El Pequeño Escribiente Florentino

Edmundo de Amicis


Cuento


Estaba en la cuarta clase elemental. Era un gracioso florentino de doce años, de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles que, teniendo mucha familia y poco sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo, menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía ponerse pronto en disposición de obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para valer algo pronto, necesitaba trabajar mucho en poco tiempo; y aunque el muchacho era aplicado, el padre le exhortaba siempre a estudiar. Era ya de avanzada edad el padre, y el excesivo trabajo le había también envejecido prematuramente. Con efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su destino, se buscaba a la vez aquí y allá trabajos extraordinarios de copista, y se pasaba sin descansar en su mesa buena parte de la noche. Últimamente, de cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos, había recibido el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los subscriptores, y ganaba tres liras por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea le cansaba, y se lamentaba de ello a menudo, con la familia, a la hora de comer. “Estoy perdiendo la vista—decía—; esta ocupación de noche acaba conmigo”. El hijo le dijo un día: “Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú”. Pero el padre respondió: “No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es cosa mucho más importante que mis fajas; tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco, pero no quiero; y no me hables más de ello”.

El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas cosas, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en la cama, se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, se sentó a la mesa del despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las señas de los subscriptores, y empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de una peseta! Entonces paró; dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas.

Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas, pensando en otra cosa y no contando las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentados a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro de su hijo: “¡Eh, Julio—le dijo—mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas ha trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbra. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber”. Julio, contento, mudo, decía entre sí: “¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido: ¡Ánimo, pues!”.

Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, se le ocurrió esta observación: “¡Es raro; cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte!”. Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante.

Lo que ocurrió fué que, interrumpiéndose así el sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche, al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por la primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes. “¡Vamos, vamos!—le gritó su padre, dando una palmada—. ¡Al trabajo!”. Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba la cosa lo mismo, y aun peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado, estudiaba las lecciones con violencia y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo; después se preocupó de ello, y al fin tuvo que reprenderle. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa. “Julio—le dijo una mañana—, tú te descuidas mucho, no eres ya el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?”. A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó. “Sí, cierto—murmuró entre dientes—; así no puedo continuar; es menester que el engaño concluya”. Pero la noche de aquel mismo día, en la comida, exclamó con alegría su padre: “¡Sabed que en este mes he ganado en las fajas treinta y dos liras más que el mes pasado!”. Y diciendo esto sacó a la mesa un cartucho de dulces que había comprado para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria, que todos acogieron con júbilo. Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí: “¡No, pobre padre, no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día, pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!”. Y añadió el padre: “Treinta y dos liras...! Estoy contento... Pero hay otra cosa—y señaló a Julio—que me disgusta”. Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahinco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La cosa duró así dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándole cada vez más enojado. Un día fué a preguntar por él al maestro, y éste le dijo: “Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído, sus apuntes los hace cortos, de prisa, con mala letra: él podría hacer más, pero mucho más”. Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho. “Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aun de tu madre”. “¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío”, gritó el niño ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo. Pero su padre le interrumpió diciendo: “Tú conoces las condiciones de la familia; sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien liras en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré”. Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba para escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente a sí mismo: “No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo; en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso; lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata”. Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándole a descuidarse cada vez más en sus estudios. Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento la noche que dijera: “Hoy no me levanto”; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento, le parecía que quedándose en la cama faltaba a su deber, que robaba una peseta a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para el cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la cosa.

Pero una tarde, en la comida, el padre pronuncia una palabra que fué decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo: “Julio, tú estás malo”. Y después, volviéndose con ansiedad al padre: “Julio está malo; ¡mira qué pálido está! Julio mío, ¿qué tienes?”. El padre le miró de reojo y le dijo: “La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso”. “Pero está malo”, exclamó la mamá. “¡Ya no me importa!”, respondió el padre.

Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah!, ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre. “¡Ah, no, padre mío!—dijo entre sí con el corazón angustiado—; ahora acaba esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré, como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución!”.

Sin embargo, aquella noche se levantó todavía más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa, y cuando se levantó, quiso ir a saludar, a volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura. Y cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vió aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado. ¡Si su padre se despertaba...!. Cierto que no le habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción, y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo..., el oír acercarse aquellos pasos en la obscuridad, el ser sorprendido a aquella hora con aquel silencio, el que su madre se hubiese despertado y asustado, al pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia, descubriéndolo todo... Todo esto casi lo aterraba. Aguzó el oído, suspendiendo la respiración... No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir. Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego, ruido de carruajes, que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde, silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo. Entretanto su padre estaba detrás de él; se había levantado cuando se cayó el libro y esperó un rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta, y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas, y en un momento todo lo había olvidado; lo había recordado y comprendido todo, y un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa había invadido su alma, y lo tenía clavado allí, detrás de su hijo. De repente dió Julio un grito agudísimo: dos brazos convulsos le habían cogido la cabeza. “¡Oh, padre mío, perdóname!”, gritó, reconociendo a su padre llorando. “¡Perdóname tú a mí—respondió el padre sollozando y cubriendo su frente de besos—. Lo he comprendido todo, todo lo sé; yo soy quien te pide perdón, santa criatura mía. ¡Ven, ven conmigo!”. Y le empujó, más bien que lo llevó, a la cama de su madre, despierta, y arrojándolo entre sus brazos, le dijo: “¡Besa a nuestro hijo, a este ángel, que desde hace tres meses no duerme y trabaja por mí, y yo he contristado su corazón mientras él nos ganaba el pan!”. La madre lo recogió y apretó contra su pecho, sin poder articular una palabra, y después dijo: “A dormir en seguida, hijo mío; ve a dormir y a descansar. ¡Llévalo a la cama...!”. El padre lo cogió en brazos, lo llevó a su cuarto, lo metió en la cama, siempre jadeante y acariciándolo, y le arregló las almohadas y la colcha. “Gracias, padre—repetía el hijo—, gracias; pero ahora vete tú a la cama; ya estoy contento; vete a la cama, papá”. Pero su padre quería verlo dormido, y sentado a la cabecera de su cama, le tomó la mano y dijo: “¡Duerme, duerme, hijo mío!”. Y Julio, rendido, se durmió por fin, y durmió muchas horas, gozando por primera vez, después de muchos meses, de un sueño tranquilo, alegrado por rientes ensueños; y cuando abrió los ojos, después de un rato de alumbrar ya el sol, sintió primero y vió después cerca de su pecho, apoyada sobre la orilla de la cama, la blanca cabeza de su padre, que había pasado así la noche y dormía aún, con la frente inclinada al lado de su corazón.


Publicado el 10 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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