Domingo 18.—Con la maestra de la pluma encarnada está el
nietecillo del viejo empleado, que fué herido en un ojo por la bola de
nieve de Garofi; lo hemos visto hoy en casa de su tío, que lo considera
como un hijo. Había concluido de escribir el cuento mensual para la
semana próxima, “El pequeño escribiente florentino”, que el maestro me
dió a copiar, y me dijo mi padre: “Vamos a subir al cuarto piso a ver
cómo está de su ojo aquel señor”. Hemos encontrado en una habitación
casi obscura, donde estaba el viejo en la cama, recostado, con muchos
almohadones detrás de la espalda; a la cabecera estaba sentada su mujer,
y a un lado el nietecillo, sin hacer nada. El viejo tenía el ojo
vendado. Se alegró mucho de ver a mi padre; le hizo sentar y le dijo que
estaba mejor, y que no sólo no perdería el ojo, sino que dentro de
pocos días estaría curado. “Fué una desgracia—añadió—; siento el mal
rato que debió pasar aquel pobre muchacho”. Después nos ha hablado del
médico, que debía venir entonces a curarle. Precisamente en aquel
momento sonó la campanilla. “Será el médico”, dijo la señora. Se abre la
puerta... ¡y qué veo! Garofi, con su capote largo, de pie en el umbral,
con la cabeza baja y sin atreverse a entrar. “¿Quién es?”, pregunta el
enfermo. “Es el muchacho que tiró la bola...”, dice mi padre. El viejo
entonces exclamó: “¡Oh, pobre niño! Ven acá; has venido a preguntar cómo
está el herido, ¿no es verdad? Estoy mejor, tranquilízate; estoy mejor,
casi curado. Acércate”. Garofi, cada vez más cortado, se acercó a la
cama, esforzándose por no llorar, y el viejo lo acarició, pero sin poder
hablar tampoco. “Gracias—le dijo al fin el viejo—; ve, pues, a decir a
tus padres que todo va bien, que no se preocupen ya de esto”. Pero
Garofi no se movía; parecía que tenía que decir algo y no se atrevía.
“¿Qué tienes que decirme: qué quieres?”. “Yo... nada”. “Bien, hombre,
adiós; hasta la vista; vete, pues, con el corazón tranquilo”. Garofi fué
hasta la puerta; pero allí se volvió hacia el nietecillo, que lo seguía
y lo miraba con curiosidad. De pronto sacó de debajo del capote un
objeto; se lo dió al muchacho, diciéndole de prisa: “Es para ti”. Y se
fué como un relámpago. El niño enseñó el objeto a su abuelo; vimos que
encima había un letrero que decía: “Te regalo esto”. Lo miramos,
lanzamos una exclamación de sorpresa. Lo que el pobre Garofi había
llevado era el famoso álbum de la colección de sellos; la colección de
la que hablaba siempre, sobre la cual venía fundando tantas esperanzas, y
que tanto trabajo le había costado reunir: era su tesoro. ¡Pobre niño!
¡La mitad de su sangre regalaba a cambio del perdón!
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