El Enfermo del Chacho

Edmundo de Amicis


Cuento infantil


En la mañana de cierto día lluvioso de marzo, un muchacho vestido de campesino, calado de agua y lleno de fango, con un envoltorio de ropa bajo el brazo, se presentaba al portero del hospital mayor de Nápoles a preguntar por su padre, con una carta en la mano. Tenía hermosa cara ovalada de color moreno pálido, ojos apesadumbrados y gruesos labios entreabiertos, que dejaban ver sus blanquísimos dientes. Venía de un pueblo de los alrededores de la ciudad. Su padre, que había salido de la casa el año anterior para ir en busca de trabajo a Francia, había vuelto a Italia y desembarcado hacia pocos días en Nápoles, donde enfermó tan repentinamente que apenas si tuvo tiempo de escribir cuatro palabras a su familia, para anunciarle su llegada, y decirle que entraba en el hospital. Su mujer, desolada al recibir la noticia, no pudiendo moverse de casa porque tenía una niña enferma y otra de pecho, había mandado al hijo mayor con algunos cuartos para asistir a su padre, a su chacho, como solía llamarle.

El muchacho había andado diez millas de camino.

El portero, leyendo la carta, llamó a un enfermero para que le llevase al muchacho, donde estaba su padre. “¿Qué padre?”, preguntó el enfermero.

El muchacho, temblando por temor de una triste noticia, dijo el nombre.

El enfermero no recordaba tal nombre: “¿Un viejo trabajador que ha llegado de fuera?”, preguntó.

“Trabajador, sí—respondió el muchacho, cada vez más ansioso—; pero no muy viejo. Sí, que ha venido de fuera”. “¿Cuándo entró en el hospital?”, preguntó el enfermero. El muchacho mirando la carta: “Hace cinco días, creo”. El enfermero se quedó pensando un momento; luego, como recordando de pronto: “¡Ah!—dijo—; la sala cuarta, la cama que está en el fondo”. “¿Está muy malo? ¿Cómo está?”, preguntó ansiosamente el niño. El enfermero lo miró sin responder. Luego dijo: “Ven conmigo”. Subieron dos tramos de escalera, dirigiéndose al fondo del ancho corredor, hasta encontrarse frente a la puerta abierta de un salón, con dos largas filas de camas. “Ven”, repitió el enfermero entrando. El muchacho se armó de valor y lo siguió, echando miradas medrosas a derecha e izquierda sobre los semblantes blancos y consumidos de los enfermos, algunos de los cuales tenían los ojos cerrados y parecían muertos; otros miraban el espacio con ojos grandes y fijos, como espantados. Algunos gemían como niños. El salón estaba obscuro; el aire, impregnado de penetrante olor de medicamentos. Dos hermanas de la caridad iban de uno a otro lado con frascos en la mano.

Habiendo llegado al fondo de la sala, el enfermero se detuvo a la cabecera de una cama, abrió las cortinillas, y dijo: “Ahí tienes a tu padre”. El muchacho rompió a llorar, y dejando caer la ropa que traía bajo el brazo, abandonó la cabeza sobre el hombro del enfermo, cogiéndole con su mano el brazo que tenía extendido, inmóvil sobre la colcha. El enfermo no hizo movimiento alguno.

El muchacho se irguió, miró otra vez a su padre y rompió a llorar de nuevo. El enfermo le dirigió una larga mirada y pareció reconocerlo. Pero sus labios no se movieron. ¡Pobre chacho, qué cambiado estaba! El hijo no lo había reconocido. Tenía blancos los cabellos, crecida la barba, la cara hinchada, de color rojo encendido, con la piel tersa y reluciente, los ojos muy chiquitos, los labios gruesos, toda la fisonomía alterada: no conservaba suyo más que la frente y el arco de las cejas. Respiraba angustiosamente. “¡Chacho, chacho mío!—dijo el muchacho—. Soy yo, ¿no me reconoces? Soy Cecilio, tu Cecilio, que ha venido del pueblo enviado por mi madre. Mírame bien: ¿no me reconoces? Dime una palabra siquiera”. Pero el enfermo, después de mirarle atentamente, cerró los ojos. “¡Chacho!, ¡Chacho! ¿Qué tienes? Soy tu hijo, tu Cecilio”. El enfermo no se movió, y continuó respirando con mucho afán.

Entonces, llorando, tomó el muchacho una silla y se sentó, esperando, sin levantar los ojos de la cara de su padre. “Pasará algún médico haciendo la visita—pensaba—y me dirá algo”. Sumergido en tristes pensamientos, recordaba tantas cosas de su buen padre el día de la partida, cuando le había dado el último adiós en el barco, las esperanzas que la familia había fundado sobre aquel viaje, la desolación de su madre al recibir la carta; pensó también en la muerte: veía a su padre muerto, a su madre vestida de negro, a la familia toda en la miseria. Así pasó mucho tiempo. Una mano ligera le tocó en el hombro y se estremeció: era una monja. “¿Qué tiene mi padre?”, le preguntó. “¿Es éste tu padre?”, dijo dulcemente la hermana. “Sí, es mi padre; acaba de llegar. ¿Qué tiene?”. “Ánimo, muchacho—respondió la monja—; ahora vendrá el médico”. Y se alejó sin decir más.

Al cabo de media hora se oyó el toque de una campanilla y vió que por el fondo del salón entraba el médico, acompañado de un practicante; la monja y un enfermero le seguían. Comenzó la visita deteniéndose en todas las camas. Tanta espera le parecía eterna al pobre niño, y a cada paso que daba el médico crecía su ansiedad. Llegó finalmente, al lecho inmediato. El médico era un viejo, alto, encorvado, de fisonomía grave. Antes de separarse de la cama inmediata, el muchacho se puso en pie, y cuando se le acercó, rompió a llorar. El médico le miró: “Es hijo del enfermo—dijo la hermana de la caridad—, y esta mañana ha llegado del pueblo”. El médico apoyó una mano sobre el hombro del muchacho, se inclinó sobre el enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente e hizo alguna pregunta a la hermana, la cual respondió: “Nada nuevo”. Quedó algo pensativo, y luego dijo: “Continuad como antes”. El chico tuvo valor para preguntar con voz lacrimosa: “¿Qué tiene mi padre?”. “Ten valor, muchacho—respondió el médico poniéndole nuevamente la mano en el hombro—. Tiene una erisipela facial. Es grave, pero todavía hay esperanza. Asístele. Tu presencia le puede hacer bien”. “¡Pero si no me reconoce!”, exclamó el niño, lleno de desolación. “Te reconocerá mañana... quizá. Debemos esperarlo así; ten ánimo”. El muchacho hubiera querido preguntar más cosas, pero no se atrevió. El médico siguió adelante, y el niño comenzó la vida de enfermero. No pudiendo hacer otra cosa, arreglaba las ropas de la cama, tocaba la mano al enfermo, le espantaba los mosquitos, se inclinaba hacia él siempre que le oía gemir, y cuando la hermana le traía de beber, le quitaba el vaso y la cucharilla para dárselo con su propia mano. El enfermo lo miraba alguna que otra vez, pero sin dar señales de haberlo reconocido. Sin embargo, su mirada se fijaba por más tiempo, sobre todo cuando el niño se limpiaba los ojos con el pañuelo. Así pasó el primer día. Aquella noche el muchacho durmió sobre dos sillas, en un ángulo del salón, y a la mañana siguiente volvió a emprender su piadoso trabajo. Al segundo día se notó que los ojos del enfermo revelaron un principio de conciencia. La cariñosa voz del niño parecía que hacía brillar por el momento vaga expresión de gratitud en sus pupilas, y en cierta ocasión movió algo los brazos como si quisiera decir algo. Después de cada período de somnolencia, abriendo mucho los ojos, buscaba a su enfermero. El médico le había visto dos veces y notó alguna mejoría. Hacia la tarde, al acercarle el vaso a la boca, creyó el chico que una ligerísima sonrisa se había deslizado por sus labios hinchados. Comenzó con esto a reanimarse y tener alguna esperanza; así que, creyendo que le podría entender, a lo menos confusamente, le hablaba de su madre, de las hermanas pequeñas, de la vuelta a su casa, y le exhortaba para que tuviera valor, con palabras llenas de cariño. Aun cuando a menudo dudase de ser comprendido, sin embargo, seguía hablando porque creía que el enfermo escuchaba con placer su voz y la entonación desusada de afecto y tristeza de sus palabras. De esta manera pasó el segundo día, y el tercero y el cuarto, en alternativa continua de ligeras mejorías y de retrocesos imprevistos. El muchacho, absorto por entero en los cuidados de su padre, y sin tomar más alimento que algunos bocados de pan y queso que dos veces al día le llevaba la hermana de la caridad, no advertía casi lo que a su alrededor pasaba: los enfermos moribundos, las hermanas que acudían precipitadamente por la noche, los llantos y demostraciones de los visitantes que salían sin esperanza, todas las escenas lúgubres y dolorosas de la vida del hospital, que en cualquiera otra ocasión le habrían aturdido y horrorizado. Las horas, los días pasaban, y él siempre firme al lado de su Chacho, atento, ansioso, conmovido por los suspiros y las miradas, agitado continuamente entre una esperanza que le ensanchaba el alma y un desaliento que le helaba el corazón.

El quinto día el enfermo se puso peor de repente.

El médico movió la cabeza como diciendo que era cuestión concluida, y el muchacho se abandonó sobre una silla rompiendo a sollozar. Sin embargo, le consolaba una cosa. A pesar de empeorar, le parecía a él que el enfermo iba poco a poco adquiriendo un poco de discernimiento. Miraba al muchacho cada vez con más fijeza y con expresión creciente de dulzura; no quería tomar bebida alguna ni medicina, sino de su mano, y hacía con más frecuencia aquel movimiento forzado de los labios, como si quisiera pronunciar alguna palabra, y lo hacía tan marcado a veces, que el niño le sujetaba el brazo con violencia, animado por repentina esperanza, y le decía casi con acento de alegría: “Ánimo, ánimo, Chacho; te curarás, nos iremos de aquí, volverás a casa de mi madre: todavía hace falta algo más de valor!”. Eran las cuatro de la tarde, momento en el cual el muchacho se había abandonado a uno de aquellos transportes de ternura y de esperanza, cuando por la puerta vecina del salón oyó ruido de pasos y luego una fuerte voz, tres palabras solamente: “¡Hasta luego, hermana!”, que le hicieron saltar de la silla, dejando escapar una exclamación que se ahogó en su garganta.

En el mismo momento entró en la sala un hombre con un gran lío en la mano, seguido de una hermana.

El muchacho lanzó un grito agudo y quedó como clavado en su sitio.

El hombre se volvió, lo miró un instante, lanzó otro grito a su vez: “¡Cecilio!”, precipitándose hacia él.

El muchacho cayó en los brazos de su padre casi accidentado.

Las hermanas, los enfermeros y el practicante acudieron, y les rodearon llenos de estupor.

El muchacho no podía recobrar la voz. “¡Oh, Cecilio mío!—exclamó el padre después de clavar una atenta mirada en el enfermo, besando repetidas veces al niño—. ¡Cecilio, hijo mío! ¿Cómo es esto? ¿Te han dirigido al lecho de otro enfermo? ¡Y yo que me desesperaba de no verte, después que tu madre escribió: ‘¡Le he enviado!’. ¡Pobre Cecilio! ¿Cuántos días llevas aquí? ¿Cómo ha ocurrido esta confusión? Yo he despachado en pocos días. ¡Estoy bien! ¿Y tu madre? ¿Y Conchita? Y la chiquitina, ¿cómo está? Yo me voy del hospital; vámonos, pues. ¡Oh, santo Dios! ¡Quién lo hubiera dicho!...”. El muchacho apenas pudo balbucear cuatro palabras para dar noticias de la familia. “¡Oh, qué contento estoy, pero qué contento! ¡Qué contento! ¡Qué días tan malos he pasado!”. Y no acababa de besar a su padre. Pero no se movía. “Vamos, pues—le dice el padre—, que podremos llegar todavía esta tarde a casa. Vamos”. Y lo atrajo hacia sí. El muchacho se volvió a mirar a su enfermo. “Pero... ¿vienes o no vienes?”, le preguntó el padre sorprendido. El muchacho, volvió a mirar al enfermo, el cual en aquel momento abrió los ojos y le miró fijamente. Entonces brotó de su alma un torrente de palabras. “No, chacho, espera... no puedo! Mira ese viejo. Hace cinco días que estoy aquí. Me está mirando siempre. Yo creía que eras tú. Lo quería. Me mira, yo le doy de beber, quiere que esté siempre a su lado, ahora está muy mal; ten paciencia, no tengo valor, no sé, me da mucha pena, mañana volveré a casa, déjame estar otro poco, no estaría bien que lo dejase: ¡ve cómo me mira! No sé quién es, pero me quiere: morirá solo: ¡déjame estar aquí, querido chacho!”. “¡Bravo, chiquitín!”, gritó el practicante. El padre quedó perplejo mirando al muchacho, luego al enfermo. “¿Quién es?”, preguntó. “Un campesino como usted—respondió el practicante—, que ha venido de fuera y entró en el hospital en el mismo día que usted. Cuando lo trajeron venía sin sentido y no pudo decir nada. Quizá tenga lejos a su familia, quizá tenga hijos. Creerá que éste es uno de ellos”. El enfermo no quitaba la vista del muchacho. El padre dijo a Cecilio: “Quédate”. “No tendrá que quedarse por mucho tiempo”, murmuró el practicante. “¡Quédate!—repitió el padre—. Tú tienes corazón. Yo me marcho inmediatamente a casa para tranquilizar a tu madre. Ahí tienes dos liras para lo que necesites. Adiós, hijo mío, hasta la vista”. Lo abrazó, lo miró fijamente, lo besó repetidas veces en la frente y se fué.

El niño volvió al lado del enfermo que pareció consolado. Y Cecilio comenzó su oficio de enfermero sin llorar más, pero con el mismo interés y con igual paciencia que antes; le dió de beber, le arregló las ropas, le acarició la mano y le habló dulcemente para darle ánimo. Todo aquel día estuvo a su lado, y toda la noche y aun al siguiente día, pero el enfermo se iba poniendo cada vez peor; su cara iba tomando color violáceo; su respiración se iba haciendo más ronca, aumentaba la agitación, salían de su boca gritos inarticulados: la hinchazón se ponía monstruosa. En la visita de la tarde, el médico dijo que no pasaría de aquella noche. Entonces Cecilio redobló sus cuidados y no lo perdió de vista ni un minuto. Y el enfermo lo miraba, lo miraba, y movía aún los labios de vez en cuando, con gran esfuerzo, como si aún quisiera decir alguna cosa, y una expresión de extraordinaria dulzura se pintaba de vez en cuando en sus ojos cada vez más pequeños y más velados. Aquella noche estuvo velando el muchacho hasta que vió blanquear en las ventanas la luz del crepúsculo y apareció la hermana. Se acercó ésta al lecho, miró al enfermo y se fué precipitadamente. A los pocos minutos volvió con el médico ayudante y con un enfermero que llevaba una linterna. “Está en los últimos momentos”, dijo el médico. El muchacho apretó la mano del enfermo, abrió éste los ojos, le miró fijamente y los volvió a cerrar. En el mismo instante le pareció al muchacho que le apretaba la mano: “¡Me ha apretado la mano!”, exclamó. El médico permaneció un momento inclinado hacia el enfermo; luego se levantó. La hermana descolgó un crucifijo de la pared. “¿Ha muerto?”, preguntó el muchacho. “Vete, hijo mío—dijo el médico—. ¡Tu santa obra ha concluido! Vete, y que tengas fortuna, que bien la mereces. ¡Dios te protejerá!... ¡Adiós!”. La hermana, que se había alejado un momento, volvió con un ramito de violetas que cogió de un vaso que estaba sobre una ventana, y se lo ofreció al chico diciéndole: “Nada más tengo que darte. Llévatelo para recuerdo del hospital”. “Gracias—respondió el muchacho, cogiendo el ramito con una mano y limpiándose los ojos con la otra—; pero tengo que hacer tanto camino a pie... que lo voy a estropear”. Y desatando el ramito, esparció las violetas por el lecho, diciendo: “Las dejo como recuerdo a mi querido muerto. Gracias, hermana: gracias, señor doctor”. Luego, volviéndose hacia el muerto: “¡Adiós!...”. Y mientras buscaba un nombre que darle, le vino a la boca el dulce nombre que le había dado durante cinco días: “Adiós... pobre chacho!”. Dicho esto, cogió bajo el brazo su envoltorio de ropa, y a paso lento, interrumpido por el cansancio, se fué. Comenzaba a despuntar el alba.


Publicado el 7 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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