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La vista desde esta meseta era espléndida; y había corrido a arrancar a Ned de sus papeles para hacerlo participar de su descubrimiento. Aún recordaba cómo, al ponerse a su lado, la había rodeado con su brazo mientras sus miradas se extendían hasta la línea ondulada del horizonte de lomas, y luego retrocedían tranquilamente para recorrer el arabesco de setos de tejo alrededor del estanque de los peces, y la sombra del cedro en el prado.
—Y ahora, en la otra dirección —había dicho él, volviéndola con el brazo que la rodeaba; y fuertemente apretada con él, había absorbido, como un largo trago reparador, el cuadro del patio de muros grises, los leones sentados en la entrada, y el paso de tilos que llegaba hasta la carretera, al pie de las lomas.
Fue precisamente entonces, mientras contemplaban cogidos el uno del otro, cuando notó que se aflojaban los brazos de su marido, y oyó un agudo «¡caramba!», que hizo que se volviera hacia él.
Sí; ahora recordaba claramente que había visto, al mirar fugazmente, que una sombra de ansiedad, de perplejidad más bien, ensombrecía su rostro; y, siguiendo la dirección de sus ojos, había visto la figura de un hombre —un hombre vestido con ropas sueltas y grises, según le pareció— andando por el paseo de tilos hacia el patio, con el paso vacilante del extraño que trata de encontrar el camino. Los ojos miopes de Mary habían captado una imagen confusa, indistinta y gris, de aspecto extranjero, o al menos no local, en la silueta de la figura o en su ropa. Pero su marido había visto más, al parecer: había visto lo bastante para apartarla con un enérgico «¡espera!», y echar a correr escaleras abajo sin detenerse a ayudarla.
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Publicado el 28 de agosto de 2018 por Edu Robsy.
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