. La caridad, que conoce las circunstancias del niño, las de sus padres, los peligros que le rodean, los recursos con que cuentan, puede seguirle y sostenerle; ella, que es paciente y que no se cansa, triunfará con mansedumbre y perseverancia de rebeldías que sin ella triunfarían. El nivel brutal y muchas veces inicuo de la policía no puede pasarse sobre las frentes de los chicos de la calle para llevarlos por fuerza a la prevención y a la escuela, porque sería posible que el daño moral que se les hiciera excediese mucho del bien intelectual que se procuraba.

Decimos procuraba, porque, cuando los medios no son adecuados, se logran difícilmente los buenos fines, o no se logran.

Así, pues, las Asociaciones protectoras de esos niños que pasan una gran parte de su vida en la calle nos parecen un auxiliar necesario para que la coacción que los obliga a ir a la escuela sea a la vez apoyo y guía, tenga carácter verdaderamente tutelar, y no se confunda, ni por ellos ni por nadie, con lo que se llama la acción de la justicia, palabra que significa entre nosotros vejaciones sin límites y descrédito irreparable. Que los chicos de la calle, cuando infringen la ley en materia grave, estén sujetos a la acción de la justicia; pero cuando rehúsan ir a la escuela, que sean entregados a la caridad.

Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular

No escribimos un tratado de pedagogía, y sin salirnos de nuestro asunto no podríamos entrar en pormenores acerca del modo de enseñar; pero hemos de hacer algunas observaciones respecto a métodos y libros propios para la enseñanza popular.

Aun dada la rudeza de nuestro pueblo, creemos que la mayoría de sus hijos es capaz de aprender las cosas necesarias si se enseñan bien, si se ordenan los conocimientos, si se encadenan las verdades, de manera que lo sabido allane el camino de lo que se va a adquirir y corrobore lo que se sabe ya. Hay que graduar las dificultades para disminuirlas; no prescindir del arte al exponer la ciencia, Y no erizarla de obstáculos si pueden suprimirse.

Los métodos para la enseñanza popular han de procurar brevedad, claridad y belleza: esta última circunstancia, que acaso parezca ociosa, está lejos de serlo. El pueblo es un gran poeta y un gran artista; conviene embellecer la lección que se le da para que mejor la tome, y no creemos que al enseñarle se pueda prescindir del arte sino a costa de la ciencia. Las obras de Dios son prodigiosamente deslumbradoras, de espléndida belleza, cuya utilidad, por no ser material, no es menos positiva, y el hombre más rudo procura embellecer toda obra que sale de su mano. Desde el Supremo Hacedor hasta la última racional criatura, aman, quieren, buscan la belleza. ¿Prescindirá de ella el maestro? ¿No comprenderá que su atractivo es un poder, que su ausencia deja un verdadero vacío? El fruto ha sido antes flor, y para extender el imperio de la verdad no debe prescindirse de su hermosura.

La brevedad que pedimos en los libros que han de servir para la instrucción del pueblo es una condición que se va haciendo sentir para todos. Se escribe tanto sobre cualquiera materia, que, aun concretándose a una sola, no es posible leer todo lo publicado, y lo será menos cada día. Es necesario abreviar y condensar, lo cual en muchos casos, en la mayor parte, puede hacerse, no sólo sin perjuicio, sino con ventaja de la claridad.

En un libro, todo lo que no hace falta sobra; todo lo que no facilita el conocimiento del asunto lo dificulta, y hay lectores que se pierden entre divagaciones, rodeos, digresiones, citas, adornos, y que a través de ellos no ven la ilación del argumento, las consecuencias de la lógica, la evidencia de la verdad, que comprenderían mejor expuesta con más sencillez.

No son muchos los autores que saben ponerse en lugar del lector que ignora, que procuran economizarlo tiempo, no lo dan más trabajo que el necesario para comprender el asunto, y no añadan a sus dificultades las que provienen del modo de exponerle; hay pocos autores que se hagan cargo de que para un lector no instruido, un libro en que falta claridad y orden, y sobran palabras, es un verdadero laberinto; hay pocos autores que sean parcos, que digan, no todo lo que se les ocurre, sino lo que conviene decir, dejándole al lector lo que debe decirse él después de haberle puesto en camino para que lo diga. No es sólo el poeta; también el hombre de ciencia debe ser conciso con oportunidad, presentando hechos o argumentos que hagan pensar, como aquél pone en situaciones que hacen sentir. Las proporciones de la mayor parte de los libros podrían reducirse mucho, muchísimo, con ventaja de su claridad y aun de su verdad. Uno de los defectos más frecuentes en los libros es la contradicción, que sería más ostensible para el autor y, por consiguiente, más fácil de notar y de corregir, si en vez de estar atenuada por argumentos poco concretos, perdida en rodeos, y como desleída en multitud de palabras, se presentase concentrada en frase breve, juicio categórico, exposición clara. Las afirmaciones o negaciones contradictorias, puestas así unas enfrente de otras a corta distancia, tendrían un relieve que las haría perceptibles sin grande esfuerzo de memoria ni de atención: poner a los autores en situación de contradecirse menos, y dar a los lectores facilidades para apercibirse de la contradicción, es quitar al error un auxiliar poderoso: la ordenada concisión le determina, y denunciándole con más seguridad da más medios de condenarle.

La falta de lógica, que se disimula en rodeos difusos, largas peroraciones, citas, hechos y argumentos que pueden excusarse, aparece como la contradicción cuando, condensándose las ideas, se nota fácilmente si hay o no exactitud al compararlas y establecer relaciones entre ellas, y si hay orden al exponerlas.

No todos los asuntos son susceptibles de tratarse con igual concisión, pero no hay ninguno que no tenga un máximo razonable de brevedad, que coincide con el de claridad, y al autor que no sea capaz de alcanzarla le falta alguna condición para maestro. No sabemos hasta qué punto la brevedad será dificultosa, porque, en general, se prescinde de ella si acaso no se evita. El público y los editores suelen apreciar los libros por su tamaño, y aun no todas las personas ilustradas se sobreponen a esta vulgar preocupación. Así, entre los propósitos que hace el autor al emprender su obra, es raro que se halle el de ser breve, y frecuente que procure extenderse cuanto le sea posible; de modo que la aptitud para la concisión podrá muy bien ser común, aun cuando rara vez sea practicada.

En general el libro del porvenir, y en particular el destinado a la enseñanza del pueblo, creemos que ha de ser breve, y que debe hacerse un estudio especial y continuado para procurar que lo sea, no sólo sin perjuicio, sino con ventaja de la claridad.

El que mejor aprende lo que enseña un libro, el que no olvida nada importante, ¿que retiene? Un extracto más reducido seguramente que el que puede hacer el autor, pero que debe servir a éste de advertencia para no recargar la memoria del que lee, no sólo inútilmente, sino con daño; es muy probable que el esfuerzo hecho para no olvidar cosas poco importantes perjudique al recuerdo de las esenciales. La memoria no tiene un poder indefinido; el que ignora un asunto, no puede saber lo que en él es principal y secundario, y al autor compete suprimir, tratar concisamente o con extensión, los puntos, según su importancia.

Los libros de primera enseñanza, por lo general, no pueden dar idea de lo que deben ser las obras de enseñanza popular, como no sea para establecer la regla de no hacer nada semejante, y de que tanta más probabilidad hay de acercarse a la perfección cuanto más se aleje uno del plan, forma y aun fondo de ellos. Prescindiremos, porque no hace directamente a nuestro propósito, de que no son propios ni aun para la infancia, y haremos notar que si hasta aquí no había instrucción sino para los niños y los señores, al presente se trata, es preciso tratar, de instruir a los hombres, a todos los hombres, y esta nueva necesidad lleva consigo un nuevo género de literatura. Se necesitan enciclopedias formadas de manuales breves y claramente escritos, procurando además que la forma sea tan bella como lo consienta el asunto. Comprendemos que todo esto podrá parecer ilusorio al que no se penetre bien de la diferencia que hay entre lo que es la instrucción primaria y lo que debe ser la instrucción popular, cuyo fin es distinto, y cuyos medios diferirán mucho si han de ser adecuados al objeto. Hoy es raro que personas verdaderamente instruidas y superiores escriban libros de instrucción primaria; pero es de esperar que haya hombres eminentes que no desdeñen publicar obras para la enseñanza popular. Estos hombres saldrán del cuerpo docente, cuyo nivel intelectual se elevará mucho, y de fuera de él cuando el público sea el pueblo, cuando las obras elementales sean fundamentales. Cuando un manual sea una gran dificultad vencida, una buena obra y un gran triunfo, no desdeñará el genio ponerse en comunicación directa con la multitud y en hacer que, por su medio, la verdad, como el sol, brille para todos.

Resumen y conclusión

Ha sido necesario recordar algunos principios de derecho; ninguna institución social, sea la que fuere, ha de prescindir de la justicia: por no tenerla presente muchas hallan obstáculos insuperables, y si los vencen, es haciendo un daño que excede a los bienes que intenta realizar.

Hemos visto que el deber moral que de instruirse tiene el hombre está comprendido en el de perfeccionarse. La perfección significa voluntad recta, afectos puros, entendimiento elevado. Es lo verdadero en la ciencia, lo bello en el arte, lo justo en la moral; es la mansedumbre, el sacrificio, el perdón, el amor infinito de Dios y de los hombres. La mísera criatura que sufre, concibe y aspira a la dicha completa; en sus extravíos comprende la rectitud y en su pequeñez el infinito; el dolor de su miseria es la prueba de su grandeza, y tantos mártires de la verdad y de la justicia dan testimonio de que aspira a la perfección. Aunque para ello sea necesario el ejercicio de las facultades intelectuales, no lo entiende así el que las deja inactivas: la ignorancia no se penetra fácilmente que el instruirse sea una obligación, por eso tarda en aceptarla, y hay personas a quienes es necesario imponerla como deber legal antes que como moral la hayan reconocido. Su error o su negligencia no puede admitirse como regla; su obstinación no ha de respetarse en daño de sus hijos, ni tienen derecho a infringir la ley que todos estamos obligados, en conciencia, a obedecer cuando no ordena cosa contra la conciencia. No es éste el caso de la que hace obligatoria la instrucción, siempre que en la escuela no se enseñe nada que a ninguna persona de recto juicio pueda parecer malo.

Los mismos principios que justifican el deber legal de instruirse dan derecho a la instrucción; al que no quiere adquirir la indispensable se lo puede obligar; al que no pueda se le debe auxiliar para que la adquiera; una vez comprendida su importancia, no se vacilará en declararla gratuita, como la justicia, para el que no pueda pagarla, y que lo mismo que pleitea se instruya por pobre. Nadie que observe el pueblo puede desconocer la importancia, la necesidad de instruirle. Sus derechos, sus aspiraciones, su falta de fe religiosa, su participación en la política, su ansia de regeneración social, el mayor peligro que corre su virtud, todo impone la necesidad moral, y aun material, de instruirle. La obscuridad de la ignorancia hoy, es el caos. Si se deja que choquen entre sí los elementos sociales en vez de armonizarlos, dignos de lástima serán nuestros hijos. Rudas pruebas les esperan si no van a Dios por la fe, ni se elevan a Él por la razón; si por la ignorancia de las leyes económicas no comprenden el peligroso error en que están acerca de la formación y distribución de la riqueza; si por el desconocimiento de las leyes morales hacen cálculos con los hombres que se necesitan para una empresa como con los kilogramos de hierro que entran en una máquina; si no acatan el precepto religioso, ni tienen reglas de moral con firme apoyo en su conciencia y en su entendimiento; si a las afirmaciones dogmáticas de que se burlan no sustituyen las explicaciones científicas; si, desconociendo las armonías que el saber revela, creen que en el Universo hay la confusión que existe en su espíritu; si no sustituyen por otros ideales los que han perdido; si no realizan el derecho a medida que rechazan la fuerza, y si por cada cadena que rompen no forman un lazo.

La falta de conocimiento, el descuido, el egoísmo, pueden hacernos prescindir de la ignorancia del pueblo; pero ella nos saldrá al paso: la hallaremos en el rebelde, en la prostituta, en el ladrón, en el asesino, en las víctimas de todos ellos; y si sordos a la voz del deber no nos persigue como un remordimiento, nos acometerá como un malhechor.

Por más importancia que la instrucción tenga, no puede hacerse obligatoria en un pueblo muy atrasado; para imponerla verdaderamente como deber legal que por todos se respete y se cumpla, se necesitan grandes medios morales, intelectuales y materiales.

¿Tiene España estos medios? No; la ley de enseñanza primaria obligatoria para todos, sin excepción, vendrá a aumentar el número de las que no se cumplen. Se opondrán a su cumplimiento: la ignorancia, el egoísmo y la miseria, la autoridad con su resistencia pasiva; el docto que no querrá, y tal vez no podrá transmitir gratis sus conocimientos; el rico, que no querrá dar dinero; el pobre, que no dará tiempo, y el miserable que vive de la mendicidad, incompatible con la instrucción. Se opondrá al cumplimiento de la ley el obstáculo material de falta de locales donde quepan los alumnos. ¿Cómo no se empieza por reconocer las escuelas, fijar el número de niños que en ellas pueden estar en condiciones higiénicas y formar una estadística de los que la ley obligaría a asistir? Esta indispensable operación previa daría por resultado poner de manifiesto la imposibilidad material de que la ley se cumpliese, y resultan graves daños de promulgar leyes que no han de cumplirse.

¿Existen grandes elementos morales o intelectuales que puedan vencer inmediatamente los obstáculos materiales que a la enseñanza obligatoria se opondrían? Hemos visto que no, y a tantas pruebas que así lo manifiestan podemos añadir que ni centros literarios, ni científicos, ni corporaciones, ni el Gobierno, ni nadie ha enviado a la Exposición de París un maestro de primeras letras.

No hay que desesperar, no; pero tampoco esperar demasiado, porque contar con medios que no existen sería tal vez esterilizar los que tenemos, convirtiendo las facilidades que resultasen ilusorias en dificultades insuperables. Hay personas que comprenden la importancia de que el pueblo se instruya, y dispuestas a trabajar y hacer sacrificios para instruirle; hay que utilizar su buena voluntad y procurar aumentar su número, porque la empresa no es imposible, pero no es fácil tampoco.

Que la ley consigne el deber de la instrucción para todos los que puedan adquirirla, pero los que puedan nada más; porque, si es inflexible sin razón, será infringida por necesidad. Que al mandato de instruirse vayan unidas otras muchas disposiciones que faciliten la instrucción, que la hagan atractiva y verdaderamente útil, que no se limite, como hoy, al imperfecto conocimiento de las primeras letras.

La llamada instrucción primaria no merece este nombre, puesto que no es más que un medio de instruirse, si no se emplea, inútil, y si se emplea mal, dañoso. Se ve la ignorancia letrada, y el error, letrado también, en la gente del pueblo que por saber leer y escribir no deja de ser ruda, y de admitir como verdades los absurdos más groseros. No puede suceder otra cosa mientras la enseñanza sea más mecánica que intelectual, y se reduzca a adquirir un instrumento que no se usa o no se usa bien. La cuestión no es que el pueblo aprenda a leer, sino que aprenda a discurrir.

No es ésta ciertamente la obra de un día, ni de un año, ni de muchos años; pero es el problema que, por difícil que sea, hay que resolver. Las dificultades que para resolverle se presentarán son grandes, pero no insuperables, y hay que medirlas, no para espantarse de su magnitud, sino para proporcionar a ellas el esfuerzo necesario para vencerlas.

No puede sustituirse la instrucción popular a la instrucción primaria sin reformar radicalmente ésta. Es necesario que el alumno lo sea por muchos años y que emplee en la escuela menos tiempo cada día, para que de niño le aproveche todo, y de adolescente y de mozo aprenda lo que en la niñez es incomprensible, y para que la instrucción literaria pueda armonizarse con la industrial. Esto exige mayor perfección en los métodos de enseñanza, crear un nuevo género de literatura y variar la condición del maestro, sacándole de la de niñero y haciéndole profesor.

Para que el pueblo se instruya verdaderamente, el Estado puede tomar muchas y variadas disposiciones, más eficaces que hacer la enseñanza primaria obligatoria para todos. Debe hacerla posible, atractiva, útil e imponerla a aquellas colectividades de cuya educación dispone directamente.

Los obstáculos de todo género que se hallarán para difundir la instrucción no pueden vencerse por el Estado si la opinión pública no le auxilia, si la acción individual, asociándose, no presta su poderoso auxilio.

Las leyes, los decretos y los reglamentos pueden organizar la enseñanza, pero no generalizarla, no hacerla verdaderamente popular si tienen que ir por todas partes venciendo resistencias en vez de hallar cooperaciones.

La enseñanza popular, en cuanto sea dado, no debe limitarse a los niños, sino hacerse extensiva a los adolescentes, a los jóvenes y a los hombres. Si su ignorancia no es invencible, hay que esforzarse a vencerla; parece duro imponerles sacrificios para realizar un bien de que no serán partícipes. Si esta exclusión es inevitable, lo imposible no obliga; pero debe limitarse cuanto fuere dado, generalizando y perfeccionando las escuelas de adultos. La justicia será, como siempre, la utilidad, aunque sólo a la material se atienda; por mucho que cueste instruir a los ignorantes, ha de costar más dirigirlos, y en ocasiones contenerlos si no se instruyen. Algunos conocimientos de Economía política evitarían muchas huelgas y muchas rebeldías, que, bien analizadas, no suelen ser más que explosiones de ignorancia.

Al que juzgue extraño y aun absurdo que pretendamos iniciar al pueblo en cierto género de conocimientos que se tienen por superiores a su capacidad, le rogamos considere que no se trata de que pase instantáneamente de la ignorancia a la ciencia; además, no habiéndose intentado nada serio para iniciarle en ella, no hay derecho para declararle incapaz de adquirirla.

Hasta ahora, como sobre ciertos asuntos se hablaba y se escribía para pocos, si ellos comprendían se daba por bien escrito y bien hablado. Aun podrá suceder que haya quien tenga por mérito el ser comprendido por un corto número. Diríase a veces que el espíritu aristocrático, arrojado de las instituciones políticas y civiles, entraba disfrazado en el campo científico, y que los grandes señores de la inteligencia tenían a menos comunicar con la plebe. Este estado de cosas inevitable es transitorio. Cuando el público sea el pueblo no le desdeñarán los sabios, que aprenderán de él tanto como le enseñen. ¿Por qué a veces se han extraviado tanto los pensadores? Porque vivieron aislados, sin el apoyo y las amonestaciones del gran maestro que se llama la humanidad.

Que las inteligencias superiores se eleven sobre las multitudes es su derecho, y suelen comprarle bastante caro para que espontáneamente no se les reconozca; pero a cualquiera altura que estén, que no se desvíen; que la obra científica sea siempre la obra humana, y la más preciada grandeza el haber hecho llegar al mayor número de hombres el mayor número de verdades profundas y de sentimientos elevados. Cuando se comprenda así, no se excluirá a ninguna clase de la comunión intelectual; se dirán las verdades esenciales de modo que las comprendan las multitudes, y el genio, como el sol, brillará para todos.

Como la verdadera instrucción del pueblo es necesaria y es posible, aunque sea difícil se realizará; llegará un día en que se realice. ¡Pero cuántos pecados y cuántos dolores evitarán, cuántos títulos a la gratitud de la posteridad adquirirán los que apresuren ese dichoso día! Misión tan noble, empresa tan difícil, obra tan santa, merece y necesita la cooperación de todas nuestras facultades. Es necesario pensarla y sentirla; es necesario comprender como el gran Leibniz el amor en la definición de la justicia; medir generosamente el deber por el poder de hacer bien; no estudiar una ley para saber las obligaciones que impone, sino los beneficios que con su auxilio podrán realizarse; no escatimar los céntimos ni los minutos que se dan cuando se contempla en la muchedumbre embrutecida el germen del crimen que fecunda el error, la chispa del genio que apaga. La ignorancia, poder que hace cautivos, impone la necesidad de una obra de redención, y jamás se han redimido los hombres con cálculos egoístas, ni en virtud de oráculos dados sobre trípodes de hielo.


Publicado el 9 de enero de 2019 por Edu Robsy.
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