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Cuento


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  Cuento.
8 págs. / 14 minutos / 124 KB.
10 de junio de 2016.


Fragmento de El Tamborcillo Sardo

e minutos antes si no me alcanzan. Afortunadamente encontré pronto a un capitán de Estado Mayor, a quien di la esquela. Pero me costó gran trabajo bajar, después de aquella caricia. Me moría de sed; temía no llegar ya; lloraba de rabia, pensando que cada minuto que tardaba se iba uno al otro mundo, allá arriba. Pero, en fin, he hecho lo que he podido. Estoy contento. ¡Pero mire usted—y dispense, mi capitán—que pierde usted sangre!”. En efecto: de la palma de la mano mal vendada, del capitán, corría alguna gota de sangre. “¿Quiere usted que le apriete la venda, mi capitán? Deme un momento”. El capitán dió la mano izquierda, y alargó la derecha para ayudar al muchacho a hacer el nudo y atarlo; pero el chico, apenas se alzó de la almohada, palideció y tuvo que volver a apoyar la cabeza. “¡Basta, basta!—dijo el capitán, mirándolo y retirando la mano vendada que el tambor quería retener—.Cuida de lo tuyo en vez de pensar en los demás, que las cosas ligeras, descuidándolas, pueden hacerse graves”. El tamborcillo movió la cabeza. “Pero tú—le dijo el capitán mirándole atentamente—debes haber perdido mucha sangre para estar tan débil”. “¿Perdido mucha sangre?—respondió el muchacho sonriendo. Algo más que sangre. ¡Mire!”. Y se echó abajo la colcha. El capitán se echó atrás horrorizado. El muchacho no tenía más que una pierna; la pierna izquierda se la habían amputado por encima de la rodilla: el muñón estaba vendado con paños ensangrentados. En aquel momento pasó un médico militar, pequeño y gordo, en mangas de camisa. “¡Ah, mi capitán!—dijo rápidamente señalando al tamborcillo—, he aquí un caso desgraciado: esa pierna se habría salvado con nada si él no la hubiese forzado de aquella mala manera: ¡maldita inflamación! Fué necesario cortar así. Pero es un valiente, se lo aseguro; no ha derramado una lágrima, ni se le ha oído un grito. Estaba yo orgulloso, al operarlo, de que fuese un muchacho italiano: palabra de honor. Es de buena raza, a fe mía”. Y siguió su camino. El capitán arrugó sus grandes cejas blancas y miró fijamente al tamborcillo, subiéndole la colcha; después, lentamente, casi sin darse cuenta de ello, y mirándole siempre, levantó la mano hasta la cabeza y se quitó el quepí. “¡Mi capitán!—exclamó el muchacho admirado—, ¿Qué hace, mi capitán? ¡Por mí!”. Y entonces aquel tosco soldado, que no había dicho nunca una palabra suave a un inferior suyo, respondió con voz dulce y extremadamente cariñosa: “Yo no soy más que un capitán; tú eres un héroe”. Después se arrojó con los brazos abiertos sobre el tamborcillo y le besó tres veces en el corazón.


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