El Maestro Martín y sus Mancebos

E.T.A. Hoffmann


Cuento



Sin duda has experimentado alguna vez, lector querido, una indefinible melancolía, al recorrer una ciudad, cubierta de monumentos del antiguo arte alemán, los cuales atestiguan con muda y elocuente voz los esplendores, la heroica perseverancia y toda la historia de unos tiempos que ya no existen. Una ciudad de esas no te ha producido el mismo efecto que una casa abandonada? Encima de la mesa se ostenta todavía el libro de rezo que abrió el jefe de la familia: cuelga de las paredes la preciosa tapicería elaborada por la dueña de la casa, y están llenos los armarios de ricos utensilios, que fueron el regalo de la familia en las más solemnes festividades. Parece que uno de los habitantes de esta morada va á recibirte y á ofrecerte cordial hospitalidad; paro en vano esperas á aquellos á quienes el tiempo ha arrastrado consigo en sus rápidos ó incesantes embates. Ya no te queda más que dejarte mecer por los dulces ensueños que brotan de tantos recuerdos de los antiguos huéspedes, los cuales te hablan con un lenguaje tan puro y sensible, que te conmueve hasta en lo más hondo del espíritu. Entonces comprendes el sentido íntimo de sus obras, pues vives en su tiempo, y contemplas la fuente de sus inspiraciones.

Pero, ay! suele ocurrir que en el momento en que crees abarcar tan risueñas imágenes, éstas desaparecen perseguidas por los rumores del día que despierta, elevándose entre la tenue bruma de la mañana, y dejándote arrasados los ojos en lágrimas, sus primeros y pálidos reflejos. Entonces el rudo contacto de la vida real te arrebata la visión que te halagaba, dejándote sólo las huellas de un vehemente deseo que agita toda tu naturaleza.

El que estas líneas escribe para tí, caro lector, ha experimentado semejantes impresiones cuantas veces su camino le llevo á visitar la célebre ciudad de Nuremberg. Encantadores ensueños le ha producido la contemplación de la maravillosa fuente del Mercado, del sepulcro de San Sebaldo ó de San Lorenzo, tan pronto el Castillo como la casa de la Ciudad, que contiene las obras maestras de Alberto Dürer: de modo que todas las magnificencias que encierra la imperial ciudad, cantadas por el viejo Rosenblüt y cada escena de costumbres de aquellos tiempos en que el obrero y el artista se daban la mano, encaminándose á un mismo objeto, al fijarse en sus ojos, se han grabado indeleblemente en su memoria. Quieres que te reproduzca una de esas escenas? Tal vez te complazca desligarte en casa de nuestro maestro Martín y detenerte un rato contemplando sus cubas y toneles... Ojalá no me engañe, y se cumplan así los votos del autor!

I

A 1.° de mayo del año de gracia 1580, el honorable gremio de los toneleros de la ciudad libreé imperial de Nuremberg se reunió solemnemente, conforme á sus antiguos usos y costumbres. Poco tiempo antes había sido enterrado uno de los síndicos—ó maestro de los cirios como ellos le llamaban,—y era menester substituirlo. La elección recayó en maestro Martín, quien por cierto no tenía rival en el arte de construir un tonel con elegancia y solidez, ni en arreglar y disponer los vinos en la bodega, por cuyas razones contaba sus parroquianos entre los señores más distinguidos, y vivía holgadamente, ó por mejor decir, en la opulencia.

Terminada la elección, el digno consejero Paumgartner, sindico de los oficios, tomó la palabra y dijo:—«Os felicito, amibos míos, por el acierto que habéis tenido, elidiendo á maestro Martín por sindico del gremio, pues no podía recaer el cargo en manos más dignas. Maestro Martín posee el aprecio de cuantos le conocen; hábil en su oficio, no hay quien sea tan experto en el arte de conservar y cuidar el noble mosto. Su celo en el trabajo y religiosidad, á pesar de sus riquezas, deben servirnos á todos de modelo. Saludo, pues, una y mil veces á nuestro amigo, por el cargo honroso que acabáis de conferirle».

Al decir esto, Paumgartner se levantó del asiento y dió algunos pasos, con los brazos abiertos, estimulando al maestro Martín para que se arrojara en ellos, al mismo tiempo que éste, apoyando las manos en los del sillón, se levantó con todas las precauciones, cual convenía á su respetable gordura; y luego se acercó también con mucha lentitud á Paumgartner, respondiendo apenas á sus afectuosos abrazos.

—Y bien,—dijo el consejero algo admirado,—y bien, maestro, no estáis contento de veros elegido maestro de los cirios?

El maestro Martín echó la cabeza atrás, movimiento que le era habitual, golpeóse con la punta de lea dedos su redondeado barrigón, recorrió con la vista toda la Asamblea; y volviéndose de cara al consejero, le dijo:—Cómo, mi buen señor, no he de estar contento, al ver que me pagáis al fin lo que me es debido? Quién se niega á recibir el salario de su buen trabajo? Quién se niega á recibir al deudor moroso, cuando viene dinero en mano á satisfacer una deuda antigua?... Muy bien, buena gente,—añadió dirigiéndose á los maestros sentados alrededor,—muy bien, pues al fin habéis tenido la idea de que fuera yo el sindico de nuestro honrado gremio. No se exige de un sindico, que sea el más hábil en su oficio? Id, pues, á examinar mi tonel de doble medida, concluído sin fuego, mi hermosa obra maestra, y después decid si alguno de vosotros puede vanagloriarse de haber dado cima á un trabajo tan sólido y elegante. Pretenderéis que posea bienes y dinero? Llegaos hasta mi casa, os abriré armarios y cofres, y estoy seguro que el oro y la plata llegarán á deslumbraros. Queréis, por último, que un síndico se vea honrado de grandes y pequeños? Entonces acudid á los respetables señores del consejo, á los príncipes y señores todos de nuestra buena ciudad de Nuremberg, al venerable obispo de Bamberg, y preguntadles qué piensan del maestro Martín... y creo que nada malo os dirá ninguno de ellos.

Dichas estas palabras, volvió á golpear del todo satisfecho en su abultado abdomen, entornó los ojos, y viendo que reinaba completo silencio, alterado sólo por un ligero susurro, continuó diciendo:—Pero echo de ver y comprendo muy bien que debo daros las gracias más corteses, de que el Señor al fin os haya inspirado una cosa buena, pues cuando recibo el precio de mi trabajo, ó algún deudor me paga, pongo siempre al pie del recibo:—«Recibo con agradecimiento. Maestro Martín, tonelero de esta ciudad». A todos, pues, os doy mil gracias por haber satisfecho una antigua deuda, nombrándome vuestro sindico: prometo además llenar mis funciones con celo y conciencia: todos y cada uno de vosotros bailará en mí, siempre que lo necesite, consejo y auxilio, en cuanto mis fuerzas me lo permitan, procurando por mi parte mantener en todo y por todo la honra y la dignidad de nuestra noble profesión. De paso tengo el gusto de invitaros, á vos, respetable síndico de los oficios, y á vosotros todos, amigos y maestros á una alegre comida, que se celebrará el próximo domingo, donde destapando algunas buenas botellas de Hochheim, de Johamisbeg ó del vino de mis bodegas bien surtidas que más os guste, hablaremos de los asuntos de mayor Interés para el gremio: lo repito, quedáis todos convidados.

El rostro de los honorables maestros que se habían ofuscado al oir el orgulloso discurso del viejo tonelero, se serenó con esta franca invitación, y el triste silencio que reinaba hizo plaza á los alegres dichos sobre los altos méritos del nuevo sindico y las excelencias de su bodega. Todos prometieron asistirá la comida del maestro Martín, á quien estrecharon la mano, sucesivamente, uno tras otro, mientras éste les abrazaba á todos contra su barriga.

La reunión se disolvió alegre y cordialmente.

II

El consejero Paumgartner volviendo un día de sus negocios, pasó por delante de la crasa de maestro Martín, y como hiciera ademán de seguir andando, el nuevo sindico, quitándose el gorro ó inclinándose respetuosamente, le dijo:—Os dignaréis, digno consejero, honrar mi humilde morada con vuestra presencia por un solo instante? Permitidme que me solace un rato en vuestra ilustrada conversación!

—Oh! mi buen maestro Martín,—contestó sonriendo el consejero,—de muy buen grado me detendré para complaceros; mas no entiendo por qué habéis de calificar de humilde esa vuestra casa. No sé que ninguno de los más opulentos ciudadanos la tenga tan bella, pues desde que habéis acabado de construirla, constituye, no lo dudéis! uno de los mejores ornamentos de nuestra ciudad imperial. Y ya no os hablo de los adornos y disposición interiores, que, á fe mía, no hallaríais patricio alguno que los desdeñara.

El viejo Paumgartner tenía razón, pues desde que abrieron la puerta, artísticamente calada de adornos en bronce, penetraron en un anchuroso vestíbulo, con techo de madera elegantemente labrada, con cuadros de primer orden, armarios y sitiales, cubriendo las paredes, todo ello de un gusto artístico exquisito, de modo que no había nadie que al entrar, no obedeciera instintivamente la advertencia redactada en verso ó impresa en una tablilla fija en la puerta, la cual prescribía á los visitantes que se enjugaran los pies antes de seguir adelante.

El día había sido sumamente caluroso, y como el ambiente de aquella estancia era en extremo sofocante, maestro Martín acompañó á su huésped al espacioso prangkuchen, que así se llamaba en aquella época, al aposento arreglado, en casa de los ricos ciudadanos, á modo de comedor, sin que sirviera para esto, aunque ostentara los más ricos utensilios de la familia.

—Rosa! Rosa!—gritó al entrar maestro Martín, mientras al mismo instante se abría una puerta y aparecía la hija única del tonelero.

Ay, lector amigo! Qué no pueda atora mismo presentarte á la vista alguna de las obras maestras de nuestro grande Alberto Dürer, para que te hagas cargo cabal del noble semblante de aquellas jóvenes, llenas de gracias, dulces, expresivas, dignas y piadosas que aparecen en sus cuadros! Figúrate uno de esos talles delicados, una de esas frentes redondeadas y blancas como el lirio, ese encarnado de rosa esparcido en las mejillas, unos labios purpúreos como el fruto del cerezo un místico deseo impreso en la mirada y la pupila medio oculta entre la sombra de las cejas, brillando como un rayo de luna entre el espeso ramaje: figúrate unos cabellos sedosos, reunidos en elegantes trenzas: solázate además en la belleza celeste de esas vírgenes y tendrás una idea de Rosa. Cómo podría el narrador de la presente historia presentarte de otro modo el retrato de esta joven encantadora? Permítasele recordar al mismo tiempo á un joven y excelente artista, que ha sabido adivinar el arte la luz de esos buenos antiguos tiempos: refiéreme al pintor alemán Cornelius. Cual la Margarita del Faust, brotada del pincel de Cornelius, cuando pronuncia las palabras: «Ni soy noble ni bella» era la preciosa Rosa, cuando con cándida timidez se sustraía á los presuntuosos elogios, de que solía ser objeto á cada punto.

Rosa se inclinó humildemente ante el consejero, le tomó la mano y se la besó. Las pálidas, mejillas de Paumgartner se colorearon, y como la luz del sol poniente que dora con los últimos rayos la cima de un espeso matorral, brilló en sus ojos por un instante codo el fuego de su juventud perdida.

—Ay!—exclamó—querido maestro, por rico os tenía; pero no tanto que os creyera poseedor del mejor don que pueden conceder los cielos, una hija como la vuestra. Si á nosotros, cascados consejeros, no nos es dable desviar los ojos de una niña tan angelical, podemos enfadarnos con los jóvenes, si al encontrarla en la calle permanecen estáticos y como petrificados, si en la iglesia, por ella se olvidan del predicador, ó en una fiesta, dejan á todos los demás para perseguirla con suspiros, lánguidas miradas y toda suerte de galanteos? Vaya, que con una muchacha como esa, podréis escoger yerno entre la nobleza, ó donde quiera que mejor os plazca!

A estas palabras se arrugó la frente del maestro y ordenó á su hija que fuera por una buena botella de vino añejo y así que ésta se hubo retirado, con las miradas fijas en el suelo, le dijo al consejero:—Es cierto, señor mío, que mi hija está dotada de una rara belleza, y que el cielo además me ha hecho rico; pero cómo habéis podido hablar de este modo delante de ella? Sabed desde ahora que eso de unirla con algún joven noble, no será nunca.

—Callaos, maestro Martín, callaos por Dios,—dijo el consejero sonriendo,—que lo que no cabe en el corazón rebosa por los labios. Creeríais que la helada sangre de mis venas, se ha puesto á hervir en cuanto he visto á Rosa? Hay por lo tanto algún mal en que diga lo que siento, lo que ella misma debe saber sobrado?

Rosa trajo el vino y dos preciosas copas: el maestro llevó hasta el centro de la sala una mesa de madera ricamente esculpida, y apenas se hubieron sentado, y las copas estuvieron llenas, oyóse junto á la puerta ruído de caballos, y en el vestíbulo la voz de un caballero, por lo que Rosa bajó precipitadamente y volvió anunciando que acababa de llegar el anciano señor Enrique de Spangenberg, quien deseaba hablar con maestro Martín.

Al oir estas palabras el maestro corrió con toda la ligereza que le permitían sus fuerzas al encuentro de tan respetable huésped.

III

Centelleaba el vino de Hochheim en las cinceladas copas, desatando la lengua y dilatando el corazón de los tres ancianos. De cuando en cuando el viejo señor Spangenberg, que á pesar de lo avanzado de su edad, conservaba todavía la viveza y la frescura de la juventud, refería donosos episodios de sus verdes años, haciendo las delicias del maestro tonelero, cuyo abultado abdomen se agitaba alegremente, mientras á cada carcajada se lo llenaban de lágrimas los ojos. En cuanto á Paumgartner, olvidaba más de lo acostumbrado su gravedad de consejero, deleitándose en saborear el buen vinillo y los dichos graciosos del noble señor.

Pero cuando al reaparecer la hija del tonelero, llevando en el brazo un lindo cesto, del que sacó unos manteles blancos como la nieve, cuando iba y venía, libera como un pájaro, depositando en la mesa sazonados platos y suplicando lo mismo á los huéspedes que á su padre la dispensaran por lo parco de una cena preparada precipitadamente, cesaron las risas y la alegre conversación. Spangenberg y el consejero seguían con ávida mirada á la encantadora joven, y hasta el maestro repantigado en su sillón, con las manos cruzadas, la observaba satisfecho.

Iba Rosa á retirarse, pero el viejo Spangenberg, con la presteza de un mozo, se levantó, cogió la mano de la doncella, y le dijo con lágrimas en los ojos:—Dulce, bello, adorable serafín! joven encantadora!... y aplicándole dos, ó tres besos en la frente, volvió á su lugar, absorto y pensativo.

Al cabo de un rato propuso brindar á la salud de Rosa.

—Lo merece,—dijo el caballero,—pues en verdad, maestro, que al daros el cielo á esta muchacha, os dotó de un tesoro que nunca apreciaréis lo bastante. De fijo que os valdrá algún día altos honores, pues quién, sea cual fuese su rango, no se tendrá por feliz, en ser vuestro yerno?

—Ya estáis viendo,—dijo Paumgartner,—que el noble señor de Spangenberg, abunda en mis propios pensamientos.

—Sí: pues desde ahora veo ya á la hermosísima Rosa unida con un noble, con luengas sartas de perlas entrelazadas con sus doradas trenzas.

—Pero, mis buenos señores,—dijo maestra Martín con descontento,—por qué habéis de hablar de una cosa, de la cual estoy muy lejos de ocuparme? Mi adorada Rosa acaba de cumplir los diez y ocho años, y á esta edad, una joven como ella no debe pensar todavía en matrimonio. Lo une será después tan sólo Dios lo sabe; pero en todos casos lo que puedo deciros es que nadie ni noble, ni de otra clase poseerá la mano de mi hija, sin que yo antes le tenga y reconozca por hábil y laborioso tonelero, mediante siempre que sea del gusto de Rosa, pues en este punto estoy dispuesto á no violentarla.

Al oir estas palabras Spangenberg y Paumgartner, se miraron con sorpresa, y después de un rato de silencio, el consejero dijóle al maestro;—De modo, que vuestra hija no puede escoger por esposo á nadie que no sea del oficio...

—Que Dios la preserve de ello,—contestó el maestro.

—Pero,—dijo el caballero,—si un hábil maestro de cualquier otro oficio honroso, un joyero por ejemplo, ó algún artista distinguido, os pidiera su mano, después de merecer su afecto, en este caso qué haríais?

—Amigo mío, le diría,—repuso el maestro, echando la cabeza atrás,—como á buen oficial que os supongo, dejadme ver el tonel de doble cabida que habéis hecho como obra maestra!... Y si no pudiera satisfacer tal exigencia, le abriría la puerta amistosamente, y con mucho cumplimiento le mandaría con la música á otra parte.

—No obstante,—replicó Spangenberg,—si esto joven oficial os contestara:—No puedo, en verdad, presentaros tal trabajo, pero llegaos hasta la plaza y echad un vistazo sobre aquella casa que lanza al aire sus torres altas y atrevidas: aquella es mi obra de maestro...

—Vaya, señor mío,—exclamó Martín con impaciencia, interrumpiendo á su interlocutor,—que es completamente inútil la pena que os dais para hacerme cambiar de ideas. Quiero que mi yerno sea de mi profesión, que es la más bella del mundo, pues no debéis figuraros que baste para ser buen tonelero saber colocar á martillazos los aros en las duelas; es menester, además, inteligencia para cuidar y conservar el noble vino, ese don precioso que nos dispensó el cielo, para fortalecernos y vivificarnos; y aún sin movernos de la construcción, no es acaso necesario que sepamos medir y calcular escrupulosamente? Las proporciones de nuestros toneles exigen, pues, de nosotros sólidos conocimientos aritméticos y geométricos. No adivinaríais el alborozo de mi corazón, al colocar un bello tonel sobre los caballetes, para darle la última mano, cuando los mancebos dejan caer cadenciosamente sus mazos sobre los aros!... Clip! Clap! Clip! Clap! Es una música deliciosa! Con qué orgullo contemplo entonces mi edificio completamente acabado, y empuño la gubia, para marcarlo con el honrado sello de la casa! Y hablaréis todavía de los arquitectos? Convengo en que un buen edificio es una obra soberbia; pero yo arquitecto, al se me ocurriera pasar un día por delante de mi obra, y viera á un pícaro holgazán, que la hubiese comprado, echándome desde el balcón una mirada de desprecio, me sentiría avergonzado hasta el fondo del alma, y ganas me vendrían de demoler mi propia obra. En mis construcciones nada de esto puede sucederme, pues sirven para albergar la más noble esencia de la tierra, el vino generoso! Loado sea, pues, mi oficio!

—Vuestro panegírico,—repuso Spangenberg—está perfectamente concebido, y la estima que en él habéis demostrado por vuestro oficio, os honra; pero no por eso me doy por vencido. Permitidme que vuelva á mi primitiva idea y que os pregunte: Qué haríais, si aquí, ahora mismo, se os presentara un patricio á pedir la, mano de vuestra hija? Pues ya sabéis que en la vida se ofrecen ciertos momentos decisivos en que las cosas toman un giro distinto de lo que uno se ha propuesto.

—Pues bien,—exclamó maestro Martín con alguna violencia,—en este caso lo único que podría hacer, sería saludarle con finura y decirle:—Señor mío, si fueseis un buen tonelero..Pero como no lo sois...

—Oid, oid,—interrumpió Spangenberg:—suponed que un día un joven y apuesto gentilhombre, montando un magnífico caballo y seguido de una brillante servidumbre, se detiene ante vuestra casa y os pide la mano de la niña...

—Pues entonces,—gritó maestro Martín, montando en violencia,—correría á cerrar la puerta con llave y cerrojo, y le diría desde el balcón;—Seguid adelante, noble doncel; que no florecen por vos rosas como la que yo guardo: ya sé que os gusta mi bodega, que mis escudos os sonríen, y que los tomaríais de buen grado y mi hija con ellos, como á regalo del trato!... Pero, creedme, seguid adelante!

Al llegar aquí levantóse el viejo Spangenberg, encendidas las mejillas por el rubor, apoyó las manos en la mesa, bajó los ojos y dijo después de una pausa:—Vaya la última pregunta, maestro Martín! Si ese joven fuese mi hijo y si yo me parase con él á los umbrales de esta casa, cerraríais también las puertas? creeríais asimismo que veníamos sólo por vuestra bodega y vuestros escudos?

—Líbreme Dios de imaginarlo siquiera, noble caballero,—repuso el maestro:—os las abriría de par en par, pondría á vuestra disposición y á la de vuestro señor hijo todo cuanto contiene mi morada; pero por lo tocante Rosa, os diría:—Pluguiera al cielo que fuese vuestro noble hijo un excelente tonelero, que Dad te nos convendría como él... Pero vaya, mi buen señor, á qué acosarme con tan extrañas preguntas? Ved aquí olvidados nuestros alegres dichos y las copas sin vaciar, E¡a! quede un lado Rosa y su matrimonio, y brindemos á la salud de vuestro hijo, que es, según me han dicho, un apuesto y cumplido caballero.

El maestro Martín tomó la copa, y Paumgartner siguió su ejemplo, exclamando:—Demos tregua á toda vana discusión: A la salud del joven caballero!

Spangenberg después de apurar la copa, dijo con forzada sonrisa:—Tened en cuenta que todo ello ha sido una chanza de mi parta, pues mi hijo no se ha vuelto loco todavía, para que, olvidando su rango, venga á pediros la mano de la vuestra, cuando puede enlazarse con las más nobles familias y escoger la que más le guste. Con todo, maestro Martín, creo que habríais podido contestarme de un modo más amistoso.

—Es que, mi buen señor, no habría sabido hacerlo de otro modo, si todo cuanto habéis dicho de chanza, lo hubieseis dicho de veras: perdonad mí orgullo, pues como os consta perfectamente, soy el más diestro tonelero que exista en el país; y radie entiende como yo en la conservación del vino. Ya sabéis que nunca me he separado de las excelentes ordenanzas del difunto emperador Maximiliano, que en gloria esté, que me horroriza toda superchería, y que hasta en los toneles de doble cabida no quemo nunca más que la cantidad de azufre indispensable para su conservación; y de todo ello, buenos señores, responda ese vino.

Spangenber aparentó recobrar su primitiva jovialidad, y el consejero cuidóse de dar otro giro á la conversación; pero tal como sucede, cuando se han aflojado las cuerdas de un instrumento, que resisten al vatio esfuerzo del artista, cuando pretende arrancar de ellas los armoniosos acordes que obtuvo en un principio, asimismo los tres ancianos se esforzaban inútilmente en dar agradable sesgo á su conversación. Pronto Spangenberg llamó sus criados y dejó con aire apesarado la casa del maestro Martín, en la que había entrado tan alegre.

IV

Maestro Martín algo turbado, viendo marchar de tan mal humor á su antiguo parroquiano, dijo Paumgartner, quien se disponía asimismo á retinarse después de apurar su último vaso:—No llego á atinar en la significación de las palabras del noble caballero, ni en el motivo de haberse disgustado.

El consejero repuso;—Amigo maestro Martín, seamos francos:—vos sois bueno y honrado, y estáis en lo justo estimando sobre todo lo que con la ayuda de Dios habéis alcanzado: honra y riquezas; pero no es prudente manifestar ese sentimiento con palabras fastuosas, contrarias á los principios de un buen cristiano. Ya en tu reunión de los maestros no habéis estado conforme colocándoos por encima de todos los demás. Admito de buen grado que poseéis sobre todos la inteligencia en el arte que profesáis; pero mostrando vuestra, superioridad de un modo semejante, no lograréis más que excitar celos y descontento. Y en cuanto lo que ahora acaba de pasar, confesad que habéis llevado al colmo esos alardes de orgullo. De fijo no liega vuestra ceguera hasta el punto de no haber adivinado en las chanzas del caballero, oí deseo de probar hasta donde alcanza vuestra loca altivez, y mucho debe haberle mortificado oir que atribuíais á un acto de rastrera codicia cualquiera pretensión de un joven noble á la mano de vuestra hija. Otro gallo os cantara, si cambiando de lenguaje, cuando hizo mención de su hijo, le hubieseis dicho, por ejemplo:—Cómo, respetable señor mío, podría yo resistir á tanto honor? el hecho de presentaros junto con vuestro hijo, bastaría para que olvidara mis más firmes resoluciones. Si hubieseis hablado así, el viejo Spangenberg sin siquiera acordarse de vuestras opiniones, recobrando su buen humor, se habría retirado satisfecho.

—Reñidme bien,—contestó Martín,—que merecido lo tengo, pero cuando el viejo caballero se puso á hacerme una proposición tan extravagante, estaba fuera de mí, y no podía responder de otro modo.

—Y después,—continuó diciendo Paumgartner,—qué obstinación insensata la vuestra, no queriendo dar la mano de vuestra hija, más que á un tonelero! Al cielo, habéis dicho antes, que deseabais confiar su suerte, y ahora con un malhadado capricho os oponéis á los decretos de la Providencia, fijando previamente el estrecho circulo en que pretendéis escoger un yerno; alerta, pues, que ésto puede traeros fatales consecuencias así para vos como para Rosa, y renunciad de una vez á ese pueril antojo indiano de un buen cristiano, dejando obrar á la Divina Omnipotencia, que ella mejor que vos sabrá inspirarle un justo discernimiento.

—Ah, mi buen señor!—repuso maestro Martín, totalmente humillado:—Ahora veo que he obrado muy mal no confiándoos todo lo que hay sobre el particular. Por lo visto y oído imaginaréis sin duda que la resolución de no dar la mano de mi hija más que á un tonelero, dimana tan sólo del alto aprecio en que tengo á mi oficio. Hay para ello otro motivo secreto y maravilloso, y no quiero que saláis de aquí, sin habéroslo confiado, para que no podáis tenerme en mal concepto, ni siquiera hasta mañana. Tomad asiento, y concededme, si os place, unos instantes de atención. Mirad: todavía nos queda ahí una botella de vino añejo, que el malhumorado caballero ha desdeñado.

El consejero estaba maravillado de las familiaridades de maestro Martín tan opuestas á sus costumbres, imaginando que el tonelero ansiaba descargar su Animo de un peso que le oprimía. Una vez sentado Paumartner y en cuanto hubo vaciado un vaso, maestro Martín principió á hablar de esta suerte:

«Ya sabéis que mi excelente mujer me dió á Rosa y murió de sobre parto. En aquel entonces mi bisabuela vivía aun, si puede decirse que vive una pobre mujer sorda, ¿lega, que apenas puede hablar, paralítica de todos sus miembros y postrada en cama día y noche, Rosa acababa de ser bautizada, y la nodriza la temía en sus rodillas, en el aposento ocupado por la viejecita. Al contemplar á la hermosa criatura yo me sentía á la vez tan triste y dulcemente conmovido, que distraído por completo del trabajo, permanecía día y noche junto al lecho de la anciana, envidiando aquel estado de absoluta insensibilidad, que la libraba de los cuidados del mundo; y mientras contemplaba aquel día su rostro macilento, púsose á sonreír de modo tan extraño, que me pareció que iban desapareciendo sus arrugas y recobrando sus mejillas la perdida lozanía. Por último se incorpora en el lecho, cual si estuviera dotada de una fuerza sobrehumana, extiende sus entumecidos brazos, y con voz tierna y sonora exclama:—Rosa! MI querida Rosa!

Levántase la nodriza y deposita á la niña en sus brazos, y figuraos mi asombro y casi diré mi espanto, cuando armándola cariñosamente, oigo que entona con voz alegre la siguiente canción, á modo de Juan Berckler, el mesonero del Espíritu Santo de Estrasburgo:


«Gentil, fresca y sonrosada Rosa, oye mis consejos y ojalá ellos te libren de pesares y cuidados! Sólo Dios reine en tu corazón, huyendo de la liviandad y el orgullo.

»Un amante verdadero te ofrecerá una risueña casita, embalsamada de odoríficos efluvios, en la cua alegres serafines cantarán la felicidad del amor y los piadosos sentimientos.

»Cuando te traiga estos ricos dones, dále en cambio un tierno beso y hazle dueño de tu alma, pues esta casita traerá á la tuya, tesoros, riquezas y ventura.

»Hermosa niña de límpidos ojos, sé atenta á la verdad y goza de la divina bendición».


Concluida esta canción, recostó suavemente á la niña encima de la cama, y aplicándole sobre la frente la temblorosa mano, murmuró algunas palabras incomprensibles pero en la mística expresión de su semblante se leía que estatal la rezando. Enseguida volvió á caer su cabeza sobre la almohada, y cuando la nodriza se llevó á la niña, exhaló un profundo suspiro... Había muerto!

—Maravillosa historia!—dijo el consejero;—mas no veo todavía qué relación existe entre la canción de la bisabuela, y vuestro empeño en no dar la mano de vuestra hija, más que á un tonelero.

—Y nada más evidente, sin embargo,—contestó maestro Martín.—Buscad el sentido de estas palabras, pronunciadas por una anciana moribunda, inspirada sin duda por el cielo y lo veréis. Sabéis quién es el pretendiente que con su casita debe traer la nuestra riquezas, tesoros y ventura? Pues no es otro que el hábil mancebo que venga á construir en mi taller su obra de maestro, su brillante tonel. Y al hablar de esos alegres serafines que deben cantar en la casi la embalsamada de odoríferos efluvios, sabéis á qué se refería? Pues se refería al vino que fermentando en el tonel hierve, zamba y exhala rico aroma. Ya lo veis, pues, la bisabuela no pudo indicar de un modo más claro que Rosa debe casarse con un maestro tonelero, y se casará con él, y no con otro.

—Amigo mío,—repuso el consejero,—veo que interpretáis á vuestro modo las palabras de la viejecita: en cuanto á mí no puedo ceñirme á vuestro parecer, é insisto en pensar, que cumpliríais mejor confiándoos á la voluntad del cielo y las legítimas inclinaciones que se manifestasen en el corazón de vuestra hija.

—Pues bien,—replicó el maestro lleno de impaciencia,—yo persisto en declara de una vez para todas, que no tendré por yerno á quien no sea pasado maestro tonelero.

Poco le faltó para que Paumgartner se enojara ante la obstinación del maestro; sin embargo se contuvo y dijo levantándose de la silla:—Se hace tarde, maestro Martín, harto hemos bebido y charlado: basta por hoy, si así os parece.

Cuando entreambos atravesaban el vestíbulo, les salió al paso una mujer joven, acompañada de cinco chiquillos, de los cuales tendría el mayor unos ocho años y el menor unos seis meses. La pobre sollozaba amargamente Rosa corrió á su encuentro, y exclamó:—Valentín ha muerto! Dios mío! Ahí está su mujer, juntó con sus hijos.

—Cómo! ha muerto Valentín?—exclamó el maestro conmovido.—Oh! Qué desgracia! Qué inmensa desgracia! Figuraos,—dijo dirigiéndose al consejero,—que Valentín era el mejor oficial de mi taller: un hombre honrado, un excelente obrero. Hace algunos días que trabajando en la construcción de un gran tonel, se infirió una herida grave con la doladera: de mal en peor, se apoderó de él una fiebre aguda, y acaba de morir á la flor de la edad.

El maestro se adelantó enseguida hacia la infeliz, que deshaciéndose en lágrimas, se dolía amargamente de verse sumida en la mayor miseria.

—Cómo se entiende?—exclamó aquél.—Qué idea os habéis formado de mí? Trabajando en mi taller se infirió la herida, y pensáis que yo podría abandonaros? Desde ahora pertenecéis á mi casa. Mañana ó cuando queráis, daremos sepultura á vuestro pobre Valentín, y enseguida iréis á habitar la tienda contigua al gran taller, donde trabajo todos los días con mis oficiales. Allí cuidaréis de la casa, y yo mandaré educar á vuestros hijos, cual si fuesen míos. Vuestro anciano padre puede venirse también, que no he olvidado que cuando tenía vigor en los brazos, era un buen tonelero, y si ahora no puede con las duelas ni los aros, todavía sabrá cómo se maneja el cepillo. Así, pues, entendidos, eh? Desde mañana todos á mi casa.

Si el maestro no se hubiera apresurado á sostener á la infeliz, ésta habría caído al suelo al peso del doler y la ternura: sus dos hijos mayores se agarraron. la ropilla del buen tonelero, mientras los más jóvenes, que Rosa había tomado entre sus brazos, extendían hacia él sus manecitas, cual si lo hubieran comprendido todo.

El viejo Paumgartner, chispeándole dos lágrimas en los ojos, exclamó sonriendo: Maestro Martín, es imposible enfadarse con vos; y salió en dirección de su casa.

V

En el verde césped de una colina, y á la sombra de gigantescos árboles, hallábase recostado un joven jornalero, de simpático aspecto, llamado Federico, Tocaba el sol á su ocaso, y allá en el horizonte resaltando sobre el purpúreo crepúsculo, extendíase sentada en una vasta llanura la imperial ciudad de Nuremberg, con las flechas de sus soberbios campanarios, doradas á los fuegos del poniente. Apoyándose en su saco de viaje, el joven mancebo paseaba sus miradas por el valle: cogió después algunas flores de las que esmaltaban el césped y arrojó sus hojas al aire: vagaron de nuevo sus miradas por el horizonte y brillaron algunas lágrimas en sus ojos. Levantó por último la cabeza, abrió los brazos como para ceñir á una adorada imagen y luego cantó con armónico acento:


«Al fin vuelvo á tu seno, patria mía: A pesar de la ausencia, no por eso mi corazón te abandonó.

»Brillad, purpúreo destello y dulce flor del amor, que con vosotros mi ardiente corazón ansia lanzarse á un sitio de delicias las más puras, sin sucumbir al dolor ni al gozo.

»Y tú, mágico rayo del dorado crepúsculo, sé riel mensajero y transmite á mi adorada mis lágrimas y suspiros.

»Y si muero y te pregunta qué ha sido de mí, dile:—Su corazón no late: el amor le ha muertos».


Después de haber cantado, sacó de su mochila un pedacito de cera, lo ablandó entre sus de-dos y empezó á modelar una preciosa rosa, con todos sus delicados pétalos. Iba murmurando todavía algunas estancias de la canción, y atareado y absorto en sus ideas no percibió á otro joven que, parado á su espalda, hacia ya un buen rato que examinaba su trabajo.

—Hola, amigo!—dijo éste por fin,—sabéis que acabáis de hacer una obra artística admirable?

Federico levantó la vista con sorpresa; pero leyendo algo expresivo y amistoso en la del interpelante, se le figuró que era un conocido de toda su vida, y le contestó sonriendo:—Oh, caballero! Cómo podéis hacer caso de esa bagatela, que no pasa de un entretenimiento de viaje?

—Bagatela!—repuso su interpelante.—Bagatela una flor como ésta, que envidiaría la misma naturaleza! Para llamarla así preciso que seáis un consumado artista, y os debo por lo tanto una doble satisfacción, pues en un principio vuestro canto me conmovió, y ahora como á escultor acabáis de admirarme. Puedo preguntaros á dónde pensáis dirigiros?

—El término de mi viaje,—repuso Federico,—está ahí, á nuestra vista: vuelvo á mi país natal, la célebre ciudad de Nuremberg, empero como el sol ha llegado á su ocaso, pienso pasar la noche en la vecina aldea. Mañana, con el alba proseguiré mí camino, para llegar antes del mediodía á la ciudad.

—Bravo!—exclamó el desconocido palmoteando con alegría:—ambos llevamos la misma dirección, pues yo también voy á Nuremberg; pasaremos la noche juntos y juntos seguiremos hasta la ciudad. Vaya, pues, prosigamos Ta interrumpida conversación.

El desconocido, llamado Reinoldo, sentóse en la hierba junto á Federico y continuó diciendo:—Mucho me engaño ó sois un hábil fundidor: por lo que acabo de ver, seguramente labraréis oro ú plata.

Federico bajó los ojos con tristeza, y contestó con humildad:—Caballero! no merezco tan alta opinión: debo confesaros francamente que mí oficio es el de simple tonelero, y que voy á Nuremberg trabajar en casa de un reputado maestro. Quizás vais á retirarme vuestro aprecio, al saber que en vez de cincelar y fundir soberbias estatuas, todo mi arte se reduce á poner aros en cubas y toneles.

Reinoldo soltó á estas palabras una exponte nea carcajada, exclamando:—Tiene gracia el caso! Podría despreciaros porque sois tonelero!... Y qué diríais, si supierais que yo también lo soy?

Federico le miró un rato con fijeza y casi con desconfianza, pues ni el porte ni los modales de Reinoldo se parecían en nada á los de un mancebo tonelero, yendo de viaje. Su jubón de paño negro de admirable finura, festoneado de rico terciopelo, su elegante gorguera, su corta y ancha espada y su gorra en la cual se mecía una prolongada pluma, le daban todo el aíre de un rico mercader, y sin embargo, sus facciones y toda su persona, bien consideradas, tenían un no sé qué, que desmentía semejante suposición.

Reinoldo notó las dudas de Federico y sacó de su maleta el mandil de cuero y algunas herramientas del oficio, diciéndole:—Mira, pues, Amigo... Lo ves? Dudarás todavía de tu camarada? Comprendo que mi traje te sorprenda; pero vengo de Estrasburgo y allí no hay tonelero que no vista como un noble. Te confesaré que en otro tiempo también como tu, había pensado en seguir otra carrera; pero ahora el oficio me seduce, y en él tengo cifradas todas mis esperanzas, Acaso no te sucede lo mismo, camarada? Pero parece que una nube sombría ha venido á oscurecer los rayos del claro sol de tu juventud y á turbar la luz de tus miradas. La canción que entonabas poco há exhalaba dolorosos deseos, sus acordes han penetrado en mí alma, y me parece que adivino lo que pasa en la tuya. Esta es una razón de más para que puedas confiarte á mí, pues en Nuremberg vamos á vivir como camaradas, verdad, mi buen amigo?—dijo enlazándole por la cintura y mirándole con aire amistoso.

Federico le contestó:—Cuanto ni más te contemplo más simpatizo contigo, pues tu voz resuena en mi pecho como el eco de la de un espíritu protector. Voy, pues, á contártelo todo, no porque un pobre muchacho como yo tenga secretos, sino porque veo que mis dolores encuentran en tí un amigo generoso, pues desde que te ví, te miro como á un hermano. Soy, conforme te he dicho antes, tonelero, y me atrevo á vanagloriarme de conocer bastante mi oficio; pero ya en mi infancia me sentía inclinado á un arte superior; envidiando la gloria de los escultores y artífices en plata, tales como Pedro Fischer y el italiano Benvenuto Cellini. Trabajaba con ardor en casa de Juan Holzschuer, el mejor cincelador del país, quien sin hallarse por esto en estado de esculpir, me daba excelentes lecciones. En su casa veía amenudo á Tobías Martín, maestro tonelero, y á su hija la encantadora Rosa, y sin darme cuenta me enamoré de ella. Salí de Nuremberg y me fuí á Augsburgo, deseoso de perfeccionarme en el arte que profesaba; pero entonces cabalmente fué cuando prendió en mi el fuego del amor: no oía, ni veía más que á Rosa, ni pensaba en otra cosa que en los medios de hacerla mía. Adopté por fin el único que podía llevarme á esta felicidad. Sabía que su padre no concederla su mano más que al tonelero que, mereciendo el aprecio de la hermosa niña, construyera en sus talleres la obra de maestro. Abandoné pues, mi primitiva profesión y aprendí el oficio de maestro Martín, y ahora voy á casa de éste; pero al pisar el suelo natal, al aparecerse ante mis ojos la risueña imagen de mi adorada, el temor, la turbación y la ansiedad embarcan mi ánimo, y más que nunca siento lo insensato de mi empresa, pues ignoro aun si Rosa me corresponde, y si nunca llegará á amarme.

Reinoldo escuchó esta historia con creciente interés: al terminar su amigo, inclinó la cabeza y llevando la mano á los ojos, le preguntó con voz apagada:—Rosa te ha dado alguna prueba de amor?

—Por mi desgracia,—contestó Federico,—Rosa era una niña cuando salí de Nuremberg: sé que no la disgustaba, y hasta me sonreía cuando cogía flores en el jardín de Holzschner, para tejerle guirnaldas, pero...

—Así no se ha perdido la esperanza,—exclamó Reinoldo con transporte y acento tan impetuoso, que Federico le contempló atontado. Al decir estas palabras se puso en píe, resonó su espada y los opacos resplandores de la noche, prestaron á su, poco antes, dulce fisonomía, una expresión siniestra.

—Qué te sucede?—le preguntó el angustiado Federico, poniéndose también en pie, mientras retrocediendo algunos pasos y tropezando con la maleta de Reinoldo, oíase resonar un instrumento de cuerda.—Cuidado con mi laúd, bárbaro!—gritó Reinoldo.

Et instrumento estaba atado en la maleta: Reinoldo lo tomó y pulsó las cuerdas con tanta violencia, que se hubiera dicho quería hacerlas trizas; pero el tañido se hizo al poco rato dulce y melódico.

—Vamos, hermano mío!—exclamó por fin,—bajemos á la aldea, que tengo entre mis manos un buen remedio para alejar á los malos espíritus que pudiéramos encontrar, que debo yo temer más que tú.

—Qué tienen que ver con nosotros los espíritus malignos?—repuso Federico—Al oirte tocar, experimento un Indecible encanto: prosigue!

Parpadeaban las estrellas en la azulada bóveda: murmuraba la brisa nocturna en el perfumado valle, y el rumor de los arroyos mezclábase al de las agitadas copas de los árboles. Los dos mancebos bajaron la colina, Reinoldo tocando, cantando Federico y sus apasionados acordes se los llevaba el viento. Llegados á la posada, el primero se desembarazó de maleta é instrumento, y abrazó á Federico, que sintió humedecidas sus mejillas con las ardientes lágrimas de su joven camarada.

VI

Cuando Federico despertó al día siguiente, vió que su amigo, que la víspera se había acostado en un lecho de paja junto al suyo, había desaparecido, y como no viera tampoco ni el laúd, ni la maleta, creyó naturalmente que Reinoldo había emprendido otro camino. Pero al poner el pie fuera de la posada, su amigo le salió al encuentro, con la maleta al hombro y el laúd debajo del brazo, sin pluma en el gorro, ni espada en el cinto, llevando en vez del rico jubón un traje ordinario de color pardo.

—Hola, camarada,—dijo al notar la extrañeza de Federico,—ahora si que vas á tomarme por mancebo tonelero, es verdad que si? Pero oye: por estar enamorado has dormido como un lirón: mira el sol cuán alto está; en marcha, pues.

Federico abismado en sí mismo seguía silencioso, sin casi contestar á sus preguntas, ni hacer caso de sus chanzas al paso que Reinoldo corría á derecha é izquierda como un loco, cantaba y echaba su gorro al aire; pero también fue poniéndose taciturno tí medida que se acercaban á Ciudad.

Llegados á la muralla, le dijo Federico:—Estoy tan conmovido, que no puedo dar un paso más: descansemos un rato á la sombra de esos árboles. Y se dejó caer en el césped.

Reinoldo se sentó su lado, y le dijo:—Ayer tarde, hermano mío, me tomabas por un ente muy extraño pero al hablarme de tu amor y confiarme tus aflicciones, mil ideas me cruzaban el cerebro y me habría vuelto loco, sí lo acordes del laúd no hubieran alejado á los espíritus malignos que me perseguían. Esta madrugada, al saltar de la cama, se deshizo la fantasmagoría al primer rayo del sol, y recobré mi jovialidad habitual: arrojéme fuera del mesón, divagué un rato por el bosque, y un enjambre de gratos pensamientos vino á halagarme. Tensé en nuestro feliz encuentro y en la misma confianza que nos inspiramos, y se me vino á las mientes cierta historia que ocurrió en Italia, cabalmente hallándome yo allí. Quiero contártela, porque es un ejemplo elocuente de lo que puede una amistad verdadera.

Un noble príncipe, celoso protector de las bellas artes, ofreció un cuantioso premio al mejor cuadro que se le presentara, sobro determinado asunto, muy bien escocido, por cierto: pero sumamente difícil. Dos jóvenes pintoras, unidos en estrecha amistad, resolvieron concurrir al premio, y comunicándose mutuamente el proyecto, reflexionaron juntos sobre los medios de vencer las dificultades. El mayor, muy fuerte en diseño y composición de sus grupos, concibió y bosquejó el plan con admirable facilidad, en tanto que el menor desalentado en sus primeros ensayos, hubiera renunciado á la empresa, si su amigo no le hubiese sostenido y ayudado con sus consejos. Cuando principiaron la obra, el más joven, que por su parte dominaba el arte del colorido, hizo á su camarada tan excelentes indicaciones, y éste supo aprovecharlas de tal modo, que así como el menor nunca había dibujado tan correctamente, tampoco el mayor había nunca empleado el color con tanta maestría. Los dos pintores, concluida que hubieron su obra respectiva, se echaron, en brazos uno de otro, se felicitaron recíprocamente, y cada uno adjudicó al otro el premio ofrecido. El más joven lo obtuvo, y exclamaba confuso y avergonzado:—Por qué me han dado un premio que de derecho corresponde á mi amigó? Qué hubiera hecho yo sin sus consejos y su auxilio?—Acaso tu no me serviste con los tuyos?—contestaba el mayor.—Mi cuadro no carece de algún mérito, lo confieso; pero el tuyo ha sido justamente laureado, pues le supera en mucho. El deber de dos buenos amigos estriba en marchar noblemente á un mismo objeto, y entonces el lauro del vencedor honra al vencido. Ahora te quiero más que nunca, pues el justo triunfo que acabas de alcanzar, refleja en mí...»

—No es verdad, Federico, que este pintor tenía razón? Un mismo objeto, una ambición misma deben contribuir á estrechar los vínculos de dos buenos amigos, lejos de relajarlos, pues la envidia y el odio no caben en pechos generosos.

—Exactamente, exactísimamente, Reinoldo,—repuso Federico.—Es posible, hermano mío, que presto nos veamos los dos en Nuremberg, construyendo en competencia nuestra pieza de maestro, un hermoso tonel de doble fondo, acabado sin fuego; pero presérveme el cielo del menor resentimiento ni de celos, si lo haces tú mejor que yo.

—Bravo, bravo!—exclamó Reinoldo sonriendo:—no dudo que el tuyo merecerá el pláceme de los mejores maestros; pero si te falta un hombre en lo concerniente á calcular las dimensiones exactas y el diámetro de sus aros, aquí lo tienes. Fía en mi también para escoger la calidad de la madera, que entre mil distingo yo á un tablón de encina, cortado en invierno, libre por consiguiente de carcoma, de nudos y grietas: dispón en todo de mi brazo y de mis consejos, que no por eso dejaré de trabajar con ardor en el mío...

—Pero Dios del cielo!—exclamó Federico, interrumpiendo á su amigo:—a qué discurrir sobre este tema?... Somos acaso rivales?... Aquí se trata de Rosa únicamente, y como yo... Dios mío! no sé lo que me pasa!

—Vamos, hermano,—dijo Reinoldo siempre riendo,—ni siquiera pensaba en Rosa, y estás soñando, si lo crees. Levántate y concluyamos el viaje.

Federico obedeció, prosiguiendo el camino con aire inquieto, y al llegar á la posada, donde se lavaron y quitaron el polvo, dijo Reinoldo á su camarada:—No sé en verdad á quien ofrecer mis servicios, no conozco nadie en Nuremberg, y si tu pudieras acompañarme á casa del maestro Martín, tal vez me recibiría en su taller.

—Gracias por tu idea, amigo mío,—exclamó Federico: acabas de librar á mi corazón de un grave peso, pues me parece que á tu lado me siento con valor para vencer mi timidez y embarazo.

Los dos se dirigieron á la morada del famoso tonelero, cabalmente el domingo que el nuevo síndico había escogido para obsequiar á sus electores. Al entrar en la casa oyeron el choque de los vasos y el confuso tumulto de un alegre banquete.

—Tal vez llegamos en mala ocasión.—dijo Federico algo desazonado.

—Al contrario,—contestó Reinoldo,—orco yo por mi parte, que ni que la hubiéramos escogido, pues bailándole de banquete, el maestro estará por fuerza de buen humor y dispuesto acogernos favorablemente.

Al poco rato de haberse hecho anunciar, apareció el maestro Martín, endomingado y con la punta de la nariz y las mejillas algo coloradas. Al reconocer á Federico.—Hola, muchacho,—exclamó;—por fin estás de vuelta! sé muy bien venido! supongo que habrás abrazado la profesión de tonelero... Será bonito ahora ver al señor de Holzschner, que no oye hablar de tí sin hacer terribles aspavientos, y decir que se ha perdido un gran artista, puesto que habrías acabado por hacer figuras como las de nuestra iglesia de San Sebaldo, ó las que vemos en casa Fugger de Augsburgo!... Pero ya comprenderías que todo esto es pura cháchara, y que has obrado cuerdamente entrando por el buen caminen. Vaya, vaya! Sé mil veces bien venido!

Diciendo así, le abrazó por encima de los hombros, estrechándole contra su barrigón y Federico reanimado ante tan amistosa acogida, libre ya de cortedad, solicitó del maestro que no sólo á él, sino á su compañero, les diera ocupación en su taller.

—No hay inconveniente,—contestó el maestro,—y á fe que no podíais llegar más ó tiempo, pues el trabajo aumenta de día mi día, y necesito brazos. Sed, pues, entrambos bien venidos! Dejad aquí las maletas de viaje y pasad adelante: ya casi acabamos de comer, sin embargo podréis todavía sentaros á la mesa, y Rosa cuidará de vosotros.

Maestro Martín reapareció en la sala, acompañado de entrambos mancebos. Sentados entorno de la mesa estaban los respectivos maestros, y con ellos el digno Jacobo Paumgartner, todos con el rostro alegre y satisfecho. Acabábanse de servir los postres y brillaba en las copas el vino generoso. Todos los comensales hablaban en alta voz y todos de cosas diferentes, imaginando cada uno que los restantes le escuchaban y riéndose todos sin saber por qué. Pero cuando el maestro, llevando de la mano á los dos jóvenes, les presentó á la concurrencia como á diestros oficiales de buenos informes, que iban á entrar en su taller, reinó el más profundo silencio y todas las miradas se fijaron en los dos apuestos mancebos. Reinoldo paseó la suya por la salar con orgullo, mientras Federico, fijos los ojos en el suelo, daba vueltas al gorro que tenía entre las manos. El maestro les señaló sitio en uno de los extremos de la mesa, que era precisamente el mejor, pues al poco rato Rosa se sentó entre ellos y les sirvió delicados platos y excelente vino.

Era encantador ver á la preciosa niña con un joven á cada lado, rodeados de todos aquellos barbudos maestros; parecían una de aquellas purpúreas nubecillas matutinales que á veces se destacan sobre la oscuridad del cielo, ó bien tres arbustos primaverales cubiertos de flores entre la mustia hierba del campo.

Lleno de beatitud Federico apenas se atrevía á respirar, y con la vista fija en el plato y sin probar bocado, echaba á hurtadillas una que otra mirada, que revelaba su emoción. Reinoldo, por el contrario, fijando sus ojos de fuego en la hermosa joven, le contaba sus largos viajes con tanto ardor é interés, que Rosa permanecía extasiaría. Sus ojos sus oídos, todas sus potencias estaban pendientes de los labios del galante doncel, quien no decía nada, que no se le representara á aquella en mil variadas formas, vivas y palpables, hasta que se dejó coger y estrechar la mano contra el corazón por el mancebo.

—Pero y tú, Federico,—exclamó repentinamente,—por qué estás inmóvil y silencioso? Vaya, brindemos á la salud de la bella y graciosa señorita, que tan gentilmente nos ha regalado.

Federico levantó con mano temblorosa la copa que Reinoldo le había llenado hasta el borde, y éste le obligó á vaciarla hasta la última gota.—Ahora, la salud de nuestro dino maestro,—dijo Reinoldo, llenando nuevamente las copas, y presentando la suya á Federico, quien al poco rato sintió que los vapores del vino se le subían á la cabeza, y que le hervía la sangre en las venas.

—Ah!—exclamó sonrojándose:—nunca había experimentado un bienestar semejante! Qué bien me siento!—Y viendo que Rosa, que podía haber interpretado estas palabras de distinto modo, le sonreía con ingenua dulzura, dijo, libre ya de timidez:—Querida Rosa, quizás ya no os acordáis de mí!...

—Oh, señor Federico!—contestó Rosa bajando los ojos,—cómo hubiera podido olvidaros en tan poco tiempo? Aunque entonces era yo muy pequeñita, recuerdo que cuando íbamos á casa del viejo Holzschner, os dignabais jugar conmigo, y buscar siempre un nuevo pasatiempo con que divertirme Todavía conservo como un recuerdo precioso aquel cestito de filigrana de plata, tan lindo, que me regalasteis por Navidad.

Brillaron dos lágrimas en los ojos extasiados del joven; trató de hablar; pero no pudo exhalar más que estas palabras entrecortadas por profundos suspiros:—«Rosa!... Querida Rosa!... Rosa de mi corazón!

—Siempre deseé volveros á ver por aquí,—prosiguió diciendo la joven;—pero nunca hubiera dicho que abrazarais el oficio de tonelero. Cuando pienso en aquellas cosas tan lindas que sabíais hacer en casa del señor Holzschner, me parece que es lástima que hayáis renunciado á vuestro arte!

—Ah, querida Rosa! si renuncié al arte á que me sentía inclinado, fue sólo por vos!

Pero apenas hubo pronunciado Federico estás palabras, hubiera querido que la tierra se hubiera abierto á sus pies, tal era el rubor que le produjo la confesión que se escapó de sus labios. Rosa pareció haberlo adivinado todo, le volvió la cabeza, mientras el pobre mancebo, murmuraba en vano algunas excusas»

En esto Paumgartner golpeaba la mesa con el mango de su cuchillo, para anunciar que el digno maestro Volrad iba á cantar. Este no se hizo de rogar mucho tiempo, y cantó al estilo de Juan Vogelgesang una canción tan bella que puso alegre el corazón de todos los convidados, incluso el del atortolado Federico. A ésta siguieron otras en diverso estilo, diciendo al terminar, que sí alguno de los allí reunidos profesaba el arte del canto, era preciso que se dejara oir.

A esta invitación se levantó Reinoldo y dijo que sí se le permitía acompañarse con el laúd, á la moda italiana, cantaría también, conservando empero el ritmo alemán, y como nadie se opusiera, después de algunos graciosos preludios, cantó lo siguiente:


«El precioso manantial del vino perfumado, dónde está? Apliquemos el oído sobre el redondeado tonel y oiremos el dulce murmullo de sus doradas ondas.

»Y qué mortal protege con cuidado y conserva con arte el precioso manantial? Ya lo sabéis: el diestro, el bravo tonelero!...

»Placeres amorosos, ardorosos goces del vino, encantos de la vida, todo, todo se debe al tonelero.

»Viva, pues, el tonelero... y viva el vino!»


Esta sencilla canción fué el encanto de los comensales, y especialmente de maestro Martín, cayos ojos radiaban de entusiasmo. Sin parar mientes en Volrad que decía que el mancebo imitaba muy bien el ritmo de Juan Muller, se levantó de su asiento y exclamó, agitando la enorme copa, que debía dar la vuelta á la mesa:—Ven acá, ven acá, bizarro tonelero y alegre trovador, acércate á vaciar esto vaso con tu patrón!...

Reinoldo obedeció, y al volver á su asiento, murmuró al oído del melancólico Federico:—Ahora te toca á tí: canta la canción de ayer tarde.

—Estás loco?—le dijo Federico con enojo, mientras Reinoldo exclamaba dirigiéndose á la concurrencia:—Señores, aquí está Federico, que sabe muchas y más agradables canciones que las mías; pero como está algo ronco por efecto del polvo del viaje, otro día os dará á conocer su admirable talento.

Apenas hubo dicho estas palabras, pusiéronse todos á alabar á Federico, cual si hubiese cantado realmente: algunos maestros pretendieron que su voz sería más pastosa que la de Reinoldo y Volrad, después de haber vaciado otro vaso sostuvo como una cosa evidente, que el método de Federico estaba más conforme con el buen gusto alemán que el de Reinoldo, que participaba demasiado del italiano. En cuanto á maestro Martín echando la cabeza atrás y golpeándose el abdomen, exclamaba:—Entrambos son mis mancebos, es decir, los mancebos del maestro tonelero Tobías Martín de Nuremberg.

Todos los comensales demostraron su asentimiento con la cabeza, y saboreando las ultimas ilotas de sus anchas copas, decían:—Sí, sí, vuestros son!... Los bizarros mancebos del maestro Martín!

Finalmente, se separaron para ir á descansar, mientras Reinoldo y Federico eran conducidos á dos lindos aposentos que el maestro Martín había mandado disponer al efecto en su misma casa.

VII

Cuando hacía algunas semanas que los dos mancebos trabajaban en el taller de maestro Martín, éste echó de ver que Reinoldo no tenía rival en lo concerniente á medidas y proporciones y en buen golpe de vista, respecto á la curvatura de las duelas y al diámetro de los aros; pero que no era lo mismo tratándose de manejar la liádmela, el martillo ó cualquier otro de los utensilios, pues al poco rato de empuñarlos se sentía fatigado, y adelantaba muy poco, Federico al revés, no conocía cansancio en esta clase de trabajo. En lo que realmente se parecían era en su inmejorable conducta, distinguiéndose Reinoldo además por su inagotable buen humor. Entrambos no daban descanso á la garganta, principalmente cuando aparecía Rosa por el taller, pues sus voces se unían entonces en grato concierto; y si Federico, contemplándola furtivamente tomaba un acento demasiado melancólico, Reinoldo se apresuraba á entonar una canción jocosa, que él mismo había compuesto, cuyo estribillo, que decía


«El tonel no es la guitarra,
ni la guitarra el tonel»,

tenía la virtud de hacer caer el cepillo de las manos del maestro Martín, quien las llevaba á las hijadas, para no reventar de risa. Por lo demás los dos amigos, habían sabido captarse las buenas gracias de su patrón, y era de notar que Rosa aprovechaba las menores coyunturas para ir ni taller con más frecuencia y permanecer en él más tiempo de lo acostumbrado.

Un día el maestro entró pensativo en el taller de verano: Reinoldo y Federico daban la última mano á una tinajita, y el maestro cruzándose de brazos, les dijo:—No puedo expresaros, mis buenos mancebos, cuán contento estoy de vosotros; sin embargo me hallo muy embarazado, pues escriben de las orillas del Rhin, que la vendimia será este año abundante como nunca se haya visto. Ya predijo un sabio que el cometa que hace poco vimos brillar en el cielo, fecundizaría la tierra con sus maravillosos rayos, de modo que todo el calor que encierra y templa los más duros metales, se esparcirá por la superficie de la tierra y renovara la savia de las cepas enfermizas, cuyos sarmientos casi se desgajarán al peso de los frutos, La constelación reaparecerá de aquí á trescientos anos. Por consiguiente vamos tener trabaja á manos llena: precisamente el venerable obispo de Bamberg me acaba de encargar una gran tinaja, y como nosotros solos no podemos hacer frente á todo, no tengo más remedio que buscar á otro mancebo; y aun cuando veis lo necesito de un modo apremiante, no estoy dispuesto bajo ningún concepto á tomar al primero que se presente. Si conocéis pues, á algún buen oficial que sea de vuestro gusto, decídmelo y mandaré por él al momento, cueste lo que cueste.

No había pronunciado el maestro la última palabra, cuando á sus espaldas un Joven a¡Lo y robusto, exclamé con voz atronadora:—Hola... eh! No es aquí el taller de maestro Martín?

—Este es,—contestó el maestro avanzando hacia el desconocido;—mas para preguntarlo no teníais necesidad de alborotar de este modo, ni de estar golpeando los toneles, que no se entra así en casa de la gente honrada.

—Hombre, quizás seáis el mismo maestro en persona, pues en ese enorme barrigón, en la doble barba, los ojos brillantes y la nariz rabicunda, reconozco el retrato que de vos me han techo. Si es así, se os saluda, maestro!

—Bueno, qué se os ofrece?—preguntó el tonelero con sequedad.

—Yo soy,—contestó el joven,—mancebo tonelero, y venía á ver si podíais ocuparme?

El maestro retrocedió algunos pasos y examinó de pies á cabeza al desconocido, Admirado de la coincidencia de presentársele un oficial, cabalmente en el momento de estarlo deseando. El joven sostuvo el examen mirándole con audacia, y después que el maestro hubo considerado el ancho pecho, la musculatura vigorosa y las robustas manos del joven, exclamó:—Pues éste es el hombre que me hace falta; supongo que tendréis los certificados del oficio en regla...

—Cabalmente ahora no los traigo,—dijo el mancebo; -pero me los procuraré cuanto antes: desde este momento empeño mi palabra de que trabajaré con celo y fidelidad, y esto debe bastaros.

Y sin esperar siquiera contestación, arrojó gorro y maleta, se puso en mangas de camisa y se ciñó el delantal diciendo:—Vamos á ver, maestro, qué trabajo he de empezar?

Aturdido el tonelero ante los rudos modales del desconocido, después de reflexionar algunos instantes, le dijo:—Puta bien, mostradme lo que valéis, abriendo el agujero en la compuerta de ese tonel que esta encima del caballete.

El joven terminó lo que acababan de encomendarle con un vigor, una celeridad y un aplomo verdaderamente notables, exclamando después á carcajada suelta:—Os queda todavía alguna duda acerca de mi capacidad ó instrucción? Pero, vamos; ver,—dijo paseándose por todos lados y escudriñándolo todo,—cómo estáis de utensilios.—Qué es ese mallete, servirá para divertir á los chicos?... Y esa doladera? Vaya, ya entiendo; para los aprendices—Y diciendo esto blandía á un tiempo sobre su cabeza, cual sí fueran tenues juguetes, el maso que apenas Reinoldo podía menear y la chula de que se servía maestro Martín en persona. Después hizo rodar con la misma facilidad que si hubieran sido pequeños barrilones, los más gruesos toneles que había en el taller, y empuñando por último una duela enorme todavía en bruto:—Hola!—exclamó,—buena encina! Esto se romperá como un pedazo de vidrio!—Y haciéndola chocar contra una piedra la dividió con estrépito en dos pedazos.

—Cuidado, muchacho!—exclamó maestro Martín.—Quieres hundirme ese tonel de doble medida y echar Ene á perder todo el establecimiento? En este taso toma, esta viga por apretador, y para doladera mandaré á la casa de la Ciudad por la espada de Rolando, que tiene tres varas de largo.

—Esto es lo que yo necesitaría,—dijo el joven con una mirada brillante; pero bajando los párpados dulcificó la voz para añadir:—Pensé maestro, en un principio; que para vuestros trabajos necesitabais un mancebo vigoroso, por lo que tal vez me he adelantado demasiados pero señaladme el trabajo que queráis y no me saldré de vuestras instrucciones.

Maestro Martín le echó una penetrante mirada, después de la cual tuvo que confesar que nunca había visto semblante más honrado ni más noble, y hasta tal extremo le fué simpático que sus facciones parecían recordarle vagamente las de alguien á quien él había querido en extremo, sin que pudiese precisar quién fueran Inútil es decir, pues, que accedió á los deseos del mancebo, robándole, no obstante, que lo más pronto posible se proveyera de los tonificados del gremio.

En tanto Federico y Reinoldo ponían aros á un tonel, y siempre que en ello se ocupaban, tenían la costumbre de acompasar la cadencia de los mazos con una canción á estilo de Adam Ouschmann. Al oirles cantar Conrado, que así se llamaba el nuevo mancebo, exclamó:—Hola? A qué viene ese maullido? Se diría que se han reunido todos los ratones del taller para ponerse á silbar. Si queréis cantar algo muchachos, haced que alegre el corazón y dé ánimo para el trabajo; y si no sabéis qué, oídme que voy daros el ejemplo.—Y entonó una estrepitosa canción de caza, en la cual los gritos salvajes de los cazadores se mezclaban á los ladridos de la trailla, con voz tan retumbante, que resonaba en el fondo de los toneles y el taller parecía venirse abajo. El maestro se tapó los oídos con entrambas manos, y los chiquillos de Marta, la viuda de Valentín, que estaban jugando por el taller, corrieron á esconderse debajo de una rima de maderas. Al mismo tiempo aparecía Rosa, sorprendida por aquel estrépito.

Así que la vio, Conrado se calló, y adelantándose hacia ella y haciéndole un saludo muy cortés, le dijo con dulzura:—Hermosa señorita, qué bello rayo de luz rosada ha caído en el taller así que habéis entrado! En verdad, si hubiese sabido que estabais tan cerca, me hubiera guardado muy bien de destrozaros los oidos con la malhadada canción de caza. Y vosotros,—dijo dirigiéndose al maestro y á los dos mancebos,—hacedme el obsequio de suspender ese martilleo atronador, que mientras la graciosa señorita se digne honrarnos con su presencia, deben holgar los útiles, y no oirse otro rumor que el de su voz hechicera, á fin de que nos sea dable prosternarnos como humildes servidores, ante las órdenes que se digne darnos.

Federico y Reinoldo se miraron un rato, como aturdidos, paro el maestro escapándole la risa, exclamó:—Por vida mía, ese Conrado es el mayor loco que ha ceñido jamás el delantal de tonelero!. Llega aquí con un aire de perdona vidas, que no parece sino que está dispuesto á hacer trizas con todo lo que se le presenta, después empieza á ahullar hasta rompernos los tímpanos, y ahora para colmo de extravagancias, trata á mi Rosita cual si fuera noble dama y te echa piropos de enamorado gentilhombre.

—Maestro,—repuso Conrado,—es que sé lo que vale vuestra hija, y cuando digo que es la más noble señorita de la tierra, lo digo por ser así. Así pues, permita Dios que encuentre lo que merece! esto es, que un opuesto gentil hombre la ame con fidelidad y se ofrezca á sus plantas, rendido paladín...

Maestro Martín tuvo necesidad de llevarse las manos á los hijares para no desternillarse: por último dijo, dominándose:—Todo esto está muy bien, guapo mozo, llámala señorita y noble y lo que te dé la gana; pero vuelve á tu trabajo.

Conrado permaneció un rato como clavado en el suelo, y después, pasándose la mano par la frente:—Es muy justo,—murmuró obedeciendo. Rosa en tanto, como tenía por costumbre, siempre que se ha haba en el taller, tomó asiento encima de un barrilito que le trajo Federico y que espolvoreó Reinoldo con esmero, y entrambos á instancias del maestro reanudaron la canción interrumpida por Conrado, quien se puso á trabajar en silencio.

Concluída la canción, maestro Martín dijo:—El cielo os ha dispensado, mis buenos muchachos, un precioso don, pues no podéis figuraros hasta qué punto estoy prendado del arte del canto. Allá en mis mocedades tuve mis pretensiones á aprenderlo, pero en vano hice toda clase de esfuerzos, pues nunca llegué á alcanzar más que burlas y disgustos, en cuantos conciertos tomé parte, alargan fío ridículamente las cadencias, parándome á la mitad de un acorde, ó bien intentando vanos gorgeos en los cuales solía quedarme con la voz al aire. Vosotros lo hacéis mejor y ser á justo y bueno que se diga que allí donde no pudo llegar el maestro Martín, han llegado sus mancebos. El próximo domingo, después del sermón, hay concierto en la iglesia de Santa Catalina, y allí, libres como sois de tomar parte de él, creo que os pueden caber buenos aplausos, pues no os falta talento para conseguirlos. En cuanto ti,—dijo dirigiéndose á Conrado,—podrías también aparecer en el palenque y ver si dispersabas á la concurrencia con tu célebre canción de caza...

—No os burléis de mi,—dijo Conrado.—Cada cosa en su lugar: así, pues, mientras vos y otros muchos os divertiréis oyendo el concierto, yo iré á espaciarme en la pradera.

Vino el domingo, y todo pasó como el maestro lo tenía previsto. Reinoldo cantó algunos aires que produjeron buena impresión; sin embargo los maestros cantores fueron de opinión que había en dios algún sabor extranjera que no podía aprobarse. Presentóse Federico al palenque y después de echar á su alrededor una prolongada mirada, que penetrando en el corazón de Rosa le arrancó un suspiro, entonó una soberbia canción del mismo género que las del tierno Franelob, ante la cual declararon unánimemente los maestros, que ningún cantante podía pretender sobrepujarle.

Por la tarde, después del concierto, maestro Martín, para completar los placeres del día, se fué con Rosa á la pradera, permitiendo que Federico y Reinoldo les acompañaran y que marchara su hija entre los dos mancebos. Federico algo animado con los elogios que le dispensaron los maestros cantores, se atrevió á dirigir á la joven algunas palabras que esta fingía no comprender, dando la preferencia Reinoldo quién le hablaba como de costumbre de cosas alegres, sin vacilar en llevarla del brazo.

A cierta distancia oyeron el rumor de los vítores y aplausos que resonaban en la pradera, y llegados al sido donde los jóvenes de la ciudad se entregaban á toda clase de ejercicios corporales, oyeron á la muchedumbre repetir con entusiasmo:—Ha vencido! Ha vencido! Todavía es el mismo! No hay nadie que lo resista!—y acercándose algunos pasos vió el maestro que todos los elogios iban dirigidos á su mancebo Conrado, vencedor en la carrera, en la lucha y en el tejo. En el momento en que Martín se abría paso á través de la apiñada muchedumbre, Conrado estaba pidiendo si había alguien que quisiera medirse con él en el florete, y muchos jóvenes acostumbrados á este caballeresco ejercicio se presentaban; pero vencidos y desarmados al poco rato, no había quien no prodigara á Conrado los más calurosos elogios.

Desaparecía el sol en el horizonte; los vapores de la noche empuñaban la azulada superficie y el maestro Martín, su hija y los dos mancebos se habían sentado junto una murmuradora y cristalina fuente. Reinoldo continuaba contando maravillosos detalles de su viaje por Italia, en tanto que Federico, silencioso, no acertaba á separar los ojos de la joven. Al poco rato apareció Conrado, con paso incierto, cual si vacilara en reunírseles.

—Ya puedes acercarte,—le dijo maestro Martín.—Acabas de portarte tan valerosamente en la pradera, que desde ahora puedo asociarte en todo con mis mancebos. Ea, pues! No tengas miedo, siéntate aquí, á nuestro lado, te lo permito.

Conrado contestó al generoso ademán del patrón con una mirada altiva, y le dijo con voz sorda:

—Ni vos me intimidáis, ni he menester vuestro permiso para sentarme aquí, ni es á vos á quien busco. Como acabo de vencer y aterrar á mis contrarios, quería pedir únicamente á esa amable señorita, si por premio de mi triunfo no desea concederme el bello ramo de flores que ostenta en el pecho.

Y al mismo tiempo hincando la rodilla ante la bella joven, le dijo contemplándola con sus negros y brillantes ojos:—No podéis, bella Rosa, negarme un favor semejante: con cededme ese ramo por premio de mi triunfo.

Rosa se lo arrancó del pecho y se lo presentó: diciéndole:—Nunca una dama negó á un bravo caballero el don que pretendéis: lo único que siento es que esas flores estén poco menos que marchitas.

Conrado lo llevó á sus labios y luego prendióselo en el gorro, mientras el maestro decía levantándose:—Cuando digo que ese chico es un loco!—Volvámonos á casa, que ya la noche se nos viene encima.

El maestro Martín abría la marcha, seguía, luego Rosa dando el brazo á Conrado, pues éste se lo había ofrecido con caballeresco respeto, y Reinoldo y Federico marchaban detrás y no de muy buen humor. Todo el mundo se detenía verles pasar, diciendo:—Ved ahí! Mirad! Es el rico tonelero Tobías Martín, con su hija Rosa y sus bizarros mancebos!... Qué gente tan honrada!

VIII

Sólo al día siguiente tienen las jóvenes la costumbre de pensar en los goces de la víspera, y este recuerdo acostumbra á ser tan grato como el objeto que lo motiva. Sucedió, pues, que la bella Rosa con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza inclinada y la aguja y la labor sobre las rodillas, permanecía ensimismada en los recuerdos del día anterior. Tal vez estaba oyendo todavía los cantos de Federico y de Reinoldo, tal vez veía á Conrado triunfando sobre todos sus competidores, pues tan pronto murmuraba el estribillo de una canción cita, como prorrumpía en voz débil:—Queréis mi ramo?—y se ruborizaba súbitamente, animábanse sus ojos y se escapaba de su pecho un dulce suspiro.

Marta entró en aquel momento y se alegró Rosa de encontrar á quien referir lo acontecido, así en Santa Catalina, como en la pradera.—De modo,—dijo Marta, apenas la hija del tonelero hubo terminado su relato,—que pronto podréis elegir entre tres amables pretendientes.

—Por Dios!—exclamó Rosa, como aterrorizada y roja lo mismo que una amapola,—no me habléis de esto... Dios mío!... Tres pretendientes!

—Vamos, Rosita,—repuso Marta,—no pongas esta cara de melindrosa desentendida, pues deberías haber perdido el don de la vista para no conocer que Reinoldo, Federico y Conrado están perdidamente enamorados de tí.

—Virgen Santísima!—exclamó Rosa, cubriéndose el semblante con las manos.

—Vaya,—repuso Marta, tomando asiento á su lado,—no te hagas la vergonzosa, ya puedes mirarme y confesar francamente que hace tiempo notas que no eres indiferente á los tres mancebos. Confiésalo, que esto no se niega nunca, pues fuera muy extraño que una joven no lo echara de ver desde el primer momento. Di; no has visto como en cuanto apareces por el taller! todos ellos te miran, Federico y Reinoldo entonan su mejor canción y el fogoso Conrado se hace tratable y bondadoso?—No has reparado que los tres compiten en agradarte, y que hasta que dirijas á cualquiera de ellos una mirada ó una palabra, para que se anime su rostro? Además, que es muy grato verse así requerida por tres jóvenes tan bellos, aunque precisa que elijas á uno.. y cuál será el preferido? Esto es lo que no me atrevo á indicar, aun cuando yo por mi parte... Pero, no pasemos de aquí, pues si vinieras y me dijeras:—Marta, dadme un buen consejo:—A cuál de los tres debo otorgar mi mano y mi corazón? yo te diría:—«Si tu corazón no te lo indica, menos puedo indicártelo yo».—Aunque á decir verdad, Reinoldo me gusta mucho, como también Conrado y Federico, por más que ninguno de los tres sea perfecto. Sí, querida Rosa, cuando les veo trabajar, pienso enseguida en mi pobre Valentín, y aunque comprendo que de vivir no lo haría mejor que ellos, noto no obstante que cuando se ponía á la obra, mi difunto esposo, todo era ardor, todo alma, mientras que los tres mancebos parece que traen otros pensamientos en la cabeza, y que se han impuesto el trabajo tomo una pesada carga, que no obstante sobrellevan con valor y constancia. Por esto entre todos, Federico es el que más me gusta, por su corazón tierno y generoso: me parece que es el que está más cerca de nosotras, pues no dice nada que no deje comprenderse, y sobre todo lo que más en él me agrada es ver que apenas se atreve á mirarte, y que cuando tú le hablas se ruboriza como un niño.

A estas palabras de Marta, brillaba una lágrima en los ojos de la joven, la cual se levantó y dirigiéndose á la ventana, dijo:—Sí, es verdad, también Federico me gusta; pero no por eso hay que despreciar á Reinoldo.

—Y cómo podría yo despreciarle?—exclamó Marta:—Reinoldo es el más guapo de los tres. Qué ojos los suyos! Sus miradas á una la atraviesan, de modo que no hay quién las aguante! Tiene algo, sin embargo, que me desconcierta, y se me Figura que á tu padre al verlo en su taller debe pasarle lo que me pasaría á mí, si me encontrase en la cocina con algún utensilio de oro y diamantes, del cual debiese servirme como de otro objeto común cualquiera, que apenas me atrevería á tocarlo. Cuando habla y refiere sus viajes, sus palabras, semejantes á una música deliciosa, te extasían; pero después reflexiona lo que acaba de decir y te quedas sin haber comprendido una palabra. Y si alguna vez intenta parecerse á nosotras, chanceándose á nuestro modo, no puede ocultar cierta distinción en sus modales, que á la verdad, me espanta, y no es por cierto la distinción de nuestros nobles y patricios, sino otra cosa que no acierto á definir. En una palabra, se me figura, Dios sabe por qué, que mantiene tratos con los espíritus superiores, y que pertenece á un mundo distinto del nuestro.

En cuanto Conrado es un mozo rudo é impetuoso, que en ciertas ocasiones revela cierta distinción que se aviene muy mal con el mandil de tonelero: en todo obra siempre cual si fuera el amo y los demás estuviesen obligados á obedecerle. Por lo demás á pesar de su altivez casi diría que le prefiero á Reinoldo, pues cuando menos, en medio de su violencia, se comprende el sentido de sus palabras. Apostaría cualquier cosa á que ha sido soldado, pues conoce el manejo de las armas, y gasta ciertas expresiones guerreras, que no le sientan mal... Ahora, pues, querida Rosa, sin rodeos, dime cuál de los tres te gusta más?

—Marta, por Dios, no me preguntéis eso,—contestó Rosa.—Lo único que puedo deciros es que Reinoldo no me inspira los temores que á vos. Es verdad que sus modales difieren de los mancebos de su oficio, pero su conversación me ofrece los atractivos de un bellísimo jardín, cubierto de hermosas flores y frutos desconocidos, que nunca me canso de contemplar. Desde que le tenemos en casa, han tomado: mis ojos un interés indecible muchas cosas que antes me parecían tristes y descoloridas.

Marta se levantó, y al marcharse amenazó Rosa amistosamente con el dedo, diciéndole:—Con que, es Reinoldo el preferido? En verdad que nunca lo hubiera dicho.

Muy animado andaba por aquellos días el taller del maestro Martín para satisfacer los múltiples encargos que se le habían hecho, vióse precisado á tomar nuevos oficiales y el rumor del mazo y de la doladera dejaba oirse desde una gran distancia.

Reinoldo había calculado las medidas del gran tonel destinado al obispo de Bamberg, y lo había construído con la ayuda de Federico y de Conrado con tanto acierto, que el maestro, sintiéndose extremecer oí corazón de gozo, decía:—Esto es lo que se llama una obra magnífica! Nadie habrá visto mi tonel semejante, si se exceptúa el que yo destiné mi obra de maestro!

Los tres mancebos encajaban con estrépito los aros sobre las duelas: el viejo Valentín manejaba el cepillo con ardor, y Marta, sentada detrás de Conrado, contemplaba á sus pequeñuelos jugando por el taller. Unióse á la alegre escena la presencia del viejo Holzschner, á cuyo encuentro corrió el maestro al divisarle, preguntándole por el objeto de su visita.

—En primer lugar deseaba volver á ver á mi buen Federico: ya le veo que está allí trabajando con su acostumbrado celo. Después necesito un buen tonel, y vengo á encargároslo. Precisamente éste que vuestros mancebos están concluyendo es el que me conviene, Mandádmelo pues, y decidme cuánto vale.

Reinoldo que en estos momentos tomaba un breve descanso, le dijo:—Lo que es éste no puede ser, señor Holzschner, paca va destinado al venerable obispo de Bamberg.

El maestro Martín con los brazos cruzados en la espalda, la cabeza hacia atrás y el pie izquierdo algo adelantado, echando una radiante mirada sobre el tonel, dijo con aire de orgullo:—Señor mío, por lo escocido del material y lo delicado del trabajo, hubierais debido adivinar que ese tonel sólo puede brillar en las bodegas de un príncipe. Reinoldo ha dicho bien: no penséis en él. Pasada la vendimia miraremos de haceros uno bueno, cual conviene á vuestra bodega.

Irritado el viejo Holzschner por las orgullosas palabras del tonelero, hizo notar que sus monedas de oro valían tanto como las del obispo de Bamberg, y que con el dinero en la mano no había de faltarle un tonel como el que tenía delante, aun cuando hubiera de recurrir á otro taller.

Ante tales palabras el maestro Martín apenas podía contener su cólera; pero debía respetar al digno Holzschner, persona muy apreciada en el consejo y querida de toda la ciudad. En este momento dió Conrado un porrazo tal sobre el gran tonel, que pareció que el taller se extremecía, y el maestro que tuvo con este motivo sobre quién descargar su reprimido enojo, exclamó con voz airada:—Estúpido, zopenco, te Las propuesto estrellar el tonel?

—Y por qué no,—dijo Conrado mirándole con audacia,—si me da la gana de hacerlo? Y redobló sus porrazos hasta que estallando los aros, reventaron las comprimidas duelas viniéndose abajo con estrépito el andamio sobre el cual estaba Reinoldo encaramado.

Ciego de furor cogió el maestro un palo que llevaba entre manos el anciano Valentín, y sacudió un golpe tremendo sobre la espalda del mancebo, gritando:—Toma, maldito perro!...

Apenas Conrado se sintió herido, enderezóse con viveza, permaneció un rato como petrificado, y luego arrojando ruego por los ojos y rechinando los dientes, exclamó:—Pegarme á mí!... Y cociendo de un brinco una doladera que estaba un el suelo la descargó sobre maestro Martín con tanto vigor, que le habría partido el cráneo, si Federico no hubiese llegado á tiempo de darle un empellón, de modo que el agresivo instrumento con sólo rozarle el brazo, le hizo manar sangre. El obeso maestro al sentirse herido perdió el equilibrio y cayó desplomado en el suelo, mientras todo el mundo trataba de echarse sobre el agresor, el cual blandiendo el hierro ensangrentado, gritaba con voz terrible:—Dejadme, que quiero mandarle al diablo, Y deshaciéndose con un atlético esfuerzo de cuantos le rodeaban, iba á renovar el golpe, que hubiera acabado con el maestro, cuando apareció Rosa, pálida y azorada.

Al verla Conrado permaneció inmóvil como una estatua, y arrojando el arma que aun tenía en la mano:—Dios mío! Qué he hecho?—exclamó con voz conmovedora, y salió del taller, sin que nadie acertara á perseguirle.

Levantaron todos al pobre maestro y vieron que el hierro no había traspasado la capa de grasa que cubría sus músculos, por lo que no eran de temer las consecuencias de la herida: después retiraron de entre un montón de aros y virutas al viejo Holzschner, á quien el maestro Martín había arrastrado en su caída y consolaron como mejor pudieron á los chiquillos de Marta, que alborotaban el taller con sus chillidos.

Muy postrado quedó el obeso tonelero, quien decía, no obstante, que pasaría gustoso por la herida, si aquel endiablado hubiese dejado intacto su hermoso tonel.

Buscáronse camillas con que trasladar á los dos ancianos, pues el señor Holzschner al caer se había dislocado un pie, lo que hacía que renegase de un oficio que requería el empleo de instrumentos asesinos, sin que se descuidara de rogar de paso á. Federico que volviera á su noble profesión artística.

Reinoldo y Federico aturdidos por aquella ocurrencia, al caer de la tarde fueron á tomar el aíre en el camino de la ciudad, oyendo á su espalda sollozos y suspiros. Se pararon y vieron á Conrado que se les acercaba, diciéndoles con voz doliente:—Oh, mis buenos camaradas, no os espante mi presencia, que aun cuando me toméis por un asesino, no Jo soy, pues esta tarde no podía obrar de otro modo. Aquel bellaco debía morir á mis manos, y aún sí fuera posible debería volverme con vosotros y aplastarle... Pero no, ya hay bastante!... Adiós, amigos: ya no volveréis á verme. Decidle á Rosa que me perdone, que la amo más que á mi vida; que el ramo que me dió lo llevaré siempre sobre el corazón, y en fin que algún día oirá hablar de mi.. Adiós, adiós á mis buenos camaradas!...

Y diciendo esto desapareció campos á través.

—Este muchacho,—dijo Reinoldo,—tiene algo de extraordinario. Su acción de esta tarde y sus palabras de ahora no se explican naturalmente. Algún día se levantará el velo que oculta este misterio.

IX

A la alegre animación que reinaba hasta entonces en el taller del maestro Martín, sucedió un periodo de tristeza Reducido imposibilitado de trabajar estaba en ciara a, el maestro con el brazo en cabestrillo, echaba sapos y culebras contra Conrado, y ni Rosa, ni Marta, ni los hijos de ésta se atrevían á volver al teatro de tan deplorables acontecimientos. Unicamente Federico trabajaba sin descanso, resonando su mazo en el solitario taller, como en otoño los hachazos del leñador en el fondo de la selva.

Profunda tristeza se había apoderado del alma del manceba al ver claramente confirmadas las sospechas que desde mucho tiempo concibiera, esto es: que Rosa amaba á Reinoldo, pues le con vencían de ello no sólo las palabras y miradas afectuosas que antes aquélla le dirigía, sino el no aparecer por el taller, desde que su camarada estaba enfermo, haciéndole todo presumir que permanecía en casa para poder cuidarle mejor.

Un domingo que huela un tiempo espléndido, el maestro Martín, restablecido ya de su herida, le invitó acompañarles á él y á Rosa hasta la pradera; pero oprimido por el dolor, se negó á ello, prefiriendo dirigirse á solas á las inmediaciones de la colina en donde conoció á Reinoldo. Tendióse sobre el césped á meditar acerca de la brillante estrella de esperanza que había iluminado su camino, y que entonces permanecía envuelta entre tinieblas; cuando consideró que todos sus esfuerzos se habían dirigido únicamente á realizar una quimera, se le agolparon las lágrimas á los ojos, cayendo sobre las florecillas, que con sus corolas inclinadas parecían compartir sus penas. Entre profundos suspiros, murmuró la siguiente canción:


«Dónde estás, dulce esperanza mía? Ay, lejos, muy lejos, dando aliento á otro corazón que no es el que late en mí!

»Agitaos vientos de la noche, para despertar en mi pecho los pasados goces y los dolores del presente, agitaos hasta que mi corazón anegado en lágrimas, se raje luchando con sus estériles deseos.

»Por qué murmuráis, tiernas florecillas de la pradera? Por qué vuestros ojos azules me con templan? Será para mostrarme el refugio de la tumba, donde encontrar la paz ansiada?»


A menudo algunas lágrimas calman la más negra tristeza, pues no parece sino que un rayo de consuelo penetra en el alma á través del llanto. Sea lo que fuere, esta canción reanimó á Federico. La brisa de la tarde, los árboles, las florecillas que acababa de Invocar parecían dirigirle palabras de consuelo, y en el sombrío horizonte de su existencia vislumbró desde entonces dorados rayos, presagio de ventura, aunque lejana.

Levantóse y se dirigió á la aldea, pareciéndole que todavía Reinoldo caminaba á su lado, como el día de su encuentro, y todo lo que entonces dijeron se agolpó en su imaginación. La comparación de los dos pintores arrancó la venda de sus ojos,—No me cabe duda: Reinoldo amaba á Rosa, cuando se dirigía á casa, dé su padre, con el mismo intento que yo, y al presentarme el ejemplo de los dos pintores, quiso prevenir la competencia que entre los dos iba á entablarse. Resonaban todavía en sus oídos las palabras de su camarada: «Un mismo objeto, una ambición misma deben contribuir á estrechar los vínculos de dos buenos amigos, lejos de relajarlos, pues la envidia y el odio no caben en pechos generosos».—Sí, es verdad,—exclamó,—y mañana mismo, amigo mío, vas á desvanecer francamente mi postrera esperanza.

Al día siguiente por la mañana llamó á la puerta, del aposento de Reinoldo, y como nadie le contestara, levantó el pestillo, y entró en el cuarto. No había traspuesto todavía los umbrales, cuando quedó estático, al aparecérsele iluminado por los reflejos de un sol magnífico el retrato de Rosa, con todos los hechizos y gracias de su juventud. El asiento colocado junto al caballete y los frescos colores esparcidos por la paleta, indicaban que no hacia mucho tiempo que aun se había trabajado en aquella obra maravillosa.

—Rosa!... Rosa!...—exclamó adelantándose y devorando el lienzo con los ojos,—al mismo tiempo que se sentía un golpecito en los hombros y la voz de Reinoldo que le decía:—Qué tal? Qué te parece este retrato?

Federico le abrazó lleno de efusión, exclamando:—Oh, maravilloso artista! Ahora lo comprendo todo: tuyo es el premio.—Y cómo podía atreverme á disputártelo? Qué soy yo á tu lado y qué es mi arte comparado con el tuyo? Ay de mí! También tenía yo mi proyecto en la cabeza; no te rías, Reinaldo; también había imaginado modelar su precioso busto y luego fundirlo en la plata más fina que encontrara; pero esto sería sólo una niñada, mientras que tú... Oh! qué bella está! cómo nos sonríe! Reinoldo, eres el más feliz de los hombres! Tus predicciones se han cumplido; entrambos hemos luchado, la victoria es tuya: por eso mi corazón deja de amarte. Unicamente siento desde ahora la necesidad de ausentarme de esta casa y de mi patria, pues conozco que moriría si volviera á verla. Perdóname, querido amigo; pero voy á partir ahora mismo, para arrastrar lejos de aquí mis dolores y pesares.

Dicho esto, Federico iba á marcharse; pero Reinoldo le detuvo y le dijo con dulzura:—No, no te irás, pues quizá vaya todo de un modo completamente distinto de lo que te figuras. Ya es tiempo de manifestarte lo que hasta ahora te he ocultado. Acabas de ver que no soy tonelero, sino pintor, y este cuadro te demostrará que no soy de los peores. Ahora bien, siendo todavía muy joven me fuí á Italia, patria de las artes, donde logró ponerme en buenas relaciones con los ms famosos pintores, los cuales encendieron en mí el sagrado fuego. Llegué á hacerme celebre, mis cuadros eran admirados y el duque de Florencia me llamó á su corte, Desdeñaba entonces la escuela alemana y, sin haber visto nunca sus obras maestras, tachaba de áridos los toques y de incorrecto el dibujo de vuestros Dürers y Kranachs, hasta que un día un mercader de cuadros trajo para las galerías del gran Duque una madona del primero, la cual me cautivó de tal modo, que en el mismo instante resolví partir para Alemania, deseoso de admirar y estudiar sus obras de arte. Llego á Nuremberg, veo á Rosa, y distingo en ella la viviente imagen de aquella madona, que de tal modo había excitado mi entusiasmo, y lo mismo qué tú, mi buen Federico, un súbito amor por ella inflama mis entrañas. Espero poder acercarme á la joven, valiéndome de alguno de aquellos medios tan comunes en Italia; pero todo en vano, pues ya sabes que la casa del maestro no se abre tan fácilmente. Concibo entonces la idea de presentarme lisa y llanamente á pretender su mano, y me dicen que el maestro Martín tiene la firme resolución de no concederla más que á un mancebo tonelero. Resuelvo por fin irme á Estrasburgo á aprender el oficio y volver cuanto antes á colocarme en su casa, dejando á la Providencia lo restante. Ya sabes, pues, cómo he ejecutado mi proyecto; pero no debes ignorar adornas que hace pocos días me dijo el maestro, que:—viendo que prometía llegar á ser un buen tonelero y supuesto que galanteaba á Rosa y que á ella no le era indiferente, me aceptaría gustoso por yerno...

—Y cómo no,—dijo Federico en el colmo del dolor.—Sí, sí: Rosa te pertenece. Cómo podía yo meterme en la cabeza el ser objeto de un honor semejante?

—Federico,—observó Reinoldo,—tú olvidas una circunstancia, y es que Rosa no ha confirmado todavía los buenos deseos de su padre. Es cierto que se me ha mostrado siempre deferente y amable; pero no es éste aun, amigo mío, el lenguaje del amor. Prométeme, pues, suspender tu proyecto por tres días, portándote con calma y trabajando en el taller como de costumbre; yo quisiera acompañarte; pero desde que dí la primera pincelada á este retrato, todos los útiles de tonelero me causan una aversión invencible y no podría» aun cuando me lo propusiera, empuñar un mazo. Suceda lo que suceda, dentro de tres días, sabrás Jo que Rosa me haya dicho; y sí me ama, entonces parte, y verás cómo el tiempo cicatriza las más crueles heridas.

Federico prometió aguardar resignado el fallo de la suerte, y por espacio de tres días evitó cuidadosamente todo encuentro con la joven, temeroso de descubrir la terrible agitación de su espíritu.

Llegó la hora decisiva y se dirigió al taller; pero andaba tan distraído en el trabajo y cometía tales torpezas, que el maestro tuvo necesidad de reprenderle más de una vez. Este, por otra parte, andaba también sumamente preocupado, prorrumpiendo de cuando en cuando en las palabras «intriga» é «ingratitud», sin desenvolver su pensamiento por lo claro.

Al anochecer recorría Federico el camino de la ciudad, cuando vió un ginete que se le acercaba; era Reinoldo, con la maleta de viaje á la grupa y vistiendo el mismo traje que llevaba, cuando trabaron conocimiento en la colina. Tenía el semblante pálido y descompuesto.

—Hola, te estaba buscando!—dijo apeándose y tomándole la mano.—Acompáñame un rato y sabrás lo que fué de mi amor.

—Sé feliz,—dijo después de haber dado algunos pasos en silencio,—ya puedes seguir trabajando y ocupar mi puesto, pues acabo de despedirme de la hermosa Rosita y del maestro Martín.

—Cómo!—exclamó Federico, extremeciéndose,—Partir cuando te acepta por yerno, y Rosa te ama?

—Ilusiones de los celos son las tuyas, amigo mío! pues es para mi más evidente que la luz del sol que Rosa únicamente me aceptaba para obedecer á su padre y que no arde en su corazón una chispa de amor por un persona! Bonito enlace, siendo así! Hubiera podido durante toda la semana encajar aros en los toneles con mis aprendices, y todos los domingos acompañar á mi digna esposa á Santa Catalina á San Sebaldo y por la tarde A. la pradera, y el año próximo como el pasado, fluí ante toda mi vida!...

—No hagas burla, por Dios,—dijo Federica interrumpiéndole, de los honestos goces de la vida doméstica,—que si Rosa no te ama, no será, suya la culpa, si no de tu genio arrebatado...

—Tienes razón,—exclamó Reinaldo,—es la mía una pícara costumbre: sentirme herido y gritar como un niño mimado, es lo mismo, Pero vamos al caso. Cuando hablé con Rosa de mi amor y de la voluntad de su padre, brillaron las lágrimas en sus ojos, su mano tembló bajo las mías y volviendo la cabeza á un lado, dijo:—No puedo separarme de los deseos de mi buen padre.—Con esto tuve bastante, Ahora es preciso que comprendas lo que pasa en mí, El deseo que experimentaba de poseerla fué una ilusión de los sentidos, pues desde que acabé el retrato, me sentí enteramente tranquilo, cual sí todo ello se hubiese reducido á una pasajera pasión de artista. Además se me hizo insoportable el oficio de tonelero y odiosa la vida de artesano, considerándome desde entonces como preso en un calabozo y cardado de cadenas, Cómo podía casarme con la virgen celeste que llevo en el corazón? No: es preciso que la juventud y la belleza que con mi imaginación le he prestado, sean eternas, no perezcan nunca. Ah! Con cuánto ardor y anhelo me inspiraré en ellas entregándome nuevamente por completo al divino arte! Pronto volveré á verte en todo tu esplendor, adorable patria de la pintura!...

Llegaron los dos amigos á una encrucijada, donde se separaba su respectivo camino.—Despidámonos aquí!—exclamó Reinoldo abrazando tiernamente á Federico, Luego montó de nuevo á caballo y se alejó rápidamente. Federico le siguió con la vista mientras pudo, regresando á casa del maestro, con el ánimo agitado por cien distintos pensamientos.

X

El maestro Martín triste y silencioso trabajaba al día siguiente en el gran tonel del obispo de Bamberg, mientras Federico vivamente afectado por la ausencia de Reinoldo, no tenía aliento para cantan y ni siquiera decir una palabra. De pronto el maestro, soltando la doladera y cruzándose de brazos, exclamó con sombrío acento;—Ved ahí que también Reinoldo se ha marchado! Un pintor de mérito, que se ha burlado de mi con tocias sus apariencias de mancebo tonelero. Ahí si hubiese podido sospecharlo, cuando tú me lo presentaste, me habría guardado de admitirlo. Tarace imposible que una cara tan franca y honrada pueda encubrir un corazón tan lleno de disimulo y fementido! Pero en fin, se ha marchado, Empero que tú permanecerás fiel al oficio, y quién sabe sí al cabo todavía nos unirán lazo» más estrechos! Procura aplicarte, y que Rosa te ame, me entiendes? todo depende de tí.

Y cogiendo de nuevo la doladera púsose trabajar con ahinco. Federico no hubiera sabido explicarse la impresión que acababan de producirle las palabras del maestro, pues su corazón lastimado no concebía ya la mas leve esperanza.

Por primera ves; desde mucho tiempo, Rosa reapareció en el taller: estaba sumamente abismada, y Federico notó, no sin dolor, que tenía los ojos encendidos.—Ha llorado por su ausencia?... luego le ama,—se dijo, y desde entonces no tuvo valor de mirar nuevamente á una mujer á quien adoraba con tanta pasión.

Quedaba concluído el gran tonel y al con templarlo, recobró maestro Martín su buen humor habitual.—Sí, muchacho,—dijo sacudiendo amistosamente la espalda de Federico,—quedamos convenidos en que si sabes hacerte amar de mi hija y construir una obra de maestro, serás mi yerno. Esto no impedirá que cultives tu noble afición al canto, y que adquieras con ello buena fama.

Los encargos iban en aumento de día en día, por lo que el maestro Martín se vió obligado á tomar dos nuevos oficiales, gente grosera y desmoralizada. En vez de las alegres y seductoras conversaciones de Federico y Reinoldo, no se oían en el taller más que vulgares dicharachos y canciones de taberna. Rosa con este motivo no apareció por allí, y Federico sólo la veía de claro en claro y por mera casualidad. Si mirándola con melancolía la decía suspirando:—Ay, querida Rosa, si me fuera dable hablar con vos, y veros risueña como en los buenos tiempos en que Reinoldo trabajaba en casa!—ella le contestaba, bajando los ojos:—Tenéis algo que decirme, Federico?—El mancebo quedaba inmóvil, viendo desvanecerse su felicidad con la misma rapidez que el fulgor de un relámpago.

En tanto insistía el maestro Martín en que Federico comenzara su obra de maestro, á cuyo efecto había escogido la mejor madera de encina, limpia, sin ninguna vena ni defecto, que tenía guardada en los almacenes por espacio de cinco años, y nadie debía ayudar á Federico en su trabajo más que el viejo Valentín. No obstante, la grosería de sus nuevos compañeros de taller contribuía á que éste le fuera cada vez más antipático y sólo con profunda tristeza pensaba en la obra maestra que iba á decidir de sus destinos, sintiéndose desfallecer en un oficio tan opuesto á su primitiva vocación de artista. No se separaba de su mente el magnífico retrato de Rosa pintado por Reinoldo, y las obras de arte aparecían en su imaginación rodeadas de una brillante aureola. Con frecuencia al sentirse subyugado por tan tristes y melancólicos pensamientos, iba á refugiarse en la iglesia de S. Sebaldo, y allí pasaba horas enteras contemplando el admirable monumento de Pedro Fischer y exclamando con entusiasmo:—Qué obra, Dios mío Puede darse en la tierra otra más bella?—Y al volver enseguida á sus duelas y aros, recapacitando acerca de cuánto le era preciso hacer para conquistar la mano de Rosa, sentía como que unas tenazas candentes le destrozaran las entrarías precipitándole al abismo de la miseria. Cuando dormía soñaba que Reinoldo le presentaba magníficos bosquejos de escultura, en los cuales se ofrecía siempre la imagen de Rosa, tan pronto en forma de flor, como de ángel con las alas desplegadas, y cosa extraña! como veía que Reinoldo olvidaba siempre marcar el corazón en estas imágenes subsanaba la falta apresurándose á dibujarlo él mismo. A menudo también creía oir á los pétalos de las flores cantando la belleza de su amada, y ver reproducirse su encantadora faz en la pulimentaba superficie de metales preciosos, Entonces extendía los brazos para estrecharla contra su seno; pero la ilusión se desvanecía, y con ella la dulce imagen de rosa.

Así iba haciéndosele cada vez más insoportable la profusión de tonelero, yendo por fin á consolarse á casa de su antiguo dueño, el maestro Juan Holzschner y habiéndole éste permitido trabajar á horas perdidas en su taller, Federico decidió emplear el fruto de sus ahorros en modelar en plata la obra que había concebido.

Transcurrieron en esto algunos muses, y Federico que á juzgar por la palidez de su semblante, parecía hallarse gravemente enfermó, no pensaba siquiera en principiar su obra de maestro. el viejo Martín le echó en cara su falta de celo, viéndose en consecuencia obligado á empuñar de nuevo la aborrecida doladera, Un día que estaba trabajando, se le acercó aquél y después de examinar las duelas que estaba preparando, le dijo encendido de coraje:—Qué es esto? Qué estás haciendo? Es un mancebo que aspira á pasarse maestro el que corta esta madera, ó un aprendiz de cuatro días? En qué diablo piensas? Crees que mi mejor madera de encina vale tan poco, que así debas echarla á perder?

Subyugado el mancebo por panosos sentimientos y sin que fuera libre ya di? dominarse por más tiempo, arrojó la doladera que tenía entre manos y exclamó:—Maestro, ya todo se acabó, que aun cuando debiere, costarme la vida, no puedo aguantar por más tiempo un trabajo como éste, impulsado como me siento por una fuerza irresistible hacia el arte que antes practicaba. Pero sabed que amo á Rosa, como nadie la haya amado en el mundo, y que por ella sola me dediqué este vil trabajo, Ahora la he perdido; lo se, y aun cuando el dolor me matara, no puedo proceder de otro modo. Desde este momento vuelvo á consagrarme á mí noble profesión, que ya me está esperando el dino maestro Holzschner á quien abandonó tan indignamente...

El maestro Martín echaba rayos por los ojos, la rabia le ahogaba y sólo con grande esfuerzo, pudo barbotear estas palabras:—Cómo!... Y tú también?... Traidores y embusteros!.. Así habíais de engañarme?... Fuera de aquí, miserable!...

Y profiriendo estas palabras le puso la mano en los hombros, haciéndole pasar la puerta de un empellón. Al alejarse oyó Federico las carcajadas de los nuevos mancebos, El viejo Valentín cruzando las manos, decía con aíre pensativo:—Bien había advertido yo que el pobre muchacho estaba ensimismado en algo mejor que nuestros toneles.

Marta lloró mucho y sus chiquillos tuvieron un gran sentimiento, pues Federico jugaba siempre con ellos y les traía amenudo alguna golosina.

XI

Por más enojado que estuviese el maestro contra Reinoldo y Federico, poco tardó en confesar que con ellos había desaparecido la alegría del taller, pues los nuevos mancebos parecían haber apostado entre sí á ver quien le daría más pesares. Desde entonces debían correr por su cuenta los menores detalles del trabajo y aun así raras veces éste le dejaba satisfecho. Hendido al peso de tantos y tan nimios cuidados, exclamaba con frecuencia:—Ah, Reinoldo y Federico! Por qué habíais de engañarme? Por qué no continuasteis siendo buenos toneleros?—y algunas veces era tan grande su abatimiento, que ni siquiera tenía bríos para trabajar.

Una tarde que se hallaba sentado en su casa, en esta triste situación de ánimo, entraron de improviso Jacobo Paumgartner y el maestro Juan Holzschner, con lo que adivinó que la visita sería cuestión de Federico. En efecto, Paumgartner entabló la conversación hablando del joven, y Holzschner haciendo los mayores elogios, dijo que no sólo prometía ser un excelente platero, sino un fundidor de tanto mérito como el mismo Pedro Fischer, Paumgartner le echó en cara su dureza con respectó al pobre mancebo, y los dos interlocutores se unieron para robarle se sirviera concederle la mano de su hija, dado caso que ésta les correspondiese.

El maestro Martín les dejó hablar cuanto quisieron, y cuando hubieron concluído, les dijo sonriendo:—Señores míos, muy calurosa defensa habéis hecho de un muchacho que ha abusado indignamente de mi confianza: sabed, pues, que le perdono: pero en cuanto á darle la mano de mi hija, decidle que no piense en ello.

En este instante Rosa entró, con la pal idea en el semblante y hundidos los ojos, dejando tres copas y una botella de vino sobre la mesa, sin decir una palabra.

—Pues bien,—repuso Holzschner,—antes de que Federico abandone para siempre su querida patria, pues está resuelto á hacerlo, no le neguéis un consuelo, En mi taller acaba de concluir una bonita pieza de platería, y en su nombre os pido permiso para ofrecerla á Rosa como un recuerdo.—Diciendo esto sacóse del bolsillo una pequeña copa de plata artísticamente cincelada y se la presentó al tonelero, que era muy aficionado á obras de esta clase, el cual se puso á examinarla atentamente en todos sentidos.

Nada más bello que aquella joya: cubríanla exteriormente flexibles guirnaldas de vid y de rosal entrelazadas, surgiendo de cada rosa una bellísima cabeza de angelito. En lo interior se hallaba dorada y cubierta también de figuras de ángeles amorosamente agrupadas, de modo que al llenarse de transparente vino parecían animarse y juguetear en el fondo de la copa.

—Es, en efecto, un trabajo delicioso,—exclamó maestro Martín,—y tendrá macho gusto en conservarlo, si se aviene Federico en recibir el doble de su coste en buenas monedas de oro.

En aquel instante se abría la puerta suavemente y aparecía el mancebo, pálido como un difunto, y no bien le hubo visto Rosa. A los gritos de:—Oh! mi buen Federico! corrió á arrojarse á sus brazos medio muerta.

El maestro Martín permaneció al verles como estupefacto; y después de echar una mirada al fondo de la copa, cual si estuviera reflexionando.—Rosa,—exclamó,—tú quieres á Federico?

—Oh!—murmuró la joven,—no puedo ya disimularlo por más tiempo: le amo más que á mí misma: cuando le despedisteis creí morir de sentimiento.

—Pues bien, Federico, abraza á tu novia:—dijo el tonelero.

Paumgartner y Holzschner se miraron como si vieran visiones; empero el maestro Martín, cogiendo nuevamente la copa, dijo:—Oh! Dios del cielo, tú has hecho que se realizara en un todo la profecía de la bisabuela! «Un amante verdadero te ofrecerá una risueña casita embalsamada de odoríferos efluvios, en la cual cantarán alegres serafines». Esta copa es la casita risueña: he aquí los alegres serafines, he aquí, en fin, el amante verdadero. Yaya, señores, todo está arreglado: ya he encontrado yerno!

Sólo el que alguna vez en una pesadilla se haya visto transportado á una noche siniestra y oscura como una tumba, despertando de improviso y hallándose rodeado de embalsamadas flores y respirando el suave ambiente de la primavera, puede comprender la emoción de Federico. Incapaz durante un buen rato de proferir una palabra, tenía á Rosa entre sus brazos, hasta que por fin pudo exclamar:—Habláis de veras, mi querido maestro? Es cierto que me concedéis la mano de Rosita, y que no deberá renunciar al arte á que me siento llamado?

—Sí, hijo mío, sí;—repuso el maestro Martín:—No puedo obrar de otro modo, si ha de cumplirse la profecía de la bisabuela. Tu obra de maestro ya os inútil que la emprendas...

—No, en manera alguna,—dijo Federico radiante de alegría:—ahora me siento con valor para acabar el gran tonel, lo acabaré y volveré á mis crisoles y buriles.

—Bravo, muchacho!—dijo el maestro entusiasmado:—á concluir el tonel y celebrar las bodas.

Federico cumplió fielmente su promesa, terminando su gran tonel de doble cabida, el cual fué la admiración de los inteligentes. El maestro Martín no cesaba de bendecir al cielo, por haberle dado un yerno semejante.

Llegó el día de la boda: en el vestíbulo de la casa hallábase ceremoniosamente instalado el gran tonel de Federico, lleno de vino y cubierto de flores. Reuniéronse los maestros del gremio de toneleros, con Paumgartner al frente y los plateros, todos ellos con sus esposas. Iba á ponerse en marcha el alegre cortejo en dirección á la iglesia de San Sebaldo, donde la hermosa pareja debía recibir la bendición nupcial, cuando se oyó un estrepitoso trompeteo y pisadas de caballo junto á la puerta del maestro Martín. El tonelero corrió á asomarse la ventana y vió que era el noble Enrique de Spangemberg en traje de gala, seguido á poco trecho de un joven caballero, con una brillante espada en el cinto, y un sombrero empenachado y sembrado de piedras preciosas; marchando á su lado, montada en una jaca, blanca como la nieve, iba una dama de admirable belleza, ricamente prendida y rodeada de un sin fin de pajes y criados vistosamente adornados. Callaron las trompetas y gritó el señor de Spangemberg levantando la frente:

—Hola, maestro Martín, aquí me tenéis; pero no vengo por vuestra bodega, ni por vuestros escudos, sino para asistir al casamiento de Rosa. Permitiréis que pase adelante?

E! tonelero acordándose de lo que había dicho un día, acudió algo corrido recibir al anciano caballero: éste después de apearse, entró en la casa, saludando á la concurrencia, seguido de la dama, que iba de la mano del apuesto doncel.

Así que el maestro Martín se hubo fijado en él, juntando las manos, exclamó lleno de asombro:—Dios mio!... Conrado!...—Sí, maestro,—dijo el joven,—soy Conrado, vuestro antiguo mancebo, perdonadme por la herida que os inferí, pues ya conocéis que debiera haberos muerto, sino que las cosas han tomado un giro muy diferente.

Sumamente turbado el maestro Martín contestó que era mejor que no le hubiera muerto y que ya no se acordaba siquiera de aquel pequeño rasguño.

Cuando la bella dama hubo entrado en la sala, todo el mundo se asombró de su completa parecido con la hija del tonelero. El joven caballero te acercó á Rosa y le dijo:—Permitid, bella Rosita, que Conrado asista á vuestro enlace, y perdonad al irreflexivo mancebo que un día por poco os causa una gran desgracia.

Como todos se miraban, sumamente confusos, el anciano Spangemberg, tomó la palabra para decir:—Veo que es menester que aclare lo que tanto parece sorprenderos. Esto joven es mi hijo Conrado, y esa dama, su esposa» que lo mismo que la hija del maestro Martín se llama Rosa. Os acordáis, maestro» de aquella noche en que os pregunté si me negaríais la mano de Rosa para mi hijo? Pues éste se hallaba entonces perdidamente enamorado de ella, y á sus instancias practiqué la gestión de que os acordaréis, sin duda. Al referirle la donosa respuesta que os merecí, sólo pensó en meterse de mancebo en vuestra casa, para ganar el afecto de vuestra hija y robárosla la primera oportunidad. Unos, golpes que le aplicasteis, por los cuales os felicito, le curaron de su manía, y encontró después esa noble joven, que bien podría ser la verdadera Rosa que había dado origen á su violenta pasión.

La joven dama hizo en tanto un gracioso saludo á la desposada, y le ofreció como regalo de bodas un magnífico collar de ricas perlas, diciendo:—Valga esto, querida Rosa, por el ramo de Flores que disteis un día á mi Conrado, en premio de sus triunfos. Lo conservó siempre mas, como un objeto precioso, y sólo cuando os dejó por mí, cometió la infidelidad de tributármelo. Os ruego que no le guardéis ningún rencor.

—Qué decís, señora?—repuso Rosa.—Cómo podía una pobre niña de la plebe merecer el corazón del noble Conrado? Unicamente vos, erais digna de tanto honor, y fué sin duda por lo casual de llevar vuestro mismo nombre que me hizo la corte, pero sólo pensando en vos.

Por segunda vez el cortejo iba á ponerse en marcha, cuando llegó un joven, vestido á la italiana, de terciopelo floreado, llevando sobre el pecho varios collares honoríficos.

—Reinoldo! Querido Reinoldo!—exclamó Federico arrojándose á los brazos del recién llegado,al mismo tiempo que el maestro Martín y su hija exhalaban un grito de alegría.

—No te lo dije, amigo mío,—exclamó Reinoldo, estrechándole contra su corazón,—que todo se arreglaría propiciamente para tí? Vengo para festejar tu enlace, y á traerte un cuadro que aceptarás como á regalo de boda.

A estas palabras ordenó á dos criados que le seguían, que descubrieran mi bulto que llevaban, y apareció un magnífico lienzo encuadrado en un dorado marco, representando al maestro Martín en su taller, trabajando en un gran tone junto con sus mancebos Reinoldo, Federico y Conrado, en el acto de hacerles Rosa una visita, Todo el mundo encomió la verdad de la composición y el magnífico colorido de este cuadro.

—Ah!—exclamó Federico sonriendo,—esta es tu obra de maestro; ya habrás visto la mía en el vestíbulo, aunque me prometo hacer otra cuanto antes.

—Lo presumo,—dijo Reinoldo,—pues todo lo he sabido. Te felicito y deseo que te mantengas fiel á tu profesión, que después de todo se aviene mejor que la mía con los placeres domésticos.

En el banquete de bodas, Federico estaba sentado entre las dos Rosas, y frente á frente tenía al maestro Martín, el cual se hallaba entre Conrado y Reinoldo. Paumgartner llenó hasta el borde la cincelada copa de Federico y la vació de un sorbo á la salud del maestro Martín y de sus bravos oficiales. La copa dió la vuelta á la mesa, y el viejo Spangemberg y todos los comensales bebieron alegremente á la salud del tonelero, de su hija y de sus antiguos mancebos.


Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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