Personas
Don Álvaro.
El Marqués de Calatrava.
Don Cárlos de Vargas, su hijo.
Don Alfonso de Vargas, idem.
Doña Leonor, idem.
Curra, criada.
Preciosilla, gitana.
Un canónigo.
El padre guardian del convento de los Ángeles.
El hermano Meliton, portero.
Pedraza y otros oficiales.
Un cirujano de ejército.
Un capellan de regimiento.
Un alcalde.
Un estudiante.
Un majo.
Mesonero y mesonera.
La moza del meson.
El tio Trabuco, arriero.
El tio Paco, aguador.
El capitan preboste.
Un sargento.
Un ordenanza á caballo.
Dos habitantes de Sevilla.
Soldados españoles, arrieros, lugareños y lugareñas.
Jornada primera
La escena es en Sevilla y sus alrededores.
La escena representa la entrada del puente de Triana, el que estará practicable á la derecha. En primer término al mismo lado un aguaducho, ó barraca de tablas y lonas, con un letrero que diga: Agua de Tomares: dentro habrá un mostrador rústico con cuatro grandes cántaros, macetas de flores, vasos, un anafre con una cafetera de hoja de lata y una bandeja con azucarillos. Delante del aguaducho habrá bancos de pino. Al fondo se descubrirá de lejos parte del arrabal de Triana, la huerta de los Remedios con sus altos cipreses, el rio y varios barcos en él, con flámulas y gallardetes. Á la izquierda se verá en lontananza la alameda. Varios habitantes de Sevilla cruzarán en todas direcciones durante la escena. El cielo demostrará el ponerse el sol en una tarde de Julio, y al descorrerse el telon aparecerán: el tio Paco detrás del mostrador en mangas de camisa; el oficial bebiendo un vaso de agua, y de pié; Preciosilla á su lado templando una guitarra; el majo y los dos habitantes de Sevilla sentados en los bancos.
Escena primera
Oficial.
Vamos, Preciosilla, cántanos la rondeña. Pronto, pronto: ya está bien templada.
Preciosilla.
Señorito, no sea su merced tan súpito. Déme antes esa mano, y le diré la buenaventura.
Oficial.
Quita, que no quiero tus zalamerías. Aunque efectivamente tuvieras la
habilidad de decirme lo que me ha de suceder, no quisiera oírtelo... Sí,
casi siempre conviene el ignorarlo.
Majo.
(Levantándose.) Pues yo quiero que me diga la buenaventura esta prenda. Hé aquí mi mano.
Preciosilla.
Retire usted allá esa porquería... Jesus, ni verla quiero, no sea que se encele aquella niña de los ojos grandes.
Majo.
(Sentándose.) ¡Qué se ha de encelar de tí, pendon!
Preciosilla.
Vaya, saleroso, no se cargue usted de estera, convídeme á alguna cosita.
Majo.
Tio Paco, déle usted un vaso de agua á esta criatura, por mi cuenta.
Preciosilla.
¿Y con panal?
Oficial.
Sí, y despues que te refresques el garguero y que te endulces la boca, nos cantarás las corraleras.
(El aguador sirve un vaso de agua con panal á Preciosilla, y el oficial se sienta junto al majo.)
Habitante 1.º
Hola; aquí viene el señor canónigo.
Escena II.
Canónigo.
Buenas tardes, caballeros.
Habitante 2.º
Temíamos no tener la dicha de ver á su merced esta tarde, señor canónigo.
Canónigo.
(Sentándose y limpiándose el sudor.) ¿Qué persona de buen
gusto, viviendo en Sevilla, puede dejar de venir todas las tardes de
verano á beber la deliciosa agua de Tomares, que con tanta limpieza y
pulcritud nos dá el tio Paco, y á ver un ratito este puente de Triana,
que es lo mejor del mundo?
Habitante 1.º
Como ya se está poniendo el sol...
Canónigo.
Tio Paco, un vasito de la fresca.
Tio Paco.
Está usía muy sudado; en descansando un poquito le daré el refrigerio.
Majo.
Dale á su señoría el agua templada.
Canónigo.
No, que hace mucho calor.
Majo.
Pues yo templada la he bebido, para tener el pecho suave, y poder
entonar el rosario por el barrio de la Borcinería, que á mí me toca esta
noche.
Oficial.
Para suavizar el pecho, mejor es un trago de aguardiente.
Majo.
El aguardiente es bueno para sosegarlo despues de haber cantado la letanía.
Oficial.
Yo lo tomo antes y despues de mandar el ejercicio.
Preciosilla.
(Habrá estado punteando la guitarra, y dirá al majo.) Oiga usted, rumboso, ¿y cantará usted esta noche la letanía delante del balcon de aquella persona?...
Canónigo.
Las cosas santas se han de tratar santamente. Vamos. ¿Y qué tal los toros de ayer?
Majo.
El toro berrendo de Utrera, salió un buen bicho, muy pegajoso... Demasiado.
Habitante 1.º
Como que se me figura que le tuvo usted asco.
Majo.
Compadre, alto allá, que yo soy muy duro de estómago... aquí está mi capa (Enseña un desgarron.) diciendo por esta boca, que no anduvo muy lejos.
Habitante 2.º
No fué la corrida tan buena como la anterior.
Preciosilla.
Como que ha faltado en ella Don Álvaro el indiano, que á caballo y á pié es el mejor torero que tiene España.
Majo.
Es verdad que es todo un hombre, muy duro con el ganado, y muy echado adelante.
Preciosilla.
Y muy buen mozo.
Habitante 1.º
¿Y por qué no se presentaria ayer en la plaza?
Oficial.
Harto tenia que hacer con estarse llorando el mal fin de sus amores.
Majo.
Pues qué, ¿lo ha plantado ya la hija del señor marqués?...
Oficial.
No: Doña Leonor no le ha plantado á él, pero el marqués la ha trasplantado á ella.
Habitante 2.º
¿Cómo?...
Habitante 1.º
Amigo, el señor marqués de Calatrava tiene mucho copete, y sobrada vanidad para permitir que un advenedizo sea su yerno.
Oficial.
¿Y qué más podia apetecer su señoría, que el ver casada á su hija (que
con todos sus pergaminos está muerta de hambre) con un hombre riquísimo,
y cuyos modales están pregonando que es un caballero?
Preciosilla.
Si los señores de Sevilla son vanidad y pobreza todo en una pieza. Don
Álvaro es digno de ser marido de una emperadora... ¡Qué gallardo!...
¡qué formal y qué generoso!... Hace pocos dias que le dije la
buenaventura (y por cierto no es buena la que le espera si las rayas de
la mano no mienten), y me dió una onza de oro como un sol de mediodia.
Tio Paco.
Cuantas veces viene aquí á beber me pone sobre el mostrador una peseta columnaria.
Majo.
¡Y vaya un hombre valiente! Cuando en la Alameda vieja le salieron
aquella noche los siete hombres más duros que tiene Sevilla, metió mano,
y me los acorraló á todos contra las tapias del picadero.
Oficial.
Y en el desafío que tuvo con el capitan de artillería se portó como un caballero.
Preciosilla.
El marqués de Calatrava es un vejete tan ruin, que por no aflojar la mosca, y por no gastar...
Oficial.
Lo que debia hacer Don Álvaro era darle una paliza que...
Canónigo.
Paso, paso, señor militar. Los padres tienen derecho de casar á sus hijas con quien les convenga.
Oficial.
¿Y qué, no le ha de convenir Don Álvaro, porque no ha nacido en Sevilla?... Fuera de Sevilla nacen tambien caballeros.
Canónigo.
Fuera de Sevilla nacen tambien caballeros, sí señor; pero... ¿lo es Don
Álvaro?... Solo sabemos que ha venido de Indias hace dos meses, y que ha
traido dos negros y mucho dinero... Pero ¿quién es?...
Habitante 1.º
Se dicen tantas y tales cosas de él...
Habitante 2.º
Es un ente muy misterioso.
Tio Paco.
La otra tarde estuvieron aquí unos señores hablando de lo mismo, y uno
de ellos dijo que el tal Don Álvaro habia hecho sus riquezas siendo
pirata.
Majo.
¡Jesucristo!
Tio Paco.
Y otro, que Don Álvaro era hijo bastardo de un grande de España, y de una reina mora...
Oficial.
¡Qué disparate!
Tio Paco.
Y luego dijeron que no, que era... no lo puedo declarar... finca... ó
brinca... una cosa así... así como... una cosa muy grande allá de la
otra banda.
Oficial.
¿Inca?
Tio Paco.
Sí señor, eso, Inca... Inca.
Canónigo.
Calle usted, tio Paco, no diga sandeces.
Tio Paco.
Yo nada digo, ni me meto en honduras; para mí cada uno es hijo de sus obras, y en siendo buen cristiano y caritativo...
Preciosilla.
Y generoso y galan.
Oficial.
El vejete roñoso del marqués de Calatrava hace muy mal en negarle su hija.
Canónigo.
Señor militar, el señor marqués hace muy bien. El caso es sencillísimo.
Don Álvaro llegó hace dos meses, y nadie sabe quién es. Ha pedido en
casamiento á Doña Leonor, y el marqués, no juzgándolo buen partido para
su hija, se la ha negado. Parece que la señorita estaba encaprichadilla,
fascinada, y el padre la ha llevado al campo, á la hacienda que tiene
en el Aljarafe, para distraerla. En todo lo cual el señor marqués se ha
comportado como persona prudente.
Oficial.
Y Don Álvaro, ¿qué hará?
Canónigo.
Para acertarlo debe buscar otra novia; porque si insiste en sus
descabelladas pretensiones, se expone á que los hijos del señor marqués
vengan, el uno de la universidad y el otro del regimiento, á sacarle de
los cascos los amores de Doña Leonor.
Oficial.
Muy partidario soy de Don Álvaro, aunque no le he hablado en mi vida, y
sentiría verlo empeñado en un lance con Don Cárlos, el hijo mayorazgo
del marqués. Le he visto el mes pasado en Barcelona, y he oido contar
los dos últimos desafíos que ha tenido ya, y se le puede ayunar.
Canónigo.
Es uno de los oficiales más valientes del regimiento de Guardias Españolas, donde no se chancea en esto de lances de honor.
Habitante 1.º
Pues el hijo segundo del señor marqués, el Don Alfonso, no le va en
zaga. Mi primo, que acaba de llegar de Salamanca, me ha dicho que es el
coco de la universidad, más espadachin que estudiante, y que tiene
metidos en un puño á los matones sopistas.
Majo.
¿Y desde cuándo está fuera de Sevilla la señorita Doña Leonor?
Oficial.
Hace cuatro dias que se la llevó el padre á su hacienda, sacándola de
aquí á las cinco de la mañana, despues de haber estado toda la noche
hecha la casa un infierno.
Preciosilla.
¡Pobre niña!... ¡Qué linda que es, y qué salada!... Negra suerte la
espera... Mi madre la dijo la buenaventura, recien nacida, y siempre que
la nombra se le saltan las lágrimas... Pues el generoso don Álvaro...
Habitante 1.º
En nombrando al ruin de Roma, luego asoma... allí viene don Álvaro.
Escena III.
Empieza á anochecer, y se va oscureciendo el teatro. Don Álvaro sale embozado en una capa de seda, con un gran sombrero blanco, botines y espuelas, cruza lentamente la escena mirando con dignidad y melancolía á todos lados, y se va por el puente. Todos le observan en gran silencio.
Escena IV.
Majo.
¿Adónde irá á estas horas?
Canónigo.
Á tomar el fresco al Altozano.
Tio Paco.
Dios vaya con él.
Militar.
¿Á que va al Aljarafe?
Tio Paco.
Yo no sé, pero como estoy siempre aquí de dia y de noche, soy un
vigilante centinela de cuanto pasa por esta puente... Hace tres dias que
á media tarde pasa por ella hácia allá un negro con dos caballos de
mano, y que Don Álvaro pasa á estas horas, y luego á las cinco de la
mañana vuelve á pasar hácia acá, siempre á pié; y como media hora
despues pasa el negro con los mismos caballos llenos de polvo y de
sudor.
Canónigo.
¿Cómo?... ¿Qué me cuenta usted, Tio Paco?...
Tio Paco.
Yo nada, digo lo que he visto; y esta tarde ya ha pasado el negro, y hoy no llevaba dos caballos, sino tres.
Habitante 1.º
Lo que es atravesar el puente hácia allá á estas horas, he visto yo á Don Álvaro tres tardes seguidas.
Majo.
Y yo he visto ayer á la salida de Triana al negro con los caballos.
Habitante 2.º
Y anoche, viniendo yo de San Juan de Alfarache, me paré en medio del
olivar á apretar las cinchas á mi caballo, y pasó á mi lado, sin verme y
á escape, Don Álvaro, como alma que llevan los demonios, y detrás iba
el negro. Los conocí por la jaca torda, que no se puede despintar...
¡cada relámpago que daban las herraduras!...
Canónigo.
(Levantándose y aparte.) ¡Hola, hola!... Preciso es dar aviso al señor marqués.
Militar.
Me alegrára de que la niña traspusiese una noche con su amante, y dejára al vejete pelándose las barbas.
Canónigo.
Buenas noches, caballeros: me voy, que empieza á ser tarde. (Aparte yéndose.)
Sería faltar á la amistad no avisar al instante al marqués de que Don
Álvaro le ronda la hacienda. Tal vez podamos evitar una desgracia.
Escena V.
El teatro representa una sala colgada de damasco, con retratos de familia, escudos de armas y los adornos que se estilaban en el siglo pasado, pero todo deteriorado, y habrá dos balcones, uno cerrado y otro abierto y practicable, por el que se verá un cielo puro, iluminado por la luna, y algunas copas de árboles. Se pondrá en medio una mesa con tapete de damasco, y sobre ella habrá una guitarra, vasos chinescos con flores, y dos candeleros de plata con velas, únicas luces que alumbrarán la escena. Junto á la mesa habrá un sillon. Por la izquierda entrará el Marqués de Calatrava con una palmatoria en la mano, y detrás de él Doña Leonor, y por la derecha entra la criada.
Marqués.
(Abrazando y besando á su hija.)
Buenas noches, hija mia;
hágate una santa el cielo.
Adios, mi amor, mi consuelo,
mi esperanza, mi alegría.
No dirás que no es galan
tu padre. No descansára
si hasta aquí no te alumbrára
todas las noches... Están
abiertos estos balcones, (Los cierra.)
y entra relente... Leonor...
¿nada me dice tu amor?
¿Por qué tan triste te pones?
Leonor.
(Abatida y turbada.)
Buenas noches, padre mio.
Marqués.
Allá para Navidad
iremos á la ciudad:
cuando empiece el tiempo frio.
Y para entonces traeremos
al estudiante, y tambien
al capitan. Que les dén
permiso á los dos haremos.
¿No tienes gran impaciencia
por abrazarlos?
Leonor.
¿Pues no?
¿qué más puedo anhelar yo?
Marqués.
Los dos lograrán licencia.
Ambos tienen mano franca,
condicion que los abona,
y Cárlos, de Barcelona,
y Alfonso, de Salamanca,
ricos presentes te harán.
Escríbeles tú, tontilla,
y algo que no haya en Sevilla
pídeles, y lo traerán.
Leonor.
Dejarlo será mejor
á su gusto delicado.
Marqués.
Lo tienen, y muy sobrado:
como tú quieras, Leonor.
Curra.
Si como á usted, señorita,
carta blanca se me diera,
á Don Cárlos le pidiera
alguna bata bonita
de Francia. Y una cadena
con su broche de diamante
al señorito estudiante,
que en Madrid la hallará buena.
Marqués.
Lo que gustes, hija mia.
Sabes que el ídolo eres
de tu padre... ¿No me quieres?
(La abraza y besa tiernamente.)
Leonor.
¡Padre!... ¡Señor!... (Afligida.)
Marqués.
La alegría
vuelva á tí, prenda del alma;
piensa que tu padre soy,
y que de contínuo estoy
soñando tu bien... La calma
recobra, niña... en verdad
desde que estamos aquí
estoy contento de tí,
veo la tranquilidad
que con la campestre vida
va renaciendo en tu pecho,
y me tienes satisfecho;
sí, lo estoy mucho, querida.
Ya se me ha olvidado todo;
eres muchacha obediente,
y yo seré diligente
en darte un buen acomodo.
Sí, mi vida... ¿quién mejor
sabrá lo que te conviene,
que un tierno padre, que tiene
por tí el delirio mayor?
Leonor.
(Echándose en brazos de su padre con gran desconsuelo.)
¡Padre amado!... ¡Padre mio!
Marqués.
Basta, basta... ¿Qué te agita?
(Con gran ternura.)
Yo te adoro, Leonorcita,
no llores... ¡Qué desvarío!
Leonor.
¡Padre!... ¡Padre!
Marqués.
(Acariciándola y desasiéndose de sus brazos.)
Adios, mi bien.
Á dormir, y no lloremos.
Tus cariñosos extremos
el cielo bendiga, amen.
(Váse el Marqués, y queda Leonor muy abatida y llorosa sentada en el sillon.)
Escena VI.
Curra va detrás del Marqués, cierra la puerta por donde aquel se ha ido, y vuelve cerca de Leonor.
Curra.
¡Gracias á Dios!... me temí
que todito se enredase,
y que señor se quedase
hasta la mañana aquí.
¡Qué listo, cerró el balcon!...
que por él, del palomar
vamos las dos á volar
le dijo su corazon.
Abrirlo sea lo primero; (Ábrelo.)
ahora lo segundo es
cerrar las maletas. Pues
salgan ya de su agujero.
(Saca Curra unas maletas y ropa, y se pone á arreglarlo todo sin que en ello repare Doña Leonor.)
Leonor.
¡Infeliz de mí!... ¡Dios mio!
¿Por qué un amoroso padre,
que por mí tanto desvelo
tiene, y cariño tan grande,
se ha de oponer tenazmente
(¡ay, el alma se me parte!...)
á que yo dichosa sea,
y pueda feliz llamarme?...
¿Cómo, quien tanto me quiere,
puede tan cruel mostrarse?
Más dulce mi suerte fuera
si aún me viviera mi madre.
Curra.
¿Si viviera la señora?...
usted está delirante.
Más vana que señor era;
señor al cabo es un ángel.
¡Pero ella!... Un genio tenia
y un copete... Dios nos guarde.
Los señores de esta tierra
son todos de un mismo talle.
Y si alguna señorita
busca un novio que le cuadre,
como no esté en pergaminos
envuelto, levantan tales
alaridos... Mas ¿qué importa
cuando hay decision bastante?
... Pero no perdamos tiempo;
venga usted, venga á ayudarme,
porque yo no puedo sola...
Leonor.
¡Ay, Curra!... ¡Si penetrases
cómo tengo el alma! Fuerza
me falta hasta para alzarme
de esta silla... ¡Curra, amiga!
lo confieso, no lo extrañes,
no me resuelvo, imposible...
Es imposible. ¡Ah!... ¡mi padre!
sus palabras cariñosas,
sus extremos, sus afanes,
sus besos y sus abrazos,
eran agudos puñales
que el pecho me atravesaban.
Si se queda un solo instante
no hubiera más resistido...
Ya iba á sus piés á arrojarme,
y confundida, aterrada,
mi proyecto á revelarle,
y á morir, ansiando solo
que su perdon me acordase.
Curra.
¡Pues hubiéramos quedado
frescas, y echado un buen lance!
Mañana veria usted,
revolcándose en su sangre,
con la tapa de los sesos
levantada, al arrogante,
al enamorado, al noble
Don Álvaro. Ó arrastrarle
como un malhechor, atado
por entre estos olivares
á la cárcel de Sevilla;
y allá para Navidades
acaso, acaso en la horca.
Leonor.
¡Ay Curra!... El alma me partes.
Curra.
Y todo esto, señorita,
porque la desgracia grande
tuvo el infeliz de veros,
y necio de enamorarse
de quien no le corresponde,
ni resolucion bastante
tiene para...
Leonor.
Basta, Curra;
no mi pecho despedaces.
¿Yo á su amor no correspondo?
Que le correspondo sabes...
Por él mi casa y familia,
mis hermanos y mi padre
voy á abandonar, y sola...
Curra.
Sola no, que yo soy alguien,
y tambien Antonio va,
y nunca en ninguna parte
la dejaremos... ¡Jesus!
Leonor.
¿Y mañana?
Curra.
Dia grande.
Usted la adorada esposa
será del más adorable,
rico y lindo caballero
que puede en el mundo hallarse,
y yo la mujer de Antonio:
y á ver tierras muy distantes
iremos ambas... ¡qué bueno!
Leonor.
¿Y mi anciano y tierno padre?
Curra.
¿Quién?... ¿Señor? rabiará un poco,
pateará, contará el lance
al capitan general
con sus pelos y señales;
fastidiará al Asistente,
y tambien á sus compadres
el canónigo, el jurado,
y los vejetes maestrantes;
saldrán mil requisitorias
para buscarnos en balde,
cuando nosotras estemos
ya seguritas en Flandes.
Desde allí escribirá usted,
y comenzará á templarse
señor, y á los nueve meses,
cuando sepa hay un infante,
que tiene sus mismos ojos,
empezará á consolarse
y nosotras chapurrando,
que no nos entienda nadie,
volveremos de allí á poco,
á que con festejos grandes
nos reciban, y todito
será banquetes y bailes.
Leonor.
¿Y mis hermanos del alma?
Curra.
¡Toma! ¡Toma!... Cuando agarren
del generoso cuñado,
uno con que hacer alarde
de vistosos uniformes
y con que rendir beldades,
y el otro para libracos,
merendonas y truhanes,
reventarán de alegría.
Leonor.
No corre en tus venas sangre.
¡Jesus, y qué cosas tienes!
Curra.
Porque digo las verdades.
Leonor.
¡Ay desdichada de mí!
Curra.
Desdicha por cierto grande
el ser adorado dueño
del mejor de los galanes.
Pero vamos, señorita,
ayúdeme usted, que es tarde.
Leonor.
Sí, tarde es, y aún no parece
Don Álvaro... ¡Oh, si faltase
esta noche!... ¡Ojalá!... ¡cielos!...
Que jamás estos umbrales
hubiera pisado, fuera
mejor. No tengo bastante
resolucion... lo confieso.
Es tan duro el alejarse
así de su casa... ¡ay triste!
(Mira el reloj y sigue en inquietud.)
Las doce han dado... ¡qué tarde
es ya, Curra!... No, no viene.
¿Habrá en esos olivares
tenido algun mal encuentro?
Hay siempre en el Aljarafe
tan mala gente... Y Antonio
¿estará alerta?
Curra.
Indudable
es que está de centinela...
Leonor.
¡Curra!... ¿Qué suena?... ¿Escuchaste?
(Con gran sobresalto.)
Curra.
Pisadas son de caballos.
Leonor.
¡Ay! él es... (Corre al balcon.)
Curra.
Si que faltase
era imposible...
Leonor.
¡Dios mio! (Muy agitada.)
Curra.
Pecho al agua, y adelante.
Escena VII.
Don Álvaro en cuerpo, con una jaquetilla de mangas perdidas sobre una rica chupa de majo, redecilla, calzon de ante, etc., entra por el balcon y se echa en brazos de Leonor.
D. Álvaro.
(Con gran vehemencia.)
Ángel consolador del alma mia...
¿Van ya los santos cielos,
á dar corona eterna á mis desvelos?
Me ahoga la alegría...
¿Estamos abrazados
para no vernos nunca separados?
Antes, antes la muerte,
que de tí separarme y que perderte.
Leonor.
¡Don Álvaro! (Muy agitada.)
D. Álvaro.
Mi bien, mi Dios, mi todo.
¿Qué te agita y te turba de tal modo?
¿Te turba el corazon ver que tu amante
se encuentra en este instante
más ufano que el sol?... ¡Prenda adorada!
Leonor.
Es ya tan tarde...
D. Álvaro.
¿Estabas enojada
porque tardé en venir? De mi retardo
no soy culpado, no, dulce señora;
hace más de una hora
que despechado aguardo
por los alrededores
la ocasion de llegar, y ya temia
que de mi adversa estrella los rigores
hoy deshicieran la esperanza mia.
Mas no, mi bien, mi gloria, mi consuelo,
protege nuestro amor el santo cielo,
y una carrera eterna de ventura,
próvido á nuestras plantas asegura.
El tiempo no perdamos.
¿Está ya todo listo? Vamos, vamos.
Curra.
Sí: bajo del balcon, Antonio, el guarda,
las maletas espera;
las echaré al momento. (Va hácia el balcon.)
Leonor.
Curra, aguarda, (Resuelta.)
detente... ¡Ay Dios!... ¿no fuera,
Don Álvaro, mejor?...
D. Álvaro.
¿Qué, encanto mio?...
¿Por qué tiempo perder?... La jaca torda,
la que, cual dices tú, los campos borda,
la que tanto te agrada
por su obediencia y brío,
para tí está, mi dueño, enjaezada,
para Curra el obero.
Para mí el alazan gallardo y fiero...
¡Oh, loco estoy de amor y de alegría!
En San Juan de Alfarache, preparado
todo, con gran secreto, lo he dejado.
El sacerdote en el altar espera;
Dios nos bendecirá desde su esfera:
y cuando el nuevo sol en el oriente,
protector de mi estirpe soberana,
númen eterno en la region indiana,
la regia pompa de su trono ostente,
monarca de la luz, padre del dia,
yo tu esposo seré, tú esposa mia.
Leonor.
Es tan tarde... ¡Don Álvaro!
D. Álvaro.
Muchacha, (Á Curra.)
¿qué te detiene ya? Corre, despacha;
por el balcon esas maletas, luego...
Leonor.
Curra, Curra, detente. (Fuera de sí.)
¡Don Álvaro!
D. Álvaro.
¡¡¡Leonor!!!
Leonor.
¡Dejadlo os ruego
para mañana!
D. Álvaro.
¿Qué?
Leonor.
Más fácilmente...
D. Álvaro.
(Demudado y confuso.)
¿Qué es esto, qué, Leonor? ¿Te falta ahora
resolucion?... ¡ay yo desventurado!
Leonor.
¡Don Álvaro! ¡¡¡Don Álvaro!!!
D. Álvaro.
¡Señora!
Leonor.
¡Ay! me partís el alma...
D. Álvaro.
Destrozado
tengo yo el corazon... ¿Dónde está, dónde,
vuestro amor, vuestro firme juramento?
Mal con vuestra palabra corresponde
tanta irresolucion en tal momento.
Tan súbita mudanza...
No os conozco, Leonor. ¿Llevóse el viento
de mis delirios toda la esperanza?
Sí, he cegado en el punto
en que apuntaba el más risueño dia.
Me sacarán difunto
de aquí, cuando inmortal salir creía.
Hechicera engañosa,
¿la perspectiva hermosa
que falaz me ofreciste así deshaces?
¡Pérfida! ¿Te complaces
en levantarme al trono del eterno,
para despues hundirme en el infierno?
...¿Solo me resta ya?...
Leonor.
(Echándose en sus brazos.) No, no, te adoro.
¡Don Álvaro!... ¡Mi bien!... vamos, sí, vamos.
D. Álvaro.
¡Oh mi Leonor!...
Curra.
El tiempo no perdamos.
D. Álvaro.
¡Mi encanto! ¡Mi tesoro!
(Doña Leonor muy abatida se apoya en el hombro de Don Álvaro, con muestras de desmayarse.)
Mas ¿qué es esto?... ¡ay de mí!... ¡tu mano yerta!
Me parece la mano de una muerta...
Frio está tu semblante
como la losa de un sepulcro helado.
Leonor.
¡Don Álvaro!
D. Álvaro.
¡Leonor! (Pausa.) Fuerza bastante
hay para todo en mí... ¡Desventurado!
La conmocion conozco que te agita,
inocente Leonor. Dios no permita
que por debilidad en tal momento
sigas mis pasos, y mi esposa seas.
Renuncio á tu palabra y juramento:
hachas de muerte las nupciales teas
fueran para los dos... Si no me amas,
como te amo yo á tí... Si arrepentida...
Leonor.
Mi dulce esposo, con el alma y vida
es tuya tu Leonor; mi dicha fundo
en seguirte hasta el fin del ancho mundo.
Vamos, resuelta estoy, fijé mi suerte;
separarnos podrá solo la muerte.
(Van hácia el balcon, cuando de repente se oye ruido, ladridos, y abrir y cerrar puertas.)
Leonor.
¡Dios mio! ¿Qué ruido es este? ¡¡¡Don Álvaro!!!
Curra.
Parece que han abierto la puerta del patio... y la de la escalera...
Leonor.
¿Se habrá puesto malo mi padre?...
Curra.
¡Qué!, no señora, el ruido viene de otra parte.
Leonor.
¿Habrá llegado alguno de mis hermanos?
D. Álvaro.
Vamos, vamos, Leonor, no perdamos ni un instante.
(Vuelven hácia el balcon, y de repente se ve por él el resplandor de hachones de viento, y se oye galopar caballos.)
Leonor.
Somos perdidos... Estamos descubiertos... imposible es la fuga.
D. Álvaro.
Serenidad es necesario en todo caso.
Curra.
La Vírgen del Rosario nos valga, y las ánimas benditas... ¿Qué será de mi pobre Antonio? (Se asoma al balcon y grita.) Antonio, Antonio.
D. Álvaro.
Calla, maldita, no llames la atencion hácia este lado; entorna el balcon. (Se acerca el ruido de puertas y pisadas.)
Leonor.
¡Ay desdichada de mí!... Don Álvaro, escóndete... aquí en mi alcoba...
D. Álvaro.
(Resuelto.) No, yo no me escondo... No te abandono en tal conflicto. (Prepara una pistola.) Defenderte y salvarte es mi obligacion.
Leonor.
(Asustadísima.) ¿Qué intentas? ¡ay! retira esa pistola que me
hiela la sangre... Por Dios suéltala... ¿La dispararás contra mi buen
padre?... ¿contra alguno de mis hermanos?... ¿Para matar á alguno de los
fieles y antiguos criados de esta casa?
D. Álvaro.
(Profundamente conmovido.) No, no, amor mio... la emplearé en dar fin á mi desventurada vida.
Leonor.
¡Qué horror! ¡¡¡Don Álvaro!!!
Escena VIII.
Ábrese la puerta con estrépito despues de varios golpes en ella, y entra el marqués en bata y gorra con un espadin desnudo en la mano, y detrás dos criados mayores con luces.
Marqués.
(Furioso.) Vil seductor... hija infame.
Leonor.
(Arrojándose á los piés de su padre.) ¡¡¡Padre!!! ¡¡¡Padre!!!
Marqués.
No soy tu padre... aparta... Y tú, vil advenedizo...
D. Álvaro.
Vuestra hija es inocente... Yo soy el culpado... Atravesadme el pecho. (Hinca una rodilla.)
Marqués.
Tu actitud suplicante manifiesta lo bajo de tu condicion...
D. Álvaro.
(Levantándose.) ¡Señor marqués!... ¡señor marqués!...
Marqués.
(Á su hija.) Quita, mujer inícua. (Á Curra, que le sujeta el brazo.) Y tú, infeliz... ¿osas tocar á tu señor? (Á los criados.) Ea, echaos sobre ese infame, sujetadle, atadle...
D. Álvaro.
(Con dignidad.) Desgraciado del que me pierda el respeto. (Saca una pistola y la monta.)
Leonor.
(Corriendo hácia Don Álvaro.) ¡Don Álvaro!... ¿qué vais á hacer?
Marqués.
Echaos sobre él al punto.
D. Álvaro.
Ay de vuestros criados si se mueven; vos solo teneis derecho para atravesarme el corazon.
Marqués.
¿Tú morir á manos de un caballero? no, morirás á las del verdugo.
D. Álvaro.
¡Señor marqués de Calatrava!... Mas ¡ah! no: teneis derecho para todo...
Vuestra hija es inocente... más pura que el aliento de los ángeles que
rodean el trono del Altísimo. La sospecha á que puede dar orígen mi
presencia aquí á tales horas concluya con mi muerte; salga envolviendo
mi cadáver como si fuera mi mortaja... Sí, debo morir... pero á vuestras
manos. (Pone una rodilla en tierra.) Espero resignado el golpe, no lo resistiré; ya me teneis desarmado.
(Tira la pistola, que al dar en tierra se dispara y hiere al marqués, que cae moribundo en los brazos de su hija y de los criados, dando un alarido.)
Marqués.
Muerto soy... ¡ay de mí!...
D. Álvaro.
¡Dios mio! ¡arma funesta! ¡noche terrible!
Leonor.
¡Padre! ¡¡¡padre!!!
Marqués.
Aparta; ¡sacadme de aquí... donde muera sin que esta vil me contamine con tal nombre!
Leonor.
¡Padre!...
Marqués.
Yo te maldigo.
(Cae Leonor en brazos de Don Álvaro, que la arrastra hácia el balcon.)
Jornada segunda
La escena es en la villa de Hornachuelos y sus alrededores.
Escena primera
Es de noche, y el teatro representa la cocina de un meson en la villa de Hornachuelos. Al frente estará la chimenea y el hogar. Á la izquierda la puerta de entrada: á la derecha dos puertas practicables. Á un lado una mesa larga de pino, rodeada de asientos toscos, y alumbrado todo por un gran candilon. el mesonero y el alcalde aparecerán sentados gravemente al fuego, la mesonera de rodillas guisando. Junto á la mesa, el estudiante cantando y tocando la guitarra. el arriero, que habla, cribando cebada en el fondo del teatro. el tio Trabuco tendido en primer término sobre sus jalmas. los dos lugareños, las dos lugareñas, la moza y uno de los arrieros, que no habla, estarán bailando seguidillas. El otro arriero, que no habla, estará sentado junto al estudiante, y jaleando á las que bailan. Encima de la mesa habrá una bota de vino, unos vasos y un frasco de aguardiente.
Estudiante.
(Cantando en voz recia al son de la guitarra, y las tres parejas bailando con gran algazara.)
Poned en estudiantes
vuestro cariño,
que son como discretos
agradecidos.
Viva Hornachuelos,
vivan de sus muchachas
los ojos negros.
Dejad á los soldados,
que es gente mala,
y así que dan el golpe
vuelven la espalda.
Viva Hornachuelos,
vivan de sus muchachas
los ojos negros.
Mesonera.
(Poniendo una sarten sobre la mesa.) Vamos, vamos, que se enfria... (Á la criada.) Pepa, al avío.
Arriero.
(El del cribo.) Otra coplita.
Estudiante.
(Dejando la guitarra.) Abrenuncio. Antes de todo la cena.
Mesonera.
Y si despues quiere la gente seguir bailando y alborotando, váyanse al
corral ó á la calle, que hay una luna clara como de dia. Y dejen en
silencio el meson, que si unos quieren jaleo, otros quieren dormir.
Pepa, Pepa... ¿no digo que basta ya de zangoloteo?...
Tio Trabuco.
(Acostado en sus arreos.) Tia Colasa, usted está en lo cierto. Yo por mí, quiero dormir.
Mesonero.
Sí, ya basta de ruido. Vamos á cenar. Señor alcalde, eche su merced la bendicion, y venga á tomar una presita.
Alcalde.
Se agradece, señor Monipodio.
Mesonera.
Pero acérquese su merced.
Alcalde.
Que eche la bendicion el señor licenciado.
Estudiante.
Allá voy, y no seré largo, que huele el bacallao á gloria. In nomine Patri et Filii et Spiritu Sancto.
Todos.
Amen.
(Se van acomodando alrededor de la mesa, todos ménos Trabuco.)
Mesonera.
Tal vez el tomate no estará bastante cocido, y el arroz estará algo duro... Pero con tanta babilonia no se puede...
Arriero.
Está diciendo comedme, comedme.
Estudiante.
(Comiendo con ansia.) Está exquisito... Especial; parece ambrosía.
Mesonera.
Alto allá, señor bachiller; la tia Ambrosia no me gana á mí á guisar, ni sirve para descalzarme el zapato, no señor.
Arriero.
La tia Ambrosia es más puerca que una telaraña.
Mesonero.
La tia Ambrosia es un guiñapo, es un paño de aporrear moscas; se
revuelven las tripas de entrar en su meson, y compararla con mi Colasa
no es regular.
Estudiante.
Ya sé yo que la señora Colasa es pulcra, y no lo dije por tanto.
Alcalde.
En toda la comarca de Hornachuelos no hay una persona más limpia que la señora Colasa, ni un meson como el del señor Monipodio.
Mesonera.
Como que cuantas comidas de boda se hacen en la villa pasan por estas
manos que ha de comer la tierra. Y de las bodas de señores, no le
parezca á usted señor bachiller... Cuando se casó el escribano con la
hija del regidor...
Estudiante.
Conque se le puede decir á la señora Colasa, tu das mihi epulis accumbere divum.
Mesonera.
Yo no sé latin, pero sé guisar... Señor alcalde, moje siquiera una sopa.
Alcalde.
Tomaré, por no despreciar, una cucharadita de gazpacho, si es que lo hay.
Mesonero.
¿Cómo que si lo hay?
Mesonera.
¿Pues habia de faltar donde yo estoy?... Pepa (Á la moza.) anda á traerlo. Está sobre el brocal del pozo, desde media tarde, tomando el fresco. (Váse la moza.)
Estudiante.
(Al arriero que está acostado.) Tio Trabuco, hola, tio Trabuco, ¿no viene usted á hacer la razon?
Tio Trabuco.
No ceno.
Estudiante.
¿Ayuna usted?
Tio Trabuco.
Sí señor, que es viérnes.
Mesonero.
Pero un traguito...
Tio Trabuco.
Venga. (Le alarga el mesonero la bota, y bebe un trago el tio Trabuco.) ¡¡¡Jú!!! Esto es zupia. Alárgueme usted, tio Monipodio, el frasco del aguardiente para enjuagarme la boca. (Bebe y se acurruca.)
(Entra la moza con una fuente de gazpacho.)
Moza.
Aquí está la gracia de Dios.
Todos.
Venga, venga.
Estudiante.
Parece, señor alcalde, que esta noche hay mucha gente forastera en Hornachuelos.
Arriero.
Las tres posadas están llenas.
Alcalde.
Como es el jubileo de la Porciúncula, y el convento de San Francisco de
los Ángeles que está aquí en el desierto, á media legua corta, es tan
famoso... viene mucha gente á confesarse con el P. Guardian, que es un
siervo de Dios.
Mesonera.
Es un santo.
Mesonero.
(Toma la bota y se pone de pié.) Jesus por la buena compañía, y que Dios nos dé salud y pesetas en esta vida, y la gloria en la eterna. (Bebe.)
Todos.
Amen. (Pasa la bota de mano en mano.)
Estudiante.
(Despues de beber.) Tio Trabuco, tio Trabuco, ¿está usted ya con los angelitos?
Tio Trabuco.
Con las malditas pulgas y con sus voces de usted, ¿quién puede estar sino con los demonios?
Estudiante.
Queríamos saber, Tio Trabuco, si esa personilla de alfeñique que ha
venido con usted, y que se ha escondido de nosotros, viene á ganar el
jubileo.
Tio Trabuco.
Yo no sé nunca á lo que van ni vienen los que viajan conmigo.
Estudiante.
Pero... ¿es gallo, ó gallina?
Tio Trabuco.
Yo de los viajeros no miro más que la moneda, que ni es hembra ni es macho.
Estudiante.
Sí, es género epiceno, como si dijéramos hermafrodita... Pero veo que es usted muy taciturno, tio Trabuco.
Tio Trabuco.
Nunca gasto saliva en lo que no me importa: y buenas noches, que se me
va quedando la lengua dormida, y quiero guardarle el sueño; sonsoniche.
Estudiante.
Pues señor, con el tio Trabuco no hay emboque. Dígame usted, nostrama, (Á la mesonera.) ¿por qué no ha venido á cenar el tal caballerito?
Mesonera.
Yo no sé.
Estudiante.
Pero, vamos, ¿es hembra ó varon?
Mesonera.
Que sea lo que sea, lo cierto es que le ví el rostro, por más que se lo
recataba, cuando se apeó del mulo, y que lo tiene como un sol; y eso que
traia los ojos de llorar y de polvo, que daba compasion.
Estudiante.
¡Oiga!
Mesonera.
Sí señor; y en cuanto se metió en ese cuarto, volviéndome siempre la
espalda, me preguntó cuánto habia de aquí al convento de los Ángeles, y
yo se lo enseñé desde la ventana, que como está tan cerca se ve clarito,
y...
Estudiante.
¡Hola, conque es pecador que viene al jubileo!
Mesonera.
Yo no sé. Luego se acostó; digo, se echó en la cama vestido, y bebió antes un vaso de agua con unas gotas de vinagre.
Estudiante.
Ya, para refrescar el cuerpo.
Mesonera.
Y me dijo que no queria luz, ni cena, ni nada, y se quedó como rezando
el rosario entre dientes. Á mí me parece que es persona muy...
Mesonero.
Charla, charla... ¿Quién diablos te mete en hablar de los huéspedes?... Maldita sea tu lengua.
Mesonera.
Como el señor licenciado queria saber...
Estudiante.
Sí, señora Colasa; dígame usted...
Mesonero.
(Á su mujer.) ¡Chiton!
Estudiante.
Pues señor, volvamos al tio Trabuco. Tio Trabuco, tio Trabuco. (Se acerca á él y le despierta.)
Tio Trabuco.
¡Malo!... ¿Me quiere usted dejar en paz?
Estudiante.
Vamos, dígame usted, esa persona ¿cómo viene en el mulo, á mujeriegas ó á horcajadas?
Tio Trabuco.
¡Ay qué sangre!... De cabeza.
Estudiante.
Y dígame usted, ¿de dónde salió usted esta mañana, de Posadas ó de Palma?
Tio Trabuco.
Yo no sé sino que tarde ó temprano voy al cielo.
Estudiante.
¿Por qué?
Tio Trabuco.
Porque ya me tiene usted en el purgatorio.
Estudiante.
(Se rie.) ¡Ah, ah, ah!... ¿Y va usted á Extremadura?
Tio Trabuco.
(Se levanta, recoge sus jalmas y se va con ellas muy enfadado.) No señor; á la caballeriza, huyendo de usted, y á dormir con mis mulos, que no saben latin, ni son bachilleres.
Estudiante.
(Se rie.) ¡Ah, ah, ah, ah! Se afufó... Hola, Pepa, salerosa, ¿y no has visto tú al escondido?
Moza.
Por la espalda.
Estudiante.
¿Y en qué cuarto está?
Moza.
(Señala la primera puerta de la derecha.) En ese...
Estudiante.
Pues ya que es lampiño, vamos á pintarle unos bigotes con tizne... Y cuando se despierte por la mañana reiremos un poco. (Se tizna los dedos y va hácia el cuarto.)
Algunos.
Sí... sí.
Mesonero.
No, no.
Alcalde.
(Con gravedad.) Señor estudiante, no lo permitiré yo, pues debo
proteger á los forasteros que llegan á esta villa, y administrarles
justicia como á los naturales de ella.
Estudiante.
No lo dije por tanto, señor alcalde...
Alcalde.
Yo sí. Y no fuera malo saber quién es el señor licenciado, de dónde viene y adónde va, pues parece algo alegre de cascos.
Estudiante.
Si la justicia me lo pregunta de burlas ó de veras, no hay inconveniente
en decirlo, que aquí se juega limpio. Soy el bachiller Pereda, graduado
por Salamanca, in utroque, y hace ocho años que curso sus
escuelas, aunque pobre, con honra, y no sin fama. Salí de allí hace más
de un año, acompañando á mi amigo y protector el señor licenciado
Vargas, y fuimos á Sevilla, á vengar la muerte de su padre el marqués de
Calatrava, y á indagar el paradero de su hermana, que se escapó con el
matador. Pasamos allí algunos meses, donde tambien estuvo su hermano
mayor, el actual marqués, que es oficial de Guardias. Y como no lograron
su propósito, se separaron jurando venganza. Y el licenciado y yo nos
vinimos á Córdoba, donde dijeron que estaba la hermana. Pero no la
hallamos tampoco, y allí supimos que habia muerto en la refriega que
armaron los criados del marqués, la noche de su muerte, con los del
robador y asesino, y que éste se habia vuelto á América. Con lo que
marchamos á Cádiz, donde mi protector, el licenciado Vargas, se ha
embarcado para buscar allá al enemigo de su familia. Y yo me vuelvo á mi
universidad á desquitar el tiempo perdido, y á continuar mis estudios,
con los que, y la ayuda de Dios, puede ser que me vea algun dia
gobernador del Consejo ó arzobispo de Sevilla.
Alcalde.
Humos tiene el señor bachiller, y ya basta; pues se ve en su porte y buena explicacion que es hombre de bien, y que dice verdad.
Mesonera.
Dígame usted, señor estudiante, ¿y qué, mataron á ese marqués?
Estudiante.
Sí.
Mesonera.
¿Y lo mató el amante de su hija y luego la robó?... ¡Ay! cuéntenos su
merced esa historia, que será muy divertida: cuéntela su merced...
Mesonero.
¿Quién te mete á tí en saber vidas ajenas? ¡Maldita sea tu curiosidad!
Pues que ya hemos cenado, demos gracias á Dios, y á recogerse. (Se ponen todos en pié, y se quitan el sombrero como que rezan.) Eh, buenas noches; cada mochuelo á su olivo.
Alcalde.
Buenas noches, y que haya juicio y silencio.
Estudiante.
Pues me voy á mi cuarto. (Se va á meter en el del viajero incógnito.)
Mesonero.
Hola, no es ese, el de más allá.
Estudiante.
Me equivoqué.
(Vánse el alcalde y los lugareños: entra el estudiante en su cuarto: la moza, el arriero y la mesonera retiran la mesa y bancos, dejando la escena desembarazada. El mesonero se acerca al hogar, y queda todo en silencio y solos el mesonero y la mesonera.)
Escena II.
Mesonero.
Colasa, para medrar
en nuestro oficio, es forzoso
que haya en la casa reposo,
y á ninguno incomodar.
Nunca meterse á oliscar
quiénes los huéspedes son.
No gastar conversacion
con cuantos llegan aquí.
Servir bien, decir no ó sí,
cobrar la mosca, y ¡chiton!
Mesonera.
No, por mí no lo dirás,
bien sabes que callar sé.
Al bachiller pregunté...
Mesonero.
Pues eso estuvo de más.
Mesonera.
Tambien ahora extrañarás
que entre en ese cuarto á ver
si el huésped há menester
alguna cosa, marido,
pues es, sí, lo he conocido,
una afligida mujer.
(Toma un candil y entra la mesonera muy recatadamente en el cuarto.)
Mesonero.
Entra, que entrar es razon,
aunque temo á la verdad
que vas por curiosidad,
más bien que por compasion.
Mesonera.
(Saliendo muy asustada.)
¡Ay, Dios mio! Vengo muerta;
desapareció la dama;
nadie he encontrado en la cama,
y está la ventana abierta.
Mesonero.
¿Cómo? ¿cómo?... Ya lo sé...
La ventana al campo dá,
y como tan baja está,
sin gran trabajo se fué.
(Andando hácia el cuarto donde entró la mujer, quedándose él á la puerta.)
Quiera Dios no haya cargado
con la colcha nueva.
Mesonera.
(Dentro)Nada,
todo está aquí... ¡desdichada!
hasta dinero ha dejado...
Sí, sobre la mesa un duro.
Mesonero.
Vaya entonces en buen hora.
Mesonera.
(Saliendo á la escena.)
No hay duda, es una señora,
que se encuentra en grande apuro.
Mesonero.
Pues con bien la lleve Dios,
y vámonos á acostar,
y mañana no charlar,
que esto quede entre los dos.
Echa un cuarto en el cepillo
de las ánimas, mujer,
y el duro véngame á ver;
échamelo en el bolsillo.
Escena III.
El teatro representa una plataforma en la ladera de una áspera montaña. Á la izquierda precipicios y derrumbaderos. Al frente un profundo valle atravesado por un riachuelo, en cuya márgen se ve á lo lejos la villa de Hornachuelos, terminando el fondo en altas montañas. Á la derecha la fachada del convento de los Ángeles de pobre y humilde arquitectura. La gran puerta de la iglesia cerrada, pero practicable, y sobre ella una claraboya de medio punto por donde se verá el resplandor de las luces interiores; más hácia el proscenio la puerta de la portería, tambien practicable y cerrada; en medio de ella una mirilla ó gatera que se abra y se cierre, y al lado el cordon de una campanilla. En medio de la escena habrá una gran cruz de piedra tosca y corroida por el tiempo, puesta sobre cuatro gradas que puedan servir de asiento. Estará todo iluminado por una luna clarísima. Se oirá dentro de la iglesia el órgano, y cantar maitines al coro de frailes, y saldrá como subiendo por la izquierda Doña Leonor, muy fatigada y vestida de hombre, con un gaban de mangas, sombrero gacho y botines.
Leonor.
Sí... ya llegué... Dios mio,
gracias os doy rendida.
(Arrodíllase al ver el convento.)
En tí, Vírgen Santísima, confío;
sed el amparo de mi amarga vida.
Este refugio es solo
el que puedo tener de polo á polo. (Álzase.)
No me queda en la tierra
más asilo y resguardo
que los áridos riscos de esta sierra;
en ella estoy... Aún tiemblo y me acobardo...
(Mira hácia el sitio por donde ha venido.)
¡Ah!... nadie me ha seguido.
Ni mi fuga veloz notada ha sido.
...No me engañé, la horrenda historia mia
escuché referir en la posada...
Y ¿quién, cielos, sería
aquel que la contó? ¡Desventurada!
Amigo dijo ser de mis hermanos...
¡Oh cielos soberanos!...
¿Voy á ser descubierta?
Estoy de miedo y de cansancio muerta.
(Se sienta.)
¡Qué asperezas! ¡Qué hermosa y clara luna!
¡¡¡La misma que hace un año
vió la mudanza atroz de mi fortuna,
y abrirse los infiernos en mi daño!!!
(Pausa larga.)
No fué ilusion... aquel que de mí hablaba
dijo que navegaba
Don Álvaro, buscando nuevamente
los apartados climas de Occidente.
¡Oh Dios!... ¿Y será cierto?
Con bien arribe de su patria al puerto.
(Pausa.)
¿Y no murió la noche desastrada
en que yo, yo... manchada
con la sangre infeliz del padre mio,
le seguí... le perdí?... ¿Y huye el impío?
¿Y huye el ingrato?... ¿Y huye y me abandona?
(Cae de rodillas.)
¡Oh Madre Santa de piedad! perdona,
perdona, le olvidé. Sí, es verdadera,
lo es mi resolucion. Dios de bondades,
con penitencia austera,
lejos del mundo en estas soledades,
el furor expiaré de mis pasiones.
Piedad, piedad, Señor, no me abandones.
(Queda en silencio y como en profunda meditacion recostada en las gradas de la cruz, y despues de una larga pausa continúa:)
Los sublimes acentos de ese coro
de bienaventurados,
y los ecos pausados
del órgano sonoro,
que cual de incienso vaporosa nube
al trono santo del eterno sube,
difunden en mi alma
bálsamo dulce de consuelo y calma.
(Se levanta resuelta.)
¿Qué me detengo pues?... corro al tranquilo,
corro al sagrado asilo...
(Va hácia el convento y se detiene.)
Mas ¿cómo á tales horas?... ¡Ah!... no puedo
ya dilatarlo más, hiélame el miedo
de encontrarme aquí sola. En esa aldea
hay quien mi historia sabe.
En lo posible cabe
que descubierta con la aurora sea.
Este santo prelado
de mi resolucion está informado,
y de mis infortunios... Nada temo.
Mi confesor de Córdoba hace dias
que las desgracias mias
le escribió largamente...
Sé de su caridad el noble extremo,
me acogerá indulgente.
¿Qué dudo, pues, qué dudo?...
Sed, oh Vírgen Santísima, mi escudo.
(Llega á la portería y toca á la campanilla.)
Escena IV.
Se abre la mirilla que está en la puerta, y por ella sale el resplandor de un farol que dá de pronto en el rostro de Doña Leonor, y ésta se retira como asustada. El hermano Meliton habla toda esta escena dentro.
Meliton.
¿Quién es?
Leonor.
Una persona á quien le interesa mucho, mucho, ver al instante al reverendo P. Guardian.
Meliton.
¡Buena hora de ver al P. Guardian!... La noche está clara, y no será
ningun caminante perdido. Si viene á ganar el jubileo, á las cinco se
abrirá la iglesia; vaya con Dios; él le ayude.
Leonor.
Hermano, llamad al P. Guardian. Por caridad.
Meliton.
¡Qué caridad á estas horas! El P. Guardian está en el coro.
Leonor.
Traigo para su reverencia un recado muy urgente del P. Cleto, definidor
del convento de Córdoba, quien ya le ha escrito sobre el asunto de que
vengo á hablarle.
Meliton.
¡Hola!... ¿del P. Cleto, el definidor del convento de Córdoba? Eso es
distinto... iré, iré á decírselo al P. Guardian. Pero dígame, hijo, ¿el
recado y la carta son sobre aquel asunto con el P. General, que está
pendiente allá en Madrid?...
Leonor.
Es una cosa muy interesante.
Meliton.
Pero ¿para quién?
Leonor.
Para la criatura más infeliz del mundo.
Meliton.
¡Mala recomendacion!... Pero bueno; abriré la portería, aunque es contra regla, para que entreis á esperar.
Leonor.
No, no, no puedo entrar... ¡¡¡Jesus!!!
Meliton.
Bendito sea su santo nombre... Pero ¿sois algun excomulgado?... Si no es
cosa rara preferir el esperar al raso. En fin, voy á dar el recado, que
probablemente no tendrá respuesta. Si no vuelvo, buenas noches: ahí á
la bajadita está la villa, y hay un buen meson. El de la tia Colasa.
(Ciérrase la ventanilla, y Doña Leonor queda muy abatida.)
Escena V.
Leonor.
¿Será tan negra y dura
mi suerte miserable,
que este santo prelado
socorro y proteccion no quiera darme?
La rígida aspereza
y las dificultades
que ha mostrado el portero
me pasman de terror, hielan mi sangre.
Mas no, si dá el aviso
al reverendo Padre,
y éste es tan docto y bueno
cual dicen todos, volará á ampararme.
¡Oh Soberana Vírgen,
de desdichados Madre:
su corazon ablanda
para que venga pronto á consolarme!
(Queda en silencio: dá la una el reloj del convento: se abre la portería, en la que aparecen el P. Guardian y el H. Meliton con un farol: éste se queda en la puerta y aquel sale á la escena.)
Escena VI.
Doña Leonor, el P. Guardian, el H. Meliton.
Guardian.
El que me busca ¿quién es?
Leonor.
Yo soy, Padre, que queria...
Guardian.
Ya se abrió la portería;
entrad en el cláustro, pues.
Leonor.
(Muy sobresaltada.)
¡Ah!... imposible; Padre, no.
Guardian.
¡Imposible!... ¿Qué decís?...
Leonor.
Si que os hable permitís,
aquí solo puedo yo.
Guardian.
Si os envía el Padre Cleto,
hablad, que es mi grande amigo.
Leonor.
Padre, que sea sin testigo,
porque me importa el secreto.
Guardian.
¿Y quién?... Mas ya os entendí.
Retiraos, fray Meliton,
y encajad ese porton;
dejadnos solos aquí.
Meliton.
¿No lo dije? Secretitos.
Los misterios ellos solos,
que los demás somos bolos
para estos santos benditos.
Guardian.
¿Qué murmura?...
Meliton.
Que está tan
premiosa esta puerta... y luego...
Guardian.
Obedezca, hermano lego.
Meliton.
Ya me la echó de guardian.
(Ciérrase la puerta y váse.)
Escena VII.
Doña Leonor, el P. Guardian.
Guardian.
(Acercándose á Leonor.)
Ya estamos, hermano, solos.
Mas ¿por qué tanto misterio?
¿No fuera más conveniente
que entrárais en el convento?
¡No sé qué pueda impedirlo!...
entrad, pues, que yo os lo ruego;
entrad, subid á mi celda;
tomareis un refrigerio,
y despues...
Leonor.
No, Padre mio.
Guardian.
¿Qué os horroriza?... no entiendo...
Leonor.
(Muy abatida.) Soy una infeliz mujer.
Guardian.
(Asustado.)
¡Una mujer!... ¡Santo cielo!
¡Una mujer!... á estas horas,
en este sitio... ¿qué es esto?
Leonor.
Una mujer infelice,
maldicion del universo,
que á vuestras plantas rendida
(Se arrodilla.)
os pide amparo y remedio,
pues vos podeis libertarla
de este mundo y del infierno.
Guardian.
Señora, alzad. Que son grandes (La levanta.)
vuestros infortunios creo
cuando os miro en este sitio,
y escucho tales lamentos.
Pero ¿qué apoyo, decidme,
qué amparo prestaros puedo
yo, un humilde religioso
encerrado en estos yermos?
Leonor.
No habeis, Padre, recibido
la carta que el Padre Cleto...
Guardian.
(Recapacitando.)
¿El Padre Cleto os envía?...
Leonor.
Á vos, cual solo remedio
de todos mis infortunios,
si benignos los intentos
que á estos montes me conducen
permitís tengan efecto.
Guardian.
(Sorprendido.)
¿Sois Doña Leonor de Vargas?...
¿Sois por dicha?... ¡Dios eterno!
Leonor.
(Abatida.) ¡Os horroriza el mirarme!
Guardian.
(Afectuoso.) No, hija mia, no por cierto.
Ni permita Dios que nunca
tan duro sea mi pecho,
que á los desgraciados niegue
la compasion y el respeto.
Leonor.
¡Yo lo soy tanto!
Guardian.
Señora,
vuestra agitacion comprendo.
No es extraño, no. Seguidme,
venid. Sentaos un momento
al pié de esta cruz; su sombra
os dará fuerza y consuelos.
(Lleva el Guardian á Doña Leonor, y se sientan ambos al pié de la cruz.)
Leonor.
¡No me abandoneis! Oh, Padre.
Guardian.
No, jamás; contad conmigo.
Leonor.
De este santo monasterio
desde que el término piso,
más tranquila tengo el alma,
con más libertad respiro.
Ya no me cercan, cual hace
un año, que hoy se ha cumplido,
los espectros y fantasmas
que siempre en redor he visto.
Ya no me sigue la sombra
sangrienta del padre mio,
ni escucho sus maldiciones,
ni su horrenda herida miro,
ni...
Guardian.
¡Oh! no lo dudo, hija mia;
libre estais en este sitio
de esas vanas ilusiones,
aborto de los abismos.
Las insidias del demonio,
las sombras á que dá brío
para conturbar al hombre,
no tienen aquí dominio.
Leonor.
Por eso aquí busco ansiosa
dulce consuelo y auxilio,
y de la reina del cielo
bajo el régio manto abrigo.
Guardian.
Vamos despacio, hija mia:
el Padre Cleto me ha escrito
la resolucion tremenda
que al desierto os ha traido;
pero no basta.
Leonor.
Sí basta:
es inmutable... lo fío,
es inmutable.
Guardian.
¡Hija mia!
Leonor.
Vengo resuelta, lo he dicho,
á sepultarme por siempre
en la tumba de estos riscos.
Guardian.
¡Cómo!...
Leonor.
¿Seré la primera?...
No lo seré, Padre mio.
Mi confesor me ha informado
de que en este santo sitio,
otra mujer infelice
vivió muerta para el siglo.
Resuelta á seguir su ejemplo
vengo en busca de su asilo:
dármelo sin duda puede
la gruta que la dió abrigo,
vos la proteccion y amparo
que para ello necesito,
y la Soberana Vírgen
su santa gracia y su auxilio.
Guardian.
No os engañó el Padre Cleto,
pues diez años ha vivido
una santa penitente
en este yermo tranquilo,
de los hombres ignorada,
de penitencias prodigio.
En nuestra iglesia sus restos
están, y yo los estimo
como la joya más rica
de esta casa, que aunque indigno,
gobierno, en el Santo nombre
de mi Padre San Francisco.
La gruta que fué su albergue,
y á que reparos precisos
se le hicieron, está cerca
en ese hondo precipicio.
Aún existen en su seno
los humildes utensilios
que usó la santa; á su lado
un arroyo cristalino
brota apacible...
Leonor.
Al momento
llevadme allá, Padre mio.
Guardian.
¡Oh, Doña Leonor de Vargas!
¿Insistís?
Leonor.
Sí, Padre, insisto.
Dios me manda...
Guardian.
Raras veces
Dios tan grandes sacrificios
exige de los mortales.
Y, ¡ay de aquel que de un delirio
en el momento, hija mia,
tal vez se engaña á sí mismo!
Todas las tribulaciones
de este mundo fugitivo,
son, señora, pasajeras;
al cabo encuentran alivio.
Y al Dios de bondad se sirve,
y se le aplaca lo mismo
en el cláustro, en el desierto,
de la córte en el bullicio,
cuando se le entrega el alma
con fé viva y pecho limpio.
Leonor.
No es un acaloramiento,
no un instante de delirio
quien me sugirió la idea
que á buscaros me ha traido.
Desengaños de este mundo,
y un año ¡ay Dios! de suplicios,
de largas meditaciones,
de continuados peligros,
de atroces remordimientos,
de reflexiones conmigo,
mi intencion han madurado
y esfuerzo me han concedido
para hacer voto solemne
de morir en este sitio.
Mi confesor venerable,
que ya mi historia os ha escrito,
el Padre Cleto, á quien todos
llaman santo, y con motivo,
mi resolucion aprueba,
aunque cual vos al principio
trató de desvanecerla
con sus doctos raciocinios,
y á vuestras plantas me envía
para que me deis auxilio.
No me abandoneis, oh Padre,
por el cielo os lo suplico;
mi resolucion es firme,
mi voto inmutable y fijo,
y no hay fuerza en este mundo
que me saque de estos riscos.
Guardian.
Sois muy jóven, hija mia;
¿quién lo que el cielo propicio
aún os puede guardar sabe?
Leonor.
Renuncio á todo, lo he dicho.
Guardian.
Acaso aquel caballero...
Leonor.
¿Qué pronunciais?... ¡Oh martirio!
Aunque inocente, manchado
con sangre del padre mio
está, y nunca, nunca...
Guardian.
Entiendo.
Mas de vuestra casa el brillo,
vuestros hermanos...
Leonor.
Mi muerte
solo anhelan vengativos.
Guardian.
¿Y la bondadosa tia
que en Córdoba os ha tenido
un año oculta?
Leonor.
No puedo,
sin ponerla en compromiso
abusar de sus bondades.
Guardian.
¿Y qué, más seguro asilo
no fuera, y más conveniente,
con las esposas de Cristo,
en un convento?...
Leonor.
No, Padre;
son tantos los requisitos
que para entrar en el cláustro
se exigen... y... ¡oh! no, Dios mio,
aunque me encuentro inocente,
no puedo, tiemblo al decirlo,
vivir sino donde nadie
viva y converse conmigo.
Mi desgracia en toda España
suena de modo distinto,
y una alusion, una seña,
una mirada, suplicios
pudieran ser que me hundieran
del despecho en el abismo.
No, jamás... Aquí, aquí solo;
si no me acogeis benigno,
piedad pediré á las fieras
que habitan en estos riscos,
alimento á estas montañas,
vivienda á estos precipicios.
No salgo de este desierto;
una voz hiere mi oido,
voz del cielo que me dice:
aquí, aquí; y aquí respiro.
(Se abraza con la cruz.)
No, no habrá fuerzas humanas
que me arranquen de este sitio.
Guardian.
(Levantándose y aparte.)
¡Será verdad, Dios eterno!
¿Será tan grande y tan alta
la proteccion que concede
vuestra Madre Soberana
á mí, pecador indigno,
que cuando soy de esta casa
humilde prelado, venga
con resolucion tan santa
otra mujer penitente
á ser luz de estas montañas?
¡Bendito seais, Dios eterno,
cuya omnipotencia narran
estos cielos estrellados,
escabel de vuestras plantas! (Pausa.)
¿Vuestra vocacion es firme?... (Á Leonor.)
¿Sois tan bienaventurada?...
Leonor.
Es inmutable, y cumplirla
la voz del cielo me manda.
Guardian.
Sea, pues, bajo el amparo
de la Vírgen soberana.
(Extiende una mano sobre ella.)
Leonor.
(Arrojándose á las plantas del P. Guardian.)
¿Me acogeis?... ¡Oh Dios!...¡ Oh dicha!
¡Cuán feliz vuestras palabras
me hacen en este momento!...
Guardian.
(Levantándola.)
Dad á la Vírgen las gracias.
Ella es quien asilo os presta
á la sombra de su casa.
No yo, pecador protervo,
vil gusano, tierra, nada. (Pausa.)
Leonor.
Y vos, tan solo vos, oh padre mio,
sabreis que habito en estas asperezas,
no otro ningun mortal.
Guardian.
Yo solamente
sabré quien sois. Pero que avise es fuerza
á la comunidad de que la ermita
está ocupada, y de que vive en ella
una persona penitente. Y nadie,
bajo precepto santo de obediencia,
osará aproximarse de cien pasos,
ni ménos penetrar la humilde cerca
que á gran distancia la circunda en torno.
La mujer santa, antecesora vuestra,
solo fué conocida del prelado,
tambien mi antecesor. Que mujer era
lo supieron los otros religiosos
cuando se celebraron sus exequias.
Ni yo jamás he de volver á veros:
cada semana, sí, con gran reserva,
yo mismo os dejaré junto á la fuente
la escasa provision: de recogerla
cuidareis vos... Una pequeña esquila,
que está sobre la puerta con su cuerda
calando á lo interior, tocareis solo
de un gran peligro en la ocasion extrema,
ó en la hora de la muerte. Su sonido,
á mí ó al que cual yo prelado sea,
avisará, y espiritual socorro
jamás os faltará... No, nada tema.
La Vírgen de los Ángeles os cubre
con su manto, será vuestra defensa
el ángel del Señor.
Leonor.
Mas mis hermanos...
ó bandidos tal vez...
Guardian.
Y ¿quién pudiera
atreverse, hija mia, sin que al punto
sobre él tronára la venganza eterna?
Cuando vivió la penitente antigua
en ese mismo sitio, á donde os lleva
gracia especial del brazo omnipotente,
tres malhechores con audacia ciega
llegar quisieron al albergue santo;
al momento una horrísona tormenta
se alzó, enlutando el indignado cielo,
y un rayo desprendido de la esfera
hizo ceniza á dos de los bandidos,
y el tercero, temblando, á nuestra iglesia
acogióse, vistió el escapulario
abrazando contrito nuestra regla,
y murió á los dos meses.
Leonor.
Bien: ¡oh Padre!
pues que encontré donde esconderme pueda
á los ojos del mundo, conducidme,
sin tardanza llevadme...
Guardian.
Al punto sea,
que ya la luz del alba se avecina.
Mas antes entraremos en la iglesia;
recibireis mi absolucion y luego
el pan de vida y de salud eterna.
Vestireis el sayal de San Francisco,
y os daré avisos que importaros puedan
para la santa y penitente vida,
á que con gloria tanta estais resuelta.
Escena VIII.
Guardian.
¡Hola!... Hermano Meliton.
¡Hola!... despierte le digo;
de la iglesia abra el postigo.
Meliton.
(Dentro.) ¿Pues qué, ya las cinco son?...
(Sale bostezando.)
Apostaré á que no han dado. (Bosteza.)
Guardian.
La iglesia abra.
Meliton.
No es de dia.
Guardian.
¿Replica?... Por vida mia...
Meliton.
¿Yo?... en mi vida he replicado.
Bien podia el penitente
hasta las cinco esperar;
difícil será encontrar
un pecador tan urgente. (Váse.)
Guardian.
(Conduciendo á Leonor hácia la iglesia.)
Vamos al punto, vamos;
en la casa de Dios, hermana, entremos,
su nombre bendigamos,
en su misericordia confiemos.
Jornada tercera
La escena es en Italia, en Beletri y sus alrededores.
Escena primera
El teatro representa una sala corta, alojamiento de oficiales abandonados. En las paredes estarán colgados en desórden uniformes, capotes, sillas de caballos, armas, etc.; en medio habrá una mesa con tapete verde, dos candeleros de bronce con velas de sebo, los cuatro oficiales alrededor, y uno de ellos con la baraja en la mano, y habrá otras sillas desocupadas.
Pedraza.
(Entra muy de prisa.) ¡Qué frio está esto!
Oficial 1.º
Todos se han ido en cuanto me han desplumado: no he conseguido tirar una buena talla.
Pedraza.
Pues precisamente va á venir un gran punto, y si ve esto tan desierto y frio...
Oficial 1.º
¿Y quién es el pájaro?
Todos.
¿Quién?
Pedraza.
El ayudante del general, ese teniente coronel que ha llegado esta tarde
con la órden de que al amanecer estemos sobre las armas. Es gran
aficionado, tiene mucho rumbo, y á lo que parece es blanquito. Hemos
cenado juntos en casa de la coronela, á quien ya le está echando
requiebros, y el taimado de nuestro capellan le marcó por suyo. Le
convidó con que viniera á jugar, y ya lo trae hácia aquí.
Oficial 1.º
Pues señores, ya es este otro cantar. Ya vamos á ser todos unos... ¿Me entienden ustedes?
Todos.
Sí, sí, muy bien pensado.
Oficial 2.º
Como que es de plana mayor, y será contrario de los pobres pilíes.
Oficial 4.º
Á él, y duro.
Oficial 1.º
Pues para jugar con él tengo baraja preparada, más obediente que un recluta, y más florida que el mes de Mayo. (Saca una baraja del bolsillo.) Y aquí está.
Oficial 3.º
¡Qué fino es usted, camarada!
Oficial 1.º
No hay que jugar ases ni figuras. Y al avío, que ya suena gente en la escalera. Tiro, tres á la derecha, nueve á la izquierda.
Escena II.
Don Cárlos de Vargas y el Capellan.
Capellan.
Aquí viene, compañeros,
un rumboso aficionado.
Todos.
Sea, pues, muy bien llegado.
(Levantándose y volviéndose á sentar.)
D. Cárlos.
Buenas noches, caballeros.
¡Qué casa tan indecente! (Aparte.)
Estoy, vive Dios, corrido,
de verme comprometido
á alternar con esta gente.
Oficial 1.º
Sentaos.
(Se sienta Don Cárlos, haciéndole todos lugar.)
Capellan.
Señor capitan, (Al banquero.)
¿y el concurso?
Oficial 1.º
Se afufó (Barajando.)
en cuanto me desbancó.
Toditos repletos van.
Se declaró un juego eterno
que no he podido quebrar,
y siempre salió á ganar
una sota del infierno.
Veinte y dos veces salió
y jamás á la derecha.
Oficial 2.º
El que nunca se aprovecha
de tales gangas soy yo.
Oficial 3.º
Y yo en el juego contrario
me empeñé, que nada ví,
y ya solo estoy aquí
para rezar el rosario.
Capellan.
Vamos.
Pedraza.
Vamos.
Oficial 1.º
Tiro.
D. Cárlos.
Juego.
Oficial 1.º
Tiro, á la derecha el as,
y á la izquierda la sotita.
Oficial 2.º
Ya salió la muy maldita.
Por vida de Barrabás...
Oficial 1.º
Rey á la derecha, nueve
á la izquierda.
D. Cárlos.
Yo lo gano.
Oficial 1.º
¡Tengo apestada la mano! (Paga.)
Tres onzas, nada se debe.
Á la derecha la sota.
Oficial 4.º
Ya quebró.
Oficial 3.º
Pegarle fuego.
Oficial 1.º
Á la izquierda siete.
D. Cárlos.
Juego.
Oficial 2.º
Solo el verlo me rebota.
D. Cárlos.
Copo.
Capellan.
¿Con carta tapada?
Oficial 1.º
Tiro, á la derecha el tres.
Pedraza.
¡Qué bonita carta es!
Oficial 1.º
Cuando sale descargada.
Á la izquierda el cinco.
D. Cárlos.
(Levantándose y sujetando la baraja.)
No,
con tiento, señor banquero,
(Vuelve su carta.)
que he ganado mi dinero,
y trampas no sufro yo.
Oficial 1.º
¿Cómo trampas?... ¿Quién osar?...
D. Cárlos.
Yo; pegado tras del cinco
está el caballo, buen brinco
le hicísteis, amigo, dar.
Oficial 1.º
Soy hombre pundonoroso,
y esto una casualidad...
D. Cárlos.
Esta es una iniquidad,
vos un taimado tramposo.
Pedraza.
Sois un loco, un atrevido.
D. Cárlos.
Vos un vil, y con la espada...
Todos.
Esta es una casa honrada.
Capellan.
Por Dios no hagamos ruido.
D. Cárlos.
(Echando á rodar la mesa.)
Abreviemos de razones.
Todos.
(Tomando las espadas.)
Muera, muera el insolente.
D. Cárlos.
(Sale defendiéndose.)
¿Qué puede con un valiente
una cueva de ladrones?
(Vánse acuchillando, y dos ó tres soldados retiran la mesa, las sillas y desembarazan la escena.)
Escena III.
El teatro representa una selva en noche muy oscura. Aparece al fondo Don Álvaro, solo, vestido de capitan de granaderos, se acerca lentamente, y dice con gran agitacion.
Don Álvaro, solo.
¡Qué carga tan insufrible
es el ambiente vital,
para el mezquino mortal
que nace en signo terrible!
¡Qué eternidad tan horrible
la breve vida! Este mundo
¡qué calabozo profundo,
para el hombre desdichado
á quien mira el cielo airado
con su ceño furibundo!
Parece, sí, que á medida
que es más dura y más amarga,
más extiende, más alarga
el destino nuestra vida.
Si nos está concedida
solo para padecer,
y debe muy breve ser
la del feliz, como en pena
de que su objeto no llena;
¡terrible cosa es nacer!
Al que tranquilo, gozoso
vive entre aplausos y honores,
y de inocentes amores
apura el cáliz sabroso;
cuando es más fuerte y brioso,
la muerte sus dichas huella,
sus venturas atropella;
y yo que infelice soy,
yo que buscándola voy,
no puedo encontrar con ella.
Mas ¿cómo la he de obtener,
¡desventurado de mí!
pues cuando infeliz nací,
nací para envejecer?
Si aquel dia de placer
(que uno solo he disfrutado)
fortuna hubiese fijado,
¡cuán pronto muerte precoz,
con su guadaña feroz
mi cuello hubiera segado!
Para engalanar mi frente,
allá en la abrasada zona
con la espléndida corona
del imperio de occidente,
amor y ambicion ardiente
me engendraron de concierto.
Pero con tal desacierto,
con tan contraria fortuna,
que una cárcel fué mi cuna,
y fué mi escuela el desierto.
Entre bárbaros crecí,
y en la edad de la razon,
á cumplir la obligacion
que un hijo tiene acudí:
mi nombre ocultando fuí
(que es un crímen) á salvar
la vida, y así pagar
á los que á mí me la dieron,
que un trono soñando vieron,
y un cadalso al despertar.
Entonces risueño un dia,
¡uno solo, nada más!
me dió el destino; quizás
con intencion más impía.
Así en la cárcel sombría
mete una luz el sayon,
con la tirana intencion
de que un punto el preso vea
el horror que le rodea
en su espantosa mansion.
¡¡¡Sevilla!!! ¡¡¡Guadalquivir!!!
¡Cuán atormentais mi mente!...
¡Noche en que ví de repente
mis breves dichas huir!...
¡Oh qué carga es el vivir!...
Cielos, saciad el furor...
Socórreme, mi Leonor,
gala del suelo andaluz,
que ya eres ángel de luz,
junto al trono del Señor.
Mírame desde tu altura
sin nombre en extraña tierra,
empeñado en una guerra,
por ganar mi sepultura.
¿Qué me importa por ventura
que triunfe Cárlos ó no?
¿Qué tengo de Italia en pró?
¿Qué tengo? ¡terrible suerte!
Que en ella reina la muerte,
y á la muerte busco yo.
¡Cuánto, oh Dios, cuánto se engaña
el que elogia mi ardor ciego,
viéndome siempre en el fuego
de esta extranjera campaña!
Llámanme la prez de España,
y no saben que mi ardor
solo es falta de valor,
pues busco ansioso el morir
por no osar el resistir
de los astros el furor.
Si el mundo colma de honores
al que mata á su enemigo,
el que lo lleva consigo
¿por qué no puede?...
(Óyese ruido de espadas.)
D. Cárlos.
(Dentro.)¡¡¡Traidores!!!
Voces.
(Dentro.) ¡Muera!
D. Cárlos.
(Dentro.)¡Viles!
D. Álvaro.
(Sorprendido.)¡Qué clamores!
D. Cárlos.
(Dentro.) ¡¡¡Socorro!!!
D. Álvaro.
(Desenvainando la espada.)
Dárselo quiero,
que oigo crujir el acero;
y si á los peligros voy
porque desgraciado soy,
tambien voy por caballero.
(Éntrase; suena ruido de espadas; atraviesan dos hombres la escena como fugitivos, y vuelven á salir Don Álvaro y Don Cárlos.)
Escena IV.
Don Álvaro y Don Cárlos, con las espadas desnudas.
D. Álvaro.
Huyeron... ¿Estais herido?
D. Cárlos.
Mil gracias os doy, señor;
sin vuestro heróico valor
de cierto estaba perdido;
y no fuera maravilla:
eran siete contra mí,
y cuando grité me ví
en tierra ya una rodilla.
D. Álvaro.
¿Y herido estais?
D. Cárlos.
(Reconociéndose.)Nada siento.
(Envainan.)
D. Álvaro.
¿Quiénes eran?
D. Cárlos.
Asesinos.
D. Álvaro.
¿Cómo osaron tan vecinos
de un militar campamento?...
D. Cárlos.
Os lo diré francamente;
fué contienda sobre el juego.
Entré sin pensarlo ciego
en un casuco indecente...
D. Álvaro.
Ya caigo, aquí á mano diestra...
D. Cárlos.
Sí.
D. Álvaro.
Que extrañe perdonad,
que un hombre de calidad,
cual vuestro esfuerzo demuestra,
entrára en tal gazapon,
donde solo va la hez,
la canalla más soez,
de la milicia borron.
D. Cárlos.
Solo el ser recien llegado
puede, señor, disculparme:
vinieron á convidarme,
y accedí desalumbrado.
D. Álvaro.
¿Conque há poco estais aquí?
D. Cárlos.
Diez dias há que llegué
á Italia; dos solo que
al cuartel general fuí.
Y esta tarde al campamento
con comision especial
llegué de mi general,
para el reconocimiento
de mañana. Y si no fuera
por vuestra espada y favor
mi carrera sin honor
ya terminada estuviera.
Mi gratitud sepa, pues,
á quién la vida he debido,
porque el ser agradecido
la obligacion mayor es
para el hombre bien nacido.
D. Álvaro.
(Con indiferencia.) Al acaso.
D. Cárlos.
(Con expresion.)Que me deis
vuestro nombre á suplicaros
me atrevo. Y para obligaros,
primero el mio sabreis.
Siento no decir verdad: (Aparte.)
soy Don Félix de Avendaña,
que he venido á esta campaña
solo por curiosidad.
Soy teniente coronel,
y del general Briones
ayudante: relaciones
tengo de sangre con él.
D. Álvaro.
¡Qué franco es, y qué expresivo! (Aparte.)
me cautiva el corazon.
D. Cárlos.
Me parece que es razon
que sepa yo por quién vivo,
pues la gratitud es ley.
D. Álvaro.
Soy... Don Fadrique de Herreros,
capitan de granaderos
del regimiento del Rey.
D. Cárlos.
(Con gran admiracion y entusiasmo.)
¿Sois... ¡grande dicha es la mia!
del ejército español
la gloria, el radiante sol
de la hispana valentía?
D. Álvaro.
Señor...
D. Cárlos.
Desde que llegué
á Italia, solo elogiaros
y prez de España llamaros
por donde quiera escuché.
Y de español tan valiente
anhelaba la amistad.
D. Álvaro.
Con ella, señor, contad,
que me honrais muy altamente.
Y segun os he encontrado
contra tantos combatiendo
bizarramente, comprendo
que sereis muy buen soldado.
Y la gran cortesanía
que en vuestro trato mostrais,
dice á voces que gozais
de aventajada hidalguía.
(Empieza á amanecer.)
Venid, pues, á descansar
á mi tienda.
D. Cárlos.
Tanto honor
será muy corto, señor,
que el alba empieza á asomar.
(Se oye á lo lejos tocar generala á las bandas de tambores.)
D. Álvaro.
Y por todo el campamento,
de los tambores el son
convoca á la formacion.
Me voy á mi regimiento.
D. Cárlos.
Yo tambien, y á vuestro lado
asistiré en la pelea,
donde os admire y os vea
como á mi ejemplo y dechado.
D. Álvaro.
Favorecedor y amigo,
si sois cual cortés valiente,
yo de vuestro arrojo ardiente
seré envidioso testigo. (Vánse.)
Escena V.
El teatro representa un risueño campo de Italia, al amanecer; se verá á lo lejos el pueblo de Beletri y varios puestos militares; algunos cuerpos de tropas cruzan la escena, y luego sale una compañía de infantería con el capitan, el teniente y el subteniente: Don Cárlos sale á caballo con un ordenanza detrás, y coloca la compañía á un lado, avanzando una guerrilla al fondo del teatro.
D. Cárlos.
Señor capitan, permanecereis aquí hasta nueva órden; pero si los
enemigos arrollan las guerrillas, y se dirigen á esa altura donde está
la compañía de Cantabria, marchad á socorrerla á todo trance.
Capitan.
Está bien, cumpliré con mi obligacion. (Váse Don Cárlos.)
Escena VI.
Capitan.
Granaderos, en su lugar, descanso. Parece que lo entiende este ayudante.
(Salen los oficiales de las filas y se reunen mirando con un anteojo hácia donde suena rumor de fusilería.)
Teniente.
Se va galopando al fuego como un energúmeno, y la accion se empeña más y más.
Subteniente.
Y me parece que ha de ser muy caliente.
Capitan.
(Mirando con el anteojo.) Bien combaten los granaderos del Rey.
Teniente.
Como que llevan á la cabeza á la prez de España, al valiente Don Fadrique de Herreros, que pelea como un desesperado.
Subteniente.
(Tomando el anteojo y mirando con él.) Pues los alemanes cargan á la bayoneta y con brío; á Dios, que nos desalojan de aquel puesto. (Se aumenta el tiroteo.)
Capitan.
(Toma el anteojo.) Á ver, á ver... ¡Ay! si no me engaño, el capitan de granaderos del Rey ha caido ó muerto ó herido; lo veo claro, claro.
Teniente.
Yo distingo que se arremolina la compañía... y creo que retrocede.
Soldados.
Á ellos, á ellos.
Capitan.
Silencio. Firmes. (Vuelve á mirar con el anteojo.) Las guerrillas tambien retroceden.
Subteniente.
Uno corre á caballo hácia allá.
Capitan.
Sí, es el ayudante... Está reuniendo la gente y carga... ¡con qué denuedo!... nuestro es el dia.
Teniente.
Sí, veo huir á los alemanes.
Soldados.
Á ellos.
Capitan.
Firmes, granaderos. (Mira con el anteojo.) El ayudante ha recobrado el puesto, la compañía del Rey carga á la bayoneta y lo arrolla todo.
Teniente.
Á ver, á ver. (Toma el anteojo y mira.) Sí, cierto. Y el
ayudante se apea del caballo, y retira en sus brazos al capitan Don
Fadrique. No debe de estar más que herido; se lo llevan hácia Beletri.
Todos.
Dios nos le conserve, que es la flor del ejército.
Capitan.
Pero por este lado no va tan bien.—Teniente, vaya usted á reforzar con
la mitad de la compañía las guerrillas que están en esa cañada; que yo
voy á acercarme á la compañía de Cantabria: vamos, vamos...
Soldados.
Viva España, viva España, viva Nápoles. (Marchan.)
Escena VII.
El teatro representa el alojamiento de un oficial superior; al frente estará la puerta de la alcoba practicable y con cortinas. Entra Don Álvaro herido y desmayado en una camilla llevada por cuatro granaderos, el cirujano á un lado, y Don Cárlos á otro lleno de polvo y como muy cansado; un soldado traerá la maleta de Don Álvaro y la pondrá sobre una mesa, colocarán la camilla en medio de la escena, mientras los granaderos entran en la alcoba, á hacer la cama.
D. Cárlos.
Con mucho, mucho cuidado,
dejadle aquí, y al momento
entrad á arreglar mi cama.
(Vánse á la alcoba dos de los soldados y quedan otros dos.)
Cirujano.
Y que haya mucho silencio.
D. Álvaro.
(Volviendo en sí.)
¿Dónde estoy? ¿dónde?
D. Cárlos.
(Con mucho cariño.)En Beletri,
á mi lado, amigo excelso.
Nuestra ha sido la victoria,
tranquilo estad.
D. Álvaro.
¡Dios eterno!
Con salvarme de la muerte,
¡qué gran daño me habeis hecho!
D. Cárlos.
No digais tal, Don Fadrique,
cuando tan vano me encuentro
de que salvaros la vida
me haya concedido el cielo.
D. Álvaro.
Ay Don Félix de Avendaña,
¡qué gran mal me habeis hecho!
(Se desmaya.)
Cirujano.
Otra vez se ha desmayado;
agua y vinagre.
D. Cárlos.
(Á uno de los soldados.)
Al momento.
¿Está de mucho peligro? (Al cirujano.)
Cirujano.
Este balazo del pecho,
en donde aún tiene la bala,
me dá muchísimo miedo:
lo que es las otras heridas
no presentan tanto riesgo.
D. Cárlos.
(Con gran vehemencia.)
Salvad su vida, salvadle;
apurad todos los medios
del arte, y os aseguro
tal galardon...
Cirujano.
Lo agradezco:
para cumplir con mi oficio
no necesito de cebo,
que en salvar á este valiente
interes muy grande tengo.
(Entra el soldado con un vaso de agua y vinagre. El Cirujano le rocía el rostro, y le aplica un pomito á las narices.)
D. Álvaro.
(Vuelve en sí.)
¡Ay!
D. Cárlos.
Ánimo, noble amigo,
cobrad ánimo y aliento:
pronto, muy pronto curado
y restablecido y bueno
volvereis á ser la gloria,
el norte de los guerreros.
Y á vuestras altas hazañas
el Rey dará todo el premio
que merece. Sí, muy pronto
lozano otra vez, cubierto
de palmas inmarchitables
y de laureles eternos,
con una rica encomienda
se adornará vuestro pecho,
de Santiago ó Calatrava.
D. Álvaro.
(Muy agitado.)
¿Qué escucho? ¿Qué? ¡Santo cielo!
¡Ah!... no, no de Calatrava:
jamás, jamás... ¡Dios eterno!
(Se desmaya.)
Cirujano.
Ya otra vez se desmayó:
sin quietud y sin silencio
no habrá forma de curarle.
Que no le hableis más os ruego.
(Á Don Cárlos.—Vuelve á darle agua y á aplicarle el pomito á las narices.)
D. Cárlos.
(Suspenso aparte.)
El nombre de Calatrava
¿qué tendrá? ¿qué tendrá... tiemblo,
de terrible á sus oidos?...
Cirujano.
No puede esperar más tiempo.
¿Aún no está lista la cama?
D. Cárlos.
(Mirando á la alcoba.)
Ya lo está.
(Salen los dos soldados.)
Cirujano.
(Á los cuatro soldados.)
Llevadle luego.
D. Álvaro.
¡Ay de mí! (Volviendo en sí.)
Cirujano.
Llevadle.
D. Álvaro.
(Haciendo esfuerzos.)Esperen.
Poco, por lo que en mí siento,
me queda ya de este mundo,
y en el otro pensar debo.
Mas antes de desprenderme
de la vida, de un gran peso
quiero descargarme. Amigo, (Á Don Cárlos.)
un favor tan solo anhelo.
Cirujano.
Si hablais, señor, no es posible...
D. Álvaro.
No volver á hablar prometo.
Pero solo una palabra,
y á él solo, que decir tengo.
D. Cárlos.
(Al Cirujano y soldados.)
Apartad, démosle gusto
dejadnos por un momento.
(Se retira el Cirujano y los asistentes á un lado.)
D. Álvaro.
Don Félix, vos solo, solo, (Dale la mano.)
cumplireis con lo que quiero
de vos exigir. Juradme
por la fé de caballero,
que hareis cuanto aquí os encargue,
con inviolable secreto.
D. Cárlos.
Yo os lo juro, amigo mio;
acabad, pues.
(Hace un esfuerzo Don Álvaro como para meter la mano en el bolsillo y no puede.)
D. Álvaro.
¡Ah!... no puedo.
Meted en este bolsillo
que tengo aquí al lado izquierdo
sobre el corazon, la mano.
(Lo hace Don Cárlos.)
¿Hallais algo en él?
D. Cárlos.
Sí, encuentro
una llavecita...
D. Álvaro.
Es esa.
(Saca Don Cárlos la llave.)
Con ella abrid, yo os lo ruego,
á solas y sin testigos,
una caja que en el centro
hallareis de mi maleta.
En ella con sobre y sello
un legajo hay de papeles;
custodiadlos con esmero,
y al momento que yo espire
los dareis, amigo, al fuego.
D. Cárlos.
¿Sin abrirlos?
D. Álvaro.
(Muy agitado.)
Sin abrirlos,
que en ellos hay un misterio
impenetrable... ¿Palabra
me dais, Don Félix, de hacerlo?
D. Cárlos.
Yo os la doy con toda el alma.
D. Álvaro.
Entonces tranquilo muero.
Dadme el postrimer abrazo,
y adios, adios.
Cirujano.
(Enfadado.)Al momento
á la alcoba. Y vos, Don Félix,
si es que teneis tanto empeño
en que su vida se salve,
haced que guarde silencio:
y excusad tambien que os vea,
pues se conmueve en extremo.
(Llévanse los soldados la camilla; entra tambien el Cirujano, y Don Cárlos queda pensativo y lloroso.)
Escena VIII.
D. Cárlos.
¿Ha de morir... ¡qué rigor!
tan bizarro militar?
Si no le puedo salvar
será eterno mi dolor.
Puesto que él me salvó á mí,
y desde el momento aquel
que guardó mi vida él,
guardar la suya ofrecí.
(Pausa.)
Nunca ví tanta destreza
en las armas, y jamás
otra persona de más
arrogancia y gentileza.
Pero es hombre singular;
y en el corto tiempo que
le trato, rasgos noté
que son dignos de extrañar.
(Pausa.)
Y de Calatrava el nombre
¿por qué así le horrorizó
cuando pronunciarlo oyó?...
¿Qué hallará en él que le asombre?
¡Sabrá que está deshonrado!...
Será un hidalgo andaluz...
¡Cielos!... ¡Qué rayo de luz
sobre mí habeis derramado
en este momento!... Sí.
¿Podrá ser este el traidor,
de mi sangre deshonor,
el que á buscar vine aquí?...
(Furioso y empuñando la espada.)
¿Y aún respira?... No, ahora mismo
á mis manos... ¿Dónde estoy?...
(Corre hácia la alcoba y se detiene.)
¿Ciego á despeñarme voy
de la infamia en el abismo?
Á quien mi vida salvó,
y que moribundo está,
¿matar inerme podrá
un caballero cual yo?
(Pausa.)
¿No puede falsa salir
mi sospecha?... Sí... ¿Quién sabe?...
Pero ¡cielos! esta llave
todo me lo va á decir.
(Se acerca á la maleta, la abre precipitado, y saca la caja poniéndola sobre la mesa.)
Salid, caja misteriosa,
del destino urna fatal,
á quien con sudor mortal
toca mi mano medrosa:
me impide abrirte el temblor
que me causa el recelar
que en tu centro voy á hallar
los pedazos de mi honor.
(Resuelto y abriendo.)
Mas no, que en tí mi esperanza,
la luz, que me dá el destino
está para hallar camino
que me lleve á la venganza.
(Abre y saca un legajo sellado.)
Ya el legajo tengo aquí.
¿Qué tardo el sello en romper?...
(Se contiene.)
¡Oh cielos! ¡Qué voy á hacer!
¿Y la palabra que dí?
Mas si la suerte me dá
tan inesperado medio
de dar á mi honor remedio,
el perderlo ¿qué será?
Si á Italia solo he venido
á buscar al matador
de mi padre y de mi honor,
con nombre y porte fingido,
¿qué importa que el pliego abra,
si lo que vine á buscar
á Italia, voy á encontrar?
Pero no, dí mi palabra.
Nadie, nadie aquí lo ve...
¡Cielos! lo estoy viendo yo.
Mas si él mi vida salvó,
tambien la suya salvé.
Y si es el infame indiano,
el seductor asesino,
¿no es bueno cualquier camino
por donde venga á mi mano?
Rompo esta cubierta, sí,
pues nadie lo ha de saber...
Mas ¡cielos!, ¿qué voy á hacer?
¿y la palabra que dí?
(Suelta el legajo.)
No, jamás. ¡Cuán fácilmente
nos pinta nuestra pasion
una infame y vil accion
como accion indiferente!
Á Italia vine anhelando
mi honor manchado lavar;
¿y mi empresa he de empezar
el honor amancillando?
Queda, oh secreto, escondido,
si en este legajo estás,
que un medio infame, jamás
lo usa el hombre bien nacido.
(Registrando la maleta.)
Si encontrar aquí pudiera
algun otro abierto indicio,
que sin hacer perjuicio
á mi opinion, me advirtiera...
(Sorprendido.)
¡Cielos!... le hay... esta cajilla,
(Saca una cajita como de retrato.)
que algun retrato contiene,
(Reconociéndola.)
ni sello, ni sobre tiene,
tiene solo una aldabilla.
Hasta sin ser indiscreto
reconocerla me es dado:
nada de ella me han hablado,
ni rompo ningun secreto.
Ábrola, pues, en buen hora,
aunque un basilisco vea:
aunque para el mundo sea
caja fatal de Pandora.
(La abre, y exclama muy agitado.)
¡Cielos!... no... no me engañé,
esta es mi hermana Leonor...
¿para qué prueba mayor?...
Con la más clara encontré.
Ya está todo averiguado;
Don Álvaro es el herido.
Brújula el retrato ha sido
que mi norte me ha marcado.
¿Y la infame... me atribulo,
con él en Italia tiene?...
Descubrirlo me conviene
con astucia y disimulo.
¡Cuán feliz será mi suerte
si la venganza y castigo
solos de un golpe consigo,
á los dos dando la muerte!...
Mas... ¡ah!... no me precipite
mi honra, cielos, ofendida.
Guardad á este hombre la vida
para que yo se la quite.
(Vuelve á colocar los papeles y el retrato en la maleta. Se oye ruido, y queda suspenso.)
Escena IX.
El cirujano, que sale muy contento.
Cirujano.
Albricias pediros quiero;
ya le he sacado la bala,
(Se la enseña.)
y no es la herida tan mala
cual me pareció primero.
D. Cárlos.
(Le abraza fuera de sí.)
¿De veras?... Feliz me haceis:
por ver bueno al capitan,
tengo, amigo, más afan
del que imaginar podeis.
Jornada cuarta
La escena es en Beletri.
Escena primera
El teatro representa una sala corta, de alojamiento militar.
Don Álvaro y Don Cárlos.
D. Cárlos.
Hoy que vuestra cuarentena
dichosamente cumplís,
de salud ¿cómo os sentís?
¿Es completamente buena?...
¿Reliquia alguna notais
de haber tanto padecido?
¿Del todo restablecido,
y listo y fuerte os hallais?
D. Álvaro.
Estoy como si tal cosa;
nunca tuve más salud,
y á vuestra solicitud
debo mi cura asombrosa.
Sois excelente enfermero:
ni una madre por un hijo
muestra un afan más prolijo,
tan gran cuidado y esmero.
D. Cárlos.
En extremo interesante
me era la vida salvaros.
D. Álvaro.
Y ¿con qué, amigo, pagaros
podré interes semejante?
Y aunque gran mal me habeis hecho
en salvar mi amarga vida,
será eterna y sin medida
la gratitud de mi pecho.
D. Cárlos.
¿Y estais tan repuesto y fuerte,
que sin ventaja pudiera
un enemigo cualquiera?...
D. Álvaro.
Estoy, amigo, de suerte,
que en casa del coronel
he estado ya á presentarme,
y de alta acabo de darme
ahora mismo en el cuartel.
D. Cárlos.
¿De veras?
D. Álvaro.
¿Os enojais,
porque ayer no os dije acaso
que iba hoy á dar este paso?
Como tanto me cuidais
que os opusiérais temí:
y estando sano, en verdad,
vivir en la ociosidad
no era honroso para mí.
D. Cárlos.
¿Conque ya no os duele nada,
ni hay asomo de flaqueza
en el pecho, en la cabeza,
ni en el brazo de la espada?
D. Álvaro.
No... Pero parece que
algo, amigo, os atormenta,
y que acaso os descontenta
el que yo tan bueno esté.
D. Cárlos.
¡Al contrario!... Al veros bueno,
capaz de entrar en accion,
palpita mi corazon
del placer más alto lleno.
Solamente no quisiera
que os engañara el valor,
y que el personal vigor
en una ocasion cualquiera...
D. Álvaro.
¿Quereis pruebas?
D. Cárlos.
(Con vehemencia.)Las deseo.
D. Álvaro.
Á la descubierta vamos
de mañana, y enredamos
un rato de tiroteo.
D. Cárlos.
La prueba se puede hacer,
pues que estais fuerte, sin ir
tan lejos á combatir,
que no hay tiempo que perder.
D. Álvaro.
No os entiendo... (Confuso.)
D. Cárlos.
¿No tendreis,
sin ir á los imperiales,
enemigos personales
con quien probaros podreis?
D. Álvaro.
¿Á quién le faltan?—Mas no
lo que me decís comprendo.
D. Cárlos.
Os lo está á voces diciendo
más la conciencia que yo.
Disimular fuera en vano...
vuestra turbacion es harta...
¿Habeis recibido carta
de Don Álvaro el indiano?
D. Álvaro.
(Fuera de sí.)
¡Ah traidor!... ¡Ah fementido!
violaste infame un secreto,
que yo débil, yo indiscreto,
moribundo... inadvertido...
D. Cárlos.
¿Qué osais pensar?... Respeté
vuestros papeles sellados,
que los que nacen honrados
se portan cual me porté.
El retrato de la infame,
vuestra cómplice, os perdió,
y sin lengua me pidió
que el suyo y mi honor reclame.
Don Cárlos de Vargas soy,
que por vuestro crímen es
de Calatrava marqués:
temblad, que ante vos estoy.
D. Álvaro.
No sé temblar... Sorprendido,
sí, me teneis...
D. Cárlos.
No lo extraño.
D. Álvaro.
Y usurpar con un engaño
mi amistad, ¿honrado ha sido?
¡Señor marqués!...
D. Cárlos.
De esa suerte
no me permito llamar,
que solo he de titular
despues de daros la muerte.
D. Álvaro.
Aconteceros pudiera
sin el título morir.
D. Cárlos.
Vamos pronto á combatir,
quedemos ó dentro ó fuera.
Vamos donde mi furor...
D. Álvaro.
Vamos, pues, señor don Cárlos,
que si nunca fuí á buscarlos,
no evito lances de honor.
Mas esperad, que en el alma
del que goza de hidalguía,
no es furia la valentía,
y ésta obra siempre con calma.
Sabeis que busco la muerte,
que los riesgos solicito,
pero con vos necesito
comportarme de otra suerte.
Y explicaros...
D. Cárlos.
Es perder
tiempo toda explicacion.
D. Álvaro.
No os negueis á la razon,
que suele funesto ser.
Pues trataron las estrellas
por raros modos de hacernos
amigos, ¿á qué oponernos
á lo que buscaron ellas?
Si nos quisieron unir
de mútuos y altos servicios
con los vínculos propicios,
no fué, no, para reñir.
Tal vez fué para enmendar
la desgracia inevitable,
de que no fuí yo culpable.
D. Cárlos.
¿Y me la osais recordar?
D. Álvaro.
¿Temeis que vuestro valor
se disminuya y se asombre,
si halla en su contrario un hombre
de nobleza y pundonor?
D. Cárlos.
¡Nobleza un aventurero!
¡Honor un desconocido!
¡Sin padre, sin apellido,
advenedizo, altanero!
D. Álvaro.
¡Ay, que ese error á la muerte,
por más que lo evité yo,
á vuestro padre arrastró!...
no corrais la misma suerte.
Y que infundados agravios
é insultos no ofenden, muestra
el que está ociosa mi diestra
sin arrancaros los labios.
Si un secreto misterioso
romper hubiera podido,
¡oh!... cuán diferente sido...
D. Cárlos.
Guardadlo, no soy curioso.
Que solo anhelo venganza,
y sangre.
D. Álvaro.
¿Sangre?... La habrá.
D. Cárlos.
Salgamos al campo ya.
D. Álvaro.
Salgamos sin más tardanza.
(Deteniéndose.)
Mas, Don Cárlos... ¡ah! ¿podreis
sospecharme con razon
de falta de corazon?
No, no, que me conoceis.
Si el orgullo, principal
y tan poderoso agente
en las acciones del ente
que se dice racional
satisfecho tengo ahora,
esfuerzos no he de omitir,
hasta aplacar conseguir
ese furor que os devora.
Pues mucho repugno yo
el desnudar el acero
con el hombre que primero
dulce amistad me inspiró.
Yo á vuestro padre no herí,
le hirió solo su destino,
y yo, á aquel ángel divino,
ni seduje, ni perdí.
Ambos nos están mirando:
desde el cielo, mi inocencia
ven, esa ciega demencia
que os agita, condenando.
D. Cárlos.
(Turbado.)
¿Pues qué?... ¿Mi hermana?... ¿Leonor?...
(Que con vos aquí no está
lo tengo aclarado ya.)
Mas ¿cuándo ha muerto?... ¡Oh furor!
D. Álvaro.
Aquella noche terrible
llevándola yo á un convento,
exánime, y sin aliento,
se trabó un combate horrible
al salir del olivar
entre mis fieles criados
y los vuestros irritados,
y no la pude salvar.
Con tres heridas caí,
y un negro de puro fiel
(fidelidad bien cruel)
veloz me arrancó de allí,
falto de sangre y sentido:
tuve en Gelves larga cura,
con accesos de locura:
y apenas restablecido
ansioso empecé á indagar
de mi único bien la suerte;
y supe ¡ay Dios! que la muerte
en el oscuro olivar...
D. Cárlos.
(Resuelto.)
Basta, imprudente impostor;
¿y os preciais de caballero?...
¿Con embrollo tan grosero
quereis calmar mi furor?
Deponed tan necio engaño:
despues del funesto dia,
en Córdoba con su tia,
mi hermana ha vivido un año.
Dos meses há que fuí yo
á buscarla, y no la hallé.
Pero de cierto indagué
que al verme llegar huyó.
Y el perseguirla he dejado,
porque sabiendo yo allí
que vos estábais aquí,
me llamó mayor cuidado.
D. Álvaro.
(Muy conmovido.)
¡Don Cárlos!... ¡Señor!... ¡amigo!
¡Don Félix! ¡ah!... Tolerad
que el nombre que en amistad
tan tierno os unió conmigo
use en esta situacion.
¡Don Félix!... soy inocente;
bien lo podeis ver patente
en mi nueva agitacion.
¡Don Félix!... ¡Don Félix!... ¡ah!...
¿Vive?... ¿vive?... ¡Oh justo Dios!
D. Cárlos.
Vive; y ¿qué os importa á vos?
muy pronto no vivirá.
D. Álvaro.
Don Félix, mi amigo; sí.
Pues que vive vuestra hermana
la satisfaccion es llana
que debeis tomar de mí.
Á buscarla juntos vamos;
muy pronto la encontraremos,
y en santo nudo estrechemos
la amistad que nos juramos.
¡Oh!... Yo os ofrezco, yo os juro
que no os arrepentireis,
cuando á conocer llegueis
mi orígen excelso y puro.
Al primer grande español
no le cedo en jerarquía,
es más alta mi hidalguía
que el trono del mismo sol.
D. Cárlos.
¿Estais, Don Álvaro, loco?
¿Qué es lo que pensar osais?
¿Qué proyectos abrigais?
¿me teneis á mí en tan poco?
Ruge entre los dos un mar
de sangre... ¿Yo al matador
de mi padre y de mi honor
pudiera hermano llamar?
¡Oh afrenta! Aunque fuérais rey.
Ni la infame ha de vivir.
No, tras de vos va á morir,
que es de mi venganza ley.
Si á mí vos no me matais,
al punto la buscaré,
y la misma espada que
con vuestra sangre tiñais,
en su corazon...
D. Álvaro.
Callad.
Callad... ¿Delante de mí
osásteis?...
D. Cárlos.
Lo juro, sí;
lo juro...
D. Álvaro.
¿El qué?... Continuad.
D. Cárlos.
La muerte de la malvada,
en cuanto acabe con vos.
D. Álvaro.
Pues no será, vive Dios,
que tengo brazo y espada.
Vamos... Libertarla anhelo
de su verdugo. Salid.
D. Cárlos.
Á vuestra tumba venid.
D. Álvaro.
Demandad perdon al cielo.
Escena II.
El teatro representa la plaza principal de Beletri: á un lado y otro se ven tiendas y cafés, en medio puestos de frutas y verduras, al fondo la guardia del principal, y el centinela paseándose delante del armero; los oficiales en grupos á una parte y otra, y la gente del pueblo cruzando en todas direcciones. El teniente, subteniente y Pedraza se reunirán á un lado de la escena, mientras los oficiales 1.º, 2.º, 3.º y 4.º hablan entre sí, despues de leer un edicto que está fijado en una esquina, y que llama la atencion de todos.
Oficial 1.º
El rey Cárlos de Nápoles no se chancea: pena de muerte nada ménos.
Oficial 2.º
¿Cómo pena de muerte?
Oficial 3.º
Hablamos de la ley que se acaba de publicar, y que allí está para que nadie la ignore, sobre desafíos.
Oficial 2.º
Ya, ciertamente es un poco dura.
Oficial 3.º
Yo no sé cómo un rey tan valiente y jóven puede ser tan severo contra los lances de honor.
Oficial 1.º
Amigo, es que cada uno arrima el ascua á su sardina, y como siempre los
desafíos suelen ser entre españoles y napolitanos, y estos llevan lo
peor, el rey, que al cabo es rey de Nápoles...
Oficial 2.º
No, esas son fanfarronadas; pues hasta ahora no han llevado siempre lo
peor los napolitanos; acordaos del mayor Caraciolo, que despabiló á dos
oficiales.
Todos.
Eso fué una casualidad.
Oficial 1.º
Lo cierto es que la ley es dura; pena de muerte por batirse, pena de
muerte por ser padrino, pena de muerte por llevar cartas; qué sé yo:
pues el primero que caiga...
Oficial 2.º
No, no es tan rigurosa.
Oficial 1.º
¿Cómo no? Vean ustedes. Leamos otra vez.
(Se acercan á leer el edicto y se adelantan en la escena los otros.)
Subteniente.
¡Hermoso dia!
Teniente.
Hermosísimo. Pero pica mucho el sol.
Pedraza.
Buen tiempo para hacer la guerra.
Teniente.
Mejor es para los heridos convalecientes. Yo me siento hoy enteramente bueno de mi brazo.
Subteniente.
Tambien parece que el valiente capitan de granaderos del Rey está enteramente restablecido. ¡Bien pronto se ha curado!
Pedraza.
¿Se ha dado ya de alta?
Teniente.
Sí, esta mañana. Está como si tal cosa; un poco pálido, pero fuerte.
Hace un rato que le encontré; iba como hácia la Alameda á dar un paseo,
con su amigote el ayudante Don Félix de Avendaña.
Subteniente.
Bien puede estarle agradecido, pues además de haberle sacado del campo
de batalla, le ha salvado la vida con su prolija y esmerada asistencia.
Teniente.
Tambien puede dar gracias á la habilidad del doctor Perez, que se ha acreditado de ser el mejor cirujano del ejército.
Subteniente.
Y no lo perderá; pues segun dicen, el ayudante, que es muy rico y generoso, le va á hacer un gran regalo.
Pedraza.
Bien puede; pues segun me ha dicho un sargento de mi compañía, andaluz,
el tal Don Félix está aquí con nombre supuesto, y es un marqués
riquísimo de Sevilla.
Todos.
¿De veras?
(Se oye ruido; todos se ponen de pié y se arremolinan mirando hácia el mismo lado.)
Teniente.
¡Hola! ¿Qué alboroto es aquel?
Subteniente.
Veamos... Sin duda algun preso. Pero, ¡Dios mio! ¿Qué veo?
Pedraza.
¿Qué es aquello?
Teniente.
¿Estoy soñando?... ¿No es el capitan de granaderos del Rey el que traen preso?
Todos.
No hay duda, es el valiente Don Fadrique.
(Se agrupan todos sobre el primer bastidor de la derecha, por donde sale el capitan preboste y cuatro granaderos, y en medio de ellos preso sin espada ni sombrero Don Álvaro; y atravesando la escena, seguidos por la multitud, entran en el cuerpo de guardia que está al fondo; mientras tanto se desembaraza el teatro.—Todos vuelven á la escena, ménos Pedraza que entra en el cuerpo de guardia.)
Teniente.
Pero, señor, ¿qué será esto? ¿Preso el militar más valiente, más pundonoroso y más exacto que tiene el ejército?
Subteniente.
Ciertamente es cosa muy rara.
Teniente.
Vamos á averiguar...
Subteniente.
Ya viene aquí Pedraza, que sale del cuerpo de guardia, y sabrá algo. Hola, Pedraza, ¿qué ha sido?
Pedraza.
(Señalando al edicto, y se reune más gente á los cuatro oficiales.)
Muy mala causa tiene. Desafío... El primero que quebranta la ley: desafío y muerte.
Todos.
¡¡¡Cómo!!! ¿Y con quién?
Pedraza.
¡Caso extrañísimo! El desafío ha sido con el teniente coronel Avendaña.
Todos.
¡Imposible!... ¡Con su amigo!
Pedraza.
Muerto le deja de una estocada ahí detrás del cuartel.
Todos.
¡Muerto!
Pedraza.
Muerto.
Oficial 1.º
Me alegro, que era un botarate.
Oficial 2.º
Un insultante.
Teniente.
Pues señores, ¡la ha hecho buena! Mucho me temo que va á estrenar aquella ley.
Todos.
¡Qué horror!
Subteniente.
Será una atrocidad. Debe haber alguna excepcion á favor de oficial tan valiente y benemérito.
Pedraza.
Sí, ya está fresco.
Teniente.
El capitan Herreros es con razon el ídolo del ejército. Y yo creo, que
el general y el coronel, y los jefes todos, tanto españoles como
napolitanos, hablarán al rey... y tal vez...
Subteniente.
El rey Cárlos es tan testarudo... y como este es el primer caso que
ocurre, el mismo dia que se ha publicado la ley... No hay esperanza;
esta noche misma se juntará el consejo de guerra, y antes de tres dias
le arcabucean... Pero, ¿sobre qué habrá sido el lance?
Pedraza.
Yo no sé, nada me han dicho. Lo que es el capitan tiene malas pulgas, y su amigote era un poco caliente de lengua.
Ofic. 1.º y 4.º
Era un charlatan, un fanfarron.
Subteniente.
En el café han entrado algunos oficiales del regimiento del Rey, sabrán sin duda todo el lance; vamos á hablar con ellos.
Todos.
Sí, vamos.
Escena III.
El teatro representa el cuarto de un oficial de guardia; se verá á un lado el tabladillo y el colchon, y en medio habrá una mesa y sillas de paja. Entran en la escena
Don Álvaro y el capitan.
Capitan.
Como la mayor desgracia
juzgo, amigo y compañero,
el estar hoy de servicio
para ser alcaide vuestro.
Resignacion, Don Fadrique,
tomad una silla os ruego.
(Se sienta Don Álvaro.)
Y mientras yo esté de guardia
no mireis este aposento
como prision... Mas es fuerza;
pues órden precisa tengo,
que dos centinelas ponga
de vista...
D. Álvaro.
Yo os agradezco,
señor, tal cortesanía.
Cumplid, cumplid al momento
con lo que os tienen mandado,
y los centinelas luego
poned... Aunque más seguro
que de hombres y armas en medio,
está el oficial de honor
bajo su palabra... ¡Oh cielos!
(Coloca el capitan dos centinelas: un soldado entra luces, y se sientan el capitan y Don Álvaro junto á la mesa.)
Y en Beletri, ¿qué se dice?
¿Mil necedades diversas
se esparcirán, procurando
explicar mi suerte adversa?
Capitan.
En Beletri ciertamente
no se habla de otra materia.
Y aunque de aquí separarme
no puedo, como está llena
toda la plaza de gente,
que gran interes demuestra
por vos, á algunos he hablado...
D. Álvaro.
Y bien, ¿qué dicen, qué piensan?
Capitan.
La amistad íntima todos,
que os enlazaba, recuerdan,
con Don Félix... Y las causas
que la hicieron tan estrecha,
y todos dicen...
D. Álvaro.
Entiendo.
Que soy un mónstruo, una fiera.
Que á la obligacion más santa
he faltado. Que mi ciega
furia ha dado muerte á un hombre
á cuyo arrojo y nobleza
debí la vida en el campo;
y á cuya nimia asistencia
y esmero debí mi cura,
dentro de su casa mesma.
Al que como tierno hermano...
¡Cómo hermano!... ¡Suerte horrenda!
¿Cómo hermano?... ¡Debió serlo!
Yace convertido en tierra
por no serlo... ¡Y yo respiro!
¿Y aún el suelo me sustenta?...
¡Ay! ¡ay de mí!
(Se dá una palmada en la frente, y queda en la mayor agitacion.)
Capitan.
Perdonadme
si con mis noticias necias...
D. Álvaro.
Yo le amaba... ¡Ah, cuál me aprieta
el corazon una mano
de hierro ardiente! La fuerza
me falta... ¡Oh Dios! ¡qué bizarro,
con qué noble gentileza
entre un diluvio de balas
se arrojó, viéndome en tierra,
á salvarme de la muerte!
¡Con cuánto afan y terneza
pasó las noches y dias
sentado á mi cabecera!
(Pausa.)
Capitan.
Anuló sin duda tales
servicios con un agravio.
Diz que era un poco altanero,
picajoso, temerario;
y un hombre cual vos...
D. Álvaro.
No, amigo;
cuanto de él se diga es falso.
Era un digno caballero
de pensamientos muy altos.
Retóme con razon harta,
y yo tambien le he matado
con razon. Sí, si aún viviera
fuéramos de nuevo al campo,
él á procurar mi muerte,
yo á esforzarme por matarlo.
Ó él ó yo solo en el mundo,
pero imposible en él ambos.
Capitan.
Calmaos, señor Don Fadrique:
aún no estais del todo bueno
de vuestras nobles heridas,
y que os pongais malo temo.
D. Álvaro.
¿Por qué no quedé en el campo
de batalla como bueno?
con honra acabado hubiera.
Y ahora ¡oh Dios!... la muerte anhelo,
y la tendré... ¿pero cómo?
en un patíbulo horrendo,
por infractor de las leyes,
de horror ó de burla objeto.
Capitan.
¿Qué decís?... No hemos llegado,
señor, á tan duro extremo;
aún puede haber circunstancias
que justifiquen el duelo,
y entonces...
D. Álvaro.
No, no hay ninguna.
Soy homicida, soy reo.
Capitan.
Mas segun tengo entendido
(ahora de mi regimiento
me lo ha dicho el ayudante),
los generales de acuerdo
con todos los coroneles
han ido sin perder tiempo
á echarse á los piés del rey,
que es benigno, aunque severo,
para pedirle...
D. Álvaro.
(Conmovido.)¿De veras?
Con el alma lo agradezco,
y el interes de los jefes
me honra y me confunde á un tiempo.
Pero ¿por qué han de empeñarse
militares tan excelsos,
en que una excepcion se haga
á mi favor, de un decreto
sabio, de üna ley tan justa,
á que yo falté el primero?
Sirva mi pronto castigo
para saludable ejemplo.
Muerte, es mi destino, muerte.
Porque la muerte merezco,
porque es para mí la vida
aborrecible tormento.
Mas ¡ay de mí sin ventura!
¿cuál es la muerte que espero?
La del criminal, sin honra,
¡¡¡en un patíbulo!!!... ¡¡¡Cielos!!!
(Se oye un redoble.)
Escena IV.
los mismos y el sargento.
Sargento.
Mi capitan...
Capitan.
¿Qué se ofrece?
Sargento.
El mayor...
Capitan.
Voy al momento. (Váse.)
Escena V.
D. Álvaro.
¡Leonor! ¡Leonor! Si existes, desdichada,
¡oh qué golpe te espera,
cuando la nueva fiera
te llegue á donde vives retirada,
de que la misma mano,
la mano ¡ay triste! mia,
que te privó de padre y de alegría
acaba de privarte de un hermano!
No; te ha librado, sí, de un enemigo,
de un verdugo feroz, que por castigo
de que diste en tu pecho
acogida á mi amor, verlo deshecho,
y roto y palpitante
preparaba anhelante,
y con su brazo mismo
de su venganza hundirte en el abismo.
Respira, sí, respira,
que libre estás de su tremenda ira.
(Pausa.)
¡Ay de mí! tú vivias,
y yo lejos de tí, muerte buscaba;
y sin remedio las desgracias mias
despechado juzgaba:
mas tú vives, mi cielo,
y aún aguardo un instante de consuelo.
Y ¿qué espero? ¡infeliz! de sangre un rio
que yo no derramé, serpenteaba
entre los dos; mas ahora el brazo mio
en mar inmenso de tornarlo acaba.
¡Hora de maldicion, aciaga hora
fué aquella en que te ví la vez primera
en el soberbio templo de Sevilla,
como un ángel bajado de la esfera,
en donde el trono del Eterno brilla!
¡Qué porvenir dichoso
vió mi imaginacion por un momento,
que huyó tan presuroso
como al soplar de repentino viento
las torres de oro, y montes argentinos,
y colosos, y fúlgidos follajes
que forman los celajes
en otoño á los rayos matutinos!
(Pausa.)
Mas ¡en qué espacio vago, en qué regiones
fantásticas! ¿Qué espero?
Dentro de breves horas,
lejos de mundanales afecciones
vanas y engañadoras,
iré de Dios al tribunal severo.
(Pausa.)
¿Y mis padres?... Mis padres desdichados
aún yacen encerrados
en la prision horrenda de un castillo...
cuando con mis hazañas y proezas
pensaba restaurar su nombre y brillo
y rescatar sus míseras cabezas.
No me espera más suerte
que como criminal, infame muerte.
(Queda sumergido en el despecho.)
Escena VI.
Don Álvaro y el capitan.
Capitan.
Hola, amigo y compañero...
D. Álvaro.
¿Vais á darme alguna nueva?
¿Para cuándo convocado
está el consejo de guerra?
Capitan.
Dicen que esta noche misma
debe reunirse á gran priesa...
De hierro, de hierro tiene
el rey Cárlos la cabeza.
D. Álvaro.
Es un valiente soldado,
es un gran rey.
Capitan.
Mas pudiera
no ser tan tenaz y duro.
Pues nadie, nadie le apea
en diciendo no.
D. Álvaro.
En los reyes
la debilidad es mengua.
Capitan.
Los jefes y generales
que hoy en Beletri se encuentran
han estado en cuerpo á verle,
y á rogarle suspendiera
la ley en favor de un hombre
que tantos méritos cuenta...
Y todo sin fruto. Cárlos,
aún más duro que una peña,
ha dicho que no, resuelto,
y que la ley se obedezca:
mandando que en esta noche
falle el consejo de guerra.
Mas aún quedan esperanzas,
puede ser que el fallo sea...
D. Álvaro.
Segun la ley. No hay remedio;
injusta otra cosa fuera.
Capitan.
Pero ¡qué pena tan dura,
tan extraña, tan violenta!...
D. Álvaro.
La muerte, como cristiano
la sufriré: no me aterra.
Dármela Dios no ha querido
con honra y con fama eterna
en el campo de batalla;
y me la dá con afrenta
en un patíbulo infame...
Humilde la aguardo... Venga.
Capitan.
No será acaso... aún veremos...
puede que se arme una gresca...
El ejército os adora...
Su agitacion es extrema,
y tal vez un alboroto...
D. Álvaro.
Basta... ¿qué decís? ¿tal piensa
quien de militar blasona?
¿el ejército pudiera
faltar á la disciplina,
ni yo deber mi cabeza
á una rebelion?... No, nunca,
que jamás, jamás suceda
tal desórden por mi causa.
Capitan.
La ley es atroz, horrenda.
D. Álvaro.
Yo la tengo por muy justa;
forzoso remediar era
un abuso...
(Se oye un tambor y dos tiros.)
Capitan.
¿Qué?
D. Álvaro.
¿Escuchásteis?
Capitan.
El desórden ya comienza.
(Se oye gran ruido; tiros, confusion y cañonazos, que van en aumento hasta el fin del acto.)
Escena VII.
los mismos y el sargento, que entra muy presuroso.
Sargento.
¡Los alemanes! Los enemigos están en Beletri. ¡Estamos sorprendidos!
Voces dentro.
¡Á las armas! ¡á las armas!
(Sale el oficial un instante, se aumenta el ruido, y vuelve con la espada desnuda.)
Capitan.
Don Fadrique, escapad: no puedo guardar más vuestra persona; andan los
nuestros y los imperiales mezclados por las calles; arde el palacio del
rey; hay una confusion espantosa; tomad vuestro partido. Vamos, hijos, á
abrirnos paso como valientes, ó á morir como españoles.
(Vánse el capitan, las centinelas y el sargento.)
Escena VIII.
D. Álvaro.
Dénme una espada, volaré á la muerte,
y si es vivir mi suerte,
y no la logro en tanto desconcierto,
yo os hago, eterno Dios, voto profundo
de renunciar al mundo,
y de acabar mi vida en un desierto.
Jornada quinta
La escena es en el convento de los Ángeles y sus alrededores.
Escena primera
El teatro representa lo interior del cláustro bajo del convento de los Ángeles, que debe ser una galería mezquina alrededor de un patiecillo, con naranjos, adelfas y jazmines. Á la izquierda se verá la portería, á la derecha la escalera. Debe de ser decoracion corta, para que detrás estén las otras por su órden.—Aparecen el P. Guardian paseándose gravemente por el proscenio, y leyendo en su breviario. El H. Meliton sin manto, arremangado, y repartiendo con un cucharon, de un gran caldero, la sopa, al viejo, al cojo, al manco, á la mujer y al grupo de pobres que estará apiñado en la portería.
Meliton.
Vamos, silencio y órden, que no están en ningun figon.
Mujer.
Padre, á mí, á mí.
Viejo.
¿Cuántas raciones quiere, Marica?...
Cojo.
Ya le han dado tres, y no es regular...
Meliton.
Callen, y sean humildes, que me duele la cabeza.
Manco.
Marica ha tomado tres raciones.
Mujer.
Y aún voy á tomar cuatro, que tengo seis chiquillos.
Meliton.
¿Y por qué tiene seis chiquillos?... Sea su alma.
Mujer.
Porque me los ha dado Dios.
Meliton.
Sí... Dios... Dios... No los tendria si se pasara las noches como yo, rezando el rosario, ó dándose disciplina.
Guardian.
(Con gravedad.) ¡Hermano Meliton!... ¡Hermano Meliton!... ¡Válgame Dios!
Meliton.
Padre nuestro, ¡si estos desarrapados tienen una fecundidad que asombra!
Cojo.
Á mí, P. Meliton, que tengo ahí fuera á mí madre baldada.
Meliton.
¡Hola!... ¿Tambien ha venido hoy la bruja? Pues no nos falta nada.
Guardian.
¡Hermano Meliton!
Mujer.
Mis cuatro raciones.
Manco.
Á mí antes.
Viejo.
Á mí.
Todos.
Á mí, á mí...
Meliton.
Váyanse noramala, y tengan modo... ¿Á que les doy con el cucharon?...
Guardian.
Caridad, hermano, caridad, que son hijos de Dios.
Meliton.
(Sofocado.) Tomen, y váyanse...
Mujer.
Cuando nos daba la guiropa el P. Rafael, lo hacia con más modo y con más temor de Dios.
Meliton.
Pues llamen al P. Rafael... que no los pudo aguantar ni una semana.
Viejo.
Hermano, ¿me quiere dar otro poco de bazofia?...
Meliton.
¡Galopo!... ¿Bazofia llama á la gracia de Dios?...
Guardian.
Caridad y paciencia, H. Meliton; harto trabajo tienen los pobrecitos.
Meliton.
Quisiera yo ver á V. Rma. lidiar con ellos un dia, y otro, y otro.
Cojo.
El P. Rafael...
Meliton.
No me jeringuen con el P. Rafael... y... tomen las arrebañaduras, (Les reparte los restos del caldero, y lo echa á rodar de una patada.) y á comerlo al sol.
Mujer.
Si el P. Rafael quisiera bajar á decirle los Evangelios á mi niño, que tiene sisiones...
Meliton.
Tráigalo mañana, cuando salga á decir misa el P. Rafael.
Cojo.
Si el P. Rafael quisiera venir á la villa, á curar á mi compañero, que se ha caido...
Meliton.
Ahora no es hora de ir á hacer milagros por la mañanita, por la mañanita con la fresca.
Manco.
Si el P. Rafael...
Meliton.
(Fuera de sí.) Ea, ea, fuera... al sol... ¡Cómo cunde la semilla de los perdidos! horrio... á fuera.
(Los va echando con el cucharon y cierra la portería, volviendo luego muy sofocado y cansado donde está el Guardian.)
Escena II.
El P. Guardian y el H. Meliton.
Meliton.
No hay paciencia que baste, Padre nuestro.
Guardian.
Me parece, H. Meliton, que no os ha dotado el Señor con gran cantidad de
ella. Considere que en dar de comer á los pobres de Dios, desempeña un
ejercicio de que se honraria un ángel.
Meliton.
Yo quisiera ver á un ángel en mi lugar siquiera tres dias... Puede ser que de cada guantada...
Guardian.
No diga disparates.
Meliton.
Pues si es verdad. Yo lo hago con gusto, eso es otra cosa. Y bendito sea
el Señor que nos dá bastante, para que nuestras sobras sirvan de
sustento á los pobres. Pero es preciso enseñarles los dientes. Viene
entre ellos mucho pillo... Los que están tullidos y viejos, vengan
enhorabuena, y les daré hasta mi racion, el dia que no tenga mucha
hambre; pero jastiales que pueden derribar á puñadas un castillo,
váyanse á trabajar. Y hay algunos tan insolentes... hasta llaman bazofia
á la gracia de Dios... Lo mismo que restregarme siempre por los hocicos
al P. Rafael; toma si nos daba más, daca si tenia mejor modo, torna si
era más caritativo, vuelta si no metia tanta prisa. Pues á fé, á fé, que
el bendito P. Rafael á los ocho dias se hartó de pobres y de guiropa, y
se metió en su celda, y aquí quedó el H. Meliton. Y por cierto no sé
por qué esta canalla dice que tengo mal genio. Pues el P. Rafael tambien
tiene su piedra en el rollo, y sus prontos y sus ratos de murria como
cada cual.
Guardian.
Basta, hermano, basta. El P. Rafael no podia, teniendo que cuidar del
altar, y que asistir al coro, entender en el repartimiento de la
limosna; ni éste ha sido nunca encargo de un religioso antiguo, sino
incumbencia del portero... ¿Me entiende?... Y, H. Meliton, tenga más
humildad, y no se ofenda cuando prefieran al P. Rafael, que es un siervo
de Dios á quien todos debemos imitar.
Meliton.
Yo no me ofendo de que prefieran al P. Rafael. Lo que digo es que tiene
su genio. Y á mí me quiere mucho, Padre nuestro, y echamos nuestras
manos de conversacion. Pero tiene de cuando en cuando unas salidas, y se
dá unas palmadas en la frente... y habla solo, y hace visajes como si
viera algun espíritu.
Guardian.
Las penitencias, los ayunos...
Meliton.
Tiene cosas muy raras. El otro dia estaba cavando en la huerta, y tan
pálido y tan desemejado, que le dije por broma: Padre, parece un mulato,
y me echó una mirada, y cerró el puño, y áun lo enarboló de modo, que
parecia que me iba á tragar. Pero se contuvo, se echó la capucha y
desapareció; digo, se marchó de allí á buen paso.
Guardian.
Ya.
Meliton.
Pues el dia que fué á Hornachuelos á auxiliar al alcalde, cuando estaba
en toda su furia aquella tormenta en que nos cayó la centella sobre el
campanario; al verle yo salir sin cuidarse del aguacero, ni de los
truenos que hacian temblar estas montañas, le dije, por broma, que
parecia entre los riscos un indio bravo, y me dió un berrido que me
aturrulló... Y como vino al convento de un modo tan raro, y nadie le
viene nunca á ver, ni sabemos dónde nació...
Guardian.
Hermano, no haga juicios temerarios. Nada tiene de particular eso, ni el
modo con que vino á esta casa el P. Rafael es tan raro como dice. El
Padre limosnero, que venia de Palma, se lo encontró muy mal herido en
los encinares de Escalonia, junto al camino de Sevilla, víctima sin duda
de los salteadores, que nunca faltan en semejante sitio; y lo trajo al
convento, donde Dios sin duda le inspiró la vocacion de tomar nuestro
santo escapulario, como lo verificó en cuanto se vió restablecido, y
pronto hará cuatro años. Esto no tiene nada de particular.
Meliton.
Ya, eso sí... Pero, la verdad, siempre que le miro me acuerdo de aquello
que V. Rma. nos ha contado muchas veces, y tambien se nos ha leido en
el refectorio, de cuando se hizo fraile de nuestra órden el demonio, y
que estuvo allá en un convento algunos meses. Y se me ocurre si el P.
Rafael será alguna cosa así... pues tiene unos repentes, una fuerza, y
un mirar de ojos...
Guardian.
Es cierto, hermano mio; así consta de nuestras crónicas, y está
consignado en nuestros archivos. Pero, además de que rara vez se repiten
tales milagros, entonces el Guardian de aquel convento en que ocurrió
el prodigio, tuvo una revelacion que le previno de todo. Y lo que es yo,
hermano mio, no he tenido hasta ahora ninguna. Conque tranquilícese, y
no caiga en la tentacion de sospechar del Padre Rafael.
Meliton.
Yo, nada sospecho.
Guardian.
Le aseguro que no he tenido revelacion.
Meliton.
Ya, pues entonces... Pero tiene muchas rarezas el P. Rafael.
Guardian.
Los desengaños del mundo... las tribulaciones... Y luego, el retiro con que vive, las contínuas penitencias... (Suena la campanilla de la portería.) Vaya á ver quién llama.
Meliton.
¿Á que son otra vez los pobres? Pues ya está limpio el caldero... (Suena otra vez la campanilla.) No hay más limosnas; se acabó por hoy, se acabó. (Suena otra vez la campanilla.)
Guardian.
Abra, hermano, abra la puerta. (Váse.)
(Abre el lego la portería.)
Escena III.
El H. Meliton y Don Alfonso vestido de monte, que sale embozado.
D. Alfonso.
(Con muy mal modo, y sin desembozarse.)
De esperar me he puesto cano.
¿Sois vos por dicha el portero?
Meliton.
Tonto es este caballero. (Aparte.)
Pues que abrí la puerta es llano. (Alto.)
Y aunque de portero estoy,
no me busque las cosquillas,
que padre de campanillas
con olor de santo soy.
D. Alfonso.
¿El Padre Rafael está?
Tengo que verme con él.
Meliton.
¡Otro Padre Rafael! (Aparte.)
amostazándome va.
D. Alfonso.
Responda pronto.
Meliton.
(Con miedo.)Al momento.
Padres Rafaeles... hay dos.
¿Con cuál quereis hablar vos?
D. Alfonso.
Para mí mas que haya ciento.
El Padre Rafael... (Muy enfadado.)
Meliton.
¿El gordo?
¿El natural de Porcuna?
No os oirá cosa ninguna,
que es como una tapia sordo.
Y desde el pasado invierno
en la cama está tullido;
noventa años ha cumplido.
El otro es...
D. Alfonso.
El del infierno.
Meliton.
Pues ahora caigo en quién es;
el alto, adusto, moreno,
ojos vivos, rostro lleno...
D. Alfonso.
Llevadme á su celda, pues.
Meliton.
Daréle aviso primero,
porque si está en oracion,
disturbarle no es razon...
¿Y quién diré?...
D. Alfonso.
Un caballero.
Meliton.
(Yéndose hácia la escalera muy lentamente, dice aparte.)
¡Caramba!... ¡Qué raro gesto!
Me dá malísima espina,
y me huele á chamusquina...
D. Alfonso.
(Muy irritado.)
¿Qué aguarda? Subamos presto.
(El Hermano se asusta y sube la escalera, y detrás de él Don Alfonso.)
Escena IV.
El teatro representa la celda de un franciscano. Una tarima con una estera á su lado, un vasar con una jarra y vasos, un estante con libros, estampas, disciplinas y cilicios colgados. Una especie de oratorio pobre, y en su mesa una calavera. Don Álvaro, vestido de fraile francisco, aparece de rodillas en profunda oracion mental.
Don Álvaro y el H. Meliton.
Meliton.
¡Padre, Padre! (Dentro.)
D. Álvaro.
(Levantándose.)¿Qué se ofrece?
Entre, Hermano Meliton.
Meliton.
Padre, aquí os busca un maton, (Entra.)
que muy ternejal parece.
D. Álvaro.
(Receloso.)
¿Quién, hermano?... ¿Á mí?... ¿Su nombre?
Meliton.
Lo ignoro; muy altanero,
dice que es un caballero,
y me parece un mal hombre.
Él muy bien portado viene,
y en un andaluz rocin;
pero un genio muy ruin,
y un tono muy duro tiene.
D. Álvaro.
Entre al momento quien sea.
Meliton.
No es un pecador contrito.
Se quedará tamañito (Aparte.)
al instante que lo vea. (Váse.)
Escena V.
D. Álvaro.
¿Quién podrá ser?... No lo acierto.
Nadie, en estos cuatro años,
que huyendo de los engaños
del mundo, habito el desierto,
con este sayal cubierto,
há mi quietud disturbado.
¿Y hoy un caballero osado
á mi celda se aproxima?...
¿Me traerá nuevas de Lima?...
¡Santo Dios!... ¡Qué he recordado!
Escena VI.
Don Álvaro y Don Alfonso que entra sin desembozarse, reconoce en un momento la celda, y luego cierra la puerta por dentro, y echa el pestillo.
D. Alfonso.
¿Me conoceis?
D. Álvaro.
No, señor.
D. Alfonso.
¿No encontrais en mi semblante
rasgo alguno que os recuerde
de otro tiempo y de otros males?
¿No palpita vuestro pecho,
no se hiela vuestra sangre,
no se anonada y confunde
vuestro corazon cobarde
con mi presencia?... Ó por dicha,
¿es tan sincero, es tan grande,
tal vuestro arrepentimiento,
que ya no se acuerda el Padre
Rafael, de aquel indiano
Don Álvaro, del constante
azote de una familia
que tanto en el mundo vale?
¿Temblais y bajais los ojos?
Alzadlos, pues, y miradme.
(Descubriéndose el rostro y mostrándoselo.)
D. Álvaro.
¡Oh Dios!... ¿Qué veo? ¡Dios mio!
¿Pueden mis ojos burlarme?
¡Del marqués de Calatrava
viendo estoy la viva imágen!
D. Alfonso.
Basta, que está dicho todo.
De mi hermano y de mi padre
me está pidiendo venganza
en altas voces la sangre.
Cinco años há que recorro
con dilatados viajes
el mundo, para buscaros;
y aunque ha sido todo en balde,
el cielo (que nunca impunes
deja las atrocidades
de un mónstruo, de un asesino,
de un seductor, de un infame),
por un imprevisto acaso
quiso por fin indicarme
el asilo donde á salvo
de mi furor os juzgaste.
Fuera el mataros inerme
indigno de mi linaje.
Fuiste valiente; robusto
aún estais para un combate.
Armas no teneis, lo veo,
yo dos espadas iguales
traigo conmigo; son estas:
(Se desemboza y saca dos espadas.)
elegid la que os agrade.
D. Álvaro.
(Con gran calma, pero sin orgullo.)
Entiendo, jóven, entiendo,
sin que escucharos me pasme,
porque he vivido en el mundo
y apurado sus afanes.
De los vanos pensamientos
que en este punto en vos arden,
tambien el juguete he sido;
quiera el Señor perdonarme.
Víctima de mis pasiones,
conozco todo el alcance
de su influjo, y compadezco
al mortal á quien combaten.
Mas ya sus borrascas miro
como el náufrago, que sale
por un milagro á la orilla,
y jamás torna á embarcarse.
Este sayal que me viste,
esta celda miserable,
este yermo, donde acaso
Dios por vuestro bien os trae,
desengaños os presentan
para calmaros bastantes;
y más os responden mudos
que pueden labios mortales.
Aquí de mis muchas culpas,
que son ¡ay de mí! harto grandes,
pido á Dios misericordia:
que la consiga dejadme.
D. Alfonso.
¿Dejaros?... ¿Quién?... ¿Yo dejaros
sin ver vuestra sangre impura
vertida por esta espada
que arde en mis manos desnuda?
Pues esta celda, el desierto,
ese sayo, esa capucha,
ni á un vil hipócrita guardan,
ni á un cobarde infame escudan.
D. Álvaro.
¿Qué decís?... ¡Ah!... (Furioso.)
(Reportándose.)¡No, Dios mio!...
En la garganta se anuda
mi lengua...¡ Señor!... esfuerzo
me dé vuestra santa ayuda.—
Los insultos y amenazas, (Repuesto.)
que vuestros labios pronuncian
no tienen para conmigo
poder ni fuerza ninguna.
Antes como caballero
supe vengar las injurias;
hoy humilde religioso
darles perdon y disculpa.
Pues veis cuál es ya mi estado,
y, si sois sagaz, la lucha
que conmigo estoy sufriendo,
templad vuestra saña injusta.
Respetad este vestido,
compadeced mis angustias,
y perdonad generoso
ofensas que están en duda.
(Con gran conmocion.)
¡Sí, hermano, hermano!
D. Alfonso.
¿Qué nombre
osais pronunciar?...
D. Álvaro.
¡Ah!...
D. Alfonso.
Una
sola hermana me dejásteis,
perdida, y sin honra... ¡¡¡Oh furia!!!
D. Álvaro.
¡¡¡Mi Leonor!!! ¡Ah! No sin honra,
un religioso os lo jura.
Leonor... ¡ay! ¡¡¡la que absorbia
toda mi existencia junta!!! (En delirio.)
La que en mi pecho, por siempre...
por siempre, sí, sí... que aún dura...
una pasion... Y qué, ¿vive?
¿Sabeis vos noticias suyas?...
Decid que me ama, y matadme,
decidme... ¡Oh Dios!... ¿me rehusa
(Aterrado.)
vuestra gracia sus auxilios?
¿De nuevo el triunfo asegura
el infierno, y se desploma
mi alma en su sima profunda?
¡Misericordia!... Y vos, hombre
ó ilusion, ¿sois por ventura
un tentador que renueva
mis criminales angustias
para perderme?... ¡Dios mio!
D. Alfonso.
(Resuelto.) De estas dos espadas, una
tomad, Don Álvaro, luego,
tomad: que en vano procura
vuestra infame cobardía
darle treguas á mi furia.
Tomad...
D. Álvaro.
(Retirándose.)
No, que aún fortaleza
para resistir la lucha
de las mundanas pasiones
me dá Dios con bondad suma.
¡Ah! si mis remordimientos,
mis lágrimas, mis confusas
palabras, no son bastante
para aplacaros; si escucha
mi arrepentimiento humilde
sin caridad vuestra furia,
(Arrodíllase.)
prosternado á vuestras plantas
vedme, cual persona alguna
jamás me vió...
D. Alfonso.
(Con desprecio.)
Un caballero
no hace tal infamia nunca.
Quien sois bien claro publica
vuestra actitud, y la inmunda
mancha que hay en vuestro escudo.
D. Álvaro.
(Levantándose con furor.)
¿Mancha?... y ¿cuál?... ¿cuál?...
D. Alfonso.
¿Os asusta?
D. Álvaro.
Mi escudo es como el sol limpio,
como el sol.
D. Alfonso.
¿Y no le anubla
ningun cuartel de mulato?
¿De sangre mezclada, impura?
D. Álvaro.
(Fuera de sí.)
¡Vos mentís, mentís, infame!
Venga el acero; mi furia
(Toma el pomo de una de las espadas.)
os arrancará la lengua,
que mi clara estirpe insulta.
Vamos.
D. Alfonso.
Vamos.
D. Álvaro.
(Reportándose.) No... no triunfa
tampoco con esta industria
de mi constancia el infierno.
Retiraos, señor.
D. Alfonso.
(Furioso.)¿Te burlas
de mí, inícuo? Pues cobarde
combatir conmigo excusas,
no excusarás mi venganza.
Me basta la afrenta tuya:
toma. (Le dá una bofetada.)
D. Álvaro.
(Furioso y recobrando toda su energía.)
¿Qué hiciste?... ¡¡¡insensato!!!
ya tu sentencia es segura:
hora es de muerte, de muerte.—
El infierno me confunda.
Escena VII.
El teatro representa el mismo cláustro bajo que en las primeras escenas de esta jornada. El H. Meliton saldrá por un lado, y como bajando la escalera: Don Álvaro y Don Alfonso, embozado en su capa, con gran precipitacion.
Meliton.
(Saliéndoles al paso.) ¿Adónde bueno?
D. Álvaro.
(Con voz terrible.) Abra la puerta.
Meliton.
La tarde está tempestuosa, va á llover á mares.
D. Álvaro.
Abra la puerta.
Meliton.
(Yendo hácia la puerta.) ¡Jesus!... Hoy estamos de marea alta... ya voy... ¿quiere que le acompañe?... ¿hay algun enfermo de peligro en el cortijo?...
D. Álvaro.
La puerta pronto.
Meliton.
(Abriendo la puerta.) ¿Va el Padre á Hornachuelos?
D. Álvaro.
(Saliendo con Don Alfonso.) Voy al infierno.
(Queda el H. Meliton asustado.)
Escena VIII.
Meliton.
¡Al infierno!... ¡buen viaje!
Tambien que era del infierno
dijo, para mi gobierno,
aquel nuevo personaje.
¡Jesus, y qué caras tan!...
me temo que mis sospechas
han de quedar satisfechas.
Voy á ver por dónde van.
(Se acerca á la portería y dice como admirado.)
¡Mi gran Padre San Francisco
me valga!... Van por la sierra,
sin tocar con el pié en tierra,
saltando de risco en risco.
Y el jaco les sigue en pós
como un perrillo faldero.
¡Calla!... hácia el despeñadero
de la ermita van los dos.
(Asomándose á la puerta con gran afan; á voces.)
¡Hola!... ¡Hermanos!... ¡Hola... Digo!...
No lleguen al paredon,
miren que hay excomunion.
Que Dios les va á dar castigo.
(Vuelve á la escena.)
No me oyen, vano es gritar.
Demonios son, es patente.
Con el santo penitente
sin duda van á cargar.
¡El Padre, el Padre Rafael!...
Si quien piensa mal, acierta.
Atrancaré bien la puerta...
pues tengo un miedo cruel.
(Cierra la puerta.)
Un olorcillo han dejado
de azufre... Voy á tocar
las campanas.
(Váse por un lado, y luego vuelve por otro como con gran miedo.)
Avisar
será mejor al prelado.
Sepa que en esta ocasion,
aunque refunfuñe luego,
no el Padre Guardian, el lego
tuvo la revelacion. (Váse.)
Escena IX.
El teatro representa un valle rodeado de riscos inaccesibles y de malezas, atravesado por un arroyuelo. Sobre un peñasco accesible con dificultad, y colocado al fondo, habrá una medio gruta, medio ermita con puerta practicable, y una campana que pueda sonar y tocarse desde dentro: el cielo representará el ponerse el sol de un dia borrascoso; se irá oscureciendo lentamente la escena y aumentándose los truenos y relámpagos. Don Álvaro y Don Alfonso salen por un lado.
D. Alfonso.
De aquí no hemos de pasar.
D. Álvaro.
No, que tras de estos tapiales,
bien sin ser vistos, podemos
terminar nuestro combate.
Y aunque en hollar este sitio
cometo un crímen muy grande,
hoy es de crímenes dia,
y todos han de apurarse.
De uno de los dos la tumba
se está abriendo en este instante.
D. Alfonso.
Pues no perdamos más tiempo,
y que las espadas hablen.
D. Álvaro.
Vamos; mas antes es fuerza
que un gran secreto os declare,
pues que de uno de nosotros
es la muerte irrevocable;
y si yo caigo, es forzoso
que sepais en este trance
á quién habeis dado muerte,
que puede ser importante.
D. Alfonso.
Vuestro secreto no ignoro.
Y era el mejor de mis planes
(para la sed de venganza
saciar que en mis venas arde)
despues de heriros de muerte
daros noticias tan grandes,
tan impensadas y alegres,
de tan feliz desenlace,
que al despecho de saberlas,
de la tumba en los umbrales,
cuando no hubiese remedio,
cuando todo fuera en balde,
el fin espantoso os diera,
digno de vuestras maldades.
D. Álvaro.
Hombre, fantasma ó demonio,
que ha tomado humana carne
para hundirme en los infiernos,
para perderme... ¿qué sabes?...
D. Alfonso.
Corrí el nuevo mundo... ¿tiemblas?...
vengo de Lima... esto baste.
D. Álvaro.
No basta, que es imposible
que saber quién soy lograses.
D. Alfonso.
De aquel virey fementido
que (pensando aprovecharse
de los trastornos y guerras,
de los disturbios y males
que la sucesion al trono
trajo á España) formó planes
de tornar su vireinato
en imperio, y coronarse,
casando con la heredera
última de aquel linaje
de los Incas (que en lo antiguo,
del mar del Sur á los Andes
fueron los emperadores),
eres hijo.—De tu padre
las traiciones descubiertas,
aún á tiempo de evitarse,
con su esposa, en cuyo seno
eras tú ya peso grave,
huyó á los montes, alzando
entre los indios salvajes
de traicion y rebeldía
el sacrílego estandarte.
No les ayudó fortuna,
pues los condujo á la cárcel
de Lima, do tú naciste...
(Hace extremos de indignacion y sorpresa Don Álvaro.)
Oye... espera hasta que acabe.
El triunfo del rey Felipe
y su clemencia notable,
suspendieron la cuchilla
que ya amagaba á tus padres,
y en una prision perpétua
convirtió el suplicio infame.
Tú entre los indios creciste,
como fiera te educaste,
y viniste ya mancebo
con oro y con favor grande,
á buscar completo indulto
para tus traidores padres.
Mas no, que viniste solo
para asesinar cobarde,
para seducir, inícuo,
y para que yo te mate.
D. Álvaro.
Vamos á probarlo al punto. (Despechado.)
D. Alfonso.
Ahora tienes que escucharme,
que has de apurar, vive el cielo,
hasta las heces el cáliz.
Y si, por ser mi destino,
consiguieses el matarme,
quiero allá en tu aleve pecho
todo un infierno dejarte.—
El rey benéfico acaba
de perdonar á tus padres.
Ya están libres y repuestos
en honras y dignidades.
La gracia alcanzó tu tio,
que goza favor notable,
y andan todos tus parientes
afanados por buscarte
para que tenga heredero...
D. Álvaro.
(Muy turbado y fuera de sí.)
Ya me habeis dicho bastante...
No sé dónde estoy, ¡oh cielos!...
Si es cierto, si son verdades
las noticias que dijísteis...
(Enternecido y confuso.)
¡Todo puede repararse!
Si Leonor existe, todo:
¿veis lo ilustre de mi sangre?...
¿Veis?...
D. Alfonso.
Con sumo gozo veo
que estais ciego y delirante.
¿Qué es reparacion?... Del mundo
amor, gloria, dignidades
no son para vos... Los votos
religiosos é inmutables
que os ligan á este desierto,
esa capucha, ese traje,
capucha y traje que encubren
á un desertor, que al infame
suplicio escapó en Italia,
de todo incapaz os hacen.—
Oye cuál truena indignado (Truena.)
contra tí el cielo... Esta tarde
completísimo es mi triunfo.
Un sol hermoso y radiante
te he descubierto, y de un soplo
luego he sabido apagarle.
D. Álvaro.
(Volviendo al furor.)
¿Eres mónstruo del infierno,
prodigio de atrocidades?
D. Alfonso.
Soy un hombre rencoroso
que tomar venganza sabe.
Y porque sea más completa,
te digo que no te jactes
de noble... eres un mestizo,
fruto de traiciones.
D. Álvaro.
(En el extremo de la desesperacion.)
Baste.
¡Muerte y exterminio! ¡Muerte
para los dos! Yo matarme
sabré, en teniendo el consuelo
de beber tu inícua sangre.
(Toma la espada, combaten y cae herido don Alfonso.)
D. Alfonso.
Ya lo conseguiste... ¡Dios mio! ¡Confesion! Soy cristiano... Perdonadme... salva mi alma...
D. Álvaro.
(Suelta la espada y queda como petrificado.)
¡Cielos!... ¡Dios mio!... ¡Santa madre de los Ángeles!... Mis manos tintas en sangre... ¡¡¡en sangre de Vargas!!!
D. Alfonso.
¡Confesion! ¡confesion!... Conozco mi crímen y me arrepiento... Salvad mi alma, vos que sois ministro del Señor...
D. Álvaro.
(Aterrado.) ¡No, yo no soy más que un réprobo, presa infeliz
del demonio! Mis palabras sacrílegas aumentarian vuestra condenacion.
Estoy manchado de sangre, estoy irregular... Pedid á Dios
misericordia... Y... esperad... cerca vive un santo penitente... podrá
absolveros... Pero está prohibido acercarse á su mansion... Qué importa:
yo que he roto todos los vínculos, que he hollado todas las
obligaciones...
D. Alfonso.
¡Ah! por caridad, por caridad...
D. Álvaro.
Sí, voy á llamarlo... al punto...
D. Alfonso.
Apresuraos, Padre... ¡Dios mio!
(Don Álvaro corre á la ermita y golpea la puerta.)
Leonor.
(Dentro.) ¿Quién se atreve á llamar á esta puerta? Respetad este asilo.
D. Álvaro.
Hermano, es necesario salvar un alma, socorrer á un moribundo; venid á darle el auxilio espiritual.
Leonor.
(Dentro.) Imposible, no puedo, retiraos.
D. Álvaro.
Hermano, por el amor de Dios.
Leonor.
(Dentro.) No, no, retiraos.
D. Álvaro.
Es indispensable, vamos. (Golpea fuertemente la puerta.)
Leonor.
(Dentro, tocando la campanilla.) ¡Socorro! ¡Socorro!
Escena X.
Los mismos y Doña Leonor, vestida con un saco, y esparcidos los cabellos, pálida y desfigurada, aparece á la puerta de la gruta, y se oyen repicar á lo lejos las campanas del convento.
Leonor.
Huid, temerario; temed la ira del cielo.
D. Álvaro.
(Retrocediendo horrorizado por la montaña abajo.) ¡Una mujer!... ¡Cielos!... ¡Qué acento!... ¡Es un espectro!... Imágen adorada... ¡Leonor! ¡Leonor!
D. Alfonso.
(Como queriéndose incorporar.) ¡Leonor!... ¿Qué escucho? ¡Mi hermana!
Leonor.
(Corriendo detrás de Don Álvaro.) ¡Dios mio! ¿Es Don Álvaro?... Conozco su voz... Él es... ¡Don Álvaro!
D. Alfonso.
¡Oh furia! Ella es... ¡Estaba aquí con su seductor!... ¡hipócritas!... ¡¡¡Leonor!!!
Leonor.
¡Cielos!... ¡Otra voz conocida!... Mas ¿qué veo?... (Se precipita hácia donde ve á Don Alfonso.)
D. Alfonso.
¡Ves al último de tu infeliz familia!
Leonor.
(Precipitándose en los brazos de su hermano.) ¡Hermano mio!... ¡Alfonso!
D. Alfonso.
(Hace un esfuerzo, saca un puñal, y hiere de muerte á Leonor.) Toma, causa de tantos desastres, recibe el premio de tu deshonra... Muero vengado. (Muere.)
D. Álvaro.
¡Desdichado!... ¿Qué hiciste?... ¡Leonor! ¿Eras tú?... ¿Tan cerca de mí estabas?... ¡ay! (Sin osar acercarse á los cadáveres.)
Aún respira... aún palpita aquel corazon todo mio... Ángel de mi
vida... vive, vive... yo te adoro... Te hallé, por fin... sí, te
hallé... ¡muerta! (Queda inmóvil.)
Escena ÚLTIMA.
Hay un rato de silencio; los truenos resuenan más fuertes que nunca, crecen los relámpagos, y se oye cantar á lo lejos el Miserere á la comunidad, que se acerca lentamente.
Voz dentro.
Aquí, aquí; ¡qué horror!
(Don Álvaro vuelve en sí, y luego huye hácia la montaña.—Sale el P. Guardian con la comunidad, que queda asombrada.)
Guardian.
¡Dios mio!... ¡sangre derramada! ¡Cadáveres!... ¡La mujer penitente!
Frailes.
¡Una mujer!... ¡Cielos!
Guardian.
¡Padre Rafael!
D. Álvaro.
(Desde un risco, con sonrisa diabólica, todo convulso, dice:) Busca, imbécil, al P. Rafael... Yo soy un enviado del infierno; soy el demonio exterminador... Huid, miserables.
Todos.
¡Jesus, Jesus!
D. Álvaro.
Infierno, abre tu boca y trágame. Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destruccion...
(Sube á lo más alto del monte, y precipita.)
Guardian y frailes.
(Aterrados y en actitudes diversas.) ¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia!
FIN DEL DRAMA.
Notas
Los trajes son los que se usaban á mediados del siglo pasado.
Si no hubiese bastantes actores, puede uno mismo ejecutar dos ó tres de los personajes subalternos que solo figuran en distintas jornadas.
Si por la mala disposicion de nuestros escenarios no se pudiese cambiar á la vista la decoracion de la segunda jornada, se echará momentáneamente un telon supletorio que represente una áspera montaña de noche.
Este drama se estrenó en Madrid en el Teatro del Príncipe
la noche del dia 22 de Marzo de 1835, desempeñando los principales
papeles la Señora Doña Concepcion Rodriguez, y los Señores Luna, Romeas,
Lopez, etc.