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En este punto podría —si ello me complaciera— extenderme en cuestiones de atuendo y otras características exteriores de nuestro metafísico. Podría insinuar que llevaba el cabello corto, cuidadosamente peinado sobre la frente y coronado por un gorro cónico de franela con borlas; que su chaquetón verde no se adaptaba a la moda reinante entre los restaurateurs ordinarios; que sus mangas eran algo más amplias de lo que permitía la costumbre; que los puños no estaban doblados, como ocurría en aquel bárbaro período, con el mismo material y color de la prenda, sino adornados de manera más fantasiosa, con el abigarrado terciopelo de Génova; que sus pantuflas eran de un púrpura brillante, curiosamente afiligranado, y que se las hubiera creído fabricadas en el Japón de no ser por su exquisita terminación en punta y la brillante coloración de sus bordados y costuras; que sus calzones eran de esa tela amarilla semejante al satén, que se denomina aimable; que su capa celeste, que por la forma semejaba una bata, ricamente ornamentada con dibujos carmesíes, flotaba gentilmente sobre los hombros como la niebla de la mañana... y que este tout ensemble fue el que dio origen a la notable frase de Benevenuta, la Improvisatrice de Florencia, al afirmar «que era difícil decir si Pierre Bon-Bon era realmente un ave del paraíso, o más bien un paraíso de perfecciones». Podría, como he dicho, explayarme sobre todos estos puntos si ello me complaciera, pero me abstengo; los detalles meramente personales pueden ser dejados a los novelistas históricos, pues se hallan por debajo de la dignidad moral de la realidad.
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Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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