La Caída de la Casa de Usher y Otros Relatos

Antología de referencias de la miniserie televisiva

Edgar Allan Poe


Cuentos, colección



Introducción

La miniserie "La caída de la casa de Usher", estrenada en la plataforma Netflix en 2023, ha sido una excusa para redescubrir a Poe y reivindicarlo. Sus capítulos, los distintos nombres, las situaciones, los argumentos, están plagados de referencias más o menos claras a diferentes obras de Edgar Allan Poe, tomados tanto de sus poemas como de sus relatos.

Este volumen recoge las principales referencias que aparecen en la serie, agrupadas de forma cronológica, para que el lector pueda irlas enlazando con cada capítulo de la serie.

No se han incluido las obras más largas, como el indescriptible libro "Eureka", en el que Poe trató de de explicar el universo entero, o "Las aventuras de Arthur Gordon Pym", su única novela, cuyo nombre es incorporado a la serie a través de un personaje muy oscuro.

Este volumen es el complemento perfecto para quien quiera disfrutar al máximo de la serie y no perderse ninguna de sus referencias a las obras de uno de los autores más conocidos de todos los tiempos, Edgar Allan Poe. Es, además, una buena antología de sus obras más características y conocidas.

El cuervo

Una fosca media noche, cuando en tristes reflexiones,
sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones
inclinaba soñoliento la cabeza, de repente
a mi puerta oí llamar:
como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta
mano tímida a tocar:
«Es—me dije—una visita que llamando está a mi puerta:
eso es todo, ¡y nada más!»

¡Ah! Bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo,
y su espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo.
Cuán ansioso el nuevo día deseaba, en la lectura
procurando en vano hallar
tregua a la honda desventura de la muerte de Leonora,
la radiante, la sin par
virgen pura a quien Leonora las querubes llaman hora
ya sin nombre... ¡nunca más!

Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras
me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras,
de tal modo, que el latido de mi pecho palpitante
procurando dominar,
«es, sin duda, un visitante—repetía con instancia—
que a mi alcoba quiere entrar;
un tardío visitante a las puertas de mi estancia...
eso es todo, ¡y nada más!»

Paso a paso, fuerza y bríos
fué mi espíritu cobrando:
«Caballero—dije—o dama:
mil perdones os demando;
mas, el caso es que dormía,
y con tanta gentileza
me vinisteis a llamar,
y con tal delicadeza
y tan tímida constancia
os pusisteis a tocar
que no oí»—dije—y las puertas
abrí al punto de mi estancia;
¡sombras sólo y...
nada más!

Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo empeños,
quedé allí, cual antes nadie los soñó, forjando sueños;
más profundo era el silencio, y la calma no acusaba
ruido alguno... Resonar
sólo un nombre se escuchaba que en voz baja a aquella hora
yo me puse a murmurar,
y que el eco repetía como un soplo: ¡Leonora!...
esto apenas, ¡nada más!
A mi alcoba retornando con el alma en turbulencia
pronto oí llamar de nuevo—esta vez con más violencia,
«De seguro—dije—es algo que se posa en mi persiana;
pues, veamos de encontrar
la razón abierta y llana de este caso raro y serio
y el enigma averiguar.
¡Corazón! Calma un instante y aclaremos el misterio...
—Es el viento—y nada más!»

La ventana abrí—y con rítmico aleteo y garbo extraño
entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño.
Sin pararse ni un instante ni señales dar de susto,
con aspecto señorial,
fué a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta
de mi puerta el cabezal;
sobre el busto que de Palas la figura representa,
fué y posose—¡y nada más!

Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza
con su grave, torva y seria decorosa gentileza;
y le dije: «Aunque la cresta calva llevas, de seguro
no eres cuervo nocturnal,
viejo, infausto cuervo oscuro, vagabundo en la tiniebla...
Dime:—«¿Cuál tu nombre, cuál
en el reino plutoniano de la noche y de la niebla?...»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

Asombrado quedé oyendo así hablar al avechucho,
si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho;
pues preciso es convengamos en que nunca hubo criatura
que lograse contemplar
ave alguna en la moldura de su puerta encaramada,
ave o bruto reposar
sobre efigie en la cornisa de su puerta, cincelada,
con tal nombre: «¡Nunca más!»

Mas el cuervo, fijo, inmóvil, en la grave efigie aquella,
sólo dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella
vinculada—ni una pluma sacudía, ni un acento
se le oía pronunciar...
Dije entonces al momento: «Ya otros antes se han marchado,
y la aurora al despuntar,
él también se irá volando cual mis sueños han volado.»
Dijo el cuervo:»¡Nunca más!»

Por respuesta tan abrupta como justa sorprendido,
«no hay ya duda alguna—dije—lo que dice es aprendido;
aprendido de algún amo desdichoso a quien la suerte
persiguiera sin cesar,
persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de, en su duelo,
sus canciones terminar,
y el clamor de la esperanza con el triste ritornelo
de jamás, ¡y nunca más!»

Mas el cuervo, provocando mi alma triste a la sonrisa
mi sillón rodé hasta el frente al ave, al busto, a la cornisa;
luego, hundiéndome en la seda, fantasía y fantasía
dime entonces a juntar,
por saber qué pretendía aquel pájaro ominoso
de un pasado inmemorial,
aquel hosco, torvo, infausto, cuervo lúgubre y odioso
al graznar: «¡Nunca jamás!»

Quedé aquesto, investigando frente al cuervo en honda calma,
cuyos ojos encendidos me abrasaban pecho y alma.
Esto y más—sobre cojines reclinado—con anhelo
me empeñaba en descifrar,
sobre el rojo terciopelo do imprimía viva huella
luminoso mi fanal—
terciopelo cuya púrpura ¡ay! jamás volverá ella
a oprimir—¡Ah! ¡Nunca más!

Pareciome el aire entonces,
por incógnito incensario
que un querube columpiase
de mi alcoba en el santuario,
perfumado—«Miserable sér—me dije—Dios te ha oído
y por medio angelical,
tregua, tregua y el olvido del recuerdo de Leonora
te ha venido hoy a brindar:
¡bebe! bebe ese nepente, y así todo olvida ahora.
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

«Eh, profeta—dije—o duende,
mas profeta al fin, ya seas
ave o diablo—ya te envíe
la tormenta, ya te veas
por los ábregos barrido a esta playa,
desolado
pero intrépido a este hogar
por los males devastado,
dime, dime, te lo imploro:
¿Llegaré jamás a hallar
algún bálsamo o consuelo para el mal que triste lloro?»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

«Oh, profeta—dije—o diablo—Por ese ancho combo velo
de zafir que nos cobija, por el mismo Dios del Cielo
a quien ambos adoramos, dile a esta alma adolorida,
presa infausta del pesar,
si jamás en otra vida la doncella arrobadora
a mi seno he de estrechar,
la alma virgen a quien llaman los arcángeles Leonora!»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

«Esa voz,
oh, cuervo, sea
la señal
de la partida,
grité alzándome:—¡Retorna,
vuelve a tu hórrida guarida,
la plutónica ribera de la noche y de la bruma!...
de tu horrenda falsedad
en memoria, ni una pluma dejes, negra, ¡El busto deja!
¡Deja en paz mi soledad!
Quita el pico de mi pecho. De mi umbral tu forma aleja...»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

Y aun el cuervo inmóvil, fijo, sigue fijo en la escultura,
sobre el busto que ornamenta de mi puerta la moldura...
y sus ojos son los ojos de un demonio que, durmiendo,
las visiones ve del mal;
y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo arroja, trunca
su ancha sombra funeral,
y mi alma de esa sombra que en el suelo flota... ¡nunca
se alzará... nunca jamás!

El entierro prematuro

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos— abogado eminente y miembro del Congreso— fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.

Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen post—mortem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios" Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:

—¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?

—¿Y tú— pregunté— quién eres?

—No tengo nombre en las regiones donde habito— replicó la voz tristemente—. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

—¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso? Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!

Llegó una época— como me había ocurrido antes a menudo— en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertado de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación— tal como ninguna otra clase de desdicha produce—, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.

—Oye, oye, ¿qué es eso?— dijo una áspera voz, como respuesta.

—¿Qué diablos pasa ahora?— dijo un segundo..

—¡Fuera de ahí!— dijo un tercero.

—¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés?— dijo un cuarto.

Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión— pues no era ni un sueño ni una pesadilla— surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde, aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.

Conversación con una momia

El symposium de la noche anterior había sido un tanto excesivo para mis nervios. Me dolía horriblemente la cabeza y me dominaba una invencible modorra. Por ello, en vez de pasar la velada fuera de casa como me lo había propuesto, se me ocurrió que lo más sensato era comer un bocado e irme inmediatamente a la cama.

Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me gusta tanto como las tostadas con queso y cerveza. Más de una libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable en ciertos casos. En cambio, no hay ninguna oposición que hacer a dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres no hay más que una unidad de diferencia. Puede ser que esa noche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comí cinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy diferentes. Estoy dispuesto a admitir la cantidad abstracta de cinco; pero, en concreto, se refiere a las botellas de cerveza que las tostadas de queso requieren imprescindiblemente a modo de condimento.

Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse mi gorro de dormir con intención de no quitármelo hasta las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y, ayudado por una conciencia sin reproches, me sumí en profundo sueño.

Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas humanas? Apenas había completado mi tercer ronquido cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar furiosamente, seguida de unos golpes de llamador que me despertaron al instante. Un minuto después, mientras estaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una carta que me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo amigo el doctor Ponnonner. Decía así:

Deje usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reciba esta carta. Venga y agréguese a nuestro regocijo. Por fin, después de perseverantes gestiones, he obtenido el consentimiento de los directores del Museo para proceder al examen de la momia. Ya sabe a cuál me refiero. Tengo permiso para quitarle las vendas y abrirla si así me parece. Sólo unos pocos amigos estarán presentes... y usted, naturalmente. La momia se halla en mi casa y empezaremos a desatarla a las once de la noche.

Su amigo,

Ponnonner.


Cuando llegué a la firma, me pareció que ya estaba todo lo despierto que puede estarlo un hombre. Salté de la cama como en éxtasis, derribando cuanto encontraba a mi paso; me vestí con maravillosa rapidez y corrí a todo lo que daba a casa del doctor.

Encontré allí a un grupo de personas llenas de ansiedad. Me habían estado esperando con impaciencia. La momia hallábase instalada sobre la mesa del comedor, y apenas hube entrado comenzó el examen.

Aquella momia era una de las dos traídas pocos años antes por el capitán Arthur Sabretash, primo de Ponnonner, de una tumba cerca de Eleithias, en las montañas líbicas, a considerable distancia de Tebas, sobre el Nilo. En aquella región, aunque las grutas son menos magníficas que las tebanas, presentan mayor interés pues proporcionan muchísimos datos sobre la vida privada de los egipcios. La cámara de donde había sido extraída nuestra momia era riquísima en esta clase de datos; sus paredes aparecían íntegramente cubiertas de frescos y bajorrelieves, mientras que las estatuas, vasos y mosaicos de finísimo diseño indicaban la fortuna del difunto.

El tesoro había sido depositado en el museo en la misma condición en que lo encontrara el capitán Sabretash, vale decir que nadie había tocado el ataúd. Durante ocho años había quedado allí sometido tan sólo a las miradas exteriores del público. Teníamos ahora, pues, la momia intacta a nuestra disposición; y aquellos que saben cuan raramente llegan a nuestras playas antigüedades no robadas, comprenderán que no nos faltaban razones para congratularnos de nuestra buena fortuna.

Acercándome a la mesa, vi una gran caja de casi siete pies de largo, unos tres de ancho y dos y medio de profundidad. Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supusimos al comienzo que había sido construida con madera (platanus), pero al cortar un trozo vimos que se trataba de cartón o, mejor dicho, de papier mâché compuestode papiro. Aparecía densamente ornada de pinturas que representaban escenas funerarias y otros temas de duelo; entre ellos, y ocupando todas las posiciones, veíanse grupos de caracteres jeroglíficos que sin duda contenían el nombre del difunto. Por fortuna, Mr. Gliddon era de la partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos —simplemente fonéticos— y decirnos que componían la palabra Allamistakeo.

Nos costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla, pero luego de hacerlo dimos con una segunda, en forma de ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todo sentido parecida. El hueco entre las dos había sido rellenado con resina, por lo cual los colores de la caja interna estaban algo borrados.

Al abrirla —cosa que no nos dio ningún trabajo— llegamos a una tercera caja, también en forma de ataúd, idéntica a la segunda, salvo que era de cedro y emitía aún el peculiar aroma de esa madera. No había intervalo entre la segunda y la tercera caja, que estaban sumamente ajustadas.

Abierta esta última, hallamos y extrajimos el cuerpo. Habíamos supuesto que, como de costumbre, estaría envuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar, hallamos una especie de estuche de papiro cubierto de una capa de yeso toscamente dorada y pintada. Las pinturas representaban temas correspondientes a los varios deberes del alma y su presentación ante diferentes deidades, todo ello acompañado de numerosas figuras humanas idénticas, que probablemente pretendían ser retratos de la persona difunta. Extendida de la cabeza a los pies aparecía una inscripción en forma de columna, trazada en jeroglíficos fonéticos, la cual repetía el nombre y títulos del muerto, y los nombres y títulos de sus parientes.

En el cuello de la momia, que emergía de aquel estuche, había un collar de cuentas cilíndricas de vidrio y de diversos colores, dispuestas de modo que formaban imágenes de dioses, el escarabajo sagrado y el globo alado. La cintura estaba ceñida por un cinturón o collar parecido.

Arrancando el papiro, descubrimos que la carne se hallaba perfectamente conservada y que no despedía el menor olor. Era de coloración rojiza. La piel aparecía muy seca, lisa y brillante. Dientes y cabello se hallaban en buen estado. Los ojos (según nos pareció) habían sido extraídos y reemplazados por otros de vidrio, muy hermosos y de extraordinario parecido a los naturales, salvo que miraban de una manera demasiado fija. Los dedos y las uñas habían sido brillantemente dorados.

Mr. Gliddon era de opinión que, dada la rojez de la epidermis, el embalsamamiento debía haberse efectuado con betún; pero, al raspar la superficie con un instrumento de acero y arrojar al fuego el polvo así obtenido, percibimos el perfume del alcanfor y de otras gomas aromáticas.

Revisamos cuidadosamente el cadáver, buscando las habituales aberturas por las cuales se extraían las entrañas, pero, con gran sorpresa, no las descubrimos. Ninguno de nosotros sabía en aquel momento que con frecuencia suelen encontrarse momias que no han sido vaciadas. Por lo regular se acostumbraba extraer el cerebro por las fosas nasales y los intestinos por una incisión del costado; el cuerpo era luego afeitado, lavado y puesto en salmuera, donde permanecía varias semanas, hasta el momento del embalsamamiento propiamente dicho.

Como no encontrábamos la menor señal de una abertura, el doctor Ponnonner preparaba ya sus instrumentos de disección, cuando hice notar que eran más de las dos de la mañana. Se decidió entonces postergar el examen interno hasta la noche siguiente, y estábamos a punto de separarnos, cuando alguien sugirió hacer una o dos experiencias con la pila voltaica.

Si la aplicación de electricidad a una momia cuya antigüedad se remontaba por lo menos a tres o cuatro mil años no era demasiado sensata, resultaba en cambio lo bastante original como para que todos aprobáramos la idea. Un décimo en serio y nueve décimos en broma, preparamos una batería en el consultorio del doctor y trasladamos allí a nuestro egipcio.

Nos costó muchísimo trabajo poner en descubierto una porción del músculo temporal, que parecía menos rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal como habíamos anticipado, el músculo no dio la menor muestra de sensibilidad galvánica cuando establecimos el contacto. Esta primera prueba nos pareció decisiva y, riéndonos de nuestra insensatez, nos despedíamos hasta la siguiente sesión, cuando mis ojos cayeron casualmente sobre los de la momia y quedaron clavados por la estupefacción. Me había bastado una mirada para darme cuenta de que aquellos ojos, que suponíamos de vidrio y que nos habían llamado la atención por cierta extraña fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los párpados que sólo una pequeña porción de la tunica albuginea era visible.

Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobre el fenómeno, que no podía ser puesto en discusión.

No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra no resultaría exacta. Es probable sin embargo que, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algo nervioso. En cuanto al resto de los asistentes, no trataron de disimular el espanto que se apoderó de ellos. Daba lástima contemplar al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon, gracias a un procedimiento inexplicable, había conseguido hacerse invisible. En cuanto a Mr. Silk Buckingham, no creo que tendrá la audacia de negar que se había metido a gatas debajo de la mesa.

Pasado el primer momento de estupefacción, resolvimos de común acuerdo proseguir la experiencia. Dirigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho. Practicamos una incisión en la zona exterior del os sesamoideum pollicis pedis, llegando hasta la raíz del músculo abductor. Luego de reajustar la batería, aplicamos la corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un movimiento extraordinariamente lleno de vida, la momia levantó la rodilla derecha hasta ponerla casi en contacto con el abdomen y, estirando la pierna con inconcebible fuerza, descargó contra el doctor Ponnonner un golpe que tuvo por efecto hacer salir a dicho caballero como una flecha disparada por una catapulta, proyectándolo por una ventana a la calle.

Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la alegría de encontrarla en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor científico, y más que nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento sin desfallecer.

Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la nariz, que el doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo contacto con los alambres de la pila.

Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico. En primer lugar, el cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en tercero, se sentó; en cuarto, agitó violentamente el puño en la cara del doctor Ponnonner; en quinto, volviéndose a los señores Gliddon y Buckingham, les dirigió en perfecto egipcio el siguiente discurso:

—Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como mortificado por la conducta de ustedes. Nada mejor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre estúpido que no sabe nada de nada. Lo compadezco y lo perdono. Pero usted, Mr. Gliddon... y usted, Silk... que han viajado y trabajado en Egipto, al punto que podría decirse que ambos han nacido en nuestra madre tierra... Ustedes, que han residido entre nosotros hasta hablar el egipcio con la misma perfección que su lengua propia... Ustedes, a quienes había considerado siempre como los leales amigos de las momias... ¡ah, en verdad esperaba una conducta más caballeresca de parte de los dos! ¿Qué debo pensar al verlos contemplar impasibles la forma en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrir que permiten que tres o cuatro fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden en este maldito clima helado? ¿Y cómo debo interpretar, para decirlo de una vez, que hayan permitido y ayudado a ese miserable canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara de la nariz?

Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y el antedicho discurso, corrimos todos hacia la puerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan largos éramos. Cabía esperar una de las tres cosas. Cada una de esas líneas de conducta hubiera podido ser muy plausiblemente adoptada. Y doy mi palabra de que no alcanzo a explicarme cómo y por qué no seguimos ninguna de ellas. Quizá haya que buscar la verdadera razón en el espíritu de nuestro tiempo, que se guía por la ley de los contrarios y la acepta habitualmente como solución de cualquier cosa por vía de paradoja e imposibilidad. Puede ser, asimismo, que el aire tan natural y corriente de la momia privara a sus palabras de todo efecto aterrador. De todos modos, los hechos son como los he contado, y ninguno de nosotros demostró espanto especial, ni pareció considerar que lo que sucedía fuese algo fuera de lo normal.

Por mi parte me sentía convencido de que todo estaba en orden, y me limité a correrme a un costado, lejos del alcance de los puños del egipcio. El doctor Ponnonner se metió las manos en los bolsillos del pantalón, miró con fijeza a la momia y se puso extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon se acarició las patillas y se ajustó el cuello. Mr. Buckingham bajó la cabeza y se metió el dedo pulgar derecho en el ángulo izquierdo de la boca.

El egipcio lo miró severamente durante largo rato, tras lo cual hizo un gesto despectivo y le dijo:

—¿Por qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oído o no lo que acabo de preguntarle? ¡Sáquese ese dedo de la boca!

Mr. Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitóse el pulgar derecho del lado izquierdo de la boca y, por vía de compensación, insertó el pulgar izquierdo en el ángulo derecho de la abertura antes mencionada.

Al no recibir respuesta de Mr. Buckingham, la momia se volvió malhumorada a Mr. Gliddon y, con tono perentorio, le preguntó qué diablos pretendíamos todos.

Mr. Gliddon le contestó detalladamente en idioma fonético; y si no fuera por la carencia de caracteres jeroglíficos en las imprentas norteamericanas, me hubiese encantado reproducir aquí su excelentísimo discurso en la forma original.

Aprovecharé la ocasión para hacer notar que la conversación con la momia se desarrolló en egipcio antiguo; tanto yo como los otros miembros no eruditos del grupo contamos con los señores Gliddon y Buckingham como intérpretes. Estos caballeros hablaban la lengua materna de la momia con inimitable fluidez y gracia; pero no pude dejar de observar que (a causa, sin duda, de la introducción de imágenes modernas, vale decir absolutamente novedosas para el egipcio) ambos eruditos se veían obligados en ocasiones a emplear formas concretas para explicar determinadas cosas. Mr. Gliddon, por ejemplo, no pudo hacer comprender en cierto momento al egipcio la palabra «política» hasta que no hubo dibujado en la pared, con un carbón, un diminuto caballero de nariz llena de verrugas, con los codos rotos, subido a una tribuna, la pierna izquierda echada hacia atrás, el brazo derecho tendido hacia adelante, cerrado el puño y los ojos vueltos hacia el cielo, mientras la boca se abría en un ángulo de noventa grados. Del mismo modo, Mr. Buckingham no consiguió hacerle entender la noción absolutamente moderna de whig hasta que el doctor Ponnonner le sugirió el medio adecuado; nuestro amigo se puso sumamente pálido, pero consintió en quitarse la peluca.

Se comprenderá fácilmente que el discurso de Mr. Gliddon versó principalmente sobre los grandes beneficios que el desempaquetamiento y destripamiento de las momias había proporcionado a la ciencia, aprovechando esto para excusarnos de todos los inconvenientes que pudiéramos haber causado en especial a la momia llamada Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (pues apenas era una insinuación) que, una vez explicadas estas cosas, muy bien podíamos continuar con el examen proyectado.

Al oír esto, el doctor Ponnonner se puso a preparar sus instrumentos.

Pero parece ser que Allamistakeo tenía ciertos escrúpulos de conciencia —cuya naturaleza no pude llegar a comprender— con respecto a la sugestión del orador. Mostróse, sin embargo, satisfecho de las excusas ofrecidas y, bajándose de la mesa, estrechó las manos de todos los presentes.

Terminada esta ceremonia, nos ocupamos inmediatamente de reparar los daños que el bisturí había ocasionado en nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente, le vendamos el pie y le aplicamos una pulgada cuadrada de esparadrapo negro en la punta de la nariz.

Notóse entonces que el conde (tal parecía ser el título de Allamistakeo) temblaba ligeramente, sin duda a causa del frío. El doctor se trasladó al punto a su guardarropa, volviendo con una magnífica chaqueta negra, admirablemente cortada por Jennings; un par de pantalones de tartán celeste con trabillas, una camisa de guinga color rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto blanco, un bastón con puño, un sombrero sin alas, botas de charol, guantes de cabritilla de color paja, un monóculo, un par de patillas y una corbata del modelo en cascada. Dada la disparidad de tamaño entre el conde y el doctor (que se hallaban en proporción de dos a uno), tuvimos alguna dificultad para disponer aquellas prendas en la persona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera podido decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio entonces el brazo y lo llevó hasta un confortable sillón junto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía cigarros y vino.

La conversación no tardó en animarse. Como es natural, nos sentíamos muy curiosos ante el hecho bastante notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.

—Hubiera pensado —expresó Mr. Buckingham— que estaba usted muerto desde hacía mucho.

—¡Cómo! —replicó el conde, profundamente sorprendido—. ¡Si apenas he pasado los setecientos años! Mi padre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando murió.

Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de los cuales fue evidente que la antigüedad de la momia había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil cincuenta años, con algunos meses, que le habían depositado en las catacumbas de Eleithias.

—Mi observación, empero —continuó Mr. Buckingham—, no se refería a la edad de usted en el momento de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reconocer que es usted un hombre joven), sino a la inmensidad de tiempo que llevaba, según su propio testimonio, envuelto en betún.

—¿En qué? —dijo el conde.

—En betún —persistió Mr. Buckingham.

—¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto; pero en mi tiempo se empleaba casi exclusivamente el bicloruro de mercurio.

—Lo que nos resulta particularmente difícil de comprender —dijo el doctor Ponnonner— es cómo, después de morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil años, se encuentra usted hoy lleno de vida y con aire tan saludable.

—Si hubiese estado muerto, como dice usted —replicó el conde—, lo más probable es que continuara estándolo; pero veo que se hallan ustedes en la infancia del galvanismo y no son capaces de llevar a cabo lo que en nuestros antiguos tiempos era práctica corriente. Por mi parte, caí en estado de catalepsia y mis mejores amigos consideraron que estaba muerto o que debía estarlo; me embalsamaron, pues, inmediatamente, pero... supongo que están ustedes al tanto del principio fundamental del embalsamamiento.

—¡De ninguna manera!

—¡Ah, ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien, no entraré en detalles, pero debo decir que en Egipto el embalsamamiento propiamente dicho consistía en la suspensión indefinida de todas las funciones animales sometidas al proceso. Empleo el término «animal» en su sentido más amplio, incluyendo no sólo el ser físico, sino el moral y el vital. Repito que el principio básico consistía entre nosotros en suspender y mantener latentes todas las funciones animales sometidas al proceso de embalsamamiento. O sea, que, en resumen, cualquiera fuese la condición en que se encontraba el sujeto en el momento de ser embalsamado, así continuaba por siempre. Pues bien, como afortunadamente soy de la sangre del Escarabajo, fui embalsamado vivo, tal como me ven ustedes ahora.

—¡La sangre del Escarabajo! —exclamó el doctor Ponnonner.

—Sí. El Escarabajo era el emblema, las «armas» de una distinguidísima familia patricia muy poco numerosa. Ser «de la sangre del Escarabajo» significa sencillamente pertenecer a dicha familia cuyo emblema era el Escarabajo. Hablo figurativamente.

—Pero, ¿qué tiene eso que ver con que esté usted vivo?

—Pues bien, la costumbre general en Egipto consiste en extraer el cerebro y las entrañas del cadáver antes de embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos se eximía de esa práctica. De no haber sido yo un Escarabajo, me hubiera quedado sin cerebro y sin entrañas; no resulta cómodo vivir sin ellos.

—Ya veo —dijo Mr. Buckingham—, y presumo que todas las momias que nos han llegado enteras son de la raza del Escarabajo.

—Sin la menor duda.

—Yo había pensado —dijo tímidamente Mr. Gliddon— que el Escarabajo era uno de los dioses egipcios.

—¿Uno de los qué egipcios? —gritó la momia, poniéndose de pie.

—Uno de los dioses —repitió el erudito.

—Mr. Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de esa manera —dijo el conde, volviendo a sentarse—. Ninguna nación de este mundo ha reconocido nunca más de un dios. El Escarabajo, el Ibis etc., eran para nosotros los símbolos (como seres semejantes lo fueron para otros), los intermediarios a través de los cuales adorábamos a un Creador demasiado augusto para dirigirnos a él directamente.

Hubo una pausa. La conversación fue reanudada por el doctor Ponnonner.

—A juzgar por lo que nos ha explicado usted —dijo—, no sería improbable que en las catacumbas próximas al Nilo haya otras momias de la raza de los Escarabajos e igualmente vivas.

—Sin la menor duda —replicó el conde—. Todos los Escarabajos embalsamados vivos por accidente siguen estando vivos. Incluso algunos de aquéllos, embalsamados expresamente, pueden haber sido olvidados por sus ejecutores testamentarios y, sin duda, continúan en sus tumbas.

—¿Sería usted tan amable de explicarnos —pregunté— qué entiende por embalsamar «expresamente»?

—Con mucho gusto —repuso la momia, luego de mirarme atentamente a través del monóculo, pues era la primera vez que me atrevía a hacerle una pregunta directa.

—Con mucho gusto —repitió—. La duración usual de la vida humana en mi tiempo era de unos ochocientos años. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirles algún accidente extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra anterior era considerada como el término natural. Luego de descubierto el principio del embalsamamiento, tal como lo he explicado antes, nuestros filósofos pensaron que sería posible satisfacer una muy laudable curiosidad, y a la vez contribuir grandemente a los intereses de la ciencia, si ese término natural era vivido en varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo, la experiencia había demostrado que algo así resultaba indispensable. Un historiador, por ejemplo, llegado a la edad de quinientos años, escribía un libro con muchísimo celo, y luego se hacía embalsamar cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas protempore, para que lo resucitaran transcurrido un cierto período —digamos quinientos o seiscientos años—. Al reanudar su vida, el sabio descubría invariablemente que su gran obra se había convertido en una especie de libreta de notas reunidas al azar, algo así como una palestra literaria de todas las conjeturas antagónicas, los enigmas y las pendencias personales de un ejército de exasperados comentadores. Aquellas conjeturas, etc., que recibían el nombre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y agobiado de tal manera el texto, que el autor se veía precisado a encender una linterna para buscar su propio libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el trabajo de haberlo buscado. Luego de escribirlo íntegramente de nuevo, el historiador consideraba su deber ponerse a corregir de inmediato, con su conocimiento y experiencias personales, las tradiciones corrientes sobre la época en que había vivido anteriormente. Y así, ese proceso de nueva redacción y de rectificación personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos sabios, impedía que nuestra historia se convirtiera en una pura fábula.

—Perdóneme usted —dijo en este punto el doctor Ponnonner, apoyando suavemente la mano sobre el brazo del egipcio—. Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedo interrumpirlo un instante?

—Ciertamente, señor —replicó el conde.

—Tan sólo una pregunta —continuó el doctor—. Mencionó usted las correcciones personales del historiador a las tradiciones referentes a su propio tiempo. Dígame usted: ¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?

—Pues bien, señor mío, los historiadores descubrían que las tales tradiciones se encontraban absolutamente a la par de las historias mismas antes de ser reescritas; vale decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna circunstancia, la menor palabra que no fuera total y radicalmente falsa.

—De todas maneras —insistió el doctor—, puesto que sabemos que han pasado por lo menos cinco mil años desde su entierro, doy por descontado que las historias de aquel período, si no las tradiciones, eran suficientemente explícitas sobre el tema de mayor interés universal, o sea la Creación, que, como bien sabe usted, se produjo hace tan sólo diez siglos.

—¡Caballero! —exclamó el conde Allamistakeo.

El doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el egipcio las comprendiera después de muchas explicaciones adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo este último:

—Confieso que las ideas que acaba de sugerirme me resultan completamente nuevas. En mis tiempos jamás supe que alguien abrigara la singular fantasía de que el universo (o este mundo, si lo profiere) hubiera tenido jamás un principio. Sólo recuerdo que una vez —una vez tan sólo— escuché de un hombre de grandes conocimientos cierta remota insinuación acerca del origen de la raza humana, y esa misma persona empleó la palabra Adán (o sea tierra roja) que acaba de emplear usted. Pero él lo hizo en un sentido muy amplio, refiriéndose a la generación espontánea de cinco vastas hordas humanas salidas del limo (como nacen miles de otros organismos inferiores), y que surgieron simultáneamente en cinco partes distintas y casi iguales del globo.

Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y uno o dos se llevaron un dedo a la sien con aire significativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de echar una ojeada al occipucio y a la coronilla de Allamistakeo, habló como sigue:

—La larga duración de la vida en sus tiempos, así como la costumbre ocasional de pasarla en distintas etapas según nos ha explicado usted, debe haber contribuido profundamente al desarrollo y a la acumulación general del saber. Presumo, pues, que la marcada inferioridad de los egipcios antiguos en materias científicas, si se los compara con los modernos, y más especialmente con los yanquis, nace de la mayor dureza del cráneo egipcio.

—Debo confesar nuevamente —repuso el conde con mucha gentileza— que me cuesta un tanto comprenderle. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?

Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda clase de detalles sobre las teorías frenológicas y las maravillas del magnetismo animal.

Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que demostraron claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían florecido en Egipto en tiempos tan remotos como para que su recuerdo se hubiese perdido; así como que los procedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelas comparados con los verdaderos milagros de los sabios de Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seres similares.

Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses. Sonrió un tanto desdeñosamente y me contesto que sí.

Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole preguntas sobre sus conocimientos astronómicos hasta que uno de los presentes, que hasta entonces no había abierto la boca, me susurró al oído que para esa clase de informaciones haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin explicarme quién era), así como a un tal Plutarco, en su De facie lunœ.

Interrogué entonces a la momia acerca de espejos ustorios y lentes, y de manera general sobre la fabricación del vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas, cuando el contertulio silencioso me apretó suavemente el codo, pidiéndome en nombre de Dios que echara un vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, se limitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos poseíamos microscopios que nos permitieran tallar camafeos en el estilo de los egipcios.

Mientras pensaba cómo responder a esta pregunta, el pequeño doctor Ponnonner se puso en descubierto de la manera más extraordinaria.

—¡Vaya usted a ver nuestra arquitectura! —exclamó, con enorme indignación por parte de los dos egiptólogos, quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que se callara.

—¡Vaya a ver la fuente del Bowling Green, de Nueva York! —gritaba entusiasmado—. ¡O, si le resulta demasiado difícil de contemplar, eche una ojeada al Capitolio de Washington!

Y nuestro excelente y diminuto médico siguió detallando minuciosamente las proporciones del edificio del Capitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se hallaba adornado con no menos de veinticuatro columnas, las cuales tenían cinco pies de diámetro y estaban situadas a diez pies una de otra.

El conde dijo que lamentaba no recordar en ese momento las dimensiones exactas de cualquiera de los principales edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientos habían sido puestos en la noche de los tiempos, pero cuyas ruinas seguían aún en pie en la época de su entierro, en un desierto al oeste de Tebas. Recordaba empero (ya que de pórtico se trataba) que uno de ellos, perteneciente a un palacio secundario en un suburbio llamado Karnak, tenía ciento cuarenta y cuatro columnas de treinta y siete pies de circunferencia, colocadas a veinticinco pies una de otra. A este pórtico se llegaba desde el Nilo por una avenida de dos millas de largo, compuesta por esfinges, estatuas y obeliscos, de veinte, sesenta y cien pies de altura. El palacio, hasta donde alcanzaba a recordar, tenía dos millas de largo, y su circuito total debía alcanzar las siete millas. Las paredes estaban ricamente pintadas con jeroglíficos en el interior y exterior. El conde no pretendía afirmar que dentro del área del palacio hubieran podido construirse unos cincuenta o sesenta Capitolios como el del doctor, pero, aun sin estar completamente seguro, pensaba que, con algún esfuerzo, se hubieran podido meter doscientos o trescientos. Claro que, después de todo, el palacio de Karnak era bastante insignificante. De todas maneras el conde no podía negarse conscientemente a admitir el ingenio, la magnificencia y la superioridad de la fuente del Bowling Green, tal como la había descrito el doctor. Se veía forzado a reconocer que en Egipto jamás se había visto una cosa semejante.

Pregunté entonces al conde qué opinaba de nuestros ferrocarriles.

Contestó que no opinaba nada en especial. Los ferrocarriles eran un tanto débiles, mal concebidos y torpemente realizados. Por supuesto que no se los podía comparar con las enormes calzadas, perfectamente lisas, directas y con vías de hierro, sobre las cuales los egipcios transportaban templos enteros y sólidos obeliscos de ciento cincuenta pies de altura.

Aludí a nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.

Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero me preguntó cómo me las habría arreglado para colocar las impostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeño como el de Karnak.

Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía alguna idea sobre los pozos artesianos. El conde se limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me guiñaba con violencia el ojo y me decía en voz baja que los ingenieros encargados de las perforaciones en el Gran Oasis acababan de descubrir uno hacía muy poco.

Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó desdeñosamente la nariz y me preguntó si nuestro acero habría podido ejecutar los profundos relieves que se ven en los obeliscos y que se ejecutaban con la sola ayuda de instrumentos de cobre.

Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudente trasladar la ofensiva al campo metafísico. Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le leímos en alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy claro, pero que los bostonianos denominaban el Gran Movimiento del Progreso.

El conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente vulgares en sus días; en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una verdadera calamidad, pero nunca llegó a progresar.

Hablamos entonces de la belleza e importancia de la democracia, y tuvimos gran trabajo para hacer entender debidamente al conde las ventajas de que gozábamos viviendo allí donde existía el sufragio ad libitum, yno había ningún rey.

Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la impresión de que se divertía muchísimo. Cuando hubimos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás, había ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provincias egipcias decidieron ser libres y dar un magnífico ejemplo al resto de la humanidad. Sus sabios se reunieron y confeccionaron la más ingeniosa constitución que pueda concebirse. Durante un tiempo se las arreglaron notablemente bien, sólo que su tendencia a la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó, empero, el día en que los quince Estados, a quienes se agregaron otros quince o veinte, se consolidaron creando el más odioso e insoportable despotismo que jamás se haya visto en la superficie de la tierra.

Pregunté el nombre del tirano usurpador.

El conde creía recordar que se llamaba Populacho.

No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la ignorancia de los egipcios sobre el vapor.

El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En cambio el contertulio silencioso me dio fuertemente en las costillas con el codo, diciéndome que bastante había hecho ya el ridículo, y preguntándome si realmente era tan tonto como para no saber que la moderna máquina de vapor deriva de la invención de Hero, pasando por Salomón de Caus.

Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero, entonces, para nuestra buena suerte, el doctor Ponnonner acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo egipcio pretendía rivalizar seriamente con los modernos en la importantísima cuestión del vestido.

El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y, tomando luego uno de los faldones de su chaqueta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por fin lo dejó caer, mientras su boca se iba extendiendo gradualmente de oreja a oreja; pero no recuerdo que dijese nada a manera de contestación.

Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose con gran dignidad a la momia, le pidió que declarara francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los egipcios habían sido capaces de comprender la fabricación de las pastillas de Ponnonner o de las píldoras de Brandeth.

Esperamos ansiosamente una respuesta, pero en vano. La respuesta no llegaba. El egipcio se sonrojó y bajó la cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamás una derrota fue sobrellevada con tan poca gracia. Realmente me resultaba insoportable el espectáculo de la mortificación de la pobre momia. Busqué mi sombrero, me incliné secamente y salí.

Al llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y me metí inmediatamente en cama. Son ahora las diez de la mañana. Desde las siete estoy levantado, redactando esta crónica para beneficio de mi familia y de la humanidad. A la primera no volveré a verla. Mi mujer es una arpía. Diré la verdad: estoy amargamente cansado de esta vida y del siglo XIX en general. Me siento convencido de que todo va mal. Además tengo gran ansiedad por saber quién será Presidente en 2045. Por eso, tan pronto me haya afeitado y bebido una taza de café, volveré a casa de Ponnonner y me haré embalsamar por un par de cientos de años.

La máscara de la muerte roja

La "Muerte Roja" había devastado largo tiempo la comarca. Jamás epidemia alguna habíase mostrado tan horrenda ni fatal. La sangre era su distintivo y su Avatar, el horror bermejo de la sangre. Producía agudos dolores, vértigos repentinos, y luego, abundante hemorragia de los poros, y la descomposición final. Las manchas escarlata en el cuerpo, y especialmente en el rostro de las víctimas, eran el entredicho fatal que las arrojaba lejos de la asistencia y simpatía de sus semejantes. Y el ataque de la peste—su proceso y su terminación—era sólo cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era afortunado, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios se encontraron despoblados por mitad, convocó a su presencia a un millar de alegres y vigorosos amigos entre los caballeros y damas de su corte, y retiróse con ellos a la reclusión más completa en una de sus almenadas abadías. Era ésta de amplia y magnífica estructura, creación de la propia augusta y excéntrica fantasía del monarca. Circundábanla fuertes y elevadas murallas, provistas de puertas de hierro. Una vez que entraron los cortesanos, se trajeron hornos y pesados martillos y quedaron soldados los cerrojos. Habíase resuelto no dejar medio de ingreso ni salida a los repentinos impulsos de frenesí o desesperación de los que se hallaban dentro. La abadía estaba ampliamente aprovisionada; y con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el temor al contagio. El mundo exterior podía cuidar de sí mismo. Al mismo tiempo era locura apesadumbrarse o pensar en ello. El príncipe había previsto todas las formas de placer. Había bufones, trovadores, bailarines de ballet, músicos, vino y belleza. Todo esto y la salvación se hallaban dentro. Fuera quedaba la "Muerte Roja."

Hacia la terminación del quinto o sexto mes de aislamiento, y mientras la peste arrasaba furiosamente afuera, el príncipe Próspero entretenía a sus amigos con un baile de máscaras de inusitada magnificencia.

Era una escena voluptuosa, en verdad, esta mascarada. Pero, ante todo, dejadme describir los salones en que se realizaba. Eran siete cámaras, todo un departamento imperial. En muchos palacios, sin embargo, tales piezas forman una serie larga y recta mientras las puertas de dobleces se abren contra los muros a cada lado, de manera que la vista pueda abarcarlas en toda su extensión. Pero aquí todo era muy distinto, como podía esperarse de la afición del duque por lo bizarro. Las habitaciones estaban tan irregularmente dispuestas que la visual podía abrazar muy poco más de una al mismo tiempo. Presentábase una curva aguda cada veinte o treinta yardas, y a cada curva, el aspecto era completamente diferente. A la derecha y a la izquierda, en el centro de los muros, una estrecha y elevada ventana gótica, daba a un pasillo cerrado que seguía las revueltas del departamento. Estas ventanas eran de vidrios de colores en combinación con el tono dominante de la decoración de la cámara sobre la cual se abrían. La del extremo oeste, por ejemplo, estaba entapizada de azul; y de azul vívido eran los cristales de las ventanas. La segunda pieza estaba decorada y entapizada de púrpura, y aquí los cristales eran color de púrpura. La tercera cámara era verde, e igual color ostentaban las ventanas. La cuarta estaba amueblada y alumbrada en tono anaranjado; la quinta de blanco; la sexta de violado. La séptima habitación estaba severamente revestida de tapicerías de terciopelo negro que cubrían el techo y caían a lo largo de los muros en pesados pliegues sobre una alfombra de igual color e idéntico tejido. Pero, en esta cámara solamente, el color de las ventanas no correspondía al matiz de la decoración. Los cristales eran allí escarlata, de un tono vivo de sangre. Ahora bien; en ninguna de las siete habitaciones había lámpara o candelabro alguno entre la profusión de adornos de oro esparcidos acá y allá o pendientes del techo. No se veía luz de ninguna clase que emanara de arañas o bujías dentro de las cámaras. Pero en los corredores que rodeaban la serie, veíase, delante de cada ventana, un pesado trípode sustentando un brasero de fuego que proyectaba sus rayos a través del coloreado cristal, iluminando alegremente la habitación y produciendo con sus reflejos multitud de graciosas y fantásticas apariciones. Mas hacia el lado del oeste, o sea en la cámara negra, el efecto del fuego que corría sobre las negras colgaduras, penetrando a través de los cristales teñidos de color de sangre, era extraordinariamente lúgubre, y daba tan sombrío aspecto a la figura de los que entraban, que muy pocos de la compañía eran suficientemente intrépidos para traspasar sus umbrales. En esta pieza había también un gigantesco reloj de ébano que se erguía apoyado contra el muro occidental. Su péndulo oscilaba con triste y pausado movimiento; y cuando las manecillas habían recorrido todo el circuito de la esfera y la hora iba a sonar, venía desde las profundidades bronceadas del reloj un sonido alto y claro y extremadamente musical, en verdad, pero de entonación y énfasis tan peculiares que, a cada lapso de una hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a detenerse instantáneamente en su ejecución para escuchar el sonido; y los bailarines cesaban en sus evoluciones; todo lo cual provocaba un breve desconcierto en la alegre compañía; pudiendo observarse que mientras los ecos del reloj vibraban todavía, los más jóvenes palidecían, y los de mayor edad y más serenos pasaban su mano por la frente como en medio de algún confuso ensueño o meditación. Mas apenas cesaba la vibración, ligeras carcajadas brotaban por todas partes en la asamblea; los músicos mirábanse unos a otros y sonreían de su propia nerviosidad y locura, comprometiéndose mutuamente en voz queda a que la próxima campanada del reloj no les produciría emoción semejante; y luego, pasado el lapso de los sesenta minutos (que representan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que vuela), repetíase el sonido del reloj, y repetíase igual desconcierto, el mismo temblor y meditación de una hora antes.

Pero, a pesar de todo, era aquélla una brillante y magnífica fiesta. La estética del duque era original. Tenía un gusto refinado para la combinación de efectos y colores. Desdeñaba la decoración que sólo se gobierna por la moda. Sus ideas eran atrevidas y desordenadas y sus concepciones ostentaban bárbaro esplendor. Algunos le habrían calificado de loco. Sus admiradores, sin embargo, sabían que no era así; pero se hacía necesario oírle, verle, y palparle para estar seguros de que se encontraba en su juicio.

El príncipe había dirigido personalmente, en su mayor parte, la decoración fantástica de las siete cámaras, con motivo de su gran festival; y había decidido según su propia inspiración el carácter de la mascarada. A buen seguro que los disfraces eran extravagantes. Mucho brillo y relumbrón; mucho de agresivo y fantasmagórico; mucho de lo que de entonces acá se ha observado después en Ernani. Encontrábanse figuras arabescas con miembros y accesorios extraños. Había fantasías delirantes como las creaciones de un loco. Había mucho de belleza, mucho de ingenio, mucho de bizarría, algo de terrorífico y no poco de lo que podía inspirar aversión. Acá y allá en las siete cámaras discurrían muchos desvaríos, en verdad; desvaríos que serpeaban entrando y saliendo, tomando el colorido de las habitaciones y haciendo pensar que la música descabellada de la orquesta era el eco de sus pasos. A poco, dió la hora el reloj de ébano colocado en el salón de terciopelo. Y entonces todo quedó silencioso y en suspenso, dejándose oír únicamente la voz del reloj. Los desvaríos quedaron rígidos y helados en su inmovilidad. Mas pronto se desvanecieron los ecos de las campanadas, cuya duración había sido apenas de un instante; y una risa ligera, velada a medias, flotó tras ellos mientras se apagaban. Otra vez comienza la música, viven los desvaríos, y más risueños que nunca se deslizan por doquier, apropiándose los tintes de las ventanas coloreadas por los rayos que reflejan las trípodes. Pero ninguna de las máscaras se aventura hasta el séptimo salón hacia el occidente; porque la noche avanza; y una luz más bermeja penetra a través de los rojos cristales; y la negrura de la tétrica drapería causa pavor; y todo aquel que huella la negra alfombra de la cámara escucha resonar las campanadas del reloj de ébano con sordo estruendo y énfasis más solemne que el que perciben los oídos de los que se entregan a la alegría en habitaciones más lejanas. Pero en los demás salones había densa muchedumbre y batía febrilmente el corazón de la vida. Y el regocijo remolineaba sin cesar, hasta que al cabo brotó del reloj el son de media noche. Y entonces se suspendió la música, como he dicho; detuviéronse las evoluciones de los bailarines y reinó como antes una medrosa paralización de la alegría. Esta vez eran doce las campanadas que debía dar el reloj; por esto aconteció quizá que, con mayor tiempo, brotaran más recuerdos en la imaginación de algunos pensativos concurrentes a la fiesta. Y quizá por esto aconteció también que, antes de que el eco de la duodécima campanada hubiérase hundido en el silencio, muchas personas advirtieran la presencia de un enmascarado que no había llamado hasta aquel momento la atención de los circunstantes. Y habiéndose extendido en un cuchicheo el rumor de su aparición, levantóse en toda la sociedad un expresivo zumbido o murmullo de sorpresa y desaprobación, primero, de terror; de horror, y de repulsión finalmente.

Podría suponerse que en una reunión de fantasmas como la que he descrito, ninguna aparición ordinaria tendría el poder de excitar tal sensación. En verdad, la libertad de esta mascarada nocturna parecía extraordinaria; pero el personaje en cuestión mostrábase más herodiano que el propio Herodes; y había traspasado los límites, casi indefinidos, del decoro del príncipe. Existen ciertas cuerdas que no pueden tocarse sin emoción siquiera sea en el corazón de los más empedernidos. Aun respecto de aquellos completamente abandonados, para quienes la vida y la muerte son igualmente burlescas, hay ciertos temas en los cuales no es permitido bromear. Toda la compañía parecía profundamente convencida de que en el porte y disfraz del extranjero no existía ingenio ni oportunidad. La figura era alta y delgada, y estaba envuelta de arriba abajo en atavíos funerarios. La máscara que ocultaba su semblante tenía tal semejanza con el aspecto de un cadáver, que el más minucioso escrutinio habría tenido dificultad en descubrir el fraude. Mas todo esto podía haberse aceptado, ya que no aprobado, por los locos invitados al sarao; pero el enmascarado había ido hasta asumir el tipo de la Muerte Roja. Sus vestiduras estaban manchadas de sangre; y el ancho rostro ostentaba en todas sus facciones las señales del horrible escarlata.

Cuando las miradas del príncipe Próspero cayeron sobre este atroz fantasma, que con lento y solemne movimiento, como para caracterizar mejor su papel, discurría acá y allá entre los concurrentes, viósele convulso en el primer momento con un fuerte estremecimiento de terror o de repulsión; pero inmediatamente su faz enrojeció a impulsos de la rabia.

—¿Quién se atreve?—preguntó con voz enronquecida a los cortesanos que le rodeaban;—¿quién se atreve a insultarnos con esta grotesca blasfemia? ¡Cogedle y desenmascaradle! ¡Veamos a quién hemos de colgar mañana desde las almenas al levantarse el sol!—

Encontrábase el príncipe Próspero en la cámara azul, hacia el este, cuando profería estas palabras. Su voz repercutió sonora y distintamente en las siete salas, pues el príncipe era hombre osado y vigoroso, y la música había callado a un movimiento de su mano.

Encontrábase en el salón azul con un grupo de pálidos cortesanos a su alrededor. Mientras pronunciaba aquellas palabras, hubo al principio un ligero movimiento del grupo hacia el intruso que se encontraba al alcance en aquel momento; y quien entonces, con firme y deliberado paso, se aproximó al que hablaba. Pero, debido al desconocido pavor que la insensata arrogancia del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, ninguno se atrevió a poner la mano sobre él; de modo que pudo acercarse sin obstáculos hasta una yarda de distancia de la persona del príncipe; y, mientras la vasta asamblea, movida como por un solo impulso, se recogía desde el centro hasta los muros de la habitación, dirigióse el enmascarado libremente, con el mismo paso solemne y mesurado que le distinguió desde el primer momento, del salón azul al púrpura; del púrpura al verde; del verde al anaranjado; de aquí al blanco; y siguió todavía al violado, sin que se hubiera hecho movimiento alguno para detenerle. Entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y la vergüenza de su momentánea cobardía, atravesó precipitadamente las seis cámaras sin que nadie le siguiera, a consecuencia del terror mortal que les había sobrecogido. Llevaba en alto una daga desenvainada, y habíase acercado impetuosamente hasta tres o cuatro pies de la figura que huía, cuando al llegar ésta al extremo de la cámara de terciopelo, volvióse repentinamente e hizo frente a su perseguidor. Oyóse un agudo grito; el puñal resbaló centelleando sobre la negra alfombra en la cual, un instante después, caía postrado de muerte el príncipe Próspero. Entonces algunos de los asistentes a la fiesta, reuniendo el salvaje valor de la desesperación, precipitáronse a la cámara negra, y cogiendo al enmascarado, cuya alta figura continuaba erguida e inmóvil en la sombra del reloj de ébano, sintiéronse poseídos de indecible horror al encontrar que los ornamentos de la tumba y la máscara de cadáver que sacudían con violenta rudeza, no estaban sostenidos por forma tangible alguna.

Y entonces se reconoció la presencia de la Muerte Roja. Había entrado de noche como un ladrón. Y uno a uno se desplomaron en los salones regados de sangre los disipados cortesanos, muriendo todos en la postura desesperada de su caída. Y la vida del reloj de ébano terminó con la del último de la alegre partida. Y el fuego de los trípodes se extinguió. Y la Obscuridad y la Ruina y la Muerte Roja conservaron dominio ilimitado sobre todo el reino.

La cabaña de Landor

Durante una excursión a pie, que realicé el pasado verano a través de uno o dos de los condados ribereños de Nueva York, me encontré, al caer el día, un tanto desorientado acerca del camino que debía seguir. La tierra se ondulaba de un modo considerable y durante la última hora mi senda había dado vueltas y más vueltas de aquí para allá, tan confusamente en su esfuerzo por mantenerse dentro de los valles, que no tardé mucho en ignorar en qué dirección quedaba la bonita aldea de B..., donde había decidido pernoctar. El sol casi no había brillado durante el día — en el más estricto sentido de la palabra —, a pesar de lo cual había estado desagradablemente caluroso. Una niebla humeante, parecida a la del verano indio, envolvía todas las cosas y, desde luego, contribuía a mi incertidumbre. No es que me preocupara mucho por eso. Si. no llegaba a la aldea antes de la puesta del sol o aun antes de que oscureciese, sería más que posible que surgiera por allí una pequeña granja holandesa o algo por el estilo, aunque, de hecho, los alrededores estaban escasamente habitados, debido, quizá, a ser estos parajes más pintorescos que fértiles. De todos modos, con mi mochila por almohada y mi perro de centinela, vivaquear al aire libre era en realidad algo que debería divertirme. Seguí, por tanto, caminando a mis anchas, haciéndose Ponto cargo de mi escopeta, hasta que, finalmente, en el momento que yo había empezado a considerar si los pequeños senderos que se abrían aquí y allí eran auténticos senderos, uno de ellos, que parecía el más prometedor, me condujo a un verdadero camino de carros. No podía haber equivocación. Las ligeras huellas de ruedas eran evidentes, y aunque los altos arbustos y la maleza excesivamente crecida se entrecruzaban formando una maraña elevada, no había obstrucción alguna por abajo, incluso para el paso de una galera de Virginia, que es el vehículo con más aspiraciones de todos cuantos conozco de su clase. Sin embargo, la carretera, excepto en lo de estar trazada a través del bosque—si ésta no es una palabra demasiado importante para tan pequeña agrupación de árboles — y excepto en los detalles de evidentes huellas de ruedas, no guardaba la menor relación con todas las carreteras que yo había visto hasta entonces. Las huellas de las que hablo no eran sino débilmente perceptibles, habiendo sido impresas sobre la superficie firme, pero desagradablemente mojada, que era más parecida al verde terciopelo de Génova que a ninguna otra cosa. Naturalmente, era césped, pero un césped que raras veces vemos en Inglaterra — tan corto, tan espeso, tan nivelado y tan vivo de color—. En aquella vía de ruedas no existía ni un solo obstáculo, ¡ ni siquiera una piedra o una ramita seca! Las piedras que una vez obstruyeron el camino habían sido cuidadosamente colocadas, no tiradas a lo largo de las cunetas, sino puestas alrededor como para señalar sus límites, con una clase de definición medio precisa, medio negligente y totalmente pintoresca. Por todas partes crecían grupos de flores entre las piedras con una gran exuberancia. Desde luego, yo no sabía qué sacar de todo aquello. Sin duda alguna era arte, lo que no me sorprendía, pues todas las carreteras son obras de arte en el sentido corriente de la palabra. No puedo decir que hubiera mucho para maravillarse en el simple exceso de arte manifestado; todo parecía haber sido hecho, debería haber sido hecho allí, con "recursos naturales", tal como se dice en los libros de jardinería del paisaje, con muy poco trabajo y gasto. No eran la cantidad del arte, sino su carácter, lo que me indujo a tomar asiento sobre una de las floridas piedras y mirar de arriba abajo aquella avenida que parecía de hadas, durante media hora o más, con maravillosa admiración. Cualquier cosa se iba haciendo más y más evidente conforme la miraba: aquellos arreglos deberían haber sido dirigidos por un artista, y uno de gusto muy exigente para las formas. Se intentó conservar un equilibrio entre lo delicado y gracioso, por una parte, y lo pintoresco, en el verdadero sentido del término italiano, por la otra. Había pocas líneas rectas y pocas líneas continuas. El mismo efecto de curvatura o de color aparecía repetido en general dos veces, pero no aparecía con más frecuencia, desde ningún punto de vista.

Por todas partes había variedad en la uniformidad. Era una pieza de composición a la que el gusto del crítico más exigente apenas hubiera podido sugerir la más pequeña enmienda. Cuando entré por aquella carretera había torcido a la derecha y ahora, al levantarme, continué en la misma dirección. La senda era tan sinuosa que en ningún momento, desde luego, podía andar más de dos o tres pasos en línea recta. Su carácter no experimentaba ningún cambio material.

De forma repentina, el murmullo del agua se oyó suavemente y algunos momentos después, cuando el camino torcía de forma algo más brusca que la de antes, divisé un edificio de cierta categoría que se alzaba al pie del suave declive, precisamente delante de mí. No podía ver nada claramente a causa de la niebla que ocupaba todo el pequeño valle que se hallaba a mis pies. Sin embargo, ahora que el sol iba a ponerse, se levantaba una suave brisa, y mientras permanecía de pie sobre la cima de la ladera, la niebla se iba disipando gradualmente en espirales y de ese modo flotaba sobre el paisaje. Cuando el escenario fue haciéndose más visible, de forma gradual como lo describo, parte por parte, aquí un árbol, allí un resplandor de agua y aquí de nuevo el final de una chimenea, no pude menos de imaginar que todo no era sino una de esas ilusiones ingeniosas que algunas veces se exhiben bajo el nombre de "cuadros desvanecientes". Sin embargo, durante ese tiempo la niebla había desaparecido totalmente, el sol se había ocultado detrás de las suaves colinas y desde allí, como con un ligero paso hacia el sur, se había vuelto a hacer visible, brillando con reflejos purpúreos a través de una hondonada, por la que se penetraba al valle del Oeste. De repente, y como por arte de magia, todo el valle y todo lo que en él había se hizo visible. La primera ojeada, mientras el sol se deslizaba en la posición descrita, me impresionó mucho más de lo que me hubiera impresionado, siendo colegial, el final de una buena representación de teatro o melodrama. Ni siquiera se echaba de menos la monstruosidad de color, pues la luz del sol salía a través de la hondonada, coloreada por completo de anaranjado y púrpura, mientras el vivo verde del césped del valle era reflejado más o menos sobre los objetos, desde la cortina de vapor que aún colgaba por encima, como si le costase trabajo abandonar escena de tan encantadora belleza. El pequeño valle que yo curioseaba a mis pies desde aquel dosel de niebla, puede que no tuviera más de cuatrocientos metros de longitud, mientras que su ancho variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o tal vez doscientos. Era más estrecho en su extremo norte, abriéndose conforme se acercaba hacia el sur, aunque con regularidad no muy precisa. La parte más ancha estaba a unas ochenta yardas del extremo sur. Las laderas que cerraban el valle no podían llamarse propiamente colinas, al menos en su cara norte. Aquí se elevaba un precipicio de granito escarpado con una altura de unos noventa pies y, como ya he dicho, el valle en este punto no tenía más de cincuenta pies de ancho. A medida que el visitante avanzaba hacia el sur desde el acantilado, encontraba a derecha e izquierda declives de menos altura, menos escarpados y menos rocosos. En una palabra, todo se inclinaba y se suavizaba hacia el sur, y a pesar de ello el valle estaba rodeado por eminencias más o menos altas, excepto en dos puntos. De uno ya he hablado. Se encontraba considerablemente al noroeste y estaba allí donde el sol poniente se abría camino, como ya lo he descrito, en el anfiteatro a través de una grieta natural lisamente trazada en el terraplén de granito; esta grieta tendría diez yardas por su parte más ancha, hasta donde el ojo era capaz de ver. Parecía llevar hacia arriba, como una calzada natural, a los recónditos lugares de inexploradas montañas y bosques. La otra abertura estaba situada directamente en el otro extremo sur del valle. Allí, por regla general, las pendientes no eran sino suaves inclinaciones que se extendían de este a oeste en unas cincuenta yardas, aproximadamente. En medio de esta extensión había una depresión al nivel corriente del suelo del valle. En cuanto a la vegetación, así como a todo lo demás, la escena se suavizaba y ondulaba hacia el sur. Hacia el norte, y sobre el precipicio escarpado, se alzaban a algunos pasos del borde magníficos troncos de numerosos nogales americanos, nogales negros y castaños, entremezclados con algún otro roble. Las fuertes ramas laterales de los castaños, especialmente, sobresalían en mucho sobre el borde del acantilado. Continuando su marcha hacia el sur, el viajero veía al principio la misma clase de árboles, pero cada vez menos elevados. Luego veía el olmo apacible, seguido por el sasafrás; el algarrobo y el curbaril, y éstos a su vez por el tilo, el ciclamor, la catalpa y el arce, y éstos de nuevo por otras variedades más graciosas y modestas. Toda la cara del declive sur estaba cubierta sólo de arbustos salvajes, con excepción de algún sauce plateado o álamo blanco. En el fondo del mismo valle (pues debe recordarse que la vegetación mencionada hasta ahora sólo crecía en los precipicios o laderas de los montes) podían verse tres árboles aislados. Uno era un olmo de hermoso tamaño y exquisita forma que se alzaba como si guardase la entrada sur del valle. Otro era un nogal americano, mucho mayor que el anterior y en su conjunto mucho más hermoso, aunque ambos eran muy bellos. Éste parecía tener a su cargo la entrada noroeste, brotando de un montón de rocas en la misma embocadura del precipicio y proyectando su graciosa figura en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados, a lo lejos, sobre el iluminado anfiteatro. Casi a unas treinta yardas al este de dicho árbol se levantaba el orgullo del valle, y por encima de toda discusión, el árbol más magnífico que yo he visto jamás, salvo, tal vez, entre los cipreses de Ilchiatuckanee. Era un tulípero de triple tronco, el Liriodendron. Tulipiferurn, perteneciente a la familia de las magnolias. Los tres troncos estaban separados del padre unos tres pies del suelo, aproximadamente, y se apartaban muy suave y gradualmente, apenas distando entre ellos cuatro pies de donde el tronco más ancho extendía su follaje; esto ocurría a una altura de unos ochenta pies. La altura del tronco principal era de ciento veinticinco. Nada hay que supere en belleza a la forma y el color verde brillante de las hojas del tulipero. En el ejemplar al que me refiero tenían muy bien ocho pies de anchura, pero su gloria estaba completamente eclipsada por el magnífico esplendor de su profusa floración. ¡Imaginad, congregados en un denso ramillete, un millón de tulipanes de los más grandes y espléndidos! Sólo así puede el lector hacerse una idea del cuadro que intento describir; y luego, la gracia firme de los lisos troncos, finamente pulidos como columnas, el más ancho de los cuales medía cuatro pies de diámetro, a veinte del suelo. Las innumerables florescencias, mczclándose con las de los otros árboles de parecida belleza, aunque infinitamente de menor majestad, llenaban el valle de aromas más agradables que los perfumes de Arabia.

El suelo del anfiteatro tenía un césped de la misma clase que el de la carretera y aún más deliciosamente suave, espeso, aterciopelado y de un verde milagroso. Era difícil de concebir cómo se había logrado toda esa belleza. He hablado de las dos aberturas que tenía el valle. En una de ellas, la situada al noroeste, fluía un riachuelo que, con un murmullo suave y espumoso, llegaba hasta estrellarse contra el grupo de rocas sobre las que brotaba el nogal americano. Allí, después de rodear el árbol, pasaba un, poco hacia el nordeste, dejando el tulípero a unos veinte pies hacia el sur y no sufriendo otra alteración en su curso hasta que se aproximaba al centro entre los límites orientales y occidentales del valle. En este punto, después de una serie de revueltas, doblaba en ángulo recto y proseguía generalmente en dirección sur, serpenteando en su cauce hasta llegar a perderse en un pequeño lago de forma irregular (aunque ásperamente ovalado) que se extendía resplandeciente cerca de la extremidad inferior del valle. Este pequeño lago tenía tal vez cien yardas de diámetro en su parte más ancha. Ningún cristal podía ser más claro que sus aguas. Su fondo, que podía verse con claridad, estaba formado todo él de guijarros de un blanco brillante. Sus orillas, de césped esmeralda, ya descritas, redondeadas más bien que cortadas, se hundían en el claro cielo de debajo, y tan claro era éste y tan perfectamente reflejaba a veces los objetos que estaban por encima, que era un punto difícil de determinar dónde acababa la orilla verdadera y dónde comenzaba su reflejo. Las truchas y otras variedades de peces, de las que aquella laguna parecía estar incomprensiblemente repleta, tenían toda la apariencia de auténticos peces voladores. Resultaba casi imposible de creer que no estaban suspendidos del aire. Una ligera canoa de corteza de abedul que descansaba plácidamente sobre el agua, era reflejada hasta en sus más minuciosas fibras con una fidelidad superior al espejo más pulido. Una pequeña isla, que reía bellamente con flores en todo su apogeo y que ofrecía muy poco más espacio que el justo para sostener alguna pequeña y pintoresca edificación, como una casita de patos, se levantaba sobre la superficie del lago, no muy lejos de la orilla norte, a la cual estaba unida por medio de un puente inconcebiblemente ligero y rústico. Estaba formado por una tabla única, ancha y gruesa, de madera de tulípero que medía cuarenta pies de larga y que salvaba el espacio comprendido entre orilla y orilla con un ligero, como perceptible arco que prevenía toda oscilación. Del extremo sur del lago salía una prolongación del arroyo que después de serpentear tal vez treinta yardas, pasaba, finalmente, a través de la depresión (ya descrita) en medio de la pendiente sur, y lanzándose por un abrupto precipicio de cien pies, seguía su áspera y desconocida ruta hacia el Hudson.

El lago era profundo —en algunos puntos, treinta pies —, ,pero el arroyo raras veces excedía de tres, mientras su anchura mayor era casi de ocho. El fondo y las orillas eran semejantes a las del lago, y si se les debiera atribuir algún defecto, de acuerdo con su pintoresquismo, sería el de su excesiva pulcritud. La extensión del verde césped estaba suavizada aquí y allí por algún bonito arbusto, tal como la hortensia, la corriente bola de nieve o la aromática lila; o más frecuentemente por un macizo de geranios floreciendo magníficos en grandes variedades. Estos últimos crecían en tiestos que estaban cuidadosamente enterrados en el suelo, como para dar a las plantas la apariencia de ser naturales. Además de esto, el terciopelo del césped estaba exquisitamente moteado por un rebaño considerable que pastaba por el valle en compañía de tres gamos domesticados y un gran número de patos de brillantes plumas. Un mastín enorme parecía estar vigilando a cada uno de aquellos animales.

A lo largo de las colinas de la parte este y oeste, hacia la parte superior del anfiteatro, donde eran más o menos escarpados los linderos, crecía una gran profusión de brillante hierba—de modo que sólo de tarde en tarde se podía descubrir algún sitio de la roca que hubiera quedado desnuda—. El precipicio norte estaba del mismo modo enteramente cubierto de viñas de rara exuberancia; algunas brotaban en la base del acantilado y otras sobre los bordes de sus paredes laterales. La ligera elevación que formaba el límite más bajo de esta pequeña posesión estaba coronada por un muro de piedra uniforme, de altura suficiente como para prevenir que escaparan los gamos. Por ningún lado se veía algo que pudiera ser un vallado; es que en realidad no era en modo alguno necesario, pues si, por ejemplo, llegaba a extraviarse alguna oveja que hubiese intentado salir del valle por medio del precipicio, después de unas cuantas yardas, habría encontrado interrumpido su caminar por el borde de la roca, sobre el cual se precipitaba la cascada que había atraído mi atención cuando por vez primera me acerqué a la finca. En resumen: las únicas entradas o salidas sólo eran posibles a través de una verja que ocupaba un paso rocoso en la carretera a algunas yardas por debajo del lugar donde yo me había detenido para contemplar el paisaje. He descrito el arroyo que serpenteaba de modo muy irregular a lo largo de su curso. Sus dos direcciones principales eran, como dije. primero de oeste a este y luego de norte a sur. En la revuelta, la corriente, retrocediendo en su marcha, describía una curva casi circular, de forma como de península o tal vez como una isla, y que incluía en su interior una extensión de la sexta parte de un acre. Sobre esta península se asentaba una casa, y cuando vi que esta casa, como la terraza infernal vista por Vathek; était d'une architecture inconnue dans les annales de la terre, quiero decir simplemente que todo su conjunto me impresionó con el más agudo sentido de una combinación de novedad y de propiedad—de poesía, en una palabra (en el término más abstracto y riguroso)—, y no es mi intención indicar que el soutre fuera tomado en cuenta en algún momento. De hecho, nada podría ser más sencillo, ni más completamente carente de ambición, que aquel cottage. Su maravilloso efecto radicaba principalmente en la artística disposición, como la de un cuadro. Mientras la miraba, podía haber imaginado que algún eminente paisajista la había creado con su pincel.

El sitio desde el cual vi el valle por vez primera no era por completo, aunque no faltara mucho para ello, el mejor punto desde el cual se pudiera contemplar la casa. Por tanto, la describiré como la vi más tarde, colocándome sobre las piedras en el extremo sur del anfiteatro.

El edificio principal tenía cerca de veinticuatro pies de largo y dieciséis de ancho. Su altura total, desde el suelo a la cúspide del tejado, no debería exceder de dieciocho pies. Al extremo oeste de esta estructura se le unía otra un tercio más pequeña en todas sus proporciones; la línea de su fachada retrocedía cerca de dos yardas en relación con la casa mayor, y la línea del tejado era también considerablemente más baja que el tejado de su compañera. A la derecha de este edificio, y detrás del principal — no exactamente en medio —, se extendía una tercera edificación, muy pequeña, y en general un tercio inferior que la situada en el ala oeste. Los tejados de las dos casas mayores eran muy empinados, descendiendo desde la cima con una larga curva cóncava y extendiéndose, por último, cuatro pies más allá de las paredes de la fachada, como para cubrir los tejados de dos galerías. Estos últimos no necesitaban soportes, desde luego, pero como tenían el aspecto de necesitarlos, unos ligeros y bien pulidos pilares se habían insertado sólo en las esquinas. El tejado del ala norte era simple prolongación de una parte del tejado principal. Entre el edificio principal y el ala oeste se alzaba una chimenea muy alta y esbelta de consistentes ladrillos holandeses que se alternaban en rojo y en negro; una ligera cornisa que sobresalía remataba el tejado. Los tejados se proyectaban mucho sobre los caballetes, haciéndolo en el edificio principal como cuatro pies al este y como dos al oeste. La puerta principal no estaba precisamente en el centro de la edificación principal, sino un poco hacia el este, mientras las dos ventanas quedaban al oeste. Éstas no bajaban al terreno, sino que, mucho más largas y estrechas que las corrientes, tenían hojas únicas, como las puertas, y cristales con forma de rombos, pero muy anchos. La puerta era de cristal en su medio panel superior, también en forma de rombos, y con una hoja movible, que se aseguraba por la noche. La puerta del ala oeste estaba en esta pared y era muy sencilla, con una única ventana que miraba hacia el sur. El ala norte no tenía puerta exterior, y sólo una ventana orientada hacia el este. El muro de sujeción del caballete oriental estaba realzado por una escalera de balaustrada que la cruzaba en diagonal. Bajo el tejado del amplio alero, esta escalera daba acceso a una puerta que conducía a la buhardilla, o mejor, al desván, pues éste se iluminaba únicamente por la luz de una ventana orientada al norte y parecía haber sido ideado como almacén. Las galerías del edificio principal y del ala oeste no tenían el suelo que acostumbran tener, pero ante las puertas y ventanas, anchas losas de granito de forma irregular, quedaban encajadas en el delicioso césped, proporcionando en cualquier tiempo un confortable pavimento. Excelentes senderos del mismo material, no ajustado, sino dejando que el césped aterciopelado llenara los frecuentes espacios entre las piedras, llevaban aquí y allá, desde la casa a un manantial cristalino que manaba a muy pocos pasos, a la carretera o a uno de los dos pabellones que se extendían al norte, más allá del arroyo y completamente tapados por algunos algarrobos y catalpas. A menos de seis pasos de la entrada principal del cottage se levantaba el tronco muerto de un fantástico peral, tan recubierto de pies a cabeza por espléndidas flores de bignonia, que uno precisaba una gran atención para determinar qué clase de cosa podía ser aquello. De diversas ramas de este árbol colgaban jaulas de clases diferentes. En una de ellas, un sinsonte se removía con gran algazara en un gran cilindro de mimbre con una anilla en su parte superior; en otra, una oropéndola, y en una tercera, el descarado gorrión de los arrozales, mientras que tres o cuatro más delicadas prisiones estaban ocupadas por canarios de potente canto. Los pilares de las galerías estaban enguirnaldados con jazmines y madreselvas, mientras que enfrente del ángulo formado por la estructura principal y su ala oeste brotaba una parra de exuberancia sin igual. Desafiando toda limitación, había trepado primero al tejado más bajo, luego al más elevado, y después, a lo largo del alero de este último, seguía retorciéndose, proyectando zarcillos a derecha e izquierda, hasta alcanzar, por último, el caballete del este y caer rastreando por las escaleras.

Toda la casa, con sus alas, fue construida con arreglo a la vieja moda holandesa de ancho entablado y bordes sin redondear. La particularidad de este material es dar a las casas construidas con él todo el aspecto de ser más anchas en la base que en la parte superior —como en la arquitectura egipcia—, y en el caso presente, aquel efecto, extraordinariamente pintoresco, se basaba en los numerosos tiestos de magníficas flores que casi circundaban la base de los edificios. El entablado estaba pintado de gris oscuro y un artista puede fácilmente imaginar el magnífico efecto que este tono neutro producía, mezclado con el vivo verde de las hojas de los tulíperos que parcialmente sombreaban el cottage.

Desde una posición cercana a la valla de piedra, tal como he descrito, se podían ver con gran facilidad los edificios., pues el ángulo sudeste avanzaba hacia adelante y la vista podía abarcar en seguida el conjunto de las dos fachadas, junto con el pintoresco caballete del este y, al mismo tiempo, tenía una vista suficiente del ala norte, con retazos del bonito tejado del invernadero y casi la mitad de un puentecillo, puente que se arqueaba sobre el arroyo en las cercanías de los edificios principales. No permanecí mucho tiempo en la cumbre de la colina, aunque sí el suficiente como para hacer una concienzuda recopilación del escenario que tenía a mis pies. Era evidente que me había apartado de la carretera de la aldea, y así tenía una buena disculpa de viajero para abrir la verja que estaba ante mí y preguntar el camino, lo cual hice sin la menor vacilación.

La carretera, después de cruzar la puerta, quedaba sobre un reborde natural que descendía gradualmente por la cara de los acantilados del nordeste. Me llevó al pie del precipicio norte, y de allí, luego de cruzar el puente y rodear el caballete norte, a la puerta de la fachada. Mientras avanzaba pude darme cuenta de que no se podían ver los pabellones. Cuando doblé la esquina del caballete, un mastín saltó hacia mí silenciosamente, pero con la vista y todo el aire de un tigre. Sin embargo, le alargué mi mano en señal de amistad—pues no he conocido perro alguno que se mostrase reacio a una llamada a su cortesía—y no sólo cerró su boca y meneó su cola, sino que me ofreció de verdad su pata, extendiendo después sus muestras de civilidad a Ponto.

No se veía ninguna campanilla y golpeé con mi bastón la puerta, que estaba entornada. Instantáneamente, la figura más bien delgada o ligera y de estatura superior a la media, de una joven de unos veintiocho años, avanzó hacia el umbral. Cuando se acercaba, con cierta humilde decisión, con su paso del todo indescriptible, me dije a mí mismo: "Con seguridad he encontrado aquí la perfección de lo natural, en contraposición a la gracia artificial". La segunda impresión que me causó, y la más viva de las dos, fue la del entusiasmo. Una impresión de romanticismo o tal vez de espiritualidad, tan intensa como aquella que brillaba en sus profundos ojos, jamás se había hundido en el fondo de mi corazón de aquel modo. No sé cómo fue, pero esa peculiar expresión de ojos, que a veces se refleja en los labios, es el atractivo más enérgico, sino el único, que despierta mi mayor interés hacia una mujer. "Romanticismo', hará comprender a mis lectores, lo que quiero decir con la palabra. Romanticismo y feminidad son para mí términos sinónimos, y después de todo, lo que un hombre ama en la mujer es simplemente su "feminidad". Los ojos de Annie (yo oí a alguien que desde el interior le llamaba "Annie querida. . ..." eran de un "gris espiritual"; su cabello, castaño claro; esto fue todo lo que tuve tiempo de observar en ella.

Atendiendo su cortés invitación, entré, pasando primero a un vestíbulo muy espacioso. Habiendo ido allí principalmente para observar, me fijé que a la derecha, al entrar, había una ventana semejante a las de la fachada de la casa; que a la izquierda, una puerta conducía a la habitación principal, mientras enfrente de mí una puerta abierta me permitía ver un pequeño apartamiento, precisamente del tamaño del vestíbulo, arreglado como estudio y con una ancha ventana saliente que daba al norte. Pasando al saloncito me encontré con míster Landor, pues éste, como supe después, era su nombre. Era un hombre educado y cordial en su modo de reír; pero precisamente entonces estaba yo más interesado en observar el decorado de la casa que tanto me había atraído, que no presté atención a sus ocupantes. El ala norte, como vi entonces, tenía un dormitorio cuya puerta comunicaba con el saloncito. Al oeste de esta puerta se veía una ventana que daba al arroyo. En el extremo oeste del saloncito había una chimenea y una puerta que conducía al ala oeste, probablemente a la cocina.

Nada podía ser más rigurosamente simple que el mobiliario del saloncito. En el suelo, una alfombra de nudo de excelente tejido, con fondo blanco salpicado de pequeñas figuras circulares verdes. En las ventanas había cortinas de muselina de inmaculada blancura, de anchura aceptable y que colgaban formando pliegues rectos y paralelos hasta el suelo. Las paredes estaban empapeladas con papel francés de eran delicadeza: fondo plateado con listas de color verde pálido, corriendo en zigzag de un lado a otro. Sobre él sólo había tres exquisitas litografías de Julien, a tres colores, colgadas de la pared, sin marcos. Uno de los cuadros representaba una escena de lujo oriental, llena de voluptuosidad; la otra era una escena de carnaval, de una fuerza incomparable; la tercera, una cabeza de mujer griega, un rostro tan divinamente hermoso y, sin embargo, con una expresión de inconstancia tan provocativa como jamás mis ojos habían visto hasta entonces.

Los muebles más importantes consistían en una mesa redonda, unas cuantas sillas (incluyendo una mecedora y un sofá, o mejor, canapé de madera de arce lisa pintada de un tono blanco—crema, ligeramente ribeteado de verde, con asiento de enea. Las sillas y la mesa hacían juego. No cabía duda de que todo había sido designado por el mismo cerebro que planeó los terrenos; de otro modo sería imposible concebir algo tan delicado. Sobre la mesa había unos cuantos libros, una botella de cristal ancha y cuadrada en algún perfume nuevo, una lámpara de cristal esmerilado (no solar) con una pantalla de estilo italiano y un gran vaso repleto de espléndidas flores. Estas, de magníficos colores y suave aroma , constituían en verdad la única decoración del departamento. La repisa de la chimenea estaba enteramente repleta de un florero de geranios. Sobre una estantería triangular en cada ángulo de la habitación se veían vasos semejantes que sólo variaban en su bello contenido. Uno o dos pequeños bouquets, adornaban el mantel y tardías violetas se apretaban en las ventanas abiertas.

El propósito de este trabajo no ha sido sino el de dar con detalle una descripción de la residencia de míster Landor, tal y como yo la encontré.

El crimen de la Rue Morgue

El canto de las sirenas, o el nombre que asumió Aquiles para ocultarse entre las mujeres, son cuestiones difíciles de dilucidar, en verdad, pero que no se encuentran fuera de toda conjetura.

—Sir Thomas Browne: Urn-burial.


Las facultades mentales llamadas analíticas son poco susceptibles de análisis en sí mismas. Las apreciamos puramente en sus efectos. Sabemos, entre otras cosas, que cuando se poseen en capacidad extraordinaria procuran a su poseedor intensos goces. De igual manera que el hombre vigoroso se precia de su fuerza física deleitándose en ejercicios que pongan sus músculos en acción, el analizador se gloria en la actividad mental que desembrolla. Deriva placer aun de la circunstancia más trivial que ponga en juego sus talentos. Es aficionado a enigmas, acertijos y jeroglíficos, manifestando en las soluciones un grado tal de sutileza que parece inexplicable a la ordinaria sagacidad. El resultado, obtenido únicamente por el espíritu y esencia del método, afecta en verdad cierto aire de adivinación. La facultad de resolver se fortalece mucho, verosímilmente, con el estudio de las matemáticas, especialmente en sus ramos superiores, los que con marcada injusticia y solamente a causa de sus operaciones retrógradas se han denominado analíticos como calificativo de excelencia. Sin embargo, el cálculo no es el análisis propiamente dicho. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, ejercita el uno sin hacer uso del otro. De lo que se desprende que el juego de ajedrez se desconoce en gran manera en sus efectos mentales. No escribo ahora un tratado sobre la materia, sino unas cuantas observaciones sin propósito definido, simplemente para que sirvan de prólogo a una narración original; mas aprovecharé de paso la ocasión de asegurar que las principales facultades reflexivas de la inteligencia se ejercen más eficaz y decididamente en el discreto juego de damas que en la frivolidad laboriosa del ajedrez. En este último, en que las piezas tienen bizarros y diversos movimientos con valor diferente y variable, lo que es solamente complejo se confunde con lo profundo, error bastante común en realidad. La atención se excita poderosamente en este juego. Si se distrae por un momento, se comete en el acto algún descuido que se traduce en perjuicio o en derrota. Siendo los movimientos permitidos no sólo múltiples sino envolventes, la posibilidad de los descuidos se multiplica; y en nueve casos sobre diez vence aquel que tiene mayor facultad de concentración, a despecho quizá de mayor sutileza en su adversario. En el juego de damas, por el contrario, en que el movimiento es único y tiene pequeña variación, las probabilidades de inadvertencia disminuyen y, conservando la atención casi libre, se obtienen las ventajas con relación a la mayor penetración. Para ser menos abstracto: supongamos un juego de damas en que las piezas se hayan reducido a cuatro reinas y donde verdaderamente no pueda esperarse ninguna inadvertencia. Es obvio que siendo los jugadores de igual fuerza sólo podrá obtenerse la victoria por algún movimiento recherché, resultado de algún esfuerzo intelectual. Privado de los recursos ordinarios, el analizador se arroja sobre el espíritu de su adversario, se identifica con él, y frecuentemente descubre así de una ojeada el único recurso, sencillo a veces hasta el absurdo, por medio del cual puede inducirle en error o precipitarle por falta de cálculo.

El whist ha sido famoso largo tiempo por su influencia sobre lo que llamamos facultad calculadora; y muchos hombres de mentalidad superior se han deleitado en este juego mientras esquivaban la frivolidad del ajedrez. Sin duda alguna ningún otro juego ejercita tanto como el whist la facultad del análisis. El mejor jugador de ajedrez en todo el mundo no puede aspirar a ser sino el mejor jugador de ajedrez; mientras que la habilidad en el whist significa capacidad para el éxito en todas las empresas importantes en que el talento compite con el talento. Cuando hablo de habilidad me refiero a aquella perfección que incluye el conocimiento de todas las fuentes de donde puede derivarse cualquier legítima ventaja. No sólo son éstas múltiples sino multiformes, y a menudo residen en repliegues del pensamiento inaccesibles por completo a la ordinaria comprensión. Observar atentamente es recordar con claridad; y a este respecto el reconcentrado jugador de ajedrez puede desempeñarse muy bien en el whist, pues que las reglas de Hoyle, basadas en el simple mecanismo del juego, son general y suficientemente comprensibles. De manera que tener retentiva y proceder "según el libro," son las cualidades estimadas comúnmente como la suma total de requisitos que distingue a un buen jugador. Pero en materia que traspasa los límites de las reglas ordinarias es donde se comprueba la sutileza del analizador. Silenciosamente reúne su capital de observaciones y deducciones. Quizá hacen lo mismo sus compañeros; y la diferencia en los resultados obtenidos reside en la calidad de la observación más bien que en la fuerza de las inducciones. Es indispensable el conocimiento de aquella que se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni porque su objetivo sea el juego desdeña las inducciones que se desprenden de los detalles exteriores. Examina el aspecto de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus adversarios. Observa el modo de arreglar las cartas en cada juego; descubriendo a menudo triunfo por triunfo y figura por figura por las miradas que dirigen los jugadores a cada una de las cartas. Percibe todos los cambios de fisonomía según el juego adelanta, formándose un capital de ideas con las diferentes expresiones de sorpresa, de triunfo y de pesar que manifiestan los jugadores. Por la manera de recoger las cartas en una baza deduce si la persona que la levanta puede hacer otra en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por el aire con que se arrojan las cartas sobre la mesa. Una palabra casual o inadvertida; la caída o voltereta accidental de una carta, con la ansiedad consiguiente o la negligencia para ocultarla; el recuento de las bazas con el orden de arreglo; el embarazo, vacilación, angustia o trepidación, todo ofrece a su percepción aparentemente intuitiva indicaciones sobre el verdadero estado del asunto. Después de haberse jugado las dos o tres primeras vueltas, encuéntrase en plena posesión del contenido de las cartas de cada jugador y desde aquel momento juega las suyas con absoluta precisión, como si el resto de la partida jugara a cartas vueltas.

La facultad analítica no debe confundirse con la simple ingeniosidad; porque si bien el analizador es ingenioso necesariamente, el hombre ingenioso es a menudo incapaz de analizar. La facultad de encadenar y combinar, por medio de la cual se manifiesta generalmente la ingeniosidad, y a la que han señalado los frenólogos, erróneamente a mi entender, un órgano separado juzgándola cualidad primitiva, hase encontrado con tanta frecuencia en aquellos cuyo cerebro está casi en los confines del idiotismo, que ha atraído la atención de los psicólogos en general. Entre la ingeniosidad y la habilidad analítica existe mucho mayor diferencia, en verdad, que entre la fantasía y la imaginación, aun cuando tienen caracteres de estricta analogía. Se advertirá, en efecto, que el ingenioso es siempre fantástico, en tanto que el verdadero imaginativo nunca procede sino por análisis.

La narración que sigue representará para el lector un ligero comentario de la proposición que acabo de sentar.

Durante mi residencia en París, en la primavera y parte del verano de 18—, conocí a Monsieur Auguste Dupín. Este caballero era de excelente, más aún, de ilustre familia; pero, debido a una sucesión de acontecimientos adversos, había llegado a tal extremo de pobreza que sucumbió la energía de su carácter y cesó de frecuentar la sociedad y de preocuparse por restaurar su fortuna. Por cortesía de sus acreedores conservaba todavía en su poder una pequeña porción de su patrimonio, con cuya renta arreglábase para procurarse lo indispensable con ayuda de la más estricta economía, prescindiendo por completo de todas las superfluidades. Los libros eran su único lujo, y en París se pueden conseguir a poco costo.

Nos encontramos por primera vez en una obscura librería de la rue Montmartre, donde la circunstancia de buscar ambos el mismo raro y valioso ejemplar nos hizo entrar en comunión más estrecha. Nos buscamos luego una y otra vez. Yo estaba profundamente interesado en la pequeña historia de familia que él me había relatado con aquel candor con que los franceses acostumbran entregarse, siempre que el tema tenga relación con su persona. Estaba atónito por la amplitud de sus conocimientos y, sobre todo, sentía mi alma inflamarse al contacto del ardiente fervor y la vívida frescura de su imaginación. Habiendo fijado mi residencia en París con cierto objeto determinado, comprendí que la sociedad de este hombre representaba para mí tesoros inapreciables, y así se lo dije francamente. Arreglamos al cabo que viviríamos juntos durante mi permanencia en aquella ciudad; y como mis condiciones monetarias eran algo más desahogadas que las suyas, me permitió tomar a mi cargo los gastos de alquilar y amueblar, en estilo que convenía a la melancolía fantástica de nuestro temperamento, una deteriorada y extravagante mansión situada en una parte lejana y desolada del Faubourg Saint-Germáin, la cual se encontraba deshabitaba hacía largo tiempo a causa de supersticiones que no nos cuidamos de inquirir, y vacilante hasta el punto de amenazar su ruina total.

Si nuestra manera de vivir en aquel sitio hubiera sido conocida en la sociedad, nos habrían juzgado locos, siquiera calificaran de inofensiva nuestra locura. Nuestro aislamiento era completo. No recibíamos visitantes. A decir verdad, había yo guardado cuidadosamente el secreto de mi retiro a mis antiguos compañeros; y en cuanto a Dupín, hacía muchos años que había dejado de conocer a nadie o ser conocido en París. Existíamos solamente dentro de nosotros mismos.

Una de las extravagancias de la fantasía de mi amigo (¿pues qué otro nombre podría darle?) era ser un enamorado ferviente de la Noche; y pronto caí en esta originalidad, como en todas las demás que le distinguían, entregándome con perfecto abandono a sus fantásticos caprichos. La negra diosa no podía acompañarnos de continuo; pero nosotros simulábamos su presencia. A las primeras luces de la mañana bajábamos las grandes persianas de nuestra vieja morada; encendíamos un par de cirios fuertemente perfumados que arrojaban solamente rayos muy débiles y fantásticos; y a su lumbre sumergíamos nuestras almas en el ensueño, leyendo, escribiendo o conversando hasta que el reloj nos anunciaba el advenimiento de la nueva Obscuridad. Entonces salíamos a la calle cogidos del brazo, continuando las conversaciones del día, vagando muy lejos hasta una hora avanzada, y tratando de encontrar entre las ardientes luces y las sombras de la populosa ciudad aquel refinamiento de excitación mental que la observación tranquila jamás puede procurar.

En tales ocasiones no podía dejar de percibir y admirar (aun cuando era lógico esperarlo de su poderosa imaginación) una habilidad analítica peculiar en Dupín. Parecía en verdad deleitarse en ejercitarla, si no precisamente en desplegarla; y no vacilaba en confesar el placer que aquello le proporcionaba. Jactábase ante mí, con risa baja y concentrada, de que muchos hombres tenían para él ventanas en el pecho; haciendo seguir a esta aserción pruebas directas y sorprendentes de su conocimiento perfecto de mis propias impresiones. Su manera de ser en tales momentos era rígida y absorta; sus ojos adquirían vaga expresión; en tanto que su voz, de registro poderoso de tenor, elevábase a un tiple que hubiera vibrado ásperamente si no fuera por su enunciación clara y perfectamente deliberada. Observando sus modales en estas ocasiones, varias veces me puse a meditar en la antigua filosofía de la doble personalidad, y me divertía imaginar un doble Dupín: el creador y el resolvente.

No supongáis, por lo que acabo de decir, que pienso descubrir un misterio o escribir algún romance. Lo que he manifestado con respecto al francés era simplemente el fruto de una imaginación exaltada y quizá mórbida. Pero un ejemplo dará mejor idea de la índole de sus observaciones en los momentos a que me refiero.

Vagábamos una noche por una calle larga y sucia en las cercanías del Palais Royal. Ocupados ambos aparentemente en nuestros propios pensamientos, hacía quince minutos por lo menos que no pronunciábamos una palabra. De repente saltó Dupín con esta frase:

—Es un mozo de pequeña estatura, es verdad, y estaría mejor en el Théâtre des Variétés.

—No hay duda,—repliqué inconscientemente, sin observar de pronto, tan absorto me encontraba en mis reflexiones, la forma extraordinaria en que Dupín coincidía con mis meditaciones. Un instante después me di cuenta de ello con profundo estupor.

—Dupín,—dije con gravedad,—esto sobrepasa mi comprensión. No vacilo en decir que estoy estupefacto y apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible que supierais que estaba pensando en...?—Y me detuve, para asegurarme por completo de que él sabía a quién me refería.

——...en Chantilly,—concluyó.—¿Por qué os detenéis? Estabais diciéndoos a vos mismo que su pequeña figura no es a propósito para la tragedia.—

Éste había sido precisamente el tema de mis reflexiones. Chantilly era un antiguo remendón de la rue Saint-Denis que, loco por la escena, lanzóse a representar el rôle de Jerjes en la tragedia de Crébillon del mismo nombre, y había sido puesto en la picota del pasquín por su atentado.

—Decidme, por Dios,—exclamé,—el método, si alguno puede haber, por medio del cual habéis podido sondear mi alma en esta circunstancia.—

A la verdad, estaba yo más impresionado de lo que quería expresar.

—El frutero fué,—replicó mi amigo,—quien os trajo a la conclusión de que el zapatero remendón no era de altura suficiente para Jerjes et id genus omne.

—¡El frutero? ¡Me asombráis! No conozco ningún frutero.

—El hombre que tropezó con vos cuando entrábamos a esta calle, hará tal vez quince minutos.—

Recordé entonces que, en efecto, un frutero que llevaba en la cabeza un cesto de manzanas casi me arroja a tierra por casualidad cuando pasamos de la rue C—— a la gran avenida en que entonces nos hallábamos; pero no podía imaginar lo que esto tenía que ver con Chantilly.

No había un átomo de charlatanería en Dupín.

—Os lo explicaré,—dijo,—y entonces comprenderéis todo con claridad. Trazaremos el curso de vuestras meditaciones desde el momento en que hablé hasta el encuentro con el frutero en cuestión. Los eslabones de la cadena corren así: Chantilly, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, estereotomía, las piedras de la calle, el frutero.—

Hay pocas personas que no se hayan entretenido alguna vez en seguir los temas a través de los cuales su mente ha llegado a originales conclusiones. Esta ocupación resulta a menudo muy interesante; y aquél que por primera vez la ensaya se sorprende por la distancia, aparentemente ilimitada e incoherente, entre el punto de partida y la meta. ¡Cuál sería pues mi sorpresa al oír hablar al francés de esta manera y no poder menos de reconocer que decía la verdad! Él continuó:

—Hablábamos de caballos, si mal no recuerdo, en el momento de abandonar la rue C——. Éste fué el último tema de discusión. Al cruzar la calle, un frutero, con un gran cesto de manzanas en la cabeza, pasó rápidamente rozándonos y echando a rodar un montón de piedras de pavimentación reunidas en un sitio donde estaban reparando la calzada. Os detuvisteis sobre uno de los fragmentos, resbalasteis y os heristeis ligeramente el tobillo; aparecisteis después algo vejado, murmurasteis algunas palabras, volvisteis a mirar a la pila de piedras y luego quedasteis silencioso. Yo no puse atención particular en lo que hacíais; pero la observación vino después como una especie de necesidad.

Permanecisteis con los ojos fijos en tierra, mirando con expresión petulante los huecos y grietas del pavimento, de manera que pude deducir que pensabais en piedras hasta que llegamos a la pequeña callejuela llamada Lamartine, pavimentada por vía de ensayo con zoquetes sobrepuestos y remachados. Allí vuestro aspecto se animó, y, al advertir el movimiento de vuestros labios, no pude dudar de que pronunciabais la palabra "estereotomía," término aplicado con mucha afectación a esta clase de pavimento. Sabía yo que no podríais pensar en estereotomía sin recordar la atomía y, de consiguiente, la doctrina de Epicuro; y entonces, rememorando que no ha mucho discutíamos sobre este tema, y mencionaba yo la manera tan extraordinaria como poco notada en que van confirmándose las vagas conjeturas de este noble griego acerca de la reciente cosmogonía de las nebulosas, comprendí que no podríais evitaros de lanzar una mirada a la gran nebulosa de Orión, y ciertamente esperaba que así lo haríais. Mirasteis al cielo; y entonces estuve seguro de que había seguido correctamente vuestros pensamientos. Pero en la acerba diatriba que apareció en el Musée de ayer contra Chantilly, hacía el crítico algunas alusiones bochornosas sobre el cambio de nombre del zapatero remendón al calzarse el coturno, y citaba una línea latina que hemos comentado juntos a menudo y que dice:


Predidit antiquum litera prima sonum.


Os había dicho alguna vez que se refería a Orión, que antiguamente se escribía Urión; y por cierta mordacidad relacionada con esta explicación, estaba seguro de que no la habríais olvidado. Era claro, por consiguiente, que habíais de combinar las dos ideas de Orión y de Chantilly. Pude observar que las combinabais por la clase de sonrisa que apareció en vuestros labios. Pensabais en la inmolación del pobre remendón. Hasta aquel momento habíais conservado vuestra habitual manera de andar; pero os vi entonces erguiros en toda vuestra altura, y no pude menos que experimentar la certidumbre de que recordabais la diminuta figura de Chantilly. En este momento interrumpí vuestras meditaciones para observar que, en efecto, es un mozo muy pequeño Chantilly y que estaría mejor en el Théâtre des Variétés.—

Poco tiempo después de esta conversación, leíamos juntos cierta edición de la Gazette des Tribunaux, cuando atrajo nuestra atención el artículo siguiente:


CRIMEN EXTRAORDINARIO

Esta madrugada, a las tres más o menos, los habitantes del Quartier Saint-Roch despertaron de su sueño por una serie de alaridos terroríficos que partían, al parecer, de una casa de la rue Morgue que se sabía ocupada únicamente por Madame L'Espanaye y su hija, Mademoiselle Camille L'Espanaye. Después de algún retardo ocasionado por tentativas infructuosas para penetrar en la casa por los medios ordinarios, se logró forzar la puerta de entrada con una palanca de hierro, y ocho o diez de los vecinos entraron acompañados por dos gendarmes. A este tiempo los gritos habían cesado; pero mientras la partida se precipitaba por las escaleras del primer piso, pudieron escucharse dos o más voces ásperas en iracunda disputa, las cuales parecían provenir de la parte más elevada de la casa. Cuando el grupo llegó al segundo descanso de la escalera, había cesado el ruido y todo estaba perfectamente tranquilo. La partida se diseminó distribuyéndose por las diversas habitaciones. Al llegar a un vasto aposento en el fondo del cuarto piso, cuya puerta, cerrada por dentro con llave, también hubo de forzarse, presentóse un espectáculo que sobrecogió de espanto y estupor a todos los circunstantes.

El departamento aparecía en el más espantoso desorden, con los muebles destrozados y desparpajados en todas direcciones. Había un solo lecho, del cual se habían arrancado los colchones y los cobertores, que yacían arrojados en medio de la habitación. Sobre una silla veíase una navaja manchada de sangre. En el hogar había dos o tres gruesos mechones grises de cabello humano, manchados asimismo de sangre, y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se encontraron cuatro napoleones, un pendiente de topacio, tres grandes cucharas de plata, tres más pequeñas de métal d'Alger, y dos saquillos de cuero que contenían cerca de cuatro mil francos en oro. Los cajones de un bureau, que había en una de las esquinas, estaban abiertos y aparentemente habían sido saqueados, aunque quedaban todavía en ellos muchos objetos. Se descubrió una pequeña caja de hierro bajo los cobertores en medio del aposento. Estaba abierta y tenía la llave en la cerradura. No encerraba sino unas cuantas cartas y papeles de poca importancia.

No se encontraba rastro de Mademoiselle L'Espanaye; mas, observándose gran cantidad de hollín en el hogar, hízose una pesquisa en la chimenea y ¡horror! encontróse allí el cuerpo de la hija que había sido lanzada cabeza abajo, haciéndose penetrar a viva fuerza por la estrecha abertura hasta una distancia considerable. El cadáver estaba caliente todavía. Examinándolo, se encontraron varias excoriaciones producidas indudablemente por la violencia con que había sido empujado para desembarazarse de él. Veíanse en el rostro profundos arañazos y en la garganta obscuras marcas y hondas huellas de uñas, como si la joven hubiera sido estrangulada.

Después de minuciosa investigación de todos y cada uno de los departamentos de la casa, sin nuevo resultado, la partida se encaminó a un pequeño patio embaldosado, a la espalda del edificio, donde se encontró el cadáver de la anciana señora con la garganta cortada en forma tan terrible que, al tratar de levantarla, cayó la cabeza completamente separada del tronco. El cuerpo y la cabeza aparecían horriblemente mutilados, al punto que el primero apenas si conservaba figura humana.

Hasta ahora no se descubre, parece, la más ligera huella para esclarecer este horrible misterio.


El siguiente día trajo el periódico estos detalles adicionales:


LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE

Muchas personas han sido interrogadas con relación a este pavoroso y extraordinario asunto; mas nada se ha traslucido que pueda arrojar alguna luz sobre el misterio. Damos a continuación un extracto de los interrogatorios.

Pauline Dubourg, lavandera, declara que conocía hace tres años a ambas víctimas, habiendo estado todo este tiempo a cargo de su ropa. La anciana señora y su hija parecían estar en buenos términos, muy afectuosas mutuamente. Eran paga excelente. Nada podía decir respecto de su manera de vivir o medios de fortuna. Creía que Madame L. decía la buenaventura para sostenerse. Decíase que tenía dinero ahorrado. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando venía a tomar la ropa o a entregarla. Estaba segura de que no tenían criada a domicilio. Parecía no haber muebles en la casa, con excepción de los del cuarto piso.

Pierre Moreau, tabaquero, declara que acostumbraba vender pequeñas cantidades de tabaco a Madame L'Espanaye hacía cerca de cuatro años. Había nacido en la vecindad y vivido siempre en el mismo barrio. La anciana y su hija ocupaban hacía más de seis años la casa en donde se encontraron los cadáveres. Antes estuvo ocupada por un joyero que subarrendaba los cuartos altos a varias personas. La casa era propiedad de Madame L. Habiéndose disgustado por el abuso de posesión de su arrendatario, vino ella misma a habitar la propiedad sin querer alquilar ningún departamento. La anciana era algo pueril. Los testigos habían visto a la joven unas cinco o seis veces durante los seis años. Ambas llevaban una vida muy retirada, y se decía que tenían dinero. Había oído en la vecindad que Madame L. decía la buenaventura; pero no lo creía. Nunca había visto a nadie atravesar la puerta, salvo la anciana y su hija, un mandadero una o dos veces, y un médico unas ocho o diez veces.

Muchas otras personas y vecinos testificaron de igual manera. A nadie se indicaba como visitante de la casa. Ignorábase si existían parientes de Madame L. y de su hija. Las persianas de las ventanas del frente rara vez se alzaban. Las de la parte posterior siempre estaban cerradas, con excepción del gran aposento del fondo en el cuarto piso. La casa era un buen edificio, no muy antiguo.

Isidore Muset, gendarme, declara que fué llamado a la casa a eso de las tres de la mañana, y encontró a la puerta veinte o treinta personas que trataban de entrar. La puerta se forzó al fin con una bayoneta, no con palanca de hierro. Tuvieron poca dificultad para abrirla porque era de dos hojas y no estaba asegurada por arriba ni por abajo. Los alaridos continuaron hasta que se abrió la puerta y luego cesaron repentinamente. Parecían gritos de una o varias personas en extrema angustia; eran fuertes y arrastrados, no rápidos ni cortos. Los testigos se dirigieron arriba. Al llegar al primer descanso de la escalera, oyeron dos voces en disputa acalorada e iracunda: la una, áspera y gruesa; la otra, mucho más chillona, una voz extraña. Pudo distinguir algunas palabras de la primera que era voz de un francés. Positivamente no era voz de mujer. Pudo distinguir las palabras "sacré" y "diable." La voz chillona pertenecía a un extranjero. No podría asegurar si era voz de hombre o de mujer. No pudo entender lo que decía, pero creía que el idioma era el español. El testigo describió el estado de la habitación y de los cadáveres conforme a nuestros informes de ayer.

Henri Duval, uno de los vecinos, y platero de profesión, declara que fué uno de los que primero penetraron en la casa. Corrobora en general el testimonio de Muset. Tan pronto como se forzó la entrada, cerraron de nuevo la puerta para impedir el paso a la multitud que se aglomeraba a pesar de lo avanzado de la hora. La voz chillona opina el testigo que era de un italiano. Seguramente no era de francés. No podría afirmar que fuera voz de hombre. Podía también ser de mujer. No conocía el italiano. No pudo distinguir las palabras, mas por la entonación estaba convencido de que quien hablaba era un italiano. Conocía a Madame L. y a su hija. Había hablado con ambas a menudo. Estaba cierto de que la voz chillona no pertenecía a ninguna de las víctimas.

Odenhéimer, restaurador. Este testigo declaró espontáneamente. No sabiendo hablar francés, dió su testimonio por medio de un intérprete. Es natural de Ámsterdam. Pasaba por la casa en el momento de los alaridos. Se prolongaron por varios minutos, quizá diez. Eran largos y agudos, muy angustiosos. Fué uno de los que penetraron en la casa. Corroboró el anterior testimonio en todas sus partes, menos una. Estaba cierto de que la voz chillona era de hombre, un francés. No pudo distinguir las palabras pronunciadas. Eran fuertes y rápidas, desiguales, aparentemente lanzadas entre el temor y la cólera. La voz era desapacible, no tanto chillona como desapacible. No podría llamarse voz chillona. La voz gruesa decía a menudo "sacré," "diable," y una vez "mon Dieu!"

Jules Mignaud, banquero, de la firma Mignaud et Fils, rue de Loraine. Es el mayor de los Mignaud. Madame L'Espanaye tenía algunas propiedades. Había abierto cuenta en su casa de banca en la primavera del año... (ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de pequeñas sumas. No había girado hasta tres días antes de su muerte, que retiró personalmente cuatro mil francos. Esta suma se pagó en oro, y un empleado la trajo hasta la casa.

Adolphe Le Bon, empleado de Mignaud et Fils, declara que el día en cuestión, a eso de las doce, acompañó a su residencia a Madame L'Espanaye llevando los cuatro mil francos en dos talegos. Cuando se abrió la puerta, apareció Mademoiselle L., y le recibió uno de los saquillos mientras la anciana tomaba a su cargo el otro. Entonces él se inclinó y partió. No vió a nadie en la calle en ese momento. Es una calle atravesada, muy solitaria.

Wílliam Bird, sastre, declara que era uno de la partida que penetró en la casa. Es inglés. Ha vivido dos años en París. Fué uno de los primeros que subió la escalera. Oyó las voces que disputaban. La voz gruesa era de francés. Pudo distinguir varias palabras, pero no las recuerda todas. Percibió claramente "sacré" y "mon Dieu!" Hubo en aquel momento un ruido como de lucha entre varias personas, un ruido como de raspar y empujar. La voz chillona era muy fuerte, más fuerte que la gruesa. Seguramente no era voz de ningún inglés. Parecía ser de alemán. Quizá sí era voz de mujer. No entiende el alemán.

Habiéndose llamado por segunda vez a testificar a cuatro de aquellas personas, declararon que la puerta del aposento donde se encontró el cuerpo de Mademoiselle L. estaba cerrada por dentro cuando llegó la partida. Todo estaba perfectamente silencioso; no había lamentos ni ruidos de ninguna clase. Cuando se forzó la puerta, no se vió a nadie. Las ventanas de ambos cuartos, el del fondo y el del frente, estaban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro. Una puerta entre las dos habitaciones estaba también cerrada, pero sin llave. La puerta que conducía del aposento del frente al pasadizo estaba cerrada, con la llave por el lado de adentro. Una pieza pequeña en el frente de la casa, en el cuarto piso, al principio del pasadizo, tenía la puerta entreabierta. Esta habitación estaba llena de lechos viejos, cajas y trastos por el estilo. Todo se removió y examinó cuidadosamente. No quedó una pulgada de terreno en la casa que no se escudriñara con la mayor minuciosidad. Las chimeneas se barrieron de arriba abajo con escobas. El edificio constaba de cuatro pisos y el desván. Una puerta corrediza en el techo estaba sólidamente enclavada y no parecía haberse abierto por varios años. El tiempo transcurrido entre el momento en que se oyeron las voces en disputa y el de la ruptura de la puerta del cuarto se fijaba diversamente por los testigos. Unos lo estimaban en tres minutos, mientras otros lo hacían llegar hasta cinco. La puerta se abrió con dificultad.

Alfonso Carcio, enterrador, declara que reside en la rue Morgue. Es español. Fué uno de la compañía que penetró en la casa. No subió las escaleras. Es nervioso y temía las consecuencias de una emoción. Oyó las voces que disputaban. La voz gruesa era de francés. No pudo distinguir lo que decía. La voz chillona pertenecía a un inglés, está seguro de ello. No conoce el inglés, pero juzga por el acento.

Alberto Montani, confitero, declara que se encontró entre los primeros que subieron la escalera. Oyó las voces en cuestión. La voz gruesa era de un francés. Comprendió varias palabras. El que hablaba parecía amonestar. No pudo entender ninguna palabra de la voz chillona. Hablaba de manera rápida y desigual. Cree que es la voz de un ruso. Corrobora el testimonio general. Es italiano. Jamás ha conversado con ningún natural de Rusia.

Varios testigos certificaron en su segunda declaración que las chimeneas de todos los aposentos del cuarto piso eran demasiado estrechas para admitir el paso de un ser humano. Por "escobas" querían significar escobillones cilíndricos como los que usan los deshollinadores. Estos escobillones se habían pasado de arriba abajo en todos los tubos de chimenea de la casa. No hay pasaje en la parte de atrás por donde pudiera haber escapado el asesino mientras la gente subía las escaleras. El cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye estaba tan sólidamente embutido en la chimenea que apenas lograron bajarle los esfuerzos combinados de cuatro o cinco personas.

Paul Dumas, médico, declara que fué llamado al amanecer para examinar los cuerpos. Ambos yacían sobre el cañamazo del lecho en el aposento donde fué encontrada Mademoiselle L. El cuerpo de la joven tenía muchas magulladuras y excoriaciones. La circunstancia de haber sido embutido en la chimenea bastaría para explicar estas manifestaciones. La garganta estaba horriblemente lacerada. Aparecían huellas profundas de uñas precisamente debajo de la barba, y una serie de placas lívidas producidas a no dudarlo por la impresión de los dedos. El rostro estaba terriblemente amoratado y los ojos salientes de sus órbitas. La lengua veíase mordida en su mayor parte. Descubrióse una gran contusión en la cavidad del estómago, debida aparentemente a la presión de una rodilla. Según la opinión de M. Dumas, Mademoiselle L'Espanaye había sido estrangulada por una o varias personas desconocidas. El cadáver de la madre aparecía horriblemente mutilado. Los huesos de la pierna y el brazo derecho estaban cual más cual menos destrozados. La tibia izquierda hecha astillas, lo mismo que las costillas del lado izquierdo. Todo el cuerpo estaba espantosamente magullado y amoratado. No era posible explicarse cómo se habían infligido aquellas lesiones. Quizás alguna pesada clava de madera o una barra de hierro, una silla, cualquier arma pesada y obtusa, podría producir tales resultados, manejada por un hombre en extremo vigoroso. Ninguna mujer podía haber causado estas heridas con ninguna clase de arma. La cabeza de la víctima estaba enteramente separada del tronco cuando la vió el testigo, y mostraba asimismo grandes magulladuras. La garganta había sido cortada evidentemente con algún instrumento muy afilado, una navaja con toda probabilidad.

Alexandre Étienne, cirujano, fué llamado a la vez que M. Dumas para examinar los cuerpos. Corrobora el testimonio y la opinión del primero.

Nada nuevo se produjo de importancia, aunque varias otros personas fueron interrogadas. Jamás se había cometido en París asesinato tan misterioso, si de asesinato se trata, en verdad, en este caso. La policía está completamente desorientada, lo cual es muy raro en asuntos de esta naturaleza. No existe, sin embargo, la menor huella.


La edición de la tarde del mismo periódico decía que el quartier Saint-Roch continuaba en gran excitación, que la propiedad había sido cuidadosamente registrada y que se habían llevado a cabo nuevos interrogatorios, pero sin ningún éxito. Una nota de última hora manifestaba, sin embargo, que Adolphe Le Bon quedaba detenido aun cuando nada aparecía en contra suya más allá de los hechos mencionados.

Dupín se mostraba singularmente interesado en el desenvolvimiento de este proceso, a lo que podía yo traslucir por su actitud, porque no hacía comentario alguno. Solamente después de la noticia de la prisión de Le Bon inquirió mi opinión con respecto de los asesinatos.

Sólo pude convenir con todo París en considerarlos un misterio insoluble. No veía medio por el cual pudiera descubrirse al asesino.

—No debemos juzgar de los medios por este interrogatorio superficial,—dijo Dupín.—La policía de París, tan renombrada por su perspicacia, es astuta, pero nada más. No hay método en sus procedimientos, salvo el método del primer momento. Hace gala de grandes disposiciones; pero con mucha frecuencia se adaptan tan mal al objeto, que nos hace recordar a Monsieur Jordain pidiendo su robe-de-chambre, pour mieux entendre la musique. Los resultados obtenidos son admirables a menudo, pero se deben en su mayor parte a simple diligencia y actividad. Cuando estas cualidades no tienen aplicación, sus planes fracasan seguramente. Vidocq, por ejemplo, tenía buen golpe de vista y era perseverante. Pero, careciendo de la educación del raciocinio, erraba continuamente por la misma intensidad de sus investigaciones. Disminuía su poder visual por colocar el objeto demasiado cerca de sus ojos. Podía discernir quizá uno o dos puntos con extraordinaria claridad, pero al dedicarse a ellos especialmente, perdía de vista el tema en conjunto. Así sucede con las cosas demasiado profundas. Y la verdad no se halla siempre en el pozo. En efecto, por cuanto de la experiencia se desprende, creo, por el contrario, que se encuentra invariablemente en la superficie. La profundidad reside en los valles donde nosotros la suponemos, y no en la cima de las montañas donde la verdad se encuentra. La forma y el origen de errores de esta clase se concibe perfectamente comparándola a la contemplación de los cuerpos celestes. Mirar una estrella con rápida ojeada, examinarla en sentido lateral volviendo en aquella dirección la porción exterior de la retina más susceptible que la parte interior a las impresiones débiles de luz, es contemplar la estrella distintamente, apreciar mejor su brillo, brillo que se opaca justamente en proporción cuando dirigimos de lleno las miradas sobre el astro. Mayor número de rayos hiere la vista en este caso; pero en el primero hay capacidad más refinada de comprensión. Por causa de profundidad innecesaria debilitamos y ponemos en perplejidad nuestra mente; siendo posible, a la verdad, que la misma Venus llegue a desvanecerse en el firmamento como resultado de un escrutinio demasiado sostenido, demasiado concentrado o demasiado directo.

Tratándose de estos asesinatos, interroguémonos nosotros mismos antes de formarnos ninguna opinión. Una investigación del asunto nos servirá de distracción—(yo pensé que esta expresión, aplicada así, resultaba muy curiosa),—y además Le Bon me hizo un servicio en cierta ocasión por el cual le estoy agradecido. Iremos a ver la casa con nuestros propios ojos. Conozco a G——, el prefecto de policía, y no tendremos dificultad para obtener el permiso—.

Obtenida la autorización, nos encaminamos inmediatamente a la rue Morgue. Es una de las callejuelas miserables que se encuentran entre la rue Richelieu y la rue Saint-Roch. Era tarde cuando llegamos, pues este barrio está situado a gran distancia del que nosotros habitábamos. Encontramos la casa con facilidad, porque todavía contemplaban muchas personas con inútil curiosidad las cerradas persianas desde el lado opuesto de la calle. Era una de aquellas ordinarias casas parisienses, con su vestíbulo, en uno de cuyos costados veíase la garita de cristales con tablero corredizo en la ventanilla indicando la loge du concierge. Antes de entrar seguimos la calle hacia arriba, dimos vuelta a una callejuela, y luego de regreso pasamos por la espalda del edificio. Dupín examinaba entretanto los alrededores a la par que la casa con atención minuciosa, a la cual no encontraba yo el objeto.

Volviendo sobre nuestros pasos, nos encontramos al frente del edificio; llamamos y, después de mostrar nuestras credenciales, fuimos admitidos por los agentes de guardia. Subimos al aposento donde se había encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye, y donde todavía yacían las víctimas. Como de costumbre, habíase dejado subsistir el desorden de la habitación. No vi nada más allá de lo que indicaba la Gazette des Tribunaux. Dupín lo escudriñaba todo, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos en seguida a las otras piezas y al patio, acompañados de un gendarme por todas partes. Esta pesquisa nos ocupó hasta el obscurecer, hora en que nos retiramos. De regreso a nuestro domicilio, mi compañero se detuvo un momento en las oficinas de uno de los diarios.

He dicho que mi amigo tenía múltiples genialidades, y que je les ménageais—esta frase no tiene equivalente en inglés. Por ahora su capricho consistía en declinar todo tema de conversación sobre el asesino hasta las doce del día siguiente. De súbito me preguntó si había observado algo peculiar en el sitio de aquellas atrocidades.

Su manera de recalcar la palabra "peculiar" me hizo estremecer sin saber por qué.

—No; nada peculiar,—respondí;—nada más, por lo menos, de lo que ambos leímos en el periódico.

—La Gazette,—replicó,—no ha penetrado, me figuro, todo el horror de la cosa. Mas descartad la vana opinión del periódico. Me parece que se considera insoluble este misterio por la misma razón que debía hacer que se le juzgue de fácil solución. Me refiero al carácter outré que le distingue. La policía está confundida por la aparente ausencia de motivo; no por el asesinato en sí mismo, sino por la atrocidad de este asesinato. Están confundidos también por la aparente imposibilidad de conciliar las voces oídas en la discusión con el hecho de que a nadie encontraron arriba sino el cadáver de Mademoiselle L'Espanaye, y que no hubiera forma de salida sin que pudiera notarlo la gente que subía. El desorden salvaje de la habitación: el cadáver embutido cabeza abajo en la chimenea; la espantosa mutilación del cuerpo de la anciana; todas estas consideraciones ya mencionadas, y otras que no necesito mencionar, han sido suficientes para paralizar la potencia policiaca, para desorientar completamente la famosa penetración de los agentes del gobierno. Han caído en el grosero y común error de confundir lo inusitado con lo abstruso. Mas, por esta misma desviación del plano ordinario, la razón descubre un camino, si le hay, en su persecución de la verdad. En investigaciones de naturaleza tal como las que ahora perseguimos, no debe uno preguntarse ¿qué ha pasado? sino ¿qué ha pasado que antes no había sucedido? En efecto, la facilidad con que llegaré, o he llegado ya, mejor dicho, a la solución del misterio, está en razón directa de su insolubilidad a los ojos de la policía.—

Miré de hito en hito a mi amigo, con mudo estupor.

—Estoy aguardando,—continuó, lanzando una ojeada a la puerta de nuestro departamento,—estoy aguardando a una persona que debe haber estado complicada en la perpetración de esta carnicería aun cuando no haya sido precisamente el asesino. Es inocente, según toda probabilidad, de la parte más grave de los crímenes cometidos. Confío en que mis deducciones sean exactas; porque allí he fundado la esperanza de conocer el enigma por completo. Espero a mi hombre aquí, en este cuarto, en cualquier momento. Es posible que no venga; pero todas las probabilidades están a favor de su venida. Si llega, será preciso detenerle. He aquí pistolas; ambos sabremos manejarlas si la ocasión lo demanda.—

Cogí las pistolas sin saber casi lo que hacía, y sin dar crédito a mis oídos, mientras Dupín proseguía como en un soliloquio. He hablado de su manera abstraída en tales ocasiones. Su discurso se dirigía a mí; pero su voz, aun cuando no era alta, tenía la entonación empleada generalmente cuando se habla con alguna persona a gran distancia. Sus ojos, de expresión vaga, fijábanse únicamente en el muro.

—Aquello de que las voces que disputaban,—decía,—oídas por la gente que subía las escaleras, no eran voces de mujer, está ampliamente comprobado por la evidencia. Esto descarta la duda de que la vieja señora hubiera asesinado primero a su hija para suicidarse después. Hablo de esto solamente para proceder con método; porque la fuerza de Madame L'Espanaye jamás habría podido llevar a cabo la tarea de encajar el cuerpo de su hija en la chimenea, como fué encontrado; y la naturaleza de las heridas en su propio cuerpo excluye toda idea de atentado contra sí misma. Luego, ha sido cometido el asesinato por tercera persona; y la voz de aquella o aquellas personas, es la que se oía en la discusión. Permitidme ahora hacer notar, no precisamente las declaraciones respecto de aquellas voces, sino lo que había de peculiar en aquellas declaraciones. ¿Observasteis en ello algo de peculiar?—

Insinué que, en tanto que todos los testigos estaban acordes en calificar la voz gruesa como perteneciente a un francés, había gran diferencia de opiniones acerca de la voz chillona o desapacible, como la definió uno de los testigos.

—Esto es la evidencia en sí misma,—dijo Dupín,—pero no es aún la peculiaridad de la misma evidencia. No habéis observado nada de particular. Y, sin embargo, había algo digno de ser observado. Los testigos, como habéis notado, estaban de acuerdo acerca de la voz gruesa: su testimonio ha sido unánime. Pero con respecto a la voz chillona, la peculiaridad consiste, no en que estuvieran en desacuerdo, sino en que cuando trataron de describirla un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés, cada uno de ellos la juzgó perteneciente a un extranjero. Todos estaban seguros de que no era la voz de un compatriota. Todos la comparan a la voz de un individuo que se expresara en idioma desconocido. El francés supone que es un español y "hasta podría haber distinguido algunas palabras si supiera español." El holandés asegura que era la voz de un francés; pero encontramos que, "no sabiendo francés el testigo fué interrogado por medio de intérprete." El inglés opina que "era voz de alemán," y no conoce el alemán. El español "está seguro" de que era un inglés, pero "juzga por el acento" también, "pues no sabe inglés." El italiano cree que es la voz de un ruso, pero "jamás ha hablado con ningún ruso." Más aún; otro francés difiere de opinión con el primero y está seguro de que la voz era de italiano, pero, "no conociendo este idioma, deduce por el acento, lo mismo que el español." Ahora bien; ¿qué voz tan singularmente extraña es ésta, que provoca declaraciones tan contradictorias? ¿En qué acentos se expresaba, para que naturales de las cinco principales divisiones de Europa no pudieran percibir nada familiar a sus oídos? Diréis que podía ser la voz de un asiático o de un africano. Ni africanos ni asiáticos abundan en París; mas, sin negar esta posibilidad, llamaré solamente vuestra atención a tres puntos. Uno califica la voz de desapacible más bien que chillona. Otros dos la definen como "rápida y desigual." Ninguna palabra, ningún sonido semejando palabras ha podido discernirse ni ha sido mencionado por los testigos.

—Yo no sé,—continuó Dupín,—qué clase de impresión he logrado llevar a vuestra mente; pero no vacilo en decir que las deducciones legítimas de esta parte tan sólo del testimonio, con referencia a la voz gruesa y a la voz chillona, bastan por sí mismas para engendrar la sospecha que debe encaminar el proceso de la investigación del misterio. Digo "deducciones legítimas," pero mi idea no queda así del todo definida. Intento expresar con ello que estas deducciones son las únicas razonables, y que la sospecha se levanta inevitablemente como simple resultado. No manifestaré aún esta sospecha. Sólo deseo que comprendáis que en mi mente ha tenido fuerza suficiente para dar forma definida, cierto giro particular, a mis investigaciones en el aposento.

Transportémonos ahora con la imaginación a dicho aposento. ¿Qué debemos buscar ante todo allí? El medio de salida empleado por los asesinos. No es mucho aventurar si aseguramos que ninguno de nosotros cree en acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L'Espanaye no habían sido asesinadas por espíritus. Los malhechores eran de carne y hueso, y escaparon como seres de carne y hueso. ¿Cómo, entonces? Afortunadamente sólo hay un modo de dilucidar el punto, y este modo tiene que llevarnos a conclusiones definidas. Examinemos, uno por uno, los medios posibles de salida. Es evidente que los asesinos estaban en el aposento en que se encontró a Mademoiselle L'Espanaye, o al menos en el cuarto contiguo, cuando el grupo de gente subía las escaleras. Entonces, sólo tenemos que buscar las salidas de ambas habitaciones. La policía ha sondeado los pisos, los techos y la obra de albañilería de los muros en todas direcciones. No era posible que escapase a su vigilancia ninguna salida oculta. Pero no confiando en sus ojos, examiné con los míos propios. No existían salidas secretas. Las dos puertas que daban acceso a los cuartos por el pasadizo estaban cerradas con llave y tenían la llave por dentro. Volvamos a las chimeneas. Éstas, aunque de anchura ordinaria en los primeros ocho o diez pies sobre el hogar, no admitirían hasta la salida ni siquiera el paso de un gato grande. Siendo absoluta la imposibilidad de salida por los medios indicados, quedamos reducidos a las ventanas. Por las del cuarto del frente, nadie podría haber escapado sin ser visto de la multitud estacionada en la calle. Los asesinos tienen entonces que haber pasado por las ventanas de la pieza interior. Llegados a esta conclusión de manera inequívoca, no nos conviene como razonadores descuidar una serie de imposibilidades aparentes. Debemos probar únicamente que estas aparentes "imposibilidades" en realidad no son tales.

Hay dos ventanas en la habitación. Una de ellas está completamente libre de muebles y del todo visible. La parte inferior de la otra queda oculta por la cabecera de la pesada cuja colocada exactamente en aquella dirección. La primera ventana se encontró firmemente asegurada por dentro. Resistió todo el empuje de los que trataron de levantarla. Habíase abierto con barreno un gran hueco a la izquierda del marco, y un grueso clavo estaba profundamente incrustado allí casi hasta la cabeza. Examinando la otra ventana, se encontró incrustado un clavo semejante; y fracasó del mismo modo una vigorosa tentativa para levantar el bastidor. La policía quedó completamente satisfecha de que la escapatoria no había tenido lugar por aquel lado. Y, en consecuencia, se juzgó inútil retirar los clavos y abrir las ventanas.

Mi pesquisa particular fué más minuciosa por la razón a que antes he aludido; porque yo sabía que aquél era el punto en que debía probarse que la imposibilidad aparente no existía en realidad. Comencé a deducirlo así a posteriori. Los asesinos habían escapado indudablemente por una de aquellas ventanas. Siendo así, no era posible que aseguraran por dentro los bastidores en la forma en que se encontraron: consideración que, en razón de ser tan obvia, detuvo las pesquisas de la policía en este terreno. Y sin embargo, los bastidores estaban asegurados. De consiguiente, debían tener la facultad de cerrarse por sí mismos. No había forma de evadir esta conclusión. Me dirigí a la ventana libre, extraje el clavo con cierta dificultad, y procuré levantar el bastidor. Resistió todos mis esfuerzos como yo me lo esperaba. Debía existir un resorte oculto, estaba seguro ahora; y esta comprobación de mis deducciones me convenció de que mi raciocinio era correcto, aun cuando todavía existieran circunstancias misteriosas con relación a los clavos. Una pesquisa minuciosa hízome descubrir el resorte oculto. Oprimílo, y satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de levantar el bastidor.

Coloqué nuevamente el clavo en su sitio y me dediqué a observarlo con atención. Una persona que pasara a través de esta ventana podía haberla cerrado de nuevo haciendo jugar el resorte; pero no era posible volver a colocar el clavo en su sitio. El resultado era claro y estrechaba de nuevo el campo de investigación. Los asesinos debían haber escapado por la otra ventana. Suponiendo, en tal caso, que el resorte de los bastidores funcionara de igual modo, como era probable, debía existir alguna diferencia entre los clavos o, por lo menos, en la manera de colocarlos. Encaramándome en el cañamazo del lecho, miré atentamente por encima de la cabecera la segunda ventana. Pasando la mano por detrás, descubrí pronto y oprimí el resorte que, como lo había juzgado de antemano, era enteramente igual a su compañero. Busqué entonces el clavo. Era tan grueso como el otro y encajaba aparentemente de la misma manera, hundido hasta la cabeza.

Diréis que estaba confundido; pero si lo creéis así habéis equivocado la naturaleza de mis inducciones. Usando una frase de cazador, diré que no había "fallado" una sola vez. Ni un momento había perdido el rastro. No había grietas en ningún eslabón de la cadena. Había seguido la pista al secreto hasta su resultado final; y este resultado era el clavo. Tenía en todo sentido, he dicho, la misma apariencia que su compañero de la otra ventana; pero esta circunstancia era nula en absoluto, por concluyente que pudiera parecer, al compararse con la certidumbre de que allí, en aquel punto, desaparecían las huellas. Debe haber algo raro en el clavo, pensé. Lo palpé; y la cabeza, con cerca de una pulgada de punta quedó entre mis manos. El resto continuaba en el agujero, donde se había roto. La fractura era antigua, porque el borde estaba cubierto de orín, y procedía evidentemente de algún martillazo que introdujo a medias la cabeza en el borde superior de la parte baja del bastidor. Coloqué de nuevo cuidadosamente esta cabeza en el hueco de donde la había cogido, y su semejanza con un clavo perfecto era completa; la rotura quedaba invisible. Oprimiendo el resorte, levanté suavemente el bastidor algunas pulgadas; la cabeza se alzó con el marco continuando segura en su puesto. Cerré la ventana, y la apariencia del clavo resultaba otra vez perfecta.

Así, el enigma estaba resuelto. El asesino había escapado por la ventana que daba sobre el lecho. Cayendo espontáneamente en su sitio, o cerrada quizás a propósito, quedó asegurada por el resorte; y la firmeza del resorte produjo el error de la policía que juzgó provenía del clavo la resistencia, considerando innecesario pesquisas ulteriores.

El problema siguiente era la forma de descenso. Sobre este punto me encontraba ya satisfecho desde nuestro paseo alrededor del edificio. A cinco pies y medio más o menos de la ventana en cuestión se eleva un pararrayos. Desde este poste habría sido difícil para cualquiera alcanzar la ventana, no digo entrar. Observé, sin embargo, que las persianas del cuarto piso eran de aquella clase particular que los carpinteros parisienses llaman ferrades, forma muy poco usada en la actualidad, pero que se ve con frecuencia en las casas antiguas de Lión y de Burdeos. Son semejantes a una puerta ordinaria de una sola hoja, excepto en su mitad superior hecha en forma de celosía, o labrada a manera de enrejado; ofreciendo así excelente apoyo para los manos. En esta casa las persianas tienen muy bien tres pies y medio de anchura. Cuando las divisé desde la parte trasera del edificio, estaban ambas abiertas hasta la mitad, es decir, formando ángulo recto con el muro. Es probable que la policía haya examinado como yo la espalda de la casa; pero de ser así, no advirtió la gran anchura de las persianas, o no le prestó por lo menos la debida consideración. En efecto, persuadidos de que no había salida de este lado, naturalmente descuidaron examen más minucioso. Era claro para mí, sin embargo, que la persiana correspondiente a la ventana situada a la cabecera del lecho llegaría a cerca de dos pies de distancia del pararrayos, si se dejaba caer por completo sobre el muro. Era también evidente que poniendo en juego un grado extraordinario de vigor y de audacia, podía efectuarse la entrada por la ventana escalando el pararrayos. Una vez llegado a la distancia de dos pies y medio (suponiendo que la persiana estuviera abierta en toda su extensión), podía encontrar el ladrón sólido apoyo en el enrejado. Demos pues por sentado que escaló el poste afirmando los pies contra el muro, y que lanzándose de allí intrépidamente hizo oscilar la persiana en forma de cerrarla; y suponiendo que la ventana estuviese abierta, pudo deslizarse él mismo dentro de la habitación.

Deseo que tengáis especialmente presente que me refiero a un grado extraordinario de vigor como requisito esencial para el éxito de hazaña tan difícil y arriesgada. Mi designio es demostrar, primero, que la cosa era realizable; pero segunda y principalmente, necesito impresionar vuestra mente con el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad que era capaz de llevarla a cabo.

Diréis indudablemente, usando lenguaje legista, que para hacer comprensible el caso, debería más bien disminuir que acrecer la apreciación de la fuerza necesaria para ejecutarlo. Éste puede ser el método legista, pero no es el del raciocinio. Mi objeto final es descubrir la verdad. Mi propósito inmediato, conduciros a poner de acuerdo aquel vigor extraordinario a que acabo de referirme, con la voz chillona, desapacible y desigual sobre cuya nacionalidad no han podido convenir siquiera dos personas, y en cuya enunciación no ha podido discernirse silabeo alguno.—

A estas palabras cierta vaga e informe concepción de la idea de Dupín revoloteó en mi mente. Parecíame encontrarme al borde de la comprensión, como sucede a veces que nos sentimos al mismo borde del recuerdo sin llegar al fin a dar forma a las reminiscencias. Mi amigo continuó:

—Observaréis,—dijo,—que he tratado el asunto desde la manera de salida hasta la de acceso. Mi intención era sugerir que ambos se habían efectuado de igual forma y por el mismo punto. Volvamos ahora al interior del aposento. Observemos aquí el aspecto de la decoración. Los cajones del tocador, dicen, habían sido saqueados, aunque muchos artículos de adorno quedaban todavía allí. Esta conclusión es absurda. Es simplemente una proposición bastante necia y nada más. ¿Cómo podían saber que los objetos encontrados en los cajones no eran todos los que allí se hallaban de ordinario? Madame L'Espanaye y su hija llevaban una vida muy retirada, no recibían visitas, salían rara vez, tenían en suma poca oportunidad para muchos cambios de atavío. Los objetos que se encontraron eran, por lo menos, de tan buena calidad como los demás que usaban aquellas señoras. Si el ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no había de tomarlos todos? En una palabra, ¿por qué abandonar cuatro mil francos en oro para embarazarse con un paquete de trapos? El oro se había abandonado. Casi toda la suma indicada por Monsieur Mignaud, el banquero, fué encontrada en talegos en el suelo. Quiero, por consiguiente, que descartéis la disparatada idea de motivo engendrada en el cerebro de la policía por aquella parte del testimonio que habla de dinero entregado a las puertas de la casa. Coincidencias diez veces más notables que la entrega del dinero y el asesinato cometido dentro del tercer día, suceden en todos los momentos de nuestra vida, sin llamar la atención siquiera sea superficialmente. Las coincidencias representan en general grandes tropiezos en la vía de aquellos pensadores que no están acostumbrados a sondear la teoría de las probabilidades, teoría a que se deben los resultados más gloriosos de la investigación humana para mayor gloria de la ilustración. En el caso actual, si el oro hubiese desaparecido, el hecho de haberse entregado tres días antes habría sido algo más que coincidencia. Habría corroborado la idea del motivo. Mas, bajo las verdaderas circunstancias, si creemos que el oro fué la causa del crimen, tendríamos que juzgar al criminal tan idiota e incapaz como para abandonar a la vez su oro y su motivo.

Conservando ahora cuidadosamente en mira los puntos hacia los cuales he dirigido vuestra atención: aquella voz peculiar, aquella extraordinaria agilidad y la chocante ausencia de motivo en un crimen tan singularmente atroz, demos una ojeada al asesinato en sí mismo. Tenemos aquí una mujer estrangulada por la fuerza de las manos y encajada cabeza abajo en una chimenea. Los asesinos no emplean ordinariamente tales medios. Y menos aún, disponen de los cadáveres en semejante forma. Convendréis conmigo en que había algo excesivamente outré, algo irreconciliable completamente con las nociones comunes del impulso humano en la manera de arrojar este cuerpo por la chimenea, aun cuando queramos suponer al autor el más depravado de los hombres. Pensad asimismo ¡cuán enorme debe haber sido la fuerza capaz de empujar hacia arriba el cadáver en cavidad tan estrecha que apenas fué suficiente el esfuerzo reunido de varios hombres para arrastrarlo hacia abajo!

Volvamos luego a las otras manifestaciones de este vigor maravilloso. Había en el hogar madejas, gruesas madejas, de grises cabellos humanos arrancados de raíz. Conocéis la fuerza enorme que requiere arrancar juntas siquiera veinte o treinta hebras de pelo. Visteis, lo mismo que yo, las madejas a que se alude. Las raíces (¡repugnante espectáculo!) estaban adheridas a fragmentos de piel del cráneo, muestra irrefutable de la fuerza prodigiosa que se había desplegado para arrancar quizá medio millón de hebras a la vez. El cuello de la anciana no solamente se había cortado, sino que la cabeza estaba separada por completo del tronco: el instrumento había sido una sencilla navaja. Observad también la ferocidad brutal de estas circunstancias. No digo nada de las magulladuras del cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su digno coadjutor Monsieur Étienne, han declarado que fueron producidas por algún instrumento obtuso; y estos caballeros tienen muchísima razón. El instrumento obtuso fué evidentemente el enlosado pavimento del patio donde fué arrojada la víctima desde la ventana que daba sobre el lecho. Esta idea, por sencilla que parezca, escapó a la policía por la misma razón que no advirtió la anchura de las persianas; pues que la circunstancia de los clavos obstruyó herméticamente su percepción acerca de la posibilidad de que las ventanas hubieran sido abiertas en cualquier forma.

Si, además de todo esto, reflexionamos debidamente en el desorden peculiar de aquella habitación, llegaremos a combinar las diversas ideas de una agilidad asombrosa, una fuerza sobrehumana, una ferocidad brutal, una carnicería sin objeto, un horror que toca en lo grotesco, absolutamente extraño a toda humanidad, y una voz de entonación extranjera a los oídos de hombres de muchas naciones y desprovista de toda pronunciación distinta e inteligible. ¿Qué resultado se desprende? ¿Qué impresión hace todo esto en vuestra mente?—

Sentí un escalofrío en los huesos cuando Dupín me dirigió esta pregunta.

—¡Un loco, ha sido un loco el autor de estos asesinatos!—exclamé;—algún maníaco escapado de cualquier maison de santé de las cercanías.

—En cierto modo,—replicó,—vuestra idea no está desprovista de razón. Pero la voz de los locos, aun en sus más furiosos paroxismos, jamás ha concordado con la descripción de la voz peculiar oída arriba. Los locos tienen alguna nacionalidad, y su lenguaje, aunque incoherente en su fraseología, tiene siempre la coherencia del silabeo. Además, el pelo de los locos no es semejante al que tengo entre las manos. Desenredé este pequeño mechón de entre los dedos rígidos y crispados de Madame L'Espanaye. Decidme lo que pensáis acerca de esto.

—¡Dupín!—exclamé, completamente enervado;—¡este pelo es de lo más raro; esto no es cabello humano!

—Ni yo he dicho que lo fuera,—repuso él;—pero antes de decidir este punto querría que miraseis el pequeño croquis que he delineado en este papel. Es un facsímile de lo que se ha descrito en cierta parte del testimonio como "obscuras marcas y profundas huellas de uñas" en la garganta de Mademoiselle L'Espanaye; y en otra declaración, la de Messieurs Dumas y Étienne, como "una serie de manchas amoratadas producidas evidentemente por la impresión de los dedos."

—Observaréis—continuó mi amigo, extendiendo el papel ante mis ojos sobre la mesa,—que este dibujo da la idea de un apretón firme y fijo. No hay el menor deslizamiento aparente. Cada dedo ha conservado, probablemente hasta la muerte de la víctima, la espantosa posición en que se había incrustado. Procurad ahora colocar vuestros dedos al mismo tiempo en las respectivas impresiones que aparecen.—

Procuré en vano hacer lo que me indicaba.

—Quizá no ensayamos convenientemente este punto,—insistió mi amigo.—El papel está extendido en una superficie plana y la garganta humana es cilíndrica. He aquí un trozo de madera cuya circunferencia es más o menos igual a la del cuello. Envolved allí el dibujo y ensayad de nuevo.—

Hice como me decía; pero la dificultad era todavía mayor que antes.

—¡Esto,—exclamé,—no es la huella de una mano humana!

—Leed ahora este pasaje de Cuvier,—replicó Dupín.

Contenía una relación minuciosa y la descripción anatómica general del gran orangután leonado de las islas de las Indias Orientales. La gigantesca estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las propensiones imitativas de este mamífero son bastante conocidas por todos. Comprendí inmediatamente todos los horrores del asesinato.

—La descripción de los dedos,—dije al terminar la lectura,—corresponde exactamente a este dibujo. Es evidente que sólo un orangután, y de la especie indicada, podría haber impreso las huellas que habéis delineado. El mechón de pelo rojizo es idéntico también al color del animal descrito por Cuvier. Mas no llego a penetrar los detalles de este horrible misterio. Además, se oyeron dos voces en la disputa, y una de ellas era incontestablemente la de un francés.

—Es verdad; y recordaréis una expresión que los testigos atribuyen casi unánimemente a esta voz; la exclamación "mon Dieu!" Esta expresión, de acuerdo con las circunstancias, ha sido justamente definida por uno de los testigos, Montani el confitero, como reproche o amonestación amistosa. Sobre estas dos palabras he fundado, de consiguiente, mis mayores esperanzas para la solución completa del enigma. Un francés conocía el crimen. Es posible, y a la verdad más que probable, que fuera inocente de toda participación en la sangrienta hazaña que se realizaba. El orangután puede habérsele escapado. Puede haberle perseguido hasta el aposento; pero bajo las terribles circunstancias que sobrevinieron, le fué probablemente imposible capturarlo. Está todavía perdido. No proseguiré haciendo conjeturas; no tengo derecho de darles otro nombre, puesto que los ligeros matices de reflexión en que están basadas arrojan apenas luz suficiente para mi propia comprensión, y no puedo pretender, de consiguiente, hacerlos perceptibles a ninguna otra persona. Llamémoslas conjeturas y hablemos de ellas como tales. Si el francés aludido es, como creo, inocente de esta atrocidad, el anuncio que dejé anoche, al regresar a casa, en las oficinas de Le Monde, periódico dedicado a los intereses marítimos y muy buscado por los marineros, le traerá verosímilmente a nuestra morada.—

Alargóme un papel en donde leí lo siguiente:


CAPTURADO

En el Bois de Boulogne, en las primeras horas de la mañana del —— presente (la mañana del crimen), un gran orangután leonado de la especie de la isla de Borneo. El propietario, que se asegura ser un marinero perteneciente a un buque maltés, puede recoger el animal, siempre que lo identifique satisfactoriamente y pague algo por su captura y manutención. Acudid al Número ——, Rue ——, Faubourg Saint-Germain,—— piso tercero.


—¿Cómo es posible,—pregunté,—que sepáis que el hombre es un marinero y que pertenece a un buque maltés?

—No lo ,—repuso Dupín.—No estoy seguro de ello. Sin embargo, he aquí un pequeño fragmento de cinta que, a juzgar por su forma y su aspecto grasoso, se ha usado evidentemente para atar el cabello en esas largas queues a que son tan aficionados los marineros. Mas aún; este nudo pueden hacerlo muy pocos marineros, siendo peculiar de los malteses. Recogí la cinta al pie del pararrayos. No puede haber pertenecido a ninguna de las víctimas. Después de todo, aun cuando estuviere equivocado en las inducciones provocadas por esta cinta, respecto de que el francés sea un marinero de algún buque maltés, no hay ningún mal en decirlo en el anuncio. Si estoy equivocado, él supondrá sencillamente que voy errado por cualquiera circunstancia que no se tomará el trabajo de inquirir. Pero de acertar, habré conseguido un gran triunfo. En efecto, sabedor del crimen aunque inocente, naturalmente vacilaría el francés en acudir al anuncio y reclamar el orangután. Pero razonará así: "Soy inocente; soy pobre; mi orangután es muy valioso; para cualquiera en mis circunstancias representa una fortuna; ¿por qué había de perderlo por vanas aprensiones de peligro? Está allí, a mi alcance. Ha sido encontrado en el Bois de Boulogne, a gran distancia del lugar de los asesinatos. ¿Cómo puede sospecharse que un estúpido animal haya cometido el crimen? La policía ha fracasado; no ha podido encontrar la más ligera huella. Aun cuando siguieran la pista al animal, sería imposible que probaran mi conocimiento del suceso o que me implicaran en la culpabilidad por haberlo sabido. De otro lado, me conocen. El anunciador me designa como dueño del animal. No sé hasta qué punto puedan llegar sus datos acerca de mi persona. Si rehuyo reclamar una propiedad de tanto valor y de la cual se me conoce como dueño, haré sospechoso por lo menos al orangután. No es buena diplomacia atraer la atención sobre mí ni sobre el animal. Acudiré al anuncio, recogeré mi orangután y lo tendré encerrado hasta que haya pasado todo el alboroto."—

En este momento oímos pasos en la escalera.

—Tened al alcance vuestras pistolas,—dijo Dupín;—pero no hagáis uso de ellas ni las mostréis, sino cuando os dé la señal.—

Se había dejado abierta la puerta de la casa, y el visitante entró sin llamar, avanzando algunos peldaños en la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Luego, le oímos descender. Dupín se dirigía rápidamente hacia la puerta cuando advertimos que regresaba de nuevo. No retrocedió ya, sino que avanzó por el contrario con decisión y golpeó la puerta de nuestro aposento.

—Adelante,—dijo Dupín, en tono placentero y jovial.

Un individuo entró. Era un marinero, evidentemente: alto, grueso y musculoso, y con cierto aspecto de intrepidez no del todo desprovisto de atractivo. Su rostro, muy tostado por el sol, estaba medio oculto por las patillas y el mustachio. Llevaba un gran garrote de roble, mas no parecía tener armas de otra clase. Inclinóse desmañadamente, lanzándonos un "buenas tardes," con acento francés que, aunque sonaba un poco a Neufchatel, revelaba bastante su origen parisién.

—Sentaos, amigo mío,—dijo Dupín.—Supongo que venís por el orangután. Mi palabra, casi os envidio su posesión; un animal muy hermoso e indudablemente de gran valor. ¿Qué edad le suponéis?—

El marinero respiró largamente, como hombre que se ve libre de peso intolerable, y replicó en tono firme:

—No sabría decirlo con exactitud; pero no puede tener más de cuatro o cinco años. ¿Lo guardáis aquí?

—Oh, no; no tenemos aquí comodidad para conservarlo. Está en un establo de la rue Dubourg, muy cerca de este barrio. Se os entregará mañana. ¿Estáis dispuesto, por supuesto, a identificar la propiedad?

—Seguramente que sí, señor.

—Sentiré separarme del animal,—dijo Dupín.

—No imagino que os hayáis tomado esta molestia en balde, señor. No podría esperarlo. Estoy dispuesto a recompensar el hallazgo del animal, es decir, una cosa razonable.

—Bien,—replicó mi amigo,—eso está muy bien, seguramente. ¡Dejadme pensar! ¿qué pediré? ¡Oh! Voy a decíroslo. Mi recompensa será ésta. Vais a darme todos los detalles que sepáis acerca de esos asesinatos de la rue Morgue.—

Dupín pronunció las últimas palabras en voz muy baja y con gran tranquilidad. Con igual mesura se adelantó también hacia la puerta, la cerró, y puso la llave en su faltriquera. Sacó luego una pistola de su pecho y la colocó sobre la mesa sin la menor precipitación.

El semblante del marinero se encendió como si le acometiera un acceso de asfixia. Levantóse y aseguró el garrote; pero un instante después se dejó caer sobre la silla, temblando violentamente y con aspecto mortal. No pronunció una sola palabra. Yo le compadecía desde el fondo de mi corazón.

—Amigo mío,—dijo Dupín en tono afectuoso,—os alarmáis sin motivo, realmente. No intentamos haceros daño alguno. Yo sé perfectamente que sois inocente de las atrocidades de la rue Morgue. No negaré, sin embargo, que en cierto modo os encontráis complicado en ellas. Por lo que os he dicho comprenderéis que he tenido datos sobre este asunto, datos que jamás podríais imaginar. Ahora la cosa se presenta de esta manera. Nada habéis hecho que pudierais haber evitado; nada ciertamente que os haga culpable. Ni siquiera sois culpable de robo, cuando podríais haber robado impunemente. Nada tenéis que ocultar, ni tenéis razón alguna para hacerlo. De otro lado, todos los principios de honor os obligan a confesar lo que sabéis. Un hombre inocente se encuentra ahora en prisión acusado de un crimen del cual vos podéis señalar el perpetrador.—

El marinero había recobrado en gran parte su presencia de ánimo mientras Dupín pronunciaba estas palabras; mas todo el aplomo había desaparecido de su continente.

—¡Así Dios me ayude!—exclamó tras breve pausa.—Os diré todo lo que sé de este asunto, mas no puedo esperar que creáis siquiera la mitad; loco sería, en verdad, si tal pensara. Sin embargo, soy inocente, y mi último suspiro será muy limpio si muero por esta causa.—

Lo que dijo en substancia fué lo siguiente. Había realizado últimamente un viaje al archipiélago indio. Un grupo, del cual formaba parte, desembarcó en Borneo y siguió al interior en excursión de placer. Él y un camarada cogieron al orangután. Muerto su compañero, pasó el animal a su exclusiva propiedad. Después de muchas dificultades en su viaje de regreso, ocasionadas por la intratable ferocidad de su cautivo, logró al fin instalarlo con seguridad en su propio domicilio en París, donde tratando de evitar la desagradable curiosidad de los vecinos, lo tuvo cuidadosamente encerrado hasta que se recobrara de una herida en el pie causada por una astilla a bordo del buque. Su designio posterior era venderlo.

Volviendo a su casa después de una fiesta de marineros, en la noche, o más bien en la mañana del crimen, encontró al animal instalado en su propio dormitorio, en donde se había introducido forzando la puerta de un pequeño gabinete contiguo en el cual pensaba su amo tenerle seguramente confinado. Navaja abierta en mano, se hallaba sentado frente al espejo ensayando la operación de afeitarse en que probablemente sorprendió alguna vez a su dueño, mirando por el agujero de la llave. Aterrorizado al ver arma tan peligrosa en poder de animal tan feroz y tan apto para manejarla, el hombre quedó sin saber que hacer durante los primeros momentos. Acostumbraba, sin embargo, dominar al orangután con ayuda de un látigo, y a este medio recurrió en aquella circunstancia. Apenas el animal le divisó lanzóse a la puerta del aposento, luego a las escaleras, y por una ventana, desgraciadamente abierta, se arrojó a la calle.

El francés le siguió lleno de desesperación. El orangután, todavía con la navaja abierta en la mano, deteníase de vez en cuando para mirar hacia atrás y gesticular a su perseguidor hasta que éste llegaba casi a alcanzarle. Entonces echaba a correr de nuevo. De esta manera continuó la caza por largo tiempo. Las calles estaban desiertas y en silencio profundo, pues eran cerca de las tres de la mañana. Atravesando una callejuela a espaldas de la rue Morgue, llamó la atención del fugitivo una luz que brillaba en la ventana abierta del aposento de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso del edificio. Abalanzándose hacia la casa, advirtió el pararrayos, lo escaló con agilidad inconcebible, se asió de la persiana que caía completamente sobre el muro, y por este medio lanzóse directamente a la cabecera de la cuja. Todo esto no había ocupado el espacio de un minuto. El orangután empujó otra vez la persiana dejándola abierta cuando se introdujo en la habitación.

El marinero quedó a la vez regocijado y perplejo. Tenía ahora la esperanza de capturar a la fiera, que difícilmente podría escapar de la trampa en que se había metido a no ser por el poste que encontraría interceptado a la salida. De otro lado, había muchos motivos de ansiedad al pensar en lo que podría hacer dentro de la casa. Esta última reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo. Un pararrayos no es difícil de escalar, especialmente para un marinero; pero cuando llegó a la altura de la ventana, que quedaba bastante lejos hacia la izquierda, vióse obligado a detenerse; lo más que pudo hacer fué alzarse un poco para echar una ojeada al interior de la habitación. Al mirar, casi perdió su punto de apoyo a impulsos de su excesivo horror. Entonces fueron aquellos horribles alaridos que despertaron a todos los habitantes de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, en traje de dormir, estaban aparentemente arreglando algunos papeles en la caja de hierro de que antes se ha hecho mención, y que habían rodado hasta el medio del aposento. Estaba abierta, y su contenido yacía a un lado en el suelo. Las víctimas estaban sentadas de espaldas a la ventana; y por el tiempo transcurrido entre el acceso de la fiera y los alaridos, se comprende que no notaron su presencia en el primer momento. El golpe de la persiana pudo atribuirse al viento, naturalmente.

Cuando el marinero alcanzó a mirar adentro, el gigantesco animal había cogido a Madame L'Espanaye por el cabello, que llevaba suelto como si hubiera estado peinándose, y blandía la navaja ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía privada de movimiento: se había desmayado. Los gritos y la lucha de la anciana, durante la cual le fueron arrancados los cabellos, convirtieron en ira los hasta entonces pacíficos propósitos del orangután. Con deliberado empuje de su brazo musculoso separó casi completamente la cabeza del tronco. La vista de la sangre enardeció su ira convirtiéndola en frenesí. Rechinando los dientes y echando fuego por los ojos, lanzóse sobre el cuerpo de la joven e incrustó sus temibles garras en la garganta de Mademoiselle L'Espanaye reteniendo su aliento hasta que expiró. Sus miradas furtivas y salvajes fijáronse entonces en la cabecera del lecho sobre la cual pudo distinguir el rostro de su amo, rígido por el horror. La furia de la fiera, que no dudaba que su amo llevaba aún el temible látigo, se convirtió instantáneamente en pavor. Consciente de merecer castigo, parecía deseosa de ocultar sus sangrientas hazañas y se removía en torno del aposento en agonía nerviosa de agitación, echando abajo los muebles y destrozándolos en su ir y venir, y arrancando y tirando al suelo los cobertores y colchones del lecho. Por último, se apoderó primero del cuerpo de la hija y lo embutió en la chimenea en la forma en que fué encontrado; y luego, del de la vieja señora arrojándolo inmediatamente por la ventana.

Al aproximarse el orangután con su mutilada carga, el marinero se lanzó despavorido al pararrayos, y precipitándose más que deslizándose hasta el suelo se apresuró a regresar a su domicilio, temiendo las consecuencias de aquella carnicería, y prescindiendo con satisfacción, en medio de su terror, de toda preocupación por la suerte del animal. Las palabras oídas por el grupo que subía las escaleras eran las exclamaciones de horror y espanto del francés, mezcladas a los alaridos demoníacos de la fiera.

Queda muy poco que añadir. El orangután escapó probablemente por el pararrayos momentos antes del forzamiento de la puerta. Debe haber cerrado la ventana al salir. Fué capturado después por su mismo dueño, que obtuvo por él una fuerte suma en el Jardin des Plantes. Le Bon fué puesto en libertad inmediatamente que se relataron estos acontecimientos en el despacho del prefecto de policía, acompañados de algunos comentarios de Dupín. El funcionario de policía, a pesar de sus buenas disposiciones hacia mi amigo, no pudo ocultar su desagrado por el giro que había tomado este asunto; y aun se dejó arrastrar a una o dos frasecillas sarcásticas respecto de la conveniencia de que cada cual se preocupe de aquello que le importe.

—Dejadle hablar,—dijo Dupín, que no juzgó necesario replicar.—Dejadle hacer frases: esto aligerará su conciencia. Estoy satisfecho de haberle derrotado en su propio terreno. A pesar de todo, su fracaso en la solución de este misterio no es tan sorprendente como él se imagina; porque en verdad nuestro amigo el prefecto es más astuto que profundo. No hay cuerpo en su sabiduría. Es como si fuera todo cabeza y nada de miembros, como los retratos de la diosa Laverna; o a lo más, todo cabeza y busto como el bacalao. Pero es una buena persona, después de todo. Le admiro especialmente por sus golpes maestros de inversión, a lo que debe su reputación de habilidad. Me refiero al método que practica "de nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas."

El gato negro

No espero ni solicito fe para la narración tan sencilla como extravagante que está a punto de brotar de mi pluma. Locura sería en verdad el esperarlo, pues que mis propios sentidos rechazan su evidencia. Sin embargo, no estoy loco, ni estoy soñando, de seguro. Mas debo morir mañana y quiero hoy aligerar el peso de mi alma. Mi propósito inmediato es presentar llana y sucintamente a los ojos del lector, sin comentario de ninguna clase, una serie de simples acontecimientos domésticos. En sus consecuencias, estos acontecimientos me han aterrorizado, me han torturado, me han deshecho. A pesar de todo, no trataré de interpretarlos. Para mí sólo han representado el Horror; para muchos otros serán quizá no tanto terribles como baroques. Es posible que se encuentre después algún entendimiento que reduzca mi fantasma a los límites de lo vulgar; algún entendimiento más sereno, más lógico y mucho menos excitable que el mío, capaz de percibir en las circunstancias que expreso lleno de pavor, simplemente la sucesión ordinaria de las causas y efectos más naturales.

Desde mi niñez híceme notar por la docilidad y ternura de mi temperamento. La bondad de mi corazón revestía caracteres de delicadeza tan exquisita, que me hacía el blanco de las burlas de mis compañeros. Era particularmente afecto a los animales, y mis padres condescendían con esta inclinación procurándome gran diversidad de favoritos, a los que consagraba la mayor parte de mi tiempo; y nunca era tan feliz como cuando les alimentaba y acariciaba. Esta peculiaridad de mi carácter aumentó en la adolescencia, y aun en la virilidad derivaba de aquella fuente muchos de mis mejores goces. Apenas necesito explicar a los que hayan sentido afección por algún perro fiel e inteligente la intensidad de placer que produce este sentimiento. Existe en el amor generoso y abnegado de un irracional algo que va directamente al corazón de aquel que haya tenido ocasión de comprobar a menudo la ruin amistad y la lealtad tan deleznable del hombre.

Me casé joven y tuve la suerte de encontrar en mi mujer inclinaciones semejantes a las mías. Observando mi afición por los animales domésticos, no perdía ella ocasión de procurarse los más lindos. Teníamos pájaros, peces dorados, un perro fino, conejos, un pequeño mono y un gato.

Era éste un enorme y hermoso animal, enteramente negro, e inteligente hasta un grado excepcional. Al ocuparnos de su inteligencia, mi mujer, que tenía gran fondo de superstición, hacía frecuentes alusiones al antiguo concepto popular que considera brujas disfrazadas a todos los gatos negros. No que prestara ella fe a esta creencia; y si menciono la idea, es por la sencilla razón de que la recuerdo ahora de pasada.

Plutón, que así se llamaba el gato, era el preferido entre los diversos favoritos y mi compañero habitual de juegos. Solamente yo le alimentaba, y él acostumbraba seguirme por todas partes dentro de la casa; siéndome difícil evitar que hiciera lo propio también por las calles.

Nuestra amistad continuó así por varios años, durante los cuales, y a impulsos del demonio Intemperancia (me ruborizo al confesarlo), mi temperamento y mi carácter sufrieron radical alteración hacia el mal. Día por día hacíame más taciturno e irritable, y guardaba menos consideración a los demás. Aun me permitía usar con mi mujer un lenguaje destemplado, llegando después hasta la violencia personal. Mis favoritos hubieron de sentir, naturalmente, este cambio de disposición. No solamente les descuidaba, sino que abusaba de ellos. Todavía conservaba Plutón, sin embargo, ciertas prerrogativas que me impedían maltratarle, como lo hacía sin escrúpulo de ninguna clase con el mono, los conejos y aun el perro, cuando por cariño o por casualidad se atravesaban en mi camino. Pero la enfermedad avanzaba—¡el Alcohol es semejante a una enfermedad!—y al fin hasta Plutón que se volvía viejo, e impertinente en consecuencia, comenzó a sufrir los efectos de mi mal temperamento.

Una noche en que regresaba a casa muy embriagado, después de una orgía en una de mis guaridas habituales en la ciudad, se me ocurrió que el gato evitaba mi presencia. Cogíle entonces; y, en su terror por mi violencia, me infirió una pequeña herida mordiéndome la mano. Instantáneamente se apoderó de mí una furia demoniaca. No me conocía a mí mismo. Mi alma prístina parecía haber escapado en aquel momento de mi cuerpo; y una maldad diabólica, nutrida por la ginebra, estremecía todas mis fibras. Saqué un cortaplumas del bolsillo de mi chaleco, abríle, y deliberadamente arranqué de su órbita uno de los ojos del animal. ¡Me avergüenzo, me quemo, me horrorizo, al escribir esta abominable atrocidad!

Cuando al día siguiente volví a la razón, después de haber dormido los humos de la orgía nocturna, experimenté un sentimiento mitad de horror mitad de remordimiento por el crimen cometido; pero era apenas un sentimiento débil y equívoco que no llegó a conmover mi ánima. Me sumergí de nuevo en los excesos y ahogué pronto en vino la memoria de mi hazaña.

Al mismo tiempo el gato se recobraba lentamente. El hueco vacío del ojo presentaba, es verdad, terrible aspecto; pero el animal no parecía sufrir ningún dolor. Iba y venía por la casa como de costumbre; mas, como era de esperarse, huía aterrorizado a mi aproximación. Tenía yo todavía bastante corazón para sentirme apenado por esta evidente prueba de desafecto de parte de un ser que tanto me había amado en otro tiempo. Pero este sentimiento se convirtió pronto en irritación. Y se presentó entonces, para confirmar mi depravación final e irrevocable, el espíritu de Perversidad. De este espíritu no se ocupa la filosofía. Sin embargo, no estoy tan cierto de la existencia de mi alma como de que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano: una de las facultades primordiales e indivisibles que definen la orientación del carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo alguna acción vil y torpe por la sola razón de que no debería hacerlo? ¿No existe acaso en nosotros, cierta perpetua inclinación a violar la Ley, contra todo el torrente de nuestro buen criterio, y sólo porque comprendemos que tiene razón de ser? El espíritu de perversidad, decía, vino a poner el colmo a mi depravación. Aquella ansia infatigable del alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por puro gusto, me impulsaba continua y tenazmente a consumar el daño que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, pasé un lazo a su cuello y lo colgué de la rama de un árbol; lo ahorqué con lágrimas que corrían de mis ojos y el remordimiento más amargo que laceraba mi corazón; lo ahorqué porque sabía que me había amado y porque sentía que no me había dado motivo de ofensa; lo ahorqué porque comprendía que al hacerlo así cometía un pecado, un pecado mortal que exponía mi alma a encontrarse, si tal era posible, más allá de la gracia infinita del Dios más misericordioso y más terrible.

En la noche del día en que cometí esta crueldad, desperté a los gritos de incendio. Las cortinas de mi cama estaban convertidas en llamas. Toda la casa ardía. Con gran trabajo pudimos escapar de esta conflagración mi mujer, mi criada y yo. Todas mis riquezas desaparecieron repentinamente, y desde entonces me entregué a la desesperación.

Estoy por encima de la flaqueza de establecer relación alguna de causa y efecto entre el desastre y la atrocidad cometida. Pero refiero una cadena de acontecimientos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todos los muros, con excepción de uno, se habían desplomado. El que continuaba en pie era la pared no muy gruesa de una habitación situada en el centro de la casa, y contra la cual descansaba antes la cabecera de mi lecho. El estuco había resistido allí en gran parte la acción del fuego, hecho que atribuí a su reciente aplicación. Densa muchedumbre se había apiñado cerca de este muro, y muchas personas parecían examinar cierta parte con viva y minuciosa atención. Las palabras "¡extraño!" "¡singular!" excitaron mi curiosidad. Me aproximé, y pude observar la figura de un gato gigantesco grabado como al bajo relieve sobre la blanca superficie. La impresión se había fijado allí con detalles verdaderamente maravillosos. Veíase una cuerda al rededor del cuello del animal.

Cuando se presentó por primera vez ante mis ojos esta aparición—pues difícilmente podía considerarla de otro modo—mi sorpresa y mi terror fueron extremados. Pero al fin vino la reflexión en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. A la voz de fuego, el jardín se llenó de gente inmediatamente; y una de aquellas personas cortó sin duda la cuerda de que pendía el animal, arrojándolo a mi aposento por alguna ventana abierta. Probablemente esto se hizo con el propósito de despertarme. El desplome de los otros muros comprimió seguramente contra el estuco fresco a la víctima de mi crueldad; y la cal de la mezcla, combinada con el amoniaco del cuerpo, y por efecto de las llamas, había producido la figura que allí aparecía.

A pesar de que tranquilicé prontamente mi razón, ya que no mi conciencia, acerca del hecho sorprendente que acabo de manifestar, no dejó por ello de hacer profunda impresión en mi mente. Durante largos meses no pude librarme del fantasma del gato; y en este período se apoderó también de mi espíritu cierto vago sentimiento que se asemejaba al remordimiento aunque en realidad no lo fuera. Llegué hasta deplorar la pérdida del animal y a buscar a mi alrededor, en los abyectos lugares que frecuentaba habitualmente, otro favorito de la misma especie y hasta cierto punto de apariencia semejante para reemplazarle.

Una noche en que me hallaba sentado, medio embrutecido, en uno de aquellos antros de infamia, atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que reposaba en lo alto de uno de los enormes barriles de ginebra o de ron que constituían el principal mueblaje del departamento. Había estado mirando fijamente por varios minutos la parte superior del barril, y lo que causaba mi mayor sorpresa era la circunstancia de no haber advertido antes el objeto en cuestión. Acerquéme, y le toqué. Era un gato negro, muy grande, tan grande como Plutón y semejante a él en todos sus detalles con excepción de uno solo. Plutón no tenía un pelo blanco en ninguna parte del cuerpo, mientras este gato tenía un gran grupo de manchas blancas de forma indefinida que le cubría casi todo el pecho.

Al tocarle yo, se levantó prontamente, comenzó a hilar de contento, se restregó contra mi mano, y pareció deleitarse con mi atención. Éste era pues el ser que andaba yo tratando de encontrar. Inmediatamente propuse su compra al tabernero, quien manifestó no ser su dueño: no conocía al gato; jamás lo había visto antes.

Continué acariciándole, y cuando me preparaba a regresar a mi domicilio, el animal mostró disposición de acompañarme. Le permití hacerlo así, deteniéndome de vez en cuando a darle palmaditas antes de proseguir. Cuando llegamos a la casa se domesticó inmediatamente, haciendo al punto grandes migas con mi mujer.

Por lo que a mí toca, pronto sentí despertarse dentro de mí cierta antipatía por el animal. Era justamente lo contrario de lo que esperaba; pero, no sé cómo ni por qué, su evidente afección me repugnaba y me hastiaba. Poco a poco este sentimiento de tedio y repugnancia se convirtió en odio acerbo. Evitaba al animal; pero cierta sensación de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad anterior me impedían maltratarlo. Durante varias semanas no lo golpeé, ni lo traté con violencia en forma alguna; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a mirarlo con aversión intolerable, y a huir en silencio de su odiosa presencia como de un hálito pestilente.

Lo que aumentó indudablemente mi aversión por el animal fué el descubrimiento, a la mañana siguiente de haberle traído a casa, de que, a semejanza de Plutón, se hallaba privado de un ojo. Esta circunstancia, sin embargo, lo hizo más caro a mi mujer, quien, como dije antes, poseía en alto grado aquella humanidad de sentimientos que había sido en otro tiempo uno de mis rasgos distintivos y fuente de muchos sencillos y puros placeres.

Con mi odio por el gato parecía aumentar, sin embargo, su predilección por mí. Seguía mis pasos con pertinacia tal que sería difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentase se acurrucaba bajo la silla o saltaba sobre mis rodillas cubriéndome de sus repugnantes caricias. Si me levantaba a pasear, se metía entre mis pies casi haciéndome caer; o clavando en mis vestidos sus largas y afiladas garras, se encaramaba de este modo hasta mi pecho. En tales momentos, aun cuando hubiera deseado aplastarlo de un golpe, sentíame cohibido para hacerlo, parte por el recuerdo de mi crimen anterior, mas principalmente, dejadme confesarlo al fin, por el terror absoluto que me inspiraba el animal.

Este terror no era precisamente de daño físico; y sin embargo, no sabría cómo definirlo. Me siento casi avergonzado de confesar (sí, aun en esta celda de criminal, estoy casi avergonzado de confesar) que el espanto y el horror que el gato me inspiraba se aumentaban por una quimera de lo más fantástica que es posible imaginar. Mi mujer me había llamado la atención más de una vez sobre la índole de la mancha de pelo blanco de que he hablado, y que constituía la única diferencia visible entre este extraño animal y el que yo había ahorcado. El lector recordará que esta marca, aunque grande, era al principio indefinida; mas por pequeños grados, grados casi imperceptibles, y que mi razón luchó mucho tiempo por rechazar como fantasías, había asumido al fin rigurosa claridad de líneas. Representaba ahora un objeto que me estremezco de nombrar; y por eso, sobre todo, aborrecía y temía, y me habría librado del monstruo de buena gana, si me hubiera atrevido; representaba ahora, decía, la imagen de algo espantoso, una cosa horrible, ¡el Patíbulo!—¡oh, lúgubre y funesta máquina de horror y de crimen, de agonía y de muerte!

Y me encontraba yo verdaderamente desventurado, más allá de los límites de miseria que es dado soportar a la pobre humanidad. ¡Y había de ser una bestia irracional, a cuyo semejante destruí con menosprecio; había de ser una bestia irracional quien me causara a , a mí, un hombre, formado a imagen del supremo Dios, este sufrimiento intolerable! ¡Ah! ¡Ni de día ni de noche volví jamás a saborear la bendición del descanso! ¡Durante el día la bestia no me dejaba solo un momento; y en la noche despertaba a cada instante de sueños de terror insuperable para sentir sobre mi rostro el ardiente aliento de la cosa, y su flácido peso oprimiendo eternamente mi corazón como pesadilla encarnada que no tenía el poder de sacudir!

Bajo la presión de tortura semejante sucumbieron los pocos restos del bien dentro de mí. Los malos pensamientos eran mi sola compañía, los más negros y depravados pensamientos. La acostumbrada irritabilidad de mi carácter aumentó hasta el aborrecimiento de todas las cosas y de toda la humanidad; mientras mi mujer, sin una queja, era ¡ay de mí! la víctima diaria y paciente de los súbitos, frecuentes e incontenibles arranques de furia a que entonces me abandonaba ciegamente.

Un día me acompañaba ella en algún recorrido casero por los sótanos del viejo edificio que nuestra pobreza nos compelía a habitar. El gato me seguía por las escaleras, y haciéndome casi precipitar, me exasperó hasta la locura. Cogiendo un hacha, y olvidando en medio de mi ira el terror infantil que hasta entonces había detenido mi mano, asesté un golpe al animal, que le habría sido fatal instantáneamente a caer como yo lo deseaba. Pero la mano de mi mujer desvió el golpe. Arrastrado por su intervención a ira más que demoniaca, desasí el brazo que ella me sujetaba y hundí el hacha en su cabeza. Cayó muerta en el sitio, sin un gemido.

Cometido el horroroso asesinato, me dediqué sin tardanza y con entera deliberación a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía bien que no podría sacarlo fuera de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de ser observado por los vecinos. Diversos proyectos se presentaron a mi imaginación. A veces pensaba en cortar el cuerpo en menudos fragmentos y hacerlos desaparecer por medio del fuego. Otras, resolvía cavar una sepultura en el suelo del sótano. Luego, deliberaba sobre si sería conveniente arrojarlo al pozo del patio; o empacarlo como mercadería en un cajón con los requisitos acostumbrados, y buscar un mozo de cuerda que lo sacara fuera de la casa. Finalmente di con lo que me pareció expediente mejor que todos los anteriores. Determiné emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían con sus víctimas los monjes de la edad media.

La cueva se adaptaba muy bien para tal objeto. Sus muros estaban construídos con gran solidez, y recientemente habían sido revocados con una mezcla que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Existía, además, en uno de los muros una protuberancia causada por cierta falsa chimenea u hogar que se había rellenado para nivelarla con el resto del sótano. No puse en duda el que fácilmente se podría remover los ladrillos en aquel sitio, colocar allí el cuerpo y disponer el muro en su forma primitiva de manera que nadie pudiera percibir nada sospechoso.

Mis cálculos no me engañaron. Con ayuda de una barra de hierro arranqué fácilmente los ladrillos, y depositando cuidadosamente el cadáver contra la pared interior, lo mantuve en esta posición mientras que, con poco trabajo, volvía a rehacer el muro conforme se encontraba anteriormente. Procurándome argamasa, arena y filamentos con las precauciones posibles, preparé un compuesto que no pudiera distinguirse del enlucido antiguo y lo coloqué esmeradamente sobre el nuevo enladrillado. Al concluir, me sentí satisfecho de mi obra. El muro no ofrecía la más ligera señal de haberse removido. Recogí los fragmentos del suelo con el cuidado más minucioso. Miré triunfante en torno y me dije a mí mismo: "¡Aquí, por lo menos, mi labor no ha sido en vano!"

Me preocupé en seguida de buscar al animal que había causado tanta desventura, porque al fin había resuelto firmemente deshacerme de él. Si me hubiera sido dado encontrarle en aquel momento, su suerte no habría sido dudosa; mas parecía que el taimado gato, alarmado por la violencia de mi cólera, evitaba afrontar mi actual disposición. Es imposible describir o imaginar la intensa sensación de reposo bienaventurado que produjo en mi pecho la ausencia de esta detestada criatura. Tampoco apareció en la noche; y así, por una vez siquiera, desde su llegada a la casa, dormí con sueño profundo y tranquilo; dormí, ¡ay, a despecho del asesinato que pesaba sobre mi alma!

Transcurrieron el segundo y el tercer día, y mi atormentador no se presentó. Respiré de nuevo como hombre libre. ¡El monstruo, en su terror, había abandonado la casa para siempre! ¡No lo vería más! ¡Mi felicidad era suprema! La perversidad de mi negro crimen me molestaba apenas. Tuvieron lugar algunos interrogatorios que fueron contestados fácilmente. Aun se procedió a una pesquisa; mas, por supuesto, nada pudieron descubrir. Creía ya asegurada mi felicidad futura.

Hacia el cuarto día después del asesinato, se presentó en la casa inopinadamente un grupo de la policía y procedió de nuevo a verificar rigurosa investigación en el edificio. Seguro como me hallaba de que mi escondrijo era inescrutable, no sentí preocupación alguna. Los oficiales me ordenaron acompañarles en su pesquisa. No dejaron rincón ni esquina sin escudriñar. Al fin, por tercera o cuarta vez bajaron al sótano. Ni uno sólo de mis músculos se conmovió. Mi corazón latía tranquilamente como el de aquel que duerme en la inocencia. Paseé la cueva de un extremo al otro. Había cruzado los brazos sobre el pecho y vagaba sin inquietud de acá para allá. La policía se mostró enteramente satisfecha y se preparaba ya a partir. El júbilo era demasiado grande en mi corazón para poder refrenarlo. Me quemaba por decir algo, una palabra de triunfo siquiera, para afirmar más aún la certeza de mi inocencia.

"Caballeros," dije al fin, cuando el grupo comenzaba a subir las escaleras, "estoy deleitado al ver que vuestras sospechas se han desvanecido. Os deseo salud y un poquillo más de cortesía. A propósito, caballeros, ésta es una casa muy bien construída." (En mi rabioso deseo de decir algo con desenvoltura, apenas sabía ya lo que hablaba). "Hasta diré admirablemente bien construída. Estos muros—¿os vais, caballeros?—estos muros están edificados con gran solidez;" y entonces, por puro frenesí de bravata, golpeé pesadamente con un bastón que llevaba en la mano la misma construcción de ladrillos tras de la cual se encontraba el cadáver de la esposa de mi alma.

Pero ¡así me libre Dios y me defienda de las fauces del Enemigo! Apenas la repercusión de los golpes se ahogó en el silencio, cuando ¡una voz contestó dentro de la tumba! Un gemido, ahogado e interrumpido primero y semejante al llanto de un niño, que pronto se elevó convirtiéndose en grito largo, fuerte y sostenido, completamente anormal y nada humano; un alarido, un chillido lamentoso, mitad de horror y mitad de triunfo, como puede oírse brotar solamente del infierno, reuniendo el grito de agonía de los condenados y la exultación de los demonios por su condenación.

Sería locura hablar de mis sentimientos. Desfalleciente, retrocedí titubeando hasta el muro opuesto. Por un momento quedó inmóvil el grupo en las escaleras a causa de su extremo horror y espanto. En el momento inmediato una docena de brazos robustos atacaba el muro. Cayó completamente. El cadáver, ya descompuesto, y cubierto de grumos de sangre coagulada, permanecía erguido ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca distendida, y echando fuego por su único ojo, estaba la asquerosa bestia cuya astucia me indujo al asesinato, y cuya voz informe me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo dentro de la tumba!

El corazón delator

¡Es verdad! nervioso, muy, muy terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán ustedes que soy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido. Sobre todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el cielo y en la tierra. Yo oí muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo loco? ¡Escuchen! y observen cuan razonablemente, cuan serenamente, puedo contarles toda la historia.

Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero, una vez concebida, me acosó día y noche. Objeto no había ninguno. Pasión no había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho mal. Él no me había insultado.

De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue eso! Uno de sus ojos parecía como el de un buitre — un ojo azul pálido con una nube encima.

Cada vez que caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la vida del viejo, y así librarme del ojo para siempre.

Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no saben nada. Pero ustedes deberían haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuan sabiamente yo procedí —¡con qué cuidado! — ¡con qué previsión, con qué disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba el picaporte de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una apertura suficiente para mi cabeza, ponía una oscura linterna sorda todo

cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y entonces metía mi cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó una hora poner mi cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él yacía sobre su cama.

¡Ja! ¿habría sido un loco tan inteligente como para hacer esto? Y entonces cuando mi cabeza estaba bien dentro del cuarto abrí la linterna cuidadosamente — oh, tan cuidadosamente — cuidadosamente (ya que los goznes crujían), la abrí apenas tanto como para que un único rayo delgado cayera sobre el ojo de buitre.

Y esto lo hice durante siete largas noches, cada noche sólo a la medianoche, pero encontraba el ojo siempre cerrado, y así era imposible hacer el trabajo, porque no era el viejo quien me vejaba sino su Ojo Perverso. Y todas las mañanas, cuando el día irrumpía, iba con audacia a su cuarto y le hablaba valientemente, llamándolo por su nombre en un tono cordial, y averiguando cómo había pasado la noche. Entonces pueden ver que tendría que haber sido un viejo muy profundo, en verdad, para sospechar que cada noche, cerca de las doce, yo lo observaba mientras dormía.

Hacia la octava noche fui más precavido que lo común en abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez que mi propia mano. Nunca antes de esa noche había yo sentido el alcance de mis propias facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Pensar que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis actos o pensamientos secretos. Yo casi reí con la idea, y quizás él me oyó, ya que de repente se movió en la cama como alarmado. Ahora ustedes pueden pensar que di marcha atrás — pero no. Su cuarto era tan como negro como la brea con la pesada oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por el miedo a los ladrones), y por eso sabía que él no podía ver que la puerta se abría, y seguí empujándola constantemente, constantemente.

Entré mi cabeza, y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar se resbaló sobre la lata que la cerraba, y el viejo saltó en la cama, gritando, "¿Quién anda ahí?"

Me quedé muy quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo, y mientras tanto no lo oí acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando; al igual que yo lo he hecho noche tras noche escuchando los relojes de la muerte en la pared.

En un momento, oí un suave gemido, y supe que era el gemido del terror mortal.

No era un gemido de dolor o de pena — ¡oh, no! Era el sonido sofocado que se levanta desde el fondo del alma cuando ésta se sobrecarga de temor. Yo conocía bien el sonido. Hace algunas noches, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, profundizando, con su tremendo eco, los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Yo sabía lo que el viejo sentía, y lo compadecí aunque en mi corazón riera. Sabía que él había estado despierto desde el primer ruido débil cuando se había vuelto en la cama. Sus temores habían estado creciendo en él desde entonces. Había tratado de imaginarlos sin causa, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo, "No es nada, es el viento en la chimenea, es sólo un ratón corriendo en el piso," o, "es un grillo que ha cantado sólo una vez." Sí, se había tratado de confortar sí mismo con estas suposiciones; pero fue todo en vano. TODO EN VANO, porque la Muerte aproximándose a él, lo había acechado con su sombra negra y había envuelto a la víctima. Y era la influencia fúnebre de la sombra no percibida lo que le hizo sentir, aunque no veía ni oía, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.

Cuando hube esperado un largo tiempo muy pacientemente sin oír que se recostara, resolví abrir un poco — una muy, muy pequeña rendija en la linterna. Así la abría — ustedes no pueden imaginar qué tan sigilosamente, sigilosamente - - hasta que al fin un único rayo tenue como el hilo de una araña se disparó desde la rendija y cayó sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, bien, bien abierto, y me puse furioso al observarlo. Lo vi con perfecta precisión — todo un azul sombrío con un horrendo velo encima que heló la misma médula de mis huesos, pero no pude ver nada más de la persona o cara del viejo, ya que había dirigido el rayo como por instinto precisamente sobre el punto maldito.

¿Y ahora, no les he dicho que lo que ustedes confunden con locura no es sino la hiperestesia de los sentidos? ahora, digo, vino a mis oídos un sonido apagado, sordo, penetrante, así como el de un reloj envuelto en algodón. Reconocí ese sonido también. Era el golpeteo del corazón del viejo. Aumentó mi furia como el golpeteo de un tambor estimula al soldado en el coraje.

Pero aún así me contuve y me quedé quieto. Apenas respiraba. Sostuve la linterna inmóvil. Traté de mantener lo más firmemente que pude el rayo sobre el ojo.

Mientras tanto el compás infernal del corazón aumentó. Creció más rápido y más rápido, y más fuerte y más fuerte, cada instante. ¡El terror del viejo debe haber sido extremo! Se hizo más fuerte, digo, más fuerte cada momento! — ¿me entienden bien? Les he contado que soy nervioso: y sí lo soy. Y entonces a la hora muerta de la noche, en el silencio terrible de esa casa vieja, un ruido tan extraño como ése me excitó a un terror incontrolable. Pero aún así, por algunos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el golpeteo se hizo más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora una inquietud nueva se apoderó de mí — ¡el sonido sería oído por un vecino! ¡La hora del viejo había llegado! Con un gran alarido, abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él gritó una vez — solamente una vez. En un instante lo arrastré al piso, y tiré la pesada cama sobre él. Entonces sonreí alegremente, al ver el acto tan bien hecho. Pero por muchos minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado.

Esto, sin embargo, no me molestó; no podría oírse a través de la pared. En algún momento cesó. El viejo estaba muerto. Saqué la cama y examiné el cadáver. Sí, él estaba muerto, bien muerto como una piedra. Puse mi mano sobre el corazón y la mantuve allí varios minutos. No había pulsación. Bien muerto como una piedra. Su ojo ya no me molestaría más. Si todavía me creen loco, ya no lo pensarán cuando describa las precauciones sabias que tomé para el ocultamiento del cuerpo. La noche pasaba, y trabajé rápidamente, pero en silencio. Lo primero que hice fue desmembrar el cadáver.

Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas. Levanté tres de las tablas del piso del cuarto, y deposité todo entre las maderas. Luego reemplacé las placas tan hábilmente tan hábilmente, que ninguno ojo humano — ni siquiera el suyo — podría haber detectado algo fuera de lugar.

No había nada para lavar — ninguna mancha de ningún tipo — ni un rastro de sangre -. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera. Cuando había llegado al fin de estas labores, eran las cuatro en punto —aún oscuro como a medianoche. Cuando la campanada señaló la hora, hubo un golpe en la puerta de calle. Bajé para abrir con el corazón alegre, —porque ¿qué había de temer yo ahora? Entraron tres hombres, quienes se presentaron, con perfecta suavidad, como oficiales de policía. Un grito había sido oído por un vecino durante la noche; la sospecha de algún crimen se había despertado, la información había llegado a la oficina de la policía, y ellos (los oficiales) habían sido enviados para investigar las propiedades. Sonreí, — ¿porque qué había yo de temer? Les di la bienvenida a los caballeros.

El grito, dije, fue mío en un sueño. El viejo, mencioné, había partido al campo.

Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los invité a que buscaran —que buscaran bien. Los conduje, en un momento, a su habitación. Les mostré sus tesoros, seguros, inalterados. Con el entusiasmo de mi confianza, traje sillas al cuarto, y les rogué que descansaran aquí de sus fatigas, mientras yo mismo, con la osadía salvaje de mi triunfo perfecto, coloqué mi propio asiento en el mismo lugar sobre el que descansaba el cadáver de la víctima.

Los oficiales estaban satisfechos. Mi COMPORTAMIENTO los había convencido. Yo estaba particularmente tranquilo. Ellos se sentaron y mientras yo contestaba animadamente, charlaron de cosas familiares. Pero, mientras tanto, sentí que me iba poniendo pálido y deseé que se fueran. La cabeza me dolía, y me imaginé un zumbido en mis oídos; pero ellos aún estaban sentados, y aún charlaban. El zumbido se hacía más claro: hablé desenfrenadamente para conseguir librarme de lo que sentía: pero continuó y ganó carácter definitivo — hasta que, en un momento, descubrí que el ruido NO estaba dentro de mis oídos.

Sin duda que ahora me puse MUY pálido; pero hablé más fluidamente, y en voz más alta. Sin embargo el sonido aumentó — ¿y qué podía hacer? Era un sonido APAGADO, SORDO, PENETRANTE — MUY PARECIDO AL QUE HACE UN RELOJ ENVUELTO EN ALGODÓN. Me costaba respirar, y sin embargo los oficiales no lo oían. Hablé más rápido, más vehementemente pero el ruido constantemente aumentaba. Me levanté y argumenté sobre tonterías, en un tono alto y con gesticulaciones violentas; pero el ruido constantemente aumentaba. ¿Por qué no se iban ellos? Recorrí el piso de aquí para allá con pasos pesados, como si me excitaran a la furia las observaciones de los hombres, pero el ruido constantemente aumentaba. ¡Oh Dios! ¿qué PODÍA yo hacer? ¡Lancé espuma — enloquecí — maldije! Movía la silla en la que había estado sentado, y la hacía rechinar sobre las tablas, pero el ruido se levantaba sobre todo y continuamente aumentaba. Se hizo más fuerte — más fuerte — ¡más fuerte! Y todavía los hombres charlaban gratamente, y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! — ¿nada, nada? ¡Ellos oían! — ¡ellos sospechaban! — ¡ellos SABÍAN! — ¡ellos se estaban burlando de mi horror! — esto pensé, y esto pienso. ¡Pero cualquier cosa era mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que este desprecio! ¡Ya no podía soportar más esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o morir! — y ahora —otra vez —¡escuchen! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡MÁS FUERTE! — "¡Villanos!" grité, "¡no disimulen más! ¡Admito el acto! — ¡arranquen las tablas! — ¡aquí, aquí! — ¡es el latir de su horrible corazón!"

Los espíritus de los muertos

Tu alma se encontrará sola, cautiva de los
negros pensamientos de la gris piedra tumbal;
ninguna persona te inquietará en tus horas de
recogimiento.

Quédate silenciosamente en esa soledad que
no es abandono,—porque los espíritus de los
muertos que existieron antes que tú en la vida,
te alcanzarán y te rodearán en la muerte,—y
la sombra proyectada sobre tu cara obedecerá
a su voluntad; por lo tanto, permanece tranquilo.

Aunque serena, la noche fruncirá su ceño,
y las estrellas, de lo alto de sus tronos celestes,
no bajarán más sus miradas con un resplandor
parecido al de la esperanza que se concede a
los mortales; pero sus órbitas rojas, desprovistas
de todo rayo, serán para tu corazón marchito
como una quemadura, como una fiebre
que querrá unirse a ti para siempre.

Ahora, te visitan pensamientos que no ahuyentarás
jamás; ahora surgen ante ti visiones
que no se desvanecerán jamás; jamás ellas dejarán
tu espíritu, pero se fijarán como gotas
de rocío sobre la hierba.

La brisa,—esa respiración de Dios,—reposa
inmóvil, y la bruma que se extiende como una
sombra sobre la colina,—como una sombra cuyo
velo no se ha desgarrado todavía,—resulta así
un símbolo y un signo. Como logra permanecer
suspendida a los árboles, ese es el misterio
de los misterios!

El escarabajo de oro

¡Hola! ¡hola! ¡Este hombre está atacado de locura
Debe haberle picado la tarántula.

All in the Wrong.


Muchos años ha contraje íntima amistad con Mr. Wílliam Legrand. Pertenecía a una antigua familia hugonote y había gozado de fortuna; pero una serie de contratiempos le redujo más tarde a la miseria. Para evitar la mortificación consiguiente a sus desastres abandonó Nueva Órleans, la cuna de sus antepasados y fijó su residencia en la isla de Súllivan, cerca de Chárleston, en Carolina del Sur.

Esta isla es muy singular. Está formada casi toda de arena, y tiene alrededor de tres millas de longitud. Su anchura no excede de un cuarto de milla en toda su extensión. Queda separada del continente por una corriente apenas perceptible que se desliza entre un yermo de cañas y légamo, guarida favorita de las aves silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es escasa y raquítica. No hay árboles de ninguna clase. Cerca de la extremidad occidental, hacia el fuerte de Moultrie, donde existen algunos edificios de estructura miserable ocupados durante el verano por los fugitivos del polvo y las fiebres de Chárleston, puede encontrararse en verdad la palmera de abanico; pero toda la isla, con excepción de la parte occidental y de una faja blanca y endurecida a la ribera del mar, está cubierta de una densa maleza del mirto blanco tan apreciado por los horticultores de Inglaterra. Estos arbustos alcanzan a menudo una altura de quince o veinte pies y forman un tallar casi impenetrable, embalsamando el aire con su fragancia.

En la más intrincada espesura de aquel soto, no muy alejada de la extremidad oriental y más remota de la isla, había construído Legrand una pequeña cabaña que habitaba en la época en que le conocí incidentalmente por primera vez. Pronto este conocimiento se convirtió en amistad, porque el recluso tenía muchas cualidades propias para despertar interés y estimación. Lo encontré bien educado, de mentalidad extraordinaria, pero atacado de misantropía y sujeto a perniciosos accesos alternados de entusiasmo y melancolía. Tenía muchos libros, pero rara vez hacía uso de ellos. Su principal distracción consistía en la caza y la pesca o en vagar por la ribera y a través de los mirtos en busca de conchas o ejemplares entomológicos, cuya colección de los últimos podía haber causado la envidia de un Swámmerdamm. En estas excursiones le acompañaba generalmente un negro viejo, llamado Júpiter, a quien había franqueado antes de sus desgracias de familia, pero al cual ni amenazas ni promesas pudieron inducir a abandonar lo que consideraba su derecho de seguir los pasos de su joven "amo Will." No sería extraño que los parientes de Legrand, juzgándole de mente algo perturbada, hubieran contribuido a infundir a Júpiter esta obstinación con el objeto de mantener cierta vigilancia y tutela sobre el vagabundo.

En la latitud de la isla de Súllivan los inviernos no son muy severos por lo general, y en el otoño es muy raro que se sienta la necesidad de encender la chimenea. Sin embargo, a mediados de octubre de 18—ocurrió un día de frío extraordinario. A la hora precisa del ocaso me abria yo paso entre las siemprevivas hacia la cabaña de mi amigo a quien no había visto durante varias semanas, pues que en aquel entonces residía yo en Chárleston, a nueve millas de distancia de la isla, y las facilidades para el viaje de ida y vuelta estaban muy lejos de aproximarse a las del tiempo actual. Al llegar a la choza golpeée la puerta como de costumbre y, no obteniendo respuesta, busqué la llave en el sitio donde yo sabía que la ocultaban de ordinario, abrí la puerta y entré. Un buen fuego ardía en el hogar. Era una novedad que nada tenía por cierto de desagradable. Me despojé del abrigo, acerqué una silla de brazos a los crujientes leños, y me dispuse a esperar pacientemente la llegada de Legrand.

Llegó poco después de obscurecido y me brindó la bienvenida más cordial. Júpiter, sonriendo de oreja a oreja, se precipitó a preparar un ave de pantano para la cena. Hallábase Legrand en uno de sus accesos—¿de qué otro modo podría llamarlos?—de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido que representaba un género nuevo; y había perseguido y cazado además, con ayuda de Júpiter, un escarabajo que juzgaba absolutamente nuevo, pero acerca del cual quería tener mi opinión a la mañana siguiente.

—¿Y por qué no ahora mismo?—pregunté, restregándome las manos sobre la llama y enviando al diablo in mente toda la tribu de escarabajos.

—¡Ah! ¡Si hubiera podido adivinar que estabais aquí!—exclamó Legrand;—pero hace tanto tiempo desde que nos vimos la última vez que, ¿cómo iba a prever que me visitarais precisamente esta noche? De regreso a casa encontré al teniente G——, el del fuerte, y neciamente le dejé prestado el insecto; de manera que es imposible que lo veáis hasta mañana. Quedaos aquí esta noche y enviaré a Júpiter a buscarlo al amanecer. ¡Es la cosa más linda de la creación!

—¿Qué? ¿el amanecer?

—¡No! ¡Qué ocurrencia! ¡el escarabajo! Es más o menos del tamaño de una nuez grande de nogal, color de oro brillante, y con dos manchas negras como azabache, una a cada lado del extremo superior del dorso, y otra, algo más extensa, al otro extremo. Las antenas son...

—No tié ná d'etaño, amo Will, se lo digo a uté," interrumpió Júpiter. "Er bicho é toíto de oro macizo por adentro y ajuera, menos las alas... Nunca en mi vía tantié un animal má pesao.

—Bien; supongamos que sea así, Jup,—replicó Legrand con más gravedad de lo que requería el caso, a mi entender;—pero esto no es razón para que dejes quemarse la cena. El color,—prosiguió volviéndose a mí,—es bastante para justificar la opinión de Júpiter. Jamás habréis visto reflejos metálicos más brillantes que los que sus escamas emiten; pero no podéis juzgar de ello hasta mañana. Entretanto puedo daros alguna idea de su forma.—

Hablando así, sentóse a una pequeña mesa donde había tintero y plumas, pero no se veía nada de papel. Buscó en los cajones sin poder encontrar ninguna hoja.

—No importa,—dijo al fin;—esto servirá lo mismo.—

Y sacando del bolsillo de su chaleco algo que me pareció una hoja sucia de papel de oficio, púsose a dibujar un boceto a pluma. Mientras él procedía, permanecí yo en mi sitio junto al fuego, pues aun sentía frío. Cuando terminó su trabajo me lo alargó sin levantarse. En el momento en que lo recibía, dejóse percibir un fuerte gruñido seguido de arañazos a la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova, que pertenecía a Legrand y a quien había yo demostrado gran simpatía en mis visitas anteriores, se precipitó dentro saltando sobre mis hombros y llenándome de caricias. Cuando terminaron sus cabriolas miré el papel y, a decir verdad, me sentí no poco asombrado al ver el dibujo de mi amigo.

—Bien,—dije, después de contemplarlo por algunos minutos;—esto es un escarabajo muy extraño , he de confesarlo; completamente nuevo para mi; jamás he visto nada semejante, a menos de ser un cráneo o una calavera, que es lo que más se acerca a lo que tengo en observación.

—¡Una calavera!—repitió Legrand como un eco.

—¡Oh! sí, bien, quizás tenga algo de esta apariencia sobre el papel, no hay duda. Las dos manchas superiores pueden parecer los ojos, ¿no? y la más grande al otro extremo, la boca; y luego, el conjunto es de forma oval.

—Tal vez sea así,—dije;—pero se me figura, Legrand, que no sois muy buen artista. Necesito ver yo mismo el insecto si he de formarme alguna idea de su aspecto particular.

—Bien, no sé por qué,—replicó algo amostazado.

—Dibujo de manera aceptable, al menos debería hacerlo así; he tenido buenos maestros y me lisonjeo de no ser un topo.

— Pero, querido amigo, entonces estáis tratando de burlaros de mi,—repuse.—Esto es un cráneo muy presentable; en verdad, hasta podría decir una calavera excelente, de acuerdo con las nociones más elementales de los ejemplares de esta clase en fisioloía; y vuestro escarabajo debe ser el escarabajo más peculiar si se le parece. ¡Vaya! Hasta podemos arrojar un poquillo de terror supersticioso a su respecto. Se me imagina que podéis llamar a vuestro insecto scarabaus capus hominis o algo por el estilo; hay nombres análogos en la historia natural. Pero ¿dónde están las antenas de que hablabais?

—¡Las antenas!—exclamó Legrand, que parecía irse acalorando sobre el asunto. —Estoy seguro de que podéis descubrir las antenas; las he dibujado tan distintamente como aparecen en el original, y creo que esto es suficiente.

—Bien, bien,—repliqué;—probablemente es así, lo cual no obsta para que yo no las vea;—y sin más comentario le alargué el papel no deseando excitar su enojo. Sin embargo, estaba muy sorprendido por el giro que tomaba el asunto; su mal humor me chocaba; y con respecto al diseño del insecto, no había allí antenas positivamente y el conjunto tenía en verdad extraordinario parecido al dibujo corriente de una calavera.

Recibió el papel con enfado y estaba visiblemente a punto de estrujarlo y arrojarlo al fuego cuando una ojeada casual al dibujo pareció fijar de repente su atención. En un instante enrojeció su rostro violentamente, y un momento después palideció por completo. Durante algunos minutos examinó el diseño con minuciosidad en el mismo sitio donde se encontraba sentado. Al cabo se levantó, cogió una bujía de la mesa y fué a sentarse sobre un arca en el rincón más alejado de la habitación. Allí hizo de nuevo un ansioso escrutinio del papel revolviéndolo en todas direcciones. No decía una palabra, sin embargo, y su conducta me llenaba de estupor; pero juzgué prudente no exacerbar con comentario alguno la extravagancia creciente de sus maneras. Luego, sacando una cartera del bolsillo de su chaqueta, colocó dentro el papel cuidadosamente y depositó el paquete en su escritorio que cerró con llave. Entonces adquirieron sus ademanes mayor compostura, pero su entusiasmo primitivo había desaparecido del todo. Sin embargo, parecía más bien abstraído que descontento. Conforme avanzaba la noche se absorbía más y más en sus meditaciones de las cuales no consiguieron arrancarle todos mis esfuerzos. Había tenido yo la intención de pasar la noche en la cabaña como lo acostumbraba a menudo, pero observando la actitud de mi huésped, pensé que era más oportuno despedirse. No me instó para que permaneciera en su compañía, pero estrechó mi mano al partir con mayor cordialidad aun que de ordinario.

Haría un mes de lo que he relatado, intervalo durante el cual nada había sabido de Legrand, cuando recibí en Chárleston la visita de su asistente Júpiter. Nunca había visto al buen negro tan trastornado y creí que algún serio desastre hubiera ocurrido a mi amigo.

— Y bien, Júpiter, —díjele,— ¿de qué se trata? ¿Cómo está tu amo?

— Pá decir verdá, patrón, él no etá tan sano.

— ¿Está enfermo? Lo siento mucho. ¿De qué se queja?

— ¡Ahí etá! ¡Eso é lo pior! Nunca se queja de ná. Pero tá mu mal.

— ¡Muy mal, Júpiter! ¿ Por qué no me dijiste eso de una vez? ¿Está en cama?

— No, señó; eso no. Pero no se sabe por ónde anda. Eso é lo que me duele. El pobre amo Will m'etá dando mucho dolore de cabeza.

— Júpiter, quisiera entender loque estás diciendo. Hablas de que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho lo que tiene?

— ¡Güeno, patrón! No hay que alterase po eso. Amo Will dice que no tiene ná... Pero ¿por qué anda poahí con la cabeza enterrá entre sus hombros y blanco como una visión?... ¡Otra cosa! Siempre etá con una chará..."

— ¿Una qué, Júpiter?

— Sí; una chará, y una pizarra con lo número má raros que se ha vito. Le digo a uté que me asuta en veces. Necesito mucho ojo con sus cosas. L'otro día se m'escapó a la madrugá y se jué todo el bendito día. Tuve preparao un garrote pá dale una güeña soba cuando volviese; pero soy tan zonzo que no tuve alma dempués de tó... Parecía tan despeao que me dio lástima.

— ¡Eh? ¡Cómo? ¡Ah, sí! Bien, teniendo todo en cuenta, creo que es mejor que no seas muy severo con el pobre. No lo disciplines, Júpiter; no me parece que está en condiciones de resistirlo. Pero ¿no puedes imaginar qué es lo que ha producido su enfermedad, o mejor dicho, este cambio en sus maneras? ¿Ha sucedido algo desagradable después que no nos hemos visto?

— No, patrón, no ha sucedido ná dende entonce. Me paece que jué antes... jué el mimo día que uté etuvo.

— ¡Cómo! ¿qué quieres decir?

— Güeno, patrón, yo digo que jué la cucaracha.. ¡eso!

— ¿El qué? — La cucaracha. Seguro que esa cucaracha de oro lo picó en algún lao de la cabeza.

— Y ¿qué motivo tienes para pensar eso, Júpiter?

— Esa cucaracha tiene mu güeñas patas y mu güeña boca. Nunca vide un bicho más condenao: muerde y patea tó lo que se le arrima. Amo Will la cazó primero, pero le digo que tuvo que soltarla mu prontito. Y entonce creo que lo mordió. A mí dio miedo la boca e la cucaracha p'agarrarla, pero la pesqué con un peaso e papel. L'envolví con el papel y tamién l'ise comé papel. Así jué.

— Y ¿crees entonces que el insecto picó verdaderamente a tu amo y que la picadura lo ha enfermado?

— A mí no é que me paece... Toy seguro. ¿Po qué soñó tanto con el oro si no é poque lo picó el bicho de oro? Yo he oído dende antes habla de estas cucarachas de oro.

— Pero ¿cómo sabes que sueña con oro? — ¿Que cómo sé? Poque habla de eso cuando duerme. Po eso toy seguro.

— Bien, Júpiter, quizá tengas razón; pero ¿a qué circunstancia afortunada debo el placer de tu visita?

— ¿Qué dise, patrón?

— ¿Me traes algún recado de Mr. Legrand?

— No, patrón, traigo ete paquete; —y aquí Júpiter me entregó una carta que decía así:


Querido—

¿Por qué no habéis venido en tanto tiempo? Espero que no seréis tan bobo de ofenderos por mis pequeños arranques; no, eso no es posible.

Desde que no os he visto tengo grandes motivos de ansiedad. Necesito deciros algo, pero apenas se en qué forma podría hacerlo y ni siquiera si debería decíroslo.

No he estado muy bien en los últimos días y el pobre viejo Júpiter me ha aburrido más de lo que es posible soportar con sus ingenuas atenciones. ¿Lo creeríais? Había preparado un gran palo el otro día para castigarme por habérmele escapado y haber pasado la jornada solo, en las colinas de la isla. Creo, en verdad, que únicamente mi aspecto de enfermo me salvó de la azotaina.

No he agregado nada a mi colección desde la última vez que nos vimos.

Si podéis arreglarlo sin inconveniente, venid con Júpiter. Venid. Necesito veros esta noche para un asunto de importancia. Os aseguro que es de la mayor importancia.

Vuestro afectísimo
Wílliam Legrand.


Algo habia en el tono de la carta que me produjo gran inquietud. Su estilo difería por completo del que acostumbraba Legrand. ¿En qué estaría soñando? ¿Qué nueva extravagancia se habia apoderado de su excitable cerebro? ¿Cuál podía ser aquel "asunto de gran importancia" que necesitara él definir? Las noticias de Júpiter a su respecto no auguraban nada bueno. Temí que quizá el peso continuo de la desgracia hubiera al fin trastornado la mente de mi amigo. En consecuencia, sin un instante de vacilación me preparé a acompañar al negro.

Al llegar al embarcadero advertí una hoz y tres azadas, nuevas en apariencia, colocadas en el fondo del bote que debíamos ocupar.

— ¿Qué significa esto, Jup?—pregunté.

— Son una hoz y unas azadas, patrón.

— No cabe duda; pero ¿qué hacen aquí?

— Son una hoz y unas azadas que amo Will me mandó que le comprara en la ciudad y que por má señas he tenío que largar un montón de plata po eso.

— Pero, en nombre de todo lo misterioso, ¿qué va a hacer "amo Will" con azadas y con hoces?

— ¡Ah! Eso sí que no sé y ¡el diablo cargue conmigo si el amo sabe má que yo! Pá mí que tó é por la cucaracha. —

Viendo que no podía satisfacer mi curiosidad con las respuestas de Júpiter, cuyo intelecto parecía completamente absorbido por el escarabajo, abordé el bote y nos dimos a la vela. Empujados por brisa poderosa y favorable arribamos pronto a la pequeña ensenada al norte del fuerte de Moultrie y una caminata de dos millas nos condujo a la cabaña. Era cerca de las tres de la tarde cuando llegamos, y Legrand nos aguardaba en ansiosa expectación. Oprimió mi mano con vivacidad nerviosa que me alarmó robusteciendo las sospechas que habían ya acudido a mi mente. Su semblante tenía palidez cadavérica y sus ojos, hundidos en las cuencas, brillaban con lustre sobrenatural. Después de algunas preguntas acerca de su salud pregúntele, no sabiendo cosa mejor que decir, si no había recuperado aun su escarabajo del teniente G.

— ¡Oh, sí! —replicó, enrojeciendo violentamente.

— Lo recogí al siguiente día. Nada podría decidirme a separarme de este escarabajo. ¿Sabéis que Júpiter tenía razón en sus apreciaciones? — ¿A que respecto? —pregunté, sintiendo mi corazón llenarse de tristes presentimientos.

— Suponiendo que era un insecto de oro verdadero. — Dijo esto con aire de profunda gravedad, y yo me sentí indeciblemente contristado.

— Este insecto hará mi fortuna, — continuó con sonrisa triunfante; —me reinstalará en mis posesiones de familia. ¿Qué de extraño tiene, enton- ces, que yo lo aprecie en grado sumo? Desde que la Fortuna ha creído oportuno concederme sus dones en esta forma, sólo me resta usar de ellos debidamente para llegar a la riqueza que es su culminación, ¡Júpiter, tráeme el escarabajo!

— ¡Qué! ¿La cucaracha, patrón? No quío buscale camorra a ese bicho; mejó que uté mimo lo agarre. —

A lo cual levantóse Legrand con aire grave y majestuoso y me presentó el insecto que sacó de una caja de cristal en que lo tenía encerrado. Era, en verdad, un hermoso escarabajo, desconocido por aquel tiempo a los naturalistas y, por consiguiente, un gran hallazgo desde el punto de vista científico. Tenía dos manchas negras en el extremo anterior del lomo y otra, más grande, en el extremo posterior. Las escamas eran excesivamente duras y brillantes, con toda la apariencia del oro bruñido. E1 peso del insecto era notable y, tomando todas estas cosas en consideración, apenas podía yo reprochar a Júpiter sus opiniones al respecto; pero lo que inclinaba a Legrand a asentir con esta idea no podía comprenderlo, por vida mía. — He enviado a buscaros, —dijo en tono grandilocuente cuando terminé el examen del insecto, —he enviado a buscaros porque necesito vuestros consejos y vuestra asistencia para llevar a cabo los designios de la suerte y del escarabajo...

— Mi querido Legrand, — exclamé interrumpiéndole, — seguramente no os sentís bien, y es preferible que toméis algunas ligeras precauciones. Acostaos, y yo permaneceré aquí algunos días hasta que os encontréis mejor. Estáis febril y...

— Tomadme el pulso, — dijo mi amigo.

Hícelo así, y a decir verdad no encontré la más ligera alteración.

— Pero podéis estar enfermo aun sin tener fiebre. Permitidme recetaros por esta vez. En primer lugar, poneos en cama; en segundos...

— Estáis equivocado, —interrumpió. —Me encuentro tan bien como puedo estarlo bajo la excitación que me aqueja. Si tenéis realmente algún interés por mí, aliviaréis esta excitación.

— ¿De qué manera puedo hacerlo? — Muy fácilmente. Júpiter y yo vamos a emprender una expedición a las colinas de la isla, y necesitamos en dicha empresa la cooperación de alguien en quien podamos confiar absolutamente. Vos sois el único en quien yo depositaría mi confianza. Ya tengamos éxito o fracasemos, desaparecerá la agitación que ahora advertís en mi.

— Deseo muchísimo complaceros en cualquier sentido, —repliqué;— pero ¿significa esto que el infernal escarabajo tiene alguna conexión con vuestra expedición a las colinas? — La tiene.

— En tal caso, Legrand, no puedo prestarme a proceder tan absurdo.

— Lo siento, lo siento mucho; porque tendremos que ensayarlo solos.

— ¡Ensayarlo solos! ¡Este hombre está loco seguramente! Pero ¡aguardad! ¿Cuánto tiempo os proponéis ausentaros?

— Probablemente toda la noche. Saldremos en este instante y estaremos de vuelta al alba en todo caso.

— ¿Y me prometéis, por vuestro honor, que una vez satisfecha esta fantasía y resuelto a vuestra satisfacción el asunto del escarabajo, ¡gran Dios! volveréis a casa y seguiréis implícitamente mis consejos como si fuera vuestro médico?

— Sí; lo prometo; y ahora partamos inmediatamente porque no hay tiempo que perder. Acompañé a mi amigo con el corazón oprimido. Salimos a eso de las cuatro, Legrand, Júpiter, el perro y yo, cargando Júpiter con la hoz y las azadas que insistió en llevar él mismo, más por temor de dejar aquellos instrumentos al alcance de su amo que por exceso de actividad o complacencia, a lo que pude presumir. Su actitud era terriblemente suspicaz, y las palabras "condenado insecto" fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante todo el trayecto. Por mi parte me había encargado de dos linternas sordas, mientras Legrand se contentaba con el escarabajo que llevaba atado al extremo del cordel de un látigo, haciéndolo girar a uno y otro lado con aires de hechicero conforme avanzábamos. Cuando pude observar esta última y evidente muestra de la aberración mental de mi amigo apenas me fue posible retener las lágrimas. Pensé, sin embargo, que era mejor seguir sus fantasías al menos por el momento hasta que se presentara la oportunidad de adoptar medidas más enérgicas con probabilidades de éxito. Me propuse al mismo tiempo, aunque sin resultado, sondearle acerca del objeto de la expedición. Habiendo logrado inducirme a acompañarle, no parecía desear sostener conversación sobre tópicos de menor importancia, y a todas mis preguntas se dignaba responder tan sólo: "¡Ya veremos!"

Cruzamos en un esquife el canal que separaba la isla y, ascendiendo las colinas de la playa del continente, seguimos en dirección noroeste a través de una comarca excesivamente salvaje y desolada donde no existía traza de seres humanos. Legrand guiaba con decisión, deteniéndose únicamente de vez en cuando para consultar ciertas señales que en apariencia había colocado él mismo en alguna excursión preliminar.

De esta manera avanzamos durante cerca de dos horas, y precisamente a la caída del sol penetramos en una región infinitamente más lúgubre que todo lo que habíamos atravesado hasta entonces. Era una especie de meseta cerca de la cima de una eminencia casi inaccesible, cubierta de densa arboleda desde la base hasta la cumbre y sembrada de enormes peñascos que parecían yacer desprendidos sobre el terreno, evitando en muchos casos precipitarse a los hondos valles debido simplemente al apoyo de los árboles contra los cuales descansaban. Quebradas profundas, que partían en diversas direcciones, prestaban todavía un aire de solemnidad más agreste a la escena.

La plataforma natural hasta donde nos habíamos encaramado estaba erizada de espesas zarzas entre las cuales descubrimos pronto que habría sido imposible avanzar sin el auxilio de la hoz; y Júpiter procedió, bajo la dirección de su amo, a abrirnos una senda hasta el pie de un enorme tulipán que se levantaba en medio de seis u ocho robles sobrepasando a todos en altura y humillando a cuantos árboles había yo visto hasta entonces por la belleza de su follaje y de su forma, por la magnitud de sus ramas y por la majestad de su aspecto en general. Cuando llegamos cerca del árbol, volvióse Legrand a Júpiter y preguntóle si sería capaz de escalarlo. El viejo titubeó un poco quedando algunos instantes sin responder. Aproximándose al fin al inmenso tronco, dió la vuelta pausadamente alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando terminó su escrutinio, dijo sencillamente:

— Claro, patrón, el negro Júpiter se trepa a cualquier árbol que le da la gana.

— Entonces, arriba cuanto antes, porque pronto será demasiado tarde para ver lo que necesitamos.

— ¿Asta ónde me subo, patrón? —preguntó Júpiter.

— Sube primero por el tronco y luego te diré de qué lado debes ir. ¡Ah!... ¡espera! llévate al insecto. — ¡La cucaracha, patrón! ¿La cucaracha de oro? — gritó el negro, retrocediendo acongojado. ¿Pá qué he de subir la cucaracha arriba del árbol? ¡Demonio si la llevo!

— Si tienes miedo, Júpiter, un negro grandazo y viejo como eres, de coger a este pequeño animalito inofensivo, llévalo por el cordón; pero si no lo subes contigo en alguna forma, me veré obligado a romperte la cabeza con esta azada.

— ¿Qué es eso, patrón? ¿Po qué s'enoja ahora? — dijo Júpiter evidentemente abochornado hasta la sumisión.— Siempre la paga el pobre negro viejo. Yo lo dije sólo de juego. ¡Que le tengo miedo a la cucaracha? ¿Qué me v'aser a la cucaracha? —

Y a esto cogió cautelosamente el extremo más alejado del cordón y manteniendo al insecto tan apartado de sí como lo permitían las circunstancias, preparóse a escalar el árbol.

En la juventud, el tulipán o Liriodendron tulipiferum, magnífico habitante de las selvas, tiene el tronco singularmente liso y se eleva a menudo a gran altura sin ramas laterales; pero en su edad madura la corteza se vuelve áspera y nudosa a la vez que aparecen ramas cortas en el tallo. Así, la dificultad de la ascensión era más aparente que real en el presente caso. Abarcando el enorme cilindro con brazos y rodillas tan estrechamente como era posible, aferrándose con las manos en algunas partes salientes mientras afirmaba en otras sus pies desnudos, Júpiter se encaramó al fin, después de dos o tres escapes de caída inminente, en la primera rama ahorquillada y pareció considerar su tarea virtualmente llevada a cabo. El peligro de la empresa estaba vencido, en efecto, aun cuando se hallaba ahora a sesenta o setenta pies de altura sobre el nivel del suelo.

— ¿Por ónde voy aora, amo Will? —preguntó.

— Sigue la rama más grande hacia este lado, —dijo Legrand. El negro obedeció prontamente y al parecer con pequeña esfuerzo, ascendiendo más y más alto hasta que perdimos de vista su agachada figura entre el espeso follaje que la envolvía. A poco oímos su voz en una especie de alerta.

— ¿Asta ónde subo aora?

— ¿A qué altura has llegado?

— Bien arriba, —replicó el negro; —ya púo ver el sielo po entre la punta del árbol.

— Nada importa el cielo, pero atiende a lo que voy a decirte. Mira hacia abajo del árbol y cuenta las ramas de este lado debajo de ti. ¿Cuántas ramas has pasado?

— Una, do, tré, cuato, sinco... he pasao sinco ramas de este lao, patrón.

— Entonces sube una más. —

Algunos minutos después oímos nuevamente su voz anunciando que había llegado a la séptima.

— Ahora, Jup, —exclamó Legrand visiblemente agitado,— necesito que avances sobre esa rama lo más lejos que puedas. Si encuentras algo extraño, avísamelo inmediatamente.—

En aquel momento desaparecieron las pocas dudas que podía aun abrigar acerca de la demencia de mi amigo. No tenía otra alternativa sino pensar que había sido atacado de locura, y llegué a sentirme verdaderamente ansioso pensando en el modo de hacerlo regresar a la casa. En tanto que reflexionaba sobre lo que seria más conveniente intentar, la voz de Júpiter dejóse escuchar de nuevo.

— Mucho critianos se asutarían de andar po eta rama. Etá seca casi odita.

— ¿Dices que es una rama seca, Júpiter? — interrogó Legrand con voz trémula.

— Sí, patrón; etá seca como tranca e puerta. Como que lo etoy viendo... ¡tá muerta!

— ¿Qué haré, en nombre del cielo? — exclamó Legrand, que parecía entregado a gran desesperación.

— ¡Haced esto! —insinué yo, satisfecho de encontrar la oportunidad de colocar una palabra.

— ¡Vaya! ¡Venir a casa y acostaros! Vamos inmediatamente, si sois buen chico. Se hace tarde, y además debéis recordar vuestra promesa.

— ¡Júpiter! — gritó él, sin atenderme en lo más mínimo. — ¿Me oyes?

— Sí, patrón; l'oigo mu bien.

— Entonces, prueba la madera con tu cuchillo y fíjate bien si la rama está muy seca. — Podrida, patrón, seguro, — contestó el negro después de un momento; pero no tan podrida. Quién sabe si pudiera 'vansá má ayá etando solo. ¡Así sí, digo!

— ¡Solo! ¿Qué quieres decir?

— Güeno, é po la cucaracha. É mu pesada. Si la boto pa 'bajo, la rama no se romperá con el peso del negro ná má. — ¡Canalla infame! — gritó Legrand, muy consolado al parecer, — ¿qué piensas sacar diciéndome esas estupideces? Ten por seguro que si dejas caer el insecto te rompo el cuello. ¡Mira, Júpiter! ¿me oyes?

— Sí, patrón; no hay necesidad de cargarle con tanto grito al pobre negro.

— ¡Bien! ¡Escucha ahora! Si vas por esa rama hasta donde creas que hay seguridad y no dejas caer el escarabajo, te regalaré un dólar de plata en cuanto llegues al suelo.

— Voy, patrón, pierda cuidao, —repuso el negro con presteza;— etoy casi en la punta de la rama.

¡Casi en la punta de la rama! — exclamó alegremente Legrand; — ¿dices que has llegado al extremo de esa rama?

— Pronto etoy en la mima punta, patrón... ¡O-o-o-oh! ¡Santísimo Padre! ¡Qué es eto que hay en el árbol?

— ¡Bien! —grito? Legrand en medio de extraordinario deleite. — ¿Qué es ello?

— ¿Qué! ¡Una calavera!... Alguno que dejó su cabesa en el árbol y los gallinasos le han comió toíto el peyejo.

— ¿Una calavera, dices? ¡Muy bien! ¿Cómo está asegurada contra el árbol? ¿Qué cosa la sostiene?

— Etá juerte, patrón; vamo a ver. ¡Vaya qu'é curioso! Etá clavada al árbol con un clavo grandaso.

— Ahora bien, Júpiter, haz exactamente lo que te digo; ¿me oyes? — Sí, patrón.

— Fíjate entonces; busca el ojo izquierdo de la calavera.

— ¡Ju, ju! ¡Eso sí que etá güeno! No hay dengun ojo en la calavera.

— ¡Malhaya sea tu estupidez! ¿Sabes siquiera distinguir tu mano izquierda de tu mano derecha?

— Claro que lo sé... y mu bien. Mi mano izquierda e la que está agarrando la rama.

— ¡Sí, por cierto! Eres zurdo; y tu ojo izquierdo está al mismo lado que tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera o el sitio donde estaba el ojo izquierdo. ¿Lo encuentras? —

Hubo una larga pausa. Al fin preguntó el negro:

— ¡Diga, patrón! ¿El ojo isquierdo de la calavera etá al mimo lao que la mano isquierda de la calavera? Poque no l'encuentro manos a la calavera... ¡No importa! Aquí tengo ahora el ojo isquierdo... aquí etá el ojo isquierdo... ¿Qué ago con él?

— Deja caer por allí al insecto hasta donde alcance el cordón; pero ten mucho cuidado de no dejar escapar el otro extremo.

— Listo, patrón. Fasilito pasó la cucaracha por el aujero... aora ¡cuidao con el bicho ayá abajo!

Durante todo este coloquio nada podía descubrirse de la persona de Júpiter; pero el insecto, que había dejado descender, veíase ahora al extremo del cordón, brillando como un globo de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente que iluminaban todavía débilmente la eminencia en que nos encontrábamos. El escarabajo oscilaba libremente fuera de las ramas y, de soltarlo, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió la hoz al punto y desmontó un espacio circular de tres o cuatro pies de diámetro, exactamente debajo del insecto; cumplido lo cual ordenó a Júpiter soltar el cordón y descender del árbol.

Clavando en el suelo una estaca con gran esmero, en el punto preciso donde cayó el animal, sacó mi amigo del bolsillo una cinta de medida. Asegurando uno de sus extremos al tronco por el sitio más cercano a la estaca, la desenrolló hasta alcanzar este punto, continuando la operación hasta la distancia de cincuenta pies siguiendo la dirección establecida por los dos puntos del tronco y la estaca. Júpiter abría camino en la maleza con la hoz. Llegando al sitio determinado en esta forma, enclavó de nuevo otra estaca y, tomándola como eje, describió un círculo de cuatro pies de diámetro aproximadamente. Cogiendo entonces una azada para sí y dando una a Júpiter y otra a mí, nos encareció ponernos a cavar con la mayor actividad posible.

A decir verdad, no tenía yo especial afición por este entretenimiento en ningún caso, y habría declinado gustoso la invitación en semejante momento, porque la noche caía y me sentía muy fatigado con todo el ejercicio que habíamos llevado a cabo; pero no vi modo alguno de escapar, temiendo alterar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. Si hubiera podido contar con la ayuda de Júpiter, no habría vacilado en intentar el regreso del lunático a la casa, aun cuando fuera por fuerza; pero sabia muy bien las disposiciones del viejo negro para esperar que quisiera sostenerme, en cualesquiera circunstancias, en lucha personal contra su amo. No dudaba yo que éste se hubiera contagiado con alguna de las innumerables supersticiones del sur con respecto a dinero enterrado, y que tal fantasía se confirmara en su mente por el hallazgo del escarabajo o, quizá también, por la obstinación de Júpiter en asegurar que este insecto era "un animal de oro verdadero." Una mente predispuesta a la locura pronto se dejaría arrastrar por tales sugestiones, especialmente si concordaban con ideas favoritas preconcebidas, lo que me hizo recordar que el pobre muchacho llamaba al escarabajo "la base de su fortuna." Encontrábame tristemente vejado e impresionado, pero al fin resolví hacer de necesidad virtud y cavar con entusiasmo para convencer más pronto al visionario, con demostración ocular, de la falsedad de sus opiniones.

Encendimos las linternas y nos pusimos todos a la obra con ardor digno de mejor causa. No pude menos de pensar, observando el resplandor que iluminaba nuestras personas e instrumentos, en el grupo tan pintoresco que debíamos formar, y cuan extraña y sospechosa parecería nuestra labor a cualquiera que por casualidad se hubiera acercado a los alrededores.

Cavamos de firme durante dos horas. Apenas hablábamos; y nuestra preocupación principal consistía en los ladridos del perro que tomaba interés extraordinario en nuestros procedimientos. Alcanzaron por ultimo tal diapasón que temimos pudiera dar la alarma a cualquier vagabundo en las cercanías; mejor dicho, tales eran las aprensiones de Legrand, pues en cuanto a mí habría acogido con placer cualquiera interrupción que me permitiera hacer regresar a casa al extraviado. El ruido fué dominado al fin muy eficazmente por Júpiter que, saliendo del agujero con aire de inflexible determinación, ató el hocico del perro con uno de sus tirantes, volviendo luego a su tarea con risa ahogada de satisfacción.

Cuando expiró el tiempo indicado habíamos llegado a una profundidad de cinco pies sin que aparecieran indicios de tesoro alguno. Siguió una pausa general y comencé a esperar que estuviéramos al final de la farsa. Sin embargo, Legrand, aunque visiblemente desconcertado, enjugó pensativo su frente y se puso de nuevo a la obra. Habíamos excavado completamente el círculo de cuatro pies de diámetro y ensanchamos algo aquel límite ahondando dos pies más de profundidad. Nada apareció. El buscador de oro, a quien compadecía yo sinceramente, trepó al fin del fondo del hoyo con la decepción más amarga impresa en sus facciones y procedió pausadamente y a más no poder a endosar su chaqueta que había arrojado al comenzar su labor. Yo no hacía observación alguna. Júpiter comenzó a reunir las herramientas a una señal de su amo. Hecho esto, y quitada la mordaza al perro, nos encaminamos a casa en profundo silencio.

Habríamos andado quizá una docena de pasos en aquella dirección cuando Legrand se dirigió violentamente a Júpiter con un gran juramento sacudiéndolo por el cuello.

— ¡Canalla! — exclamó, silbando las palabras entre sus dientes apretados. — ¡Infernal negro bellaco! ¡Habla, te digo! ¡respóndeme al instante sin superchería! ¿Cuál, cuál es tu ojo izquierdo?

— ¡Oh, misericordia, patrón! ¿No é éte mi ojo isquierdo? — aulló el aterrorizado Júpiter, colocando la mano sobre su órgano visual derecho y manteniéndola alli con pertinacia como si temiera que su amo intentara arrancárselo.

— ¡Así me lo figuraba! ¡Estaba seguro de ello! ¡hurra! — vociferó Legrand, dejando escapar al negro y ejecutando una serie de saltos y cabriolas con gran admiración del criado quien, levantándose de donde había caído arrodillado, miraba enmudecido de su amo a mí y de mí a su amo.

— ¡Venid! Tenemos que regresar, —dijo éste ultimo;— la partida no está terminada aún. —

Y de nuevo nos condujo hasta el árbol de tulipán.

— ¡Júpiter, — dijo cuando llegamos al pie, — ven acá! ¿Estaba clavado el cráneo en el árbol con la cara hacia afuera o con la cara contra la rama?

— La cara etaba pá juera, patrón; así que los gallinasos se pudieron come los ojos con descanso.

— Bien; entonces, ¿soltaste el insecto por este ojo o por éste? — preguntó Legrand tocando ambos ojos de Júpiter. — Jué por ete ojo, patrón... el ojo isquierdo... el mimo que uté me dijo; —y el negro señalaba su ojo derecho.

— Así puede arreglarse; tenemos que ensayar otra vez.

Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo ahora o imaginaba ver ciertas indicaciones de método, movió la estaca que marcaba el sitio donde cayó el escarabajo tres pulgadas al oeste de su primera posición. Tomando luego como antes la medida desde el punto más cercano del tronco hasta la estaca, y siguiendo aquella dirección en línea recta hasta la distancia de cincuenta pies, quedó indicado un sitio separado por algunas yardas del lugar en donde habíamos verificado la excavación.

Describiendo ahora un círculo algo mayor que la primera vez alrededor del punto así indicado, principiamos de nuevo a trabajar con las azadas. Yo estaba horriblemente fatigado, pero, aun sin comprender bien lo que provocaba tal cambio en mis ideas, no sentía ya gran aversión por la tarea que se me imponía. Estaba indeciblemente interesado; más aún, excitado. Había algo en medio de la extravagancia de maneras de Legrand, cierto aire de previsión, de deliberación que me impresionaba. Ahondaba con empeño, y de vez en cuando me sorprendí a mí mismo buscando, con modo que se asemejaba mucho a la expectación, el fantástico tesoro cuya visión había trastornado a mi infortunado compañero. En cierto momento en que los vagares de mi imaginación se habían apoderado de mí por completo, y cuando habríamos trabajado quizá hora y media, nos interrumpieron otra vez violentos ladridos del perro. Su inquietud en el primer caso había sido evidentemente tan sólo el resultado de un juego o de un capricho, pero ahora asumía tono más grave e insistente. Cuando Júpiter intentó amordazarlo de nuevo, manifestó furiosa resistencia y lanzándose en el agujero púsose a cavar frenéticamente con las uñas. En pocos segundos descubrió un montón de huesos humanos que formaban dos esqueletos completos, entremezclados con varios botones de metal y algo que parecía residuos de lana apolillada. Uno o dos golpes de azada descubrieron la hoja de una gran daga española, y ahondando un poco más salieron a luz tres o cuatro piezas de oro sueltas.

A la vista de las monedas apenas pudo Júpiter refrenar su alegría, pero el aspecto de su amo demostraba profunda decepción. Insistió, sin embargo, para que continuáramos los esfuerzos, y no había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando yo tropecé y caí hacia adelante, con la punta de la bota cogida en un gran anillo de hierro que yacía medio oculto entre la tierra removida.

Trabajamos entonces ansiosamente, y jamás he pasado diez minutos de excitación tan intensa como aquéllos. En este intervalo descubrimos una caja oblonga de madera que, a juzgar por su conservación perfecta y maravillosa solidez, había sido sometida a algún proceso de petrificación, quizá por el bicloruro de mercurio. Aquella arca tenía tres pies y medio de largo, tres pies de ancho y dos pies y medio de altura. Estaba fuertemente asegurada con bandas de hierro forjado, remachadas y formando una especie de tejido que cubría el conjunto. A los costados de la caja, cerca de la cubierta, había tres anillos de hierro, seis en total, que ofrecían seguro agarradero para que seis personas pudieran levantarla con comodidad. Nuestros mayores esfuerzos reunidos alcanzaron apenas a remover ligeramente el cofre en su mismo sitio. Al momento pudimos comprobar la imposibilidad de levantar peso tan enorme. Afortunadamente, la única cerradura de la tapa consistía en dos cerrojos que descorrimos temblando y palpitantes de ansiedad. En un instante brillaron ante nuestros ojos tesoros de valor incalculable. Al caer dentro del hoyo los rayos de las linternas relampaguearon chispas y dorados resplandores que partian de un confuso montón de oro y joyas deslumbrando por completo nuestras miradas.

No intentaré describir las sensaciones que me acometieron mientras contemplaba todo aquello. El asombro predominaba por supuesto. Legrand parecía exhausto por la emoción y pronunció muy pocas palabras. El rostro de Júpiter revistió durante algunos minutos palidez tan mortal como, dada la naturaleza de las cosas, es posible asumir al rostro de un negro. Parecía estupefacto, herido por el rayo. A poco cayó de rodillas en el agujero, y enterrando hasta el codo en el oro sus desnudos brazos permaneció así como saboreando la voluptuosidad de un baño. Al cabo, con un profunda suspiro, exclamó como en soliloquio: — ¡Y todo eto po la cucaracha de oro! ¡la linda cucaracha de oro! ¡la pobre cucarachita de oro que yo maltrataba como un bestia! ¿No tiene vergüensa de ti, negro? ¡Contesta! —

Fue necesario al fin que yo hiciera despertar a amo y criado a la necesidad de levantar el tesoro. Hacíase tarde, e importaba apresuramos para transportar todo a la casa antes del amanecer. Era difícil decidir loque debía hacerse, y transcurrió mucho tiempo en deliberación, tan confusas se hallaban nuestras ideas. Finalmente aligeramos la caja sacando dos terceras partes de su contenido y sólo entonces logramos con bastante trabajo sacarla del hoyo. Ocultamos entre la maleza los artículos extraídos del cofre dejando a su cuidado al perro con órdenes estrictas de Júpiter de no abandonar su puesto bajo ningún pretexto ni abrir la boca hasta nuestro regreso. Luego nos encaminamos apresuradamente a la casa llevando la caja, y llegamos con seguridad, pero con excesivo trabajo, a la una de la mañana. Rendidos de cansancio como nos encontrábamos era humanamente imposible hacer más por el momento. Descansamos hasta las dos y tomamos algún alimento, regresando inmediatamente a las colinas armados de tres sólidos sacos que por suerte encontramos en la casa. Poco antes de las cuatro llegamos a la excavación, dividimos el botín en partes aproximadamente iguales y dejando los hoyos abiertos nos dirigimos de nuevo a la cabaña donde depositamos por segunda vez nuestra dorada carga cuando empezaban justamente a brillar hacía el oriente sobre la copa de los árboles los primeros y débiles rayos del alba.

Nos sentíamos deshechos; pero la intensa agitación del momento nos privaba del reposo. Después de un sueño intranquilo, que se prolongó tres o cuatro horas, nos levantamos como si lo hubiéramos concertado de antemano para examinar nuestros tesoros.

La caja había estado llena hasta el borde, y pasamos todo el día y gran parte de la noche siguiente en examinar su contenido. No había señales de orden alguno en el arreglo; todo se había arrojado a la ventura. Separando todo por grupos cuidadosamente nos encontramos dueños de un tesoro mucho mayor de lo que creímos al principio. En moneda acuñada había más de cuatrocientos o quinientos mil dólares, a lo que pudimos juzgar, estimando el valor de las piezas tan aproximadamente como era posible según las tablas del periodo a que pertenecían. No había una sola partícula de plata. Todo era oro de fecha antigua y de gran diversidad: monedas francesas, inglesas y alemanas, algunas guineas inglesas y algunas fichas de las cuales jamás habíamos visto antes ningún ejemplar. Había varias monedas muy grandes y muy pesadas, y tan gastadas que no pudimos descubrir las inscripciones. Nada de moneda americana. Encontramos más difícil estimar el valor de las joyas. Había diamantes, algunos extraordinariamente grandes y hermosos, ciento diez en total, y ninguno de ellos pequeño; dieciocho rubíes de reflejos admirables; trescientas diez esmeraldas, todas muy bellas; veintiún zafiros y un ópalo. Estas piedras habían sido arrancadas de su engaste y arrojadas sueltas en el cofre. Los engastes, que encontramos entre otras piezas de oro aparecían desfigurados a martillazos como para evitar su identificación. Además de todo esto, había gran número de joyas de oro macizo: cerca de doscientos anillos y pendientes; ricas cadenas, treinta de ellas, si bien recuerdo; ochenta y tres crucifijos muy grandes y pesados; cinco incensarios de oro de gran valor; una maravillosa ponchera de oro ricamente cincelada y ornamentada de hojas de vid y figuras de bacanal; dos empuñaduras de espada exquisitamente realzadas, y muchos otros artículos menudos que no me es dado recordar. El peso de estas alhajas excedía de trescientas cincuenta libras corrientes; no habiendo incluído en esta apreciación ciento noventa y siete magníficos relojes de oro, tres de los cuales valían cada uno quinientos dólares por lo menos. Muchos de aquellos relojes eran extremadamente antiguos e inútiles para medir el tiempo, habiéndose descompuesto su mecanismo en mayor o menor proporción; pero todos estaban montados en ricas joyas y en cajas de gran valor. Estimamos esa noche en millón y medio de dólares el contenido del cofre; pero después de haber dispuesto de las joyas y adornos, separando algunas para nuestro uso particular, encontramos que habíamos tasado muy bajo nuestros tesoros.

Cuando, al cabo, concluido el inventario, y apaciguada en cierto modo la intensa excitación de los primeros momentos, vió Legrand que moría yo de impaciencia por la solución de este enigma extraordinario, entró en la relación detallada de todas las circunstancias que con ello se relacionaban.

— Recordaréis,-dijo,— aquella noche en que os alargué el bosquejo que hice del escarabajo. Recordaréis asimismo que me sentí ofendido ante vuestra insistencia en decir que mi dibujo parecía una calavera. La primera vez que formulasteis aquella aserción creí que bromeabais; pero, rememorando luego las manchas peculiares que el insecto tenía en el lomo, convine conmigo mismo en que tal observación tenía en efecto alguna apariencia de razón. Con todo, me irritaba la fisga hecha a mis habilidades gráficas, porque en general se me considera buen artista; y por consiguiente, cuando me devolvisteis la tira de pergamino estuve a punto de estrujarla y arrojarla al fuego.

— ¿La hoja de papel, queréis decir? —indiqué.

— No; tenía la apariencia de papel, y yo había creído al principio que lo era; pero cuando quise dibujar en ella descubrí al momento que era en realidad un trozo de pergamino muy fino. Estaba completamente sucio, como recordaréis. Bien; en el momento mismo de estrujarlo y arrojarlo al fuego cayeron mis ojos sobre el dibujo que habíais estado contemplando y, ¡juzgad de mi sorpresa cuando advertí, en efecto, la figura de una calavera precisamente en el mismo sitio en que yo creía haber dibujado el escorzo del insecto! Por un instante quedé tan atónito que apenas podía razonar con claridad. Sabía perfectamente que mi dibujo era muy diferente de aquél en los detalles, aun cuando existía cierta similaridad en las líneas generales. Entonces cogí una bujía y sentándome al otro extremo de la habitación procedí al escrutinio minucioso del pergamino. Volviéndolo del otro lado descubrí mi propio dibujo por el revés, exactamente tal como lo había delineado. Mi primera idea en aquel momento fué simplemente de sorpresa ante la extraordinaria semejanza del diseño, ante la extraña coincidencia de que, sin saberlo yo, hubiera una calavera al otro lado del pergamino precisamente debajo de la figura de mi escarabajo y de que, no sólo en sus líneas sino en su tamaño, aquella calavera tuviera con mi dibujo semejanza tan notable. Decía que la singularidad de esta coincidencia me dejó estupefacto por algunos instantes. Tal es el efecto ordinario de ciertas coincidencias. La imaginación lucha por establecer alguna relación, alguna sucesión de causa y efecto; y en la incapacidad de realizarlo sufre una especie de parálisis temporal. Mas, al recobrarme de este estupor, despertóse gradualmente dentro de mí una convicción que me impresionó más hondamente aún que la misma coincidencia. Positiva, distintamente comencé a recordar que no había dibujo alguno en el pergamino cuando hice mi diseño del escarabajo. Estaba ahora perfectamente seguro de ello; porque rememoré que había vuelto primero un lado del pergamino y después el otro en busca del sitio más limpio. Si la calavera hubiese estado alli era imposible que hubiera yo dejado de advertirlo. Existía un misterio que me encontraba incapaz de explicar; pero, sin embargo, desde el primer momento comenzó a brillar débilmente y a intermitencias, como una luciérnaga en las celdas más remotas y secretas del pensamiento, la concepción de aquella verdad que la aventura de anoche ha demostrado con tan gran magnificencia. Me levanté entonces, y poniendo en lugar seguro el pergamino deseché toda reflexión sobre el asunto hasta que pudiera hallarme a solas.

Tan luego que partisteis y que Júpiter se quedó dormido me dediqué a una investigación metódica del suceso. En primer lugar estudié la forma en que el pergamino había llegado a mi poder. El sitio en que descubrí el escarabajo era en la costa del continente, aproximadamente a una milla al este de la isla y a muy corta distancia de la señal de la marea alta. Al cogerlo sentí una aguda picadura que me obligó a dejarlo caer. Júpiter, con su prudencia habitual, antes de cazar al insecto que había volado en su dirección, buscó una hoja o algo por este estilo que le permitiera cogerlo con seguridad. En aquel momento sus miradas y las mías cayeron sobre el pedazo de pergamino que entonces creí papel. Estaba medio enterrado en la arena, con una esquina saliente. Cerca del paraje donde lo encontramos observé los despojos del casco de algo que parecía haber sido la falúa de algún barco. Los restos del naufragio demostraban hallarse en aquel sitio por mucho tiempo, pues apenas podía descubrirse su semejanza con el maderamen de los buques.

Bien; Júpiter recogió el pergamino, envolvió al insecto dentro y me lo pasó. Poco después, regresando a casa, encontramos al teniente G——. Le mostré el escarabajo, y él me suplicó dejárselo para llevarlo al fuerte. Obtenido mi consentimiento, lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que había estado envuelto, el cual conservé yo en las manos durante su inspección. Quizá si temió que cambiara yo de idea y prefirió apoderarse del insecto inmediatamente; sabéis bien cuan entusiasta es por todo lo que se refiere a la historia natural. Al mismo tiempo, debo haber depositado yo inconscientemente el pergamino en mi faltriquera.

Recordaréis que cuando me dirigí a la mesa con el propósito de hacer el esbozo del insecto, no encontré papel en el sitio donde lo guardo generalmente. Miré en el cajón y tampoco lo había. Busqué en mis bolsillos esperando encontrar alguna carta inútil, y mi mano tropezó con el pergamino. Detallo con tanta minuciosidad la manera precisa en que este documento llegó a mi poder, porque aquellas circunstancias me impresionaron con fuerza singular.

Indudablemente me creeréis fantástico, pero ya había establecido yo una especie de conexión. Había unido dos eslabones de una gran cadena. Un barco había naufragado en una costa, y no lejos del barco había un pergamino, no un papel, con el dibujo de una calavera. Preguntaréis, por supuesto, que dónde existe la conexión. Respondo que el cráneo o calavera es el emblema muy conocido de los piratas. En todas sus escaramuzas enarbolan una bandera que ostenta una calavera.

He dicho que la hoja era pergamino y no papel. El pergamino es durable, casi indestructible. Asuntos de poca monta rara vez se consignan en pergamino, puesto que no se adapta tan bien como el papel para los fines ordinarios del dibujo o la escritura. Esta reflexión prestaba algún significado, alguna importancia, al diseño de la calavera. Tampoco dejé de observar la forma del pergamino. Aun cuando una de sus esquinas aparecía destruida por cualquier accidente, podía advertirse que era oblonga su forma original. Era precisamente la clase de hoja que se hubiera elegido para memorándum, para consignar algo que debiera recordarse mucho tiempo y guardarse cuidadosamente.

— Pero, —interrumpí yo,— habéis dicho que la calavera no estaba en el pergamino cuando hicisteis el dibujo del escarabajo. ¿Cómo encontráis entonces la conexión entre el barco y la calavera, puesto que ésta, según admitís vos mismo, debe haber sido dibujada, Dios sabe cómo y por quién, en algún período subsecuente al diseño que hicisteis del insecto?

— ¡Ah! Ahí yace todo el misterio; aunque en este punto tuve relativamente poca dificultad para solucionar el enigma. Mis pasos eran seguros y sólo podían conducir a un resultado. Razoné, por ejemplo, de esta manera: Cuando dibujé el escarabajo, no había calavera visible en el pergamino. Al terminar mi trabajo, os pasé el dibujo observándoos fijamente hasta que me lo devolvisteis. Por consiguiente, no fuisteis vos quien hizo el diseño de la calavera ni había nadie presente que pudiera hacerlo. Luego, no apareció allí por acción humana; y sin embargo, estaba en el pergamino.

Al llegar a este punto de mis reflexiones, traté de recordar y recordé en efecto, con entera lucidez, todos los incidentes que ocurrieron en aquel período de tiempo. La temperatura estaba fría ¡oh, circunstancia rara y feliz! y el fuego ardía en la chimenea. Yo me sentía acalorado con el ejercicio y me senté cerca de la mesa; pero vos habíais arrastrado una silla al lado de la chimenea. En el preciso instante en que yo os había dado el pergamino y os encontrabais vos a punto de inspeccionarlo, entró Wolf, el terranova, y se lanzó sobre vuestros hombros. Mientras le acariciabais con la mano izquierda tratando de alejarlo, vuestra mano derecha que sostenía el pergamino caía descuidadamente entre vuestras rodillas y quedaba muy próxima al fuego. Por un momento creí que la llama le hubiera alcanzado y estaba a punto de preveniros; pero antes de que yo hablara habíais recogido la hoja y os dedicabais a examinarla. Cuando hube considerado todos estos detalles, no tuve la menor duda de que el calor había sido el agente que trajo a luz la calavera que figuraba en el pergamino. Sabéis bien que existen y han existido desde tiempo inmemorial ciertas preparaciones químicas por medio de las cuales es posible escribir sobre papel o vitela en forma de que los caracteres se hagan visibles solamente cuando se les somete a la acción del fuego. El zafre, hervido a fuego lento en aqua regia y diluido en una cantidad de agua que represente su peso cuatro veces, se emplea a veces con este objeto: resulta una tinta verde. El régulo de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, produce tinta roja. Estos colores desaparecen en tiempo más o menos largo cuando se enfria el material con que se ha escrito; pero se hacen visibles nuevamente por la aplicación del calor.

Procedí luego al minucioso escrutinio de la calavera. Las líneas exteriores, es decir, las extremidades del dibujo que quedaban más próximas al borde de la vitela, aparecían mucho más precisas que las otras. Era evidente que la acción del calor había sido imperfecta o desigual. Inmediatamente encendí fuego y sometí todo el pergamino a un vivo calor. Al principio, el único efecto obtenido fué que se reforzaran las líneas débiles de la calavera; pero, insistiendo en el experimento, hízose visible en la esquina de la hoja, diagonalmente opuesta al sitio en que aparecía delineada la calavera, una figura que de pronto imaginé que representaba una cabra. Examen más detallado me convenció, sin embargo, de que se había tratado de dibujar un cabrito.

— ¡Ja! ¡ja! ¡ja! —exclamé yo,— seguramente que no tengo derecho de reírme de vos: un millón y medio de dólares es asunto demasiado serio para provocar esta clase de regocijo; pero no pretenderéis con esto establecer el tercer eslabón de vuestra cadena; no encontraréis, supongo, conexión especial entre vuestros piratas y una cabra. Los piratas, como sabéis, nada tienen que hacer con cabras; estos animales pertenecen a los intereses agrícolas.

— Pero acabo de decir precisamente que la figura no representaba una cabra.

— Bien, un cabrito entonces; más o menos la misma cosa.

— Más o menos, pero no exactamente, —repuso Legrand. — Quizá habréis oído hablar de cierto capitán Kidd. En el acto consideré la figura del animal como una especie de retruécano o firma en jeroglífico; y digo firma, porque su posición en la vitela sugería esta idea. La calavera, colocada en el extremo diagonalmente opuesto, afectaba asi mismo el aire de un sello o emblema. Pero me encontré tristemente desorientado por la ausencia de algo más, del cuerpo de mi supuesto documento, del texto que debía contener.

— Presumo que esperabais hallar una epístola entre el sello y la firma...

— Algo de eso. El hecho es que, sin poder explicarme la razón, sentí el presentimiento irresistible de una gran fortuna en perspectiva. Quizá si era más bien el deseo que la certidumbre; pero ¿querréis creer que las necias palabras de Júpiter de que el insecto era de oro macizo tuvieron gran efecto sobre mi imaginación? Y luego, aquella serie de incidentes y coincidencias, ¡era todo tan extraordinario! ¿No os llama la atención lo extraño de que aquellos acontecimientos tuvieran lugar en el único día de todo el año que estuvo suficientemente frío para que se necesitara encender fuego; y que sin el fuego, o sin la intervención del perro en el momento preciso en que apareció, jamás habría yo visto la calavera ni habría sido, en consecuencia, el posesor de tal tesoro?

— Pero proseguid; estoy impaciente.

— Bien; habéis oído, por supuesto, los mil vagos rumores acerca de tesoros enterrrados por Kidd y sus asociados en alguna parte de la costa del Atlántico. Aquellos rumores debían tener alguna base, en realidad. Y el hecho de que existieran y se continuaran por tan largo tiempo podía explicarse solamente, a mi entender, por la circunstancia de que el tesoro estuviera todavía sin descubrir. Si Kidd hubiera ocultado su botín por cierto tiempo, recuperándolo más tarde, los rumores nunca habrían llegado hasta nosotros en la misma e invariable forma. Observaréis que todas las historias se refieren a buscadores de tesoros y nunca a quienes los encuentran. Si el pirata hubiera recobrado su oro, el asunto se habría agotado. Parecíame que cualquier incidente, la pérdida del memorándum que indicaba su sitúación, por ejemplo, podía haberle privado de los medios de recobrarlo, y que este accidente hubiera llegado a conocimiento de sus adherentes que de otra manera jamás habrían sabido nada de tal tesoro oculto; y cuyas inútiles tentativas, iniciadas al acaso, hubieran hecho nacer y convertido en moneda corriente los relatos que ahora son del dominio universal. ¿Habéis oído hablar alguna vez de que se haya descubierto algún tesoro importante en estas costas?

— Jamás.

— Es bien sabido, sin embargo, que las riquezas acumuladas por ese Kidd eran inmensas. Di por sentado, en consecuencia, que la tierra las escondía aún; y no os sorprenderá el oírme decir que sentí la esperanza, que casi podría llamarse certidumbre, de que el pergamino hallado de manera tan extraña encerraba la dirección extraviada del lugar en que habían sido depositadas.

— Pero ¿cómo os desenvolvisteis?

— Acerqué de nuevo la vitela al fuego después de aumentar la potencia del calor, pero nada apareció. Me ocurrió entonces la posibilidad de que la capa de polvo que cubría el pergamino tuviera algo que hacer con el fracaso; así, lo lavé cuidadosamente echándole encima un poco de agua templada, después de lo cual lo coloqué en una vasija de estaño con la calavera hacia abajo, y puse la vasija en un brasero de carbón encendido. Pasados algunos minutos, cuando la vasija estuvo del todo caliente, levanté la hoja y con indecible alegría la encontré marcada en varios puntos con algo que semejaba cifras dispuestas en líneas. Púsela otra vez al fuego y la dejé permanecer allí por un minuto más. Al retirarla, el contenido se había revelado por entero en la forma que podéis ver ahora.— Y Legrand, que había vuelto a calentar el pergamino, lo sometió a mi investigación. Los siguientes caracteres aparecían allí rudamente trazados en tinta roja, entre la calavera y la cabra:


53ǂǂǂ305))6*;4826)4ǂ)4ǂ);806*;48†8 ¶60))85;Iǂ(;:ǂ* 8ǂ83 (88)5*†;46(;88*96*?;8)*ǂ(;485);5*†2:*ǂ (;4956*2(5*— 4)8¶8*; 4069285); 6†8) 4ǂǂ;I (ǂ9;4808I;8:8ǂI;48†85;4) 485†528806*8I (ǂ9;48;(88;4(ǂ?34;48)4ǂ;161;:I88;ǂ?;


— Pues me encuentro tan a obscuras como antes, — dije yo, devolviéndole el pergamino. — Aun cuando todos los tesoros de Golconda me aguardaran a la solución de este enigma, estoy cierto de que me sería imposible alcanzarlos.

— Sin embargo, —dijo Legrand,— la solución no es tan difícil como puede hacerlo imaginar la primera y rápida inspección de estos caracteres. Estos signos, como es fácil adivinar, constituyen una clave, es decir, tienen un significado; mas, por lo que sabemos de Kidd, no suponía yo que fuera capaz de construir cifras muy abstrusas. Me persuadí al momento, en consecuencia, de que ésta era de la especie más sencilla, pero bastante complicada, sin embargo, para aparecer completamente insoluble a la ruda comprensión de un marinero.

— ¿Y la descifrasteis en verdad?

— Muy fácilmente; he tenido ocasión de interpretar otras mucho más abstrusas. Las circunstancias y cierta inclinación de temperamento me han hecho interesarme siempre en esta clase de enigmas; y no hay razón para creer que el ingenio, humano bien aplicado no pueda resolver enigmas de cierta naturaleza inventados por otro ingenio humano. Así, una vez que hube sacado a luz caracteres conectados y legibles, no me detuve a pensar en la simple dificultad de traducirlos en toda su importancia.

En el caso actual, y verdaderamente en cualquier caso de escritura secreta, la primera cuestión es resolver el idioma de la clave; porque el principio de la solución, especialmente tratándose de cifras sencillas, depende y varía según el espíritu de la lengua en que están redactadas. En general, para aquel que intenta la solución, no hay otra alternativa sino ensayar, guiándose de probabilidades, todos los idiomas conocidos hasta que tropiece con el verdadero. Mas toda dificultad quedaba eliminada con la firma en la clave que tenemos ante los ojos. El equívoco con la palabra Kidd es apreciable solamente en inglés. A no ser por esta consideración, habría ensayado primero el español y el francés, por ser idiomas en que un pirata de los mares españoles hubiera debido escribir naturalmente un secreto de tal naturaleza. Pero en este caso di por sentado que el jeroglífico estaba combinado en inglés.

Observaréis que no existe división entre las palabras. De haberla, la tarea habría sido fácil relativamente. Habría comenzado entonces por la comparación y análisis de las palabras más cortas, y si alguna palabra constaba de una sola letra como era muy probable, a (un, una) o I (yo), por ejemplo, habría dado inmediatamente la solución por vencida. Mas no existiendo separación, mi primer movimiento fué deslindar tanto los signos predominantes como los menos frecuentes. Contándolos todos, formulé una tabla en esta forma:


Signos 8 figuraban 33 veces ; " 26 " 4 " 19 " ǂ) " 16 " * " 13 " 5 " 12 " 6 " 11 " †I " 8 " 0 " 6 " 2 " 5 " 3 " 4 " ? " 3 " ¶ " 2 " -. " 1 "


Ahora bien, en inglés la letra que ocurre más frecuentemente es la e. Luego, la sucesión sigue este orden: a o i d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina en tan vasta escala que muy rara vez se presenta una frase independiente, de cualquiera extensión, en que esta letra no sea el signo más repetido.

De consiguiente, tenemos ancho campo desde el principio para dar forma a algo más que una simple hipótesis. El uso general que puede hacerse de esta tabla es evidente, pero en este caso tan sólo exigiremos de ella servicios muy relativos. Como el signo principal es 8, comenzaremos dando por sentado que corresponde a la e del alfabeto regular. Para comprobar esta suposición veamos si el 8 se presenta a menudo por pares, puesto que la e se escribe doble en inglés con mucha frecuencia, por ejemplo en palabras como meet, fleet, speed, seen, been, agree, etc. etc. En esta clave la encontramos en grupos de dos no menos de cinco veces, a pesar de que el jeroglífico es bien corto.

Supongamos entonces que el 8 es una e. Ahora bien, entre todas las palabras del idioma inglés the (el, la, los, las) es la más usada; veamos si hay repetición de tres caracteres colocados en el mismo orden en que el ultimo sea 8. Si descubrimos repetición de tales signos, arreglados en esta forma, probablemente representan la palabra the. Observando la clave descubriremos nada menos que siete grupos en esta disposición, siendo los caracteres ;48. De manera que podemos asumir que el punto y como representa la t, el 4 representa la h, y el 8 representa la e, estando la ultima letra perfectamente comprobada. Asi hemos avanzado un gran paso.

Por el hecho de haber descubierto esta sola palabra nos hallamos capaces de dilucidar un punto de gran importancia; esto es, el principio y la terminación de algunas otras palabras. Estudiemos, por ejemplo, la penúltima vez que se presenta la combinación ;48 no muy lejos del final del manuscrito. Sabemos ya que el punto y como que le sigue inmediatamente es el principio de otra palabra, y de los seis caracteres que suceden a este the conocemos cinco nada menos. Traduciendo dichos caracteres a las letras que hemos descubierto que representan, y dejando un espacio en blanco para el signo que desconocemos, resulta:


t eeth.


Descartamos al momento la th del final, como parte independiente de la palabra que comienza con la primera t, pues recorriendo el alfabeto entero en busca de una letra que se adapte convenientemente al sitio vacante, nos convencemos de que no existe en el idioma palabra de que esta th pueda formar parte. Quedamos así reducidos a:


t ee,


y recorriendo de nuevo el alfabeto como antes, sí fuere necesario, llegamos a la palabra tree (árbol) como única traducción posible. Entonces encontramos que hemos ganado otra letra, la r, representada por el signo (, con las palabras the tree (el árbol) a continuación.

Mirando a poca distancia de estas palabras, tropezamos de nuevo con la combinación ;48, y la empleamos esta vez como terminación de la palabra que la precede inmediatamente. Asi ponemos en claro esta disposición:


the tree ;4(ǂ?34 the,



o, substituyendo las letras ya conocidas, encontramos que dice:


the tree thrǂ?3h the.


Ahora bien; si dejamos en blanco los caracteres desconocidos o los substituímos con puntos, dice asi:


the tree thr...h the,


en que la palabra through (siguiendo, a través de, por medio de, a lo largo de) salta inmediatamente por sí misma. Mas este nuevo descubrimiento nos da tres letras más, la o, la u y la g, representadas por ǂ, ? y 3.

Estudiando luego minuciosamente la clave en busca de combinaciones de los caracteres conocidos, encontramos esta disposición no muy lejos del principio:


83(88, o sea egree,


que corresponde claramente a la conclusión de la palabra degree(grado) y nos da una nueva letra, la d representada por el signo †.

Cuatro letras más allá de la palabra degree advertimos la combinación:


;46(;88.


Traduciendo los caracteres conocidos y reemplazando el otro con un punto como hicimos antes, leemos lo siguiente:


th.rtee,


arreglo que sugiere inmediatamente la palabra thirteen (trece), y nos procura a su vez dos caracteres, la i y la n, representados por el 6 y el *. Volviendo ahora al principio del jeroglífico encontramos la combinación:


53 ǂǂ†


Traduciendo según el método empleado, obtenemos:


.good,


lo que nos prueba que la primera letra es una A y y que las dos primeras palabras son A good (Un buen).

Es tiempo ya de arreglar nuestra clave en forma tabular, según lo que hemos descubierto, para evitar confusión. Resulta así:


El 5 representa la a † " " d 8 " " e 3 " " g 4 " " h 6 " " i * " " n ǂ " " o ( " " r ; " " t ? " " u


Tenemos representadas, por consiguiente, nada menos que once de las letras más importantes, y es inútil proseguir relatando los detalles de la solución. Lo que he dicho basta para demostraros que claves de esta naturaleza pueden ser descifradas fácilmente, y daros a la vez una idea de su desenvolvimiento racional. Podéis estar seguro de que el ejemplar que tenemos ante los ojos pertenece a la especie más sencilla de jeroglíficos. Sólo me resta ahora facilitaros la traducción completa de los caracteres trazados en el pergamino, tal como yo la he solucionado. Hela aquí:


Un buen vidrio desde el hotel del obispo en el asiento del diablo cuarenta y un grados trece minutos norte nordeste tronco principal séptima rama este tiro por el ojo izquierdo de la calavera línea recta desde el árbol siguiendo el tiro cincuenta pies.


— Pero el enigma continúa en tan mala condición como antes, —dije yo.— ¿Cómo es posible extraer ningún significado a toda esta jerga de asientos del diablo, calaveras y hoteles de obispos?

— Hay que confesar, —repuso Legrand,— que el asunto reviste aspecto grave, si se le considera con mirada superficial. Así, mi primera tentativa fué dividir esta oración en las frases imaginadas naturalmente por el autor del jeroglífico.

— ¿Puntuarla, queréis decir?

— Algo por el estilo.

— Pero ¿cómo era posible realizarlo?

— Reflexioné que el escritor había corrido las palabras unas tras otras sin división alguna intencionalmente para aumentar las dificultades de la solución y que, una vez en este terreno, un hombre no muy avisado se sentiría predispuesto verosímilmente a exagerar la precaución. Cuando en el curso de su composición llegara al final de una frase que naturalmente requiriese un punto o una pausa, inclinaríase más bien a trazar sus caracteres más juntos allí que en cualquiera otra parte. Si observáis el manuscrito, encontraréis cinco casos de amontonamiento mayor de lo acostumbrado. Actuando bajo esta sugestión, hice la división como sigue:


Un buen vidrio desde el hotel del obispo en el asiento del diablo —cuarenta y un grados trece minutos—norte nordeste— tronco príncipal, séptima rama este —tiro por el ojo izquierdo de la calavera— línea recta desde el árbol siguiendo el tiro cincuenta pies.


— A pesar de la división me quedo a obscuras,— dije.

— También me dejó a mí a obscuras por algunos días, —replicó Legrand— durante los cuales practiqué pesquisas diligentes en los alrededores de la isla de Súllivan tratando de averiguar si existía algún edificio conocido por el nombre de "Hotel del Obispo." No habiendo obtenido informe alguno sobre este punto, me preparaba a extender la esfera de investigación procediendo en forma metódica cuando una mañana me entró en la cabeza repentinamente la idea de que "Hotel del Obispo" podía referirse a una antigua familia llamada Bessop, que desde tiempo inmemorial había poseído una antigua casa solariega a cuatro millas aproximadamente hacia el norte de la isla. Me dirige, en consecuencia, a aquella posesión y recomencé mis pesquisas entre los negros más viejos del lugar. Al fin una de las mujeres más ancianas dijo que había oído hablar de un sitio llamado el "Castillo de Bessop" y que podía guiarme hasta allá, pero que aquello no era castillo ni hostería sino una roca muy escarpada.

Ofrecí pagarle bien, y después de alguna vacilación consintió en acompañarme hasta aquel paraje. Lo encontramos con gran dificultad; y luego que la hube despachado, procedí al examen del lugar. El castillo consistía en un amontonamiento irregular de rocas, entre las cuales se destacaba una, tanto por su altura como por su posición aislada y su forma artificial. La escalé hasta la cumbre, sintiéndome luego completamente desorientado acerca de lo que debería emprender a continuación.

— Mientras me hallaba hundido en mis reflexiones cayeron mis ojos sobre un estrecho borde en la pared oriental de la roca, quizá a una yarda más abajo del sitio en que me hallaba colocado en la cima. Este borde se proyectaba cerca de dieciocho pulgadas y no tenía más que un pie de ancho, mientras que un nicho labrado en el peñasco justamente sobre aquella parte saliente le hacía asemejarse rústicamente a uno de aquellos asientos de respaldar concavo que usaban nuestros antecesores. No tuve la menor duda de que aquel era el "asiento del diablo" a que aludía el manuscrito, y de que me apoderaba así de todo el secreto del enigma.

Comprendía que el "buen vidrio" no podía referirse a otra cosa que a un telescopio, porque la palabra vidrio rara vez se emplea por los marinos en otro sentido. De allí deduje inmediatamente que era necesario usar un telescopio y que existía determinado punto de vista, que no admitía variación, desde el cual debía usarse. Tampoco vacilé un momento en la certidumbre de que las frases "cuarenta y un grados trece minutos" y "norte nordeste" se indicaban como la dirección en que había de nivelarse el telescopio. Excitado en gran manera por estos descubrimientos, corrí a la casa, me procuré un anteojo y regresé a la roca.

Déjeme caer en el borde saliente y encontré que era imposible sentarse a no ser en cierta posición particular. Este hecho confirmó mis conjeturas. Procedí a emplear el telescopio. Por supuesto los "cuarenta y un grados y trece minutos" sólo podían aludir a la altura sobre el horizonte visible, puesto que la dirección horizontal estaba claramente indicada por las palabras "norte nordeste." Establecí esta dirección por medio de una brújula de bolsillo; y enderezando el telescopio en ángulo de cuarenta y un grados de elevación, tan aproximado como era posible calcular, lo moví cautelosamente arriba y abajo hasta que atrajo mi atención una hendedura circular o abertura en el follaje de cierto árbol elevado que sobresalía entre todos sus compañeros a la distancia. En el centro de esta abertura aparecía una mancha blanca cuya naturaleza no pude discernir de pronto. Ajustando el lente del telescopio, miré otra vez, y entonces advertí que era un cráneo humano.

Ante tal descubrimiento sentí la confianza total de haber solucionado el enigma; porque la frase "tronco principal, séptima rama este" podía referirse únicamente a la posición del cráneo en el árbol; en tanto que "tiro por el ojo izquierdo de la calavera admitía asimismo sólo una interpretación con referencia a la manera de encontrar el tesoro enterrado. Comprendí que la indicación era arrojar un objeto pesado por el ojo izquierdo de la calavera, y que una línea recta tirada desde el punto más cercano del árbol siguiendo el tiro, o sea el sitio donde el proyectil hubiera caído, y extendida a cincuenta pies de distancia, indicaría un lugar determinado; y en aquel lugar determinado pensé yo que era por lo menos posible que existiera algún depósito valioso.

— Todo esto está admirablemente claro, —dije,— y aun cuando muy ingenioso, es sencillo y explícito. ¿Qué hicisteis luego de haber dejado el "Hotel del Obispo?"

— Bien; anoté cuidadosamente los detalles del árbol y regresé a la casa. Apenas abandoné el "asiento del diablo", desvanecióse la abertura circular, y no pude volver a encontrarla por más que me volviera en uno u otro sentido. Lo que representa para mí el ingenio mayor en todo este asunto es el hecho, del cual he llegado a convencerme por repetidos ensayos, de que el espacio abierto circular en cuestión no es visible de ningún otro punto sino de aquel que procura el estrecho borde sobre el frente de la roca.

En esta expedición al "Hotel del Obispo" estuve acompañado de Júpiter quien había observado indudablemente la abstracción de mis maneras en las últimas semanas y tenía gran cuidado de no dejarme solo. Pero al día siguiente logré escapar a su vigilancia levantándome muy temprano y me largué a las colinas en busca del árbol. Después de mucho trabajo logré encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche, mi criado se proponía administrarme una corrección. El resto de la aventura lo conocéis tan bien como yo.

—Imagino,—dije,—que en la primera tentativa de excavación errasteis el sitio por la estupidez de Júpiter de hacer caer el insecto por el ojo derecho de la calavera en vez del izquierdo.

—Precisamente. Este error nos daba una diferencia de dos pulgadas y media en el sitio del tiro, es decir, en la posición de la estaca que quedaba cerca del árbol. Si el tesoro hubiera estado enterrado bajo el tiro, la diferencia habría sido de poca monta, pero aquel punto y el punto más cercano del árbol servían sólo para establecer una línea de dirección; de consiguiente, el error, aunque insignificante al principio, aumentaba conforme avanzaba la línea, de manera que al llegar a los cincuenta pies estábamos completamente fuera de la pista. De no haber tenido mis convicciones bien sentadas de que existía un tesoro enterrado por cualquier parte en los alrededores, toda nuestra labor habría sido en vano.

—¡Pero vuestra grandilocuencia y vuestras maneras haciendo revolotear el insecto eran tan extraordinarias! Yo estaba seguro de que habíais perdido el juicio. Y luego ¿por qué insistir en que Júpiter dejara caer el escarabajo en vez de una bala por el ojo de la calavera? —¡Ah! Vamos, si he de hablar con franqueza; sentíame algo molesto por vuestras evidentes sospechas respecto al estado de mi razón, y resolví castigaros suavemente, a mi manera, tratando de embrollaros y desconcertaros un poquillo. Por esto hacía revolotear al escarabajo y ordené a Júpiter que lo arrojara desde el árbol. Una observación vuestra acerca de su gran peso me sugirió esta última idea.

—Sí, comprendo; y ahora sólo resta un punto por dilucidar. ¿Qué hemos de creer con respecto de los esqueletos hallados en la excavación?

—En esta materia no estoy más adelantado que vos mismo. La única forma plausible de explicación, aun cuando sea horrible pensar en atrocidad semejante, es que Kidd (dado que fuera él quien ocultó este tesoro, lo que para mí está fuera de duda) debió tener alguien que lo ayudara en esta empresa. Pero, concluida la labor, juzgó quizá conveniente eliminar a todos los testigos del secreto. Probablemente bastaron dos golpes de azadón mientras sus coadjutores estaban ocupados en el fondo del agujero; quizá si necesitó una docena, ¿quién podría asegurarlo?

William Wilson

¿Qué decir de ella? ¿Qué decir (de la) torva conciencia, ese espectro en mi camino?

—Camberlayne, Pharronida


Permitid que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí, no debe ser manchada con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido exagerado objeto del desprecio — del horror —, del odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, ¡limitada ¿no cuelga eternamente entre tus esperanzas y el cielo?

Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época — esos años recientes — llegaron repentinamente al colmo de la depravación cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo general los hombres caen gradualmente en la bajeza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se desprendió de mi cuerpo como si fuera un manto. De una maldad comparativamente trivial, pasé, con la zancada de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo. Acompañadme en el relato de la oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle en penumbras, anhelo la comprensión — casi dije la piedad — de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los detalles que estoy por dar, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un erial de errores. Desearía que admitieran — y no pueden menos que hacerlo — que aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?

Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente e carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.

Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e irregular en un pueblo de Inglaterra, cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico se engastaba y dormía.

Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme en recuerdos de la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado como estoy por la desgracia — una desgracia, ¡ay! demasiado real— se me perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero en la debilidad de algunos detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí mismos, asumen en mi imaginación una extraña importancia por estar relacionados con una época y un lugar en donde reconozco la presencia de las primeras ambiguas admoniciones del destino que después me envolvieron tan completamente en su sombra. Permitidme, entonces, que recuerde.

Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno extenso y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando, acompañados por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en grupo a través de alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el domingo, cuando marchábamos de modo igualmente formal a los servicios matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y lento subía al púlpito! Ese hombre reverente, de semblante tan modestamente benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca minuciosamente empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco antes, con rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!

En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más voluminosa. Estaba remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados; por eso, en cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del misterio, un mando de asuntos para solemnes comentarios o para aun más solemnes meditaciones.

El extenso muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos. De éstos, tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. El piso estaba nivelado y cubierto de grava fina y dura. Recuerdo bien que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en contadas ocasiones, como el día de llegada o el de partida del colegio o quizás, cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y nos íbamos alegremente a disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.

¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! y para mí, ¡qué palacio encantado! Realmente sus recovecos eran infinitos, así como sus incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento resultaba difícil afirmar con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos.

Entre un cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Además, las alas laterales eran innumerables —inconcebibles— y volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más exactas con respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con precisión de en qué remoto lugar estaban situados los pequeños dormitorios que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.

El aula era el cuarto más grande de la casa — y desde mi punto de vista — el más grande del mundo entero. Era muy largo, angosto y desconsoladoramente bajo, con puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de roble. En un ángulo remoto y aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se encontraba el sanctum donde rezaba "entre una clase y otra" de nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de puerta maciza, y antes de abrirla en ausencia del "dómine" hubiéramos preferido morir por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos cerramientos similares sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso menos motivo de terror. Uno de ellos era la cátedra del preceptor "clásico", otro el correspondiente a "inglés y matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable irregularidad había innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan cubiertos de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba de su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y en el otro un reloj de formidables dimensiones.

Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin tedio ni disgustos los años del tercer lustro de mi vida.

El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o diviertan los sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud obtuvo del lujo, o mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi primitivo desarrollo mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho de outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, — un recuerdo débil e irregular — una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.

Y sin embargo — desde un punto de vista mundano — ¡qué poco había allí para recordar! Despertar por la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y los paseos; el campo de juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra de un hechizo mental tota ente olvidado después, llegaba a abarcar una multitud de sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo de variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh, le bon temps, que ce siècle de fer!"

En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente fui ganando ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre todos... con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser pariente mío, llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable porque pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos apellidos comunes que, desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que según la fraseología del colegio formaban nuestro "grupo" se atrevía a competir conmigo en el estudio, — en los deportes y rencillas del campo de juegos — negándose a creer ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un despotismo supremo e ¡limitado es el despotismo que ejerce en la juventud, una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.

La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto más cuando pese a la bravuconería con que trataba en público tanto a él como a sus pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que pensar que la igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su verdadera superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente. Sin embargo esa superioridad — y aún esa igualdad — en realidad nadie más que yo la reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición que estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía destacarme. Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo no podía menos que observar, con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o sus contradicciones con un muy inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso. Yo sólo podía concebir ese singular comportamiento como el producto de una consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la protección.

Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros nombres idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en la escuela lo que, entre los alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores, por lo general, no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba, m remotamente emparentado con mi familia. Pero con seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque después de egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1913 y esta es una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día de mi natalicio.

Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera no podía resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días manteníamos una discusión en la que me cedía públicamente la palma de la victoria, aunque de alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía siempre en lo que se ha dado en llamar "buenas relaciones", mientras en muchos aspectos nuestros temperamentos congeniaban, despertando en mí un sentimiento que sólo nuestras respectivas posturas impedían que madurara en amistad. Me resulta verdaderamente difícil definir, y aun describir mis verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea; cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser odio, cierta estima, un respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante curiosidad. Para los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.

Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me llevaba a atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o en cubiertos) por medio de la burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque concibiera mis planes con mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo poseía esa modesta y silenciosa austeridad del que, aunque goce de sus propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles y se niega totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por una enfermedad constitucional, que hubiese relegado a cualquier otro antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto en las cuerdas vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas audible. Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me proporcionaba.

Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me Perturbaba más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; Pero una vez que lo supo, no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por mi poco elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se presentó un segundo William Wilson en la academia, me indigné con él por llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que lo llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría constante en mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa de esa odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.

Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada circunstancia que tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi rival y yo. Entonces todavía no había descubierto el hecho notable de que fuésemos de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y percibí una singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me amargaba que entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que éramos parientes. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque lo disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a un parecido intelectual, personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para creer que (con excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas similitudes fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en todos sus aspectos y con tanta claridad como yo; pero que en tales circunstancias hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.

Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en palabras como en hechos y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin dificultad de mi manera de caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.

No me aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este minucioso retrato (porque con justicia no podía tildarse de caricatura). Me quedaba un consuelo: por lo visto era el único que notaba la imitación y sólo tenía que soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en secreto por el aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso general que fácilmente podría haber obtenido con sus astutas maniobras. Durante muchos meses fue un enigma indescifrable para mí que la totalidad del colegio no advirtiera sus designios, no percibiera sus intenciones, ni comprobara su cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez la gradación de su máscara la hizo menos perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la maestría del imitador que desdeñando la letra (que es todo lo que ven los obtusos en una pintura) sólo ofrecía en pleno el espíritu del original para mi contemplación y tormento.

Ya he hablado más de una vez del desagradable aire protector que Wilson asumía con respecto a mí, y de sus frecuentes y oficiosas interferencias que se interponían en mi voluntad. Esta interferencia muchas veces adoptaba la desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado que abiertamente ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando con los años. Y sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de justicia de reconocer que no recuerdo ocasión alguna en la que las sugerencias de mi rival me incitaran a los errores o tonterías tan habituales en esa edad inmadura e inexperta: si no su talento, o su sabiduría mundana por lo menos su sentido moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día, yo hubiera podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber rechazado con menos frecuencia los consejos encerrados en esos susurros que en ese momento odiaba cordialmente y despreciaba con amargura.

Como sea, acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable supervisión y cada día me sentía más agraviado por lo que consideraba su intolerable arrogancia. He dicho ya que durante nuestros primeros años de relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson bien podrían haber madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin duda, en alguna medida, mis sentimientos se trocaron, en similar proporción; en odio más profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y desde entonces, me evitó, o simuló evitarme.

Si mal no recuerdo, en esa misma época, tuvimos un violento altercado durante el que Wilson perdió la calma hasta un punto mayor que otras veces, y habló y actuó con una franqueza nada común en su carácter. En ese momento descubrí, o creí descubrir, en su tono, en su aire, y en su apariencia general algo que al principio me sorprendió y luego me interesó profundamente, trayendo a mi recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria misma aún no había nacido. Sólo logro describir la sensación que me oprimía diciendo que me resultó difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en alguna época muy lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación en algún punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se desvaneció con la misma rapidez con que había llegado, y si la refiero es para precisar el día en que mantuve la última conversación con mi extraño tocayo en la academia.

La enorme casa vieja, con sus innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos contiguos de gran tamaño donde dormía la mayoría de los estudiantes. Como sucede inevitablemente en un edificio tan mal proyectado, había asimismo una cantidad de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras de la estructura, y que el ingenio económico del doctor Bransby también había habilitado como dormitorios; pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran alojar más que a un sólo individuo. Wilson ocupaba uno de esos cuartos pequeños.

Una noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela e inmediatamente después del altercado que acabo de mencionar, cuando todos dormían, me levanté, y lámpara en mano me interné por interminables pasillos angostos rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle una de esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento siempre infructuosas. Tenía intenciones de llevar a cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson percibiera toda su milicia Al llegar a su cuarto, entré en silencio, y dejé afuera la lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y escuché el sonido de su respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y me aproximé con ella a la cama. Esta se hallaba rodeada de pesadas cortinas; siguiendo con mi plan, las aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de luz iluminaron de golpe al durmiente, mientras mis ojos se clavaban en su cara. Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado. Respiré con dificultad, me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido, pero intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran esos... ésos, los rasgos de William Wilson? Veía, sin duda que eran los suyos, pero me estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que no lo eran. ¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo mientras mi cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa su apariencia — seguramente no era ésa — cuando estaba despierto. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después su obstinada e insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis costumbres y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las posibilidades humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de su constante y sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso apagué la lámpara, salí en silencio del cuarto y abandoné en el acto los salones de esa vieja academia a la que no regresaría jamás

Después de pasar algunos meses holgazaneando en casa, me hallé convertido en un estudiante de Eton. El breve intervalo transcurrido bastó para debilitar el recuerdo de los acontecimientos ocurridos en la academia del doctor Bransby, o por lo menos para modificar los sentimientos que esos recuerdos me inspiraban. La verdad — la tragedia — del drama, ya no existían. Ahora podía dudar de la evidencia de mis sentidos, y las pocas veces que recordaba el episodio me sorprendían los extremos a que puede llegar la credulidad humana y sonreía ante la fuerza de la imaginación que poseía por herencia. Dado el género de vida que empecé a llevar en Eton era lógico que este escepticismo no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en el que inmediata y temerariamente me sumergí, barrió con todo lo que no fuera el pasado reciente ahogando de inmediato toda impresión sólida o seria y dejando en mi recuerdo tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.

No deseo, sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable libertinaje, un libertinaje que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia de la institución. Transcurrieron tres años de locura que no me dejaron ningún provecho, sino que arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita, aumentaron mi estatura corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta disipación, invité a un grupo de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos encontramos ya avanzada la noche, porque nuestra orgía debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con libertad el vino, y no faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris de la aurora apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio estaba en su punto más alto. Excitado hasta la locura por las cartas y el alcohol, yo insistía en un brindis especialmente blasfemo cuando de repente atrajo mi atención la puerta que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa de un criado. Decía que una persona me reclamaba con desesperada urgencia en el vestíbulo.

Salvajemente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en lugar de sorprenderme. Salí tambaleante y en pocas pasos estuve en el vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y bajo, no había lámpara, y sólo la pálida claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular. Al transponer el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma estatura, que vestía una bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como la que llevaba yo puesta en ese momento. La débil luz me permitió percibirlo, pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar, vino presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, me murmuró al oído las palabras:

—¡William Wilson!

Recuperé en el acto la sobriedad.

En los modales del desconocido, y en el temblor de su dedo suspenso entre mis ojos y la luz, había algo que me llenó de indescriptible asombro; pero no fue eso lo que me conmovió con mayor violencia. Fue la solemne admonición que contenían aquellas palabras sibilantes pronunciadas en voz baja y singular; y por sobre todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas sílabas escasas, simples y familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con mil turbulentos recuerdos de días pasados, y que golpearon mi alma con el impacto de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis facultades, mi visitante había desaparecido.

Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi imaginación, fue también un efecto pasajero. Durante una semana me ocupé en hacer toda clase de investigaciones o me dejé envolver en una nube de especulaciones morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad del singular individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y que me acosaba con sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la academia del doctor Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo después dejé de pensar en el asunto; mi atención estaba completamente absorbida por el proyecto de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto me trasladé; mis padres, en su irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario Y una pensión anual que me permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi corazón, y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más opulentos ducados de Gran Bretaña.

Excitado por tantos medios para fomentar el vicio, mi temperamento se desbordó con renovado ardor, y en la loca infatuación de mis francachelas, mancillé las más elementales normas de decencia. Pero sería absurdo detenerme en los detalles de mis extravagancias. Baste decir que fui más despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre a una multitud de nuevas locuras, agregué un apéndice nada breve al largo catálogo de vicios entonces habituales en la más disoluta universidad de Europa.

Sin embargo resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el vil arte del jugador profesional y que, habiéndome convertido en adepto de esa ciencia despreciable, la practicara con frecuencia, corno un medio de aumentar aún más mis enormes rentas a expensas de mis compañeros más débiles de carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la misma enormidad de esta ofensa contra todos los sentimientos varoniles y honorables, demostraba, más allá de toda duda, la principal, ya que no la única razón de la impunidad con que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas, no hubiera preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejante vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson — el más noble y liberal compañero de Oxford — ese cuyas locuras (según decían sus parásitos) eran sólo las locuras de la juventud y de la fantasía, cuyos errores no eran más que caprichos inimitables cuyos vicios más negros eran sólo descuidadas y atrevidas extravagancias?

Había estado dos años exitosamente entregado a estas actividades, cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu de apellido Glendinning — tan rico como Herodes Atico según los rumores — y cuyas riquezas también habían sido fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un simple y, naturalmente, lo consideré un sujeto adecuado para poner a, prueba mis habilidades. Lo invité a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del tahúr, le permití ganar sumas considerables para envolverlo más eficazmente en mis redes. Una vez maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esa partida fuera la última y decisiva) en las habitaciones de un compañero llamado Preston, amigo por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo, conseguí reunir un grupo de ocho a diez personas y me las ingenié para que la propuesta de jugar a las cartas pareciera accidental y la sugiriera la misma víctima. Para no prolongar un tema tan vil, no omití ninguna de las acostumbradas y delicadas bajezas de situaciones similares, hasta tal punto repetidas que sorprende que todavía existan seres tan tontos que caigan en la trampa.

Dilatamos el juego hasta altas horas de la noche y por fin llevé a cabo la maniobra gracias a la cual Glendinning quedaba como mi único adversario. El juego, también era mi preferido, el écarté. El resto de los invitados, interesados por nuestra partida, abandonó sus propias cartas y nos rodeó. El parvenu, a quien al principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba las cartas, las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en parte podía explicar. En poco rato se convirtió en mi deudor por una importante suma y entonces, después de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas. Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis repetidas negativas le provocaron algunas réplicas coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más que demostrar hasta qué punto había caído la presa en mis redes: en menos de una hora, su deuda se cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning perdía el tinte rubicundo provocado por el vino; pero ahora, para mi sorpresa, percibí en él una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro que me sorprendió, porque en respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas, aunque importantes en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo seriamente, y mucho menos afectarlo con tal violencia. Lo primero que pensé era que estaba agobiado por el vino que acababa de beber; y más por mantener mi reputación a los ojos de mis compañeros que por motivos menos interesados, me disponía a exigir con tono perentorio la suspensión de la partida, cuando algunas frases dichas a mi alrededor y la exclamación de total desesperanza que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de provocar su ruina total en circunstancias que, al convertirlo en Objeto de la piedad general, deberían haberlo protegido hasta de los ataques de un espíritu maligno.

Es difícil saber cuál debía haber sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi víctima creaba un clima de incómodo abatimiento en todos los presentes; hubo algunos instantes de Profundo silencio durante el que me ardieron las mejillas ante las miradas abrasadoras de desprecio y de reproche que me dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso que el peso intolerable de mi ansiedad se vio durante breves instantes aliviada por una repentina y extraordinaria interrupción. Las pesadas puertas plegadizas de la habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que, como por arte de magia, se extinguieron todas las velas del cuarto. Pero las llamas, agonizantes, nos Permitieron percibir la entrada de un desconocido, un hombre aproximadamente, de mi estatura, completamente envuelto en una capa. La oscuridad era ahora total, Y sólo podíamos sentir que el desconocido estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse de la sorpresa provocada por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del intruso.

—Señores— dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás olvidado que me estremeció hasta la médula —. Señores, no me disculparé por mi comportamiento, porque al conducirme de esta manera cumplo con un deber. Sin lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del que esta noche le ha ganado a Lord Glendinning una importante suma al écarté. Por lo tanto les señalaré una manera expeditiva para obtener esta tan necesaria información. Por favor examinen con cuidado el paño de su manga izquierda y los pequeños paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos de su bata bordada.

Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera Podido oír la caída de un alfiler sobre el piso. Al terminar de hablar, salió tan abruptamente como había llegado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Necesito decir que experimenté todos los horrores del condenado? No tuve tiempo de reflexionar. Varias manos me aferraron con rudeza, impidiéndome todo movimiento, y de inmediato se volvieron a prender las luces. Enseguida me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las cartas esenciales en el écarté, y en los bolsillos de mi bata una serie de mazos de barajas idénticos a los que utilizábamos en nuestras partidas, con la única excepción de que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées: los honores eran levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas a los costados. De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según lo acostumbrado, invariablemente proporciona un honor a su adversario, mientras el tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su víctima ninguna carta de importancia en el juego.

Cualquier explosión de indignación ante lo que acababan de descubrir me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio o la sarcástica compostura con que lo recibieron.

—Señor Wilson — dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del piso una lujosa capa de pieles excepcionales, Señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía frío y al salir de mi habitación me había echado la capa sobre los hombros quitándomela luego al llegar a la escena del juego). Supongo que está de más buscar aquí mayores pruebas de su habilidad — comentó, observando los pliegues de la capa con amarga sonrisa —. Ya tenemos bastantes. Espero que comprenda la necesidad de abandonar Oxford, y, en todo caso, de salir inmediatamente de mis aposentos.

Envilecido, humillado como estaba, es probable que hubiera respondido a tan exasperante lenguaje con un arrebato de violencia si en ese momento mi atención no hubiese sido atraída por un hecho sorprendente. La capa que me había puesto para la reunión era de pieles extremadamente raras; tan poco comunes y extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su precio. También el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era exigente hasta la fanfarronería en cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso, cuando el señor Preston me alcanzó la que acababa de levantar del piso, cerca de las puertas plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se acercaba al terror, que yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente la había colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en todos y cada uno de sus detalles. Recordé que el extraño personaje que me desenmascarara estaba envuelto en una capa al entrar y, aparte de mí, esa noche ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo que me quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la mía; salí de la habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la mañana siguiente inicié un viaje al continente sumido en un abismo de horror y de vergüenza.

Huía en vano. Mi maldito destino me persiguió exultante, y me demostró, sin lugar a dudas, que su misterioso dominio acababa de empezar. Apenas puse mis pies en París tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera experimentar el menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo con inoportuna y espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú. ¿Dónde en verdad, no tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo del corazón? Por fin huí, presa de pánico, de esa inescrutable tiranía, como si se tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos confines de la tierra.

Y una y otra vez, en secreta comunión con mi espíritu, me preguntaba; "¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?" Pero no encontré la respuesta. Entonces estudié con minuciosidad las formas y los métodos y los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia. Pero aún en eso no había en qué basar una conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna de las múltiples instancias en que se había cruzado últimamente en mi camino lo había hecho más que para frustrar planes o malograr hechos que, de haberse cumplido, hubieran culminado en una amarga maldad. ¡Pobre justificación es ésta, en verdad, para una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!

También me había visto obligado a notar que, durante un largo período, mi verdugo (que escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su capricho de vestirse de manera idéntica que yo) consiguió que, en la ejecución de sus variadas interferencias a mi voluntad, nunca y en ningún momento pudiera ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos era el colmo de la afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me amonestara en Eton, en quien malograra mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como mi avaricia en Egipto que en éste — mi archienemigo y genio maligno —, dejaría de reconocer al William Wilson de mis días de escolar al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la academia del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero permitan que me apresure a llegar a la última escena del drama.

Hasta allí yo había sucumbido con indolencia a su imperioso dominio. El sentimiento de profundo temor con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente ubicuidad y omnipotencia de Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y las conjeturas que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi absoluta debilidad y desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y renuente sumisión a su arbitraria voluntad. Pero últimamente, me había entregado por completo a la bebida, y la terrible influencia que ésta ejercía sobre mi temperamento hereditario, me llevó a impacientarme cada vez más ante esa vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi imaginación la que me indujo a creer que con el aumento de mi propia firmeza, la de mi torturador sufriría una proporcional disminución? Sea como fuere, empecé a sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el tiempo fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no seguir tolerando esa esclavitud.

Fue en Roma, durante el carnaval de 18.., que asistí a un baile de máscaras en el palazzo del duque napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad que de costumbre por el exceso de bebida y luego la atmósfera sofocante de los salones atestados me irritó hasta un punto intolerable. Además, la dificultad de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó en gran medida a aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso (permitidme no decir con qué indigno motivo) a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa confianza ella me había confiado el secreto del disfraz que luciría esa noche, y habiéndola vislumbrado a la distancia, me apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí que una mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable, bajo y maldito susurro junto a mi oído.

En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía, vestía un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo del que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría por completo la cara.

—¡Miserable!— grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba parecía atizar —. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré... no permitiré que me persigas hasta la muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi espada!— Y me encaminé a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo sin que él se resistiera.

En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra la pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con un pequeño suspiro desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.

El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.

En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio material en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo — o por lo menos en mi confusión eso me pareció al principio —, alzábase donde antes no había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia mí.

Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!

Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:

—Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. En mí existías... y observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú mismo!

El pozo y el péndulo

Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata, aluit,
sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en el solar del Club de los Jacobinos, en París.)


Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento.

Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa. Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los imaginé ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí que cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en contacto con el hilo de una batería galvánica. Y las formas angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de llama, y claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio alguno. Entonces, como una magnífica nota musical, se insinuó en mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en que mi espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche, silencio, inmovilidad.

Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba perdido. En medio del más profundo sueño..., ¡no! En medio del delirio..., ¡no! En medio del desvanecimiento..., ¡no! En medio de la muerte..., ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre. Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.

Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser solicitadas, mientras, maravillados. nos preguntamos de dónde proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá extraños palacios y casas singularmente familiares entre las ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado su atención hasta entonces.

En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo espantoso a la simple idea del infinito en descenso.

También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese corazón. Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable.

De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos. Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego, bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego, un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde. Únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he logrado recordarlo vagamente.

No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví. Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.

A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado. Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición verdadera. Había sido pronunciada la sentencia y me parecía que desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente muerto.

A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de esta especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser. Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente de víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había en él alguna luz.

Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra. Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante, temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad. Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían reservado no era el más espantoso de todos.

Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre los horrores de Toledo corrían. Sobre estos calabozos contábanse cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja. ¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de tinieblas, o qué muerte más terrible me esperaba? Puesto que conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar de que el resultado era la muerte, y una muerte de una amargura escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que me preocupaba y me aturdía.

Mis extendidas manos encontraron, por último un sólido obstáculo. Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas. Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.

Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía, pero no había tenido en cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato. Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella posición.

Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un cántaro con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado ya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo que medía un total de cien pasos, y suponiendo que dos de ellos constituyeran una yarda, calculé en unas cincuenta yardas la circunferencia de mi calabozo. Sin embargo, había tropezado con numerosos ángulos en la pared, y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no había duda alguna de que aquello era una cueva.

No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda seguridad estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar la superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema precaución, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura, era traidor por el limo que en él había. No obstante, al cabo de un rato logré animarme y comencé a andar con seguridad, procurando cruzarlo en línea recta.

De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado que quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome caer de bruces violentamente.

En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia no muy sorprendente y que, no obstante, segundos después, hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura que la barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al mismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vapor viscoso y que un extraño olor a setas podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué el brazo y me estremecí, descubriendo que había caído al borde mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal, logré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abismo. Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Chocaba en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente, se hundió por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el mismo instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de luz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en seguida.

Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado como fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que la muerte, con sus crueles agonías físicas o con sus abominables torturas morales. Esta última fue la que me había sido reservada. Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el punto que me hacía temblar el sonido de mi propia voz, y me consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase de tortura que me aguardaba.

Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme morir antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas de la celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo hubiese tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos, pero en aquellos momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra parte, me era imposible olvidar lo que había leído con respecto a aquellos pozos, de los que se decía que la extinción repentina de la vida era una esperanza cuidadosamente excluida por el genio infernal de quien los había concebido.

Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo. Pero, por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed abrazadora, y de un trago vacíe el cántaro. Algo debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos irresistibles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al de la muerte. No he podido saber nunca cuánto tiempo duró; pero, al abrir los ojos, pude distinguir los objetos que me rodeaban. Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.

Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las paredes no podían tener más de veinticinco yardas de circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento me turbó grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante podía encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma ponía un interés extraño en las cosas nimias, y tenazmente me dediqué a darme cuenta del error que había cometido al tomar las medidas a aquel recinto. Por último se me apareció como un relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela. Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la vuelta con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la derecha.

También me había equivocado por lo que respecta a la forma del recinto. Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos, deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de leves depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales. La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creí mampostería parecía ser ahora hierro u otro metal dispuesto en enormes planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.

La superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos, nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y otras imágenes del horror más realista llenaban en toda su extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de aquellas monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que los colores parecían manchados y estropeados por efecto de la humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado, pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.

Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo para alcanzar el alimento que contenía un plato de barro que habían dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror me di cuenta de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento que contenía el plato era una carne cruelmente salada.

Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una altura de treinta o cuarenta pies y parecíase mucho, por su construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi atención una figura de las más singulares. Era una representación pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No obstante, algo había en el aspecto de aquella máquina que me hizo mirarla con más detención

Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza la observé durante unos minutos. Cansado, al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví mis ojos a los demás objetos de la celda.

Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba, subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.

Transcurrió media hora, tal vez una hora—pues apenas imperfectamente podía medir el tiempo— cuando, de nuevo, levanté los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido. El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor. Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto observé entonces que su extremo inferior estaba formado por media luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría un pie de largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como una navaja barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba moviéndose en el espacio.

Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había preparado la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo, cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión como la Ultima Tule de todos los castigos. El más fortuito de los accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabia que el arte de convertir el suplicio en un lazo y una sorpresa constituía una rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo, no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte distinta y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en el uso singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.

¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más que mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente, efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía bajando, bajando.

Pasaron días, tal vez muchos días, antes que llegase a balancearse lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre. Hería mi olfato el olor de acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero. Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a un juguete precioso.

Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a su capricho podían detener la vibración.

Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.

La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A pesar de la gran dimensión de la curva recorrida—unos treinta pies, más o menos—y la silbante energía de su descenso, que incluso hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.

Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla. Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los dientes me rechinaron.

Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar furtivo del tigre. Yo aullaba y reía alternativamente, según me dominase una u otra idea.

Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el plato que habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que hubiera sido como intentar detener una avalancha.

Siempre mas bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo. Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración. Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente, cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de la Inquisición.

Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente, pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje, Y con esta observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos días, tal vez, pensé por primera vez. Se me ocurrió que la tira o correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi cabeza lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.

Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente, débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa. Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla a la práctica.

Hacia varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como si no esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. "¿A qué clase de alimento—pensé—se habrá acostumbrado en este pozo?"

Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo, había devorado el contenido del plato; pero a la larga, la uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia . Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sin respirar.

Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró más que un instante. No había yo contado en vano con su glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos o más atrevidas se encaramaron por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió del pozo. Agarrándose a la madera, la escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el movimiento regular del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios.

Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba contantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución sobrehumana, continué inmóvil.

No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no habían sido vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos, colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. L estameña de mi traje había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el instante de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el banquillo, me deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de la cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre.

¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de mi lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquélla fue una lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a algo peor que la muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las paredes de hierro que me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en principio no pude apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno de ensueños y escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e incoherentes.

Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de anchura, que extendíase en torno del calabozo en la base de las paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban, completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella abertura, aunque, como puede imaginarse, inútilmente. Al levantarme desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto, el misterio de la alteración que la celda había sufrido.

Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos de las figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente claros, los colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distintos, donde yo anteriormente no había sospechado que se encontrara ninguna, y brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente, quería considerar completamente imaginario.

¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor de hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante. A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba con grandes esfuerzos. No había duda sobre el deseo de mis verdugos, los más despiadados y demoníacos de todos los hombres.

Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo.

El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más ocultas. No obstante, durante un minuto de desvarío, mi espíritu negóse a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror! ¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal, y, escondiendo mi rostro entre las manos, lloré con amargura

El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez mas los ojos, temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un segundo cambio, y este efectuábase, evidentemente, en la forma. Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había frustrado. No podía luchar por más tiempo con el rey del espanto. La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los otros dos. Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el terrible contraste.

En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un rombo. Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna paz. "¡La muerte!—me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del pozo!" ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era necesario, que aquel pozo único era la razón del hierro candente que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun suponiendo que pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión?

Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto. Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con una fuerza irresistible.

Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos...

Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.

Metzengerstein

Pestis eram vivus—moriens tua mors ero.

—Martín Lutero


El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsicosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dice La Bruyère de nuestra infelicidad) "vient de ne pouvoir être seuls".

Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)— "ne demeure qu' une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme même, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux".

Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por su hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: "Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing".

Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido —y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario? La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento.

Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente.

Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio, a la mayoría de edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.

Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de 50 millas.

En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excedió las esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.

Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaduras que cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; y otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.

Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.

En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer como un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores que las incendiadas caballerizas proyectaban sobre las ventanas del aposento.

Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.

Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.

Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego.

—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontraron? —demandó el joven, con voz tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.

—Es suyo, señor —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas.

—Las letras W.V.B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.

—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al parecer, del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo prodigioso... aunque, como observan justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien, déjenmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.

—Se engaña, señor; este caballo, como creo haberle dicho, no proviene de las caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo a presencia de alguien de su familia.

—¡Cierto! —observó secamente el barón.

En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.

Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.

—¿Ha oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing? —dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirando los botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, y que redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.

—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—. ¿Muerto, dices?

—Por cierto que sí, señor, y pienso que para el noble que ostenta su nombre no será una noticia desagradable.

Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.

—¿Cómo murió?

—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.

—¡Re...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea se apoderara en ese momento de él.

—¡Realmente! —repitió el vasallo.

—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.

Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres e hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.

Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con su casa. "¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?" "¿Vendrá el barón a cazar con nosotros el jabalí?" Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre: "Metzengerstein no irá a la caza", o "Metzengerstein no concurrirá".

Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza de que "el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo". Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.

Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve periodo inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más equívoca.

Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición —afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus feroces y demoníacas tendencias— terminó por parecer tan odioso como anormal a ojos de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia manera de ser.

Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo. Habíanse medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de aquellos ojos que parecían humanos.

Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso y extraordinario efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.

Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un maniaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, se lanzó a las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio.

Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionar la materia inanimada.

Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas.

Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios que se había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un solo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego.

La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal figura de... un caballo.

Annabel Lee

Hace ya bastantes años, en un reino más
allá de la mar vivía una niña que podéis conocer
con el nombre de Annabel Lee. Esa niña
vivía sin ningún otro pensamiento que
amarme y ser amada por mí.

Yo era un niño y ella era una niña en ese
reino más allá de la mar; pero Annabel Lee
y yo nos amábamos con un amor que era más
que el amor; un amor tan poderoso que los
serafines del cielo nos envidiaban, a ella y a mí.

Y esa fué la razón por la cual, hace ya bastante
tiempo, en ese reino más allá de la mar
un soplo descendió de una nube, y heló a mi
bella Annabel Lee; de suerte que sus padres
vinieron y se la llevaron lejos de mí para encerrarla
en un sepulcro, en ese reino más allá de
la mar.

Los ángeles que en el cielo no se sentían ni
la mitad de lo felices que éramos nosotros, nos
envidiaban nuestra alegría a ella y a mí. He ahí
porque (como cada uno lo sabe en ese reino
más allá de la mar) un soplo descendió desde
la noche de una nube, helando a mi Annabel
Lee.

Pero nuestro amor era más fuerte que el
amor de aquellos que nos aventajan en edad
y en saber, y ni los ángeles del cielo ni los demonios
de los abismos de la mar podrán separar
jamás mi alma del alma de la bella Annabel
Lee.

Porque la luna jamás resplandece sin traerme
recuerdos de la bella Annabel Lee; y cuando
las estrellas se levantan, creo ver brillar los
ojos de la bella Annabel Lee; y así paso largas
noches tendido al lado de mi querida,—mi
querida, mi vida y mi compañera,—que
está acostada en su sepulcro más allá de la mar,
en su tumba, al borde de la mar quejumbrosa.

Morella

El mismo, por si mismo únicamente, eternamente uno, y solo.

Platón — Symposium


Consideraba yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido antes jamás; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un amargo tormento la convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.

La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo imaginar por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.

Con todo esto, si no me equivoco, pero tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o caigo en un error, no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.

Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a la dirección de mi esposa, y me adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces —cuando, sumiéndome en páginas aborrecibles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí— venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba de terror su melodía, y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.

Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo.

Los enterados de lo que se puede llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y los ignorantes poco comprenderían, en todo caso. El vehemente panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la Identidad tal como las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que ofrecían mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura del ser racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada de razón, y como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es ésta la que nos hace a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos así de otros seres pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis —la noción de esa identidad que en la muerte se pierde o no para siempre— fue para mí en todo tiempo una consideración de intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y emocionante de sus consecuencias, sino por la manera especial y agitada como la mencionaba Morella.

Pero realmente había llegado ahora un momento en que el misterio del carácter de mi esposa me oprimía como un hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto de sus pálidos dedos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.

Parecía tener conciencia de mi debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el Destino. Parecía también tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel gradual desvío de mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó una mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida frente se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y entonces sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la mirada sumida en algún aterrador e insondable abismo.

¿Diré que anhelaba ya con un deseo fervoroso y devorador el momento de la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante muchos días, muchas semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios torturados lograron triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y con un corazón demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que parecían alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como sombras en la agonía de la tarde.

Pero una noche de otoño, cuando permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me llamó a su lado. Había una oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente sobre las aguas, y entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del firmamento un arco iris.

—Éste es el día de los días —dijo ella, cuando me acerqué—; un día entre todos los días para vivir o morir. Es un día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente, y ella prosiguió:

—Voy a morir, y a pesar de todo, viviré.

—¡Morella!

—No han existido nunca días en que hubieses podido amarme; pero a la que aborreciste en vida la adorarás en la muerte.

—¡Morella!

—Repito que voy a morir. Pero hay en mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan pequeño!, que has sentido por mí, por Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más duradera de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque han pasado las horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como las rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya más con el tiempo el juego del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás contigo sobre la tierra tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.

—¡Morella! —exclamé—. ¡Morella! ¿cómo sabes esto?

Pero ella volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y ya no oí más su voz.

Sin embargo, como había predicho ella, su hijo —el que había dado a luz al morir, y que no respiró hasta que cesó de alentar su madre—, su hijo, una niña, vivió. Y creció extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la que había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del que creí me sería posible sentir por ningún habitante de la Tierra.

Pero, antes de que pasase mucho tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la niña creció extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los tumultuosos pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el desarrollo de su ser intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría yo a diario en las concepciones de la niña las potencias adultas y las facultades de la mujer, cuando las lecciones de la experiencia se desprendían de los labios de la infancia y cuando veía a cada hora la sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus grandes y pensativos ojos? Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante mis sentidos aterrados, cuando no le fue ya posible a mi alma ocultárselo más, ni a mis facultades estremecidas rechazar aquella certeza, ¿cómo puede extrañar que unas sospechas de naturaleza espantosa y emocionante se deslizaran en mi espíritu, o que mis pensamientos se volvieran, despavoridos, hacia los cuentos extraños y las impresionantes teorías de la enterrada Morella? Arranqué a la curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba adorar, y en el severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto concernía a la criatura amada.

Y mientras los años transcurrían, y mientras día tras día contemplaba yo su santo, su apacible, su elocuente rostro, mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría día tras día nuevos puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la muerta. Y a cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más definidas, más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su sonrisa se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a los de Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en las profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la propia Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa cabellera, en sus pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste tono bajo y musical de su palabra, y por encima de todo —¡oh, por encima de todo!— en las frases y expresiones de la muerta sobre los labios de la amada, de la viva, encontraba yo pasto para un horrendo pensamiento devorador, para un gusano que no quería perecer.

Así pasaron dos lustros de su vida, y hasta ahora mi hija permanecía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «amor mío» eran las denominaciones dictadas habitualmente por el afecto paterno, y el severo aislamiento de sus días impedía toda relación. El nombre de Morella había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la hija; érame imposible hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la última no había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la hubieran proporcionado los estrechos límites de su retiro.

Pero, por último, se ofreció a mi mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de desaliento y de excitación, como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y en la pila bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos nombres de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos, y de los modernos, de mi país y de los países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta enterrada? ¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real hacía refluir mi sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu perverso habló desde las reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros corredores, y en el silencio de la noche, musité al oído del santo hombre las sílabas «Morella»? ¿Qué ser más demoníaco retorció los rasgos de mi hija, y los cubrió con los tintes de la muerte cuando estremeciéndose ante aquel nombre apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta ancestral, respondió: «¡Aquí estoy!»?

Estas simples y cortas sílabas cayeron claras, fríamente claras, en mis oídos, y desde allí, como plomo fundido, se precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros pueden pasar; pero el recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las flores y la vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y no conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus figuras pasaron junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una: Morella. Los vientos del firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el mar murmuraban eternamente: «Morella.» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y reí con una risa larga y amarga al no encontrar vestigios de la primera Morella en la cripta donde enterré la segunda.

Ligeia

La voluntad está allí yacente, mas no muerta. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, en todo su poder? Porque Dios es solamente una inmensa voluntad dominando todas las cosas por virtud de su intensidad. El hombre no es vencido por los ángeles, ni siquiera por la muerte completamente, sino en razón de la flaqueza de su frágil voluntad.

—Jóseph Glánvill.


No podría, por mi ánima, recordar cómo, cuándo, ni dónde exactamente conocí a Lady Ligeia. Han transcurrido muchos años desde entonces, y mi memoria se ha debilitado con los sufrimientos. O tal vez me es imposible rememorarlo ahora porque, en realidad, la personalidad de mi amada, su raro talento, el sereno y singular carácter de su belleza y la penetrante y avasalladora elocuencia de su voz velada y musical se abrieron paso hasta mi corazón en forma tan rápida y furtiva que, sin duda alguna, aquellos incidentes pasaron desapercibidos o ignorados. Creo, sin embargo, que la encontré por primera vez y más a menudo en alguna grande, antigua y decadente ciudad en las cercanías del Rhin. Seguramente debo haberla oído hablar de su familia; y no cabe duda de que se remontaba a una gran antigüedad. ¡Ligeia! ¡Ligeia! Sumido en estudios de naturaleza tal que debilitan todas las impresiones del mundo exterior, sólo esta dulce palabra ¡Ligeia! tiene el poder de hacer brotar ante mis ojos, por medio de la fantasía, la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta la idea de que jamás llegué a saber el nombre de familia de la que fué mi amiga y mi prometida, y llegó a convertirse en la compañera de mis estudios, y más tarde en la esposa elegida de mi corazón. ¿Fué aquello una humorada de mi Ligeia? ¿Exigió acaso, como prueba de la intensidad de mi afecto, que no hiciera yo investigación alguna a este respecto? ¿O sería quizás un capricho mío, alguna extraña y romántica ofrenda en el altar de la más apasionada devoción? Apenas tengo la confusa reminiscencia del hecho en sí mismo; ¿cómo puede maravillar que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron? Realmente, si alguna vez el espíritu que se denomina Romance, si la pálida Astophet, de alas de nebulosa, diosa del Egipto idólatra, presidió alguna vez, como aseguran, los matrimonios novelescos, indudablemente debió reinar en el mío.

Hay, sin embargo, un tema predilecto de mi corazón en el que mi memoria jamás falla. Es éste la propia Ligeia. Era de alta estatura, algo cenceña y casi flaca en sus últimos días. Trataría en vano de describir la majestad, el apacible reposo de su continente y la incomparable ligereza y elasticidad de su marcha. Iba y volvía como una sombra. Nunca me daba cuenta de su entrada a mi cerrado estudio sino por la música amada de su voz, dulce y queda, cuando colocaba su marmórea mano sobre uno de mis hombros. Ninguna doncella igualó jamás la hermosura de su semblante. Era la irradiación de un sueño de opio, una aérea y espiritual visión, más extraordinariamente divina que todas las fantasías que poblaban los ensueños de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no se definían en el molde corriente que se nos ha enseñado falsamente a admirar en las clásicas obras del paganismo. "No existe belleza exquisita," dice Bacon, Lord Verúlam, hablando con sinceridad de las diferentes formas y caracteres de belleza, "sin algo de extraordinario en sus proporciones." Así, aun cuando yo sabía que las facciones de Ligeia no eran de regularidad clásica; aun cuando podía percibir que su belleza era, en verdad, "exquisita," y sentía mucho de "extraordinario" en ella, he procurado en vano descubrir en qué consistía la irregularidad y determinar mi percepción de lo "extraordinario." Examinaba el contorno de la alta y pálida frente: era irreprochable; y ¡cuán fría me parece esta palabra aplicada a su divina majestad! ¡La piel rivalizando con el marfil más puro, la requerida amplitud y reposo, la encantadora prominencia cerca de las sienes; y luego, las trenzas color plumaje de cuervo, sedosas, abundantes y naturalmente rizadas, dignas del homérico epíteto de "jacintianas!" Miraba las delicadas líneas de la nariz; y sólo en los graciosos medallones hebreos he observado semejante perfección. Tenían la misma frescura de superficie, idéntica tendencia aquilina apenas perceptible, las mismas ventanillas de curva armoniosa que dicen de la elevación del espíritu. Contemplaba la dulce boca. Allí se fijaba, en verdad, el triunfo de todo lo divino: la soberbia curva del labio superior; la suave y voluptuosa indolencia del inferior; los hoyuelos que regocijaban y el color que hablaba; los dientes resplandeciendo detrás con brillantez casi asombrosa y reflejando rayos de luz inmaculada en su sonrisa serena y plácida, a la par que incomparablemente radiante y embriagadora entre todas las sonrisas. Observaba la forma de la barba; y encontraba también aquí la suave amplitud, la dulzura y majestad, la redondez y espiritualidad de los griegos; y el contorno que el dios Apolo reveló sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y en seguida penetraba en los grandes ojos de Ligeia.

No había modelos de ojos en la remota antigüedad. Puede ser también que en aquellos ojos de mi amada residiera el secreto a que alude Lord Verúlam. Eran, según creo, mucho más grandes que los ojos ordinarios de nuestra raza. Eran también más redondos que los más redondos entre los ojos de gacela de la tribu de Nourjahad. Sin embargo, sólo a intervalos, en momentos de intensa excitación, se notaba esta peculiaridad en Ligeia. Y en aquellos momentos su belleza aparecía (quizá únicamente en mi exaltada fantasía), como la hermosura de seres ultraterrenales, como la hermosura fabulosa de las huríes de los turcos. Sus pupilas eran del negro más luciente, y lejos, en contorno, se rizaban las larguísimas pestañas de azabache. Las cejas, de dibujo ligeramente irregular, eran de igual color. Lo que encontraba yo de "extraordinario" en los ojos de Ligeia consistía, sin embargo, en algo de naturaleza diferente de la forma, el color o la brillantez; algo que, después de todo, me veo obligado a referir a la expresión. ¡Ah, palabras sin significado, tras de cuya vasta amplitud de sonido atrincheramos nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuánto he meditado acerca de esto durante horas enteras! ¡Cuánto he luchado por evocarla en el transcurso de toda una noche de verano! ¿Qué era aquello, aquello más profundo que el manantial de Demócrito, aquello que había lejos, muy lejos dentro de las pupilas de mi adorada? ¿Qué era aquello? Estaba poseído de la pasión de escudriñarlo. ¡Aquellos ojos! ¡aquellos orbes inmensos, brillantes, divinos! Llegaron a convertirse para mí en las estrellas gemelas de Leda, y yo para ellas en el más apasionado de los astrólogos.

No hay sensación más irritante entre las mil anomalías de la mente que el hecho, a que jamás se ha prestado atención en los colegios, según creo, de que en el esfuerzo para rememorar cualquiera cosa olvidada por largo tiempo, llegamos a menudo hasta el borde mismo de la reminiscencia, sin poder al cabo traer a la memoria lo que deseamos. Así, ¡cuán frecuentemente durante el curso de un intenso escrutinio de los ojos de Ligeia, sentía que me aproximaba al conocimiento pleno de su expresión, lo sentía cerca, pero no en mi poder aún, y al fin volvía a escaparse por completo! Y (¡oh, extrañeza! ¡oh, misterio entre todos!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esta expresión. Quiero decir que en el período subsecuente a la toma de posesión de mi espíritu por la hermosura de Ligeia, que reinaba allí como en un trono, experimentaba al contacto de muchas existencias del mundo material un sentimiento semejante al que me producían siempre sus inmensas y luminosas pupilas. No me es posible, sin embargo, definir ni analizar este sentimiento, ni siquiera observarlo con claridad. Reconocía su expresión algunas veces, permitid que lo repita, en el rápido desarrollo de una vid, en la contemplación de una falena, una mariposa, una crisálida, un arroyo de agua corriente. La he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. La he encontrado en la mirada de personas de mucha edad. Y hay en los cielos una o dos estrellas, una especialmente, de sexta magnitud, doble y cambiante, que se encuentra cerca de la estrella mayor de Lira, en la cual, en medio de un examen telescópico, me di cuenta también de este sentimiento. Me he sentido lleno de su fuerza al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y muchas veces leyendo determinados pasajes de algunos libros. Recuerdo muy bien un trozo de una obra de Jóseph Glánvill que, quizá simplemente en razón de su originalidad (¿quién podría decirlo?), nunca dejaba de inspirarme el mismo sentimiento. "La voluntad está allí yacente, mas no muerta. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad en todo su poder? Porque Dios es solamente una inmensa voluntad dominando todas las cosas por virtud de su intensidad. El hombre no es vencido por los ángeles, ni siquiera por la muerte completamente, sino en razón de la flaqueza de su frágil voluntad."

Un lapso de varios años y la reflexión consiguiente me han permitido trazar una remota relación entre este pasaje del moralista inglés y una faz del carácter de Ligeia. Cierta intensidad de pensamiento, acción o palabras era quizá en ella el resultado, o el indicio por lo menos, de aquella enorme fuerza de voluntad que durante nuestras largas relaciones no encontró oportunidad de demostrar su existencia de manera más palpable. Entre todas las mujeres que he conocido, ella, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con mayor violencia de los buitres tumultuosos de la pasión devoradora. Y sólo podía yo formarme idea del alcance de aquella pasión por la milagrosa dilatación de sus ojos que a la vez me deleitaba y amedrentaba; por la mágica melodía, modulación, claridad y dulzura de su voz, muy queda; y por la apasionada energía de las ardientes palabras que pronunciaba, doblemente conmovedoras por el contraste con su manera de proferirlas.

He hablado de los conocimientos de Ligeia: eran inmensos, como jamás pudiera imaginarlos en ninguna mujer. Era profundamente instruída en los idiomas clásicos, y nunca la sorprendí en falta en los modernos lenguajes de Europa, hasta donde mis conocimientos alcanzaban. A decir verdad, ¿se equivocó alguna vez Ligeia aun en los temas más admirados, por cuanto más abstrusos, de la jactanciosa erudición académica? ¡Cuán maravillosa, cuán extraordinariamente se ha definido para mí este lado de su naturaleza, tan sólo en los últimos tiempos! Decía que su saber era tan vasto como jamás pude suponerlo en una mujer; mas ¿dónde existe el hombre que, como ella, haya atravesado triunfalmente los vastos dominios de la ciencia moral, de la física y de las matemáticas? Yo no comprendía entonces lo que ahora percibo con toda claridad: que los conocimientos de Ligeia eran gigantescos, asombrosos; sin embargo, sabía bastante de su supremacía moral para renunciar a mi propio criterio con infantil confianza y dejarme guiar por ella en el caótico mundo de las investigaciones metafísicas en que me ocupaba con gran interés durante los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué inmenso triunfo, con qué vívido deleite, con cuánto de todo aquello que es etéreo en la esperanza, sentía, al inclinarse ella sobre mí en los estudios, sin buscarla ni comprenderla, aquella deliciosa mirada dilatándose por grados ante mis ojos; y a través de cuyo largo, radiante y virgen sendero podría al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado adorablemente preciosa para no estar vedada a los mortales!

¡Imaginad ahora cuán agudo sería el pesar con que contemplé años más tarde cómo brotaron alas a mis justas esperanzas, y volaron con ella a la inmensidad! Sin Ligeia, yo era como un niño extraviado tentando en la obscuridad. Su presencia, las lecturas que ella acometía sola, iluminaban vívidamente los innumerables misterios de la ciencia del trascendentalismo en que me hallaba sumergido. Faltándome la lumbre radiante de sus ojos, los caracteres antes brillantes y dorados volvíanse más opacos que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaban cada vez menos y con menor frecuencia sobre las páginas que yo leía. Ligeia estaba enferma. Los extraños ojos refulgían con resplandor demasiado glorioso; los pálidos dedos adquirían los tonos de transparente cera de la tumba; y las azules venas de su elevada frente hinchábanse y bajaban impetuosamente a impulsos de la más ligera emoción. Veía que la muerte se acercaba, y luché desesperadamente con el inflexible Azrael. Y, con gran estupor de mi parte, noté que la lucha de mi apasionada esposa era aun más enérgica que la mía. Muchos rasgos de su altivo carácter me habían dejado la impresión de que la muerte no aportaría para ella sus habituales terrores; pero no era así. Las palabras son impotentes para dar idea exacta de la fortaleza y tesón con que contendió a brazo partido con las Sombras. Yo gemía de angustia al contemplar este espectáculo. Hubiera querido suavizar su fin, hubiera querido razonar; pero, en la intensidad de su ardiente anhelo de vivir, vivir, solamente vivir, ensayar cualquier solaz o razonamiento habría sido la locura más estupenda. Sin embargo, sólo en el último momento, entre las congojas convulsivas de su elevado espíritu, se conmovió la placidez exterior de su continente. Su voz hízose más y más débil, más y más velada; pero no quisiera recordar el extraño significado de aquellas palabras tan quedamente pronunciadas. Mi cerebro se extraviaba mientras escuchaba extasiado una melodía sobrenatural, hipótesis y aspiraciones que jamás conoció antes la humanidad.

No podía dudar de que Ligeia me amaba; y era fácil comprender que en un corazón como el suyo el amor debía reinar con pasión extraordinaria. Pero sólo en su muerte me impresionó plenamente la fuerza de su sentimiento. Oprimía mis manos durante largas horas y desplegaba ante mí los tesoros de su alma, que eran ya idolatría más que apasionada devoción. ¿Qué había hecho yo para merecer la bendición de tales confesiones? Y ¿qué había hecho para merecer el anatema de perder a mi adorada en la hora misma de recibirlas? No puedo soportar detenerme más tiempo en este tema. Séame permitido decir tan sólo que, en el abandono tan femenino de Ligeia en su amor, ¡ay de mí, tan poco merecido, tan liberalmente ofrendado! comprendí al fin la razón de su ardiente y salvaje anhelo por aquella vida que ahora se le escapaba con tanta rapidez. Esta violenta aspiración, este extraordinario deseo de vivir, solamente vivir, es lo que me encuentro incapaz de describir, no tengo frases suficientes para expresarlo.

A las doce de la noche en que Ligeia desapareció, llamándome perentoriamente a su lado con la cabeza, me pidió que recitara ciertos versos compuestos por ella misma no hacía muchos días. Obedecí. Los versos eran como sigue:


¡He aquí finalmente una noche de gala,
después de los recientes años desolados!
Un tropel de ángeles, envueltos en velos,
ahogados en llanto,
acude al teatro,
para ver un drama de esperanza y miedo,
mientras suspira la orquesta
la música infinita del espacio.

Bufones en lo alto con disfraz de dioses
gruñen y murmuran agitándose
en continuo y veloz revoloteo.
Son sólo títeres movidos
por seres poderosos e informes
que cambian a su antojo el escenario
y hacen brotar al golpe de sus alas de cóndor
¡Invisible Dolor!

¡Oh, el drama abigarrado!
¡Estad seguros de que no lo olvidaréis!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una muchedumbre que jamás lo alcanza,
siguiendo el mismo eterno círculo
que conduce al punto de partida;
un drama de Locuras y Maldades
y que tiene al Horror por desenlace.

Pero ¡ved! ¡Entre la algazara de los cómicos,
y desde los desiertos bastidores,
aparece arrastrándose una forma
color rojo de sangre!
La forma se retuerce,
se retuerce devorando a los bufones
que padecen angustias espantosas;
y los querubes lloran
ante el monstruo que se goza en sangre humana.

Apáganse las luces.
El drama ha concluído.
Sobre las temblorosas formas de la escena,
con rapidez igual que una borrasca,
cae el telón: un paño funerario.
Y los espíritus tristes y dolientes,
al levantar el vuelo,
recuerdan que aquel drama trágico es "El Hombre,"
y su héroe se llama
Gusano, el Vencedor.

"¡Oh, Dios mío!" sollozó a medias Ligeia, alzándose y levantando los brazos a lo alto con movimiento espasmódico, al terminar yo estas líneas. "¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre divino! ¿Deberán estas cosas suceder así? ¿Nunca ha de ser vencido este vencedor? ¿No somos carne y hueso de Ti mismo? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad en todo su poder? El hombre no es vencido por los ángeles, ni siquiera por la muerte completamente, sino en razón de la flaqueza de su frágil voluntad."

Entonces, exhausta por la emoción, dejó caer los blancos brazos, y se dirigió solemnemente hacia su lecho de muerte. Y cuando lanzaba sus últimos suspiros brotó, mezclado con ellos, un murmullo de sus labios. Inclinando mis oídos hasta su boca, distinguí nuevamente las palabras finales del pasaje de Glánvill. "El hombre no es vencido por los ángeles, ni siquiera por la muerte completamente, sino en razón de la flaqueza de su frágil voluntad."

Murió; y yo, deshecho hasta el polvo por el pesar, no pude soportar más tiempo el desolado aislamiento de mi morada en la triste y decadente ciudad de los alrededores del Rhin. No carecía de lo que el mundo denomina riquezas. Ligeia me había traído más, mucho más, de lo que representa el ordinario lote de los mortales. Por consiguiente, después de algunos meses de viajes fatigosos y sin objeto, compré e hice reparar una abadía, que no nombraré, en uno de los más agrestes y menos frecuentados parajes de la bella Inglaterra. El tétrico y fantástico tamaño del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos melancólicos y de antiguo venerados que se relacionaban con la posesión tenían mucho de común con el sentimiento de amargo abandono que me llevaba a esta remota e insociable comarca del reino. Sin embargo, aun cuando el exterior de la abadía, con su marchito verdor colgando por todas partes, sufrió pequeña alteración, me complací, con una especie de perversidad infantil, y tal vez con la débil esperanza de aliviar mis pesares, en desplegar en el interior una magnificencia casi regia. Tenía desde la infancia una afición especial a esta clase de locuras, la que volvió a mí como una extravagancia provocada por el dolor. ¡Ay de mí! ¡Comprendo ahora cuánto había de incipiente insania en el derroche de aquellas exquisitas y fantásticas draperías, en las solemnes esculturas egipcias, en la original mueblería y cornisas, en los recamados bizarros diseños de los tapices de oro! Había llegado a esclavizarme por completo en los lazos del opio, y mis obras y mis órdenes tomaban el colorido de mis sueños. Mas no debo detenerme a detallar tales absurdos. Permitidme solamente hablar de la cámara por siempre maldita a la que, en un momento de alienación mental, llevé desde el altar como mi esposa, como la sucesora de la inolvidable Ligeia, a la rubia, de ojos azules, Lady Rowena Trevanion, de Tremaine.

No existe la más pequeña parte de la arquitectura y decoración de aquella cámara que no esté ahora visible ante mis ojos. ¿Dónde estaban las almas de los altivos antepasados de la familia de mi novia, cuando por su ansia de oro permitieron atravesar el umbral de una habitación, decorada en tal manera, a una doncella, su hija muy amada? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de aquella cámara (aunque olvido en forma deplorable los asuntos de mayor entidad), a pesar de que no había estilo especial ni conexión alguna en su caprichoso arreglo, que pudiera contribuir a que se conserve en la memoria. La habitación, situada en una alta torrecilla del castillo de la abadía, era de forma pentagonal y de gran tamaño. Ocupando todo el frente sur del pentágono, había una ventana única, una lámina inmensa de cristal pulido de Venecia, un solo trozo de vidrio plomizo, de manera que los rayos del sol o de la luna, al atravesarla, arrojaban un resplandor fantástico sobre los objetos del interior. En la parte superior de esta enorme ventana extendía su tejido una antigua vid que colgaba de los macizos muros del torreón. El techo, de tétrico roble, era excesivamente alto, abovedado y primorosamente esculpido con los tipos más extravagantes y grotescos de un estilo mitad gótico, mitad druídico. Del dibujo central de esta sombría cúpula pendía, de una cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, de modelo sarraceno, y con muchas perforaciones combinadas en tal forma que oscilaba dentro y fuera de ellas, como dotada de serpentina vitalidad, una continua sucesión de fuegos de colores.

Divanes orientales y candelabros dorados veíanse por varios lados; y había también un lecho, el lecho nupcial, de sólido ébano esculpido, ejemplar indio, muy bajo, y con un dosel semejando una urna funeraria. En cada uno de los ángulos del cuarto se levantaba un gigantesco sarcófago de negro granito, extraído de las tumbas de los reyes frente a Lúxor, y con su antigua cubierta exornada de esculturas de tiempo inmemorial. Pero en la tapicería de la cámara, sobre todo, se mostraba, ¡ay de mí! la fantasía capital de todo aquello. Los elevados muros, de altura gigantesca y casi desproporcionada, estaban revestidos de arriba abajo en amplios pliegues de una tapicería pesada y casi sólida, del mismo tejido que descollaba como alfombra en el pavimento, como cubierta en los divanes y en el lecho de ébano, como drapería en el dosel y como magníficas volutas en las cortinas que cubrían parcialmente la ventana. El tejido era de la más rica tela de oro. Estaba salpicado por todas partes, a intervalos irregulares, de arabescos de un pie de diámetro, laborados sobre la tela en dibujos del más puro negro de azabache. Pero aquellas figuras ostentaban su verdadero estilo arabesco solamente cuando se las contemplaba desde cierta línea visual. Por una disposición bastante generalizada ahora, pero que se remonta a un período de gran antigüedad, se las había dotado de aspecto cambiante. Para el que entraba en la habitación tenían simplemente la apariencia de monstruosidades; pero, al avanzar un poco más, su forma cambiaba gradualmente; y paso a paso, al dar la vuelta en la cámara, veíase rodeado el visitante de una sucesión interminable de los horrendos fantasmas que pueblan las supersticiones normandas, o que toman cuerpo en los ensueños infernales de los monjes. El efecto fantástico se acrecentaba con la introducción de una corriente de aire artificial detrás de las draperías, que prestaba al conjunto lúgubre e inquietadora animación.

En salones semejantes, en cámara nupcial como la que acabo de describir, pasé con la castellana de Tremaine las impías horas del primer mes de matrimonio, horas que transcurrieron sin mayores perturbaciones. No pude dejar de apercibirme, sin embargo, de que mi mujer temía los fieros impulsos de mi carácter, que me amaba poco, y trataba de esquivarme; pero esto me produjo más bien placer que cualquier otro sentimiento. La detestaba con odio demoniaco más que humano. Mi memoria retrocedía (¡oh! ¡con cuánta intensidad de pesar!) a Ligeia, la bien amada, la augusta, la bella, la desaparecida. Gozaba con las reminiscencias de su pureza, su erudición, su elevación de espíritu, su naturaleza etérea, su apasionado e idolátrico amor. Y entonces ardía mi espíritu plena y libremente con fuego mayor aún que el que a ella la consumía. En la exaltación de mis sueños de opio (porque habitualmente estaba sumido en los efectos de esta substancia), llamábala en voz alta por su nombre en el silencio de la noche, o en los lugares más recónditos del valle durante el día, como si por medio de mi salvaje anhelo, de la pasión solemne, del ardor nostálgico que me consumía por la muerta, pudiera yo volverla a la senda que había abandonado sobre la tierra. (¡Ah! ¿era posible que esto fuera para siempre?)

Al iniciarse el segundo mes de matrimonio, Lady Rowena se sintió atacada de repentino malestar, del cual se recobraba con lentitud. La fiebre que la consumía hacía sus noches intranquilas; y en su inconsciente estado de media vigilia, hablaba de ruidos, de movimientos dentro y alrededor de la cámara de la torrecilla; lo cual deduje yo que no tenía otro origen que el desarreglo de su mente o quizá la influencia fantasmagórica de la misma habitación. Al fin entró en convalecencia; luego se restableció por completo. Pero, apenas hubo transcurrido un breve período, un nuevo acceso, más violento que el primero, la arrojó de nuevo en el lecho del dolor; y de este segundo ataque nunca llegó a recobrarse su constitución, débil en todo tiempo. Su enfermedad asumió desde entonces caracteres alarmantes y la más severa persistencia, desafiando la ciencia y los desvelos de los médicos. Con la exacerbación del malestar crónico que la aquejaba, y que aparentemente había dominado su naturaleza hasta el punto de que era imposible combatirlo con medios humanos, observé también una exacerbación análoga en la irritación nerviosa de su temperamento, y en su excitabilidad por causas triviales de temor. Habló de nuevo, ahora más a menudo y con mayor insistencia, de ruidos, ligeros ruidos, y del movimiento inusitado de las draperías, a que había aludido anteriormente.

Una noche, a fines de septiembre, propuso a mi atención este angustioso tema con más énfasis aún de lo acostumbrado. Acababa de despertar de un sueño agitado, durante el cual estuve espiando, con sentimiento mezcla de ansiedad y de temor, los efectos que se retrataban en su adelgazado semblante. Sentéme al lado del lecho de ébano, sobre uno de los divanes de la India. Ella se enderezó a medias y habló, en ardiente murmullo, de los sonidos que en aquel mismo instante oía, pero que yo no podía escuchar, de los movimientos que ella veía, pero que yo no podía percibir. El aire soplaba fuertemente detrás de las draperías y quise demostrarle algo que, dejadme confesarlo, yo mismo no creía por completo: que aquellos suspiros inarticulados y aquellas suaves variaciones de las figuras sobre el muro no eran sino los efectos naturales y ordinarios de las ráfagas de aire. Pero una palidez mortal, extendiéndose sobre su rostro, vino a probarme que eran infructuosos mis esfuerzos para tranquilizarla. Parecía que estaba a punto de desfallecer, y no había criados al alcance de la voz. Recordé el sitio donde se había depositado una ánfora de vino ligero ordenado por los médicos, y me apresuré a atravesar el aposento para procurárselo. Pero, al detenerme debajo de la luz del incensario, dos circunstancias de naturaleza sorprendente atrajeron mi atención. Sentí que algún objeto palpable aunque invisible había pasado ligeramente cerca de mí; y observé sobre la dorada alfombra, en el centro precisamente del resplandor suntuoso del incensario, una sombra, sombra débil, vaga, angelical, algo semejante a lo que podría definirse como la sombra de una sombra. Pero yo estaba aturdido con los efectos de una dosis exagerada de opio y no me preocupé de estas cosas, ni hablé de ellas a Rowena. Habiendo encontrado el vino, crucé de nuevo la habitación, llené una copa y la aproximé a los labios de la desfalleciente señora. Habíase recobrado un tanto, sin embargo, y cogió ella misma el vaso, mientras yo me hundía en un diván cercano con los ojos fijos en su semblante. En este momento oí distintamente un paso ligero sobre la alfombra y cerca del lecho; y un segundo después, en el acto en que Rowena levantaba la copa hasta sus labios, vi (o quizá soñé que veía), vi caer dentro del recipiente, como de algún surtidor invisible en la atmósfera del cuarto, tres o cuatro grandes gotas de un líquido brillante color de rubí. Si yo vi esto, no lo vió Rowena. Bebió el vino sin vacilar, y yo me abstuve de hablarle de este incidente que, bien considerado, debe haber sido únicamente el resultado de una exaltada fantasía, en mórbida actividad por el terror de la dama, por el opio y por la hora.

Pero no pudo escapar a mi propia percepción el hecho de que, inmediatamente después de la absorción de las gotas color de rubí, sufrió un rápido acrecentamiento el malestar de mi mujer; a tal punto que, tres noches más tarde, las manos de sus camareras la preparaban para la tumba; y a la cuarta, me encontré solo con su amortajado cadáver, sentado en aquella cámara fantástica que la recibió como mi esposa. Extravagantes visiones, engendradas por el opio, revoloteaban como sombras a mi alrededor. Mirábalas con ojos inquietos posarse sobre los sarcófagos en los ángulos de la habitación, sobre las cambiantes figuras de la tapicería y entre el serpenteo de los fuegos diversamente coloreados en el incensario que pendía en el centro de la habitación. Mis miradas se dirigieron entonces, recordando los incidentes de una de las noches anteriores, al espacio debajo de los rayos del incensario, donde había percibido el débil reflejo de una sombra. No estaba allí ahora, sin embargo; y, respirando con más libertad, torné mis ojos hacia la rígida y pálida figura que yacía sobre el lecho. Entonces se apoderaron de mi mente millares de remembranzas de Ligeia, y sentí en el alma, con la violencia tumultuosa de una inundación, todo el agudo e intolerable dolor con que la había visto a ella así amortajada. La noche transcurría; y en tanto yo continuaba mirando el cuerpo de Rowena con el pecho lleno de amargos pensamientos por la única y supremamente bien amada.

Sería la media noche, o más temprano quizá, o quizá más tarde, porque no me había dado cuenta del tiempo transcurrido, cuando un suspiro suave y apagado, pero muy distinto, me sorprendió en medio de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del lecho mortuorio. Escuché en una agonía de supersticioso terror; mas no hubo repetición del sonido. Esforcé mi visión tratando de descubrir cualquiera moción del cuerpo, pero no se percibía ni la más ligera. Sin embargo, no podía engañarme. Había oído el rumor, aunque débil, y mi alma se había despertado dentro de mí. Deliberada y persistentemente conservé mi atención fija sobre el cadáver. Muchos minutos transcurrieron, sin embargo, antes de que se presentara ninguna circunstancia que pudiese arrojar luz sobre el misterio. Hízose al fin evidente que un ligerísimo, muy débil, matiz de colorido subía a las mejillas y a lo largo de las pequeñas venas hundidas de los párpados. Dominado por una especie de horror o pavor inexplicable, para expresar enérgicamente el cual no existen palabras suficientes en el lenguaje humano, sentí que mi corazón cesaba de latir y que mis miembros se volvían rígidos sobre el asiento. Pero el sentimiento del deber contribuyó al fin a devolverme mi presencia de ánimo. No podía dudar por más tiempo de que nos habíamos precipitado en los preparativos, que Lady Rowena vivía todavía. Era necesario procurar una reacción inmediata; pero la torrecilla estaba lejos de la parte de la abadía habitada por los criados, y nadie se encontraba al alcance de la voz. No había forma de llamarlos sin abandonar la habitación por algunos minutos, y no podía aventurarme a proceder así. De consiguiente, luché solo en mis esfuerzos para atraer el espíritu todavía en suspenso. Tras corto tiempo, sin embargo, pudo notarse que se presentaba una recidiva: desapareció el color de las mejillas y párpados dejando una palidez mayor aún que la del mármol; los labios se recogieron y fruncieron nuevamente en la expresión lúgubre de la muerte; una repulsiva y viscosa frialdad extendióse con rapidez en toda la superficie del cuerpo; y sobrevino casi instantáneamente la acostumbrada e inflexible rigidez mortal. Me dejé caer estremeciéndome en el diván del cual me había lanzado tan súbitamente, y me entregué de nuevo a la apasionada vigilia de los recuerdos de Ligeia.

Una hora transcurrió de esta manera cuando (¿sería posible!) oí por segunda vez un vago rumor que partía del lado del lecho. Escuché con horror extremado. El sonido dejóse oír de nuevo: era un suspiro. Me precipité sobre el cuerpo, y vi, vi distintamente un temblor de los labios. Un minuto después abriéronse descubriendo una hilera de perlados dientes. La admiración luchaba ahora en mi pecho con el terror que antes reinaba como soberano. Sentí que mi vista se obscurecía, que la razón se me escapaba; y debido sólo a un violento esfuerzo pude al fin reconquistar el dominio de mis nervios para emprender la tarea que el deber me señalaba. Mostrábase ahora una especie de brillo parcial sobre la frente, las mejillas y la garganta; un calor perceptible se apoderaba del cuerpo; y dejábase sentir así mismo un ligero latido del corazón. La dama vivía; y con ardor redoblado me dediqué a la labor de resucitarla. Golpeé y humedecí sus sienes y sus manos, e hice uso de todos los medios que la experiencia y mis frecuentes lecturas sobre medicina pudieron sugerirme. Pero en vano. Súbitamente el color se desvaneció; cesaron las pulsaciones; reasumieron los labios la expresión de la muerte; y un instante después el cuerpo tomó la helada viscosidad, el color lívido, la rigidez intensa, la depresión de las líneas y todas las horrendas peculiaridades del que hubiera sido durante varios días un huésped de la tumba.

Y de nuevo me sumergí en las visiones de Ligeia; y otra vez (¿qué puede maravillar el que tiemble mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un suspiro desde el lecho de ébano. Mas ¿por qué detallar minuciosamente los horrores indecibles de aquella noche? ¿Por qué detenerme a relatar cómo, una y otra vez, casi hasta el amanecer, repitióse este horrendo drama de la vuelta a la vida; cómo cada terrorífica recidiva era aparentemente seguida por una muerte más inflexible e irremediable; cómo cada agonía llevaba, al parecer, el sello de una lucha con algún enemigo invisible; y cómo cada lucha era seguida de un extraño cambio en la apariencia personal del cadáver! Dejadme llegar a la conclusión.

La mayor parte de esta horrible noche había transcurrido en esta forma, y la que había estado muerta revivió una vez más, ahora con mayor fuerza que nunca, aunque se levantaba de disolución más pavorosa que todas las anteriores en su desesperanza al parecer irremediable.

Yo había cesado hacía tiempo de moverme y de luchar y continuaba rígidamente sentado en el diván, presa desamparada de un torbellino de violentas emociones, de las cuales el extremado pavor era quizá la menos terrible, la menos devastadora. El cadáver, repito, conmovióse de nuevo y más vigorosamente que antes. Los matices de la vida brotaron con insólita energía en el semblante; los miembros se suavizaron; y, salvo que los párpados continuaban apretadamente unidos y que los vendajes y draperías funerarias prestaban todavía su sello de ultratumba a la figura, podía soñar que Rowena había escapado positivamente de las garras de la muerte. Pero si aun no hubiese admitido tal idea, era imposible dudarlo más largo tiempo al ver que, levantándose del lecho, vacilante, con débiles pasos, los ojos cerrados, y semejante a una persona en un acceso de somnambulismo, aquella cosa amortajada avanzó intrépida y palpablemente hasta el centro de la habitación.

No temblé; no me moví; porque una multitud de fantasías inenarrables relacionadas con el aire, la estatura, el continente de la figura, se apoderó en tropel de mi cerebro, paralizandome y convirtiéndome en piedra. No me moví; pero contemplé la aparición. Había un desorden insensato en mis pensamientos, un tumulto imposible de aplacar. ¿Podía ser, en verdad, la viviente Rowena quien se encontraba frente a mí? ¿Podía absolutamente, ser Rowena, la rubia, de ojos azules, Lady Rowena Trevanion, de Tremaine? ¿Por qué, por qué lo había de dudar? El vendaje estaba apretadamente colocado cerca de la boca; pero ¿podía aquella no ser la boca de la viva castellana de Tremaine? ¿Y las mejillas? Había rosas como en la plenitud de la vida; sí, en rigor, éstas podían ser las lindas mejillas de la señora de Tremaine vuelta a la vida. ¿Y la barba, con sus hoyuelos, como en plena salud, ¿podía no ser suya? Pero entonces, ¿habíase vuelto más alta después de su enfermedad? ¡Qué locura tan imposible de expresar se apoderaba de mí con estos pensamientos! ¡Un salto, y me arrojé a sus pies! Estremeciéndose a mi contacto, dejó caer de su cabeza el vendaje funerario que la envolvía, y se deslizaron en la iluminada atmósfera de la cámara, pesadas masas de cabello largo y desordenado. ¡Era más negro que el ala del cuervo a la media noche! Y entonces, abriéronse suavemente los ojos de la figura que se hallaba delante de mí. "¡Aquí, entonces, en verdad!" proferí en un gran clamor. "¿Puedo acaso equivocarme? ¿lo podría jamás? ¡Estos son los redondos, los negros y extraños ojos de mi perdido amor, de Lady, ¡oh! de Lady Ligeia!"

Berenice

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum
amicæ visitarem, curas meas aliquantulum
fore levatas

— Ebn Zaiat.


La miseria es múltiple. La desgracia afecta diversas formas. Extendiéndose por el vasto horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados, tan distintos y hasta tan íntimanente mezclados, como los que presenta ese fenómeno. ¡Extendiéndose por el vasto horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de lo desagradable? ¿del anuncio de paz, un símil de dolor? Pero así como en ética el mal es una consecuencia del bien, en la realidad, es del placer que ha nacido el dolor. Ó la memoria de la dicha pasada es la pena de hoy, ó las agonías presentes tienen su origen en los éxtasis que pueden haber existido.

Mi nombre de bautismo es Egœus; el de mi familia no lo diré. No hay en la tierra mansión más antigua que mi sombrío, gris y hereditario castillo. Nuestra raza ha sido llamada raza de visionarios; y en algunas circuns­tancias extrañas, en el carácter de la casa señorial, en los frescos del salón principal, en las tapicerías de los dormitorios, en el cincel de algunas columnas de la sala de armas, en la forma de la biblioteca, y, en fin, en la naturaleza verdaderamente singular de los libros en­cerrados en ella, hay más que suficiente materia para disculpar esa creencia.

Los recuerdos de mis primeros años datan de ese cuarto y de esos volúmenes. Ahí murió mi madre. Ahí nací yo. Pero sería simplemente una tontería el decir que yo no había vivido antes, que el alma no tiene existencia anterior. ¿Lo negáis? no discutamos sobre este asunto. Convencido yo, no busco convencer á los demás. Existe, sin embargo, un recuerdo de aéreas formas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes; un recuerdo que no quiere abandonarme, una memoria como de una sombra, vaga, variable, indefinida, irregular·; sombra de la que no podré verme libre, mientras brille el sol de mi razón.

En ese cuarto nací. Despertándome así de la larga noche de lo que parecía, pero no era, la no existencia, en medio mismo del país de las hadas, en un palacio imaginario, en el extravagante dominio del pensamiento y la erudición monásticas, no es singular que dirigiera á mi alrededor miradas estremecidas y ardien­tes, que malgastara mi infancia en libros y disipara mi juventud en fantasías; pero es singular que, ha­biendo conocido los años, la virilidad me encontrara to­davía en la mansión de mis padres; es sorprendente que esta estaguación cayera sobre la primavera de mi vida, sorprendente la inversión total que se hizo sitio en el carácter de mis ideas más comunes. Las realida­des del mundo me afectaban como visiones, y como visiones solamente, mientras que los locos pensamien­tos de la tierra de los sueños se convertían, á su turno, no en el alimento de mi vida diaria, sino en mi vida misma.


* * *


Berenice y yo éramos primos, y ambos crecimos en mi casa paterna. Sin embargo, crecimos diferente­mente: yo, débil de salud y sumergido en mi tristeza, ella, ágil, graciosa, dasbordanuo energía; para ella, los paseos en la colonia; para mí, los estudios del claustro; vivía en mi propio corazón, y dedicado en cuerpo y alma á la meditación más penosa; ella, errando descuidada á través de la vida, sin pensar en las sombras de su camino ó el silencioso vuelo del alado cuervo de las horas. ¡Berenice! ¡Invoco su nombre! ¡Berenice! y entre las ruinas de mi memoria se agitan á ese llamado mil tumultuosos recuerdos! ¡Ah! ¡Su imagen está ahora delante de mí, como en los primeros días de su sincero gozo! ¡Oh esplendente, aunque fan­tástica balleza! ¡Oh sílfide de las florestas del Arnheim! ¡Oh náyade de sus fuentes! Y después, después, todo es misterio y terror; una historia que no debía ser narrada. Una enfermedad, una fatal enfermedad cayócomo el simoún sobre su cuerpo; y hasta mientras yo la miraba, el espíritu del cambio se deslizaba en ella, apoderándose da su ánimo, sus trajes y su carácter, y de la manera más sutil y terrible, perturbando hasta su identidad personal. ¡Ay! el destructor iba y venía; y la victima, ¿dónde está? ¡No la conozco, ó no la conozco ya como Berenice!

Entre el numeroso cortejo de enfermedades que si­guieron á la que efectuó tan horrible revolución en el ser moral y físico de mi prima, debe ser mencionada, como la más aflictiva y obstinada en su naturaleza, una espe­cie de epilepsia, que terminaba frecuentemente en cata­lepsia, catalepsia que se parecía muchísimo a la muerte positíva, y de la que volvía, en el mayor número de casos, con un brusco estremecimiento. Mientras tanto, mi propio mal, pues se me ha dicho que no debía lla­marlo con otro nombre, mi propio mal crecía rápidamente, hasta asumir, por último, un carácter mono­maníaco de una nueva y extraordinaria forma, ganando vigor de hora en hora y de momento en momento, y obteniendo, por fin, sobre mí, el más incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si debo llamarla así, consistía en una mórbida irritabilidad de esas cuali­dades del alma, conocidas en la ciencia de la metafísica por cualidades de atención. Es más que probable que no sea entendido; pues temo, á la verdad, que no me sea posible trasmitir á la generalidad de los lectores una idea adecuada de esa nerviosa intensidad de interés, con que en mi caso las potencias meditativas, para no emplear tecnicismos, se hundían en la contemplación de los objetos más comunes del universo.

Cavilar infatigablemente horas enteras, con la aten­ción fija sobre alguna frívola observación encontrada en el margen ó en la tipografía de un libro; quedar ab­sorto, durante la mayor parte de un día de verano, contemplando una fantástica sombra que caía oblicuamente sobre la tapicería ó el pavimento; olvidarme á mí mismo toda una noche, velando la monótona llama de una lámpara ó las chispas del carbón encendido; soñar varios días con el perfume de una flor; repetir, estúpidamente, alguna palabra vulgar, hasta que el sonido, por la frecuente repetición, cesara de represen­tar una idea cualquiera; perder toda conciencia de mo­vimiento ó vida física, por medio de un largo reposo, obstinadamente prolongado; tales eran algunas de las más comunes y menos perniciosas fantasías produci­das por una condición de las facullades mentales, que aunque no sin ejemplo, desafía ciertamente el análisis ó la explicación.

Trataré de hacerme comprender, sin embargo. La irregular, intensa y mórbida atención así excitada por objetos frívolos por naturaleza, no debe ser confundida con esa propensión á meditar, común á toda la humanidad y á la cual se abandonan más especialmente las personas de ardiente imaginación. No era ni siquiera, como se podía haber supuesto al principio, una condi­ción extrema ó exagerada de esa propensión; era,· sobre todo, esencialmente distinta de ella. En gene­ral, el soñador ó entusiasta, estando interesado por un objeto usualmente no frívolo, lo pierde de vista de una manera imperceptible, merced á una multitud de deducciones y sugestiones que proceden del ob­jeto mismo, hasta que al fin, á la conclusión de esa quimera, á menudo llena de lujuria, encuentra el incitamentum, ó causa primera de sus cavilaciones, enteramente desvanecido y olvidado. En mi caso, el objeto primitivo era invariablemente frívolo, aunque asumía, por medio de mi perurbada visión, una importancia imaginada. Pocas deducciones ó ninguna eran hechas; y esas pocas volvían pertinazmente hacia el punto de partida, como á un centro. Las medita­ciones no eran agradables jamás; y á la terminación de la causa primera, lejos de haber sido perdida de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerndo, que era la fisonomía predominanto de la enfermedad. En una palabra, la potencia intelectual más ejercitada en mi, como he dicho antes, era la de la aten­ción, mientras que en el soñador, es la especulativa.

Mis libros en esa época, si no servían para irritar el desorden, participaban, como se verá, por su naturaleza imaginativa é ilógica, de las cualidades características del desorden mismo.

Recuerdo muy bien, entre otros, el tratado del noble italiano Cœlius Secundus Curio, De Amplitudine Beati Regni Dei, la gran obra de San Agustín, La Ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, en la que se encierra la sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius; credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit; certum est quia impossibile est, que ocupó todo mi tiempo durante muchas semanas de laboriosas é inútiles investigaciones.

De esta manera, parecerá que, agitada en su ba­lanza sólo por cosas triviales, mí razón tenía similitud con ese peñasco de que habla Ptolomeo Hephestion, fue resistía á los ataques de la violencia humana y á la ciega furia de las aguas y de los vientos, pero tem­blaba al tacto de la flor llamada Asphodel. Y aunque, para un pensador negligente, pueda parecer un asunto fuera de duda, que la alteración pro­ducida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad, me procurara muchos motivos para ejercitar esa intensa y anormal meditación que he tenido tanta pena en explicar, no era eso, sin em­bargo, lo que me acontecía. En los intervalos lúcidos de mi mal, su enfermedad, es cierto, me causaba dolor, y lamentando profundamente aquella desaparición total de su hermosura, y de su vida, no dejaba de re­flexionar, de una manera frecuente y siempre amarga, sobre los maravillosos medios de que se había valido para presentarse una resolución tan extraña. Pero es­tas reflexiones no participaban de la idiosincracia de mi mal, y eran tales como podían haber ocurrido á la masa ordinaria de los hombres. Lógico con su propio carácter, mi desorden se alimentaba con los menos im­portantes, pero más sorprendentes cambios operados en el físico de Berenice, con la singular y espantosa desaparición de su identidad personal.

Durante los más brillantes días de su incomparable belleza, es seguro que yo no la había amado todavía. Á causa de la extraña anomalía de mi existencia, las simpatías no han tenido nunca origen en mi corazón, y mis pasiones han procedido siempre del espiritu.

Á través de las nieblas de la madrugada, entre las cruzadas sombras de la selva, al medio día y en el silencio de mi biblioteca, á la noche, ella había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como la viviente y tangible Berenice, sino como la Berenice de un sueño; no como un ser de la tierra, corpóreo, sino como la abstracción de ese ser; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como un tema de la más oscura é irregular especulación. Y ahora — ahora me estremecía en su presencia y me ponía pálido al sentir que se aproxi­maba; sin embargo, lamentando amargamente su des­consoladora enfermedad, me acordé que ella me había amado mucho tiempo, y, en un mal instante, le hablé de mi matrimonio.

Y al último, el período de nuestras bodas se iba aproximando, cuando, en una tarde de invierno del año — uno de esos días intempestivamente calurosos, tranquilos y nublados, que son las nodrizas de la bella Alción — me senté (y me senté, como pienso, solo) en uno de los salones interiores de la biblioteca. Y levantando los ojos, vi que Berenice estaba delante de mí.

¿Fué mi propia imaginación excitada, ó la influencia de la niebla, ó el incierto crepúsculo del cuarto, ó las sombrías vestiduras que caían á lo largo de su cuerpo — lo que le prestó un contorno tan vacilante y tan indistinto?

No podría decirlo. Berenice no habló una palabra; y yo por nada del mundo hubiera despegado mis labios. Un helado estremecimiento recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de insuperable ansiedad, y una curiosidad consumidora se apoderó de mi alma; y echándome hacia atrás en la silla, permanecí algunos instantes sin aliento ni movimiento, con mis ojos fijos en su persona. ¡Ay! su extenuación era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo quedaba en una sola linea de sus contornos. Mis ardientes miradas cayeron por fin sobre su rostro.

La frente era alta, y muy pálida y singularmente plá­cida; y el cabello, en otro tiempo de azabache, que caía parcialmente sobre ella, sombreando las escavadas sienes con innumerables rizos, era entonces de un rubio vivaz, que reñía discordantemente, en su fantás­tico carácter, con la melancolia dominante del aspecto. Los ojos no tenían vida ni brillo, y hasta parecían sin pupila. Desvié involuntariamente la vista de sus mira­das vidriosas para pasar á la contemplación de sus delgados y encogidos labios. Los abrió, y en medio de una sonrisa de peculiar expresión, los dientes de la cambiada Berenice se presentaron lentamente á mis ojos. ¡Pluguiera á Dios que no los hubiera visto, ó que habiéndolos visto, hubiera muerto!


* * *


El ruido de una puerta que se cerraba interrumpió mi meditación, y levantando los ojos, vi que mi prima había abandonado el cuarto. Pero no había partido del desordenado cuarto de mi cerebro, y no quería salir de él la pálida imagen de los dientes. Ni una mancha en su superficie — ni una sombra en su esmalte — ni una· endentadura en sus aristas — que el breve período de su sonrisa no hubiera bastado para grabar en mi me­moria. Los veía entonces hasta más claramente que cuando los contemplé en realidad. ¡Los dientes! ¡los dientes! — estaban aquí y allí y por todas partes, y visible y palpablemente delante de mi; largos, delga­dos y excesivamente blancos, con los pálidos labios tor­ciéndose por arriba de ellos como en el momento de su primera y terrible exhibición. Entonces hizo presa en mí la plena furia de mi monomanía, y luché en vano contra su extraña é irresistible influencia. En los multiplicados objetos del mundo externo, no tenía pensamientos sino para los dientes. Los deseaba frenéticamente. Todos los otros asuntos y todos los otros intereses llegaban á absorberse en su única contemplación. Ellos, ellos solos estaban presentes á los ojos del espíritu, y ellos, en su individualidad solitaria, se convertían en la esencia de mi vida intelectual. Los sometía á todas las luces. Los volvía en todos sentidos. Examinaba sus caracteres. Detenía mi atención sobre sus peculiari­dades. Reflexionaba respecto á su forma. Cavilaba sobre la alteración de su naturaleza. Me estremecía cuando les prestaba, en mi imaginación, un poder sen­sitivo y sensiente, y hasta sin la ayuda de los libros, una capacidad de expresión moral. De Mademoiselle Salle se ha dicho muy bien: que todos sus pasos eran sentimientos, y de Berenice, yo creía lo más seriamente que todos sus dientes eran ideas. ¡Ideas! ¡ah! aquí está el pensamiento de idiota que me ha perdido! ¡Ideas! — ¡ah! por eso es que yo los codiciaba tan locamente! Sentía que sólo su posesión podía devol­verme á la paz, y restituirme á la razón.

Y la noche me tomó de esa manera—y llegó la oscuridad, se detuvo y se fué — y volvió á amanecer — y las nieblas de una segunda noche se condensaban alrededor — y todavía estaba sentado en aquel soli­tario cuarto — y todavía estaba sentado, sumergido en mi meditación, y todavía el fantasma de los dientes mantenía su terrible influencia, hasta el punto de que con la más vivida y horrorosa distinción, flotaba aquí y allá entre las vacilantes luces y sombras de la pieza. Por último, mis sueños fueron interrumpidos por un grito como de horror y desmayo; y en seguida, des­pués de una pausa, resonaron voces turbadas, á las que se mezclaban sordos gemidos de angustia y de dolor. Me levanté de mi asiento, y empujando una de las puertas de la biblioLeca, vi de pie en la antecámara á una sirvienta, que bañada en lágrimas, me dijo que Berenice ya no existía. Había sido atacada de la epilep­sia por la mañana temprano, y entonces, al cerrar la noche, la sepultura estaba pronta para el huésped y todos los preparativos del entierro estaban concluídos.


* * *


Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo sentado solo. Parecía que hubiese despertado reciente­mente de algún confuso y excitante sueño. Conocí que era entonces media noche, y estaba bien seguro que, después de entrado el sol, había sido enterrada Berenice. Pero de lo que había pasado en ese lúgubre período, no tenía un recuerdo bien positivo, un conocimiento definido. Sin embargo, su memoria estaba repleta de horror — horror más horrible porque era vago, y terror más terrible por su ambigüedad. Era una página si­niestra en los anales de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, horrorosos é ininteligibles. Me esforzaba por descifrarlos, pero en vano; muy á menudo, y como si fuera el alma de un sonido extinguido, me zumbaba en los oídos un grito agudo · y penetrante, una voz de mujer. Yo había hecho una cosa; ¿qué era? Me hacía la pregunta en alta voz, y el eco me contestaba como cuchicheando: ¿Qué era?

En una mesa cerca de mí, ardía una lámpara y podia verse una pequeíla caja. No era de un carácter notable ni extraño; y yo la había visto muchas veces, porque pertenecia al médico de la familia; pero, ¿cómo estaba allí, sobre mi mesa, y por qué me estremecí al mi­rarla? Estas cosas no eran como para preocuparse, y mis ojos, al último, quedaron fijos en las páginas de un libro, sobre una sentencia subrayada. Eran las singulares, aunque simples palabras del poeta Ebn Zaiat: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicæ visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, entonces, al leerlas, los cabellos se me erizaron y la sangre se heló en mis venas?

Golpearon ligeramente á la puerta de la biblíoteca, y pálido como un huésped de la tumba, un criado entró en puntillas. Sus miradas revelaban extravío y terror, y me habló con una voz trémula, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí algunas frases cortadas. Habló de un extraño grito que había interrumpido el silencio de la noche, de la reunión inmediata de los vecinos, de un registro hecho en la dirección del grito; y su voz se hizo aguda y distinta cuando me murmuró de un se­pulcro violado, de un cuerpo desfigurado, todavía res­pirante, palpitando todavía, ¡todavía viva!

Señaló mis vestidos; estaban manchados con sangre coagulada. Yo no hablaba, y él me tomó suavemente la mano; en ella había impresiones de uñas humanas. Llamó mí atención hacia un objeto que estaba apoyado en la pared; era una azada. Arrojando un grito salté sobre la mesa, y así la caja de que he hablado. Pero no pude abrirla; y en mi temblor, se deslizó de mis manos y cayó pesadamente, y se hizo trizas; y entonces se escaparon de ella, rodando con un ruido metálico, algunos instrumentos de cirujía dentaria, mezclados con treinta y dos cositas pequeñas, blancas, al parecer de marfil, las cuales se derramaron acá y allá sobre el pavimento...

La ciudad en el mar

¡Ved! La Muerte se ha erigido un trono,
en una extraña ciudad que se levanta, solitaria,
muy lejos, en el sombrío occidente, donde
los buenos y los malos, los peores y los mejores
han ido hacia la paz eterna. Allí los templos,
los palacios y las torres—torres carcomidas
por el tiempo, y que no tiemblan nunca,—no
se parecen en nada a las nuestras. A su alrededor,
olvidadas por los vientos que no las agitan
jamás resignadas bajo los cielos, reposan las
aguas melancólicas.

Desde el cielo sagrado, ningún rayo desciende
en la negra noche de esa ciudad; pero un resplandor
reflejado por la lívida mar, invade las
torres, brilla silenciosamente sobre las almenas,
a lo hondo y a lo largo, sobre las cúpulas, sobre
las cimas, sobre los palacios reales, sobre los
templos, sobre las murallas babilónicas, sobre
la soledad sombría y desde largo tiempo abandonada,
de los macizos de hiedra esculpida y
de flores de piedra—sobre tanto y tanto templo
maravilloso en cuyos frisos contorneados se
entrelazan claveles, violetas y viñas.

Bajo el cielo, resignadas, reposan las aguas
melancólicas. Las torres y las sombras se confunden
de tal modo que todo parece suspendido
en el aire, mientras que desde una torre
orgullosa, la Muerte como un espectro gigante,
contempla la ciudad que yace a sus pies.

Allá los templos abiertos y las tumbas sin losa
bostezan al nivel de las aguas luminosas; pero
ni las riquezas que se muestran en los ojos
adiamantados de cada ídolo, ni los cadáveres
con sus rientes adornos de joyas, quitan a las
aguas de su lecho; ninguna ondulación arruga,
¡ay de mí! todo ese vasto desierto de cristal;
ninguna ola indica que los vientos puedan
existir sobre otros mares lejanos y más felices;
ninguna ola, ninguna ola deja suponer que han
existido vientos sobre mares menos horrorosamente
serenos.

Pero, he ahí que un estremecimiento agita
el aire. Una onda, un movimiento se ha producido,
allá abajo. Se diría que las torres se han
bamboleado y se hunden, dulcemente, en la
onda taciturna, como si las cimas hubieran
producido un ligero vacío en el cielo brumoso.
Entonces las ondas tienen una luz más roja,
las horas transcurren sordas y lánguidas. Y
cuando en medio de gemidos que no tengan
nada de terrestres, esta ciudad sea engullida
por fin y profundamente fijada bajo la mar,
todavía, levantándose sobre sus mil tronos, el
Infierno le rendirá homenaje.

El barril de amontillado

Había soportado lo mejor posible los mil pequeños agravios de Fortunato; pero cuando se atrevió a llegar hasta el ultraje, juré que había de vengarme. Vosotros, que tan bien conocéis mi temperamento, no supondréis que pronuncié la más ligera amenaza. Algún día me vengaría; esto era definitivo; pero la misma decisión que abrigaba, excluía toda idea de correr el menor riesgo. No solamente era necesario castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando la reparación se vuelve en contra del justiciero; ni tampoco se repara cuando no se hace sentir al ofensor de qué parte proviene el castigo.

Es necesario tener presente que jamás había dado a Fortunato, ni por medio de palabras ni de acciones, ocasión de sospechar de mi buena voluntad. Continué sonriéndole siempre, como era mi deseo, y él no se apercibió de que ahora sonreía yo al pensamiento de su inmolación.

Fortunato tenía un punto débil, aunque en otras cosas era hombre que inspiraba respeto y aun temor. Preciábase de ser gran conocedor de vinos. Muy pocos italianos tienen el verdadero espíritu de aficionados. La mayor parte regula su entusiasmo según el momento y la oportunidad, para estafar a los millonarios ingleses y austriacos. En materia de pinturas y de joyas, Fortunato era tan charlatán como sus compatriotas; pero tratándose de vinos antiguos era sincero. A este respecto yo valía tanto como él materialmente: era hábil conocedor de las vendimias italianas, y compraba grandes cantidades siempre que me era posible.

Fué casi al obscurecer de una de aquellas tardes de carnaval de suprema locura cuando encontré a mi amigo. Acercóse a mí con exuberante efusión, pues había bebido en demasía. Mi hombre estaba vestido de payaso. Llevaba un ceñido traje a rayas, y en la cabeza el gorro cónico y los cascabeles. Me sentí tan feliz de encontrarle que creí que nunca terminaría de sacudir su mano.

Díjele:

—Mi querido Fortunato, tengo una gran suerte en encontraros hoy. ¡Qué bien estáis! Pero escuchad; he recibido una pipa que se supone ser de amontillado, mas tengo mis dudas.

—¡Cómo!—repuso él.—¡Amontillado! ¿Una pipa? ¡Imposible! ¡Y en mitad del carnaval!

—Tengo mis dudas,—repliqué;—y he cometido la bobería de pagar el precio completo del amontillado antes de consultaros sobre este punto. No podía encontraros y temía perder un buen negocio.

—¡Amontillado!

—Tengo mis dudas.

—¡Amontillado!

—Y necesito aclararlas.

—¡Amontillado!

—Como estáis comprometido, iré a buscar a Luchresi. Si alguno puede decidirlo, será él. El me dirá...

—Luchresi no puede distinguir el amontillado del jerez.

—Y sin embargo, muchos opinan que es tan buen catador como vos mismo.

—¡Vamos, venid!

—¿Adónde?

—A vuestros sótanos.

—No, amigo mío; no quiero abusar de vuestros buenos sentimientos. Observo que estáis comprometido. Luchresi...

—No tengo compromiso; vamos.

—No, amigo mío. No es cuestión solamente del compromiso, sino del severo resfriado que os aflige, según veo. Los sótanos son húmedos. Están incrustados de nitro.

—Vamos allá, a pesar de todo. El resfriado no significa nada. ¡Amontillado! Seguramente que os han engañado. Y lo que es Luchresi, no sabe distinguir el jerez del amontillado.—

Hablando así, Fortunato se apoderó de mi brazo; y después de cubrir mi rostro con una máscara de seda negra y ceñir estrechamente a mi cuerpo un roquelaure, permití que me arrastrara hacia mi palazzo.

No había criados en la casa; todos habían salido a divertirse en obsequio a la ocasión. Habíales dicho que no regresaría hasta la mañana siguiente, a la vez que les daba órdenes explícitas de no abandonar el palacio. Sabía yo bien que dichas órdenes eran razón suficiente para provocar la desaparición inmediata de todos y cada uno de ellos tan pronto como hubiera yo vuelto las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus candelabros y dando una a Fortunato le escolté a través de una serie de habitaciones hasta el pasillo que conducía a los subterráneos. Bajé una larga escalera de caracol, recomendándole tener precaución cuando siguiera este camino. Llegamos al cabo a la extremidad inferior del descenso, y nos detuvimos juntos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresor.

La marcha de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro repiqueteaban a cada paso.

—¿La pipa?—preguntó.

—Está más allá,—respondí yo;—pero fijaos en las blancas telarañas que relucen en los muros de estas cuevas.—

Volvióse hacia mí y me miró con turbias pupilas que destilaban el reuma de la embriaguez.

—¿Nitro?—inquirió, al fin.

—Nitro,—afirmé.—¿Cuánto tiempo hace que tenéis esta tos?

—¡Ugh! ¡ugh! ¡ugh!... ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh!... ¡ugh!¡ugh! ¡ugh!... ¡ugh!¡ugh! ¡ugh!... ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh!—

Mi pobre amigo se encontró incapaz de contestar durante largos minutos.

—No es nada,—dijo al cabo.

—¡Vámonos!—exclamé entonces con decisión,—regresemos; vuestra salud es preciosa. Sois rico, respetado, admirado, amado; sois feliz, como lo era yo en otro tiempo. Sois un hombre que haría falta. Para mí esto no significa gran cosa. Regresemos; enfermaréis, y no quiero ser el responsable. Además, allí está Luchresi...

—Basta,—declaró Fortunato;—esta tos no vale nada; no me matará. No moriré, por cierto, de un resfriado.

—Es verdad, es verdad,—repliqué;—ciertamente que no era mi intención alarmaros sin motivo; pero debéis tomar todas las precauciones necesarias. Un trago de este Médoc nos preservará de la humedad.—

Diciendo estas palabras rompí el cuello de una botella que cogí de una larga hilera de sus compañeras que yacían entre el polvo.

—Bebed,—dije, presentándole el vino.

Levantólo hasta sus labios mirándolo amorosamente. Detúvose luego y me hizo un signo familiar con la cabeza mientras sus cascabeles repiqueteaban.

—Brindo,—dijo,—por los muertos que reposan a nuestro rededor.

—¡Y yo, por vuestra larga vida!—

Tomó mi brazo de nuevo, y proseguimos.

—Estas catacumbas son extensas,—opinó.

—Los Montresor,—repuse,—eran una antigua y numerosa familia.

—No recuerdo vuestras armas.

—Un gran pie humano de oro sobre campo de azur; el pie destroza una serpiente rampante cuyas fauces están incrustadas en el taco.

—¿Y el lema?

Nemo me impune lacessit.

—¡Bien!—exclamó.

El vino chispeaba en sus ojos, y los cascabeles vibraban. Mi propia fantasía se exaltaba con el Médoc. Pasábamos entre grandes montones de esqueletos mezclados con barriles y toneles en lo más profundo de las catacumbas. Me detuve nuevamente y esta vez me atreví a coger el brazo de Fortunato arriba del codo.

—¡El nitro!—exclamé;—mirad, aumenta ahora. Cubre las paredes como musgo. Nos encontramos ahora bajo el lecho del río. Las gotas de humedad escurren entre los huesos. Venid, retrocedamos antes que sea demasiado tarde. Vuestra tos....

—No vale nada, os digo,—insistió él.—Prosigamos. Pero antes, venga otro trago de Médoc.—

Rompí una botella de Grâve y se la pasé. Vacióla de una vez. Sus ojos relampaguearon con brillo feroz. Rió, y arrojó lejos la botella con un gesto que no pude comprender.

Miréle sorprendido. Repitió el movimiento, algo grotesco.

—¿No comprendéis?—preguntó.

—No, por cierto,—repliqué.

—Entonces no pertenecéis a la hermandad.

—¿Cómo?

—No, sois masón.

—Sí, sí,—aseguré,—sí, sí.

—¿Vos? ¡Imposible! ¿Masón?

—Masón,—repliqué.

—Un signo,—dijo,—un signo.

—Aquí está,—respondí, sacando una llana de entre los pliegues de mi roquelaure.

—¡Os burláis!—exclamó, retrocediendo algunos pasos. Mas veamos el amontillado.

—Sea así,—repuse, colocando de nuevo la herramienta debajo de mi chaqueta, y ofreciéndole otra vez el brazo, sobre el cual se apoyó pesadamente. Continuamos la ruta en busca del amontillado. Atravesamos una arquería baja, descendimos, seguimos adelante y, descendiendo de nuevo, llegamos a una profunda cripta donde la pesadez del aire ahogaba nuestras antorchas sin permitirlas flamear.

Al fondo de esta cripta aparecía otra algo menos espaciosa. Sus muros estaban cubiertos de restos humanos alineados hasta la altura de la cabeza, a la manera de las grandes catacumbas de París. Tres lados de la cripta interior estaban aún decorados en esta forma. En el cuarto, los huesos se habían arrojado al suelo y yacían en promiscuidad formando en cierto sitio un montón de regular tamaño. Dentro del muro, puesto así al descubierto por el retiramiento de los esqueletos, apercibimos todavía otra cripta o nicho interior de cuatro pies de profundidad y tres de anchura por seis o siete de altura. Parecía no haberse construído con propósito alguno especial, sino que formaba simplemente el espacio intermedio entre dos de los pilares colosales que sostenían el techo de las catacumbas; y tenía al fondo uno de los muros divisorios de sólido granito.

En vano Fortunato, levantando su moribunda antorcha, trató de escudriñar el interior del escondrijo. Su débil luz no nos permitió inspeccionarlo en su totalidad.

—Adelante,—dije yo,—allí está el amontillado. Y en cuanto a Luchresi....

—Luchresi es un ignorante,—interrumpió mi amigo, avanzando con pasos vacilantes mientras yo seguía, pisándole los talones. Llegó en un momento hasta el fondo del nicho y al encontrarse detenido por la roca, quedó estúpidamente asombrado. Un instante más, y le había yo encadenado contra el granito. Había dos anillos de hierro a distancia de dos o tres pies más o menos uno de otro, horizontalmente. De uno de ellos pendía una cadena corta y del otro un candado. Arrojando los eslabones sobre su cintura, fué para mí labor solamente de unos cuantos segundos asegurarle. Estaba demasiado atónito para resistir. Retirando la llave, salí fuera del escondrijo.

—Pasad la mano sobre el muro,—insinué;—no podéis dejar de sentir el nitro. En verdad, está eso muy húmedo. Dejadme implorar una vez más vuestro regreso. ¿No? Entonces, positivamente, me veré obligado a abandonaros. Pero antes quiero haceros todas las pequeñas atenciones que estén a mi alcance.

—¡El amontillado!—profirió mi amigo, sin recobrarse aún de su estupor.

—Es verdad,—repliqué,—el amontillado.

Diciendo estas palabras, me dirigí a la pila de huesos de que antes he hablado. Arrojándolos a un lado, descubrí pronto una cantidad de piedras de construcción y argamasa. Con estos materiales y con ayuda de mi llana, comencé a tapiar vigorosamente la entrada del nicho.

Apenas habría colocado la primera hilera en mi labor de albañilería, cuando pude notar que la embriaguez de Fortunato había desaparecido casi por completo. La primera indicación que tuve de esta circunstancia fué un sordo y lúgubre lamento que partía del fondo del nicho. No era el lamento de un ebrio. Hubo luego un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda hilera, y la tercera, y la cuarta, y oí entonces furiosas sacudidas a la cadena. El ruido se prolongó por varios minutos, durante los cuales abandoné mi trabajo para escuchar con más satisfacción, y me senté encima de los huesos. Cuando cesó al cabo el chirrido, cogí de nuevo la llana y continué sin interrupción la quinta, sexta y séptima ringlera. El muro elevábase entonces casi a nivel de mi pecho. Me detuve otra vez y levantando la antorcha sobre la abertura, arrojé algunos débiles rayos de luz sobre la figura encerrada dentro.

Una explosión de agudos y penetrantes gritos, brotando súbitamente de la garganta de la encadenada forma, pareció como si me lanzara violentamente hacia atrás. Por breves instantes temblé, vacilé. Desnudando mi puñal, comencé a tentar el fondo del nicho; pero un momento de reflexión me tranquilizó. Puse la mano sobre la sólida construcción de las catacumbas y me sentí satisfecho. Me aproximé nuevamente al muro, y respondí a los clamores que Fortunato lanzaba. Híceles eco, los sostuve, los sobrepujé en fuerza y en volumen. Cuando hice esto, los gritos se apagaron.

Era ya la media noche y mi tarea iba a concluir. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminaba casi la última, la undécima; faltaba colocar una piedra solamente y la argamasa para asegurarla. Luchaba con su peso, y la había colocado a medias en la posición deseada, cuando partió del fondo del nicho una risa débil que puso los pelos de punta sobre mi cabeza. Sucedióla una voz lastimosa que con dificultad pude reconocer como la del noble Fortunato. La voz decía:

—¡Ah! ¡ah! ¡ah!... ¡eh! ¡eh! ¡eh!... muy buena broma en verdad, una broma magnífica. Reiremos de buena gana muchas veces acerca de esto en el palazzo... ¡eh! ¡eh! ¡eh!... nuestro vino... ¡eh! ¡eh!¡eh!

—¡El amontillado!—dije yo.

—¡Eh! ¡eh! ¡eh!... ¡eh! ¡eh! ¡eh!... sí, el amontillado. Pero ¿no está haciéndose ya muy tarde? ¿No estarán aguardándonos en el palazzo la señora de Fortunato y los demás? Vámonos ya.

—Sí,—dije yo;—vámonos ya.

¡Por el amor de Dios, Montresor!

—Sí,—repetí;—¡por el amor de Dios!—

Mas aguardé en vano respuesta a estas últimas palabras. Me impacienté. Llamé en alta voz:

—¡Fortunato!—

No obtuve contestación. Llamé de nuevo:

Tampoco hubo respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer dentro. Sólo respondió un repiqueteo de los cascabeles. Mi corazón se oprimió; sin duda la humedad de las catacumbas era la causa. Me apresuré a terminar mi labor. Forcé la última piedra hasta colocarla en posición, luego la aseguré con argamasa. Contra la nueva obra de albañilería elevé la trinchera de huesos. Por más de medio siglo ningún mortal los ha removido jamás. ¡In pace requiescat!

La caída de la casa de Usher

Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.

Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la desolación o del terror.

Contemplaba yo la escena ante mí—la simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos—con una completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo.

Era una sensación glacial, un abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a pensarlo—, qué era aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher? Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar contra las sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre consideraciones en que perderíamos pie.

Era posible, pensé, que una simple diferencia en la disposición de los detalles de la decoración, de los pormenores del cuadro, sea suficiente para modificar, para aniquilar quizá, esa capacidad de impresión dolorosa. Obrando conforme a esa idea, guié mi caballo hacia la orilla escarpada de un negro y lúgubre estanque que se extendía con tranquilo brillo ante la casa, y miré con fijeza hacia abajo—pero con un estremecimiento más aterrador aún que antes—las imágenes recompuestas e invertidas de los juncos grisáceos de los lívidos troncos y de las ventanas parecidas a ojos vacíos.

Sin embargo, en aquella mansión lóbrega me proponía residir unas semanas. Su propietario, Roderick Usher, fue uno de mis joviales compañeros de infancia; pero habían transcurrido muchos años desde nuestro último encuentro. Una carta, empero, habíame llegado recientemente a una alejada parte de la comarca—una carta de él—, cuyo carácter de vehemente apremio no admitía otra respuesta que mi presencia. La letra mostraba una evidente agitación nerviosa. El autor de la carta me hablaba de una dolencia física aguda—de un trastorno mental que le oprimía—y de un ardiente deseo de verme, como a su mejor y en realidad su único amigo, pensando hallar en el gozo de mi compañía algún alivio a su mal. Era la manera como decía todas estas cosas y muchas más, era la forma suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permitía vacilación y, por tanto, obedecí desde luego, lo que consideraba yo, pese a todo, como un requerimiento muy extraño. Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos, bien mirado, sabía yo muy poco de mi amigo.

Su reserva fue siempre excesiva y habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía a una familia muy antañona que se había distinguido desde tiempo inmemorial por una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a través de los siglos en muchas obras de un arte elevado, y que se manifestaba desde antiguo en actos repetidos de una generosa aunque recatada caridad, así como por una apasionada devoción a las dificultades, quizá más bien que a las bellezas ortodoxas y sin esfuerzo reconocibles de la ciencia musical.

Tuve también noticia del hecho muy notable de que del tronco de la estirpe de los Usher, por gloriosamente antiguo que fuese, no había brotado nunca, en ninguna época, rama duradera; en otras palabras: que la familia entera se había perpetuado siempre en línea directa, salvo muy insignificantes y pasajeras excepciones.

Semejante deficiencia, pensé—mientras revisaba en mi imaginación la perfecta concordancia de aquellas aserciones con el carácter proverbial de la raza, y mientras reflexionaba en la posible influencia que una de ellas podía haber ejercido, en una larga serie de siglos, sobre la otra—, era acaso aquella ausencia de rama colateral y de consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio del nombre, lo que había, a la larga, identificado tan bien a los dos, uniendo el título originario de la posesión a la arcaica y equívoca denominación de "Casa de Usher", denominación empleada por los lugareños, y que parecía juntar en su espíritu la familia y la casa solariega. Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto pueril—contemplar abajo el estanque—fue hacer más profunda aquella primera impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi acrecida superstición—¿por qué no definirla así?—sirvió para acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo sabía desde larga fecha, la paradójica ley de todos los sentimientos basados en el terror.

Y aquélla fue tal vez la única razón que hizo, cuando mis ojos desde la imagen del estanque se alzaron hacia la casa misma, que brotase en mi mente una extraña visión, una visión tan ridícula, en verdad, que si hago mención de ella es para demostrar la viva fuerza de las sensaciones que me oprimían.

Mi imaginación había trabajado tanto, que creía realmente que en torno a la casa y la posesión enteras flotaba una atmósfera peculiar, así como en las cercanías más inmediatas; una atmósfera que no tenía afinidad con el aire del cielo, sino que emanaba de los enfermizos árboles, de los muros grisáceos y del estanque silencioso; un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas discernible, de tono plomizo. Sacudí de mi espíritu lo que no podía ser más que un sueño, y examiné más minuciosamente el aspecto real del edificio. Su principal característica parecía ser la de una excesiva antigüedad. La decoloración ocasionada por los siglos era grande.

Menudos hongos se esparcían por toda la fachada, tapizándola con la fina trama de un tejido, desde los tejados. Por cierto que todo aquello no implicaba ningún deterioro extraordinario. No se había desprendido ningún trozo de la mampostería, y parecía existir una violenta contradicción entre aquella todavía perfecta adaptación de las partes y el estado especial de las piedras desmenuzadas.

Aquello me recordaba mucho la espaciosa integridad de esas viejas maderas labradas que han dejado pudrir durante largos años en alguna olvidada cueva, sin contacto con el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina extensiva, el edificio no presentaba el menor síntoma de inestabilidad.

Acaso la mirada de un observador minucioso hubiera descubierto una grieta apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado de la fachada, se abría paso, bajando en zigzag por el muro, e iba a perderse en las tétricas aguas del estanque. Observando estas cosas, seguí a caballo un corto terraplén hacia la casa. Un lacayo que esperaba cogió mi caballo, y entré por el arco gótico del vestíbulo. Un criado de furtivo andar me condujo desde allí, en silencio, a través de muchos corredores oscuros e intrincados, hacia el estudio de su amo.

Muchas de las cosas que encontré en mi camino contribuyeron, no sé por qué, a exaltar esas vagas sensaciones de que he hablado antes. Los objetos que me rodeaban—las molduras de los techos, los sombríos tapices de las paredes, la negrura de ébano de los pisos y los fantasmagóricos trofeos de armas que tintineaban con mis zancadas—eran cosas muy conocidas para mí, a las que estaba acostumbrado desde mi infancia, y aunque no vacilase en reconocerlas todas como familiares, me sorprendió lo insólitas que eran las visiones que aquellas imágenes ordinarias despertaban en mí. En una de las escaleras me encontré al médico de la familia. Su semblante, pensé, mostraba una expresión mezcla de baja astucia y de perplejidad. Me saludó con azoramiento, y pasó. El criado abrió entonces una puerta y me condujo a presencia de su señor.

La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las ventanas, largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del negro piso de roble, que eran en absoluto inaccesibles desde dentro.

Débiles rayos de una luz roja abríanse paso a través de los cristales enrejados, dejando lo bastante en claro los principales objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en vano por alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del techo abovedado y con artesones.

Oscuros tapices colgaban de las paredes. El mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y deslucido. Numerosos libros e instrumentos de música yacían esparcidos en torno, pero no bastaban a dar vitalidad alguna a la escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera penosa. Un aire de severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y lo penetraba todo. A mi entrada, Usher se levantó de un sofá sobre el cual estaba tendido por completo, y me saludó con una calurosa viveza que se asemejaba mucho, tal vez fue mi primer pensamiento, a una exagerada cordialidad, al obligado esfuerzo de un hombre de mundo ennuyé. Con todo, la ojeada que lancé sobre su cara me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y durante unos momentos, mientras él callaba, le miré con un sentimiento mitad de piedad y mitad de pavor.

De seguro, jamás hombre alguno había cambiado de tan terrible modo y en tan breve tiempo como Roderick Usher! A duras penas podía yo mismo persuadirme a admitir la identidad del que estaba frente a mí con el compañero de mis primeros años. Aun así el carácter de su fisonomía había sido siempre notable.

Un cutis cadavérico, unos ojos grandes, líquidos y luminosos sobre toda comparación; unos labios algo finos y muy pálidos, pero de una curva incomparablemente bella; una nariz de un delicado tipo hebraico, pero de una anchura desacostumbrada en semejante forma; una barbilla moldeada con finura, en la que la falta de prominencia revelaba una falta de energía; el cabello, que por su tenuidad suave parecía tela de araña; estos rasgos, unidos a un desarrollo frontal excesivo, componían en conjunto una fisonomía que no era fácil olvidar.

Y al presente, en la simple exageración del carácter predominante de aquellas facciones, y en la expresión que mostraban, se notaba un cambio tal, que dudaba yo del hombre a quien hablaba. La espectral palidez de la piel y el brillo ahora milagroso de los ojos me sobrecogían sobre toda ponderación, y hasta me aterraban.

Además, había él dejado crecer su sedoso cabello sin preocuparse, y como aquel tejido arácneo flotaba más que caía en torno a la cara, no podía yo, ni haciendo un esfuerzo, relacionar a aquella expresión arabesca con idea alguna de simple humanidad.

Me chocó lo primero cierta incoherencia, una contradicción en las maneras de mi amigo, y pronto descubrí que aquello procedía de una serie de pequeños y fútiles esfuerzos por vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa.

Estaba ya preparado para algo de ese género, no sólo por su carta, sino por los recuerdos de ciertos rasgos de su infancia, y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y de su temperamento. Sus actos eran tan pronto vivos como indolentes.

Su voz variaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando su ardor parecía caer en completa inacción) a esa especie de concisión enérgica, a esa enunciación abrupta, pesada, lenta—una enunciación hueca—, a ese habla gutural, plúmbea, muy bien modulada y equilibrada, que puede observarse en el borracho perdido o en el incorregible comedor de opio, durante los períodos de su más intensa excitación. Así, pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente deseo de verme, y de la alegría que esperaba de mí. Se extendió bastante rato sobre lo que pensaba acerca del carácter de su dolencia. Era, dijo, un mal constitucional, de familia, para el cual desesperaba de encontrar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió acto seguido, que, sin duda, desaparecía pronto.

Se manifestaba en una multitud de sensaciones extranaturales... Algunas, mientras me las detallaba, me interesaron y confundieron, aunque quizá los términos y gestos de su relato influyeron bastante en ello. Sufría él mucho de una agudeza morbosa de los sentidos; sólo toleraba los alimentos más insípidos; podía usar no más que prendas de cierto tejido; los aromas de todas las flores le sofocaban, una luz, incluso débil, atormentaba sus ojos, y exclusivamente algunos sonidos peculiares, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.

Vi que era el esclavo forzado de una especie de terror anómalo. —Moriré— dijo—, debo morir de esta lamentable locura. Así, así y no de otra manera, debo morir. Temo los acontecimientos futuros, no en sí mismos, sino en sus consecuencias. Tiemblo al pensamiento de cualquier cosa, del más trivial incidente que pueden actuar sobre esta intolerable agitación de mi alma. Siento verdadera aversión al peligro, excepto en su efecto absoluto: el terror. En tal estado de excitación, en tal estado lamentable, presiento que antes o después llegará un momento en que han de abandonarme a la vez la vida y la razón, en alguna lucha con el horrendo fantasma, con el miedo. Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otra particularidad de su estado mental.

Estaba él encadenado por ciertas impresiones supersticiosas, relativas a la mansión donde habitaba, de la que no se había atrevido a salir desde hacía muchos años, relativas a una influencia cuya supuesta fuerza expresaba en términos demasiado sombríos para ser repetidos aquí, una influencia que algunas particularidades en la simple forma y materia de su casa solariega habían, a costa de un largo sufrimiento, decía él, logrado sobre su espíritu un efecto que lo físico de los muros y de las torres grises, y del oscuro estanque en que todo se reflejaba, había al final creado sobre lo moral de su existencia.

Admitía él, no obstante, aunque con vacilación, que gran parte de la especial tristeza que le afligía podía atribuirse a un origen más natural y mucho más palpable, a la cruel y ya antigua dolencia, a la muerte—sin duda cercana—de una hermana tiernamente amada, su sola compañera durante largos años, su última y única parienta en la tierra. —Su fallecimiento—dijo él con una amargura que no podré nunca olvidar—me dejará (a mí, el desesperanzado, el débil) como el último de la antigua raza de los Usher. Mientras hablaba, lady Madeline (así se llamaba) pasó por la parte más distante de la habitación, y sin fijarse en mi presencia, desapareció. La miré con un enorme asombro no desprovisto de terror, y, sin embargo, me pareció imposible darme cuenta de tales sentimientos.

Una sensación de estupor me oprimía conforme mis ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando al fin se cerró una puerta tras ella, mi mirada buscó instintivamente la cara de su hermano, pero él había hundido el rostro en sus manos, y sólo pude observar que una palidez mayor que la habitual se había extendido sobre los descarnados dedos, a través de los cuales goteaban abundantes lágrimas apasionadas.

La enfermedad de lady Madeline había desconcertado largo tiempo la ciencias de sus médicos. Una apatía constante, un agotamiento gradual de su persona, y frecuentes, aunque pasajeros ataques de carácter cataléptico parcial, eran el singular diagnóstico.

Hasta entonces había ella soportado con firmeza la carga de su enferme, sin resignarse, por fin, a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por la noche con una inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe dela mirada que yo le había dirigido sería, probablemente, la última, que no vería ya nunca más a aquella dama, viva al menos.

En varios días consecutivos no fue mencionado su nombre ni por Usher ni por mí, y durante ese período hice esfuerzos ardorosos para aliviar la melancolía de mi amigo.

Pintamos y leímos juntos, o si no, escuchaba yo, como un sueño, sus fogosas improvisaciones en su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me admitía con mayor franqueza en las reconditeces de su alma, percibía yo más amargamente la inutilidad de todo esfuerzo para alegrar un espíritu cuya negrura, como una cualidad positiva que le fuese inherente, derramaba sobre todos los objetos del universo moral u físico una irradiación incesante de tristeza. Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que pasé solo con el dueño de la Casa de Usher.

A pesar de todo, intentaría en balde expresar el carácter exacto de los estudios o de las ocupaciones en que me complicaba o cuyo camino me mostraba. Una idealidad ardiente, elevada, enfermiza, arrojaba su luz sulfúrea por doquiera.

Sus largas improvisaciones fúnebres resonarán siempre en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo dolorosamente cierta singular perversión, amplificada, del aria impetuosa del último vals de Weber.

En cuanto a las pinturas que incubaba su laboriosa fantasía—que llegaba, trazo a trazo, a una vaguedad que me hacía estremecer con mayor conmoción, pues temblaba sin saber por qué—, en cuanto a aquella pinturas (de imágenes tan vivas, que las tengo aún ante mí), en vano intentaría yo extraer de ellas la más pequeña parte que pudiese estar contenida en el ámbito de las simples palabras escritas. Por la completa sencillez, por la desnudez de sus dibujos, inmovilizaba y sobrecogía la atención. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las circunstancias que me rodeaban, de las puras abstracciones que el hipocondríaco se ingeniaba en lanzar sobre su lienzo, se alzaba un terror intenso, intolerable, cuya sombra no he sentido nunca en la contemplación de los sueños, sin duda, refulgentes, aunque demasiado concretos, de Fuseli.

Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en que el espíritu de abstracción no participaba con tanta rigidez, puede ser esbozada, aunque apenas, con palabras. Era un cuadrito que representaba el interior de una cueva o túnel intensamente largo y rectangular, de muros bajos, lisos, blancos y sin interrupción ni adorno. Ciertos detalles accesorios del dibujo servían para hacer comprender la idea de que aquella excavación estaba a una profundidad excesiva bajo la superficie de la tierra. No se veía ninguna salida a lo largo de su vasta extensión, ni se divisaba antorcha u otra fuente artificial de luz, y, sin embargo, una oleada de rayos intensos rodaba de parte a parte, bañándolo todo en un lívido e inadecuado esplendor.

Acabo de hablar de ese estado morboso del nervio auditivo que hacía toda música intolerable para el paciente, excepto ciertos efectos de los instrumentos de cuerda.

Eran, quizá, los límites estrechos en los cuales se había confinado él mismo al tocar la guitarra los que habían dado en gran parte aquel carácter fantástico a sus interpretaciones. Pero en cuanto a la férvida facilidad de sus impromptus, no podía uno darse cuenta así.

Tenían que ser, y lo eran, en las notas lo mismo que en las palabras de sus fogosas fantasías (pues él las acompañaba a menudo con improvisaciones verbales rimadas), el resultado de ese intenso recogimiento, de esa concentración mental a los que he aludido antes, y que se observan sólo en los momentos especiales de la más alta excitación artificial.

Recuerdo bien las palabras de una de aquellas rapsodias. Me impresionó acaso más fuertemente cuando él me la dio, porque bajo su sentido interior o místico me pareció percibir por primera vez que Usher tenía plena conciencia de su estado, que sentía cómo su sublime razón se tambaleaba sobre su trono. Aquellos versos, titulados El palacio hechizado, eran, poco más o menos, si no al pie de la letra, los siguientes:


I

En el más verde de nuestros valles,
habitado por los ángeles buenos,
antaño un bello y majestuoso palacio
—un radiante palacio—alzaba su frente.
En los dominios del rey Pensamiento,
¡allí se elevaba!
Jamás un serafín desplegó el ala
sobre un edificio la mitad de bello.

II

Banderas amarillas, gloriosas doradas
sobre su remate flotaban y ondeaban
(esto, todo esto, sucedía hace mucho,
muchísimo tiempo);
y a cada suave brisa que retozaba
en aquellos gratos días,
a lo largo de los muros pálidos y empenachados
se elevaba un aroma alado.

III

Los que vagaban por ese alegre valle,
a través de dos ventanas iluminadas, veían
espíritus moviéndose musicalmente
a los sones de un laúd bien templado,
en torno a un trono donde, sentado
(¡porfirogénito!)
con un fausto digno de su gloria,
aparecía el señor del reino.

IV

Y refulgente de perlas y rubíes
era la puerta del bello palacio
por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas
y centelleaba sin cesar,
una turba de Ecos cuya grata misión
era sólo cantar,
con voces de magnífica belleza,
el talento y el saber de su rey.

V

Pero seres malvados, con ropajes de luto,
asaltaron la elevada posición del monarca;
(¡ah, lloremos, pues nunca el alba
despuntará sobre él, el desolado!)
Y en torno a su mansión, la gloria
que rojeaba y florecía
es sólo una historia oscuramente recordada
de las viejas edades sepultadas.

VI

Y ahora los viajeros, en ese valle,
a través de las ventanas rojizas, ven
amplias formas moviéndose fantásticamente
en una desacorde melodía;
mientras, cual un rápido y horrible río,
a través de la pálida puerta
una horrenda turba se precipita eternamente,
riendo, mas sin sonreír nunca más.


Recuerdo muy bien que las sugestiones suscitadas por esta balada nos sumieron en una serie de pensamientos en la que se manifestó una opinión de Usher que menciono aquí, no tanto en razón de su novedad (pues otros hombres han pensado lo mismo), sino a causa de la tenacidad con que él la mantuvo.

Esta opinión, en su forma general, era la de la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su trastornada imaginación la idea había asumido un carácter más atrevido aún, e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino inorgánico.

Me faltan palabras para expresar toda la extensión o el serio abandono de su convencimiento. Esta creencia, empero, se relacionaba (como ya antes he sugerido) con las piedras grises de la mansión de sus antepasados.

Aquí las condiciones de la sensibilidad estaban cumplidas, según él imaginaba, por el método de colocación de aquellas piedras, por su disposición, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los árboles enfermizos que se alzaban alrededor, pero sobre todo por la inmutabilidad de aquella disposición y por su desdoblamiento en las quietas aguas del estanque.

La prueba de aquella sensibilidad estaba, decía él (y yo le oía hablar, sobresaltado), en la gradual, pero evidente condensación, por encima de las aguas y alrededor de los muros, de una atmósfera que les era propia.

El resultado se descubría, añadía él, en aquella influencia muda, aunque importuna y terrible, que desde hacía siglos había moldeado los destinos de su familia, y que le hacía a él tal como le veía yo ahora, tal como era. Semejantes opiniones no necesitan comentarios, y no los haré.

Nuestros libros, —los libros que desde hacía años formaban una parte no pequeña de la existencia espiritual del enfermo— estaban, como puede suponerse, de estricto acuerdo con aquel carácter fantasmal. Estudiábamos minuciosamente obras como el Vertvert et Chartreuse, de Gresset; el Belphegor, de Maquiavelo; El cielo y el infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo, de Nicolás Klimm de Holberg; la Quiromancia, de Roberto Flaud, de Jean d'Indaginé y de De la Chambre; el Viaje por el espacio azul, de Tieck, y la Ciudad del Sol, de Campanella.

Uno de sus volúmenes favoritos era una pequeña edición in octavo del Directorium Inquisitorium, por el dominico Eymeric de Gironne; y había pasajes, en Pomponius Mela, acerca de los antiguos sátiros africanos o egipanes, sobre los cuales Usher soñaba durante horas enteras.

Su principal delicia, con todo, la encontraba en la lectura atenta de un raro y curioso libro gótico in-quarto—el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliae Mortuorum Secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro, y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una noche, habiéndome informado bruscamente de que lady Madeline ya no existía anunció su intención de conservar el cuerpo durante una quincena (antes de su enterramiento final) en una de las numerosas criptas situadas bajo los gruesos muros del edificio. La razón profana que daba sobre aquella singular manera de proceder era de esas que no me sentía yo con libertad para discutir. Como hermano, había adoptado aquella resolución (me dijo él) en consideración al carácter insólito de la enfermedad de la difunta, a cierta curiosidad importuna e indiscreta por parte de los hombres de ciencia, y a la alejada y expuesta situación del panteón familiar.

Confieso que, cuando recordé el siniestro semblante del hombre con quien me había encontrado en la escalera el día de mi llegada a la casa, no sentí deseo de oponerme a lo que consideraba todo lo más como una precaución inocente, pero muy natural. A ruegos de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de aquel entierro temporal. Pusimos el cuerpo en el féretro, y entre los dos lo transportamos a su lugar de reposo. La cripta en la que lo dejamos (y que estaba cerrada hacía tanto tiempo, que nuestras antorchas, semiacabadas en aquella atmósfera sofocante, no nos permitían ninguna investigación) era pequeña, húmeda y no dejaba penetrar la luz; estaba situada a una gran profundidad, justo debajo de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio. Había sido utilizada, al parecer, en los lejanos tiempos feudales, como mazmorra, y en días posteriores, como depósito de pólvora o de alguna otra materia inflamable, pues una parte del suelo y todo el interior de una larga bóveda que cruzamos para llegar hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, estaba también protegida de igual modo.

Cuando aquel inmenso peso giraba sobre sus goznes producía un ruido singular, agudo y chirriante. Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en aquella región de horror, apartamos un poco la tapa del féretro, que no estaba aún atornillada, y miramos la cara del cadáver. Un parecido chocante entre el hermano y la hermana atrajo en seguida mi atención, y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró unas palabras, por las cuales supe que la difunta y él eran gemelos, y que habían existido siempre entre ellos unas simpatías de naturaleza casi inexplicables. Nuestras miradas, entre tanto, no permanecieron fijas mucho tiempo sobre la muerta, pues no podíamos contemplarla sin espanto. El mal que había llevado a la tumba a lady Madeline en la plenitud de su juventud había dejado, como suele suceder en las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico, la burla de una débil coloración sobre el seno y el rostro, y en los labios, esa sonrisa equívoca y morosa que es tan terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y después de haber asegurado la puerta de hierro, emprendimos de nuevo nuestro camino hacia las habitaciones superiores de la casa, que no eran menos tristes.

Y entonces, después de un lapso de varios días de amarga pena, tuvo lugar un cambio visible en los síntomas de la enfermedad mental de mi amigo. Sus maneras corrientes desaparecieron. Sus ocupaciones ordinarias eran descuidadas u olvidadas.

Vagaba de estancia en estancia con un paso precipitado, desigual y sin objeto. La palidez de su fisonomía había adquirido si es posible, un color más lívido; pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. No oía ya aquel tono de voz áspero que tenía antes en ocasiones, y un temblor que se hubiera dicho causado por un terror sumo, caracterizaba de ordinario su habla.

Me ocurría a veces, en realidad, pensar que su mente, agitada sin tregua, estaba torturada por algún secreto opresor, cuya divulgación no tenía el valor para efectuar. Otras veces me veía yo obligado a pensar, en suma, que se trataba de rarezas inexplicables de la demencia, pues le veía mirando al vacío durante largas horas en una actitud de profunda atención, como si escuchase un ruido imaginario. No es de extrañar que su estado me aterrase, que incluso sufriese yo su contagio. Sentía deslizarse dentro de mí, en una gradación lenta, pero segura, la violenta influencia de sus fantásticas, aunque impresionantes supersticiones. Fue en especial una noche, la séptima o la octava desde que depositamos a lady Madeline en la mazmorra, antes de retirarnos a nuestros lechos, cuando experimenté toda la potencia de tales sensaciones. El sueño no quería acercarse a mi lecho, mientras pasaban y pasaban las horas. Intenté buscar un motivo al nerviosismo que me dominaba. Me esforcé por persuadirme de que lo que sentía era debido, en parte al menos, a la influencia trastornadora del mobiliario opresor de la habitación, a los sombríos tapices desgarrados que, atormentados por las ráfagas de una tormenta que se iniciaba, vacilaban de un lado a otro sobre los muros y crujían penosamente en torno a los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos fueron inútiles.

Un irreprimible temblor invadió poco a poco mi ánimo, y a la larga una verdadera pesadilla vino a apoderarse por completo de mi corazón. Respiré con violencia, hice un esfuerzo, logré sacudirla, e incorporándome sobre las almohadas y clavando una ardiente mirada en la densa oscuridad de la habitación, presté oído—no sabría decir por que me impulsó una fuerza instintiva—a ciertos ruidos vagos, apagados e indefinidos que llegaban hasta mí a través de las pausas de la tormenta. Dominado por una intensa sensación de horror, inexplicable e insufrible me vestí de prisa (pues sentía que no iba a serme posible dormir en toda la noche) y procuré, andando a grandes pasos por la habitación, salir del estado lamentable en que estaba sumido.

Apenas había dado así unas vueltas, cuando un paso ligero por una escalera cercana atrajo mi atención. Reconocí muy pronto que era el paso de Usher. Un instante después llamó suavemente en mi puerta y entró, llevando una lámpara. Su cara era, como de costumbre, de una palidez cadavérica; pero había, además, en sus ojos una especie de loca hilaridad, y en todo su porte, una histeria evidentemente contenida. Su aspecto me aterró; pero todo era preferible a la soledad que había yo soportado tanto tiempo, y acogí su presencia como un alivio.

—¿Y usted no ha visto esto?—dijo él bruscamente, después de permanecer algunos momentos en silencio mirándome—. ¿No ha visto usted esto? ¡Pues espere! Lo verá. Mientras hablaba así, y habiendo resguardado cuidadosamente su lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta. La impetuosa furia de la ráfaga nos levantó casi del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa; pero espantosamente bella, de una rareza singular en su terror y en su belleza.

Un remolino había concentrado su fuerza en nuestra proximidad, pues había cambios frecuentes y violentos en la dirección del viento, y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas, que pasaban sobre las tordillas de la casa) no nos impedía apreciar la viva velocidad con la cual acudían unas contra otras desde todos los puntos, en vez de perderse a distancia. Digo que su excesiva densidad no nos impedía percibir aquello, y aun así, no divisábamos ni la luna ni las estrellas, ni relámpago alguno proyectaba su resplandor. Pero las superficies inferiores de aquellas vastas masas de agitado vapor, lo mismo que todos los objetos terrestres muy cerca alrededor nuestro, reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación gaseosa que se cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja luminosa y bien visible.

—¡No debe usted, no contemplará usted esto! —dije, temblando, a Usher, y le llevé con suave violencia desde la ventana a una silla—. Esas apariciones que le trastornan son simples fenómenos eléctricos, nada raros, o puede que tengan su horrible origen en los fétidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana; el aire es helado y peligroso para su organismo. Aquí tiene usted una de sus novelas favoritas. Leeré, y usted escuchará: y así pasaremos esta terrible noche, juntos. El antiguo volumen que había yo cogido era el Mad Trist, de sir Launcelot Canning; pero lo había llamado el libro favorito de Usher por triste chanza, pues, en verdad, con su tosca y pobre prolijidad, poco atractivo podía ofrecer para la elevada y espiritual idealidad de mi amigo. Era, sin embargo, el único libro que tenía inmediatamente a mano, y me entregué a la vaga esperanza de que la excitación que agitaba al hipocondríaco podría hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) hasta en la exageración de las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el gesto de predominante y ardiente interés con que escuchaba o aparentaba escuchar las frases de la narración, hubiese podido congratularme del éxito de mi propósito. Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que Ethelredo, el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar pacíficamente en la mora da del ermitaño, se decide a entrar por la fuerza. Aquí, como se recordará, dice lo siguiente la narración:

"Y Ethelredo que era por naturaleza de valeroso corazón, y que ahora sentíase, además, muy fuerte, gracias a la potencia del vino que había bebido no esperó más tiempo para hablar con el ermitaño quien tenía de veras el ánimo propenso a la obstinación y a la malicia; pero, sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el desencadenamiento de la tempestad, levantó su maza, y con unos golpe abrió pronto un camino, a través de las tablas de la puerta, a su mano enguantada de hierro; y entonces tirando con ella vigorosamente hacia sí, hizo crujir, hundirse y saltar todo en pedazos, de tal modo, que el ruido de la madera seca y sonando a hueco repercutió de una parte a otra de la selva."

Al final de esta frase me estremecí e hice un pausa, pues me había parecido (aunque pensé e seguida que mi excitada imaginación me engañaba) que de una parte muy alejada de la mansión llegaba confuso a mis oídos un ruido que se hubiera dicho, a causa de su exacta semejanza de tono, el eco (pero sofocado y sordo, ciertamente de aquel ruido real de crujido y de arrancamiento descrito con tanto detalle por sir Launcelot. Era sin duda, la única coincidencia lo que había atraído tan sólo mi atención, pues entre el golpeteo de las hojas de las ventanas y los ruidos mezclados de la tempestad creciente, el sonido en sí mismo no tenía, de seguro, nada que pudiera intrigarme o turbarme. Continué la narración:

"Pero el buen campeón Ethelredo, franqueando entonces la puerta, se sintió dolorosamente furioso y asombrado al no percibir rastro alguno del malicioso ermitaño, sino, en su lugar, un dragón de una apariencia fenomenal y escamosa, con una lengua de fuego, y que estaba de centinela ante un palacio de oro, con el suelo de plata, y sobre el muro aparecía colgado un escudo brillante de bronce, con esta leyenda encima:

El que entre aquí, vencedor será;
el que mate al dragón, el escudo ganará.

"Ethelredo levantó su maza y golpeó sobre la cabeza del dragón, que cayó ante él y exhaló su aliento pestilente con un ruido tan horrendo, áspero y penetrante a la vez, que Ethelredo tuvo que taparse los oídos con las manos para resistir aquel terrible estruendo como no lo había él oído nunca antes."

Aquí hice de súbito una nueva pausa, y ahora con una sensación de violento asombro, pues no cabía duda de que había yo oído esta vez (érame imposible decir de qué dirección venía) un ruido débil y como lejano, pero áspero, prolongado, singularmente agudo y chirriante, la contrapartida exacta del rito sobrenatural del dragón descrito por el novelista y tal cual mi imaginación se lo había ya figurado.

Oprimido como lo estaba, sin duda, por aquella segunda y muy extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, entre las cuales predominaban un asombro y un terror extremos, conservé, empero, la suficiente presencia de ánimo para tener cuidado de no excitar con una observación cualquiera la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba seguro en absoluto de que él hubiera notado los ruidos en cuestión, siquiera, a no dudar, una extraña alteración habíase manifestado, desde hacía unos minutos, en su actitud. De su posición primera enfrente de mí había él hecho girar gradualmente su silla de modo a encontrarse sentado con la cara vuelta hacia la puerta de la habitación; así, sólo podía yo ver parte de sus rasgos, aunque noté que sus labios temblaban como si dejasen escapar un murmullo inaudible.

Su cabeza estaba caída sobre su pecho, y, no obstante, yo sabía que no estaba dormido, pues el ojo que entreveía de perfil permanecía abierto y fijo. Además, el movimiento de su cuerpo contradecía también aquella idea, pues se balanceaba con suave, pero constante y uniforme oscilación. Noté, desde luego, todo eso, y reanudé el relato de sir Launcelot, que continuaba así:

"Y ahora el campeón, habiendo escapado de la terrible furia del dragón, y recordando el escudo de bronce, y que el encantamiento que sobre él pesaba estaba roto, apartó la masa muerta de delante de su camino y avanzó valientemente por el suelo de plata del castillo hacia el sitio del muro de donde colgaba el escudo; el cual, en verdad, no esperó a que estuviese él muy cerca, sino que cayó a sus pies sobre el pavimento de plata, con un pesado y terrible ruido. "

Apenas habían pasado entre mis labios estas últimas sílabas, y como si en realidad hubiera caído en aquel momento un escudo de bronce pesadamente sobre un suelo de plata, oí el eco claro, profundo, metálico, resonante, si bien sordo en apariencia. Excitado a más no poder, salté sobre mis pies, en tanto que Usher no había interrumpido su balanceo acompasado.

Sus ojos estaban fijos ante sí, y toda su fisonomía, contraída por una pétrea rigidez. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió toda su ser, una débil sonrisa tembló sobre sus labios, y vi que hablaba con un murmullo apagado, rápido y balbuciente, como si no se diera cuenta de mi presencia. Inclinándome sobre él, absorbí al fin el horrendo significado de sus palabras.

—¿No oye usted? Sí, yo oigo, y he oído. Durante mucho, mucho tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oído; pero no me atrevía. ¡Oh, piedad para mí, mísero desdichado que soy! ¡No me atrevía, no me atrevía a hablar! ¡La hemos metido viva en la tumba! ¿No le he dicho que mis sentidos están agudizados? Le digo ahora que he oído sus primeros débiles movimientos dentro del ataúd. Los he oído hace muchos, muchos días, y, sin embargo, ¡no me atreví a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelredo, ¡ja, ja! ¡La puerta del ermitaño rota, el grito de muerte del dragón y el estruendo del escudo, diga usted mejor el arrancamiento de su féretro, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y su lucha dentro de la bóveda de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huir? ¿No estará ella aquí en seguida? ¿No va a aparecer para reprocharme mi precipitación? ¿No he oído su paso en la escalera? ¿No percibo el pesado y horrible latir de su corazón? ¡Insensato!—y en ese momento se alzó furiosamente de puntillas y aulló sus sílabas como si en aquel esfuerzo exhalase su alma—: Insensato. ¡Le digo a usted que ella está ahora detrás de la puerta! En el mismo instante, como si la energía sobrehumana de sus palabras hubiese adquirido la potencia de un hechizo, las grandes y antiguas hojas que él señalaba entreabrieron pausadamente sus pesadas mandíbulas de ébano.

Era aquello obra de una furiosa ráfaga, pero en el marco de aquella puerta estaba entonces la alta y amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre sobre su blanco ropaje, y toda su demacrada persona mostraba las señales evidentes de una enconada lucha. Durante un momento permaneció trémula y vacilante sobre el umbral; luego, con un grito apagado y quejumbroso, cayó a plomo hacia adelante sobre su hermano, y en su violenta y ahora definitiva agonía le arrastró al suelo, ya cadáver y víctima de sus terrores anticipados.

Huí de aquella habitación y de aquella mansión, horrorizado. La tempestad se desencadenaba aún en toda su furia cuando franqueé la vieja calzada. De pronto una luz intensa se proyectó sobre el camino y me volví para ver dónde podía brotar claridad tan singular, pues sólo tenía a mi espalda la vasta mansión y sus sombras.

La irradiación provenía de la luna llena, que se ponía entre un rojo de sangre, y que ahora brillaba con viveza a través de aquella grieta antes apenas visible, y que, como ya he dicho al principio, se extendía, zigzagueando, desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la examinaba, aquella grieta se ensanchó con rapidez; hubo de nuevo una impetuosa ráfaga, un remolino; el disco entero del satélite estalló de repente ante mi vista; mi cerebro se alteró cuando vi los pesados muros desplomarse, partidos en dos; resonó un largo y tumultuoso estruendo, como la voz de mil cataratas, y el estanque profundo y fétido, situado a mis pies, se cerró tétrica y silenciosamente sobre los restos de la Casa de Usher.


Publicado el 18 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.
Leído 94 veces.