Enterrado Vivo

Edgar Allan Poe


Cuento


Hay hechos, cuyo relato despierta vivísimo interés, y que son demasiado horribles para servir de asunto en la novela. Ningún novelista podría echar mano de ellos, sin grave peligro de disgustar y hasta de hacer daño al lector. Para que puedan aceptarse asuntos semejantes, es indispensable que se presenten con el severo traje de la verdad histórica. Estremece la lectura de los pormenores del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la epidemia de Londres, del degüello del día de San Bartolomé, ó de la asfixia de los ingleses prisioneros en el Blackhole de Calcuta; pero son los hechos, la realidad y en una palabra, la historiado que nos conmueve. Si relatos tales fuesen únicamente parto de la imaginación, no engendrarían más sentimiento que el del horror.

He citado unas cuantas de las más terribles y célebres calamidades que la historia consigna; pero lo que más hiere nuestra imaginación, es la magnitud y naturaleza de esas calamidades. Contemplo inútil advertir que mi trabajo pudiera reducirlo únicamente a escoger entre el inmenso catálogo de las miserias humanas, casos aislados de un dolor cualquiera, más material y más individual, que el que surge de la generalidad de esos desastres gigantescos.

Efectivamente, el verdadero dolor, el límite del sufrimiento, no es general, sino particular; y debemos dar gracias a Dios, que en su bondad no permitió que semejante exceso de agonía lo sufriese el hombre-masa ó colectivo, sino el hombre-unidad ó individual.

Ser enterrado vivo... es indudablemente el sufrimiento más horrible de los que hablaba antes, y es bien seguro, que habrá pocas personas, entre las que se llaman discretas, que nieguen la frecuencia con que se repiten casos nuevos de sufrimiento semejante, pues los límites entre la vida y la muerte permanecen siempre indeterminados, vagos y tenebrosos. ¿Quién puede marcar el punto en que termina la una y comienza la otra? Sabido es que ciertas enfermedades producen una cesación completa, en apariencia, de las funciones vitales: la cual no es más que una suspensión momentánea de la animación exterior; una especie de pausa en el movimiento de ese incomprensible mecanismo. Algunos instantes bastan para que un principio invisible y desconocido imprima otra vez movimiento a. esos maravillosos resortes, y a esos engranajes invisibles. No se ha roto todavía el arco, y aun puede vibrar la cuerda.

Es forzoso conceder a priori, que los numerosos ejemplos que todos los días se presentan de interrupción en la vitalidad, justifican la sospecha de que los entierros prematuros deben abundar. Pero además de tan lógica consideración, ahí están para acabar de demostrarla, los médicos y la experiencia. Podría en caso necesario referir un centenar de casos plenamente justificados; citaré entre otros uno que acaba de producir en Baltimore profunda sensación, y cuyos pormenores son bastante curiosos. La esposa de uno de los ciudadanos más apreciados de dicha población (abogado de gran talento y miembro del Congreso), fue atacada de una enfermedad súbita e inexplicable, en la cual se estrellaron todos los esfuerzos de los facultativos. Al cabo de mil sufrimientos, murió ó cayó por lo menos en un estado tan parecido a la muerte, que nadie sospechó, ni pudo sospechar, la quedase el mas leve soplo de vida. Dilatadas sus enflaquecidas facciones por una larga enfermedad, presentaban la inmovilidad de la muerte; los ojos vidriosos, los labios con palidez marmórea, y los miembros helados. No se percibía pulsación alguna, y expuesto por espacio de tres días el cuerpo, llegó a adquirir la rigidez de una estatua. Aceleróse el funeral al cabo, en vista de ciertas señales de descomposición; se depositó el cadáver en un panteón subterráneo de la familia, que quedó cerrado por algunos años, hasta que el marido quiso hacer se construyese un sarcófago; ¡qué horrible revelación le aguardaba! Penetra delante de todos en el asilo de la muerte, y no bien abre las hojas de la pesada puerta, cuando un objeto envuelto en un blanco lienzo, cae en sus brazos con un ruido lúgubre. Era el esqueleto de su mujer, encerrado en los pedazos de la mortaja.

Examinado todo luego con minuciosidad, no quedó duda de que la desgraciada debió volver en sí, uno ó dos días después de su entierro, y con los esfuerzos hechos al tornar a la vida, cayóse el féretro desde una especie de nicho ó cornisa en que estaba colocado, y se rompió contra el pavimento; de suerte que la infeliz, hubo de verse libre así, de la caja en que la encerraron.

En los primeros peldaños de la estrecha escalera por donde se bajaba al tenebroso recinto, yacía un trozo grande de la caja, del cual debió servirse probablemente la mujer del abogado, con la loca esperanza de batir en brecha aquella firmísima puerta, ó con el más acertado fin de llamar la atención.. Allí debió desmayarse, a no dudarlo, de cansancio y morir a poco de terror y de hambre. Enganchado el lienzo de la mortaja a un saliente cualquiera del herraje, pudrióse de pié y quedó de aquella manera, colgada a la puerta de su tumba.

Otro caso de inhumación prematura, ocurrido en 1810, demuestra que muchas veces la fábula, no llega en rarezas hasta donde alcanza la verdad misma. La heroína de esta historia, Victorina Lafourcade, muchacha de buena familia, rica y de notable hermosura, tenia, como es natural, muchos pretendientes, de los cuales uno era un pobre periodista ó literato, llamado Julian Bossuet, cuyo talento y bello carácter produjeron no poca impresión en la joven, que a poco hubo de enamorarse. Sin embargo, el orgullo venció al amor, y Victorina se casó con un tal M. Renelle, especulador-diplomático, muy ensalzado en la Bolsa, quien no tardó en olvidarse de la mujer, a la cual hasta se dijo maltrataba. Después de algunos años de matrimonio nada feliz, una enfermedad, ayudada por muchos disgustos, produjo la muerte de Victorina, ó al menos un estado tan parecido a la muerte misma, que todos hubieron de engañarse, y se la enterró, no en una bóveda, sino en el cementerio de la aldea en que había nacido. Desesperado Julian, sale de París, y a pesar de la distancia, se pone en camino, con el romántico fin de apoderarse de las sedosas trenzas, de aquella a quien tanto amó. Viaja sin detenerse un solo momento, y llega a la tumba de Victorina; a la media noche desentierra el féretro, lo abre, y cuando ya se disponía a cortar la deseada cabellera, estremécese al ver que Mme. Renelle abre dulcemente los ojos. La habían enterrado viva, y su amante llegó en el momento en que salía de su profundo letargo. Medio loco de gozo, la coge Julian en brazos, y la lleva a la habitación que tenía en la aldea; la aplica cuantos medios le sugieren sus conocimientos, bastante grandes en medicina, logrando al cabo volverla a la vida y darse a conocer por su salvador.

Permanece a su lado, teniéndola oculta a los ojos de todo el mundo, y consigue poco a poco restablecer nuevamente su salud. Como el corazón de la pobre mujer no era de mármol, y como también tenía hartos motivos de arrepentimiento, por haberse dejado arrastrar de la vanidad y del orgullo, cedió al fin a su primer amor. En lugar de volver a casa de su marido, ocultó su resurrección, y se marchó a América con su amante. Pasados veinte años, creyó la dichosa pareja poder volver a Francia, pensando que los estragos del tiempo, no permitirían a los amigos de Madame Renelle reconocer sus facciones. Se engañaron, sin embargo, porque así que el banquero la encontró, hubo de reconocerla y mandarla se viniese con él: negóse ella rotundamente y el asunto vino a los tribunales. Los jueces sentenciaron a favor de la mujer, apoyándose en que una separación de veinte años, acompañada de circunstancias excepcionales, había legal y moralmente destruido los derechos del marido.

El Diario Quirúrgico de Leipsick, revista científica muy autorizada, publica espantosos pormenores de un hecho análogo y reciente. Un oficial de artillería, dotado de gran fuerza y no menos robustez, se cayó del caballo e hizo una gran herida en la cabeza, perdiendo en el acto los sentidos. La fractura del cráneo era simple, y permitía esperar la curación. Se le hizo la operación del trépano sin dificultades, pero sin embargo, cayó gradualmente en un atolondramiento e insensibilidad más y más grandes, hasta que finalmente se le supuso muerto.

Enterrósele con precipitación, por el mucho calor que hacía, verificándose los funerales un jueves. El domingo siguiente se llenó de paseantes según costumbre el cementerio. Al medio día notábase cierta emoción entre las gentes, porque un paisano aseguró había sentido cierto movimiento ligero como si quisiera levantarse la tierra que tenía debajo, mientras estuvo sentado sobre la tumba del oficial. Al principio apenas se le hizo caso, pero persistió de modo tal en su aserto, y manifestaba tanto terror, que acabó por convencer al auditorio. Tragáronse inmediatamente azadones, y en muy pocos minutos, la fosa que tenía menos profundidad de la que debía, quedó expedita y dejó ver la cabeza del oficial, muerto en la apariencia, que se hallaba sentado en el féretro roto por sus esfuerzos.

Llevado inmediatamente al hospital más cercano, aseguraron los médicos que respiraba aun, manifestando todos los síntomas de una asfixia reciente. Al cabo de algunas horas volvió en sí, reconoció y dio gracias a varias de las personas que rodeaban su lecho, refiriendo con frases entrecortadas la agonía y angustias por las cuales acababa de pasar. No perdió el conocimiento de cuanto a su alrededor sucedió, sino una hora antes de ser sepultado, que cayó en un estado de absoluta insensibilidad. Rellenada precipitadamente la tumba con tierra muy porosa no quedó cerrado del todo el paso al aire. El ruido de los honores fúnebres que se le hicieron, por razón de su grado, es decir, el fuego del pelotón que disparó encima de la sepultura, le despertó únicamente. En vano trató de que le oyesen, porque el lúgubre silencio que a poco, reinó, le puso en el caso de apreciar la horrible situación en que se hallaba,

Gracias al cuidado que con el enfermo se empleó, se consideraba como muy probable el completo restablecimiento, cuando murió víctima del charlatanismo de los experimentos médicos. Púsosele en relación con una batería galvánica y falleció presa de uno de esos paroxismos estáticos que las más veces provocan.

La cita que acabo de hacer de la batería galvánica, me recuerda otro ejemplo, en el cual un medio idéntico, dio por resultado volver a la vida a un abogado joven de Londres, que había permanecido dos días enterrado. Este suceso pasó en 1831, y llamó la atención bastante para que aun se acuerden muchos de mis lectores.

M. Edward Stapleton, murió al parecer de un ataque de fiebre tifoidea, complicada con varios síntomas extraordinarios que llamaron mucho la atención de los médicos y excitaron su curiosidad. Rogaron por esto a los parientes del supuesto muerto, les permitieran hacer la autopsia del cadáver, pero se les negó la autorización. Como suele suceder en tales casos, los médicos resolvieron exhumar el cadáver secretamente y disecarlo luego a sus anchas. Tomaron sus medidas al efecto, y gracias a la cooperación de los muchísimos resucitadores que tanto abundaban en Londres en aquella época, la misma noche que siguió al día del entierro, se sacó el cadáver de una fosa de ocho pies de profundidad, y fue llevado a una sala de disección, inmediata a la casa de un profesor.

Acababa de practicársele una incisión bastante extensa en el abdomen, cuando la carencia de todo rastro de descomposición, sugirió la idea de hacer algunos ensayos de galvanismo. Hiciéronse varios experimentos sin resultado que pudiera decirse notable; observándose únicamente, que los movimientos convulsivos impresos al cadáver, producían una imitación mucho más exacta de los de la vida que los que se observan ordinariamente.

Hacíase tarde, y próximo el amanecer, se trató al fin de proceder a la disección. Mientras tanto un estudiante, ansioso de hacer cierta experiencia, sobre una teoría especial suya, quiso verificar el último ensayo, poniendo en comunicación la batería con uno de los músculos pectorales. Practicó una incisión profunda con un golpe de escalpelo, y luego introdujo en ella el conductor metálico. A su contacto el cadáver se levantó con precipitación, pero no de un modo convulsivo; se puso de pié, llegó hasta el centro de la sala, arrojó alrededor de sí una mirada inquieta y luego habló. Lo que dijo no fue inteligible, distinguiéndose bien las sílabas, pero no el sentido. Después de hablar se desplomó sobre el pavimento.

Quedáronse los circunstantes inmóviles algunos momentos, de espanto y de terror; pero inmediatamente lo urgente del caso les volvió la serenidad. No cabe duda de que M. Stapleton está vivo y acaba de caer en un síncope, bastando algunas gotas de éter para volverlo en sí. Mientras hubo el más pequeño peligro de una recaída, se guardó un profundo secreto sobre su resurrección, pero es difícil imaginar la sorpresa y la alegría de sus amigos, cuando ya pudo comunicárseles la ventura nueva.

Lo más interesante de este suceso, es lo dicho por el mismo M. Stapleton, que asegura no haber tenido un solo instante de insensibilidad y que sabía, dé un modo vago y confuso, todo cuanto sucedía, desde el momento en que los médicos le dieron por muerto, hasta caer desmayado sobre el pavimento de la sala de disección. «¡Estoy vivo!» fueron las palabras incomprensibles que pronunció al reconocer el lugar donde se encontraba.

Fácil sería por demás citar una infinidad de casos semejantes; pero me abstendré de hacerlo porque creo no sean necesarios tantos ejemplos. Cuando se piensa en lo difícil que es descubrir semejantes hechos, y de los muchos que, sin embargo, se descubren, no es dable dejar de convenir, en que muy frecuentemente habrán de suceder, por más que casi siempre lo ignoremos. En efecto, siempre que por cualquier motivo se remueven en un espacio, por corto que sea, los cadáveres de un cementerio, es muy raro no encontrar algunos en posturas que inspiran horribles sospechas.

¡Horribles sospechas! Pero menos horribles que la realidad. No hay suplicio alguno que pueda producir tal paroxismo y tan espantosa combinación de sufrimientos físicos y morales. El peso intolerable sobre los pulmones, los vapores sofocantes de la tierra húmeda, la presión de la mortaja, la convicción de lo inútil de las propias fuerzas, la lobreguez de una noche absoluta, la presencia cierta e invisible del gusano destructor, cuya llegada presentimos; unido todo a la imagen del aire y de la vegetación que hallaríamos algunos pies más arriba, unido también al recuerdo de los amigos que acudirían presurosos a libertarnos, si pudieran sospechar nuestra situación, y esto con la horrible certidumbre de que para ellos permanecerá eternamente ignorada, de que os tendrán todos por muerto, y de que realmente lo estáis para todos, menos para vos mismo; digo, pues, que esto origina en ese corazón que palpita debajo de tierra, un horror indecible ante el cual la imaginación más aguerrida retrocede espantada. No existe agonía semejante sobre la tierra y es imposible forjar un suplicio, más repugnante ni más feroz, para el mismo infierno. Esta es la causa de que todos los relatos sobre semejante asunto produzcan tan honda impresión, y que no obstante, y en razón de la misma intensidad de la emoción experimentada, se apoye principalmente nuestra fe en la veracidad del relatante. Lo que por mi parte quiero contar, no puede ser más cierto, porque se trata de mi propia historia, y es resultado de mi experiencia personal.

Hace muchos años padecía yo ataques de esa enfermedad singular, que los médicos llaman catalepsia, a falta de otro nombre más característico. Sin embargo de que las causas inmediatas y originarias, así como el diagnóstico de dicha enfermedad sean aun un misterio, los síntomas son bastante conocidos y varían únicamente en la intensidad.

A veces el sueño letárgico solo dura veinte y cuatro horas: el enfermo permanece inmóvil e insensible en la apariencia, pero se anuncian débilmente los latidos del corazón, mientras un resto del calor y una coloración, aunque ligera en las mejillas, indican que la vida ha huido completamente del cuerpo. Acercando un espejo a los labios puede apreciarse la existencia de una respiración torpe, desigual y vacilante. En otros, por el contrario, dura ese sueño de plomo semanas enteras, y el más detenido estudio y las más rigorosas pruebas, no bastan a descubrir diferencias aparentes entre el estado del enfermo y el de un cadáver. Frecuentemente aquellos que padecen esta rara enfermedad, no pueden libertarse de una larga agonía, sino gracias a sus amigos, que sabedores de que se hallan sujetos a tales accesos, se obstinan hasta los últimos momentos en dudar de su muerte, y no ceden sino a la vista de la descomposición. Felizmente la enfermedad sigue una marcha progresiva; sus primeros síntomas son fáciles de reconocer, los accesos van creciendo en duración y en intensidad, debiéndose a esta progresión que sean menos las probabilidades de entierros prematuros. El infeliz, cuyo primer acceso tuviera la gravedad de las crisis subsecuentes, sería a no dudarlo encerrado vivo en el féretro.

La enfermedad, de que adolecía yo, no se diferenciaba en circunstancia alguna importante de las señaladas en las obras de medicina. Aveces, sin causa aparente, caía insensiblemente en síncope; me acostaban; quedaba tendido en la cama sin poder levantar un dedo, y hasta privado de la facultad de pensar, pero con un sentimiento vago e indefinible de la existencia y presencia de cuantos sucesivamente se acercaban a mi cabecera, hasta que una nueva crisis de la enfermedad me arrancaba de aquel letargo. En otras ocasiones me sentía atacado súbitamente, presa de un vértigo, abrumado de abatimiento, y transido de frio quedaba en pocos instantes completamente atolondrado e inerte. Cuando esto sucedía, permanecía inmóvil y mudo como la muerte misma semanas enteras, y es imposible concebir anonadamiento más absoluto, porque ni el mundo existía para mí, ni yo para el mundo. Al salir de estos ataques, mi despertar era tan lento cuanto repentino el acceso, tal cual aparecen los primeros albores del día al vagamundo sin hogar y sin amigos, que pasa las noches desoladas del invierno, errante por las desiertas calles; del mismo modo ó más bien con igual sensación de laxitud y abatimiento, sentía yo renacer en mi ser la luz; del alma.

Fuera de aquellas crisis letárgicas, mi salud se podía en general considerar como satisfactoria, y no observé se deteriorara por tan extraños fenómenos, cuya influencia se mostraba hasta en mis sueños ordinarios. Cuando había dormido unas cuantas horas, solo por grados podía recobrar la posesión completa de los sentidos, y más de diez minutos después de despertar, estaba como un hombre alelado, faltándome las facultades mentales y especialmente la memoria.

Ningún dolor físico me producía semejante estado, pero el sufrimiento moral era grandísimo. Convertíaseme la imaginación en un osario y no veía más que catafalcos, gusanos, esqueletos, médicos, tumbas, epitafios y mortajas. Sumido en ensueños de muerte, no podía separar de mi cabeza la idea fija de un entierro prematuro a que me suponía predestinado. El pensamiento del horroroso peligro a que me hallaba expuesto me acosaba incesantemente; era de día mi tormento y de noche se convertía en suplicio. Así que las tinieblas envolvían la tierra, estremecíame con indecible espanto y temblaba como los penachos fúnebres que el viento agita en los cuatro ángulos de un carro mortuorio. Más tarde, cuando rendida la naturaleza no podía luchar contra el cansancio de una vigilia prolongada, solo después de un violento combate cedía al sueño, porqué me estremecía al pensar que pudiera despertarme dentro del féretro; así que cuando al fin llegaba a dormirme, era únicamente para caer sin transición en una región de fantasmagorías sepulcrales.

Estos ensueños aterradores, que así turbaban mi reposo durante la noche, extendieron también su sombría influencia hasta sobre mis horas de vigilia. Distendidos los nervios completamente, fui presa de perpetuos terrores: ni me atrevía a montar a caballo, ni pasear a pié, ni a entregarme a ningún ejercicio que me alejase demasiado de casa, y finalmente, titubeaba antes de aventurarme a estar separado de aquellos que conocían mi enfermedad, receloso de que gentes extrañas, viéndome en una de mis crisis habituales, me creyeran muerto. Dudaba de la fidelidad y de las promesas de mis mejores amigos, persuadido de que ante un paroxismo de mayor duración que los ordinarios, acabarían por dejarse convencer de que mi muerte definitiva era indudable. Hasta llegué a suponer, que con el fastidio continuo que les causaba, se alegrarían de encontrar en un letargo duradero, pretexto para librarse de mí. En vano trataban de tranquilizarme con reiteradas protestas y promesas, pues no paré hasta exigirles me jurasen de un modo solemne, que por nada en el mundo dejarían fuese enterrado, antes de que la descomposición llegara a un grado que quitase toda duda respecto a la certidumbre de mi muerte.

Ni aun este juramento bastó para tranquilizarme, para disipar mi terror perpetuo; así es que tomé multitud de precauciones originalísimas. Entre otras, reconstruí el panteón de mi familia, de modo que la puerta pudiera abrirse por sí misma a favor de muchos resortes colocados en el interior, de tal manera, que la presión más leve en uno, bastase para abrirla. Dejé libre entrada al aire y a la luz, hice colocar agua y provisiones en diversos nichos abiertos cerca de la caja, que también almohadillé perfectamente, y a la cual puse una tapa construida con las mismas condiciones que la puerta, es decir, con resortes que obedecían a la presión más ligera. Además, una cuerda atada a mi muñeca, comunicaría con una campana colocada en el sonoro centro de la bóveda del panteón. ¡Cuán inútiles son las precauciones mejor calculadas, y la vigilancia más previsora para contrarrestar la voluntad del destino! ¡Nada es bastante para evitarlas agonías de una inhumación prematura, al desgraciado que se halle condenado por los hados a experimentarla!

Un día, como otras muchas veces me había ya sucedido, sentíame renacer (por decirlo así), gradualmente, a una vaga percepción de la vida; y con lentitud, muy lentamente, miraba dibujarse la aurora apagada y tibia del día físico. Inquieta pesadez, apática indiferencia, sensación de molestia indeterminada, carencia absoluta de cuidados, de esperanzas, ni de esfuerzos; más tarde, y pasado un intervalo largo, ruidos en los tímpanos; y tras un espacio de tiempo más grande aun, picazón y hormigueo en las extremidades; luego un período al parecer eterno de quietud profunda, en que despertando el pensamiento trabaja con ahínco para ordenar las ideas; después una recaída en el anonadamiento, y por fin la vuelta a la vida que se manifiesta con una conmoción apenas perceptible en los párpados. Al propio tiempo, rápida como un choque eléctrico, una sensación de intenso terror agólpala sangre toda al corazón. La imaginación intenta entonces su esfuerzo primero, pide auxilio a la memoria, y solo lo obtiene de un modo incompleto y muy parcial. Sin embargo, mi memoria se ha despertado lo bastante para que se me alcance un tanto de la verdad de mi posición. Conozco que no despierto de mi sueño ordinario y recuerdo que padezco crisis catalépticas. Finalmente, como con la irrupción súbita de un océano, hiélaseme el alma al pensar en el horroroso peligro que corro.

Durante algunos minutos permanezco inmóvil como una estatua, no atreviéndome a tentar el menor esfuerzo que pueda patentizarme la verdad... Y sin embargo, siento en el corazón una voz que me dice: ¡Has sufrido tu suerte! La desesperación (tal cual no existen palabras que la pinten), me obliga al fin tras un número infinito de resoluciones, a levantar los entorpecidos párpados. Abro los ojos: la oscuridad me rodea; oscuridad absoluta, y siento que aquellas tinieblas son las de una noche sin fin. Quiero gritar; remuevo convulsivamente los labios y la lengua desecados, pero en vano. No puedo arrancar sonido alguno del pecho, que se me figura tenerlo bajo la presión de una montaña. Cada vez que con el mayor esfuerzo lo levanto al aspirar, padezco una agonía indescriptible.

La inutilidad de mis tentativas para gritar indica que me han atado la mandíbula inferior, como suele hacerse con los muertos. Reparo al mismo tiempo que me hallo tendido sobre una materia dura que por todos lados me oprime el cuerpo. Hasta aquel instante no me había atrevido a hacer el menor movimiento; pero al fin tiendo violentamente los brazos que tenía cruzados sobre el pecho, y tropiezo con una tabla colocada horizontalmente por encima de mí, y a unas seis pulgadas del rostro. Ya no es posible que dude; me hallo encerrado en un féretro.

Hasta en semejante momento de suprema miseria, no me abandona el ángel de la esperanza; pienso en todas las precauciones que tengo tomadas; me retuerzo; hago esfuerzos sobrehumanos para levantar la tapa, que no cede; busco mi las muñecas el cordón de la campana, y no le tengo. Entonces me abandona también la esperanza; no puedo menos de reparar en la falta de almohadillado que tan cuidadosamente dispuse yo; luego siento de repente un olor muy marcado de tierra mojada. La deducción no puede ser más que una; no me hallo en el panteón; en alguna salida de las mías me ha acometido el desmayo entre gentes extrañas; cuándo y como, no me es posible recordarlo aun; me han enterrado como a un perro, metido y clavado en un féretro cualquiera, y arrojado en el fondo de una fosa sin nombre.

Cuando penetró en el alma tan horrible certidumbre, traté de hacerme oír otra vez, y conseguí arrojar un grito prolongado, salvaje y continuo, que más bien era el último aullido de la agonía, y que resonó en el silencio de aquella noche subterránea....

—¡Hola, he, hola! respondió una bronca voz.

—¿Qué demonios sucede? preguntó otra voz.

—¡Bajadme de aquí! añadió un tercero.

—¿Acabareis de aullar de ese modo? dijo un nuevo interlocutor.

Y agarrándome los autores del cuarteto, me zarandearon sin ceremonia algunos minutos; no mostrando tener manos de manteca, ni mucho menos aquellas gentes, de cuya rudeza no se me ocurrió quejarme. No me despertaron, porque cuando grité me hallaba yo bien despierto; pero me ayudaron a recobrar el uso de la memoria, y recordé donde me encontraba.

El suceso tenía lugar en Richmond, estados de Virginia; yo había salido a cazar con un amigo, y nos alejamos por la margen del rio James, hasta que entrada la noche, una tempestad nos sorprendió. Un lanchón cargado de tierra que estaba anclado inmediato a la orilla, fue el único abrigo que se halló a nuestra disposición. Haciendo de necesidad virtud, nos conformamos a pasar la noche a bordo; yo me acosté en uno de los dos camarotes del barco, que con decir que no tendría más de sesenta toneladas de cabida, se puede suponer lo que sería el tal camarote; es decir, que sin exageración, se parecía mucho a una caja de difunto. Con dificultad pude extenderme y dormí profundamente; así que mi fantasma (pues no era ni sueño ni pesadilla), fue consecuencia natural de las circunstancias en que me encontré, del carácter ordinario de mis pensamientos, de la dificultad que tenía para coordinar mis ideas, y sobre todo para recobrar la memoria después de un sueño largo.

Dos hombres de los que me agarraron, formaban parte de la tripulación, y los otros dos habían venido para ayudarles a descargar el barco. De la carga misma procedía el olor terroso que sentí, y la venda que me rodeaba la cabeza era simplemente un pañuelo que me puse por carecer del gorro de noche que solía ponerme en la cama.

Sea como se quiera, experimentó tormentos completamente iguales a los que me hubiera producido un entierro verdadero. Fueron horribles, atroces, imposibles de describir. Pero como no hay mal que por bien no venga, el mismo escaso de impresión me produjo una revolución saludable. Mi alma adquirió tono y se vigorizó; me acostumbré a salir; me entregue a ejercicios violentos; respiró el aire libre; quemé mis libros de medicina; el tratado de Buchan; dejó de leer las sepulcrales Noches de Young, a quien debería llamarse el poeta zampa-muertos, y evitó con la mayor energía y voluntad toda clase de cuentos como este, que me produjeran pesadillas. Desde entonces no volví a tener aquellos terrores fúnebres, y desaparecieron mis ataques de catalepsia, que sin duda debían serla consecuencia y no la causa de aquellos sustos.

Hay ocasiones en que, hasta examinándolo con el frio escalpelo de la razón, puede parecer un infierno el mundo de nuestra triste humanidad; porque la imaginación del hombre no es un mago que pueda impunemente explorar todas las cavernas. La tenebrosa legión de horrores que he descrito no es fantástica, pero es muy peligroso evocarla; porque asemejándose mucho a la de los demonios que acompañaron a Afrasiab cuando bajó al Oxus, devoran al que los despierta.


Publicado el 30 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.
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