Sofía

Concepción Gimeno de Flaquer


Novela corta



Dedicatoria

Novela dedicada a la discreta dama Agustina Castelló de Romero Rubio por Concepción Gimeno de Flaquer

I

Gran animación se advertía en el Teatro Nacional de México, motivada por un acontecimiento extraordinario. Adelina Patti, la célebre diva había llegado a la tierra de Moctezuma por vez primera, y todos se hallaban ansiosos de escuchar sus trinos que según la fama rivalizaban con los del cenzontle. La Colonia española residente en México, que se distingue por la esplendidez, preparaba entusiastas manifestaciones para la diva madrileña. Los empresarios dispuestos a obsequiar a la reina del canto, habían engalanado el Teatro Nacional con los colores de la bandera española, flores y luz eléctrica. A pesar del timo que acababa de recibir la sociedad mexicana explotada indignamente por el falso Mayer, para cuya explotación se había valido del glorioso nombre de la diva, los bolsillos no habían quedado exhaustos ni se había enfriado el anhelo de oír al canoro ruiseñor, admirado en todos los climas y latitudes; pues la high life que había pagado espléndidamente un abono al estafador que se denominó agente de la Empresa Patti, volvió a dar a los revendedores hasta 600 duros, para el verdadero abono de cuatro conciertos. El Teatro Nacional que es muy grande estaba de bote en bote, habiéndose tenido que colocar muchas sillas hacinadas en los pasillos, para complacer a los que no alcanzaron localidad por haberse agotado. El deseo de oír y de ver a la célebre diva era vehemente, tanto, que el público mexicano más silencioso y comedido generalmente que el público europeo, formaba con su algazara inusitada encrespado oleaje: jamás se le había visto tan agitado. Los que por no haber salido de México no conocían a la famosa artista madrileña, anhelaban juzgarla, los que la oyeron en Europa sentían curiosidad por saber si habían disminuido las facultades artísticas de la reina del bel canto.

El público mexicano es muy inteligente en música y no se deja imponer reputaciones sancionadas en Europa; quiere fallar por sí mismo, en lo cual obra perfectamente.

Llegó el momento deseado, la Patti apareció en la escena: todos escucharon sus gorjeos con religioso silencio, pero la opinión se hallaba muy dividida. Cantaba con Adelina, la hermosa Scalchi, notable contralto, y aunque la Patti jamás quiere dividir con nadie sus laureles, el público mexicano los distribuyó entre las dos artistas. Unos decían que la Patti estaba en decadencia; otros, que el verdadero ruiseñor era la Scalchi, la cual se presentaba en el esplendor de sus facultades, luciendo una voz fresca, potente y argentina; pero todos afirmaban que, aunque en su ocaso, la Patti tenía resplandores muy brillantes.

En el primer concierto las dos artistas absorbieron por completo la atención general; pero pasado este, los concurrentes al Teatro Nacional, dueños ya de sus impresiones, empezaron a fijarse en las damas que ocupaban los palcos.

¿Quién es esa bella rubia que lleva traje blanco? —preguntó un lagartijo.

—Es Sofía Galvín, casada con el señor Zarzamendi, rico propietario de San Luis Potosí —contestó el interpelado, que era un señor grave.

—O no la conozco o la he perdido de vista —dijo el pisaverde—. Es raro que yo no sepa quién es, pues nunca tengo que preguntar el nombre de una hermosa.

—Ya ve usted cómo en esta ocasión tuvo que preguntarlo, yo conozco a Sofía desde que era chiquita. Casó con Zarzamendi por obedecer a sus padres, pero no creo haya tenido que arrepentirse, pues su marido que la idolatra, emplea sus millones en transformarle la vida en Edén.

—¿Cuántos años tiene Sofía?

—Debe tener treinta.

—La edad de las heroínas de Balzac.

—Cuando casó tendría unos veintidós años y ha permanecido cerca de ocho en Europa.

—Viaje de luna de miel ¿eh?

—Y de estudio.

—Mucho lo ha prolongado el sexagenario.

—Ha tenido el buen gusto de querer que conociese Sofía las principales capitales de Europa. Ella es muy inteligente y ha viajado con aprovechamiento.

—¿Dónde nació Sofía?

—En Guadalajara.

—¡Ah, es tapatía!

—Sí señor.

—Debe ser muy salerosa como dicen los gachupines.

—Sí, tiene gracia y mucho ingenio: ya sabe usted que Guadalajara es la Sevilla mexicana.

—Parece muy dichosa Sofía.

—No existe un mortal que pueda vanagloriarse de ser completamente feliz.

—¿Acaso abriga algún amor oculto?

—No se le conoce otro afecto que el amor a su marido.

—Será discreta y lo sabe ocultar.

—No comprendo por qué al tratarse de una mujer joven y bella se le han de atribuir siempre amores ilícitos.

—Porque el amor conyugal es muy soso, y tienen más atractivo las pasiones secretas, siempre más poéticas.

—Los jóvenes de hoy tienen ustedes el sentido moral completamente extraviado y por eso encuentran poéticos los amores culpables. Sofía tiene bastante poesía en su figura y no hay que buscarla en irregularidades.

—No llame usted irregularidades a esas pasiones; lo irregular va siendo el amor conyugal.

—Por fortuna no sucede así entre nosotros. Está usted calumniando a nuestra sociedad: la corrupción de que usted habla con gran cinismo, no ha tomado asiento todavía en México y espero nos libremos de ella; podrá existir lo que usted pinta en París y Londres; pero aún no nos ha llegado ese virus.

—Pero usted se aleja de la conversación con su plétora de moral. ¿Qué penas atormentan a Sofía?

—Su hija única, la niña que nació en Europa y a la cual puso el nombre de Guadalupe, en recuerdo de nuestra Patrona, se halla muy delicada de salud.

—Ya se aliviará.

—Lupe ha nacido enferma.

—Pues qué ¿no la han visto los médicos europeos?

—Sí, y también la están visitando nuestros médicos, que no son inferiores a aquellos; pero su enfermedad es terrible.

—¿Qué padece?

—Accesos epilépticos: su abuelo materno murió de epilepsia.

—¡Ah! por eso la nieta... sí, comprendo, la ley de atavismo como dicen los naturalistas, y Sofía tampoco parece muy sana.

—No está enferma; pero es nerviosa como un pájaro y su temperamento neuro-anémico le hace padecer algunas destemplanzas.

Esta conversación fue interrumpida al levantarse el telón, separáronse los interlocutores y volvieron a resonar en la sala estrepitosos aplausos tributados a la Patti.

La representación terminó sin ningún incidente; agolpose la multitud en las puertas de salida, subieron las damas a los coches, mientras algunos rezagados discutían en el peristilo del teatro, si valían los gorjeos de la diva el subido precio que costaba el abono.

II

La Colonia de Arquitectos es un nuevo barrio de México que ha puesto en moda el ex presidente de la República Manuel González. Respírase allí un ambiente muy puro, las casas espaciosas y poco aglomeradas tienen algunas de ellas aspecto de chalets suizos, o de esos pequeños palacios con parterre que todos conocemos con el neologismo de hoteles, aunque no lo ha aceptado la Academia. En general, las casas de la Colonia de Arquitectos tienen jardín, y como en México, gracias a la blandura del clima, jamás se despoja la naturaleza de su manto de follaje, no es extraño ver en enero el susodicho barrio convertido en vergel, lo cual corrobora al viajero observador en su opinión de que en la antigua Tenochtitlán reina perpetua primavera.

Álzase en el nuevo barrio una poética casa cuyas ventanas ojivales y semiabiertas por azuladas campanillas y olorosa madreselva presentan un aspecto misterioso que excita la curiosidad. El jardín que rodea la casa tiene surtidores con caprichosos juegos de agua, cascadas artificiales y transparentes y lagos donde rojos dorados pececillos aletean gozosos en su cárcel de cristal: no falta tampoco un pequeño kiosco sombreado por variadas trepadoras donde la pasionaria luce sus verdes clavos, cubriendo espesas celosías que hacen impenetrables los rayos del sol. En él se cultivan toda clase de plantas, pues a la gran variedad de la flora mexicana, únense plantas cubanas y europeas esmeradamente cultivadas por hábil jardinero. Pequeñas estufas permiten guardar bellas flores de Orizaba, Córdoba y Jalapa, ofreciendo los ricos matices que ostentan las flores de la llamada tierra caliente.

En ese pequeño paraíso, habita una Eva, encantadora como la que creó la pluma de Milton o el pincel de Veronés. Es Sofía, aquella interesante rubia que vimos en el Teatro Nacional vestida de blanco.

Penetremos en su gabinete de toilette, el mayor desorden reina en él, ese desorden que revela los preparativos que hace una mujer para asistir a un baile. Sobre el diván está el vestido de espumoso encaje con viso de pajizo raso, los níveos zapatos bordados en perlas que son diminutos porque han de encerrar pies mexicanos, hállanse tirados en la alfombra, en una rinconera está una caja de flores artificiales, sobre un sillón un abrigo de brocatel oriental ligeramente adornado con piel de armiño, en la mesa-tocador forrada de raso azul y cubierta por blanca muselina e idénticas cortinas prendidas con grandes lazos azules, aparecen en primer término el sachet de guantes y el abanico de plumas, más lejos el frasquito de sales inglesas y en el lavabo de jaspeado mármol poblano, jaboneras, cepillos y botellitas de esencias con marca de Guerlain y dos elegantes cajas de velutina.

Sentada ante el espejo se halla Sofía dirigiendo el peinado que le hace su doncella, la cual lucha con la dificultad de reducir a pequeños bucles impuestos por la moda, la abundosa cabellera de su joven ama. Contemplemos un instante a Sofía: su pálido cutis tiene el blanco aterciopelado de la gardenia, su correcto perfil una delicadeza griega, sus negros ojos, el fuego de la mirada árabe y su rubio cabello, los áureos reflejos de las cabelleras venecianas pintadas por Ticiano. Agregad a estos encantos un talle de sílfide y una elegancia innata y no dudareis es Sofía la mexicana más bella que ha pisado el Anáhuac.

Un nuevo personaje acaba de penetrar en el gabinete de toilette; es un personaje en miniatura, pero a pesar de ello tiene gran importancia, por ser hija de Sofía.

—Mamita —dice con zalamería la chiquilla—, ¿verdad que no vas al baile?

—Sí Lupe, tengo que ir.

—No vayas, mamacita.

—Estoy comprometida: debo muchas atenciones a la señora del ministro de Francia y no puedo faltar.

—Bien, bien, me dejas hoy que es Nochebuena y me toca dar la posada a mis amiguitas.

—Te quedas acompañada, y como sé que te has de divertir, me voy más contenta.

—No, no; si te vas no hacemos la fiesta.

—Las niñas no deben ser caprichosas.

—Si te marchas desarreglo el belén, rompo los pastores y desnudo a las muñecas. Todavía no has visto los trajes que les ha hecho la costurera.

—Enséñamelos.

—Las muñecas están escondidas hasta que vengan mis amigas porque quiero sorprenderte.

—Enséñamelas y me sorprenderé.

—¿Quién tocará el piano si te vas?

—He avisado al hijo de tu profesor que es muy amable, y os entretendrá.

—Nadie hace las cosas como tú. No quiero que venga Pepito. Bueno, bueno, ya no me quieres, lloraré y ya sabes, dice el doctor que no me conviene llorar.

—Abusas porque te quiero demasiado. ¿Sabes que te guardo un árbol de Navidad con juguetes de secreto, para que los regales a tus amiguitas?

—Si no estás tú, no quiero árbol, ni muñecas, ni nada.

—Caprichosilla, vamos al comedor que papá está esperando, y se enfría la sopa.

Empezaron a comer y una escena semejante a la que hemos presenciado en el gabinete de toilette provocada por Lupe, se verificó en el comedor.

—Papacito: dile a mamá que no vaya al baile —exclamaba la mimada chicuela.

—Hemos prometido ir.

—Vete tú.

—Muchas gracias: de modo que a mí no me quieres tanto como a mamá.

—Sí, os quiero a los dos iguales; pero con mamá me divierto más que contigo.

—¡Hermosa ingenuidad! Qué te parece Sofía.

—Que los niños son tan egoístas como los hombres.

La comida terminó silenciosamente: Lupe había comido muy poco, y esto puso de mal humor a Sofía.

—Elena te llama por el balcón —le dijo su marido.

Sofía abrió los cristales, apartó la persiana y dio la mano a su vecina.

—No te he visto en todo el día, prima —dijo esta.

—He estado en las habitaciones del otro lado.

—¿Estrenas esta noche el aderezo de perlas negras?

—Sí.

—Es magnífico, no hay otro semejante en México y causará gran sensación, lo mismo que mi collar de zafiros. Te aseguro que es difícil encontrar zafiros de tan gran nitidez. Vamos a dar golpe, pues nuestros trajes son de una hechura muy nueva. Worth tiene la habilidad de no hacer dos vestidos iguales. Ya me parece oír decir: las dos primas, tan bella la rubia como la morena, son los astros del salón.

—Sin embargo, no voy contenta al baile.

—¿Por qué?

—Porque Lupe no quiere que vaya.

—Eso te falta, que te dejes dominar por ella. ¿De qué te servirían tus millones si no los lucieses? No hagas caso a Lupe, pronto cambiará de impresión. Es preciso que hagamos rabiar esta noche a muchas mujeres con nuestros triunfos. Yo te aseguro que mi éxito ha de ser completo. Voy a redoblar mis coqueterías para atraerme a los maridos de todas las mujeres que me tienen envidia; es la mejor venganza.

—¡Qué buen humor tienes! Siempre la misma.

—Es claro, procuro sacar el mejor partido de los pocos goces que se presentan en la vida. Si no me divierto más no será por culpa mía.

Un criado interrumpió este diálogo diciendo a Sofía:

—Señora, la niña está llorando mucho y el señor no la puede calmar.

—Ya lo oyes Elena, mi hija llora, yo no puedo ir al baile.

—¿Será posible?

—Como lo digo.

—No, no lo creo.

—Es cosa resuelta.

—Pero tu resolución es incomprensible.

—La comprenderías fácilmente si fueras madre. Adiós Elena, diviértete mucho.

Sofía estrechó la mano de su prima y desapareció rápidamente, dejando a esta, atónita con tan repentina desaparición.

III

La noche de Navidad que tanto se celebra en México, había expirado confundiéndose los destemplados ecos de las músicas callejeras producidas por el rabel, la zampona y la pandereta con las armoniosas notas de la magnífica orquesta que desde los jardines de Buena Vista había hecho resonar sus acordes, para que más de ochenta parejas se deleitaran bailando en los salones de la Legación de Francia.

Como en México no son frecuentes las fiestas sociales, cuando se verifica alguna, proporciona motivo de conversación por mucho tiempo. El día de Pascua amaneció con un sol brillante y los lagartijos de la ciudad de Moctezuma, diseminados por el atrio de la Profesa, Santa Brígida y Santa Teresa, iglesias a la moda, donde se ven entre once y doce a las pollas más elegantes, formaban corros hablando del acontecimiento de la noche anterior, del baile de la Legación de Francia. Animadas conversaciones se sostenían con el mismo asunto en el café de la Concordia y en la peluquería de Micoló.

Efectivamente, el baile merecía mencionarse, por espléndido: los franceses tienen buen gusto para todo y muy especialmente para organizar fiestas sociales.

Los jardines de Buena Vista que rodean la Legación de Francia, habían sido iluminados a la veneciana, los músicos ocultábanse entre los árboles de tal modo, que las armonías parecían emanar de arpas eólicas pulsadas por los céfiros. Sin gran esfuerzo fingíase la fantasía en aquellos jardines, una floresta encantada. Las amplias cortinas de encaje que velaban los balcones del gran salón de baile, se movían a impulso de ligero vientecillo que mensajero de las flores, parecía llevar en sus alas emanaciones de rosas y violetas para embalsamar las cabelleras de las sílfides que se deslizaban sobre la blanca alfombra, al compás de las voluptuosas notas de ardiente vals, dejando en el espacio fosforescencias diamantinas arrojadas por ígneos ojos.

Lámparas incandescentes reverberando en las lunas venecianas festoneadas de musgo, centuplicaban los salones que tomaban aspecto mágico; convirtiendo la casa del ministro de Francia en mansión feerique.

No es por lo tanto extraño, que en los círculos de la calle de Plateros se hablara mucho de la soirée.

En vez de escuchar lo que se dice en esos círculos, oigamos lo que refieren de la fiesta, personas que ya nos son conocidas.

Penetremos en casa de Sofía. Son las cuatro de la tarde: Sofía y su marido se hallan en el boudoir tomando una taza de té, en compañía de Elena.

Esta tiene la palabra.

—No puedes figurarte Sofía, lo bien que ha hecho los honores madame Ritorié.

—Ya te dije que posee un savoir faire inimitable.

—Es muy distinguida —añadió Zarzamendi.

—¿Qué traje llevaba?

—De terciopelo negro con diferentes grupos de plumas rojas, tablier de encaje negro con transparente rojo, aderezo de brillantes, y aigrette de brillantes y zafiros.

—¿La has encontrado bella?

—Sí.

—Pues debía estarlo en alto grado porque tú no brillas por la benevolencia.

—Te diré: yo trato a las mujeres como ellas me tratan a mí. Nos odiamos cordialmente, pero la educación nos lo hace disimular. Una vez que quise elogiar a una amiga mía, no creyeron sinceros mis elogios y la persona que me escuchaba, hombre de mucho mundo, me dijo con asombro:

—¿En qué consiste que elogia usted tanto a Matilde? Yo no creo en el cariño que se demuestran las mujeres.

Al oír esta verdad, no pude menos de exclamar: elogio a las mujeres porque según nuestra religión, se salva el que perdona a sus enemigos.

—Vaya un modo que tienes de elogiarlas, prima —repuso Zarzamendi—. Tus elogios levantan ampolla: eres muy cáustica.

—Siquiera es franca —dijo Sofía sonriendo.

—Ya comprenderéis que madame Ritorié me ha tratado muy bien, cuando la respeto.

—Ya lo creo que te ha tratado: figúrate, Sofía, que le ha presentado un gran número de hombres notables.

—Comprendo que tiene talento.

—¿Por qué?

—Porque no te ha presentado mujeres.

—Sí chica, ríete cuanto quieras; pero yo digo con la célebre francesa: «no me gustan los hombres porque son hombres, sino porque no son mujeres».

—Cómo era la toilette de Panchita Valmir. El traje era precioso y las joyas magníficas; pero es tan fea, parecía el asno cargado de reliquias.

—¿Y la de Cólson?

—Puede compararse a una espingarda con faldas, porque es muy desgarbada.

—Sigue la benevolencia primita —dijo Zarzamendi—, que, aunque estaba leyendo un periódico, oía la conversación.

—Yo no tengo culpa de que me pregunten por esos mamarrachos. En cambio, había otras muy bellas y elegantes. Madame Harrisainz lució un caprichoso traje de terciopelo verde musgo con bouquets, pompadour, la señora de Villatel, un traje color de rosa cuajado de aljófar, la Marquina parecía envolverse en azulada nube, el traje de Paz Gutiérrez, era lindísimo.

—¿Y la de Escalona?

—Lució un elegante vestido color salmón muy original, que revelaba el buen gusto de Paulina Delafontaine.

—De modo que la fiesta ha sido brillante.

—Brillantísima: yo me quedé hasta el cotillón que por cierto fue hábilmente dirigido por la señora de Azcarrete y el joven gobernador de... Parece que ambos se quieren bien.

—Piedad para mi amiga Lola.

—Si yo no digo nada grave prima: creo sencillamente que Lola y el gobernador, se quieren fraternalmente.

—Tú dices siempre mucho cuando parece que no dices nada —repuso Zarzamendi, dejando los periódicos y acercándose a Elena—. Ya sabemos hasta dónde llegan los sentimientos fraternales entre individuos de distinto sexo. Además, Lola es casada.

—Déjala concluir —dijo Sofía—, me estaba hablando del cotillón.

—Como te decía, fue muy elegante y se repartieron caprichosos juguetes y banderitas francesas y mexicanas, que los caballeros se colocaron en un ojal del frac y las damas entre los encajes del corpiño. Los carnets de bal fueron muy elegantes de pergamino y raso blanco, adornados con figuritas de la época del Directorio. He olvidado traer mi carnet; pero ya te lo enseñaré. Lo guardo para formar colección.

—No comprendo tu idea.

—Pues está muy clara: el carnet de bal es el trofeo de una mujer elegante, en él aparecen sus triunfos que consisten en el mayor número de los conquistados.

—Siempre la misma.

—No sé por qué me acusáis de ligera, cuando solo digo verdades. La mayor parte de las mujeres que pasan por serias, piensan lo mismo que yo, pero son reservadas, prudentes como decís los benévolos, hipócritas como digo yo. Mi carácter os parece ligero porque tengo el valor de ser franca, en una sociedad que jamás revela sus impresiones.

—La reserva es discreción, primita.

—Bueno estás tú primo, adulando siempre a todo el mundo.

—Te equivocas, ya ves que no lo encuentro todo bueno.

—Claro, reservas tus reconvenciones para mí. Conmigo eres acíbar, con los otros una malva. Cualquier día te canonizan. No creo son mejores los que más sermonean. Si todas tus pláticas verbales las escribieses, hubieras superado a los benedictinos.

—Tu lengua Elenita, es un dardo.

—Podía ser peor.

—¿Todavía?

—Sí, ¿por qué no has dicho una catapulta?

—Creo que el día que te muerdas, te envenenas.

—Procuraré no morderme a mí: es mejor morder a los demás.

—En fin, perezcan todos si me salvo yo.

—Esa es la caridad de los moralizadores.

—¡Haya paz! —dijo Sofía, a la cual hacía mucha gracia la soltura de lengua de su prima.

—La manera de que la haya es que yo me marche a la Reforma. Ya oigo a los caballos piafando impacientes. ¿Quieres venir a paseo?

—No, Lupe duerme, hoy no está buena, y si al despertar no me ve se pondrá de mal humor.

—Lo que tú querías era largarte, y no acertabas a decirlo.

—Sí primo, porque soy muy tímida. Vaya, os dejo filosofando sobre lo que llamáis mi aturdimiento y voy a fisgar cuanto pueda en el paseo. Algo traeré que contar.

Elena marchó según lo había dicho, Zarzamendi entró en su escritorio, y Sofía se fue a velar el sueño de su hija.

IV

No había transcurrido mucho rato cuando Sofía gritó fuera de sí:

—El ataque, la niña tiene el ataque. Que venga el médico, corran a buscarle; tomen el primer coche que encuentren.

La casa se puso en consternación: los criados corrían en todas direcciones, unos para llamar a su amo, otros queriendo ayudar a la señora, los más sin rumbo fijo, aturdidos por tan lastimeros gritos.

Zarzamendi salió precipitadamente de su despacho y subiendo de dos en dos los pocos escalones que le separaban del cuarto de su hija, se acercó a la cama de esta, dirigiendo su inquieta mirada ya al rostro de la niña, ya al de la madre completamente demudado.

—Tranquilízate mujer —dijo a Sofía—, el ataque no se presenta con la fuerza de otras veces, creo que será benigno.

—¡Qué rígida está, además, no respira!

—Acuérdate que otras veces le ha faltado la respiración, por más de quince segundos.

—Mira qué pequeño tiene el pulso.

—Cuando le da el ataque tiene el pulso deprimido.

—Hoy está peor, no me convences.

—El último ataque siempre te parece el más grave, no te desalientes, ya pasará.

—¡Dios mío cuánto tarda el médico!

—No tarda, tu agitación no te permite medir el tiempo.

—Que venga cualquier médico, yo no puedo sufrir más.

—Si no han encontrado a Lagarde, vendrá el de la esquina. Han ido por los dos.

Un carruaje resonó en la solitaria calle; los caballos galopaban. Zarzamendi se asomó al balcón y exclamó:

—El coche viene hacia aquí; no sé cuál de los dos, pero indudablemente será un médico.

—Dios mío, que sea Lagarde —dijo sollozando Sofía.

El carruaje paró, Zarzamendi salió a la escalera y entró en el cuarto de la niña acompañado del doctor Lagarde, el más famoso médico de México, al cual se atribuían curaciones milagrosas.

El semblante de Sofía, pálido como el alabastro, se coloreó, sus ojos fulguraron y fijándolos en los del médico, le dijo con arrebatado acento:

—Sálvela usted doctor, si no me muero yo.

Para esta frase no tuvo el médico más que una mirada, pero tan expresiva, que podía leerse en ella esperanza, ternura, anhelo ferviente, resolución firme de luchar con la enfermedad hasta vencerla.

Sofía llena de confianza se separó del lugar que ocupaba al lado de la niña, para cedérselo al doctor y se dejó caer con abandono en un sillón.

El ataque se hallaba en el momento crítico: Zarzamendi y el doctor cubrían con sus cuerpos la cama de la niña, para que la madre no viera el aterrador espectáculo que ofrecía la enferma. Girábale la cabeza con espantosa violencia, las cejas se le habían juntado y por sus lívidos labios fluía una saliva espumosa y sanguinolenta.

El médico fruncía el ceño con enojo al ver su impotencia: nada podía hacer, su papel se reducía a sujetar a la niña para que no se golpeara. Su mirada escrutadora trataba de sorprender el más leve síntoma de asfixia o de congestión cerebral que pusiera a la enferma en peligro inminente.

Pasaron algunos momentos de gran inquietud para todos; la enfermita tomó otro aspecto. Cesaron las contracciones nerviosas, al color lívido fue sucediendo el pálido y después el suyo propio, el pulso recobró su amplitud, aunque no su ritmo, y abundante sudor inundó su cuerpo. Por fin la niña habló: ¿dónde está mamá? Fue su primera frase.

Sofía que estaba medio aletargada, se levantó velozmente y corriendo hacia la cama dijo con enternecimiento:

—¿Cómo estás, ángel mío? ¿Qué te duele?

—La cabeza. Pero ¿qué sucede? Tú tienes lágrimas en los ojos, papá está triste y el doctor me mira de un modo muy raro.

—No es nada, vida mía, es que la atmósfera está muy cargada y nos hemos puesto nerviosas tú y yo. Ya estás mejor, ¿verdad?

—Yo estoy buena, solo me duele la cabeza.

El doctor recetó un calmante y al poco rato de haberlo tomado la enferma, sea este o las fatigas que había padecido, determinaron un sueño profundo, que como sucede tras el acceso, debía durar largo tiempo.

Tranquilos todos, Zarzamendi indicó podrían servir un té, bebida favorita del doctor.

—Sí, sí —dijo Sofía—, vayan ustedes al gabinete azul, que pronto voy yo. Quiero cerciorarme de que el sueño de Lupe es tranquilo.

—La niña está bien —dijo el doctor con gravedad, dirigiendo a Sofía una mirada que parecía envolver una petición.

Sofía fingió no advertirla, y quedose algún tiempo más, junto a la cama de su hija.

Zarzamendi acompañó al doctor al gabinete azul, dejándole allí para ir a regularizar el servicio de los criados que aún no volvían del susto.

El doctor se paseaba por el gabinete con las manos cruzadas por detrás, con aspecto meditabundo. ¿Quién era el doctor?, preguntaréis. Víctor Lagarde era un hombre excéntrico, mimado de la fortuna y de la gloria, pues acertadas curas le habían dado celebridad y dinero; ni se envanecía de este ni hacía alarde de aquella. Profesaba verdadero amor a la ciencia y, aunque misántropo, se interesaba mucho en el cuidado de sus enfermos, más que por afecto a estos por triunfar de las dificultades que en su difícil misión se presentaban. Era el médico de la aristocracia, pero si se veía obligado a visitar a los pobres, en vez de cobrarles honorarios les daba limosna no por caridad, por esplendidez, pues era muy desprendido. Contaba 40 años de edad y ninguna bella había podido hacerle doblegar la cerviz ante el santo yugo. Su pasión hacia el estudio le había distraído de la vida social, y por eso se le oía decir: «yo no visito a las mujeres, visito a las enfermas».

El doctor Lagarde estaba dotado de arrogante figura: su tez ligeramente bronceada, se iluminaba por grandes y negros ojos de mirada penetrante que parecía tener fuerza magnética, sus gruesos labios sensuales bailábanse poblados de largo bigote de un negro azabache como su espesa barba, su elevada estatura tenía majestad y las líneas de su expresivo rostro, revelaban franqueza y energía, cualidades por las que se distinguen los hombres del Estado de Coahuila, de donde era hijo. La sinceridad de los coahuilenses es proverbial en la República, y el doctor era digno de ese concepto que con justa razón han obtenido sus paisanos.

Para el doctor como para los phartos la primera virtud era la formalidad; así es que cuando alguien faltaba a la más pequeña promesa, se irritaba como si se tratara de una culpa. Su carácter serio inspiraba confianza, armonizando con la gravedad de su profesión. Jamás asistía a un baile ni a un teatro: en los ratos de descanso, sumergíase en su rica biblioteca, océano de ideas que habían formado en su razón, un sincretismo extraño. Entre los libros del doctor Lagarde, después de las obras referentes a su facultad, ocupaban lugar preferente las obras de Hobbes, Cabanis, Litré, Stuart Mill, Fourier, Schelegel, Hume, Vanini, Volney, Auguste Comte, Herbert y Schopenhauer. Es ocioso perfilar su boceto moral, después de haber descrito su biblioteca.

Queda retratado en sus aficiones literarias y filosóficas.

V

—¿Todavía no han traído el té? —preguntó Sofía entrando en el gabinete azul, donde se hallaba el doctor.

—No, no lo han traído y usted tiene la culpa de que yo no lo tome a mi hora habitual.

Acostumbrada Sofía a las bromas que daba el doctor sin perder su seriedad, sonrió ligeramente y colocando ante él una caprichosa mesita en forma de hoja de trébol, preparábase a llamar, cuando apareció su marido seguido de un criado que traía en una bandeja japonesa el té, y de otro que se disponía a encender las lámparas.

—Cuánto hemos hecho esperar a usted doctor, ¿verdad? Discúlpenos y diga si quiere tomar algo más sólido.

—Yo no le digo nada ahora —añadió Sofía—, porque quiero pedirle se quede a pasar con nosotros la velada y cenaremos reunidos.

—No puedo estar aquí tanto tiempo, tengo muchas ocupaciones.

—Yo no podría dormir, si al acostarme no me afirma un médico que Lupe pasará buena noche.

—Doctor, las madres son muy exigentes —dijo Zarzamendi, entrando en un saloncito contiguo, para buscar cigarros habanos.

—No se irá usted ¿verdad? —dijo Sofía con emoción—, no se vaya, se lo ruego por mi hija.

El doctor se levantó de la silla en que estaba sentado, y acercándose a Sofía, le dijo en voz baja:

—Me quedo por usted.

Sofía bajó los ojos.

Un segundo después, colocaba Zarzamendi un puñado de cigarros en la mesita del té.

—Diga usted doctor —preguntó este encendiendo un cigarro—, ¿cuáles son las causas que producen la epilepsia?

—La etiología no ha podido precisarlas aún. En cuanto a la profilaxia, hay un precepto que nunca debe olvidarse; proscribir los matrimonios consanguíneos, entre las familias en las que la epilepsia es hereditaria.

—¿Y no hay medio de evitar la frecuencia de los ataques?

—Para impedir en cuanto sea posible los accesos, cuenta la terapéutica con varios recursos, siendo el primero el uso del bromuro de potasio, que es el gran regulador de las funciones nerviosas; pero la higiene es el auxiliar indispensable y requiere por lo mismo esmerada vigilancia.

—Si no se conocen las causas de tan espantosa enfermedad, ni se pueden evitar los efectos de esas causas desconocidas, ¿por qué se envanece el hombre de su ciencia? —dijo Sofía con amargura.

—No hay motivo de envanecimiento, la medicina es muy deficiente.

—Sí, es verdad, no hay más médico que Dios —repuso Sofía con entusiasta entonación.

—Pero como a ese médico invisible, no se le puede pasar recado porque no acude al llamamiento, las madres tiernas como usted, tienen que recurrir al médico visible, de lo cual me felicito yo.

—No intente usted ridiculizar mi fe: la omnipotencia de Dios, le permite curar al enfermo sin presentarse en el lugar desde donde se le invoca.

—¡Ah!, si olvidaba que el médico celestial no usa pulsómetro para medir la fiebre: está más adelantado que nosotros. Entonces las católicas no deben ustedes llamar a los desgraciados Hipócrates que nos arrastramos por la tierra, basta acudir al Esculapio de ese cerúleo Olimpo.

—La ironía de usted es tan cortante que todo lo destroza. Es verdad que las católicas llamamos al médico, pero al llamarle, pedimos a Dios inspire su diagnóstico. Las madres raciocinamos poco cuando vemos padecer a nuestros hijos; en tales cosas no conocemos otra dialéctica que la del corazón. Que no se nos pregunte lo que determina nuestros impulsos. Para una madre creyente, el médico es el sacerdote por cuya mano obra Dios el milagro. Pero qué digo si usted no cree en Dios.

—¿Cómo que no creo? Todo es cuestión de nombre. Dios es la sustancia según Espinosa, la idea según Hegel, la voluntad según Schopenhauer.

—No te metas en discusiones metafísicas con el doctor, pues te arrollará con sus teorías materialistas —dijo Zarzamendi.

—Lo que ustedes llaman Dios, es para mí causa universal sin personalidad, es agente cósmico, éter, llama, vapor o fuerza eterna.

—¡Solo la materia! —exclamó Sofía con desaliento—. Pero ¿quién rige esas leyes naturales?

—Nadie, por eso son imperfectas, por eso hay cataclismos geológicos por lo cual dice con gran razón nuestro filósofo Ceballos Dosamantes, que «solo un cerebro atrofiado o un corazón perverso, puede cohonestar la existencia de un poder consciente y divino con el lujo de crueldades que cometen las fuerzas inconscientes de la naturaleza»: añadiendo que el estado actual de la ciencia nos hace conocer que todo en el universo se realiza a efecto de leyes naturales, y esto nos mueve a proscribir un poder que esté fuera de la naturaleza; que además lo fortuito, lo monstruoso y en suma, todo lo imperfecto que observamos en el mundo, nos autoriza también para negar la existencia de un regulador supremo en quien se suponen atributos divinos.

Qué empeño tienen ustedes en espiritualizar la materia: la materia si pudieran hasta la suprimirían. Para ustedes el hombre no es más que un espíritu servido por órganos.

—¿Acaso niega usted la existencia del espíritu o lo que es lo mismo, el alma, doctor?

—¿Qué manifestaciones tienen ustedes del alma?

—El pensamiento —dijo Sofía interrumpiendo a su marido que iba a hablar.

—Y bien, el pensamiento no es más que un producto, una secreción de la materia.

—Yo quería decir cuando Sofía me interrumpió, que nuestras escasas facultades intelectuales no pueden destruir los silogismos del doctor; y por lo tanto le mencionaré mayor autoridad. Dice Aristóteles que la esencia del espíritu es el pensamiento.

—El sistema peripatético es muy antiguo y está rechazado por los sabios modernos; la ciencia de hoy encuentra absurdas todas las especulaciones de esa escuela.

—Los médicos no creen ustedes en el espíritu o en el alma porque no encuentran a esta con el escalpelo, y esto es ilógico: si el alma pudiera verse, sería material, y como tal, finita.

—¿Cómo admitir la realidad de un ser que no existe en parte alguna? Los espiritualistas dicen que no ocupa lugar, pero no prueban que exista una cosa que no se halla en ninguna parte. Ahora, si quieren ustedes llamar alma a la fórmula que expresa la reunión de los hechos de sentimiento, inteligencia y voluntad, estamos conformes; lo acepto por no haber palabra que me satisfaga. El alma según Tales de Mileto es principio de movimiento, y según Pitágoras armonía.

—¿De modo que usted no supone al pensamiento de esencia divina?

—No, creo que el pensamiento es una reunión de moléculas sutiles circulando en las celdillas cerebrales: el pensamiento es una función orgánica del cerebro destinado a producirle como el estómago y los intestinos están destinados a producir la digestión.

—Pues ya que tanto materializan ustedes al pensamiento, cómo no han podido localizarlo. Y si no dígame usted ¿en cuál de las circunvoluciones cerebrales se encuentra? —preguntó Zarzamendi con energía.

—Dice el doctor Buchner, que el pensamiento es el resultado de todas las fuerzas reunidas en el cerebro, que este resultado no puede ser visto, porque es según todas las apariencias un efecto de electricidad nerviosa. Créanme ustedes, el cerebro es un órgano de difícil estudio por sus mil complicaciones; pero se pueden aducir mil pruebas para demostrar que la inteligencia es material, y que esta puede depender de la buena composición química de la sustancia gris.

—¡Puede depender! Eso no es afirmar.

—Nada debe afirmarse en absoluto. Ya he dicho que mi ciencia es muy incompleta. Pero voy a dar a ustedes otro argumento. Si la inteligencia fuera de esencia espiritual, no se debilitaría cuando enferma el cerebro. Los locos no razonan porque tienen descompuesto ese órgano. Además, nótase que en un alienado el peso del cerebro disminuye según su grado de demencia.

—Es claro, dele usted a un artista un mal piano y no producirá sonido armónico. El pensamiento es el artista y el cerebro el piano.

—Luego el pensamiento necesita de instrumento, si fuera inmaterial no lo necesitaría. ¿Por qué el ejercicio de la inteligencia desarrolla el cerebro, como el trabajo material desarrolla los músculos? Porque la inteligencia es material.

—No todos los seres pueden alcanzar las grandes verdades: Descartes, Malebranche, Fenelón y Bossuet, afirman que tienen una idea clarísima del infinito, de la cual no pueden encontrar el origen más que en el infinito mismo.

Sofía aprobaba con movimientos de cabeza, los argumentos presentados en pro de sus ideas. Zarzamendi continuó diciendo así:

—San Agustín lo explica claramente, la idea de la belleza relativa le elevó a buscar la belleza absoluta, y en esa ascensión de lo versátil a lo inmutable, de lo pasajero a lo eterno, de lo bello a lo bueno, encontró a Dios.

—Y bien —añadió Sofía—, quiero expresar mis ideas, aunque sea vulgarmente. ¿Si no existiera un sabio Creador, quién hubiera formado nuestros ojos y nuestros oídos tan perfectamente organizados para percibir el sonido y la luz? ¿Quién ha dado al hombre la palabra? La grandeza del universo atestigua su poder. Dios se revela en la creación, que es portento inefable. Yo no sé definir a Dios, pero lo siento dentro de mi conciencia.

—Pues otros seres ni lo sienten en su conciencia, ni lo conciben. Recuerde usted lo que dice mi paisano Manuel Acuña, gloria de nuestra patria, hablando de Dios:


Supremo y oscuro mito,
hijo del miedo del hombre,
que piensa encontrar tu nombre
en todas partes escrito.
Si tú eres el infinito,
si es infinita tu esencia,
si probando tu existencia
todas las formas revistes,
¿por qué si es cierto que existes,
no existes en mi conciencia?


—¡Qué herejía! Manuel Acuña podrá ser gran poeta, pero no tiene partido entre las mujeres. Usted sabe bien, que la mujer mexicana es esencialmente religiosa. Nosotras no queremos a los poetas ni a los médicos ateos.

—Gracias por la alusión: yo soy religioso, Sofía; la mujer es una religión y yo adoro a la mujer.

Esta frase fue acompañada de una mirada que le hubiera parecido a Zarzamendi demasiado expresiva, si la hubiera visto.

—No me cite usted a Manuel Acuña, porque acabó su existencia de un modo inmoral: con el suicidio.

—El suicidio es vil y cobarde —objetó Zarzamendi—, es como dice Proudhon, una bancarrota fraudulenta.

—En cambio, dice Saint-Marc Girardin, que el suicidio no es la enfermedad de los débiles sino de los pensadores y filósofos. ¿Qué resolver ante esta antilogía? En fin, ¿se convence usted de que la inteligencia es material y de que el alma no es más que una palabra?

—Estoy con los filósofos cartesianos, cuando afirman que el pensamiento es el atributo del alma. Nadie me hará cambiar de opinión.

—Los mochos se aferran ustedes a sus ideas con fuerza incontrastable. Son ustedes refractarios a toda innovación.

—Yo no soy ni avanzada ni reaccionaria; pero jamás creeré que carecemos de alma, lo cual nos igualaría a los irracionales.

—También se ha dicho que los brutos la poseen. Desde Descartes, se está discutiendo esa idea. Los animales tienen como nosotros inteligencia y voluntad, y piensan puesto que recuerdan donde han dejado a sus hijos para volver por ellos.

—Sí, los animales quieren a sus hijos, es verdad que no carecen de instinto maternal, pero les falta una facultad concedida exclusivamente al hombre: la facultad de amar.

El doctor calló: Sofía había tocado el resorte mágico, Lagarde estaba vencido. La sencilla frase de aquella mujer, había ejercido más influencia en él, que los más elocuentes aforismos de los místicos.

Sofía se espantó al ver el efecto que había causado una palabra suya y ese pudor moral que poseen las mujeres delicadas, hizo asomar a su rostro un rubor que al médico le pareció encantador. Cuando se repuso, quiso desorientar a su contrincante, quitando fuerza a la frase pronunciada y cambió el giro de ella, diciendo:

—En mi pobre inteligencia doctor, solo caben argumentos de fácil comprensión; por eso se me graban las cosas sencillas y voy a recordar a usted algo muy infantil pero muy tierno, que no sé dónde leí. Una niña preguntaba a su madre, ¿qué era el alma? La madre le contestó que era el punto donde se albergaban el cariño, la compasión, la piedad, la ternura y todo lo más noble y elevado que se agita en el ser racional. La niña que era muy lista, quedó pensativa un momento y luego exclamó: ¡ah! ya comprendo mamá, con el alma es con lo que yo te quiero.

El doctor lejos de desviarse de su idea fija, pensó tenía que aparentar fe en la existencia del alma, ya que aquella mujer colocaba en ella los más grandes sentimientos y súbitamente aprovechando una distracción del marido, tomó un lápiz que llevaba en la cadena del reloj y trazó en uno de los puños de su camisa estas palabras: «creo en lo que usted crea». Volvió hábilmente el brazo y con un movimiento ingenioso le presentó el puño para que lo leyese, sin que el marido lo notara. Sofía quiso leer por cortesía, pero no pudo ocultar una sonrisa que llenó de felicidad al doctor.

Cuando se trata de ciertas mujeres, lo más pequeño es grande.

La hora avanzaba y pasaron al comedor; la cena fue cordial, no hubo discusiones porque Sofía impuso un carácter ligero a la conversación. Después del café siguió bromeando un rato con el doctor, mientras Zarzamendi se entretenía en hacer solitarios.

Dejaron a este terminando uno de ellos y pasaron a ver a la enfermita porque Lagarde se iba a retirar.

La niña dormía tranquilamente.

—Lupe sigue muy bien —dijo el doctor, puede usted estar tranquila.

Sofía besó a su hija tiernamente; Lagarde se inclinó hacia la niña poniendo sus labios en la mejilla en que los acababa de poner la madre.

Al saludar el doctor a Sofía, le dijo oprimiéndole la mano con vehemencia:

—Necesito ver a usted todos los días; ¿me permite venir?

Sofía vaciló; pero mirando a Lupe, dijo tímidamente:

—¿Por qué no, si es usted el médico de mi hija?

—En este momento no habla el médico, sino el hombre apasionado. ¿Quiere usted que venga?

—¡Oh, no sea usted cruel! Déjeme agradecerle lo que hace por mi hija.

Al oír tal frase pronunciada con acento de dolor, Lagarde comprendió que debía marcharse y lo hizo así.

VI

Pasaron algunas semanas, la niña se alivió y Zarzamendi se preparó para un viaje a San Luis Potosí, donde tenía sus minas que frecuentemente visitaba: Zarzamendi era un ingeniero nada vulgar. La mineralogía formaba su afición dominante: preocupábanle mucho las diversas combinaciones de los elementos del reino inorgánico y dedicábase con curiosidad a la investigación de sus caracteres y distintivos exteriores, para deducir por estos la composición química y los usos a que pueden aplicarse, reportando mayor utilidad, a las artes y a la industria. La bondad de sus surtimientos, le daba popularidad en el Estado potosino, donde se hizo proverbial la benevolencia con que trataba a los mineros, contándose con extrañeza que jamás se habían declarado en huelga sus obreros.

Católico chapado a la antigua, aceptaba el dogma sin querer discutirlo, considerando que el más alto grado de la razón es conceder que existen muchas cosas impenetrables que la sobrepujan. Jansenista en moral no transigía, con silogismos, paradojas o sutilezas de ingenio.

Despreciaba las fórmulas sociales que parecíanle tiquis miquis de ociosos y poco propias para quien como él vivía entre mineros, una vida subterránea, consagrando a las capas geológicas el entusiasmo que consagra el astrónomo, a los planetas siderales.

Como todos los corazones generosos, perseguía un ideal muy humanitario: mejorar la triste condición del minero. Ya había dado el primer paso aumentándole el jornal.

Quien le hubiera visto contemplar con embeleso las arenas áureas o argentinas, hubiérale creído adorador del becerro de oro y, sin embargo, se le oía decir bromeando, que su horror a la plata acuñada le hacía detestar no solo a los avaros, sino hasta a los numismáticos.

Su figura no era interesante: de corta estatura y obeso, parecía descansar su cabeza sobre los hombros, pues apenas tenía cuello. Dotado de un temperamento sanguíneo-linfático y de un carácter apacible, la suave expresión de su rostro en el que era muy recuente la sonrisa y la melancólica mirada de sus redondos y pequeños ojos, que a no ser por su dulzura, hubieran sido feos, le atraían simpatías generales.

El doctor le quería como puede querer un hombre, al marido de la mujer a quien ama.

Llegó el momento de la partida de Zarzamendi, y Lagarde cumplió con la cortesía de acompañarle a la estación del ferrocarril. Jamás había encontrado una fórmula social tan grata: puede afirmarse que cuando su amigo le dijo que no se molestara y él insistió en que le era muy grato acompañarle, lo decía con la mayor sinceridad.

Al día siguiente se presentó en casa de Sofía a las nueve de la noche: tenía la seguridad de encontrarla sola, tanto porque siendo noche de moda en el Teatro Nacional, Elena que asistía siempre no había de faltar, como por ser muy raro en México recibir visitas a esas horas, no siendo de parientes, y todos los de Sofía que eran los de su marido, se hallaban en San Luis.

Al verle Sofía, adivinó que alguna situación algo difícil se le iba a presentar.

—¿Me esperaba usted? —le preguntó el doctor tendiéndole la mano.

—A estas horas no —repuso Sofía vacilante.

—Pero ¿me ha esperado usted hoy?

—Cuando se tiene una hija enferma, el corazón de la madre espera siempre al médico.

—No dirijo mi pregunta a la madre sino a la mujer, no deseo saber si espera usted al médico sino al amigo.

—Pues entonces es muy presuntuosa la pregunta, porque envuelve la idea de averiguar si pienso en usted.

—Sí, Sofía, eso es lo que anhelo saber, y no es demasiado pronto, pues tiempo hace que le consagro mi vida, que la amo a usted como nunca creí amar.

—Hágame usted favor de suprimir ese verbo.

—¿Por qué?

—Porque no debo permitir que usted lo use hablando conmigo.

—Nadie nos oye.

—Mi conciencia.

—Bueno, haré lo que usted quiera, suprimiré la palabra que le hiere, pero emplearé las palabras, afecto y cariño; estas no me las puede prohibir a pesar de sus severas exageraciones. La quiero a usted con el mayor respeto; y merezco alguna consideración.

—¿Acaso no le considero yo? Estimo a usted en lo mucho que vale y le guardo la más profunda gratitud, porque le debo el restablecimiento de mi hija.

—¡Qué empeño en recordarlo! No tiene usted nada que agradecerme en ese terreno, porque no he hecho más que cumplir con mi deber, con el deber del médico a quien está confiado el enfermo por el cual debe velar hasta el sacrificio.

—Si comprende usted tan bien el deber ¿por qué se sorprende de que yo lo invoque?

—¿De cuál deber me habla usted?

—Del que me impide oír sus frases apasionadas: no extinga usted la gratitud que mi corazón le consagra.

—Está usted exasperando mis sentimientos: gratitud, hablarle de gratitud a un corazón fogoso como el mío, es una cruel ironía.

—No olvide usted los lazos que me ligan a otro hombre.

—Esos lazos que usted contrajo por obediencia a sus padres no valdrían nada ante los lazos espontáneos formados por el corazón, si usted me quisiera. Nada son esos lazos, como no son nada los de la sangre si el nudo de ellos no está formado por el cariño: este es el único lazo.

—Yo amo a mi marido.

—No es cierto, no le ama usted.

—Me ofende tal afirmación y es mucha audacia proferirla. ¿Quién ha dicho tal cosa?

—Mi profundo conocimiento del corazón humano. He estudiado a usted tanto que he llegado a penetrar en lo más recóndito de su ser moral.

—Muy mal ha leído usted en mí; vuelvo a repetir que amo a mi marido y, aunque así no fuera, jamás le pondría en ridículo porque le respeto.

—Usted lo ha dicho, respeto, respeto es lo que su marido le inspira.

—Aun siendo solo respeto, ese sentimiento es tan sagrado como el amor y hiere a la delicadeza de mi alma, el que hable usted de él con tan ligero tono.

—No lo diré más; la exaltación no me permite medir mis frases.

—Por eso me ha lastimado usted.

—¡Lastimarla yo que la quiero tanto! Preferiría enmudecer. Usted no sabe lo que es una pasión contenida tanto tiempo, cuando por vez primera estalla, usted no puede imaginar la magnitud de mis sufrimientos. Dígame usted una palabra de piedad, una siquiera. Usted es buena, usted no puede ser insensible a mis pesares, prodígueme una frase de consuelo. Compasión, solo compasión es lo que pido. Demuéstreme que me compadece, o creeré que el corazón de usted es malvado.

—¡Compasión! Dios me libre de ella. La compasión en tales casos, es el principio de la culpa.

—Y bien, no tiene corazón de mujer la que no se enternece. La impavidez con que usted me oye me revela su dureza.

—¡Dureza! Es más fácil conservar la virtud con la dureza que con la ternura. Un acceso de ternura es peligroso y hay que defenderse de él.

—Si la virtud es tan feroz como usted la pinta, no me es simpática, si la virtud es tan huraña y desapiadada no amaré jamás la virtud; usted me la hace odiar. La frialdad con que usted razona, me dice claramente que no hay en usted un átomo de cariño hacia mí. Yo no debo volver a esta casa y le aseguro a usted que no volveré más. A los pies de usted, señora.

Lagarde salió rápidamente pero antes de que llegara a la antesala, oyó la voz de Sofía que le llamaba débilmente.

Retrocedió con la mayor alegría y vio a Sofía en pie ante él.

Encontráronse sus miradas: en una veía la fiebre de la pasión, en la otra, una súplica vehemente.

Sofía rompió el silencio, diciendo con ansiedad:

—¿Piensa usted abandonar a Lupe doctor?

—¡Siempre doctor! No me llame usted así. Pronuncie mi nombre y volveré. Pronúncielo usted una vez siquiera y olvido todo.

Sofía iba a pronunciar el nombre del doctor, pero tuvo la discreción de comprender que tal familiaridad era una imprudencia en aquellos momentos, y le dijo solamente:

—Por Dios Lagarde, no deje usted a mi hija.

—Víctor, dígame, Víctor y vuelvo.

—Es usted implacable: haga lo que quiera, pero si mi hija se agrava caerá esa culpa sobre la conciencia de usted.

—Pienso que me reemplace un médico muy superior a mí.

El doctor esperaba produjera efecto esta última frase, pero el semblante de Sofía nada reveló.

—Adiós señora —dijo con despecho.

—Adiós —fue la única palabra que Sofía pronunció.

VII

El mes de agosto había llegado y México se apercibía a rendir justo homenaje a la memoria de su defensor, del héroe y mártir, que sin haber estudiado táctica militar, ni haber alcanzado el mismo grado de civilización que Hernán Cortés, se puso frente a él, sabiendo ser digno del gran capitán. La presente generación más agradecida que las que dejaron pasar cerca de cuatro siglos, sin acordarse de Cuauhtémoc, ha querido honrar al último emperador azteca que peleó por su patria, sin medios de defensa y sin abatirse ante la adversidad que se le ponía delante a cada paso. Cuauhtémoc fue con su denuedo el asombro de sus mismos enemigos, pues los soldados de Cortés y entre estos Bernal Díaz, referían portentosas hazañas del emperador indio, que apenas contaba 25 años de edad. La fiesta dedicada a Cuauhtémoc de un carácter completamente original, tenía que llamar la atención. Era la segunda vez que se celebraba, pues en el año 1887 se había inaugurado dicha fiesta al colocar la estatua del héroe en el Paseo de la Reforma. Sofía que por hallarse entonces en Europa no pudo verla, sentía vivos deseos de presenciar los honores tributados al glorioso vencido, a la víctima inmortal.

Acompañada de su prima Elena, llegaron a la tribuna colocada frente al monumento del último emperador azteca. Al entrar en la tribuna hubo un movimiento de curiosidad entre los concurrentes, Sofía y Elena cautivaron la atención. Ambas estaban encantadoras: vestidas a la moda del momento, llevaban esos atrevidos sombreros estilo directorio, que solo pueden usar las mujeres bonitas. El de Elena era blanco y rojo, y el de Sofía negro con plumas de aquel color. Destacábase perfectamente la cabellera de Elena, de un negro azabache y la cabellera de Sofía de un rubio pálido: tan bellos tipos, formaban un contraste encantador. La belleza de Sofía, era suave, célica; Elena estaba dotada de un tipo fogoso y provocativo, de un tipo digno de la más hermosa sultana.

Aunque llegaron tarde tuvieron los mejores puestos porque todos los caballeros se disputaban el honor de ofrecérselos. Verdaderamente exacta con arreglo al antiguo arte azteca estaba la ornamentación de la tribuna. Tenía por fondo un inmenso lienzo donde se dibujaba el nítido cielo mexicano eternamente azul, y los dos volcanes eternamente coronados de nieve, que parecen incansables guardianes a quienes están fiados los tesoros que encierra en sus entrañas esta tierra de áureas y argentinas arenas. Arcos de flores, banderas, escudos y gallardetes rodeaban la tribuna, cuya decoración se formaba de cartón piedra. El nombre del sublime cautivo aparecía en guirnaldas de laurel y en cintas de raso tricolor.

La tribuna se hallaba situada frente al monumento, que comienza en una plataforma cuya escalinata se halla guardada por ocho leopardos mexicanos empenachados. El primer basamento contiene dos inscripciones resumiendo la historia del monumento. En el segundo cuerpo aparecen cuatro nichos conteniendo trofeos y armas de la época; el tercero que sirve de pedestal al héroe, está decorado con planchas de mármol ornadas con varios discos ostentándose en el centro el jeroglífico del nombre de Cuauhtémoc que significa águila que descendió. De los dos hermosos bajo relieves el cuadro de la prisión es obra de Noreña y el cuadro del tormento, de Gabriel Guerra. La gentil estatua que tiene gran arrogancia, representa al guerrero en actitud de combatir, tiene gran expresión y movimiento; el autor, Miguel Noreña no necesita más que dicha obra para su reputación. Dominan en todo el monumento los estilos azteca, zapoteca, tolteca y acolhua.

La ceremonia tuvo un carácter verdaderamente solemne: una música extraña producida por huéhuetl teponaxtle y caracol fingió los aterradores sonidos que anunciaban la batalla en la época del héroe; y cuando terminó la imponente música, multitud de indios arrojaron canastillos de flores a los pies de la estatua del guerrero a quién debe denominarse el último azteca como se denominó a Filopemen el último de los griegos. En el intermedio de la fiesta, las señoras se pusieron en pie para ver los estandartes que traían en procesión los ayuntamientos de los pueblos circunvecinos.

En este movimiento general acercose a saludar a las dos bellas damas uno de los admiradores de Elena, trabando conversación con ella; y cuando Sofía volvió la cabeza hacia uno de los lados, encontrose con el doctor que salvando mil dificultades había llegado hasta allí. Su asombro fue tan grande que cambió de color y esta alteración de su rostro, que no pudo pasarle inadvertida al doctor, le hizo decir al tenderle la mano:

—Sí, yo soy, no creía usted verme aquí y me verá en todas partes porque sabré siempre dónde se halla usted. Estoy hipnotizado por usted, aproveche su influencia para mover mis sentimientos en el sentido que desee. Dígame qué quiere de mí.

—Que sea usted bueno.

—Y ¿qué he de hacer para serlo?

—No decirme frases apasionadas.

—¿Tanto le molestan a usted?

—No me molestan, perturban mi conciencia.

—Me dice usted que sea bueno y yo creo que lo soy al adorarla. Déjeme quererla, aunque usted no me quiera a mí. ¿Puede caber mayor generosidad? Solo una mujer superior puede inspirar tan nobles sentimientos.

—Protesto de ellos.

—Es decir que me rechaza usted.

—Rechazo al hombre no al amigo.

—Sin embargo, de lo que está usted diciendo, adivino que existe en su corazón algo hacia mí. Sí, existe, no me engaño, me lo indican sus frecuentes rubores y el temblor de su mano cuando la estrecho con pasión entre las mías.

—Si lo que usted se forja fuera cierto, no me parece delicado mencionarlo.

—Si es una ilusión déjeme acariciarla.

—No puedo permitirlo.

—Usted se subleva contra ese afecto, pero yo lo veo nacer.

—Está usted hiriendo el pudor de mi alma.

—Perdóneme, la pasión es insensata.

—Sepárese usted de mí, sus miradas pueden llamar la atención; me está usted comprometiendo.

—Si es por esto, me separo: la reputación de usted es lo más sagrado para mí.

El doctor dejó a Sofía oportunamente pues iba a empezar la segunda parte del programa.

Consistió esta, en lectura de discursos y poesías en castellano y en idioma nahuatl, en los cuales se hicieron varias apologías del héroe, terminando su glorificación con el solemne himno nacional.

La fiesta fue muy brillante habiendo asistido a ella el presidente de la República, sus ministros, el gobernador del Distrito Federal, el comandante general de la Plaza y otros altos empleados civiles y militares.

VIII

Al día siguiente de la fiesta descrita, Sofía que se hallaba en casa de su prima, sostenía con esta la siguiente conversación:

—Tus apreciaciones son muy atrevidas, Elena.

—Estoy versada en asuntos amorosos y no me equivoco.

—No son las coquetas las que conocen más el amor, le conocen mejor las mujeres que no han derrochado sus sentimientos.

—Cuando nace el amor por vez primera en un corazón que había permanecido insensible, toma un carácter imperioso y no es posible ocultarlo. Esto te sucede a ti, y yo he sorprendido tu secreto; es inútil que lo niegues, amas al doctor.

—No seas aturdida, estás olvidando que no puedo amar a otro hombre que a Manuel.

—No es que puedas, o debas, quieres al doctor a tu pesar, pero le quieres.

—Le debo la salvación de mi hija.

—Cuando el doctor se acerca a ti y se altera tu rostro, como sucedió ayer en la fiesta de Cuauhtémoc, no piensas ni en Lupe, ni en su médico, sientes que se redoblan los latidos de tu corazón, que se mueve tu sangre, y esa agitación se retrata en tus mejillas al colorearse.

—Me estás calumniando, ves lo que no existe.

—Si tuvieses el valor de la franqueza, no me lo negarías. Te veo luchar.

—Tu volcánica fantasía te finge esas luchas; te seduce la ardiente atmósfera de la pasión y crees encontrarla en todas partes. Mi alma está serena.

—En tu alma hay tempestades.

—Te equivocas, tú quieres forjarlas.

—Quería convencerme de que no amas al doctor, por lo que voy a decirte. Si tú le amaras le respetarías, pero no amándole, debo advertirte, que me está haciendo la corte y que es un hombre que me gusta.

—¡Que te hace la corte!

—Sí.

—Es falso lo que estás diciendo.

—¡Falso! ¿Por qué ha de ser falso? Todos los hombres que trato me la hacen: tú misma has oído decir mil veces que mi trato es fascinador.

—Tú puedes seducir a todos; pero no a Lagarde.

—No comprendo la razón.

—El doctor es muy serio.

—Y yo muy ligera, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Precisamente.

—¿Ignoras que las mujeres ligeras, revolvemos el mundo? Una mujer coqueta por tonta que sea, marea a un sabio. Tú tienes más talento que yo y, sin embargo, el doctor se ha rendido ante mí; y te advierto que nuestro amigo es peligroso: su distinción, su ameno trato, su elegancia, hasta sus excentricidades son encantadoras. Es un hombre tan original en todo, que no tiene un rasgo vulgar. Yo que me burlo de todos y los envuelvo en las redes de mi travesura, me siento capaz de amarle. Figúrate qué triunfo sería el suyo: vencer a una coqueta, a una mujer ligera y aturdida como tú me denominas siempre.

—¿Quieres vengarte de mí por las reconvenciones que frecuentemente te dirijo? Si lo hago así, es porque me duele murmuren de ti.

—¡Venganza has dicho! Eso es muy grave, ¡ay! primita cómo te delatas. ¿Qué venganza puedo yo tomar si el doctor te es indiferente?

—Es un buen amigo mío, y no me gusta sea tu juguete.

—No, no lo creas, a él no lo trataré como a los otros, ya te he dicho que creo empiezo a quererle.

—Tú no puedes querer a nadie, más que a ti misma; estás dominada por el egoísmo y la vanidad.

—¡Echa, echa! Qué bien me tratas y todo porque te hago una franca revelación, porque digo como prueba de confianza, que el doctor me hace la corte.

—No es verdad.

—¡Qué afirmación tan enérgica! Te estás exaltando por cosas que no te importan.

—Niego lo que dices, porque conozco a la mujer a quien quiere nuestro amigo.

—¡Hola, hola! ¿con qué la conoces? Dime quién es.

—Se trata de una mujer de muy buena reputación, y su nombre debe ser sagrado.

—Y ¿ella le corresponde?

—No se lo he preguntado.

—Es raro, cuando la defiendes con tanto calor.

—No la defiendo a ella, defiendo a un amigo ausente, porque el doctor es un caballero y lo estás presentando como un botarate.

—¡Vaya un calificativo!

—No merece otro, el hombre que jura amor a una mujer seria, y se declara a otra.

—Pero ¿a ti te consta que ha hablado de amor a otra mujer que no sea yo? Estoy convencida de que solo a mí me ama.

—Pruébamelo.

—No quiero ser cruel contigo. Tengo travesura para buscar mil ardides, para inventar mentiras ingeniosas que condenen al doctor, podría falsear los hechos, podría hacerte creer lo que quisiera, porque estás apasionada; mas no lo haré por no atormentarte. He conseguido mi intento, que era saber lo que me negabas. Nada tengo que agradecer a tu confianza, tú no me has hecho ninguna confesión, he herido tu corazón y este ha lanzado un grito.

—Piedad, piedad: es verdad que le quiero, pero me avergüenzo de un sentimiento que por ser ilegítimo, no debiera haber nacido en mi corazón. Protesto, protesto contra él, y lucharé por matarlo: es un sentimiento naciente y mi voluntad lo extinguirá.

—Mucho lo dudo: tu afecto no es naciente como crees, es vigoroso, es grande y te subyugará.

—Sabré resistir.

—Imposible.

—Si no he podido evitar que mi corazón palpite por él, sabré ser fuerte.

—¡Fuerte una mujer enamorada!

—Porque tú no conoces la fortaleza, no la comprendes en las demás mujeres.

—Otro insulto nuevo, otra dura reconvención en distinta forma. Está bien, tú le amas y él te quiere, veremos hasta qué punto puede ser honrada una mujer que ama a un hombre vehemente y atrevido, al que debe la vida de su hija. Pero hablemos de cosas ligeras. Voy a enseñarte el último vestido de baile que me han traído: tiene un adorno muy original.

Sofía se quedó callada meditando sobre las significativas frases de Elena, mientras esta fue a buscar el vestido.

Pronto volvió mostrando un caprichoso traje de tul blanco con guirnaldas de hiedra.

—¿Qué te parece esta toilette, gustará?

—Seguramente.

—El adorno es poco vulgar, ¿verdad?

—Sí, pero a mí no me gusta la hiedra, porque es el símbolo de la ingratitud.

—Por eso me gusta a mí. La ingratitud es la independencia. Yo creo que las mujeres hermosas y los reyes, conceden un honor al aceptar homenajes, y no tienen que tomarse la pena de agradecerlos.

—¡Qué teorías!

—Muy distintas a las tuyas, es cierto. Pero hablemos del vestido: no todo será hiedra, en la cabeza y en la cintura llevaré camelias.

—No es la camelia mi flor predilecta. Le dais importancia porque siendo cara halaga vuestra vanidad, pero es una flor muda, fría, que carece de vida.

—Tú prefieres la democrática violeta.

—No lo niego, es una flor que tiene alma, porque tiene perfume.

—Es una flor cursi: siempre la verás en manos de las modistas y de los horteras.

—Sin embargo, en la Edad Media, la violeta figuró entre las flores consagradas por Clemencia Isaura a los vencedores en la gaya ciencia.

—Yo no vivo en el pasado, la violeta no está en moda ahora; debes preferir la elegante gardenia.

—Más me gusta que la ponderada camelia. Basta de flores, hace rato que no veo a Lupe que es para mí la mejor gardenia, y me voy a verla.

IX

Aunque el doctor no había vuelto a casa de Sofía, no dejaba de verla, porque esta tenía la costumbre de asistir todos los días a misa de once al Sagrario de la Catedral y él acudía allí ocultándose de sus miradas; en manera alguna quería que ella le viese pues era muy seria y hubiera censurado tal conducta. El afecto de Lagarde era una verdadera pasión y como el amor convierte en niños a los hombres, el amor le hacía cometer mil niñerías.

No satisfecho con seguir los pasos de Sofia, sintió la necesidad de hablar de ella, y se dirigió a casa de Elena. Recibiole esta con gran afabilidad, y procuró por todos los medios posibles ganar su confianza. Después de manifestarle que se interesaba mucho por él, y que había adivinado su afecto el cual le inspiraba respeto por su grandeza, tuvo frases tan zalameras para adular su pasión, que el doctor a pesar de tener mucho talento y mucho mundo, cayó en el lazo y dio rienda suelta a sus sentimientos abriendo completamente las puertas de su corazón.

Elena estaba contenta; el triunfo de cualquiera de sus ardides le halaga el amor propio.

Los sentimientos que abrigaba hacia su prima, se conocerán fácilmente transcribiendo una parte del diálogo que sostenía con el doctor.

—Créame usted Lagarde, Sofía le ama.

—Daría la mitad de mi vida, porque fuera cierto.

—Pues bien, yo le aseguro a usted que es verdad.

—Apenas me atrevo a forjarme tan hermosa ilusión. Sofía no me ha dado la más leve prueba de su afecto. Todo lo contrario, la veo indiferente hacia mí.

—Esa indiferencia es afectada, representa una comedia.

—Si es comedia ¿en qué consiste que jamás se olvida del papel?

—En que es muy grande su orgullo, y se subleva contra todo afecto.

—Ese orgullo la hace inexpugnable.

—Mueva usted sus sentimientos, que más o menos tarde responderán.

—La creo invencible.

—Poco valdría usted si no supiera apoderarse de un corazón que ya le está perteneciendo. Desengáñese, es imposible que una mujer renuncie al hombre a quien quiere. Nosotras rechazamos en absoluto al hombre que no nos gusta, pero los rechazos que se dirigen al hombre amado no son sinceros.

—Ah, entonces puedo alentar la esperanza de que me rechaza por pudor.

—Exactamente.

—¿Lograré obtener su corazón si persevero?

—Es natural, parece mentira que lo pregunte un hombre de mundo, esos casos se ven todos los días; si no ceden algunas mujeres es porque los hombres no han insistido bastante.

Elena acababa de atizar el fuego en el corazón del doctor.

—Gracias, gracias, amiga mía —le dijo con exaltación—, usted me ha hecho entrever la felicidad.

Pasados unos momentos de conversación trivial, el doctor se retiró. Estaba desasosegado y no tenía el ánimo dispuesto para estar en visita.

Mientras conversaba con Elena, una escena que hubiera halagado mucho al doctor si la hubiera presenciado, se verificaba en la casa inmediata.

Sofía que se hallaba en el cuarto contiguo al gabinete en que su prima había recibido al doctor, conoció la voz de este y sin meditar lo que hacía puso el oído en la pared. Solo llegaba a ella un rumor confuso, no podía oír ni una palabra, pero se sentía atraída hacia aquella pared que le ocultaba al hombre amado. Intentaba separarse de allí, porque su dignidad le reconvenía por lo que ella consideraba una humillación; pero inconscientemete volvía a aproximarse, impulsada por una fuerza irresistible. Por fin tuvo un arranque de energía y cambió de habitación: para distraerse quiso preludiar una pieza nueva que estaba estudiando, pero fastidiose del estudio, y se puso a tocar de memoria.

El doctor que después de su conversación con Elena, había quedado agitado sin tener resolución para irse a su casa, ni para entrar en la de Sofía, paseaba la calle como un somnámbulo, sin rumbo fijo, sin plan preconcebido.

El crepúsculo vespertino se envolvía en las primeras sombras, de otro modo los transeúntes de la Colonia de Arquitectos hubieran tenido diversión al contemplar a un excéntrico, que andaba y desandaba el mismo camino sin detenerse en parte alguna.

Cruzó con rapidez la acera de enfrente y quedó fijo ante la verja de la casa de Sofía: las notas de una sonata que él había celebrado muchas veces cuando ella la tocaba, le sacaron de su abatimiento y formaron su resolución.

—Está pensando en mí —debió decirse, porque la agitación con que tiró del timbre incrustado en la pared de la verja, revelaba profunda emoción.

Entretanto Elena, que escondida tras la persiana del balcón lo había visto todo, pues se asomó tan pronto como la dejó el doctor, pensando con acertada malicia que después de sus revelaciones, el doctor no podría irse sin ver a Sofía, exclamó con júbilo satánico:

—Eso es lo que yo quiero, el triunfo de Lagarde será el mío. Cuando esto suceda, ya no me echará en cara mi prima lo que llama mis fragilidades. Quiero que no sea superior a mí en nada, y me humilla su virtud.

Las mujeres infrangibles son insoportables; agobian con su plétora de honradez.

X

Sofía recibió al doctor con notable cortedad y esa cortedad fue lo que le alentó a él.

Después de la conversación con Elena, la timidez de aquella mujer le reveló que le tenía miedo, y tal miedo era testimonio infalible de pasión.

—¿Deseaba usted verme, Sofía? —preguntó el doctor afectuosamente.

—Siempre es grato ver a los amigos.

—La respuesta de usted no responde a mi pregunta, usted no lo ignora, por eso juzgo su frase una evasiva. Quisiera transmitirle a usted siquiera por un día, la ardiente ansiedad que me devora, para que supiese lo que es sufrir. Yo no vivo más que para usted, fuera de su recuerdo nada hay que me interese. Es imposible que su corazón todo bondad, sea insensible a mis pesares. Le juro a usted que es la primera vez que amo verdaderamente, y un amor grande y único merece ser correspondido: demasiado tiempo me ha atormentado usted con su frío sarcasmo y punzante ironía; ya es hora de que mi afecto sea sagrado para usted.

—No puede ser sagrado porque no sabe usted guardarlo en el fondo de su alma.

—Bastante hago con ocultarlo ante el mundo; podría usted impugnarme si hiciese alarde, pero antes me mataría que revelarlo. Me siento fatalmente atraído hacia usted, y abrigo la esperanza de que usted vendrá a mí. Una gran pasión arrastra, es tan poderosa que no hay obstáculos para ella, no se le pueden alzar barreras porque las destruye.

—Afortunadamente no es cierto lo que usted dice; para las pasiones hay un escudo defensor de la virtud: la religión.

—Tiene usted poco mundo, Sofía: si la religión pudiera vencer al amor, no hubieran sido víctimas de este muchos de sus sacerdotes. ¿Qué suponen las religiones ante el amor que transforma el mundo? Las religiones son muchas y contradictorias, dependen de los tiempos y del estado de civilización, mientras que el amor es uno y siempre el mismo en todas las edades y en todos los pueblos. El mahometismo, una de las religiones existentes, tiene en el capítulo del Corán, un versículo que dice así: «El deseo de poseer una mujer sea o no manifiesto, no os constituirá culpados ante Dios, pues Él sabe que no podéis prescindir de pensar en las mujeres».

—No hablemos de religiones; usted sabe bien que para mí la única perfecta es el catolicismo. Rechazo los sentimientos de usted en nombre de la moral.

—Eso quiere decir que en el corazón de usted hay algo hacia mí y que lo sofoca esa hipocresía llamada moral. Al decirme usted que no me quiere, falta a la verdad y faltar a ella implica culpa, porque la primera de las virtudes es el culto de la verdad. ¿En qué base sólida se apoya la moral de la religión que usted profesa, cuando han vacilado al fijar sus leyes dos lumbreras de la Iglesia católica? Las doncellas milésias, siete vírgenes, si mal no recuerdo, que se dieron la muerte por salvar su honor, amenazado por los gálatas, han sido elogiadas por san Gerónimo y censuradas por san Agustín.

—No podemos remontarnos en ningún caso a la altura de esas eminencias, y mucho menos en el presente porque se trata del suicidio. Pero yo no debo invocar la moral basada en la religión, hablando con un impío, yo invoco la moral independiente que nace en la conciencia y vive sostenida por la razón; por la razón que nos guía diciéndonos lo que es justo, y crea usted que lo que no es justo no es moral. ¿Qué sería la sociedad sin la moral que es la más exacta ciencia del derecho y el deber?

—La debatida moralidad es problema que no se resolverá nunca, los estoicos fundándola en la insensibilidad y los epicúreos en el placer, exageraron como exageran los modernos filósofos. Figúrese usted que Stuart Mill, predica la moral utilitaria, la del interés.

—Es muy fácil olvidarse por el propio del interés universal.

—Generalmente juzgamos las cuestiones de moral con dos criterios, uno aplicado a nosotros mismos y otro a los demás, mientras no impere un juicio firme, absoluto, inmutable, no podemos fallar en asuntos de moral. Para mí es moral, la fusión de los corazones que palpitan unísonos, para mí la bondad es una de las mejores manifestaciones de la moral y si usted fuera bondadosa, se compadecería de mí, diciéndome que me quiere y sería moral.

—Agudo sofisma.

—No se trata de sutilezas de ingenio, lo que digo es la expresión de mis sentimientos.

—Mamita, mira qué rosa te traigo —dijo Lupe que llegó dando saltos hasta el cuarto del piano y se sentó sin ceremonia entre Sofía y el doctor cortándoles la conversación.

—Muy bonita, tiene un perfume delicioso. ¿Quién te la ha dado?

—El jardinero: préndetela en el pecho.

Sofía la colocó entre los encajes de su corpiño.

La mirada del doctor se había fijado con insistencia en la rosa, cuyas hojas rozaban la nacarada epidermis del pecho de Sofía, mal velado por los adornos de un traje que se abría en forma de corazón.

Lagarde empezó a juguetear con la chiquilla, esta forcejeaba para desasirse de sus brazos, se escapó de ellos y de un salto se sentó en las rodillas de su mamá. El doctor continuando la broma con la niña le tapó los ojos, besando entretanto la rosa: su aliento llegó al mórbido seno de Sofía, produciéndole un estremecimiento nervioso.

Tal estremecimiento no podía pasar inadvertido a un hombre apasionado.

—Ya es hora de que vayas a cenar —dijo a Lupe—, las niñas y sobre todo las niñas enfermas, deben acostarse tempranito.

—No tengo gana de ir a la cama —refunfuñó la chiquilla.

—Te lo manda tu médico y si no le obedeces, no te curará.

—Mamá no me dice que me vaya.

—Sí, también te lo manda mamá, ¿verdad Sofía, que debe acostarse ya?

Sofía nada contestó, comprendía que Lupe debía acostarse, pero las miradas de aquel hombre, fosforecían como nunca y le causaban miedo.

Mientras el doctor trataba de convencer a la niña de que debía acostarse, la madre la estrechaba fuertemente contra sí, como queriendo hacer de ella su escudo.

El doctor tocó un timbre y la doncella de la niña acudió:

—Dé usted a Lupe la sopa de leche, y acuéstela porque le conviene.

—Todavía puede estar un ratito —dijo Sofía—, tratando de asirse a su áncora de salvación.

—Ve usted doctor —dijo la doncella, siempre sucede lo mismo, si su mamá no la mimara tanto, la niña tendría más salud.

—Es preciso que Lupe se acueste, yo lo ordeno porque soy su médico.

La doncella la tomó de la mano y se la llevó; Lupe sollozaba.

Al oírla Sofía, se puso en pie y le dijo al doctor:

—Permítame usted un momento, se me va el alma tras de mi hija; voy a tranquilizarla, porque si llora se irritará.

Después de un rato, Sofía volvió menos agitada.

—¿Se ha calmado completamente? —le preguntó el doctor.

—Sí, y está de muy buen semblante.

—Ha mejorado mucho en estos días, verá usted cómo acabaremos por dominar la enfermedad. El objeto constante de mis estudios, es la enfermedad que padece Lupe; y a fuerza de perseverancia hemos de triunfar.

—¡Dios lo haga! El mal de mi hija es de los más graves.

—Tenga usted fe en mí. ¿De qué no seré yo capaz por usted? El amor hace milagros, ¡oh, qué feliz seré si salvo a esa niña, ídolo del corazón de usted!

Sofía halagada en sus sentimientos maternales, no protestó como otras veces de las frases amorosas del doctor; su corazón se sentía arrullado con aquellas palabras que al ofrecerle la vida de su hija le ofrecían la felicidad, y no las analizaba.

El doctor exaltado con su amor, no se daba cuenta de la situación de Sofía y en la expresión benévola de su semblante, no vio a la madre sino a la mujer.

Repentinamente se levantó del sillón que ocupaba y se sentó junto a ella en el diván. No la dio tiempo para separarse y estrechando su cintura, fuera de sí, sin saber lo que hacía, acercó los labios a su rostro, pero ella volvió la cabeza a tiempo y pudo defenderse.

—Por la vida de Lupe se lo ruego, un beso, un beso nada más.

—¡Qué horror! —murmuró angustiosamente Sofía, cubriéndose el rostro con las manos y haciendo esfuerzos para levantarse del diván.

El doctor la abrazó con vehemencia y al percibir que se redoblaban los latidos en el corazón de aquella mujer, su locura aumentó.

—La rosa quiero besar, la rosa —decía delirante.

Los esfuerzos que Sofía estaba haciendo para defenderse, desprendieron la flor y como el corpiño estaba abierto, la rosa cayó dentro del pecho. El doctor separó los encajes del vestido, y buscó la flor con los labios, saboreando entre estos con deleite, suave y tierno botón de rosados matices.

La impresión que sintió Sofía, la hizo dar un salto como impulsada por fuerza eléctrica, anduvo cuatro o seis pasos y se apoyó en una mesa porque se le tambaleaban las piernas, hizo un esfuerzo por serenarse, y con acento enérgico le dijo:

—Lagarde, no vuelva usted más a esta casa.

—¿Me despide usted?

—Sí.

—Piénselo bien, y vuélvamelo usted a repetir. Si salgo de aquí despedido, no volveré, aunque me llamen.

—Está pensado, nada tengo que añadir.

—Muy bien.

El doctor salió de aquella casa como un loco, tenía el semblante desencajado.

A Sofía le flaquearon las fuerzas y cayó en el diván, permaneciendo en un sopor, que le hizo perder por algún tiempo la conciencia del yo.

XI

Diez días habían pasado sin haberse visto Sofía y el doctor.

Un nuevo ataque epiléptico de Lupe, cambió la situación.

Al ver Sofía enferma a su hija, olvidó su amor propio, ese exaltado amor propio femenino que siempre se sobrepone a todo, y no vibró en su corazón más que una fibra, la de la maternidad.

Mandó llamar a Lagarde y a su ansiedad por el estado de la niña se unió el temor de que no quisiera acudir al llamamiento el altivo doctor.

El apasionado amigo recibió el recado con emoción; vaciló un instante y dijo al emisario: en seguida voy. Dígale usted a mi criado que traiga el coche.

Bajó rápidamente las escaleras murmurando la siguiente frase:

—Es la segunda vez que le sacrifico mi dignidad a esa mujer, pero estoy dispuesto a sacrificarle la vida entera.

Al recibir Sofía al doctor su semblante enrojeció. Lagarde la saludó estrechándole las manos tiernamente y sin cambiar ni una sola palabra de las prescritas por las fórmulas sociales, se acercaron a la cama de la niña.

El ataque menos fuerte que otras veces, pudo vencerse pronto con los cuidados del inteligente doctor.

Cuando la niña se halló fuera de peligro, Lagarde entusiasmado con la felicidad de volver a ver a Sofía, estuvo comunicativo, animado, decidor.

—¿Por qué tiene usted ahí ese cuadro de la Virgen de Guadalupe? ¿Es el centinela de su hija?

—Es su ángel protector.

—Y mi rival.

—No comprendo tal rivalidad.

—Es muy clara: si Lupe se salva, lo atribuirá usted a la Virgen; si se muere, al médico. Lo más oportuno sería que quitara usted el cuadro y me dejara toda la responsabilidad. Yo no quiero partir mis laureles si triunfo de la enfermedad, con ese lienzo que es un pecado ante el arte.

—Hable usted con más respeto de esa imagen: la Virgen de Guadalupe fue la enseña que sirvió al inmortal Hidalgo para proclamar nuestra independencia; bajo su sombra se ampararon los héroes a quienes debemos el tener nacionalidad, y no será buen mexicano quien no la respete.

—Me ha vencido usted una vez más al invocar mi patriotismo. Acepto ese cuadro como emblema de nuestras libertades, y lo respetaré. Pero ya que ha vuelto usted a derrotarme y de nuevo he perdido, déjeme ganar alguna vez. Dígame siquiera que me agradece el que haya yo venido después de que humilló usted mi amor propio de un modo cruel.

Sofía, que realmente estaba muy conmovida por el noble rasgo del doctor, que veía a su hija buena y que muy a su pesar se le iba el corazón tras su amigo, cediendo a uno de esos movimientos irreflexivos que no dejan de tener las mujeres más discretas en tales casos, se levantó sin contestarle, salió a la habitación contigua, y volvió con un pensamiento en la mano que le entregó temblando.

—¡Bendita sea usted! —fue la única frase que pronunció el apasionado doctor.

Sofía bajó los ojos, mientras el médico besaba el pensamiento y lo guardaba cuidadosamente en su cartera.

Ella no advirtió las consecuencias de aquel rasgo de ternura, que no se hicieron esperar.

—Dígame, vida de mi vida —exclamó Lagarde—, ¿puedo esperar que me quiera usted? ¿Hasta cuándo será usted insensible a mi amor? Impóngame plazos, condiciones, someta usted mi afecto a cien pruebas, todo, todo lo aceptaré. Usted me quiere, sí, usted lucha, y en la lucha hay pasión. ¿Verdad que no me engaño? Dígame una palabra cariñosa, se lo pido por la vida de Lupe.

—Yo no puedo ofrecer a usted más que un afecto platónico, un afecto que no manche.

Acostumbrado el doctor a la severidad de aquella mujer, tal frase le hizo vislumbrar el paraíso, cayó a sus pies y los besó respetuosamente. Sofía los retiró.

Calculando el doctor, era más conveniente no prolongar la escena para no perder terreno, creyó oportuno marcharse y se despidió hasta la noche, pues tenía que volver a ver a la enfermita.

La hora de la visita del doctor se aproximaba, lo cual hacía crecer la agitación de Sofía. Recordaba que la noche le era fatal, pues de noche había tenido con ella el atrevimiento que tanto la hizo ruborizar.

Por fin tomó una resolución: envió a buscar a Elena, para que pasara con ella la velada, pero la alegre primita no estaba en su casa. No le ocurrió más que un débil recurso; hizo encender todas las luces, hasta las que se reservaban para visitas de cumplido.

Al entrar el doctor —en las habitaciones de Sofía, comprendió el ardid y sin poderse dominar, la dijo—:

—Aunque delicada me ha dado usted una lección.

Ella calló.

Pasaron a ver a Lupe que seguía muy bien y el médico pidió a Sofía que, en celebridad de la mejoría de la niña, tocase el piano.

Sofía accedió.

El doctor le volvía las hojas del cuaderno colocado en el atril. Al inclinarse, su rodilla tocó casualmente la de Sofía, y la sangre de Lagarde se inflamó.

—Sofía —le dijo con exaltación—, daría toda mi vida por poseer a usted.

—Poseer ¡qué frase para los oídos de una mujer pura!

—Sí, poseer su corazón, su alma, y no se puede poseer el alma sin poseer el cuerpo que usted quiere despreciar. Somos humanos, no estamos en un mundo de ángeles o espíritus, y el deseo nace del cariño. ¡Cómo no desear a usted amándola!

—Modere usted su lenguaje.

—Basta de hipocresía, señora, usted me quiere y usted ha encendido más mi pasión con la flor que hoy me ha dado.

—Se la di al amigo, y no pensé que tal acción aumentara el atrevimiento de usted.

—Dejémonos de subterfugios, una mujer inteligente no entrega una flor con inocencia estúpida. Es verdad que también se ofrece una flor a un amigo, pero cuando se da al hombre apasionado que le hace la corte a una mujer desde largo tiempo, el caso varía. Usted tiene talento y es responsable de sus actos.

—No acepto la responsabilidad que usted quiere.

—Usted me ha dicho que me quería platónicamente y esos afectos platónicos inverosímiles, porque son contra la naturaleza, parécenme parodia de virtud, pero no la virtud misma. Esos afectos encierran una inmoralidad solapada y son menos morales vencidos que satisfechos.

—Es decir que con usted cualquier testimonio de gratitud se convierte en arma para herirme. Me arroja usted en cara hasta la más leve deferencia que le he tenido y su vanidad le hace creer que las atenciones al médico han sido al hombre.

—Quiere usted escudarse estableciendo una dualidad entre el médico y el hombre que es insostenible. Soy el médico para Lupe, pero para usted soy el amante de fogosas pasiones que usted atiza más y más con sus negativas. Vanidad, si yo tuviera vanidad, no estaría aquí, pues usted la ha pisoteado. Creo que usted me quiere, porque es una necesidad de mi vida creerlo, lo creo por sus rubores y sus lágrimas, lo creo porque...

El doctor iba a revelar la confesión que Sofía hizo a Elena, pero se detuvo a tiempo.

—Aunque usted hubiera sorprendido algún grado de afecto en mí, viendo mi empeño en ocultarlo, no es generoso referirse a él.

—¿Cómo quiere usted que renuncie a lo que tanto me halaga? Lo pienso y lo digo, porque no tengo serenidad para saber lo que debo callar.

—En el estado en que usted se encuentra, lo mejor es que ya no nos veamos.

—La obedeceré a usted: no me verá más. Podré librar a usted de mi enojosa presencia, me privaré de venir a esta casa, pero renunciar a verla, nunca. Yo iré donde usted vaya, estaré cerca de usted sin que lo advierta, la amaré sin compensación, sin esperanza, pero mi corazón será dichoso abrigando la pasión que abriga, aunque no sea correspondida. Adiós, señora: no quiero molestarla más.

El doctor se marchó y Sofía se quedó llorando.

XII

Zarzamendi regresó de San Luis Potosí y el doctor fue a visitarle en su despacho sin entrar en las habitaciones de Sofía.

Habíase propuesto no verla tratando de que se debilitara su afecto; perdida toda esperanza ya no anhelaba más que el olvido, único reposo para las pasiones contrariadas.

Ya comenzaba a considerarse Lagarde en vías de curación, cuando un nuevo suceso vino a demostrarle que su pasión se había amortiguado, pero no extinguido.

Pasaba una tarde en carruaje cerrado, por la esquina de la calle de Sofía, para visitar a dos enfermos que tenía en aquel barrio, cuando llamó su atención el ver a una mujer en un balcón, hablando con un joven de aspecto elegante que se hallaba en la calle; en el primer momento pensó que era en la casa contigua a la de Sofía, suposición natural, porque allí vivía la alegre Elena, pero fijó más su atención y vio que era el balcón de su adorada. Apeose del coche y favorecido por las sombras crepusculares, se puso a observar. No le quedó duda; la blanca bata de Sofía con los lazos azules que él había besado alguna vez, ondulaba entre las persianas, agitada por el viento.

Una ola de sangre le subió al cerebro, estaba furioso: acercose a la casa, amartilló un pequeño revolver que llevaba en un bolsillo del pantalón y lo disparó apuntando al trovador callejero. Dio unos pasos precipitados hasta llegar a la esquina donde tenía el coche; subió en él y dijo al cochero: a escape a casa. El infeliz cochero, pálido de miedo, fustigaba a los caballos que marchaban al galope; ni un policía encontraron en aquellas calles tan poco frecuentadas, y pudieron desaparecer sin que nadie los molestara.

Al día siguiente todos los periódicos comentaban el suceso de diversos modos: nada había ocurrido, porque el pulso nervioso del doctor no atinó, no habiendo podido acertar por la falta de luz, pues aún no se habían encendido los faroles. Los pocos habitantes de la calle de Arquitectos se alarmaron, hubo conciliábulos de vecindad, pero no se averiguó lo que pretendían.

Tres días habían transcurrido y la agitación de Lagarde no se calmaba, necesitaba saber quién era su rival y perseguirlo, ya que la suerte le había librado de su primera tentativa.

Como en tales casos no hay lógica, se le ocurrió una idea disparatada, hablar a Sofía; esperó la hora en que Zarzamendi iba al Jockey Club y se dirigió a la casa de la calle de Arquitectos.

Sofía le recibió con una serenidad que contrastaba con el estado de agitación en que Lagarde se encontraba, aunque mirándole con asombro porque su cara revelaba algo extraordinario. Hubo un momento de silencio que rompió el doctor, diciendo así:

—Ya no me sorprende que usted me rechace, conozco la causa.

—No se la he ocultado a usted, le rechazo en nombre del deber.

—¡El deber! Qué fácil es invocarlo ante el hombre a quien no se quiere. Con la farsa del deber y dándose toda la importancia de inexpugnables, ocultan algunas mujeres sus faltas. Es un buen cálculo engalanarse ante un hombre con la corona de la virtud y dejar que otro arranque las hojas de esa corona.

—¿Qué significan esas frases?

—¿Finge usted ignorarlo?

—Es una cobardía ofender a una mujer y usted me está ofendiendo.

—El comportamiento de usted merece calificativos que no quiero dar.

—¿Está usted dispuesto a seguir insultándome? Llamaré a un criado para que le ponga el sombrero en la mano.

—Basta, señora: por usted estuve a punto de cometer un crimen; la vi a usted en el balcón hablando con un hombre que estaba en la calle y disparé sobre él. Si usted me hubiera dicho que le soy antipático, no tendría derecho para reconvenirla, pero rechazarme escudándose con la virtud y dar la preferencia a otro es una burla sangrienta que no puedo soportar.

—¡Ah! con que era usted el que...

Dos campanillazos dados por el portero indicaron que alguien llegaba: Elena apareció.

—¿De qué se trata, amiguitos? —preguntó esta con su habitual buen humor.

—Del suceso que ha puesto en consternación a toda la vecindad. El doctor no está bien enterado, dale detalles.

—Figúrese usted que vine a charlar un rato con Sofía; no la encontré en casa y me asomé al balcón a esperarla. Al poco rato pasó uno que me hace la corte y empezó a decirme que las Elenas serían siempre la ruina de Troya, aunque Troya se reconstruyera mil veces. Hablando de los griegos y los troyanos se prolongó la broma hasta que nos cortó la frase nada menos que el estallido de un tiro disparado muy cerca de nosotros.

El caso es muy misterioso; era al caer la tarde y no pudimos conocer a un individuo que corrió y se metió en un coche que hacía tiempo estaba parado en la esquina. Ni hubo voces de ladrones, ni pelea entre hombres ni nada que permita adivinar el misterio.

—¿Y los vecinos no han averiguado algo?

—Nada se ha podido descubrir.

—De todos modos, Elena, te ruego no vuelvas a comprometer mi casa, con tus ligerezas. Si quieres hablar en el balcón eres libre para hacerlo, pero hazlo en el tuyo, pues como tenemos la misma estatura y usamos trajes muy semejantes, desde lejos podría confundirnos alguien y quedaría yo perjudicada. Lo que en una viuda solo es ligereza, en una casada es grave falta.

El doctor que había quedado anonadado viendo brillar la inocencia de Sofía, no pudo menos que exclamar:

—Sí, Elena, lo que dice su prima es cierto.

—¡Ah! con que no me bastaba un sermonero y ahora me caen dos. Para misioneros no tendrían ustedes precio.

—Mi frase no es una reconvención, mal puede dirigirlas quien no tiene derecho, pero me ha parecido lógico lo que ha dicho Sofía, y le he dado la razón.

Lagarde estaba confundido y como no podía disculparse ante Elena, se marchó.

Al día siguiente espió el momento de encontrar sola a Sofía para sincerarse ante ella. Tan pronto como la vio cayó de rodillas a sus pies, diciéndola:

—Perdón, perdón, la he ofendido a usted sin proponérmelo.

—No puedo perdonar sus injurias.

—Todo se le perdona a un loco, y yo lo estaba porque la pasión es locura. ¿Podría yo que tanto amo a usted lastimarla, teniendo serena la razón? ¿Acaso medité lo que hacía cuando disparé el revolver? Sofía, yo no puedo vivir sin su perdón.

—Levántese usted que puede venir alguien.

—No, no me levanto, y si no me perdona usted me mato ahora mismo y rodará mi cadáver a sus pies.

El doctor sacó un revolver.

Sofía se asustó.

—Le perdono a usted porque veo que aún le dura la locura, y temo mucho al escándalo, es preciso cortar esta escena, mi marido llegará de un momento a otro y estoy muy agitada. Olvídeme usted, no quiero su afecto, al cual solo debo disgustos.

—Haré lo que usted quiera, pero no me diga que la olvide; seré prudente, ordene usted, yo obedezco.

—Empiezo por pedir a usted que no busque las horas en que estoy sola para visitarme.

—No las buscaré; pero compadézcase de mí, ya no puedo sufrir más.

—Ponga usted su voluntad para calmar sus exaltados sentimientos.

—No puedo.

—No será este el último disgusto que usted me dé con sus feroces celos.

—Hay un remedio para matarlos: sea usted mía y veré que me prefiere a todos los hombres.

—Es decir que para probar que soy honrada con los otros, debo deshonrarme con usted. ¿Cómo puede demostrar honra el deshonor? Le sigue a usted la locura, su cerebro no funciona bien.

—Si no es usted mía por su voluntad, lo será por fuerza; estoy dispuesto a todo, la robaré, la narcotizaré.

—No sea usted insensato: la fortaleza con que me defiendo de usted y me hace ganar la batalla, responde a una causa.

—¿A cuál?

—Tengo un cáncer en las entrañas, por eso usted que es el médico de mi hija no he querido que lo fuera nunca mío.

El doctor quedó absorto al contemplar la abnegación de aquella mujer y en un arranque de noble entusiasmo, exclamó:

—¡Sublime mujer! Se despoja usted de la poesía que la envuelve, abdica de la coquetería de su sexo, no vacila, en mostrarse repugnante y todo para que no la desee. Es usted una heroína. Su estratagema es inocente porque ha olvidado usted que no se me puede engañar en tal terreno, pero de todos modos la admiro. Sabe usted santificar hasta la mentira. ¡Qué amargo, pero qué hermoso es el cáliz de la virtud!

El marido de Sofía llegó en aquel momento.

Lagarde le dedicó unos momentos y se retiró desalentado, pensando que aquella mujer era invencible.

XIII

Dos crepúsculos, el de la tarde y el del año, se confundían en estrecho abrazo; el sol se retiraba majestuosamente con su séquito de nubes iluminando los siniestros muros del castillo de San Juan de Ulúa, terrible mansión digna de figurar en uno de los círculos del infierno de Dante; las palmeras veracruzanas sacudían a impulso de ligera brisa, las saladas pulverizaciones con que habían sido rociadas por las olas en los momentos de las mareas vivas, y el cielo diáfano y cerúleo sonreía alegrando el alma y recordando con su nitidez, los cielos que sabe pintar Velasco, el célebre paisajista mexicano.

Multitud de lanchas cual bandadas de ligeras gaviotas retirábanse después de haber visto zarpar del puerto de Veracruz, horas antes, a uno de los magníficos vapores de la Compañía Trasatlántica española, con rumbo a Barcelona.

Los tripulantes del vapor Ciudad Condal, preparábanse para engalanar el buque, con objeto de ofrecer a los pasajeros un día de fiesta al brillar la primera aurora del año de 1889.

Gran animación reinaba sobre cubierta, unos charlaban, paseaban otros mientras algunos dedicábanse a contemplar a los grumetes, encaramándose atrevidamente en los mástiles, para colocar banderitas españolas y mexicanas.

Solo una viajera permanecía indiferente al bullicio: hallábase cerca del timón lánguidamente reclinada en rústica silla de lona, acariciando la rizada cabellera de una niña que estaba a sus pies y cuyas bellas facciones reproducían las suyas con exactitud.

Tres campanadas llamaron al comedor a los viajeros y la melancólica dama a que nos referimos, cogió a su hija de la mano y ocupó en la mesa la derecha del capitán, lugar preferente que le habían destinado. El capitán entabló con ella larga conversación acerca de México, pues tenía entre sus parientes algunos mexicanos, y al recordar la patria la interesante dama salió de su atonía, reanimándose su semblante con alegre expresión.

¿Quién era aquella hermosa señora pálida y triste, en la que un artista hubiera visto representada la poesía del dolor?

Era Sofía, que llevaba a su hija a Europa en busca de salud.

Los frecuentes ataques de la niña, determinaron una consulta y en esta se decidió que la enferma cambiara de clima, como único remedio si no para curar el mal, para impedir su desarrollo.

Zarzamendi que tenía una contrata con el Gobierno, no pudo dejar el compromiso y se quedó esperando otro vapor, para reunirse en Barcelona con su mujer y su hija.

Caminaban viento en popa los navegantes del Ciudad Condal, y tal bonanza permitía gozar de muy buen humor a los viajeros que improvisaban pequeños conciertos donde algunas jóvenes dejaban perder los armoniosos ecos de su voz en la inmensa extensión de los mares.

En estas bromas no tomaban parte ni Sofía ni el capitán, pues este rendía culto ferviente a la memoria de una muerta, y el estado de su ánimo, era refractario a la alegría. Sostenía enérgicamente que el recuerdo de un amor era eterno en algunos corazones, y hacía quince años que estaba siendo fiel a su afirmación.

Algunos curiosos a quienes asombraba verle tanto tiempo encerrado en su camarote, habían penetrado en él para averiguar qué ocultaba y referían con misterio, haber descubierto un pequeño altar con luces y flores artificiales, donde estaba colocado el retrato de su adorada muerta.

Los pilotos contando delicadezas y hazañas de su capitán, inalterable siempre ante el peligro y esclavo del deber, le habían hecho muy interesante; así es que sin intentarlo reinaba cual un rey absolutista. Como inspiraba gran respeto, sus deferencias eran deseadas, por eso Sofía las estimaba en mucho. Dotados ambos de carácter serio, era natural que simpatizaran.

Miguel Sanjurjo, capitán del vapor Ciudad Condal, era hijo de Tarragona; contaba cincuenta y dos años de edad, pero no se le conocían, pues su tez, aunque curtida por el sol y la brisa, conservaba gran frescura, debido a sus costumbres ordenadas. Si hubiera querido teñirse las canas que en él parecían prematuras, nadie le habría supuesto más de treinta y cinco años. Alto, corpulento, ágil, vigoroso y de arrogante figura, con una elegancia en el vestir más natural que estudiada, el capitán Sanjurjo podía inspirar todavía alguna pasión. Acostumbrado a la vida del mar, no conocía el trato artificial de las gentes que frecuentan los salones, y por eso su palabra sobria, más veraz que galante, era la expresión de los sentimientos de su alma, ingenua como la de un niño.

Su inteligencia estaba nutrida de buenas lecturas, viviendo en el mar, seguía el movimiento literario y artístico de los grandes centros: no era extraño encontrar en su camarote algún cuadro o estatuita, las mejores revistas ilustradas y, sobre todo, muchos libros. De estos prestaba algunos a Sofía, complaciéndose en oírselos juzgar, porque el criterio de Sofía era muy elevado. Como los dos tenían la imaginación algo romántica, se deleitaban traduciendo versos de Lamartine, Delavigne y Victor Hugo. La simpatía por los mismos autores estrechaba su amistad; puede decirse que la confianza que reinaba en su trato, había nacido de las traducciones. Pensaban juntos, lo cual es casi tanto como sentir.

La enfermedad de Lupe le proporcionaba ocasiones de prestar servicios a Sofía, empleando su influencia para que el médico de a bordo atendiera a la niña con el mayor esmero. Cuando esta se hallaba tranquila, Sofía continuaba sus conversaciones con el capitán, en las cuales trataban de cosas elevadas.

Generalmente discutían lo que leían.

—¿Qué opina usted —le preguntó una vez Sofía— del llamado naturalismo en las artes y las letras, que tanto ruido está haciendo ahora?

—El naturalismo en el buen sentido de la palabra, ha existido siempre en las obras de los grandes maestros, porque no puede haber obra perfecta si se falsea su base, que debe ser la verdad, la cual tiene que buscarse en la naturaleza. Hoy estamos dominados por la manía de la exageración y queremos llevar las cosas al último extremo.

—Yo considero que la novela debe servir de entretenimiento, y los naturalistas propenden a hacerla científica.

—Está usted en lo cierto: las novelas francesas nos presentan tal abundancia de casos patológicos, de estudios teratológicos como dicen hoy a las monstruosidades orgánicas, que para comprenderlos se necesita saber medicina.

—¿Qué se proponen describiendo llagas y miserias?

—Ni ellos mismos lo saben: en vez de rendir culto a lo bello, lo rinden a lo feo, son fetichistas. Yo creo que el estudio de las pasiones pertenece al novelista, pero el estudio fisiológico al médico. Si tanta importancia dan a la materia, si creen que la virtud o el vicio dependen únicamente del temperamento, niegan el libre albedrío y con él la responsabilidad de todos los crímenes.

—Paréceme que esto es inmoral.

—Muchísimo, pues con tales ideas llegarán a crear una sociedad de malvados. Los naturalistas queriendo buscar la verdad, la pierden de vista. El clasicismo pasó de moda, porque esclavo de las reglas no dejaba libre vuelo a la fantasía, pero vino el romanticismo que solo creaba tipos fantásticos o absurdos y tuvo que morir; el culto de lo real sin exageración de escuela es lo que conviene a la cultura artística y literaria que hemos alcanzado en nuestros días.

—En el mundo hay verdad estética y verdad grosera. ¿Por qué afanarse en buscar esta?

—La vida sería insoportable si no hubiera en ella más que la prosa que nos pinta Zola.

—Afortunadamente existe la poesía, y en mi sentir ella es la atmósfera en que se sumerge el espíritu cuando se fatiga de todo lo vulgar.

—La poesía no ha muerto, ha cambiado de atavío, como cambia de traje una mujer elegante por seguir la moda.

—Mientras se practiquen acciones sublimes, mientras la imaginación se remonte en alas de aspiraciones grandes y nobles, habrá poesía.

—Detesto a los pesimistas porque crean muchos misántropos.

—No es generosa la misión del que se propone esparcir el desencanto. Decir que no hay nada bello ni bueno en el mundo, es justificar el suicidio.

—Hay ciertos autores enfermos de enfermedad psíquica que, por tener mucho talento, contagian al lector. Se debería huir de ellos como huimos de un apestado.

Hasta aquí habían llegado de su diálogo literario Sofía y el capitán, cuando se dirigió a ellos una de las pasajeras, diciéndoles que les esperaban en el salón para que tomaran parte en un juego de ingenio.

Como la petición partía de una dama, no se pudieron negar.

XIV

Ya no se dedicaban a traducir a Lamartine, la dama mexicana y el capitán Sanjurjo, preferían traducir sus propios pensamientos según decían algunos pasajeros del Ciudad Condal.

La verdad es que no había motivo para formular irónicas reticencias, pero la murmuración es manjar sabroso que trituran con voracidad las gentes desocupadas.

Sofía continuaba cual siempre cavilosa por la salud de Lupe, que no era buena, y dedicando constantes recuerdos a México del que no podía apartar su pensamiento.

Quien había variado algo de opiniones era el capitán, pero en el oleaje del cerebro humano como en el oleaje del océano, al romperse las espumas se cambian los dibujos que estas forman.

Los maliciosos que nunca faltan en todas partes, aseguraban que el capitán ya no tenía en su camarote el altar erigido a su adorada muerta, pero la suspicacia quiere convertir los átomos en montañas. Realmente eran muy maliciosos los pasajeros del Ciudad Condal, pues al haberle provocado al capitán diferentes discusiones acerca de los sentimientos delante de Sofía y no sostener él como antes la perpetuidad del recuerdo de un amor, lo atribuían a la presencia de la bella dama.

Quizás sin estar ella, Sanjurjo hubiera dicho lo mismo, acaso le habían convencido sus autores predilectos de que no es posible que el corazón llore eternamente. Y hubiera hecho bien en creer a sus autores, pues no hay nada más vario que las impresiones del corazón. ¿Acaso el amor no es el más inconstante de todos los sentimientos?

Se querrá alegar, tal vez, que el capitán había sido fiel a un afecto por espacio de quince años, pero esta es razón de más para que dejara de serlo, sin causa alguna ya era tiempo de que se modificara.

Puede morir un amor sin que nazca otro.

Los malévolos no creen que exista una amistad inocente entre individuos de distinto sexo y por eso murmuraban eligiendo por blanco de sus tiros a Sofía y al capitán. Alguno tenía que ser el pagano en tan reducida sociedad y les tocó a ellos.

Lo grave era que Lupe seguía peor, Sofía ya no se separaba del lecho de su hija, recibiendo en su camarote las visitas del médico y del capitán.

El peligro de la niña era inminente, tuvo dos ataques seguidos, y se temía mucho al tercero.

El médico de a bordo no se equivocó, en el tercer ataque Lupe no volvió.

Imposible describir la desesperación de Sofía, limitose en los primeros momentos a lamentar la pérdida de su hija, pero cuando empezó a comprender que iba a perder hasta los restos de la querida niña, creció su exaltación.

Representósele en su memoria lo que le habían referido en otras ocasiones que se hacía con los cadáveres a bordo, y tal recuerdo le horrorizó.

Creía ver a la hija que tanto había mimado, metida dentro de un saco, el cual colocarían encima de una tabla, para arrojarlo al mar, convirtiéndose en alimento de los peces.

Cuando más afligida estaba con tales ideas, entraron en el camarote dos marineros para llevarse a la muerta.

Su dolor rayó en frenesí. Abrazose a la niña para defenderla y al ver su desesperada actitud, aquellos rudos hombres se quedaron anonadados, sin valor para forcejear y arrebatarle el cadáver.

Por fin uno de ellos dijo débilmente:

—Hemos venido por orden del médico.

—El médico es muy cruel —gritó Sofía—, imposible que haya sido padre.

—Señora —insistió uno de los marineros—, los pasajeros no permitirían que el cadáver quedase en el camarote, porque infestaría el buque.

—Que vengan los pasajeros a verme y si tienen corazón, se apiadarán de una madre desgraciada. Siete días faltan nada más para llegar a tierra y allí podrá tener mi hija sepultura.

—Señora, debemos obedecer a quien nos manda.

—Si se llevan ustedes a mi hija, me tiro al mar.

Había tan espantoso acento de verdad en estas palabras, que los marineros salieron del camarote guardando el más profundo silencio.

A los pocos minutos, Sanjurjo fue a ver a Sofía.

La desolada madre se arrojó en sus brazos diciéndole entre lágrimas:

—Capitán, usted lo puede todo, por el recuerdo de su madre, por lo que más haya usted amado, le ruego que no arrojen a mi hija al mar.

—Sofía, me he anticipado al deseo de usted, se lo he pedido al médico, pero es inflexible a su pesar.

—¡Qué hombre tan infame!

—Cálmese usted amiga mía, el médico debe velar por la salud de todos los pasajeros y es muy peligroso conservar un cadáver.

—¡Qué desalmados son ustedes!

—No me culpe usted a mí.

—Usted es lo mismo, o peor que todos. ¿Quién manda en el buque? El capitán.

—Es un error: yo no puedo tener voluntad porque el cumplimiento de mi deber me hace esclavo.

—Piedad, capitán, sea usted bueno.

—Yo daría a usted mi existencia, pero no puedo dar la de los otros. Todos confían en mí, la responsabilidad que he contraído, no puede usted apreciarla, porque no está su razón serena.

—Si usted me quisiera como dice, razonaría menos y sentiría más. El dolor que destroza mi corazón, lastimaría el suyo. Así es el hombre, ofrece un mundo por alcanzar el amor de una mujer y al primer caso difícil que se presenta, retrocede.

—Sofía, me hace usted vacilar en mi resolución, y esta representa lo más sagrado para mí, el cumplimiento del deber. Suplico a usted que no insista, porque si no tengo fortaleza para resistir, me indignaré por mi debilidad.

—Me dijo usted que le pidiera una prueba de su afecto, ya llegó la ocasión, conserve usted el cadáver de mi hija.

Al decir esto, Sofía se arrodilló ante el capitán.

Sanjurjo le dio la mano para que se levantara, diciendo al mismo tiempo con enérgica entonación:

—Será lo que usted quiera, por primera prueba voy a darle nada menos que el honor, en cambio no pediré a usted nada.

Al decir estas palabras el capitán desapareció.

Poco rato después, llevaron el cadáver de la niña al camarote del médico.

Tendiéronla en una mesa, para practicar una operación valiéndose de los pocos recursos con que contaban en el botiquín provisional.

Hicieron a la muerta una incisión en uno de los lados del cuello y con una jeringa de gran fuerza, le inyectaron por una de las arterias glicerina con fenol y bicloruro de mercurio, hasta que la inyección hubo penetrado por la red finísima de capilares de todo el cuerpo. Vendaron el cadáver con tiras de franela empapadas en una solución semejante a la anterior, y lo colocaron en una caja, improvisada con planchas de hoja de lata. Esta caja se depositó en un camarote deshabitado. Cuando llegaron al puerto de Barcelona, el capitán Sanjurjo dejó el mando del vapor Ciudad Condal. Su dimisión le fue admitida.

Tres días después se desafió con el médico de a bordo, habiendo salido los dos ligeramente heridos. Nadie sabe lo que ocurrió en el vapor, entre el médico y el capitán: habíanse oído voces coléricas en el camarote de aquel, pero se ignoraba todo lo demás.

El capitán triunfó, pudiendo cumplir la promesa hecha a Sofía, pero ya se ha visto lo que su triunfo le costó.

XV

La resolución que Sanjurjo se había visto obligado a tomar, afectábale moralmente, por la pérdida de una carrera hacia la que sentía entusiasmo, pero no por cuestión de recursos materiales. Su fortuna, aunque modesta, permitíale vivir con desahogo.

Conocedor de la ciudad, instaló a Sofía en una de las mejores fondas de Barcelona, teniendo la delicadeza de no hospedarse en la misma.

Sofía telegrafió a su marido, comunicándole lo que había ocurrido y diciendo le esperaba para regresar a México.

Las mil cosas notables que encierra la industrial Barcelona, no despertaban la menor curiosidad en la desolada madre. Nada había visto, pues sus salidas eran para ir a la iglesia y al cementerio.

No habiendo enviado a las principales autoridades y a varias familias importantes, las cartas de recomendación que llevaba, no recibía más visita que la de Sanjurjo, el buen amigo que tanto le había sacrificado.

Decididamente la suerte no se cansaba de ser adversa con ella; las noticias de México se hacían esperar, aumentando su agitación nerviosa y el desasosiego de su atribulado espíritu. Su tristeza le presagiaba alguna desgracia y en efecto, sus temores no eran injustificados.

Nadie se atrevía a comunicarle el fúnebre suceso acaecido en México. Por fin, su prima Elena la fue preparando con distintos telegramas, para darle la terrible noticia, que una amiga de aquella debía transmitirle verbalmente, auxiliándola en los momentos de recibir el golpe fatal.

Zarzamendi había muerto en una cacería: el arma que llevaba se le disparó, causándole muerte instantánea.

Aunque dotada Sofía de gran valor moral, no pudo resistir tales desgracias y su salud se quebrantó.

No tenía en su angustioso estado más alivio que los tiernos consuelos prodigados por Sanjurjo.

Su pensamiento fluctuaba entre dos tumbas. Ya no anhelaba regresar a su patria, para volver a ella, tenía que abandonar en Barcelona los queridos restos de su hija, y al dejar un cadáver se encontraba con otro.

El ex capitán que era muy inteligente, explotaba en su favor los sentimientos maternales de Sofía, pues al morir Lupe, no había muerto en el corazón de aquella sensible mujer, la fibra de la maternidad.

Sabiendo que Sofía visitaba todas las tardes la tumba de su hija, adelantábase para adornarla ya con juguetes semejantes a los que la niña había preferido, ya con hermosas flores. Otras veces sorprendíala con magníficas reproducciones de su retrato, debidas a los hábiles artistas catalanes.

Sanjurjo había cambiado de ídolo, el altar que erigió en memoria de una muerta, lo erigía en memoria de otra.

En este nuevo culto, no puede decirse que hubiera profanación, sustituía el recuerdo de una mujer, con el de un ángel.

Tal adoración de ultratumba, sostenida con el mismo grado de calor por aquellos dos seres, les acercaba más y más.

Se conocieron tristes y continuaban del mismo modo: nunca habían reído juntos, pero habían mezclado sus lágrimas.

Sabido es que en los más grandes y tiernos sentimientos existe un fondo de melancolía.

Sofía no era insensible a las delicadas atenciones de Sanjurjo, pero su afecto hacia él no estaba definido.

Eran dos almas más tiernas que ardientes y por eso no había peligro en sus expansiones.

Sin embargo, las caricias espirituales de Sanjurjo cambiaron de aspecto una vez y Sofía se alarmó, lo cual dio motivo a la siguiente pregunta:

—¿Por qué se retira usted de mí Sofía? ¿La molesto? Mis caricias son completamente paternales. Se aleja usted de mí y me siento ofendido. ¿Duda usted de mi caballerosidad? La confianza con que me ha honrado usted siempre sé a cuánto obliga. ¿Acaso soy indigno de ella?

—No puede herir su amor propio mi actitud: pedía usted que viera al padre en usted, y he visto al hombre.

La llegada de un criado que trajo varias cartas para Sofía, terminó la conversación.

Sanjurjo se despidió por no ser importuno, pues su amiga había recibido cartas de México, y supuso que tendrían para ella mucho interés.

En efecto, entre algunas cartas referentes a negocios, recibió una de Elena que decía así:


México, 23 de abril de 1889.

Mi querida prima:

Voy a descargar mi conciencia contigo, lo cual quiere decir que seré verídica; puedes tomar esta carta como una confesión. Un secreto instinto que no sé a qué atribuir me ha impulsado a ver siempre en cada mujer una enemiga, y por tal motivo, he hecho inconscientemente cuanto daño he podido a todas las mujeres. El odio de Atreo y Tiestes que la historia hace famoso, me parece débil comparado con el que yo siento hacia mi sexo. Debo advertirte que creo estar correspondida, pues las mujeres nos semejamos a las arañas en que se despedazan entre sí, sin llegar a reconciliarse jamás.

Esta animadversión es más general de lo que creen las almas cándidas y te convencerás de ello si recuerdas los crueles sentimientos que animaron a la duquesa de Montbazon contra la duquesa de Longueville, a Isabel de Inglaterra contra María Estuardo, a la Montespan contra Luisa de Lavalière, a la duquesa de Étampes contra Diana de Poitiers y a María Tudor contra Juana Gray.

A mí me sucede lo que dice una escritora francesa: «me gustan los hombres no porque son hombres, sino porque no son mujeres». Mucho daño me han hecho ellas, y si no me han hecho más, es porque poseo la habilidad de los parthos que disparaban las flechas huyendo. A tal astucia debo el haberme defendido.

Quiero ser tan sincera en la manifestación de mis sentimientos, que no dejaré de consignar, daría la mitad de mi vida y de mi belleza porque todas las mujeres se volvieran feas. Esta antipatía de sexo, es más fuerte que la que nace según dicen entre razas antípodas.

Tú eres la mujer a quien he tratado con más benevolencia y, sin embargo, tengo de qué acusarme ante ti. Cuando el doctor empezó a galantearte, te vi favorablemente impresionada hacia él y le alenté para que sus atrevimientos fuesen mayores y originasen tu caída. Los resplandores de tu virtud me hacían daño como a esos seres de pupilas débiles que no pueden soportar la luz del sol. Cuando observé que no lograba mi objeto en este sentido, intenté distraer a tu apasionado doctor para añadir un trofeo más a mis trofeos. Acostumbrada a toda clase de victorias, iba a decir como Filipo: «¿cuándo dejaré de vencer?», pero debo manifestarte sacrificando mi amor propio, que no he triunfado. Lagarde es invulnerable, mis coqueterías de gran éxito con todos, no le han conmovido a él.

Me siento hoy predispuesta a la bondad y como tal estado no es frecuente en mí, he querido aprovecharlo en beneficio tuyo. Sí, en beneficio tuyo, porque si aún le quieres, experimentarás la mayor de las satisfacciones al saber que Lagarde te ama con idolatría, que no ha dejado de serte fiel un momento y, por último, que en el vapor que te lleva esta carta ha marchado para ponerse a tus pies.

Al anunciarte tal noticia, soy por primera vez mensajera de buenas nuevas y me hago merecedora de tu perdón. Participo de la alegría que vas a sentir, y esto te demostrará que a pesar de que eres mujer te quiero, lo cual es hacer una gran excepción.

Olvida mis ligerezas y travesuras en gracia de mi confesión, recordando al mismo tiempo que no es tan mala para ti como para los demás, tu prima.

Elena


Por largo tiempo quedó Sofía en actitud meditabunda, con la carta en la mano, después de haberla leído varias veces. Apenas se daba cuenta de lo que sentía.

Al día siguiente fue a visitarla el doctor. La emoción que experimentó al verle, emoción reflejada claramente en su rostro, denotaba que Lagarde no le era indiferente, sin embargo, el doctor no quedó satisfecho del recibimiento que le hizo su amiga.

Pensaba que, amándole, no había motivo para que pusiera dique a su amor, siendo como era ya libre para manifestárselo.

¿Por qué no veía en ella la espontánea y franca alegría que esperaba ver? Estas y otras preguntas se dirigía el doctor, sin acertar a contestarlas.

A los pocos días de su llegada conoció a Sanjurjo, y al adivinar la pasión de aquel hombre y saber cuánto le había sacrificado a Sofía, se explicó la actitud que ella guardaba. Entonces le asaltaron nuevas preocupaciones. ¿Vacilará entre los dos? —se decía—. Ese hombre la quiere mucho, pero yo la amo más. Sí, yo he sufrido por ella más que él.

Sanjurjo comprendió también muy pronto lo que ocurría, porque a un corazón enamorado no se le podía ocultar.

La situación de aquella mujer era muy difícil, hallábase entre dos pasiones, tan grande y generosa una como otra.

Visitábanla Sanjurjo y Lagarde todos los días, lo cual hizo que se encontraran en sus salones varias veces.

Al encontrarse los tres, la conversación tomaba un carácter de tirantez, que salvaba Sofía con equilibrios intelectuales.

Lagarde temía provocar una explicación, porque se consideraba suplantado.

Sanjurjo fue el que se decidió a buscar la solución del enigma, pensando que aquella situación no podía prolongarse más tiempo, sin menoscabo de su dignidad.

Para no abrumar a Sofía con su presencia, resolvió arrostrar el peligro por medio de la palabra escrita, y en atenta carta le pidió fijara la suerte que le reservaba en lo porvenir.

Sofía se vio obligada a contestarle; he aquí los párrafos más importantes de su carta:


No me atormentará, mi buen amigo el remordimiento, por haber intentado despertar sus sentimientos amorosos, pues usted sabe que he procurado desviarlos. Me dice usted, quiere la verdad sin circunloquios y me duele tener que decírsela de ese modo porque la verdad severa las más de las veces, en el presente caso tiene que aparecer con una energía cruel.


El reconocimiento, amigo mío, es el espíritu de justicia que rige una conciencia sana, y en nombre de mi conciencia le afirmo que le guardaré eterna gratitud, por sus bondades. Mas la gratitud que es la memoria del corazón y que seméjase en algo al amor, no es el amor mismo. Se puede sentir gratitud hacia varios seres, pero amor solo hacia uno y yo amo al doctor.


Aunque Sanjurjo presentía este desenlace no dejó de causarle dolorosa impresión.

Queriendo sin duda sofocar la tempestad desencadenada en su alma, con las furiosas tempestades de los mares, aceptó el mando de un buque que le ofreció otra compañía, para hacer viajes a Filipinas.

Tan pronto como terminó el primer año del luto de Sofía, se unió al doctor. Cuando volvió a México era la señora de Lagarde.

Algún tiempo después otra Lupe vino a prodigarle infantiles caricias cicatrizando las heridas de su corazón. La vida tuvo para Sofía los mayores encantos: esposa enamorada y madre ternísima, hizo un paraíso de su hogar. Las discusiones sobre religión no volvieron a repetirse con su marido. Lagarde le dejaba practicar sus devociones.

Refiérese que un amigo indiscreto, le dio broma por esta tolerancia y que repuso el doctor: la mujer ajena nos conviene que sea escéptica, la mujer propia la queremos religiosa, aunque nosotros no lo seamos.


México, 9 de octubre de 1888.


Publicado el 21 de junio de 2020 por Edu Robsy.
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