Descargar ePub «La Cabaña de Landor», de Edgar Allan Poe

Crónica


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  Crónica.
15 págs. / 27 minutos / 146 KB.
21 de mayo de 2016.


Fragmento de La Cabaña de Landor

El suelo del anfiteatro tenía un césped de la misma clase que el de la carretera y aún más deliciosamente suave, espeso, aterciopelado y de un verde milagroso. Era difícil de concebir cómo se había logrado toda esa belleza. He hablado de las dos aberturas que tenía el valle. En una de ellas, la situada al noroeste, fluía un riachuelo que, con un murmullo suave y espumoso, llegaba hasta estrellarse contra el grupo de rocas sobre las que brotaba el nogal americano. Allí, después de rodear el árbol, pasaba un, poco hacia el nordeste, dejando el tulípero a unos veinte pies hacia el sur y no sufriendo otra alteración en su curso hasta que se aproximaba al centro entre los límites orientales y occidentales del valle. En este punto, después de una serie de revueltas, doblaba en ángulo recto y proseguía generalmente en dirección sur, serpenteando en su cauce hasta llegar a perderse en un pequeño lago de forma irregular (aunque ásperamente ovalado) que se extendía resplandeciente cerca de la extremidad inferior del valle. Este pequeño lago tenía tal vez cien yardas de diámetro en su parte más ancha. Ningún cristal podía ser más claro que sus aguas. Su fondo, que podía verse con claridad, estaba formado todo él de guijarros de un blanco brillante. Sus orillas, de césped esmeralda, ya descritas, redondeadas más bien que cortadas, se hundían en el claro cielo de debajo, y tan claro era éste y tan perfectamente reflejaba a veces los objetos que estaban por encima, que era un punto difícil de determinar dónde acababa la orilla verdadera y dónde comenzaba su reflejo. Las truchas y otras variedades de peces, de las que aquella laguna parecía estar incomprensiblemente repleta, tenían toda la apariencia de auténticos peces voladores. Resultaba casi imposible de creer que no estaban suspendidos del aire. Una ligera canoa de corteza de abedul que descansaba plácidamente sobre el agua, era reflejada hasta en sus más minuciosas fibras con una fidelidad superior al espejo más pulido. Una pequeña isla, que reía bellamente con flores en todo su apogeo y que ofrecía muy poco más espacio que el justo para sostener alguna pequeña y pintoresca edificación, como una casita de patos, se levantaba sobre la superficie del lago, no muy lejos de la orilla norte, a la cual estaba unida por medio de un puente inconcebiblemente ligero y rústico. Estaba formado por una tabla única, ancha y gruesa, de madera de tulípero que medía cuarenta pies de larga y que salvaba el espacio comprendido entre orilla y orilla con un ligero, como perceptible arco que prevenía toda oscilación. Del extremo sur del lago salía una prolongación del arroyo que después de serpentear tal vez treinta yardas, pasaba, finalmente, a través de la depresión (ya descrita) en medio de la pendiente sur, y lanzándose por un abrupto precipicio de cien pies, seguía su áspera y desconocida ruta hacia el Hudson.


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