El cantor no tiene residencia fija: su morada está donde
la noche lo sorprende; su fortuna, en sus versos y en su voz.
Dondequiera que el cielito enreda sus parejas sin tasa,
dondequiera que se apura una copa de vino, el cantor tiene su lugar
preferente, su parte escogida en el festín. El gaucho argentino no bebe,
si la música y los versos no lo excitan, y cada pulpería tiene su
guitarra para poner en manos del cantor, a quien el grupo de caballos estacionados a la puerta anuncia a lo lejos dónde se necesita el concurso de su gaya ciencia.
El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus propias hazañas. Desgraciadamente, el cantor,
con ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con
la justicia. También tiene que dar la cuenta de sendas puñaladas que ha
distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo y algún
caballo o una muchacha que robó. El año 1840, entre un grupo de gauchos y
a orillas del majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo, y con las
piernas cruzadas, un cantor que tenía azorado y divertido a su auditorio
con la larga y animada historia de sus trabajos y aventuras. Había ya
contado lo del rapto de la querida, con los trabajos que sufrió; lo de
la desgracia y la disputa que la motivó; estaba refiriendo su
encuentro con la partida, y las puñaladas que en su defensa dio, cuando
el tropel y los gritos de los soldados le avisaron que esta vez estaba
cercado. La partida, en efecto, se había cerrado en forma de herradura;
la abertura quedaba hacia el Paraná, que corría veinte varas más abajo:
tal era la altura de la barranca. El cantor oyó la grita sin
turbarse; viósele de improviso sobre el caballo, y echando una mirada
escudriñadora sobre el círculo de soldados con las tercerolas
preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el poncho en
los ojos y clávale las espuelas. Algunos instantes después, se veía
salir de las profundidades del Paraná el caballo, sin freno, a fin de
que nadase con más libertad, y el cantor tomado de la cola, volviendo la
cara quietamente, cual si fuera en un bote de ocho remos, hacia la
escena que dejaba en la barranca. Algunos balazos de la partida no
estorbaron que llegase sano y salvo al primer islote que sus ojos
divisaron.
Este texto no ha recibido aún ninguna valoración.
3 libros publicados.