España

Impresiones de un viaje hecho durante el reinado de Don Amadeo I

Edmundo de Amicis


Viajes, crónica



I. Barcelona

Era una lluviosa mañana de Febrero, una hora antes de salir el sol. Mi madre me acompañó hasta la escalera, repitiéndome los consejos que durante un mes cada día me propinaba; después me echó los brazos al cuello, rompió en amargo llanto y desapareció. Quedé un momento inmóvil, con el corazón oprimido, fijos los ojos en la puerta y á punto de gritar:

—¡Abre, madre mia! ¡abre! ¡Ya no me marcho! ¡Quiero quedarme contigo!

Mas luego bajé á saltos la escalera como malhechor perseguido. Al hallarme en la calle, me pareció que entre mi casa y yo se habían interpuesto las olas del mar y levantándose las cimas de los Pirineos, y ¡cosa extraña no me sentía alegre á pesar de haber esperado aquel día con tanta impaciencia. Al doblar una esquina un médico amigo mío, que iba al Hospital, y á quien no había visto hacía más de un mes, me preguntó:

—¿A dónde vas?

—A España—le contesté.

Y no quiso creerme, pues mi semblante triste y melancólico, no parecía anunciar un viaje de recreo.

Durante el trayecto de Turín á Génova, ni un instante se apartó de mí el recuerdo de mi madre, ni puede olvidar tampoco mi pobre biblioteca, mi pequeño cuarto que quedaba vacio, ni las dulces costumbres de la vida casera, á la que daba un adiós por muchos meses. Pero cuando llegué á Génova la vista del mar, los jardines del Acquasola y la compañia de Antonio Julio Barrilli, devolviéronme la paz y la alegría. Recuerdo que á punto de embarcarme en el bote que debía conducirme al buque, me entregaron una carta de un corredor de fondas, con estas solas palabras:

«Malas noticias de España. La situación de un italiano en Madrid en época de la lucha contra el Rey sería peligrosa. ¿No desistes? Piénsalo bien.» Salté al bote y en marcha. Poco antes de salir el buque, quisieron darme su ¡adiós! dos oficiales amigos: me parece que los veo todavía de pie en el bote, cuando el buque empezaba á moverse.

—«¡Oye me traerás una espada de Toledo,»—gritaban.

—«¡Una botella de Jerez!»

—«¡Una guitarra! ¡Un sombrero andaluz! ¡Un puñal!»

Al poco rato sólo ví sus blancos pañuelos y escuché sus últimos gritos. Quise contestarles, pero la voz se apagó en mi garganta. Me eché á re ir y me pasé la mano por los ojos. A los pocos momentos me acomodé en el camarote, y sobrecogiéndome un sueño delicioso, soñé los consejos de mi madre, el porta-monedas, la Francia, la Andalucía. Al despuntar el día dejé el lecho, y subí á cubierta: nos hallábamos á poca distancia de la costa francesa, el primer pedazo de tierra extranjera que veían mis ojos. ¡Y cuán hermosa! No me saciaba de mirarla; mil vagos pensamientos cruzaban por mi mente, y me preguntaba extasiado: ¿pero en verdad es esto Francia? ¿Y soy yo quién aquí se halla? Hasta dudaba en aquellos momentos de la identidad de mi persona. A eso del medio día empezamos á ver Marsella. La primera vista de una gran ciudad marítima produce una especie de aturdimiento, que apaga el placer de la admiración. En estos momentos recuerdo, como á través de una niebla, un inmenso bosque de naves, un marinero que me habla una jerga incomprensible, un carabinero que me hace pagar, no sé en virtud de qué ley, deux sous pour les Prusiens: después un obscuro cuarto de fonda, luego unas calles interminables y, plazuelas mezquinas; un continuo vaivén de gentes y carruajes, batallones de zuavos, uniformes militares para mí desconocidos, millares de luces, millares de voces y por último un fastidio y una profunda melancolía que acabaron en penoso sueño. A la mañana siguiente, al despuntar el día, me hallé instalado en un vagón del ferrocarril, que va de Marsella á Perpiñan, entre unos diez ó doce oficiales de zuavos, llegados de Africa el día anterior, unos con muletas, otros con bastones, aquéllos con el brazo en cabestrillo, pero todos alegres y decidores como estudiantillos. El viaje era largo y fué preciso buscar alguna distracción; pero con todo lo que había oído contar, de la mala voluntad que nos profesan los franceses, no me atreví á decir esta boca es mía. ¡Tontería! Uno de ellos me dirigió de pronto la palabra;

—¿Es V. de Italia?

—Sí, señor, de Italia soy.

Y aquello fué una señal de fiesta y algazara. Todos menos uno habían combatido en mi patria. Uno no de ellos había sido herido en Magenta; y allí empezó el contar anécdotas de Génova, de Turín, de Milán, haciéndome mil preguntas y describiendo la vida que llevaban en Africa. Alguno de ellos sacó á colación al Papa.

—¡Malo!—dije para mi capote;—pero pronto comprendí que era mas radical que yo!

—Vosotros debíais cortar el nudo de la cuestión y llegar hasta el fin, sin hacer caso de los campesinos.

A medida que nos íbamos acercando á los Pirineos, llamábanme la atención el nuevo acento de los viajeros que entraban en nuestro coche y la manera como moría la lengua francesa, por decirlo así, en la lengua española, al sentir la vecindad de España, Por fin ya en Perpiñán, al subir á la diligencia escuché por vez primera, las palabras agradables y sonoras: Buenos días y Buen viaje, que me causaron un placer inmenso. Con todo, en Perpiñán no se habla español, sino un dialecto horrible, mezcla de francés, marsellés y catalán, que desgarra el oído. La diligencia me dejó en una fonda ú hotel, entre un caos de oficiales, señoras, ingleses y de baúles. Un mozo me hizo sentar quieras que no á una mesa, preparada de antemano. Comí, me saquearon, metiéronme en la diligencia y en marcha otra vez!

¡Qué desgracia! Después de haber deseado tanto tiempo atravesar los Pirineos, debía pasarlos de noche. Antes de llegar á la falda del primer monte era ya obscuro. Durante largas horas, entre el sueño y la vela, no ví más que trechos del camino alumbrados por la incierta luz de los faroles de la diligencia, negros perfiles de montañas, algunas rocas salientes que casi podía tocar extendiendo el brazo por las ventanillas del coche, y no oí más ruído que el cadencioso galopar de los caballos y el silbido del viento que no cesó de soplar un solo instante. Tenia al lado un joven americano de los Estados Unidos, el tipo más original del mundo, que no cesó de roncar un solo instante con la cabeza apoyada en mi hombro. De vez en cuando me despertaba, para exclamar con lamentable acento: Qué noche!...¡Qué noche mas horrible! sin observar que con su cabeza me daba motivos, más que suficientes, para lamentarme también de aquella noche. En la primera parada bajamos los dos y entramos en un pequeño mesón para beber un poco de licor. Preguntóme si viajaba por asuntos comerciales.

—No, señor,—le contesté,—viajo por recreo. ¿Y usted, si no soy indiscreto?

—Yo, dijóme con gravedad,—viajo per amore:

—¿Per amore?

—¡Per amore!

Y me espetó una larga historia de una pasión amorosa contrariada, de un matrimonio frustado, de un rapto, un duelo y no sé cuantas cosas más, para terminar; diciendo que viajaba con objeto de distraerse y olvidar á la persona amada.

Y buscaba realmente la manera de distraerse cuanto le era dable, porque en cuantos mesones entramos después hasta llegar á Gerona, no hizo más que requebrar á las criadas, siempre con mucha gravedad.—justo es decirlo,—pero con una audacia que el deseo de distraerse no bastaba á justificar.

A las tres de la madrugada llegamos á la frontera.

—¡Estamos en España!—gritó una voz.

Paróse la diligencia: descendimos otra vez el inglés y yo y entramos con mucha curiosidad en una pequeña hostería deseosos de ver á los primeros hijos de España entre las paredes de su casa. Encontramos una media docena de carabineros, el mesonero, su mujer y sus hijos, sentados alrededor de un brasero. Híceles muchas preguntas, contestáronme con vivacidad é ingenio tales que me dejaron realmente sorprendido, pues creía que los catalanes eran gente dura y de muy pocas palabras, según había leído en los diccionarios geográficos.

Les pedimos de comer y nos sirvieran el famoso chorizo español, una especie de salchichón, relleno de pimienta, que abrasaba la boca, y una botella de vino dulce con un poco de pan duro.

—Y bien, ¿cómo va vuestro rey?—les pregunté después de haber tragado los primeros bocados.

El carabinero, á quien había dirigido la palabra, quedó al principio un poco turbado, me miró, miró á los demás y dióme, por fin, la siguiente curiosa respuesta:

—Está reinando.

Todos se echaron á reir, y mientras buscaba una pregunta algo más apremiante, noté que me decían al oído: ¡si es un republicano!

Volví la cabeza y ví al mesonero que miraba al techo afectando indiferencia.

—Me comprendido,—le dije.

Y varié enseguida de conversación.

Al subir á la diligencia, mi compañero y yo nos reímos con gusto de la advertencia del mesonero; maravillados ambos de que tuvieran tanto peso, en una persona de su clase, las opiniones políticas de un carabinero. No obstante, en el mesón donde bajamos después, oímos cosas muy distintas.

En todos hallamos al dueño, ó á un concurrente leyendo en alta voz el periódico y en torno un círculo de lugareños escuchando. De vez en cuando era interrumpida la lectura, engolfándose los oyentes en una discusión política que yo no entendía, porque hablaban en catalán, pero de la cual sacaba en claro la opinión reinante, sirviéndome de norma el diario cuya lectura había escuchado. Pues bien, debo decir que en todos aquellos círculos se respiraba un airecillo republicano capaz de crispar los nervios al más intrépido amadeísta.

Un hombre de aspecto fiero y de voz bronca, después de haber hablado un rato en medio de un círculo de mudos oyentes, volvióse á mí, creyéndome francés, gracias á mi acento nasal, y me dijo con mucha solemnidad:

—Oiga usted una cosa, caballero.

—¿Qué he de oir?—le contesté.

—Que España es más desgraciada que Francia.

Dicho lo cual se puso á pasear por la sala con la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho.

Oí que otros muchos hablaban confusamente de las Cortes, de los ministros, de ambiciones, de traidores y de otras cosas terribles.

Una sola persona, una muchacha de un restaurant de higueras, al saber que yo era italiano, me dijo sonriendo:

—Ahora tenemos un rey italiano.

Y al poco rato, cuando se iba, añadía con graciosa sencillez:

—A mí me gusta.

Era aún de noche, cuando llegamos á Gerona, donde el rey Amadeo, recibido, según se dice, con agasajo, colocó una lápida en la casa que habitó el general Alvarez durante el célebre sitio de 1809. Atravesamos la ciudad, que nos pareció inmensa, muertos de sueño como íbamos é impacientes por echarnos á dormir en un vagón de ferrocarril, llegamos por último á la estación y al apuntar el alba salimos para Barcelona.

¡Dormir! Era la primera vez que veía salir el so! en España, ¿cómo podía dormir? Me asomé á una ven tañida y no retiré la cabeza hasta llegar á Barcelona.

¡Ah! ¡Ningún deleite puede compararse al que se experimenta cuando se llega á un país desconocido, con la imaginación dispuesta á ver cosas nuevas y maravillosas, con mil recuerdos de fantásticas lecturas en la cabeza sin cuidados! Penetrar en este país, pasear ávidamente la mirada por todas partes, buscando algo que os haga comprender, por si lo ignorabais, que os hallabais allí; reconocerlo poco apoco, aquí por el vestido de un campesino, allá por una planta, más lejos por, una casa; ver, á medida que se avanza, cómo se multiplican estos indicios, estos colores, esta forma, y comparar todas esas cosas con la idea que de ellas habíamos formado anticipadamente; hallar pasto para la curiosidad en cuanto sorprende la mirada y en cuanto llega á nuestros oídos; en las caras, en los acentos, en los gestos, en las palabras; lanzar un ¡oh! de estupor á cada paso; sentir que nuestra mente se ensancha y se esclarece; desear á la vez llegar en seguida al país que no se llega nunca; impacientarse por verlo lodo; preguntar mil cosas al vecino, tomar un apunte de un pueblo ó abocetear un grupo de campesinos; exclamar diez veces: «Ya estoy aquí» y pensar que un día lo contaréis punto por punto; es en verdad el más intenso y el más variado de los placeres humanos.

El americano roncaba.

La parte de Cataluña que se recorre desde Gerona á Barcelona, es may varia, fértil y admirablemente cultivada. Es una sucesión de pequeños valles, cintas de colinas de graciosas formas, con bosques frondosísimos, torrentes, gargantas y castillos antiguos. Por todas partes una vegetación espléndida y robusta, que recuerda el severo aspecto de los valles de los Alpes.

Realza el paisaje el pintoresco traje de los campesinos, que responde de un modo admirable á la altivez del carácter catalán. El primero que ví iba vestido de pies á cabeza de terciopelo negro: llevaba en torno de á cuello una especie de tapabocas á listas blancas y encarnadas, y á la cabeza un gorro á la zuava de un color rojo subido, que le caía sobre los hombros; algunos usaban polainas de piel, con botones hasta la rodilla; otros calzaban zapatos de tela, á modo de pantuflos, con la sucia de cuerda, abiertos por delante y atados alrededor del pie con una cinta negra cruzada; en una palabra, un vestir esbelto y elegante y al propio tiempo severo. No hacía mucho frío pero iban todos embozados en su manta ó tapabocas mostrando únicamente la punta de!a nariz y la del cigarrillo, parecían caballeros saliendo del teatro, no ya por la manta en sí, sino por el modo de llevarla, colgando de un lado como caída al azar, pero con ciertos pliegues y ondulaciones, que le prestan la gracia y la majestad de un manto.

Había algunos en todas las estaciones del ferrocarril había tipos semejantes, cada uno con mantas de distinto color, no pocos vestidos de paño lino y nuevo, casi todos sumamente limpios y guardando cierta dignidad y apostura que daba mayor realce á sus trajes pintorescos. Pocas caras morenas, tendiendo al blanco en su mayoría; los ojos negros y vivaces, pero sin el fu ego y movilidad de las miradas andaluzas.

A medida que se adelanta van apareciendo villas, casas, puentes, acueductos, en una palabra, todo cuanto anuncia la vecindad de una populosa y rica ciudad comercial. Granollers, San Andrés de Palomar, Clot, se hallan rodeados de fábricas, quintas de recreo, huertas y jardines. Por las calles se ven grandes hileras de carros, grupos de paisanos y soldados. Las estaciones del ferrocarril se hallan invadidas por numerosa muchedumbre; quien no lo supiera de ante mano creería estar atravesando una provincia de Inglaterra y no una provincia de España.

Pasada la estación del Clot, que es la última antes de llegar á Barcelona, se ven por todos lados grandes edificios de piedra, largas cercas, inmensos rimeros de materiales de construcción, chimeneas, fábricas y operarios; siéntese ó parece sentirse un rumor sordo confuso y siempre creciente, cual si fuera el aliento fatigoso de la gran ciudad que se agita y trabaja. Por último, de una mirada se abarca Barcelona entera, el puerto, el mar, una diadema de colinas, todo se muestra y aparece en un momento y os encontráis en la estación con la sangre revuelta y la cabeza confusa.

Una diligencia tan grande como un vagón, me llevó del ferro-carril á la fonda más cercana, en la cual oí enseguida hablar italiano. Confieso que me causó un placer, cual si me hallara á inmensa distancia de Italia, después de un año de viaje. Pero fué un placer que duró poco. Un camarero, el mismo á quien había oído hablar, me acompañó al cuarto que me destinaron, y comprendiendo seguramente por mi sonrisa que yo debía ser compatriota suyo, me preguntó con galantería:

—Finisce di arrivare?

—Finisce di arrivare?—le pregunté á mi vez abriendo los ojos sorprendido.

Debo hacer notar que en español la frase acabar (finire) de hacer una cosa, corresponde á la frase francesa venir de faire. Por esto no entendí de momento lo que me preguntaba.

—Sí,—añadió el camarero domando,—si el caraliere discende ora medésimo del cammino di ferro?

—¡Ora medésimo! ¡cammino di ferro! Pero ¿qué clase de italiano hablas, amigo mío?

Quedóse un poco desconcertado. Luego supe que en Barcelona hay un gran número de camareros de fonda, mozos de café, cocineros y criados de todas clases, en su mayoría de la provincia de Novara, que parten para España muchachos todavía y que hablan esta horrible jerigonza, mezcla de francés, italiano, castellano, catalán y piamontés, no con los españoles, se entiende, porque el español lo han aprendido todos, pero sí con los viajeros italianos con el deseo de hacer creer que no han olvidado la lengua materna. Por esto he oido decir á muchos catalanes: «Entre vuestro idioma y el nuestro hay muy poca diferencia.»—¡Ya lo creo!—Podría añadir ahora lo que me dijo un corista castellano con un tono de bondadosa altaneria á bordo del buque, que cinco meses después me conducía á Marsella: «La lengua italiana es el más hermoso de los dialectos que se han formado de nuestro idioma.»


Apenas repuesto de la fatiga que la terrible noche del paso de los Pirineos me había ocasionado, salí de la fonda con intento de recorrer las calles. Barcelona, por su aspecto, es la ciudad menos española de España. Grandes edificios, de los cuales pocos, muy pocos son antiguos, anchas calles, plazas regulares, tiendas, teatros, espléndidos cafés, y un incesante ir y venir de gentes, coches y carros, de la orilla del mar al centro de la ciudad y de allí á los barrios extremos, lo mismo que en Génova, Nápoles y Marsella.

Una calle anchísima y recta, llamada la Rambla, adornada con dos hileras de árboles, atraviesa casi por el centro de la ciudad, desde el puerto hacía arriba, un espacioso paseo, adornado con edificios nuevos. Se extiende á lo largo de la costa, sobre una alta muralla terraplenada, contra la cual se estrellan las olas del mar. Un importantísimo barrio, casi una ciudad nueva, se levanta al Norte, y por todas partes nuevos edificios rompen el antiguo cinturón, esparciéndose por el campo y alejándose en interminables líneas hasta los pueblos vecinos. En todas las colinas de los alrededores se elevan quintas, fábricas, pequeños palacios que se disputan el terreno y se aprietan, mostrando su cabeza unos tras de otros formando espléndido y grandioso cerco á la antigua ciudad. Por todas partes se construye, se transforma, se renueva: el pueblo trabaja y prospera: Barcelona florece.


Eran los últimos días de Carnaval.

Las calles se hallaban invadidas por inmensa muchedumbre de gigantes, diablos, príncipes, moros, guerreros y por una cabalgata de figurones que por mi desgracia me salían siempre al paso, vestidos de amarillo, con una larga caña en la mano, de cuyo extremo pendía una bolsa que metían por las narices á todo el mundo en tiendas, ventanas, hasta en los balcones de los cuartos principales de las casas pidiendo una limosna no se á nombre de quién, pero destinada á pagar seguramente alguna clásica francachela en la última noche de Carnaval. Lo más bonito que ví fué la mascarada de los niños. Se acostumbra vestir á los chiquillos menores de ocho años, cual de hombre, á la moda francesa, en traje completo de baile, con guante blanco, sendos bigotes y peluca; tal de grande de España, cubierto de cintas y pingajos; este otro de campesino catalán con la barretina y la manta. Las niñas de damas de Corte, de amazonas, de poetisas con la lira y la corona de laurel: y unos y otras con los trajes de las distintas provincias del Estado, una de jardinera de Valencia, otra de gitana andaluza, quien de montañés vascongado, el traje mas hermoso y pintoresco que se puede imaginar. Los padres los llevan de la mano por el paseo, viniendo á ser aquello una especie de torneo de buen gusto, de fantasía y de lujo, en el cual el pueblo toma parte con mucho deleite.


Mientras buscaba el camino para ir á la catedral, encontré un grupo de soldados españoles. Me pare á mirarlos, comparándolos con la pintura que de ellos hizo Baretti; el cual cuenta que le asaltaron en la posada, tomándole uno la ensalada del plato, mientras otro le arrebataba de la boca una pierna de pavo. Es necesario confesar que desde entonces han variado mucho. A primera vista los tomaría cualquiera por soldados franceses, pues usan como estos pantalones encarnados y un capote gris que les baja hasta la rodilla. Sólo noté alguna diferencia en el sombrero. Los españoles llevan un birrete, de forma particular, achatado por detrás, encorvado por delante, provisto de una visera que les tapa la frente, de fieltro gris, sumamente ligero, que lleva el nombre de su inventor, Ros de Olano, general y poeta, que tomó el modelo de su sombrero de caza. La mayor parte de los soldados que ví, todos de infantería, eran jóvenes, de baja estatura, morenos, esbeltos, limpios, como se pueda imaginar que sean los soldados de un ejército cuya infantería fué sin duda la más ligera y vigorosa de Europa. Hoy todavía los infantes españoles gozan fama de incansables andadores y de corredores ligerísimos. Son sobrios, altivos y llenos de un orgullo nacional que no es posible formarse idea exacta sin haberlos tratado muy de cerca. Los oficiales usan como los italianos, levita negra y corta, que cuando no están de servicio llevan abierta mostrando el chaleco abrochado hasta el cuello. En las horas libres no ciñen espada, y en las marchas, como los soldados, usan polainas de paño negro que les llegan hasta las rodillas. Un regimiento de infantería, en traje de campaña, presenta un aspecto elegante y guerrero.


La catedral de Barcelona, de estilo gótico, con sus atrevidas torres, es digna de figurar al lado de las más bellas de España. El interior lo forman tres grandes naves, separadas por dos órdenes de altísimas columnas de forma esbelta y atrevida. El Coro, en mitad de la iglesia, está adornado con profusión de bajos relieves, filigramas y figuras. Bajo el Santuario se abre una capilla subterránea, iluminada constantemente, en medio de la cual se encuentra la tumba de Santa Eulalia, que se vislumbra por unas pequeñas ventanas abiertas alrededor del Santuario. Cuenta la tradición, que los matadores de la santa, que era hermosísima, antes de darle muerte quisieron verla desnuda, pero al rasgar el último velo, la envolvió una sutil nube, ocultándola á las impúdicas miradas. Su cuerpo se halla aún entero y lozano como en vida, y no hay ojos humanos que resistan el contemplarla: Sigue contando la tradición que un obispo incauto que á fines del último siglo quiso copiar la tumba y ver los sagrados despojos, cegó al punto de mirarlos.

En una pequeña capilla, tras del altar mayor, profusamente iluminado con cirios, se contempla un Santo Cristo, de madera pintada, algo torcido hacia un lado. Dícese que el Cristo aquel se hallaba en una nave española en la batalla de Lepanto, y que desvió su cuerpo, evitando así el choque de una bala de cañón que iba recta á su pecho. De la bóveda de la misma capilla pende una pequeña galera construída á semejanza de la que montaba D. Juan de Austria en la lucha contra los turcos.

Bajo el órgano, de estructura gótica, y cubierto por grandes tapices pintarrajeados cuelga una enorme cabeza de sarraceno, de cuya boca abierta caían en otros tiempos confites para los chiquillos.

En las demás capillas se ven hermosas tumbas de mármol y algún lienzo precioso de Viladomat, pintor Barcelonés, del siglo XVII.

La Iglesia es obscura y misteriosa. A su lado se eleva el claustro, sostenido por grandes pilastras, formadas de delgados baquetones, y adornadas con capiteles sobrecargados de pequeñas estátuas, que representan escenas del antiguo y nuevo Testamento.

En el claustro, en la iglesia, en la pequeña plaza que la precede, en las calles que la circuyen, se respira como un aura de melancólica paz que seduce y entristece á un tiempo, como el jardín de un cementerio. Un grupo de viejas horribles y barbudas custodia la puerta.

En el interior de la ciudad, vista ya la Catedral, quedan pocos monumentos dignos de ser visitados. En la plaza de la Constitución, se levantan dos palacios, la Casa de la Diputación y la Consistorial. El primero del siglo XVI, y el otro del XIV. Ambas conservan todavía algún detalle digno de nota; la puerta en la una, en la otra el patio. En uno de los lados de la Casa de la Diputación vése la rica fachada gótica de la capilla de San Jorge. Existe aun el palacio de la inquisición con su angosto patio, ventanas con férreas rejas y puertas secretas, que se ha reconstruído casi en su totalidad, conservando el carácter primitivo.

Quedan algunas enormes columnas romanas en la calle del Paradís, perdidas entre las casas modernas, circuidas de tortuosas escaleras y de obscuras estancias. Y no hay otra cosa digna de llamar la atención de un artista. En cambio vense fuentes con columnas, pirámides, estátuas; avenidas con sus villas, jardines, cafés, fondas; una plaza de toros capaz para diez mil personas; un barrio que se levanta sobre un brazo de tierra que forma el puerto construído con toda simetría y habitado por diez mil marinos. Muchas bibliotecas, un riquísimo museo de historia natural, un archivo que es de los más ricos en documentos históricos, desde el siglo IX hasta nuestros días, esto os desde los primeros Condes de Cataluña, hasta la guerra de la independencia.

Fuera de la ciudad, una de las cosas más notables es el cementerio, á una medía hora de camino, en medio de una vasta llanura. Visto de fuera, de la parte de la entrada, parece un jardín y os obliga á apresurar el paso con un sentimiento de curiosidad que raya casi con alegría. Pero pasado el umbral os halláis ante un espectáculo nuevo, indescreible, completamente distinto del que esperabais. Os encontráis en medio de una ciudad silenciosa, atravesada por largas calles desiertas, circundada de muros de igual altura y cerrados en sus extremos por otros muros. Avanzad y llegáis á una encrucijada, de donde parten otras calles, otros muros, y de donde se ven á lo lejos otras encrucijadas.


Cualquiera creería hallarse en Pompeya. Los cadáveres se meten á lo largo dentro esos mismos muros, como los libros en los estantes de una biblioteca. A cada ataúd corresponde en el muro una especie de nicho, en el cual se escribe el nombre del que allí está sepultado. Donde no hay ningún cadáver, el nicho tiene escrita la palabra Propiedad, que quiere decir que está comprado aquel sitio. La mayor parte de los nichos están cerrados con un cristal, algunos con una reja, otros con una finísima red de alambre, y contienen una variedad inmensa de objetos, como ofrenda de la familia del difunto. Allí se ven retratos fotográficos, pequeños altares, cuadros, coronas de siemprevivas flores artificiales, cuando no bagatelas que le fueron caras al difunto, como cintas, collares de mujer, juguetes de niños, libros, alfileres, cuadros, mil cosas que recuerdan el bogar y la familia, indicando al propio tiempo la profesión de aquel á quien habían pertenecido. Es imposible mirar esos objetos sin enternecerse.

De cuando en cuando se ve alguno de esos nichos completamente vacío, señal evidente de que durante el día se meterá allí algún féretro. La familia del muerto debe pagar por aquel sitio una cuota anual: si no la paga se saca el ataúd que es llevado á la losa común del cementerio de los pobres, al cual se va por una de aquellas calles. Mientras me hallaba en el cementerio, tuvo lugar un entierro: ví de lejos colocar la escala, levantar el ataúd, y abandoné aquel lugar. Una noche un loco se metió en uno de los nichos, que estaba vacío; pasó un guardia del cementerio con una linterna y el loco para asustarle dió un grito. El pobre guardia cayó al suelo como herido por un rayo, sobreviniéndole del susto una enfermedad mortal.

En un nicho ví una hermosa trenza de cabellos rubios, que habían pertenecido á una joven de quince años, muerta ahogada. En una tarjeta se leía esta palabra:

—¡Querida!

A cada paso el curioso ve algo que hiere la mente y el corazón. Todos aquellos objetos producen el efecto de un rumor confuso de voces de madres, de esposos, de niños y de viejos que dicen en voz baja al paseante:—¡Soy yo!—¡Mira!

A cada encrucijada surgen estátuas, templos ú obeliscos con inscripciones en honor de los ciudadanos de Barcelona que se distinguieron por su conducta durante la fiebre amarilla que en los años 1821 y 1870, invadió la ciudad.

Esta parte del cementerio, fabricada como una ciudad, si así puede decirse, pertenece á la clase media de la población. Confina con dos vastos recintos, uno destinado á los pobres, triste y solitario, con grandes cruces negras, y otro destinado á los ricos más grande que el primero, con bonitos jardines, rodeado de capillas, vario, rico, espléndido. Entre un bosque de sauces y cipreses, se levantan por todos lados, columnas, tumbas magníficas, capillas de mármol, sobrecargadas de esculturas, en cuya parte superior levantan al cielo los brazos hermosas figuras de arcángeles; pirámides, grupos estatuarios, y monumentos grandes como casas, más elevadas que los árboles más altos. En el espacio que media de monumento á monumento, setos, enrejados y floridos parteres. Y á la entrada, entre éste y otro cementerio, una pequeña pero magnifica iglesia de mármol rodeada de columnas y medio oculta entre los árboles, que prepara piadosamente el alma al magnífico espectáculo del interior. Al salir de este jardín se atraviesan de nuevo las calles desiertas de la necrópolis que parecen más silenciosas y tristes que á la entrada. Traspasado el umbral saluda uno con placer las casas de variados colores de los arrabales de Barcelona, esparcidas por el campo, como avanzados centinelas, colocados allí para anunciar que la populosa ciudad se extiende y crece.


Del cementerio al café hay un buen salto, pero viajando se dan algunos algo más atrevidos. Los cafés de Barcelona, como casi todos los de España, constan de un vastísimo salón, adornado con grandes espejos, con cuantas mesas puede contener el local, de las cuales no queda ni una desocupada durante el día, ni por espacio de media hora. Por la noche se hallan todos atestados de gente, siendo preciso muchas veces tener que esperar un buen rato junto á la puerta, si se quiere alcanzar un pequeño sitio. Alrededor de cada mesa se ve un círculo de cinco ó seis Caballeros, con la capa á la espalda (un manto de paño obscuro, guarnecido de una ancha esclavina, que se lleva en lugar de nuestro capote) en muchas mesas se juega al dominó. Es el juego más en boga entre los españoles.

En el café, desde el anochecer hasta media noche, se oye un rumor continuo que ensordece como el ruído de una granizada, producido por el incesante movimiento de las fichas, de tal modo, que es necesario levantar la voz para hacerse oir del vecino. La bebida más común es el chocolate, que en España es exquisito, servido por lo regular en pequeñas jícaras, espeso como confitura y tan caliente que abrasa el gaznate. Una de estas jícaras, con una gota de leche y una pasta particular sumamente blanda, que llaman bollo, constituye un almuerzo digno de Lúcuno, Entre bollo y bollo hice mis estudios sobre el carácter catalán, hablando con todos los Don Fulanos (nombre consagrado en España como el de Tizio entre nosotros) que tuvieron la bondad de no tomarme por un espía enviado de Madrid para olfatear los aires que corrían por Cataluña.


Los ánimos en aquellos días, estaban sumamente exaltados. Ocurrióme distintas veces, hablando inocentemente de un diario, de un personaje, de un hecho cualquiera con el caballero que me acompañaba al café ó á una tienda, ó al teatro; ocurrióme, digo, notar que me hacían señas con el pie, murmurándome al oido;—«Cuidado; ese caballero que está á la derecha de V. es un carlista.»—«¡Chist! aquel es un republicano,»—«El de allá un sagastino.»—«Este del lado un radical.»—«El que está más lejos un cimbrio.»

Todo el mundo hablaba de política. Encontré un barbero, carlista furioso el cual, notando por mi acento, que era conciudadano del Rey, ensayó con disimulo, el modo de entrar en conversación conmigo. Yo no dije una palabra porque me estaba afeitando, no era cosa que algún resentimiento de mi orgullo nacional herido, hiciese correr la primera sangre de la guerra civil. Pero el barbero no se dió por vencido y no sabiendo cómo meter baza, díjome con gracioso acento:—«Sepa V. caballero, que si hubiera guerra entre Italia y España, España no tendría miedo. -«Convencidísimo estoy de ello»—le contesté, sin perder de vista la navaja. Añadióme después, que Francia, una vez pagada su deuda á Alemania, declararía la guerra á Italia:—No hay escapatoria.—Nada contesté. Quedóse un rato pensativo, diciendo después maliciosamente.—«¡Dentro de poco van á acontecer grandes cosas!—Agradó mucho á los barceloneses, que el Rey se hubiese presentado á ellos confiado y tranquilo, y la gente del pueblo recuerda con admiración su entrada en la ciudad. Hallé simpatía por el Rey hasta en algunos que decían entre dientes:—«No es española—¿Le parece á V. que estaría bien en Roma; ó en París, un monarca castellano?»—contestábale al punto:—«No entiendo de política»—y negocio concluído.

Pero los carlistas son realmente implacables. Dicen con la mayor buena fe que nuestra revolución fué un negocio de perros, y casi todos viven en la convicción de que el verdadero rey de Italia es el Papa; que Italia le quiere, y que ha doblado la cerviz al peso de la espada de Víctor Manuel porque no le queda otro recurso, pero que espera la ocasión propicia de sacudir el yugo, como ha hecho con los Borbones y los otros. Bastaría á probarlo la siguiente anécdota que refiero aquí como me la contaron, sin ánimo alguno de herir á la persona que en ella figura:

Un día, un joven italiano, á quien conozco íntimamente, fué presentado á una de las señoras más respetables de la ciudad, la cual le recibió con la más exquisita galantería, Asistían á la reunión varios italianos;

La señora habló de Italia, mostrando mucha simpatía hacia mi país, dando al mismo tiempo las gracias al joven italiano por el entusiasmo con que hablaba de España, sosteniendo, en una palabra, durante toda á á noche, una viva y cordial conversación con los agradecidos huéspedes. De pronto preguntóle al joven:

—Y cuando vuelva V. á Italia, ¿en qué ciudad piensa establecerse?

—En Roma, señora,—contestó el joven.

—¿Para defender al Papa?—añadió la dama con la más amable franqueza.

El joven la miró, y sonriendo ingenuamente le dijo:

—En verdad que no, señora.

Aquel no desencadenó una tempestad. Olvidóse la dama de que el joven era italiano, que lo eran también sus huéspedes, y fulminó tales invectivas contra el rey Victor Manuel, el gobierno piamontes, y la Italia, remontándose de la entrada del ejército en Roma hasta la guerra de la Umbría, que el desdichado extranjero palideció como un muerto. Haciendo un soberano esfuerzo, no contestó una palabra, y dejó á sus compatriotas, que eran amigos antiguos de la dama, el cuidado de sostener el honor de su país. La conversación duró un rato y fué acalorada. La señora conoció después que se había dejado llevar de la pasión política, y dió á comprender que le sabía mal. Pero una cosa apareció clarísima en sus palabras, y era que estaba convencida ¡y cuántas con ella! de que la unidad de Italia se había hecho contra la voluntad del pueblo italiano, por el rey del Piamonte, ávido de dominio, y lleno de odio hacia la religión, etc.

El pueblo bajo, sin embargo, es más republicano que otra cosa, y como goza fama de ser tan escaso de palabras, como presto en el obrar, es realmente temido. Cuando en España se quiere esparcir la voz de una próxima revolución, se empieza por decir que estallará en Barcelona, ó que está por estallar, ó que ya ha estallado.


Los catalanes no quieren ser confundidos españoles de las otras provincias.—«Somos españoles,—dicen;—pero entendámonos, españoles de Cataluña.»—Gente, justo es decirlo, que piensa y trabaja, y á cuyos oídos, suena mes grato el ruído de las máquinas que los acordes de la lira.—«Nosotros,—añaden,—no envidiamos á Andalucía su fama novelesca, los lauros del poeta, ni la gloria del pintor; nos basta con ser el pueblo más serio y más trabajador de toda España.»—Hablan de sus hermanos del mediodía como los piamonteses hablaban antes, pero no ahora, de los napolitanos y tudescos:—«Si; tienen ingenio, imaginación, hablan bien, divierten; pero nosotros, en cambio, tenemos mayor fuerza de voluntad, más aptitud para los estudios científicos, más instrucción popular...y después...el carácter.»—Le oí á un catalán, hombre tan claro de ingenio como de doctrinas, lamentarse de que la guerra de la Independencia hizo fraternizar demasiado á todas las provincias de España, de lo cual resultó, que los catalanes contrajeron algunos defectos de los meridionales sin que éstos en cambio adquiriesen ni una buena cualidad de los catalanes.—«Desde entonces, decía:—somos más ligeros de cascos,»—y no sabía consolarse.

Un tendero, á quien pregunté qué pensaba del carácter castellano, me contestó bruscamente, que á su entender, sería una gran fortuna que no existiera ferrocarril entre Barcelona y Madrid, porque el trato con aquella gente corrompe el carácter vías costumbres del pueblo catalán. Cuando hablan de un diputado orador, dicen:—«¡Bah!...un andaluz.»—Y á renglón seguido ridiculizan su lenguaje poético, su pronunciación dulce, su alegría infantil, la vanidad y afeminación de que hacen gala. Estos, en cambio, hablan de los catalanes como una señora caprichosa, literata y pintora hablarían de una muchacha tosca que gustara más leer la Cocinera genovesa que las novelas de Jorge Sand.—«Son gente dura,—dicen—hecha de una pieza, que sólo tiene cabeza para la aritmética y la mecánica; bárbaros que harían de una estatua de un montañés un guarda cantón, y de una tela de Murillo un encerado; verdaderos Beodos de España, insoportables con su jerigonza, su aire desdeñoso y su vanidad pedantesca.


Cataluña, en efecto, es la provincia de España que menos figura en la historia de las bellas artes. El único poeta, no grande, pero célebre que ha nacido en Barcelona, es Juan Boscán, que floreció á principios del siglo décimosexto. Boscán introdujo en la literatura española el verso endecasílabo, la canción y el soneto, y todas las formas de la poesía italiana de la cual era apasionado admirador. ¡De qué depende la transformación de toda la literatura de un pueblo! De haber ido Boscán á Granada cuando se hallaba allí la corte de Carlos V, donde conoció á un embajador de la república de Venecia, Andrea Navagero, que sabía de memoria los versos de Petrarca recitándolos de memoria. En día le dijo á Boscán:—«Me parece que también vosotros podríais escribir así: probadlo.»—Y en efecto, Boscán lo probó. Pero se le echaron encima todos los literatos de España, diciéndole, que el verso italiano carecía de sonoridad, que la poesía de Petrarca era propia de mujeres y que España no tenía necesidad de pedirle á nadie inspiración prestada.

A pesar de ello, Boscán, no dió su brazo á torcer, Garcilaso de la Vega, el valeroso caballero, íntimo amigo suyo, que recibió más tarde el glorioso dictado de Malherbe de España, lo siguió. El ejército reformador fué aumentando de día en día, hasta que dominó por completo. Quien realmente hizo la reforma fué Garcilaso, pero corresponde á Boscán el mérito de la primitiva idea y á Barcelona el honor de haber mecido la cuna de quien hizo cambiar por completo la faz de la literatura española.

En los pocos días que permanecí en Barcelona, solía pasar la noche con algunos jóvenes catalanes paseando por la orilla del mar á la claridad de la luna, hasta una hora bastante avanzada. Todos conocían un poco el italiano y estaban enamorados de nuestra poesía, de tal modo, que no hacíamos más que recitar versos, como en un certamen, sucediendo las inspiraciones de Zorrilla, Espronceda y Lope de Vega, á las de Foscolo, Berchet y Manzoni. Es un placer desconocido y nuevo el que se experimenta recitando versos de nuestros poetas en un país extranjero.

Cuando miraba á todos mis amigos españoles atentos al relato de la batalla de Madodio, animarse poco á poco, entusiasmarse, cogerme por un brazo y exclamar luego, con un acento castellano que me hacía más gratas sus palabras: ¡Sublime! ¡Bellísimo! sentía removerse mi sangre y temblaba, y creo, que á ser de día, me hubieran visto blanco como el papel.

Recitáronme versos en lengua catalana. Y digo lengua, porque tiene una historia y una literatura propios, quedando relegada al estado de dialecto, gradas al predominio político de Castilla, que impuso su idioma, como idioma general de España. Aunque sea el catalán una lengua áspera, de palabras monosilábicas, ingrato de primer momento al que tenga el oído muy delicado, tiene, con todo, notables cualidades, que han aprovechado con mucho talento los poetas populares, tanto más, en cuanto se presta de una manera especial á la harmonía imitativa. Una poesía que me recitaron, cuya primera estrofa imita el ruído cadencioso de un tren en marcha, me arrancó un grito de admiración. Pero, sin intérprete, el catalán es incomprensible aun para los mismos españoles. Hablan aprisa, con los dientes cerrados, sin que el gesto acompañe á la palabra, de donde resulta que es muy difícil comprender el sentido de un período, por simple que sea, y es una suerte si se entiende al vuelo alguna palabra. No obstante, cuando es necesario, hasta la gente del pueblo habla castellano, si bien toscamente y sin gracia alguna, pero de todos modos, algo mejor que los italianos del pueblo bajo de las provincias septentrionales, cuando hablan nuestra lengua. Ni las personas cultas, en Gala!una, hablan á la perfección el idioma nacional; el castellano reconoce al catalán á las primeras palabras en el acento, en las expresiones, y sobre todo en los modismos impropios. De aquí que el extranjero que entra en España con la ilusión de hablar con elegancia la lengua castellana, puede conservar su errónea creencia no saliendo de Cataluña; pero si penetra en Castilla, y oye por vez primera aquella fogosidad en la frase, aquella profusión de refranes ó proverbios, y los innumerables modismos é idiotismos ingeniosos ó intraducibles, se queda con la boca abierto, como Alfieri delante de la Monna Vocaboliera cuando le hablaba de calcetas, ¡y adiós ilusiones!


La última noche fuí al Teatro del Liceo, que goza fama de ser uno de los más hermosos de Europa, y acoso el más grande. Estaban llenos de bote en bote lo mismo la platea que el gallinero, de tal modo, que no se hubieran podido acomodar un centenar de personas más. Desde mi palco, aparecían las señoras de la parte opuesta pequeñas como niñas; y entornando los ojos, no se veían más que líneas blancas, una en cada piso, trémulas y lucientes como inmensas guirnaldas de camelias impregnadas de rocio y agitadas por el céfiro. Los palcos, sumamente grandes, se hallan separados por un tabique que va de la pared al antepecho, quedando al descubierto el busto de la persona sentada en primera fila, de modo que á primera vista parece que en el teatro no hay más que galerías, lo que le presta un aire de ligereza, muy agradable á la vista. Todo luce, todo queda al descubierto; la luz irradia por todas partes; el espectador ve á todos los demás; los corredores son espaciosos; se va, se viene libremente; se puede contemplar á una mujer de mil distintos puntos; pasar de las galerías á los palcos, de los palcos á las galerías; pasearse; formar grupos; moverse toda la noche de un lado á otro, sin incomodar á nadie. Las demás partes del edificio son proporcionadas á la principal; corredores, escaleras, descansillos, y el vestíbulo, que es digno de un palacio. Tiene también salas de baile anchurosas y espléndidas, en las cuales se podría levantar otro teatro. Y en este sitio, donde los buenos barceloneses, olvidando las fatigas del día, sólo deberían pensar en recrearse, en la contemplación de sus hermosas y espléndidas mujeres, aun allí los buenos barceloneses compran, venden, pagan y trafican como almas condenadas. En los corredores se nota un incesante ir y venir de agentes de cambio, de bolsistas, de portadores de despachos y un continuo vocerío de mercado. ¡Bárbaros ¡Cuántos hermosos semblantes, cuántos preciosos ojos, cuántas esplendidas cabelleras negras en aquella muchedumbre de damas! Antiguamente, los jóvenes catalanes enamorados, por cautivar el corazón de sus bellas, se hacían inscribir en una cofradía de disciplinantes, y con unas disciplinas en la mano se colocaban bajo las ventanas de la casa donde habitaba su amada, para azotarse la carne hasta brotar la sangre, mientras ella les animaba diciendo:—«Azota, azota; ahora le amo y soy tuya.»—Cuantas veces hubiera yo exclamado aquella noche:—«¡Señoras, por caridad, dadme unas disciplinas.»


Al día siguiente antes de salir el sol, salí para Zaragoza, pero á decir verdad, no sin un sentimiento de tristeza, por más que había permanecido en Barcelona muy pocos días. Esta ciudad, por más que no sea, ni con mucho, la flor de las bellas ciudades del mundo, como la llamó Cervantes, esta ciudad, repito, traficante y llena de almacenes, desdeñosa para los poetas y pintores, me gustó, y su pueblo siempre atareado, me inspiró respeto. A más de que es siempre triste salir de una dudad, aunque extranjera, con seguridad de no volverla á ver; es como dar un adiós para siempre á un compañero de viaje con el cual habéis pasado agradablemente veinticuatro horas; no es un amigo y con todo, creeis amarlo como á tal, y le recordaréis seguramente toda la vida, con más viveza que á muchos de aquellos á quienes dais el nombre de amigo.

Volviéndome á mirarla una vez más por las ventanillas del tren, viniéronme á los labios las palabras de D. Alvaro Trafe en el Don Quijote:—¡Adiós Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, patria de los valientes ¡adiós!»—Y añadí con amargura; ¡He aquí desgarrada la primera página del libro de color de rosa de mi viaje! Todo pasa en el mundo...Ahora una ciudad nueva, después otra, y otra después...y más tarde...el regreso, y el viaje habrá pasado como un sueño y me parecerá que ni siquiera me he movido de casa...¿y después?...otro viaje...y nuevas ciudades, y tristes despedidas y luego un recuerdo vago como un sueño...¿y después? ¡Pobres de vosotros si un viaje no abandonáis semejantes pensamientos! Contemplad el cielo y la campiña, recitad versos y fumad.

Adios Barcelona archivo de la cortesía.

II. Zaragoza

A pocas millas de Barcelona se empiezan á verlas dentelladas rocas del famoso Montserrat, extraño monte, á cuya vista infunde la sospecha de que uno se encuentra bajo el influjo de alguna ilusión óptica, pues parece mentira que la naturaleza haya tenido tan extravagante capricho.

Imagináos una serie de pequeños triángulos que se tocan por la base, como los que dibujan los niños para representar una cordillera de montañas, ó bien una corona dentellada como la hoja de una sierra; ó varios pilones de azúcar puestos en fila, y tendréis una idea de la forma que ofrece Montserrat, visto de lejos. Es un conjunto de conos inmensos que se levantan uno al lado de otro y éste sobre aquél, ó, mejor dicho, una grandiosa montaña, formada por otras cien más pequeñas, cortada en dos de arriba abajo hasta el tercio de su altura, de modo que presenta dos grandes puntas, en torno de las cuales se agrupan otras mas pequeñas. En las partes altas es árido é inaccesible: en las bajas se halla cubierto de pinos, encinas, madroños y enebros. Hállase cruzado por todas partes de profundas gargantas y precipicios espantosos y salpicado de blancas ermitas que brillan en las escarpadas pendientes. En la escotadura del monte entre las dos cimas principales, se levanta el antiguo monasterio de Benedictinos, donde Ignacio de Loyola meditó durante su juventud. Todos los años suben á Montserrat más de cincuenta mil peregrinos ó curiosos que van á visitar el convento y las grutas, y el día 8 de Septiembre se celebra allí una festa á la cual asiste inmensa multitud venida de todos los puntos de Cataluña.

Poco antes de llegar á la estación donde se baja del tren para subir á la montaña, invadió mi coche un grupo de chiquillos, acompañados de un cura, alumnos de un colegio de no sé que pueblo, que iban á pasar unos días de asueto en el convento de Montserrat. Eran todos catalanes, de caras blancas y sonrosadas y grandes ojos. Llevaba cada Uno una pequeña cesta con pan y frutas; no faltando tampoco quien se permitiera el lujo de un álbum ó de un anteojo. Hablaban y reían á la vez, saltando sobre el banco y armando una algarabía de todos los demonios. Por más que estuve atento y devanándome los sesos, no pude comprender una palabra del maldito lenguaje que charlaban.

Entablé conversación con el cura.

—«Mire V.,—me dijo enseguida señalando á uno de los muchachos;—aquél niño sabe de memoria toda la Poética de Oracio; el otro de más allá resuelve con pasmosa facilidad los más difíciles problemas aritméticos; ese de aquí ha nacido para filósofo.

Y fuéme de este modo explicando las dotes que adornaban á cada uno.

He pronto se interrumpe, y exclama:—«¡Barretina!».A su voz todos los muchachos, con transportes de alegría, sacaron de los respectivos bolsillos la roja barretina catalana, y hubo quien, al colocársela, se la echó hacia atrás, cayéndole sobre la nuca, y quién hacía los ojos, tapándole la punta de la nariz. Ello fué que el cura desaprobó talos excesos, dando lugar con sus palabras á un juego infantil y divertido, acompañado de risas, exclamaciones y palmadas, pues mientras los que se habían colocado el gorro catalán hacia adelante, se lo echaron hacia atrás, los que lo llevaron de este último modo, se lo echaron á la cara.

Acerquéme á uno de los más revoltosos, y por bromear con él, seguro de hallar la callada por respuesta, preguntóle en italiano.

—¿Es la primera vez que vas á dar un paseo por el Montserrat?

El muchacho quedóse un rato pensativo, contestándome después sílaba por sílaba en italiano.

—Estuve ya otra vez.

—¡Ah! ¡querido niño!—lo dije con una alegría difícil de comprender—¿dónde has aprendido italiano?

El cura tomó entonces la palabra para decirme que el padre del muchacho había vivido en Nápoles algunos años.

Al volverme hacia mi pequeño catalán para reanudar la conversación, un horrible silbido, seguido de un maldito grito de—Olesa—que es el pueblo por el cual se va á la montaña, dejáronme con la palabra en la boca.

El cura me saludó, los muchachos salieron en tropel del coche, y partió el tren. Asomé la cabeza por la ventanilla para saludar á mi pequeño amigo:

—¡Qué te diviertas!—le grité;—y el niño, acentuando las sílabas.

—¡A-dí-o—me contestó.

No faltará quién se ría al oír contar semejantes;tonterías. ¡Y no obstante, constituyen, sin duda, las más vivas emociones que se experimentan viajando!

Las ciudades y las villas que se ven al atravesar Cataluña, camino de Aragón, son casi todas populosas y florecientes, rodeadas de fábricas, hornos y ed á He á os en construcción. Por todas partes vense surgir por entre los árboles densas columnas de humo, y en todas las estaciones se nota un continuo vaivén de labradores y negociantes. La campiña es una sucesión variada de cultivadas llanuras y de valles pintorescos, cubiertos de bosques, y dominados por viejos castillos hasta llegar á la ciudad de Cervera. Allí empiezan á verse grandes extensiones de terreno inculto y árido, con escasos y diseminados edificios, que anuncia á á proximidad de Aragón. Mas de pronto, y como de improviso, se entra en un espléndido valle, cubierto de olivares, de viñedos, de moreras y de árboles frutales, y adornado de villas y pueblos. Vense por un lado las altas cimas de los Pirineos; por otro, las montañas aragonesas; Lérida, la gloriosa ciudad de los diez sitios, situada á orillas del Segre, sobre la pendiente de una hermosa colina; y todo esto rodeado de una vegetación esplendida y una variada perspectiva, que ofrece magníficos é incomparables panoramas. Son los últimos paisajes de Cataluña; poco después se entra en Aragón.


¡Aragón! ¡Cuantas vagas historias de guerras, de reinas, de poetas, de héroes y de amores famosos despierta en la memoria este nombre sonoro! ¡Y qué profundo sentimiento de simpatía y respeto! ¡El viejo, noble y altivo Aragón sobre cuya frente brilla el más espléndido destello de la gloria de España!

Sobre su escudo secular se leen, escritas con caracteres de sangre, estas dos palabras:—Libertad y valor.—Cuando el mundo se doblegaba bajo el yugo de la tiranía; el pueblo aragonés decía á su rey, por boca del Gran Justicia: «Nosotros, que valemos tanto como vos, y todos juntos más que vos, os hemos elegido nuestro rey, á condición de que respetéis nuestros derechos y nuestra libertad: é si non, non.» Y sus reyes se arrodillaban ante la majestad del Magistrado del pueblo prestando el juramento con lo míe á la sagrada fórmula. Entre la barbarie de la Edad Media, la altiva gente aragonesa no conocía el tormento, el juicio secreto no figuraba en sus códigos, todas sus instituciones protegían la libertad del ciudadano y el imperio de la ley era absoluto. Hallando estrechos los límites de la patria descendieron de Sobrarbe á Huesca, de Huesca á Zaragoza y entraron victoriosos en el Mediterráneo. Unidos á la fuerte Cataluña, libraron del dominio árabe á Valencia y las Baleares, lucharon en Muret por el derecho ultrajado y la conciencia violada; vencieron á los aventureros de la casa de Anjou, arrojándoles de la tierra italiana; rompieron las cadenas del puerto de Marsella, que penden todavía de las paredes de sus templos; se enseñorearon de los mares desde el estrecho de Messina hasta la embocadura del Guadalaviar con las naves de Roger de Lauria y subyugaron el Bósforo con las de Roger de Flor; de Rosas á Catania cruzaban el Mediterráneo en alas de la victoria; y como si á su grandeza fuera estrecho el Occidente, quisieron grabar en la cima del Olimpo, sobre las piedras del Píreo, sobre los montes soberbios que son casi las puertas del Asia, el nombre inmortal de su patria.


Tales pensamientos, sino con las mismas palabras,—pues no tenía á la vista cierto libro de Emilio Castelar,—cruzaron por mi mente al entrar en Aragón. Y lo primero que ví á orillas del Cinca, fué la pequeña villa de Monzón, notable por sus famosas Cortes y por alternativos ataques y defensas de españoles y franceses, suerte que fué común, durante la guerra de la Independencia, á casi todas las villas de aquella provincia. Monzón se aduerme al pie de un inmenso monte, en cuya cima se levanta un castillo negro, siniestro, enorme, cual á o hubiera podido imaginar el más tétrico de los señores feudales para condenar á una vida de horrores al más odiado de sus vasallos. La misma Guía se detiene ante ese edificio monstruoso y prorrumpe en tímidas exclamaciones de admiración. Creo que no existen en toda España otra villa, otro monte y otro castillo que representen mejor la cobarde sumisión de un pueblo oprimido, ante la perpetua amenaza de un señor despótico y cruel. Un gigante oprimiendo con la rodilla el pecho de un niño tendido en el suelo, no alcanzaría á darnos aproximada idea de la cosa. Fué tal la impresión que me produjo, que sin saber apenas coger el lápiz procuré abocetar el paisaje que se ofrecía á mi vista, de la mejor manera posible, para no olvidarlo nunca; y mientras dibujaba compuse el primer verso de una balada lúgubre.

Después de Monzón, la campiña aragonesa no es más que una extensa llanura, limitada en lontananza por una larga cadena de colinas rojizas, con pocos y miserables pueblos, y algún collado solitario que ostenta las ruinas de un antiguo castillo. Aragón, floreciente en la época de sus reyes, es en la actualidad una de las provincias más pobres de España. El comercio solo tiene vida, aunque escasa, en las orillas del Ebro, y á lo largo del famoso canal que se extiende unas diez y ocho leguas desde Tudela hasta junto á Zaragoza, sirviendo para el riego y como medio de transporte; en los demás puntos puede muy bien decirse que el comercio no existe.

Las estaciones del ferrocarril se ven siempre solitarias; cuando para el tren, sólo se ove la voz de algún viejo trovador, que puntea la guitarra, cantando una tonadilla monótona, que se escucha luego en los demás puntos de parada, y después en las ciudades aragonesas, siendo el motivo siempre igual, variando tan sólo las palabras. Comprendiendo que fuera del vagón nada despertaría mi curiosidad, me acordé de mis compañeros de viaje.

El vagón estaba lleno de gente: y como los de segunda clase en España no tienen divisiones, podíamos vernos unos á otros los cuarenta viajeros y viajeras, que íbamos en el mismo coche: curas, monjas, muchachos, criados y otras personas que podían ser negociantes, empleados ó agentes secretos de don Carlos. Los curas fumaban su cigarrito, como es uso y costumbre en España, ofreciendo con amabilidad á los vecinos la petaca: otros viajeros comían á dos carrillos haciendo pasar de mano en mano una especie de vegiga, de la cual manaba un hilo de vino al oprimirla con ambas manos: y otros, en fin, leían el diario, frunciendo de vez en cuando el entrecejo en ademán pensativo. Un español, cuando se halla acompañado, no se lleva á la boca un gajo de naranja, un pedazo de queso ó un bocado de pan, sin rogar antes á los demás que coman con él. No es de extrañar, por lo tanto, que viera pasar ante mis ojos frutas, pan, sardinas y vasos de vino, y que sé yo cuantas cosas más, acompañado todo del gentil:—«¿Usted gusta?—viéndome obligado á contestar: Gracias,—bien á pesar mío, por cierto,—pues tenía más hambre que el conde Ugolino. Frente á mí, se hallaba una monja, joven á juzgar por la barba, que era cuanto dejaba su velo al descubierto, y por una mano como abandonada sobre la rodilla. La estuve mirando con insistencia por espacio de una hora, esperando que levantara el manto; pero permaneció inmóvil como una estatua. De su mismo quietismo era fácil colegir que hacía un esfuerzo para vencer la natural curiosidad de mirar alrededor, lo que me causó un sentimiento de admiración.—¡Cuánta constancia!—pensaba—¡qué tuerza de voluntad la suya, y cuánto sacrificio en las cosas más insignificantes! ¡Qué noble desprecio de la vanidad humana!—Dominado por estos pensamientos fijé los ojos en su blanca y pequeña mano, y me pareció que se movía; la miro con más atención y noto que poco á poco y con muchísimo cuidado, aquella mano va saliendo de la manga; que sus dedos se estiran, avanzando en la rodilla con gracia y coquetería; que se ladea un poco, se queda quieta, se abre...¡Dios del cielo! ¡No era aquello desprecio de la vanidad humana! Era imposible encañarse: todo aquel trabajo se hacía para mostrar la manecita. ¡Y no levantó una sola vez la cabeza para enseñar la cara, ni aun al bajar del coche! ¡Oh profundos misterios del alma femenina!

Estaba escrito que en aquel viaje los curas habían de ser mis amigos. Un viejo sacerdote, de bondadoso aspecto, me dirigió á á palabra, entablando una conversación que casi duró hasta nuestra llegada á Zaragoza. Al primer momento cuando le dije que era italiano, mostróse algo reservado, temiendo sin duda que no fuese yo uno de los que forzaron las cerraduras del Quirinal; pero al asegurarle que no me ocupaba de política, se disipó su desconfianza, hablándome con toda franqueza. La literatura fué nuestro caballo de batalla; le recitó toda la Pentecoste de Manzoni, que lo dejó extasiado; pagóme con una poesía del célebre Fray Luís de León, poeta sagrado del siglo XVI, y quedamos amigos.

Cuando llegamos á Zuera antepenúltima estación del camino de Zaragoza, se levantó, saludome y puesto el pie en el estribo, volvióse súbitamente, diciéndome al oído; «Cuidado con las mujeres que traen en España muy malas consecuencias.» Bajó después y permaneció en la estación hasta que el tren se puso en marcha; y por fin levantando la mano en actitud paternal repitió; «¡Cuidado!»

Llegué á Zaragoza algo avanzada la noche, y al bajar del vagón, hirió en seguida mí oído el tonillo especial con que hablaban los cocheros, faquines y muchachos, que se disputaban mi equipaje. Puede decirse que en Aragón habla el castellano hasta la gente de clase inferior, si bien con faltas y barbarismos. Pero á un español de Castilla le basta media al abra para reconocer al aragonés, y no hay castellano que no sepa imitar su acento, y no lo ridiculice por pesado y monótono, como sucede en Toscana con el habla especial que caracteriza á la gente de Lucca.

Entré en la ciudad dominado por un sentimiento de tímido respeto. La fama terrible de Zaragoza me imponía y casi me remordía la conciencia de haber profanado su nombre tantas veces en la clase de Retórica, arrojándolo al rostro de los tiranos como un guante de desafío.

Las calles estaban desiertas; sólo se distinguía la negra silueta de los tejados y campanarios, destacándose sobre un cielo estrellado; no se oía más ruído que el de los coches de las fondas que se alejaban.

Al doblar una esquina, me pareció ver lucir en las ventanas fusiles y puñales, y como si oyera lejanos gritos de heridos. En aquel momento no sé lo que hubiera dado por ver salir el sol, tal era el ansia que me devoraba de visitar una á una aquellas calles, aquellas plazas, aquellas casas que hicieron célebres las luchas desesperadas y horribles matanzas, que inspiraban á tantos pintores, que han sido cantadas por tantos poetas y que tantas veces soñé en Italia, diciéndome con alegría: «¡Las verás!»

Llegué por fin á la fonda; miré fijamente al camarero que me conducía á mi cuarto, son riéndole amistosamente, como diciendo:—«No hay cuidado, no soy un invasor,»—y mirando al paso un retrato de don Amadeo, colgado en un ángulo del corredor para satisfacción de los viajeros italianos, acostóme muerto de sueño como cualquiera de mis lectores.


Al apuntar el día salí presuroso de la fonda. Ni una tienda, ni una puerta, ni una ventana abierta; apenas puse los pies en la calle, lancé un grito de admiración. Pasaba una brigada de hombres vestidos de tan extraño modo que á primera vista parecían disfrazados. Pero pensé luego: «no, son comparsas de teatro», retirándome en seguida, seguro de que eran locos. Figuraos: llevaban á guisa de sombrero un pañuelo de color, atado alrededor de la cabeza, como un turbante, y del cual salían por arriba y por abajo los despeinados cabellos; una manta de lana, á listas blancas y azules, echada sobre los hombros, ancha y flotante, arrastrando casi, como una toga romana; una larga laja, azul también, que les rodeaba la cintura; unos pantalones cortos, de terciopelo negro, ajustados en las rodillas; medias blancas, y una especie de sandalias sujetas con cintas negras.

Uníase á esta artística variedad de prendas, el evidente aspecto de la miseria: y á pesar de ello, un no sé qué de teatral, de altivez, de majestad en la apostura y en el gesto; un aire de Grandes de España arruinados, que hace que al mirarles se quede el ánimo suspenso, no sabiendo si reír ó compadecerles, si meterla mano en el bolsillo para hacer una limosna, ó quitarse el sombrero en señal de reverencia. Y no son más que campesinos de los alrededores de Zaragoza. Pero el que acabo de describir, no es más que uno de los mil modos de vestir de aquella gente. A cada paso encontraréis un traje distinto; hay quien viste á la antigua, quien á la moderna elegante éste, aquél festivo, sencillo el de más allá, con severidad el otro; pero todos con pantalones, pañuelos, zapatos, corbatas y chalecos de color distinto. Las mujeres con la falda corta, enseñando un poco la pierna, y las caderas levantadas expresamente; y hasta los muchachos, con su manta rayada, y su pañuelo atado á la cabeza, ofrecían el mismo aspecto dramático de los hombres.

La primera plaza que llegué estaba llena de gente de esta clase, dividida en grupos. Hallábanse unos sentados en los rodapiés de las puertas: apoyados otros en los ángulos de las casas: tocando alguno la guitarra y otros cantando. Muchos pedían limosna con las ropas destrozadas; pero siempre con la frente levantada y la mirada altiva. Parecían salidos de un baile, donde hubiesen representado reunidos una tribu salvaje de algún país desconocido.

Al peco rato, abriéronse las casas y las tiendas, y el pueblo zaragozano se diseminó por las calles. La gente de la ciudad viste como nosotros, pero su fisonomía ofrece algo de particular; une á la seriedad de los catalanes la animación de los hijos de Castilla, avivada por cierta expresión de grandeza propia de la sangre aragonesa.


El aspecto de Zaragoza es severo, casi triste, como imaginara ya antes de verla. Excepción hecha del Coso, que es una ancha calle que atraviesa gran parte de la ciudad describiendo una curva semicircular,—el Coso famoso en la antigüedad por las corridas, las justas y los torneos que en él se celebraban durante las fiestas públicas,—hecha excepción, repito, de esta hermosa y alegre calle, y de algunas otras últimamente reformadas, que parecen calles de una ciudad francesa, todas las demás son estrechas, tortuosas, con casas altas, sombrías, con escasas ventanas, parecidas á viejas fortalezas. Son calles que tienen una expresión, un carácter, ó como dicen, una fisonomía propia, que no se olvida jamás. Por años que uno viva, al oír el nombre de Zaragoza, se acordará de aquellas paredes, de aquellas puertas, de aquellas ventanas como si las tuviera delante. Yo veo en este punto la plaza de la Torre Nueva, y podría dibujarla casa por casa y dar á cada uno su colorido propio. Se me figura que estoy respirando aquel aire, tan viva es la imagen que de todo ello conservo; y aun me parece que repito lo que dije entonces:"

—Esta plaza es inmensa.—¿Por qué? No lo sé: será seguramente una ilusión mía, ó es que existen ciudades y fisonomías que la fantasía de cada uno las arregla y compone á su manera y según su modo de sentir. Las calles y las plazas de Zaragoza me llamaron vivamente la atención, de tal modo que me decía á cada paso:—Este sitio se ha hecho á propósito para luchar,—y miraba á mi alrededor como si me faltase algo: una barricada, trincheras y cañones. Experimentaba de nuevo la profunda impresión que me produjo la historia del horrible sitio de la plaza; ante mis ojos se levantaba la Zaragoza de 1809, y corría de calle en calle con febril curiosidad, como buscando las huellas de esta lucha de Titanes que aterró al mundo. Por aquí pensaba, señalándome yo mismo el camino, pasó sin duda la división Grandjean: por allá desembocó tal vez la división Musnier, y por aquel lado se lanzó al combate la brigada Morlot. Y llegué hasta la esquina: aquí dieron el asalto los cazadores del Vístula; seguí caminando: allí es, de fijo, donde se batieron como valientes los tiradores polacos: allá más lejos donde fueron despedazados trescientos españoles, y en aquel punto donde reventó la mina que hizo volar por los aires una compañía del regimiento de Valencia; en el ángulo de más allá murió el general Lacoste, herido de un balazo en la frente. Ved las famosas calles de Santa Engracia, de Santa Mónica, de San Agustín, por las cuales los franceses avanzaron hasta el Coso, de casa en casa, á fuerza de minas y contraminas, entre destrozos de enormes muros y escombros humeantes, bajo una tempestad de balas, de metralla y de piedras; ved las encrucijadas, las plazuelas, los callejones obscuros que lúe ron teatro de heróicas luchas cuerpo á cuerpo, á bayonetazos, puñaladas y pedradas: las casas convertidas en fortalezas y defendidas de habitación en habitación en medio del incendio y la ruína; las estrechas escaleras chorreando sangre; los tristes patios atestados de cadáveres, repercutiendo los gritos de dolor y desesperación; y todos los horrores de la peste, del hambre y de la muerte!


De calle en calle salí frente á la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, la célebre Virgen, á la cual iba á pedir protección y valor la escuálida muchedumbre de soldados, paisanos y mujeres, antes de ir á morir en las brechas.

El pueblo de Zaragoza ha conservado por su Virgen el antiguo fanatismo, y la venera con extraño sentimiento, mezcla de amor y miedo que se mantiene vivo aún en el corazón de aquellos á quienes no mueve ningún otro sentimiento religioso.

Procurad, al entrar en la plaza para contemplar la iglesia que no note la gente un movimiento cualquiera que pudiera parecer irreverente, porque os seguirían con la vista y mucho sería que no lo pasárais mal.

Y si la fe ha muerto en vosotros, preparáos antes de entrar en el templo, porque sentiréis despertarse en vuestra alma un recuerdo confuso de terrores infantiles, que pocas iglesias en el mundo tienen como aquélla la virtud de hacer renacer en los corazones más helados y fuertes.

La primera piedra de Nuestra Señora del Pilar fué colocada en 1686, en el mismo lugar donde se levantaba una capilla edificada por San Jaime para colocar en ella la milagrosa imagen de la Virgen, donde se halla todavía. Es un inmenso edificio, de base rectangular, con once cúpulas cubiertas de tejas de varios colores que le dan un gracioso aspecto árabe: las paredes sin adornos y de color pardo. El interior: es una vasta iglesia obscura, descarnada, fría, dividida en tres naves rodeadas de modestas capillas. La mirada corre presurosa al santuario que se levanta en el centro: allí se encuentra la imagen de la Virgen. Es como un templo dentro de otro, que podría estar solo en mitad de la plaza si se derribara el edilicio que lo circunda. Muchas columnas de mármol, dispuestas en elipse, sostienen una cúpula ricamente esculpida, abierta por la parte superior, y adornada alrededor de la abertura de figuras de ángeles y santos. En medio se halla el altar mayor; á la derecha la imagen de San Jaime; á la izquierda y en el fondo, bajo un pabellón de plata, que se destaca sobre ancha tapicería de terciopelo, recamado de estrellas, en medio de millares de exvotos, y á la luz de innumerables lámparas, la famosa estatua de la Virgen, colocada en aquel mismo sitio por San Jaime hace diez y nueve siglos, estatua esculpida en madera, ennegrecida por el tiempo, cubierta toda menos su cabeza y la del niño, con una espléndida dalmática. Y en frente, entre las columnas alrededor del santuario, á lo lejos en el fondo de las naves de la iglesia, en una palabra, por donde pueda verse la imagen veneranda, los fieles arrodillados, tocando casi con la cabeza al suelo y las manos juntas, mujeres del pueblo, obreros, señoras, soldados y niños. Y por las distintas puertas del templo un no interrumpido entrar de gente que penetra en la casa del Señor, con paso mesurado, y grave aspecto. Nada interrumpe aquel silencio: ni un murmullo, ni un ruído, ni un suspiro. Parece estar en suspenso la vida de aquella muchedumbre, como si esperara una aparición divina, una voz misteriosa, una revelación sagrada de aquel misterioso santuario. Hasta el incrédulo que no reza, se ve obligado á fijar sus ojos en el punto adonde convergen todas las miradas, y separa el curso de sus pensamientos con una especie de espectación inquieta.

¡Si se oyera aquella voz!—pensaba yo.—¡Si apareciera la sagrada imagen! ¡Cómo me haría lanzar un grito nunca oído en la tierra, erizándoseme de espanto los cabellos, la sola aparición, una palabra sola de esa Virgen adoradá! ¡Tal vez así me libraría para siempre de la terrible duda que me roe el corazón, amargando mi existencia!

Quise penetrar en el santuario, pero en vano; para lograrlo hubiera sido necesario pasar por encima de más de cien personas, alguna de las cuales me miraba ya con cierto recelo, porque me veía á ir de un lado para otro con un álbum y un lápiz en la mano. Quise bajar á la cripta subterránea donde se hallan las tumbas de los arzobispos y la urna que guarda el corazón del segundo D. Juan de Austria, hijo natural de Felipe IV; no me fué permitido. Pedí que me enseñaran los vestidos, las joyas, las piedras preciosas que han ofrecido á la Virgen, los grandes, los príncipes, los monarcas de todas las edades y de todos los países; pero se me dijo que no era la hora oportuna, sin que fascinara al sacristán el brillo de una peseta. Mas no se negó á darme alguna noticia sobre el culto de la Virgen, cuando le dije para congraciarme con él, que era hijo d. Roma, del Borgo-Pío, y que desde la galería de mi casa se veían las ventanas de las habitaciones del Papa.

—«Es casi un milagro,—me dijo, -que no se creería, sino viniera atestiguado por la tradición, que de la época remotísima en que fué puesta sobre el pedestal la estatua de la Virgen, hasta nuestros días, el santuario no ha quedado vacío ni un momento, exceptuando la noche, durante la cual se cierra la iglesia. Nuestra Señora del Pilar no se ha visto abandonada ni un instante. En el pedestal de la estatua, á fuerza de besos, se ha formado un hueco en el que puedo meter la cabeza. Ni los mismos árabes tuvieron valor para prohibir el culto de Nuestra Señora: la capilla de San Jaime fué siempre respetada. Han caído muchos rayos en la iglesia, junto al santuario, y aún dentro de éste, en medio de la gente consternada; pues bien (y que nieguen después la protección de la Virgen los incrédulos), ¡nunca ha sido herido nadie! ¿Y las bombas de los franceses? ¿No destrozaron y arruinaron innumerables edificios? Pues al caer sobre la iglesia de Nuestra Señoraera como si cayeran sobre las rocas de Sierra Morena. Y los franceses, que lo saquearon y robaron todo ¿se atrevieron acaso á tocar los tesoros de Nuestra Señora? Sólo un general se atrevió á tomar una alhaja para regalarla á su mujer ofreciendo en cambio á la Virgen un rico donativo. ¿Pero, que le sucedió? Que á la primera batalla una bala de cañón se le llevó una pierna. Ni han habido bigotes de general ni de rey que hayan intimado á Nuestra Señora. Y escrito se está allá arriba que esta iglesia durará hasta la consumación de los siglos. Y así siguió su discurso, hasta que un cura desde un ángulo obscuro de la sacristía le hizo una seña misteriosa. Saludóme entonces y desapareció.

Al salir de la iglesia, fija en mi mente la imagen del solemne santuario, encontré una larga lila de carros de carnaval, precedidos de una música, acompañados de la muchedumbre y seguidos de varios coches, que se dirigían al Coso. No recuerdo haber visto en los días de mi vida caras de cartón más grotescas, más extrañas, ni más inverosímiles que aquellas. Tal es así, á pesar de hallarme solo y ser, como soy, poco propenso á la alegría, reíme sin querer, como al terminal la lectura de un soneto de Tucini. El pueblo, no obstante, mostrábase serio y silencioso, y las máscaras llenas de gravedad. Hubiérase dicho que en unos y otros, el melancólico presentimiento de la cuaresma podía más que el júbilo pasajero del Carnaval.

Ví en las ventanas algún semblante bonito; pero ningún tipo de la belleza propiamente dicha española, de tez oscurecida y de los negros ojos de fuego, que Martínez de la Rosa, desterrado en Londres, entre las bellezas del Norte, recordaba con ardientes suspiros.

Pasé por entre dos coches, y á través de los grupos, arrancando algunos juramentos que apunte en seguida en mi cuaderno; y siguiendo precipitadamente dos ó tres calles, llegue á la plaza de San Salvador, ante la catedral que le da nombre (llamada aún la Seo), más rica y mas esplendida que Nuestra Señora del Pilar.

La fachada greco-romana, si bien de proporciones majestuosas, y sus torres altas y ligeras, no anuncian por cierto, el grandioso espectáculo del interior. Entre y me hallé sumergido en las tinieblas, de tal modo, que los límites de la iglesia se perdían en la obscuridad. Sólo ví la pálida luz de alguna lámpara, quebrándose aquí y allá en las columnas y arcadas, Pero luego, y poco á poco, divisé cinco naves, divididas por cuatro órdenes de pilastras góticas: muros lejanos; larga serie de capillas laterales; y quedéme atónito.

Era la primera catedral que respondía á la idea que había formado de las catedrales españolas; llenas de pompa, suntuosas y riquísimas. La capilla mayor, con su hermosa cúpula en forma de tiara, ostenta por sí sola más riqueza que la iglesia más grandiosa. El altar mayor es de alabastro, cubierto de rosetones y arabescos y adornada la bóveda con estatuas. A izquierda y derecha hállanse las tumbas y las urnas de los príncipes, y en un ángulo, la silla de tigera en el cual se sentaban los reyes de Aragón al ser consagrados.

El coro, que se levanta en el centro de la nave principal, es un monte de tesoros. El cerco ó muralla exterior, donde se han abierto algunas capillas, ofrece una increíble variedad de estatuas, de columnas, de bajo-relieves y de frisos. Sería necesario permanecer allí todo el día para poder decir que se ha visto algo.

Las pilastras de las dos últimas naves, y los arcos de las capillas, se hallan sobrecargados, desde la base hasta la bóveda, de estatuas (algunas enormes, como si con las espaldas sostuvieran el peso del edificio), emblemas, esculturas y adornos de todas formas y de todos tamaños. En las mismas capillas una profusión inmensa de estatuas, de ricos altares, de tumbas reales, de bustos y de cuadros, que, velados por una semi-obscuridad, sólo ofrecen á la vista una confusión de colores, de formas vagas y de reflejos, entre las cuales se pierde la mirada y la imaginación de fatiga.

Después de andar un buen rato de un punto á otro con el álbum y el lápiz, y cuando había tomado algunos apuntes, con fundióse me la cabeza, rasgué las manchadas hojas, y juré no escribir ni una palabra que me recordara cuanto acababa de ver. Salí de la iglesia caminando á la ventura; pero por espacio de más de media hora no se apartaron de mi mente las vastas naves obscuras y aquellas estatuas blanquecinas allá en el fondo de las misteriosas capillas.

Hay momentos en los cuales el viajero más alegre y apasionado, vagando por las calles de una ciudad desconocida, se siente dominado de improviso por tan profundo fastidio, que si pudiera por la sola virtud de una palabra volar con la rapidez de un genio de Las mil y una noches á su propio hogar, y hallarse entre los suyos, pronunciaría esta palabra mágica con verdadera fruición. Fuí presa de un sentimiento igual que me causó miedo en el momento en que llegaba á una callejuela lejana del centro de la ciudad. Busqué afanoso en la mente, para despertar el deseo y la dormida curiosidad, las imágenes fingidas de Madrid, de Granada y de Sevilla; pero aquellas imágenes acudieron pálidas y sin vida. Transportéme con el pensamiento á mi hogar; en los primeros días de mi marcha, cuando sentía arder la fiebre del deseo y no veía e momento de remontar el vuelo; pero sólo alcancé dar pábulo á mi tristeza. La idea de que aun me faltaban por ver muchas ciudades, y muchas noches que pasar en hoteles, perdido entre gente extraña, me acobardó. Pregunte me entonces cómo había tenido valor para emprender el viaje, pues no me parecía sino que me hallaba á inmensa distancia de mi patria y como sólo y abandonado de todos en el centro de un desierto. Miré á mi alrededor: la calle estaba desierta; sentí frío en el corazón, y las lágrimas acudieron casi á mis ojos,—¡No puedo estar aquí!—exclamé.—¡Me muero de melancolía!—¡Quiero volverme á Italia!—Decir tales palabras, y sentir en mis labios retozar la risa, fué obra de un momento. Todo se vistió de luz á mis miradas; pensé en Castilla, y en Andalucía, con una alegría frenética, y moviendo con lástima la cabeza para reprenderme aquella momentánea cobardía, encendí un cigarro y seguí adelante más alegre que nunca.

Era el penúltimo día de carnaval; por las calles principales, ya de noche, discurrían alegres y felices máscaras, grupo de jóvenes, familias con los chiquillos y niñas casaderas, de dos en dos; pero todo sin estrépito, sin lúbricas canciones de borrachos, sin estúpidos atropellos. De vez en cuando se sentía algún leve codazo, pero tan ligero, que más parecía aviso de algún amigo que quisiera dar fe de su existencia, que el golpe de un distraído; y con el codazo, alguna voz algo más suave que los gritos que proferían las antiguas zaragozanas desde las ventanas de sus casas ruinosas, y algo más ardiente que el aceite que echaban sobre los invasores, ¡Oh! ¡no eran éstos aquellos tiempos de que me hablaba hace pocos días, en Turín, un viejo cura zaragozano, asegurándome, que en siete años, no había recibido la confesión de un pecado mortal!

Aquella noche en la fonda encontré un tipo francés, tan original como no exista otro bajo la capa del cielo. Era un hombre de unos cuarenta años, con una de aquellas caras de bobo que dicen:—Aquí estoy; puedes mantearme si te da la gana.—Era negociante, según me parece, y muy amigo de sus propias conveniencias. Hacía poco rato que había llegado de Barcelona, debiendo partir al día siguiente para San Sebastián.

Estaba en el comedor refiriendo los hechos y milagros de su vida á varios viajeros que se reían á carcajadas. Aproximéme al círculo y pude oir aquella historia.

Era natural de Burdeos, y hacía cuatro años que vivía en Barcelona. Había salido de Francia porque se le había escapado su mujer sin decir ¡vuelvo! avec la plus vilain homme de la ville, dejándole cuatro niños en los brazos. No había tenido noticias de la infiel desde el día de la escapatoria; quien le había dicho que se hallaba en América, quien en Asia, quien en Africa; pero eran conjeturas sin fundamento, y después de cuatro años la consideraba ya como muerta. Un día en Barcelona, hallándose comiendo con un amigo marsellés, díjole éste; (Sería preciso ver la cómica dignidad con que explicaba la cosa).

—Amigo mío; una de estos días me marcho á San Sebastián.

—¿Y qué haréis en aquella ciudad?

—Correrla, amigo mío, correrla.

—Amoríos ¿eh?

—¡Pse!... me explicaré. No es un amor precisamente, porque en materia de amores no me gusta formar cola: sólo se trata de un capricho. ¡Hermosa mujer, no obstante! Anteayer, sin ir más lejos, recibí una carta suya. No tenía ganas de ir, pero con tanto; ven, te espero, amigo mío amigo del alma, me he dejado engañar, y voy á verla.

Y diciendo esto, el marsellés le entregó una caria con aire de Tenorio satisfecho. La coge el negociante, la abre, la lee:—¡Santo Dios! ¡Mi mujer!—exclamó.—Y sin decir más, deja al amigo, corre á su casa en busca del equipaje y se planta en la estación.

Cuando entré en la sala había ya enseñado la carta á todo el mundo, dejándola sobre la mesa para que nadie dudara de su palabra, su fe de bautismo, el contrato matrimonial y otras cartas que llevaba consigo por si llegaba el caso de que su mujer no quisiera reconocerle

—¿Y qué le haréis?—le preguntaron todos á la vez.

—No le haré daño alguno; ne tomado ya mi partido. No habrá sangre; pero el castigo será más terrible que si la hubiera.

—¿De qué se trata, pues?

—Nada, nada; he tomado ya mi partido,—dijo el francés con la mayor seriedad, y sacando del bolsillo un par de enormes tijeras, añadió después solemnemente:

—Le cortaré los cabellos y las cejas.

Al oir esto los viajeros prorrumpieron en aplausos, gritos y carcajadas, sin que por ello el francés dejara de fruncir trágicamente el entrecejo.

—¿Y si encontráis un español en su casa?—le preguntó uno.

—Le arrojaré por la ventana,—contestó

—¿Y si fueran muchos?

—Por la ventana todo el mundo.

—Pero daréis un escándalo terrible y acudirán los vecinos, los guardias, el pueblo...

—Y yo,—dijo gritando aquel hombre terrible golpeándose el pecho,—haré salir por la ventana á vecinos, guardias y pueblo, ¡y á la ciudad entera si es necesario!

Y siguió diciendo fanfarronadas por el mismo estilo, gesticulando con la carta en una mano y las tijeras en la otra, siendo el hazme reir de los viajeros. Vivir para ver, dice el proverbio español; pero estaría mejor si dijera viajar para ver, pues corren por esos mundos de Dios tipos tan originales que sólo se les encuentra en fondas y ferrocarriles.¡Quién sabe cómo habrá terminado la aventura del francés!

Al entrar en mi cuarto pregúntele al criado qué eran dos cosas que había visto la víspera, colgando de la pared y que parecían tener pretensiones de pasar por retratos.

—¡Caramba!—me dijo.—Nada menos que los hermanos Argensola (aragoneses, oriundos de Barbastro). dos de los más afamados poetas de España.

Lamosos fueron, en efecto, los Argensola, dos verdaderos hermanos mellizos literarios, que tuvieron el mismo género de inspiración, que estudiaron las mismas ciencias, en cuyas obras resplandece el mismo estilo: puro, sobrio, pulido, oponiéndose con todas sus fuerzas al mal gusto literario que ya entonces empezaba á reflejarse en la literatura española; dominándola después por completo hasta fines del siglo decimosexto. Murió uno en Nápoles, siendo secretario particular del virey, y el otro, que era presbítero, en Tarragona. Ambos dejaron honrosa y envidiable lama, á la cual pusieron el sello los elogios de Cervantes y Lope de Vega.

Los sonetos de los hermanos Argensola, se cuentan entre los más bellos de la literatura española, por la delicadeza de los pensamientos y la gallardía de la forma. Lupercio Leonardo Argensola escribió uno que todo el mundo sabe de memoria, cuyos versos finales citan los ministros con frecuencia al responder á las filípicas elocuentes de los oradores de la izquierda. Lo copio á continuación en la esperanza de que podrá servir á alguno de mis lectores para hacer callar á los amigos que le hagan burla, caso de estar enamorado de una mujer dada á pomadas y aceites:


Yo os quiero confesar, Don Juan, primero
Que aquel blanco carmín de doña Elvira.
No tiene de ellas más, si bien se mira
Que el haberla costado su dinero.

Pero también que me confieses quiero
Que es tanta la beldad de su mentira
Que en vano á competir con ella aspira
Belleza igual de rostro verdadero.

¿Mas qué mucho que yo perdido ande
Por un engaño tal; pues qué sabemos
Que nos engaña así naturaleza?

Porque ese cielo azul que todos vemos
No es cielo, ni es azul, ¡lástima grande
Que no sea verdad tanta belleza!


España.

A la mañana siguióme me quise procurar un placer semejante al que experimentaba Rousseau siguiendo el vuelo de las moscas; el placer de andar por la ciudad á la ventura, parándome á mirar las cosas más insignificantes, como hacemos por la calle de nuestra casa cuando esperamos un amigo. Después de visitar algunos edificios públicos, como el palacio de la Bolsa (que es una sala magnífica con veinticuatro columnas, adornada cada una de ellas con cuatro escudos de Zaragoza, sobrepuestos en las cuatro caras del capitel), la antigua iglesia de Santiago y el hermoso Palacio arzobispal, llegué hasta el centro de la ancha y alegre plaza de la Constitución, que divide el Coso, y recibe otras dos calles de las más importantes de la ciudad, y aquel fué mi punto de partida, para andar vagabundo hasta el medio día con un gusto infinito.

Ya me paraba á contemplar un muchacho que jugaba con nueces; ya daba una curiosa mirada á un cafetín de estudiantes; ya apretaba el paso para oir desde una esquina la charla de dos criadas; ya daba de narices contra los cristales de una librería, cuando no hacía rabiar á una estanquera pidiéndole cigarros en alemán; ora entablaba conversación con un vendedor de fósforos; aquí compraba un diario; allí pedía fuego á un soldado y después le preguntaba por una calle cualquiera á una muchacha. Interin iba recitando versos de Argensola, empezaba sonetos jocosos, tarareaba el himno de Riego, me acordaba de Florencia, del vino de Málaga, de los consejos de mi madre, del rey Amadeo, de mi bolsillo, de mil cosas á la vez y de ninguna. Pero no hubiera cambiado mi suerte por la de un grande de España.


A la tarde fuí á verla Torre Nueva que es de los monumentos más curiosos de España. Tiene ochenta y cuatro metros de altura, cuatro más que la Torre del Gioto, y con una inclinación de cerca dos metros y medio como á á torre de Pisa. Fué levantada en 1304. Hay quien dice que se le dió esta inclinación y quien cree que se inclinó después, sin que se sepa nada sobre este punto de una manera cierta y segura. Es de forma octagonal y toda de piedra; pero presenta una admirable variedad de dibujos y adornos, con diverso aspecto en cada piso, y una preciosa mezcla de gótico y morisco.

Para visitarla necesitáis el permiso de no sé cuál de los empleados del Municipio, que vive muy cerca. El buen señor, después de haber mirado atentamente la punta de mis botas y mi peinado, dió la llave al guardián, diciéndome:

—Puede V. ir.

Era el tal guardián un viejo lleno de vigor, que subió la interminable escalera con más presteza que yo.

—Verá V.—me decía—verá V. que magnífico golpe de vista.

Díjele yo que también los italianos teníamos una torre inclinada como aquélla; pero al oirlo se volvió á mirarme, diciéndome secamente:

—Esta es única en el mundo.

—¡Alto ahí! Os digo y repito que nosotros también tenemos en Pisa una torre como ésta, y si lo dudáis, leed lo que aquí dice la Guia.

—Puede ser,—me contestó.

¡Viejo testarudo! Le hubiera tirado el libro á la cabeza. Por último, llegamos á la cúspide. El espectáculo es magnífico.

De una mirada se abarca toda Zaragoza: la ancha calle del Coso, el paseo de santa Engracia, los arrabales. Abajo, que parece se ha de tocar con la mano la cúpula de colores de Nuestra Señora del Pilar; un, poco más lejos el Ebro famoso, que corre alrededor de la ciudad formando una curva majestuosa, y los extensos valles, enamorados, como dice Cervantes, de la claridad de sus aguas y de la gravedad de su curso; la Huerta, los puentes y las colinas, que recuerdan tantos combates sangrientos y tantos asaltos desesperados.

El guardián me leyó en la cara los pensamientos que cruzaban por mi mente, y como insiguiendo un discurso empezado por mi se apresuró á señalarme el sitio por donde entraron los franceses y donde los zaragozanos habían opuesto más tenaz resistencia.

—No nos rindieron las bombas de los franceses,—me dijo:—nosotros mismos quemábamos las casas y las hacíamos volar por medio de minas; fué la epidemia. En los últimos di as más de quince mil hombres de los cuarenta mil que defendían la plaza se hallaban en los hospitales. Nos faltaba tiempo para socorrer á los, heridos y enterrar á los muertos. Las ruinas de las casas se hallaban cubiertas de cadáveres putrefactos que infestaban el aire. Más de la tercera parte de los edificios de la ciudad estaban destruídos. Y con todo, nadie hablaba de rendirse pues hubiera recibido muerte afrentosa en el patíbulo que se levantaba en, el centro de la plaza, quien de ello hubiese hablado. Queríamos morir en las barricadas, en el fuego, entre las piedras de nuestras murallas, antes que doblar la cerviz, Pero cuando Palafox llegó á las puertas de la muerte, cuando se supo que los franceses habían vencido por todo, y que no quedaba ya ninguna esperanza, entonces fué necesario rendir las armas. Pero los defensores de Zaragoza se rindieron con todos los honores de la guerra; y cuando aquella muchedumbre de so á dados, de paisanos, de frailes y de niños, descarnados todos, hambrientos y llenos de heridas sangrientas, desfilaron ante el ejército francés, los vencedores temblaron de respeto y no hubo corazón que se alegrara de la victoria. El último de nuestros paisanos podía llevar la frente más alta que el primero de sus mariscales: ¡Zaragoza (y al decir estas palabras estaba sublime) ha escupido en la cara á Napoleón!

Yo pensé en aquellos momentos en la historia de Thiers, y el recuerdo de la reseña que hace de la toma de Zaragoza me indignó. ¡No le arranca una palabra generosa la sublime hecatombe de aquel pobre pueblo! Para él, aquel valor no es más que fanatismo feroz ó loca manía guerrera de campesinos cansados de la apacible vida del campo, ó de frailes enojados de la soledad de las celdas; la heroica obstinación es terquedad, y el amor á la patria, torpe orgullo. ¡Los zaragozanos no morían pour cet ideal de grandeur que ardía en el pecho de los soldados imperiales! ¡Como sí la libertad, la justicia, el honor de un pueblo no fueran de mucha más valía y algo más grandes que la ambición de un Emperador, que lo ataca á traición y lo quiere gobernar por la violencia!

Iba el sol en su ocaso; las torres y los campanarios de Zaragoza recibían los últimos rayos del astro del día; el cielo estaba sereno. Dirigí la última mirada á mi al rededor para grabar en mi memoria el aspecto de la ciudad y del campo y antes de disponerme á bajar, díjele al guardián que me miraba con aire de benévola curiosidad:

«Decid á los extranjeros que en adelante vengan á visitarla torre, que un día, un joven italiano, pocas horas antes de salir para Castilla, saludando por última vez desde este balcón á la capital de Aragón, se ha descubierto la cabeza, así, y no pudiendo besar en la frente, uno á uno, á todos los descendientes de los héroes de 1809, ha dado un beso al guardián de la torre.»

Y le dí el beso, y me lo devolvió; y me marché contento, y él también, y que sería quien quiera.


Con esto me pareció que ya podía decir que había visto Zaragoza y volví á la fonda reflexionando sobre mis impresiones. Pero me quedaba un antojo por satisfacer; tal era tener un rato de conversación con algún zaragozano. Después de cenar me fuí al café donde encontré en seguida un arquitecto y un tendero que entre sorbo y sorbo de chocolate, me expusieron el estado político de España y los medios más eficaces.

«De conducir la nave al puerto.»

Los dos pensaban de muy diverso modo, El tendero, que era un hombrecillo de nariz chata, con una tremenda verruga entre ceja y ceja, quería la república federal, sin trasgresión alguna, aquella misma noche, antes de acostarse; pero ponía como condición sine qua non, para prosperidad del nuevo gobierno, que se fusilase á Serrano, Sagasta y Zorrilla, convenciéndoles de este modo, y una vez para siempre que, no se chancea con el pueblo español.

—Y su rey de V.,—añadía volviéndose á mí;—el rey que Vdes. nos han enviado (y perdone la franqueza con que le hablo, mi querido italiano) á ese rey, se le da un billete de primera clase para que pueda volver á la hermosa Italia, donde corren mejores aires para los reyes. Somos españoles, perdone mi querido italiano—y me ponía una mano en la rodilla—somos españoles, y no queremos extranjeros, ni crudos, ni asados.

Me parece haberle comprendido.—Y V.,—pregúntele al arquitecto,—¿cómo cree que podría salvarse España?

—No hay más que un medio,—contestóme con acento solemne:—república federal, y en este punto, estoy de acuerdo con mi compañero, pero con D. Amadeo presidente,—El amigo se encogió de hombros.—Repito: con D. Amadeo presidente. Es el sólo hombre que puede salvar la república; y no es esta una opinión exclusivamente mía, pues son muchos los que piensan como yo, D. Amadeo haga entender á su padre que aquí con la monarquía nada se arregla, llame al gobierno á Castelar, Figueras y Pi y Margall, proclame la república, hágase elegir presidente, y diga á España: «Señores, ahora mando yo,» y leña al que levante la cabeza. Y entonces tendremos la verdadera libertad.

El tendero, que no creía que la verdadera libertad consistiera en romperle á uno el bautismo, protestó con calor; dando lugar á que el otro replicara y armándose una disputa que duró algún rato.

Se habló después de la reina y el arquitecto declaró que á pesar de ser republicano sentía por D.a Victoria profundo respeto y ardiente admiración.

—Tiene mucho de aquí,—dijo tocándose la frente.

—¿Es verdad que sabe el griego?

—Sin duda,—contesté

—¿Has oído? ¿eh?—le preguntó á su amigo.

—Sí,—contestó el tendero;—pero no se gobierna á España con el griego.

Concedió, con todo, que reina por reina, era preferible tener una que fuera docta y sabia, digna de sentarse en el trono de Isabel la Católica, la cual, como todos saben, conocía el latín como el profesor más entendido, antes que una de esas reinas sin oficio, que sólo piensan en fiestas y favoritos. En una palabra; no quería ver en España la casa de Saboya; pero sí algo le hablaba á favor suyo era el griego dé la reina. ¡Qué republicano tan galante!

Tiene esta gente una generosidad de corazón y tal esfuerzo de ánimo que justifican su honrosa fama, El aragonés en España, es respetado. El pueblo de Madrid que critica á diestro y á siniestro á los españoles de todas las provincias; que llama rudos á los catalanes, vanos á los andaluces, feroces á los valencianos, miserables á los gallegos, ignorantes á los vascongados trata con más reserva á los altivos hijos de Aragón, los cuales en el siglo XIX, han escrito con su propia sangre la página más gloriosa de la historia de España el nombre de Zaragoza resuena en el pueblo como un grito de libertad, y en el ejército como un grito de guerra. Pero como no hay rosas sin espinas, esta noble provincia es un semillero de inquietos demagogos, de guerrilleros, de tribunos, de gente de cabeza ardiente y de manos atrevidas, que dan mucho que hacer á todos los gobiernos. El gobierno debe tratar á Aragón como un hijo suspicaz y colérico, que si algo le molesta es capaz de echar la casa por la ventana.


La entrada del rey Amadeo en Zaragoza y su breve permanencia allí en 1871, dieron lugar á algunos incidentes que merecen ser referidos, no sólo porque se refieren al príncipe, sino porque dan una elocuente prueba del carácter del pueblo. Vaya en primer término el discurso del alcalde que hizo tan Lo ruído en España y fuera de ella, y que quedará seguramente entre las tradiciones de Zaragoza, como un ejemplo clásico de audacia republicana.

El rey llegó por la tarde á la estación del ferrocarril, donde habían ido á esperarle, acompañados de inmensa muchedumbre los representantes de mu el los municipios, asociaciones y corporaciones militares y civiles de varias ciudades de Aragón. Después de los gritos y aplausos de costumbre, reinó un profundo silencio y el alcalde de Zaragoza, lee, con voz enfática, el siguiente discurso:

«Señor: No es mi modesta personalidad, no el hombre de convicciones profundamente republicanas, pero sí el alcalde de Zaragoza, elegido por el sacratísimo sufragio universal, quien, por un deber imprescindible, se presenta á vos para ponerse á vuestras órdenes.

»Vais á entrar en el recinto de una ciudad, que, saciada de gloria, lleva el título de e siempre heroica;» una ciudad, que cuando corre peligro la integridad de la patria sabe ser nueva Numancia; una ciudad que humilló á los ejércitos napoleónicos en medio de sus triunfos. Zaragoza fué el centinela avanzado de la libertad; ningún gobierno le ha parecido nunca bastante liberal.

»Nunca en el pecho de ninguno de sus hijos tuvo jamás albergue la traición. Entrad, pues, en el recinto de Zaragoza. Si os faltara valor, no le necesitareis, porque los hijos de la siempre heroica madre son valientes á cara descubierta, é incapaces de una felonía. No habría escudo, ni ejército mas poderoso para defenderos en estos momentos, que la lealtad de los descendientes de Palafox, pues hasta los enemigos hallan un sagrado asilo bajo los techos zaragozanos.

»Pensad y meditad que si seguís constantemente la senda de la justicia si hacéis observar á todos las leyes de la más estrecha moralidad, si protegéis al productor que ha dado tanto hasta hoy, recibiendo tan poco; si sostenéis la verdad del sufragio; si Zaragoza y España os deben un día el cumplimiento de las sagradas aspiraciones de este gran pueblo que venís á conocer, entonces podréis ostentar un título más hermoso que el de Rey. Podréis ser el primer ciudadano de la nación, y el más amado de Zaragoza, y la república española os deberá su completa felicidad.»

A este discurso que venía á significaren resumidas cuentas;—No os reconocemos como Rey, pero entrad sin cuidado que no os mataremos; porque los héroes no matan á traición; y si sois valiente y cumplís con vuestros deberes, pasaremos, tal vez, por sufriros como presidente de la República, contestó el Rey con una sonrisa agridulce, que quería decir;—¡Cuánta bondad!—y estrechó la mano del Alcalde dejando maravillados á todos los presentes.

El pueblo, dicen, le recibió con fiestas, y muchas señoras le arrojaron desde las ventanas poesías, coronas de flores, y palomas. En varios puntos el general Córdoba y el general Rosoli, que le acompañaban. vieron se obligados á abrirle paso con sus caballos por entre la muchedumbre. Cuando entraba en el Coso, una mujer del pueblo se le acercó para darle un memorial; el Rey, que se había adelantado lo notó, y se volvió, tomando el papel. Poco después se le presentó un carbonero alargándole su mano negra; el rey la estrechó. En la plaza de Santa Eugenia fué recibido por una magnífica turba de enanos y gigantes, que le saludaron bailando ciertas danzas tradicionales, entre los gritos atronadores de la multitud. Así atravesó toda la ciudad al día siguiente visitó la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, los hospitales, las cárceles, la Plaza de Toros, y en todas partes fué festejado con entusiasmo casi monárquico, no sin disgusto del Alcalde que le acompañaba, el cual hubiera querido seguramente que el pueblo se ciñera á la observancia del quinto mandamiento—No matar—sin ir más allá de su modesta promesa.

Lo mismo recibieron al Rey en el camino de Zaragoza á Logroño; y en Logroño, en medio de una inmensa muchedumbre de paisanos, guardias nacionales, mujeres y niños, vió por la primera vez al venerable general Espartero. Apenas se vieron, uno corrió al encuentro del otro; el general buscó la mano del Rey, pero este le abrió los brazos. El pueblo dió un grito de alegría.

—Señor,—dijo el ilustre soldado con acento conmovido,—el pueblo os acoje con patriótico entusiasmo, porque ve en su joven Monarca el más firme sostén de la libertad y de la independencia de la patria, y está seguro de que si los enemigos de nuestra ventura intentaran turbarla, Vuestra Majestad, á la cabeza del ejército y de la milicia ciudadana, sabría confundirlos y aniquilarlos. Mi quebrantada salud no me ha permitido irá. Madrid para felicitará V. M. y á su augusta esposa por su advenimiento al trono de San Fernando. Hoy lo hago y repito una vez más que serviré fielmente á la persona de V. M. como Rey de España, elegido por la voluntad nacional. Señor, en esta ciudad tengo una modesta casa; os la ofrezco, rogándoos que la honréis con vuestra presencia.

Con estas palabras era saludado el nuevo rey por el más viejo, y más amado y más glorioso de sus súbditos. ¡Feliz augurio, al que los acontecimientos respondieron mal!


A eso de inedia noche fuí á un baile que se daba en un teatro de regulares dimensiones, en el Coso, y á poca distancia de la plaza de la Constitución. Las máscaras eran feas y escasas; pero en cambio había un público numeroso, del cual una tercera parte bailaba furiosamente, A no haber sido por el idioma, no hubiera tenido razón alguna para creerme en un teatro de España, y sí en uno de Italia. Hasta me parecía ver las mismas caras y oír el mismo clamoreo, la misma libertad de palabras, así como observar los mismos movimientos, pues también en España, como en Italia, degenera el baile en danza desenfrenada.

De las den parejas que cruzaron rápidas por delante mis ojos, sólo el recuerdo de una quedó impreso en mí memoria: un joven de veinte años, alto, delgado, blanco, con dos grandes ojos negros, y una muchacha de la misma edad, morena como una andaluza. Ambos eran bellos y altivos, vistiendo el antiguo traje aragonés; iban abrazados estrechamente, cara con cara, como si el uno quisiera respirar el aliento del otro, encendidos como dos amapolas y radiantes de alegría. Pasaban entre la multitud, lanzando á su alrededor miradas desdeñosas: más de mil ojos los seguían, acompañándoles un sordo murmullo de admiración y de envidia. Al salir del teatro esperé un momento para verles pasar y después me fuí á la fonda solo y melancólico. Al día;siguiente, al apuntar el alba, salía para Castilla la Vieja.

III. Burgos

Para ir de Zaragoza á Burgos, capital de Castilla la Vieja, se recorre el vallé del Ebro, atravesando una parte de Aragón y Navarra, hasta Miranda, ciudad situada en el camino de Francia que pasa por San Sebastián y Bayona.

El país está lleno de recuerdos históricos, monumentos, ruinas y nombres famosos: cada villa recuerda una batalla, cada provincia una guerra. En Tudela los franceses vencieron á Castaños; en Calahorra, Sertorio resistió á Pompeyo; en Navarrete, Enrique de Trastornara fué vencido por Pedro el Cruel. En Agoncillo vénse vestigios de la ciudad de Egnon, ruinas de un acueducto romano en Alcanadre, y restos de un puente árabe en Logroño, La mente se fatiga con los recuerdos de tantos siglos y de tantos pueblos, y los ojos se cansan con la mente.

El aspecto de la campiña varía á cada momento. Se hallan junto á Zaragoza verdes y hermosos campos con algunas casas y sendas tortuosas, por las cuales se ven grupos de campesinos, envueltos con sus tapabocas ó mantas de diversos colores, cuando no algún carro ó alguna bestia de carga. Más lejos sólo se encuentran vastas y ondulantes llanuras desnudas, áridas, sin un árbol, sin un camino, y sólo de vez en cuando y por un milagro se ve un pastor, una res, una cabaña, ó alguna aldea, cuyas casas de color de tierra son tan bajas, que se confunden con el suelo, dando una triste idea de la miseria y suciedad de aquellos lugares. El Ebro serpentea á lo largo del camino formando grandes curvas; y ora se encuentra tan cerca de la vía como si el tren fuera á sumergirse en sus aguas, ora lejano como una cinta de plata que aparece y se oculta entre las sinuosidades del terreno y los céspedes de sus orillas. A lo lejos se ve una cadena de montañas azules y más allá las blancas cimas de los Pirineos. Junto á Tudela se descubre el canal; pasado Castejón la campiña reverdece, y poco á poco las áridas llanuras alternan con los olivares y alguna franja verde rompe aquí y allá el amarillo antipático de los incultos campos. En las cimas de las lejanas colinas se ven las ruinas de enormes castillos, rematados en torres truncadas y hendidas, parecidas á los brazos mutilados de postrados gigantes que amenazan todavía:

Compré un diario en cada estación de la vía férrea, de modo que antes de llegar á la mitad del camino tenía un monte de periódicos de Madrid y Aragón, grandes y pequeños, negros y rojos, pero ninguno desgraciadamente, amigo de D. Amadeo, y digo desdichadamente porque ó leer periódicos, era cuestión de volver la espalda á Madrid y marcharse á casa. De la primera á la última línea estaban llenos de injurias, imprecaciones y amenazas contra Italia, contra nuestro rey, contra nuestros ministros y contra nuestro ejercitó, basado todo en los rumores esparcidos entonces de que Italia y Alemania se unían para echarse sabré Francia y España, con el intento de destruir el Catolicismo, enemigo cierno de aquellas dos naciones y colocar en el trono de San Luís al duque de Génova asegurando de este modo al duque de Aosta á á corona de Felipe II. Amenazas en el artículo de fondo, en el apéndice, en la gacetilla: en verso, en prosa, en los dibujos, en largas cartas, con líneas de pinitos suspensivos, diálogos entre padre é hijo, uno en Roma, el otro en Madrid, preguntando este: «¿Qué debo hacer?» y contestando aquél: «¡Fusilala!» Y de vez en cuando un «¡Ya vienen! pero estamos dispuestos á demostrar que nuestra patria es todavía la España de 1808. No inspiran miedo á los vencedores de los ejércitos napoleónicos ni los hocicos de los humanos del emperador Guillermo, ni la fama de los bersaglieri del rey Víctor Manuel»—Y designaban al rey Amadeo con el calificativo de pobre muchacho, diciendo del ejército italiano que era un ejército de bailarines y cantantes; los italianos de España invitados á marcharse con la advertencia poco delicada de «¡Italianos al tren!» en una palabra, cuanto sea dable imaginar. Confieso ingenuamente que de momento o tu ve indeciso: imaginé que en Madrid, los italianos debían ser degollados por las calles; me acordé de la carta recibida en Génova: preguntábame si aquel: «¡Italianos al tren!» no era como un consejo digno de ser meditado seriamente; miraba con recelo á los viajeros que entraban en el vagón y á los empleados de la vía, y me parecía que al verme todos dirían: «Ese es un emisario italiano; ¡que vaya á hacer compañía al general Prim!»

Al acercarse á Miranda entra la vía en una región montañosa, variada y pintoresca; á cualquier parte que se vuelvan los ojos y hasta donde alcanza la mirada, no se ven más que rocas parduscas parecidas á un mar petrificado en el momento de una tempestad.

Es un país lleno de salvaje belleza, solitario como un desierto y silencioso como frío ventisquero, que hace concebir la idea de un planeta deshabitado, causando al propio tiempo un sentimiento de miedo y de tristeza. El tren pasa por entre dos mural las de rocas puntiagudas, crestadas, cortadas en todos sentidos y bajo todas las formas, cual si en ellas hubieran trabajado hordas de canteros furiosos, en lucha con ellos mismos por ver quien dejaba en las rocas las huellas más caprichosas. La vía sale después á una vasta llanura plantada de álamos, apareciendo Miranda del Ebro.

La estación se halla muy lejos de la ciudad, tuve que esperar en el café, hasta la noche, el tren de Madrid. Durante tres horas no tuve más compañía que dos guardias de aduanas, llamados en España carabineros, vestidos con severo uniforme, con daga, pistolas y carabina á la bandolera. En cada estación se encuentran dos; la primera vez, cuando ví aparecer ante las ventanillas del coche los cañones de sus carabinas, figuréme que iban á detener á alguien, y tal vez... La verdad, que instintivamente eché mano al pasaporte; Son gallardos, valientes y corteses, y el viajero que espera puede pasar el rato agradablemente con ellos, hablando de los carlistas y del contrabando, como hice yo con gran provecho de mi fraseología española. Al anochecer entró un hijo de Miranda, hombre de unos cincuenta años, empleado, alegre, hablador, y dejé á los carabineros para juntarme con él. Fué el primer español que me habló profundamente de política. Le rogué que me descifrara ese embrollado enigma delos partidos, cuya solución no había encontrado todavía, lo que hizo gustoso dándome la deseada solución.

—Pocas palabras bastarán—empezó diciendo:—he aquí el estado actual de las cosas. Existen en España cinco partidos principales: el absolutista, el moderado, el conservador, el radical y el republicano. El absolutista, se divide en dos: carlista puro, y carlista disidente. El partido moderado, también en dos: uno quiere á Isabel II, y el otro á don Alfonso. El partido conservador en cuatro, y estadme atento: los canovistas, capitaneados por Cánovas del Castillo; los exmontpensieristas, capitaneados por Rios Rosas; los fronterizos, á cuyo frente se halla el general Serrano, y los progresistas históricos, dirigidos por Sagasta. El partido radical, en cuatro: los demócratas progresistas, cuyo jefe es Zorrilla; los cimbrios, cuya cabeza es Martos; los demócratas inspirados por Rivero, y los economistas por Rodríguez. El partido republicano, en tres: los unitarios, dirigidos por García Ruiz; los federales, por Figueras; y los socialistas, por Garrido. Pero los socialistas se subdividen en dos: socialistas con la Internacional y socialistas sin la Internacional. En junto, diez y seis partidos. Pero estos diez y seis partidos se subdividen todavía. Martos quiere constituir un partido exclusivamente suyo; Candan, otro; Moret, lo mismo; y Ríos llosas Pi y Margall y Castelar, tira cada uno de la manta, preparándose un partido propio. Son por lo tanto, veintidós partidos, en parte formados, y en parte constituyéndose; añadid el partido de la república con don Amadeo presidente; los partidarios de la reina que quisieran hacer la zancadilla á don Amadeo, los de la monarquía de Espartero, de la de Montpensier; los republicanos á condición de que no se abandone Cuba; los republicanos á condición de que se abandone; los que no han renunciado todavía al príncipe Hohenzollern; los que desean la unión con Portugal; y con todos esos nuevos elementos, formaréis un total de treinta partidos. Queriendo alambicar un poco se podrían hallar algunos más, pero es mejor que tengáis una idea clara de las cosas. Sagasta se apoya en los unionistas; Serrano se hallaría dispuesto á buscar un apoyo en los moderados; los moderados, aveces, harían liga común con los absolutistas, los cuales interinamente, dan la mano á los republicanos que se unen con una parte de los radicales para echar á rodar el ministerio Sagasta, demasiado conservador para los progresistas democráticos, harto liberal para los unionistas que temen á los federales, mientras estos no tienen á la vez gran fe en los radicales que fluctúan sin cesar entre los demócratas y los sagastinos. ¿Qué tal? ¿Resulta clara la cosa?

—¡Cómo un cristal!—contestó espantado.


Del viaje de Miranda á Burdos, me acuerdo como sí juera la página de un libro leída en la cama cuando los ojos empiezan á cerrarse y á languidecer la luz de la bujía; me moría de sueno. Un vecino me tocaba de vez en cuando para que mirase al exterior. Era una noche serena con una luna espléndida. Cuando me asomé á la ventanilla, ví en ambos lados del camino rocas enormes en forma fantástica, tan cercanas, que parecía iban á caer sobro el tren, blancas como el mármol y tan claras y determinadas, que se hubieran podido dibujar todas sus puntas, todas sus asperezas y cavidades, como á la luz del sol.

—Nos hallamos en Pancorbo—me decía mi vecino;—allá, en aquella altura había una magnífica fortaleza que los franceses destruyeron en 1813.

Esto es Briviesca: aquí Juan I á de Castilla reunió á los Estados generales que otorgaron el título de príncipe de Asturias al heredero de la Corona. Mire usted el monte de la Brújula que llega á las estrellas.

Era uno de esos infatigables ciceroni que hablarían hasta con los paraguas: y diciéndome siempre mire usted me tocaba del lado donde precisamente tenía el bolsillo.

Llegamos por fin ó Burgos; mi vecino desapareció sin saludarme y yo me hice conducir á una fonda. Cuando iba á pagar al cochero note que me faltaba un pequeño portamonedas que tenía la costumbre de llevar en uno de los bolsillos del gabán. Me acordé de los Estados generales de Briviesca, conformándome como un filosófico:—«¡Me está bien empleado!» -en lugar de desahogarme gritando, como hacen muchos:—«¡Pero por Dios! ¡en qué país me encuentro! ¡qué nación es ésta—como si en todos los países no se hallaran personas sumamente diestras que os roban la bolsa sin tener la cortesía de daros una noticia histórica ó una indicación geográfica.

La fonda donde pare se hallaba servida por mu ¡eres como casi todas las fondas de Castilla. Eran siete ú ocho muchachas rollizas y musculosas que iban y venían de aquí para allá llevando en brazos colchones y lienzos, echando el cuerpo hacia atrás en actitud atlética, coloradas, jadeantes, pero sonriendo de tal modo, que daba alegría verlas.

Una fonda servida por mujeres vale mucho más que los hoteles ordinarios: en ellas el viajero se encuentra menos extranjero y descansa con el corazón más tranquilo, porque las mujeres dan á tales establecimientos un aire de casa ó de familia que hace que uno olvide por completo la soledad en que se encuentra. Son más previsoras que los hombres; saben que el viajero se halla propenso á la melancolía y no parece sino que procuran apartarla; hablan y ríen con una mirada confidencialmente como queriendo indicar que estáis en familia y en terreno seguro. Tienen un no sé qué de amas de gobierno que no sirven por oficio, sino por el gusto de ser útiles; os cosen los botones con cierta protección, os quitan el cepillo de las manos con un movimiento gracioso, como diciendo:—déme usted acá, que no sirve para nada:—os dicen:—¡Oh pobrecito!—si volvéis llenos de barro; al daros las buenas noches os recomiendan que procuréis no dormir con la cabeza baja, y por la mañana cuando entren el café, os dirán afectuosamente:—Quietas esas manos, señorito, que esto no está bien.

—Una se llama Beatriz, la otra Carmelita, la de después Amparo bellas todas, con aquella poderosa hermosura montañesa que hace exclamar con voz de bajo: ¡Vaya un peso de sesenta kilos bien aprovechado!—Cuando corrían por los corredores, temblaba toda la casa.

Al día siguiente, á la salida del sol, Amparo me gritó al oído:—¡Caballero!—Un cuarto de hora después ya me hallaba en la calle.

Burgos se halla situada á la falda de una montaña, sobre la orilla derecha del Arlazón. Es una dudad irregular, de calles estrechas y tortuosas, con escasos edificios notables y la mayor parte de las casas no se remontan mas allá del siglo XVII. Pero tiene una cualidad que á á hace curiosa y original: ofrece la diversidad de colores abigarrados de esos teatros de marionettes, con los cuales los pintores quieren lograr la admiración y el aplauso de las criadas de la platea. Parece una ciudad pintada expresamente para una á fiesta de carnaval, con el intento de blanquearla después.

Las casas son azules, verdes, coloradas, cenicientas, con adornos y perfiles de otros mil colores: y todo es en ellas de color distinto; puertas, ventanas, barandillas, rejas, cornisas, relieves, caricias. Las calles parecen adornadas para una fiesta: á cada instante os sorprende una nueva perspectiva, y no parece sino que los colores sostienen entre sí una lucha desespera por conquistar vuestras miradas. En verdad que todo aquello mueve, porque se ven colores nunca vistos en las paredes; verde, encarnado, rojo; de salsa, de pastillaje, de ropas de baile. Si hubiera en Burgos un manicomio de pintores, se podría decir que éstos habían pintado la ciudad á su antojo un día que escaparon del establecimiento.

Hacen más gracioso el aspecto de la ciudad las ventanas, que tienen delante una especie de balcón cubierto, cerrado por la parte delantera con una ancha vidriera, como un escaparate de museo. Hay uno en cada piso por lo menos, el superior apoyado en el inferior y el mas bajo en la vidriera de la tienda, de tal modo que desde el suelo hasta arriba parecen un solo escaparate de una tienda enorme. A través de los cristales de cada piso se ven, como en exposición permanente, caras de muchachas y niños, flores, paisajes y figuras de panel de Francia, cortinas bordadas, blondas y arabescos.

Nunca hubiera podido imaginar, á no saberlo, que una ciudad de tal modo fabricada pudiese ser la capital de Castilla la Vieja, cuyos habitantes gozan fama de graves y austeros. Mejor hubiera creído que era una ciudad de la aleare Andalucía; pensaba ver una matrona meditabunda y me halle con una graciosa mascarita.

Después de dar dos ó tres vueltas, salí á una plaza, llamada Plaza Mayor, ó Plaza de la Constitución, rodeada de casas de color de granada, con pórticos, y en el centro de la misma la estatua de bronce de Carlos III.

Ni tiempo había tenido de mirarla, cuando un chiquillo, embozado en una capa derrotada, arrastrando dos grandes zapatos y agitando al aire un periódico, me salió al encuentro.

—¿Quiere V. El Imparcial, caballero?

—No.

—¿Quiere el primer premio de la lotería de Madrid?

—Tampoco.

—¿Quiere cigarros de contrabando?

—Menos aún.

—¿Quiere?...

—¡Qué!...vamos á ver.

El chiquillo se rascó la cabeza.

—¿Quiere V. ver los restos del Cid?

—¡Sopla! ¡y no es pequeño el salto que digamos! pero no importa, vamos á ver los restos del Cid.

Fuímos al palacio municipal. Una vieja portera nos hizo atravesar tres ó cuatro pequeñas estancias, hasta que llegamos á una sala donde nos paramos los tres.

—Aquí están los restos,—dijo aquella mujer mostrándome una especie de cesto colocado sobre un pedestal que se levanta en mitad de la sala.

Me acerque, la mujer levantó la tapa, y miré dentro.

Había dos divisiones, en el fondo de las cuales se veían algunos huesos revueltos que parecían pedazos de muebles viejos.

—Estos,—dijo la portera.—son los huesos del Cid, y aquellos los de Jimena, su esposa

Tome de él una tibia y una costilla de ella, contemplé aquellos huesos un buen rato, dándoles cien vueltas en mis manos; pero no pudiendo representarme la fisonomía del marido ni de la mujer, los eché al cesto.

La mujer entonces me ensenó un escabel de madera, medio roto, apoyado en la pared y una inscripción que decía ser aquel el asiento, en el cual se sentaron los primeros jueces de Castilla, Nunius Rasura y Calvoque Lainus, tatarabuelos del Cid, lo que significa que aquel precioso mueble hace la friolera de nuevecientos años que se encuentra allí. En este momento lo tengo ante los ojos, dibujado en mi cuaderno, y aun me parece oir que la buena mujer me pregunta:

—¿Es V. pintor?—dijo, metiéndose el lápiz por los ojos con el afán de contemplar mi trabajo.

En la estancia vecina me mostró un brasero tan antiguo como el escabel, y dos retratos, uno del Cid y otro de Fernán González, primer conde de Castilla, ambos tan confusos y borrosos que daban tan acabada idea de las imágenes representadas como la tibia y la costilla de que acabo de hablar.

Del palacio municipal fuí llevado á una plaza á orillas del Arlazón, plaza con jardines, fuentes y estatuas, circuida de graciosos edificios nuevos. Al otro lado del río se encuentra el arrabal de la Vega; más allá las áridas colinas que dominan la ciudad; en un extremo de la plaza la puerta monumental de Santa María, levantada en honor de Carlos V. adornada con las estatuas del Cid, de Fernán González y del Emperador. Al otro lado de la puerta aparecen las majestuosas agujas de la Catedral.

Llovía y me hallaba solo y sin paraguas en mitad de la plaza; levanté los ojos, los fijé en una ventana, y ví una mujer que me pareció una criada, que me estaba contemplando cual si dijera:

—¿Quién será aquel loco?

Cogido de improviso, quedé un momento perplejo; pero luego, haciéndome el indiferente, fuíme hacia la Catedral por el camino más corto.

La Catedral de Burgos es uno de los más grandes, ricos y hermosos monumentos de la cristiandad. Diez veces he escrito al empezar la página estas palabras, y otras tantas me ha fallado valor para seguir adelante, tan inepto y mezquino me reconozco al comparar la fuerza de mi inteligencia con la dificultad de la descripción.

Tiene la fachada en una pequeña plaza, desde la cual se puede abarcar con la mirada gran parte del edificio, cual vista impiden por los demás lados, calles estrechas y tortuosas. De todos los puntos de la inmensa techumbre se levantan agujas ligeras y graciosas, sobrecargadas de adornos de color calizo obscuro, que sobresalen de los más altos edificios de la ciudad, Por la parte delantera, á derecha é izquierda de la fachada, surgen dos torres ó agujas llenas de esculturas desde la base hasta la cima, perforadas, cinceladas, bordadas, por así decirlo, con gracia y delicadeza encantadoras. Más allá, á eso de la mi tac! de la iglesia, se levanta otra torre riquísima, llena también de relieves y de frisos. Y en la fachada, en los campanarios, en los pisos, bajo todos los arcos, en todas partes, una innumerable multitud de estatuas de ángeles, de mártires, de guerreros, de príncipes, inmóviles, en actitud digna y seria, las cuales, destacándose perfectamente del edificio, tienen tal apariencia de vida que parecen una legión celeste que custodia el edificio. Cuando se tiende otra vez la vista por la fachada, desde la base hasta la punta de las agujas exteriores abrazando poco á poco aquel conjunto harmonioso de lineas y colores, se experimenta una sensación dulcísima como si se oyera una música que pasara gradualmente de las notas sencillas de una plegaria, al éxtasis de una inspiración sublime. Antes de penetrar en el templo, vuestra imaginación se halla exaltada y como Juera de la tierra.

Entráis...El primer impulso que sentís es un imprevisto ardor religioso si tenéis fe: ó un deseo del alma hacia la fe, si ésta os falta.

Parece imposible que aquella inmensa mole de piedra sea una obra vana de la superstición de los hombres: ¡oh nó! aquella fábrica colosal afirma, prueba, ordena alguna cosa. Allí sentís como una voz sobrehumana que os grita:—¡Existo!—voz que os eleva y aterroriza á un tiempo, como una promesa y una amenaza, como un rayo de sol ó el estallido del trueno.

Antes de empezar á mirar, experimentáis el deseo de hacer revivir en vuestro corazón las chispas moribundas del amor divino, y os humilla sentiros extraños ante aquel milagro de ardimiento, de genio, de trabajo. El que resuena en el fondo de vuestra alma, se apaga como un gemido, vencido por el que retumba formidable sobre vuestra cabeza.

Primero volvéis miedosos la mirada alrededor, buscando los últimos términos del edificio que el coro y los enormes pilares esconden á vuestros ojos; después vuestra mirada se lanza á contemplar las columnas y arcos altísimos, y recorre rápida aquellas infinitas líneas que se persignen, y se cruzan, y se harmonizan como rayos de luz en ef espacio inmenso de aquellas bóvedas, Y goza entonces vuestra alma con aquella afanosa admiración, como sí todas aquellas líneas saliesen de vuestra mente inspirada en el mismo instante que las recorréis con los ojos. Después experimentáis de golpe como desfallecimiento y tristeza, porque comprendéis que no os bastará el talento á comprender y la memoria á retener las innumerables maravillas que os sorprenden á cada paso, juntas, amontonadas, deslumbradoras, que antes parecen salidas de la mano de Dios, como una segunda creación, que de la mano del hombre.

La iglesia pertenece al orden llamado gótico, de la época del Renacimiento; fórmanla tres naves, divididas por una cuarta nave, que separa el coro del altar mayor. En el espacio comprendido entre el altar y el coro se levanta una cúpula formada por la torre que se ve desde la plaza. Miráis hacia arriba y os quedáis más de quince minutos con la boca abierta: tal es la abundancia de relieves, estatuas, ventanales, columnas, arabescos, arcos, esculturas aéreas, harmonizado todo con dibujo grandioso y esplendido, cuya primera vista produce miedo y hace sonreír, como la explosión sábila e inesperada de un inmenso castillo de fuegos de artificio. Mil vagas imágenes del paraíso que alegraron nuestros sueños infantiles surgen todas juntas de la imaginación estática y volando hacia arriba como nube de mariposas, van á posarse sobre los miles de relieves de la altísima bóveda, y allí giran, se confunden, y vuestra mirada las sigue como si existieran realmente, y el corazón os late y se escapa un suspiro de vuestro pecho.

Sí de la cúpula volvéis la mirada en torno, se ofrecen vuestros ojos un espectáculo más admirable aún. Por su capacidad, variedad y riqueza las capillas son otras tantas iglesias. En cada una se halla enterrado un príncipe, un obispo, un grande; la tumba se halla en medio, y tendida sobre ella la estatua del difunto con la cabeza apoyada en un almohadón, y las manos juntas. Allí se ven los sacerdotes vestidos con sus hábitos más ricos, los príncipes con sus armaduras, las mujeres con su traje de fiesta. Todas estas tumbas se ha, Han cubiertas con un ancho lienzo que pende por un lado y que adaptándose á los angulosos relieves de las estatuas, no parece sino que realmente cubra los rígidos miembros de un cuerpo humano.

A cualquier parte que uno vuelva la vista, vé á lo lejos, entre las desmedidas pilastras y tras las ricas balaustradas, á la incierta luz que baja de las al á islillas ventanas, aquellos mausoleos, aquellos lienzos din obres, aquellos rígidos perfiles de los cadáveres. Acercándose á las capillas, se queda uno turbado ante á á profusión de esculturas, mármoles, y de oro que adorna paredes, las bóvedas, los altares. Cada capilla encierra un ejército de ángeles y santos esculpidos en el mármol, en la madera, pintados, dorados, vestidos. En cualquier punto del pavimiento que se detenga vuestra mirada, es atraída hacia arriba de relieve en relieve, de nicho en nidio, de arabesco en arabesco, de pintura en pintura, hasta la bóveda, y de la bóveda desciende hasta el sudo por otra cadena de esculturas y lienzos pintados.

Por do quiera hallaréis ojos que os miran, manos que os hacen señas, cabecitas de querubines que os sonríen, colgaduras que se agitan, nubes que se elevan, soles de cristal que resplandecen; una variedad inmensa de formas, de colores, de reflejos, que os deslumbran y confunden.

No bastaría un libro á describir todas las obras de escultura y pintura que se hallan esparcidas en esta inmensa catedral. En la sacristía de la capilla del Condestable de Castilla hay una bellísima Magdalena atribuida á Leonardo de Vinci; en la capilla de la Presentación una Virgen que suponen pintada por Miguel Angel, y en otra una Sacra Familia atribuida á Andrea del Sarto. De fijo que no es conocido el autor de ninguno de los tres cuadros; pero cuando corrieron la cortina que los cubría y oí proferir con voz respetuosa aquellos nombres, sentí un escalofrío de pies á la cabeza, Experimenté por primera vez con toda mi fuerza aquel sentimiento de gratitud que debemos á los grandes artistas que hicieron respetado y querido de todo el mundo el nombre de Italia; comprendí por la primera vez que no sólo son ilustrados, sino también bienhechores de su patria; y les admiran y respetan no ya los que tengan inteligencia capaz de comprenderles y admirarles, sino hasta aquellos, que ciegos á sus obras, les ignoran y se preocupan de su existencia.

Porque quien no tenga sentimiento de lo bello, tendrá por lo menos orgullo nacional; y si éste también le falta, no carecerá seguramente de amor propio para gozar en lo profundo de su alma cuando oiga decir, aunque sea de labios de un sacristán:—¡nació en Italia...—sonriéndose complacido! De aquella sonrisa y de aquel placer es deudor á los grandes hombres que nada significaban para él antes de pasarlos límites de su país. Aquellos gloriosos nombres le acompañan y protegen, donde quiera que vaya, como inseparables amigos; por ellos se cree menos extraño entre los extraños; y esparcen sobre su cabeza un luminoso reflejo de su gloria ¡Cuántas sonrisas, cuántos apretones de manos de gente extraña, cuántas palabras corteses de personas desconocidas, debemos á Rafael, Miguel Angel, Ariosto y Rossini!

El que quiera ver en un sólo día la catedral de Burgos, ha de pasar á la carrera por delante de todas sus obras. La puerta esculturada que da al claustro, tiene fama de ser, después de la puerta del Babtisterio de Florencia, la más hermosa del mundo. Detrás del aliar mayor hay un magnífico bajo relieve de Felipe de Borgoña, representando la pasión de Cristo, ante cuya composición se diría que la vida de un solo hombre no ha podido bastar para llevarla á cabo. El coro es un verdadero museo de esculturas, de una riqueza inmensa. El claustro está lleno de tumbas con sus estatuas yacentes, y alrededor una profusión inmensa de bajo relieves. En la capilla, en el coro, en la sala de la sacristía, por todas parles, cuadros de los grandes artistas españoles, estatuas, columnas, adornos. El altar mayor, el órgano, la puerta, la escalera, las verjas, todo es allí tan grande y magnífico que causa á un tiempo admiración é incredulidad.

Pero ¿á qué amontonar palabras? ¿Podría acaso dar idea de todo lo más minuciosa y fiel descripción?¿Después de haber escrito una página entera para cada cuadro, para cada estatua, para cada bajo relieve, podría tal vez transmitir al alma de los demás, ni por un á lista me tan sólo, la sensación que yo experimenté?

Se me acercó un sacristán, y murmurándome al oído, cual si me revelara un secreto, me dijo:

—¿Quiere V. ver el Cristo?

—¿Cuál?

—Pues ¿cuál ha de ser? ¡El famoso Cristo!

El famoso Cristo de la catedral de Burgos, que vierte sangre todos los viernes, merece especial mención.

El sacristán os hace entrar en una capilla misteriosa, cierra las ventanas, enciende dos cirios del altar, tira de un cordón, se descorre una cortina y aparece el Cristo. El que á su vista no eche á correr, es un valiente; un cadáver real y verdadero, pendiente de la cruz, no os causaría más horror. No es una estatua de madera pintada como los demás Cristos: tiene cabellos, cejas, pestañas, barba de verdadero pelo. La cabellera empapada en sangre, y sangrientos el pecho, las piernas y las numos. Las llagas son verdaderas llagas, y todo, el color de la piel, la contracción del rostro, la actitud, la mirada, todo es horriblemente real. Diríais que al tocarlo se ha de sentir el estremecimiento de los miembros y el calor de la sangre. Os parece que sus labios se mueven para exhalar un lamento. No podéis permanecer allí mucho rato, á pesar vuestro volvéis la cara y le decís al sacristán:

¡Lo he visto ya!

Después del Cristo, hay que ver el cofre del Cid. Es un cofre agrietado y carcomido, que cuelga de una pared de un á sala de la sacristía. Cuenta la tradición que el Cid llevaba este cofre consigo en las guerras contra los moros, y que servía de altar á los sacerdotes para celebrar el sacrificio de la misa.

Un día, hallándose con los bolsillos vacíos, el invencible guerrero llenó el cofre de piedras y de hierro viejo, lo presentó á un usurero judío, y le dijo:

—El Cid necesita dinero. Podría vender sus tesoros, pero no quiere. Dadle el dinero que necesita y os lo devolverá dentro de un plazo breve con el interés de un noventa y nueve por ciento. En el Ínterin os deja en prenda este cofre precioso que en al erra toda su fortuna; pero con la condición que habéis de jurar no abrirlo antes de que os haya restituido el dinero, porque guarda un secreto que sólo Dios y él pueden conocer. Decidid.

Sea que los usureros de entonces tuvieran más confianza que los de hoy en los oficiales del ejército ó sea tal vez que tuvieran un natura! más alegre, lo cierto es que el usurero del Cid aceptó aquellas proposiciones, prestó el juramento y entregó el dinero. Si el Cid cumplió después su palabra, lo ignoro, como ignoro también si el usurero le armó camorra. Sólo sé que el cofre se encuentra allí actualmente y que el sacristán os cuenta riendo aquella anécdota, sin sospechar ni por asomo que la que os refiere sea una añagaza de pícaro redomado, más que una broma ingeniosa de un caballero ocurrente.

Antes de salir de la catedral es necesario hacerse referir por un sacristán á á famosa leyenda del Papa-moscas.

El Papa-moscas es un muñeco de tamaño natural, metido en la caja del reloj que se halla encima la puerta y en la parte interior de la iglesia

En otros tiempos, como los célebres muñecos del reloj de Viena, al sonar las horas salía de su escondite, y á cada campanada soltaba un grito acompañado de un gesto extravagante. Las grandes risas y el alborozo de los muchachos Burgaleses turbaban las funciones religiosas, y un obispo, para poner fin y término al escándalo, hizo cortar no sé qué nervio al fantoche y desde en le neos permanece inmóvil y mudo.

No por ello dejó de hablarse en Burgos, en España y fuera, de los hechos del Papa-ni oseas.

Este fantoche fué una hechura de Enrique III, y de aquí deriva su importancia. La historia es muy curiosa. Enrique III, el rey de las aventuras caballerescas, que un día vendió las sábanas para poder comer, solía ir todos los días de incógnito á rezar en la catedral.

Una mañana se cruzaron sus miradas con las de una joven que rezaba ante el sepulcro de Fernán González; aquellas miradas se anudaron, como diría Teófilo Gauthier. La joven se ruborizó y al salir de la iglesia el rey la fué siguiendo hasta dejarla en su propia casa. Por espacio de muchos días se encontraron en el mismo sitio y á la misma hora, expresándose con miradas y sonrisas la simpatía y el amor que germinaba en sus pechos; el rey seguía después sus pasos acompañándola á su morada, como la vez primera, pero sin decirle nunca una palabra y sin que ella manifestara deseos de que se lo dijera.

luía mañana, al salir de la iglesia, la hermosa desconocida dejó caer el pañuelo; el rey lo recoge y lo esconde en su pecho y le entrega el suyo. La hermosa mujer lo toma y desaparece, enjugándose las lágrimas, Desde aquel día don Enrique no la vió más.

Un año después, habiéndose el rey perdido en un bosque, fué acosado por seis hambrientos lobos. Después de prolongada lucha pudo deshacerse, con la espada de tres de aquellas fieras, pero ya le faltaban las fuerzas é irremisiblemente iba á ser presa de las demás. En aquel punto oyó un disparo y un extraño írrito, que hicieron huir á los tres lobos; volvió la cara y vió á una mujer misteriosa que le miraba con los ojos fijos, sin poder proferir una palabra; los músculos de su rostro estaban contraídos de una manera horrible, y de vez en cuando lanzaba de su pecho un hondo lamento.

Cuando volvió en sí de su estupor, el rey reconoció en aquella mujer á la joven de la catedral. Dió un grito de alegría y se abalanzó hacia ella para abrazarla, pero la joven le detuvo, exclamando con divina sonrisa;

—Amé la memoria del Cid y de Fernán González, porque mi corazón ama todo lo noble y generoso; por esto te amé á tí también. El deber me ha impedido consagrarte este amor que, hubiera sido la felicidad de toda mi vida. Acepta el sacrificio...

Al decir esto, dió con su cuerpo en tierra sin terminar la frase, oprimiendo contra su corazón el pañuelo del rey.

Un año más tarde el Papa-moscas salía por vez primera de la caja del reloj anunciando las horas. El rey lo había hecho construir, con el objeto de honrar la memoria de la mujer que había amado. El grito del Papa-moscas recordaba al rey el grito que profirió aquella mujer en el bosque para espantar á los lobos. Añade la historia, que el rey quería que el Papa-moscas repitiera también las palabras amorosas de la bella desconocida: pero el artista moro que construyó el autómata, después de esfuerzos inauditos se declaró incapaz de satisfacer los deseos del piadoso monarca.

Oída esta historia, di todavía una vuelta por la catedral, pensando con tristeza que no la vería más; que dentro de poco tan maravillosas obras de arte no serían para mí más que un recuerdo; y que de día en día este mismo recuerdo iría perdiendo su fuerza y vigor, confundiéndose con otros y borrándose por último de mi mente. Un cura predicaba desde el púlpito, ante el altar mayor. Su voz era tan débil que difícilmente se le oía. Una multitud de mujeres, arrodilladas sobre el pavimiento, escuchaba la sagrada palabra con la cabeza baja y las manos cruzadas. El predicador era un viejo de aspecto venerable; hablaba de la muerte, de la vida eterna, de los ángeles, con acento suave y haciendo con la mano un gesto, como si la tendiera á una persona caída, para decirle:

—¡Levántate!

Yo le hubiera dado la mía, exclamando:

—¡Sí, levántame!

La catedral de Burgos no es una iglesia triste como casi todas las de las pan a; me había tranquilizado el espíritu, predisponiéndome á las ideas religiosas.

Salí de la iglesia repitiéndome por lo bajo y casi instintivamente:

—¡Sí, levántame!.

Volví me á mirar una vez más las atrevidas agujas y los esbeltos campanarios y fantaseando dirigí me al centro de la ciudad.


Al volver de una esquina, hálleme ante una tienda que me causó escalofríos. Hay tiendas iguales en Barcelona, Zaragoza y en las demás ciudades de España; pero no sé cómo, ni comprendo por qué, era esta la primera que veía. Era una tienda espaciosa y limpia; con dos grandes escaparates á ambos lados de la puerta; en el umbral una mujer hacía calceta y en el fondo jugaba un niño. Pero os aseguro que al mirar aquella tienda el hombre de mayor sangre fría hubiera sentido sobresalto; perdiendo el más alegre las ganas de reirse. Adivinad, si podéis de lo que se trata.

En los escaparates, detrás de las hojas de las puertas, á lo largo de las paredes y unos sobre otros, hasta llegar al techo, todos dispuestos con orden admirable, como cestas de frutas, hallábanse en aquella tienda infinitos ataúdes, cubiertos unos con bordado velo y otros con flores, dorados ó esculpidos. Dentro, los féretros para los hombres; fuera para los niños.

Uno de los escaparates tocaba por la parte exterior con el de una tienda de comestibles, de modo que los ataúdes casi hacían vida común con los quesos y los huevos. Y era muy fácil que un ciudadano apresurado, creyendo que iba á comprar el almuerzo, equivocara la puerta y diera de bruces con los ataúdes, equivocación capaz de hacer perder el apetito al más pintado.

Y ya que hablo de tiendas, entremos en una tabaquería para que se vea en qué se diferencian de las nuestras. En España, hecha excepción de los cigarritos de la Habana, que se venden en otras tiendas, no se fuman otros cigarros que los llamados de tres cuartos (poco menos de tres sueldos), de igual forma que nuestros cigarros romanos, aunque algo más gruesos, exquisitos ó de testa bies, según la factura, que depende de la casualidad la mayor parte de las veces.

Los compradores habituales, que en español reciben el nombre especial de parroquianos, pagando un poco más compran cigarros escogidos, y los más exigentes, añadiendo un plus obtienen los escogidos da los escogidos.

En el mostrador hay un plato con una esponja humedecida para mojar los sellos, evitándose de este modo la molestia de hacerlo con la lengua; y fijo en la pared un buzón para las cartas

La primera vez que entré en una de estas tiendas, echéme á reir al ver que tres ó cuatro vendedores hacían chocar las monedas contra el mostrador con tal fuerza, que saltaban por encima de sus cabezas, y las recogían en el aire con el ademán de un jugador de manos. Y hacen lo mismo en todas partes para saber por el sonido, si las monedas son buenas ó falsas.

La moneda más usual es el real que vale poco más de cinco sueldos nuestros; cuatro reales hacen una peseta, cinco pesetas un duro, que equivale á nuestro escudo, de buena memoria, con más veintiséis céntimos; cinco escudos hacen un doblón de Isabel, de oro. El pueblo cuenta por reales. El real se divide por ocho citarlos,ó diez y siete ochavosó treinta y cuatro maravedises;monedas morunas que han perdido casi la forma primitiva y que más parecen botones aplastados que verdaderas monedas.

En Portugal tienen una unidad monetaria más pequeña que la nuestra: el reis que vale á poca diferencia, la mitad de un céntimo, y todo lo cuentan por reís. Figuraos un pobre viajero que liega allá sin saber esto y que al pedir la cuenta después de un buen almuerzo, oye que le dicen con semblante serio, en lugar de cuatro tiras:

—¡Ochocientos reis!

Los pelos se le ponen de punta.


Ames de anochecer quise ver el sitio donde había nacido el Cid. Si hubiese olvidado dar este paso, me lo hubiera recordado el ciceroneque me decía á cada paso.

—Restos del Cid; casa del Cid; monumento del Cid.

Un viejo, envuelto majestuosamente en su capa, me dijo con aire de protección.

Venga V. conmigo.

Y me hizo trepar por una altura que domina la ciudad, y en cuya cima se ven todavía los restos de un enorme castillo, antigua morada del Rey de Castilla.

Antes de llegar al monumento del Cid se encuentra un arco de triunfo, de estilo dórico, sencillo y gracioso, que Felipe II hizo levantar en honor de Fernán González, en el mismo sitio, según se dice, donde se levantaba la casa que fué cuna del famoso capitán.

Algo más lejos se encuentra el monumento del Cid, fabricado en 1784. Es un pilar de piedra colocado sobre un pedestal de á Iban Hería y rematado en un escudo heráldico, con esta inscripción:

«En este lugar se levantaba la casa donde nació en el año 1026 Rodrigo Díaz de Vivar llamado el Cid Campeador, Murió en Valencia en 1099, y su cuerpo fué llevado al monasterio de San Pedro de Cardeña, junto á esta ciudad.»

Mientras leía estas palabras, el cicerone me contó una leyenda popular sobre la muerte del héroe:

—Cuando murió el Cid,—me dijo con mucha gravedad,—nadie quedó velando su cadáver. Un judío entró en la iglesia, se acercó al féretro y dijo:—Ahí está el terrible Cid á quien en vida nadie tuvo el valor de tocar la barba; ahora se la tocaré yo y quiero ver qué puede hacerme.—Diciendo esto alargó la mano, pero en aquel mismo instante el cadáver cogió la empuñadura de la espada y el acero salió un palmo de la vaina. El judío lanzó un grito, cayendo al suelo horrorizado. Acudieron los frailes y levantaron al judío, quien, al volver en sí, contó el milagro. Entonces todos se lijaron en el Cid y vieron que todavía tenía la mano en el puño de la espada en ademán amenazador. Dios no quiso que los despojos de aquel gran guerrero fuesen profanados por la mano de un infiel.

Al decir estas palabras y como no notara en mí señal alguna de incredulidad, me condujo á un arco de piedra, que debió ser de alguna puerta de Burgos, y señalándome una estría horizontal que se veía en el muro, á poco más de un metro del suelo, me dijo:

—Esta es la medida de los brazos del Cid cuando era joven y venía aquí á jugar con sus amigos.

Y tendió los brazos á lo largo de la estría para hacerme ver que no llegaba á la medida. Empeñóse después en que yo hiciera la misma operación y también mis brazos se quedaron cortos. Miróme con aire de triunfo y emprendimos el camino de la ciudad.

Al llegar á una calle solitaria, paróse ante la puerta de una iglesia y me dijo:

—Esta es la iglesia de Santa Gadea, donde el Cid hizo jurar al rey D. Alfonso VI, que no había tenido parte en la muerte de su hermano.

Roguéle que me contara toda la historia.

—Se hallaban presentes,—añadió,—los prelados, los caballeros y demás personajes del listado. El Cid puso los Santos Evangelios sobre el altar, el rey tendió la mano y el caballero dijo:—«Rey don Alfonso, juradme que no os habéis manchado con la sangre del rey don Sancho, mi Señor. Si juráis en falso, ruego á Dios que os haga morir en manos de un vasallo traidor.—El rey dijo:—«Amén;»—pero perdió el color. Y añadió el Cid:—«Rey D. Alfonso, habéis de jurarme que no habéis ordenado ni aconsejado la muerte del rey D. Sancho, mí señor; y si juráis en falso; morid á manos de un vasallo traidor!—Y contestó el Rey:—«Amén»; —pero segunda vez perdió el color. Doce vasallos fueron testigos del juramento del Rey. El Cid quiso besarle la mano, pero no se lo permitió el monarca, que le odió desde entonces toda la vida.»

Díjome luego que, según otra tradición, el Rey no había jurado sobre los Evangelios, pero sí sobre el cerrojo de la puerta de la iglesia, que durante mucho tiempo los viajeros de todos los países del mundo habían ido á Burgos con el deseo de admirar aquel cerrojo, al cual el pueblo atribuía no sé cuantas virtudes sobrenaturales, y que tanto se hablaba de esto en todas partes y tantas fábulas se habían inventado, que el obispo D. Fray Pascual vióse obligado á ordenar que lo arrancaran, como si temiera que se creara una rivalidad peligrosa entre la puerta y el altar mayor.

Nada más dijo el cicerone sobre este punto; pero podrían escribirse muchos volúmenes si se quisieran recoger todas las tradiciones que sobre el Cid corren por España de boca en boca.

Ningún guerrero legendario fué tan querido de su pueblo, como el terrible Rodrigo Díaz de Vivar; la poesía ha hecho de él un semidiós. Su gloria vive en el sentimiento nacional de los españoles, como si hubiesen transcurrido, no ocho siglos, sino ocho lustros desde la época en que vivió. El poema heroico que lleva su nombre, y que es sin duda el primer monumento por los pórticos de la Plaza. Con la esperanza de ver alguna gente. Pero como llovía á raudales y hacía un viento de todos los diablos, no encontré más que algún grupo de chiquillos, trabajadores ó soldados. Volvíme directamente á la fonda.

Aquella misma mañana había llegado el emperador del Brasil, quien debía salir á la noche para Madrid. En la sala donde comí, acompañado de algunos españoles con los cuales trabe conversación hasta la hora de salida, comían también todos los mayordomos, camareros, criados, palafreneros y ¡qué sé yo que más! de su majestad imperial, sentados alrededor de una gran mesa que ocupaban por completo.

Había allí rostros blancos, morenos, amarillos, negros, cobrizos, con unos ojos, y unas bocas, y unas manecitas como no es posible hallar otros iguales en toda la historia del Pasquino de Teja. Cada uno de ellos hablaba una lengua distinta y bastarda; cual se expresaba en inglés, cual en francés, portugués ó español; algunos hacían una mescolanza horrible de estos cuatro idiomas, añadiendo palabras, modismos, y acentos de no sé qué infernal dialecto. Y no obstante se entendían y discurrían todos á la vez, armando tal confusión y algarabía, que no parecía sino que hablasen una sola, desconocida y horrible lengua de alguna tierra salvaje, ignorada del mundo.

Antes de dejar á Castilla la Vieja, cuna de la monarquía española, me hubiera gustado ver Soria, levantada sobre las ruinas de la antigua Numancia; Segovia, con su inmenso acueducto romano; San Ildefonso, el delicioso jardín de Felipe V. Avila, la ciudad natal de Santa Teresa. Pero antes de tomar el billete para Valladolid, dediquéme al estudio de las cuatro primeras operaciones de aritmética, y acabé diciéndome que en los cuatro puntos susodichos era muy fácil que no hubiera nada de importancia; que las filias exageran; que todo es cuestión de fama; que vale más ver poco que mucho, siempre que este poco se vea bien y se retenga íntegramente en la memoria; y otras profundas razones que respondían rigurosamente á los datos que arrojaban mis cálculos y á lo que deseaban mi sofística pereza y mi capciosa hipocresía

De este modo salí de Burdos, no habiendo visto más que monumentos, cicerones y soldados, porque las castellanas, temerosas de la lluvia, no habían tenido valor para aventurar sus diminutos pies por los arroyos de sus calles. Efecto, sin duda, de ello, me quedó de aquella ciudad un recuerdo casi triste, á pesar de la pompa de sus colores y de la magnificencia de su catedral.

De Burgos á Valladolid la campiña se parece mucho á la que se contempla desde Zaragoza á Miranda. Vense también vastas y despobladas llanuras, fajas á e colinas bermejas; arenales solitarios, muchos, inundados de luz ardiente, que transportan la imaginación á los desiertos de Africa, á la vida contemplativa, al cielo, al infinito, dejando en el corazón un sentimiento inexplicable de cansancio y melancolía.

Entre aquellas llanuras, cu aquella soledad, en aquel silencio, se comprende!a naturaleza mística del pueblo castellano, la ardiente fe de sus reyes, la sagrada inspiración de sus poetas, los éxtasis divinos de sus santos, sus grandiosos templos, sus magníficos claustros y su brillante historia.

IV. Valladolid

Valladolid la rica, según la llama Quevedo, lamosa dispensadora de resfriados, era de las ciudades situadas al Norte del Tajo, la que con más afán deseaba yo visitar, por más que supiera que no encerraba grandes monumentos artísticos, ni cosa alguna notable de la época moderna.

Sentía una simpatía especial hacia su nombre, su historia y el carácter, que me había imaginado á mi manera de sus habitantes. Parecíame que había de ser una ciudad noble, alegre y estudiosa: y no podía pensar en sus calles sin que viese pasear por ellas á Góngora, Cervantes, Leonardo de Argensola y demás poetas, historiadores y sabios que vivían allí cuando era corte espléndida de á á monarquía.

Y al pensar en la Corte, veía en las espaciosas plazas de mi simpática ciudad un confuso movimiento de procesiones sagradas, de corridas de toros, de fiestas militares, de máscaras, de bailes; toda la algarabía de las fiestas celebradas por el nacimiento de Felipe IV y la llegada del Almirante inglés con su cortejo de seiscientos caballeros, hasta el último banquete con sus famosos mil doscientos platos de carne, sin contar los que no se sirvieron, dando crédito á la tradición popular.

Llegué de noche, entré en la primera fonda que me deparó la fortuna y me dormí con la idea agradable de que despertaría en una ciudad desconocida.

Y despertar en una ciudad desconocida, cuando uno se encuentra en ella por su propio gusto, produce en verdad un placer vivísimo. Pensar que desde que saldréis de casa hasta que ya de noche volveréis á ella, no haréis más que ir pasando de curiosidad en curiosidad, de satisfacción en satisfacción; que todo lo que veréis se os aparecerá nuevo, que á cada paso conoceréis alguna cosa y que cada cosa quedará guardada en vuestra memoria por toda la vida: que seréis, durante todo el día, libre como el aire y os sentiréis alegres como los pájaros, recordando del mundo sólo aquello que pueda divertiros; que al divertiros, trabajaréis por la salud del cuerpo, del alma y de la inteligencia; que el término, por fin, de todos esos placeres, en vez de dejaros algún rastro melancólico, como la noche de un día de fiesta, no será más que el principio de otra serie de placeres que os acompañarán de aquella ciudad hasta otra y desde esta á una tercera, y así continuando pasó á paso, por un espacio de tiempo, al cual la fantasía se complace en no poner límite. Todos estos pensamientos, digo, que en tropel os acuden á la mente en cuanto abrís los ojos, os producen tal sacudida de placer, que sin advertirlo, os encontráis en mitad de la calle con el sombrero puesto y la Guía entre las manos.

Vamos, pues, á gozar de Valladolid. ¡infeliz de mí! ¡Cuán cambiada desde los hermosos días de Felipe III! La población, que un día fué de cien mil almas, queda reducida ahora á veinte mil. Prestan alguna vida á las calles principales los estudiantes de la Universidad y los viajeros de paso para Madrid; las demás, solitarias y muertas.

En una ciudad que produce el efecto de un gran palacio adornado, en el cual se vieran todavía algunos restos de bajo-relieves dorados y mosaicos, y en la sala del centro alguna familia de gente infeliz, á la cual inspira melancolía la solitaria grandiosidad del edificio. Muchas y espaciosas plazas, algún antiguo palacio, casas arruinadas, conventos vacíos y largas calles desiertas y musgosas; en una palabra, el aspecto de una gran ciudad en la decadencia.

El punto más bonito es la plaza Mayor, ancha y rodeada de pórticos sostenidos por grandes columnas de granito azulado, sobre los cuales se levantan las casas, todas de tres pisos, guarnecidas de tres órdenes de espaciosos balcones, en los cuales se dice que estarían cómodamente sentadas veinticuatro mil personas-Los pórticos se extienden á ambos lados de una ancha calle que desemboca en la plaza, calle que con otras dos ó tres, cercanas á la Mayor, son las más concurridas de la ciudad.

Era día de mercado. Bajo los pórticos y por la plaza circulaba una muchedumbre de campesinos, hortelanos y mercaderes; y como en Valladolid se habla el castellano con admirable propiedad de forma y acento, híceme el tonto mirando los cestos de ensalada y los montones de naranjas, con el objeto de coger al vuelo la forma y el acento de tan hermoso idioma. Recuerdo, entre otros, un precioso proverbio que una mujer irritada dedica á un joven fanfarrón:

—¿Sabe V.—le dijo mirándole á la cara,—qué es lo que destruye al hombre?. Tres muchos y tres pocos: mucho hablar y poco saber; mucho gastar y poco tener; mucho presumir y nada valer.

Y me pareció percibir una notable diferencia entre el acento de aquella gente y el de los catalanes; más limpio y argentino aquí, con gestos más suaves y la expresión más viva. Con todo no ofrecían particularidad alguna en la fisonomía y los colores, y se diferencian poco en el modo de vestir de nuestros pueblos del Norte.

En la plaza de Valladolid noté por primera vez que desde que entré en España no había visto fumar en pipa.

Los trabajadores, los campesinos, los pobres, todos fuman el cigarrito; y en verdad que causa risa ver á ciertos hombres atléticos y barbudos, ir de aquí para allá con aquel objeto microscópico en la boca, medio escondido entre los pelos, chupando con afán el último grano de tabaco, hasta que no queda más que una chispa moribunda sobre el labio inferior y conservando allí aquellos restos cual si saboreasen una gota de licor, hasta que escupen las cenizas como si hicieran un sacrificio.

Y otra cosa noté que tuve ocasión de observar después durante el tiempo que permanecí en España: nunca oí silbar.

De la plaza Mayor, fuíme directamente á la de San Pablo, sitio espacioso y alegre en el cual se levanta el antiguo palacio de los Reyes.

La fachada no es notable ni por su grandiosidad ni por su belleza, y antes me inspiró tristeza el silencio que allí reinaba, que admiración la majestad del sitio.

No hay cosa que produzca una impresión tan parecida á la que causa un cementerio, como la vista de una morada regia abandonada, tal vez porque allí se produce más fuerte y vivo que en otra parte alguna el contraste de lo que fué con lo que es. ¡Oh, magníficos cortejos de apuestos caballeros! ¡Oh, esplendidos banquetes! ¡Oh! goce febril de una prosperidad que parecía eterna.

Ante estos sepulcros vacíos, es un raro y desconocido gusto toser un poco, como hacen alguna vez los enfermos por probar la resistencia de sus pulmones, y oir como el eco repite nuestra robusta voz, dejándonos comprender que somos jóvenes y gozamos de buena salud.

En el interior del palacio hay un patio grandioso, rodeado de bustos de medio relieve, que representan á los emperadores romanos: una magnífica escalera y una espaciosa galería en el piso superior.

Tosí, y el eco me respondió:

—¡Buena salud gozamos, amigo!

Y me marché contento.

Un portero soñoliento me enseñó otro palacio en la misma plaza, que no me había llamado la atención, y me dijo que en aquella morada había nacido el gran rey Felipe II de quien recibió Valladolid el título de ciudad.

—¿Usted sabe?...Felipe II, hijo de Carlos V, padre de...

Lo sé, lo sé, me apresuré á contestarle por salvar el realito, y dando una siniestra mirada al siniestro palacio me alejé de aquel sitio.

Frente al Palacio Real, se levanta el Convento de Dominicos de San Pablo. La fachada del edificio es de estilo gótico, sumamente rica y tan recargada de estatuas, bajo-relieves y adornos de todas clases, que con la mitad de ellos podría embellecerse un palacio. En aquel momento le daba de lleno el sol y el efecto era magnífico.

Mientras contemplaba á mi sabor aquel laberinto de esculturas que atrae la mirada de un modo irresistible, un rapaz de siete á ocho años que se hallaba sentado en un ángulo lejano de la plaza, echó á correr hacia mi, disparado como una flecha, gritándome con voz afanosa y tierna:

—¡Señorito! ¡Señorito! ¡que le quiero á V. mucho!

—¡Esta si que es buena!—dije para mi capote;—¡ya tenemos á los pobres haciéndonos declaraciones de amor!

Se me puso delante y le pregunté:

—¿Por qué me quieres?

—Porque V. me dará tina limosnita,—me contestó con toda su franqueza.

—¿Y por qué te la he de dar?y

Porque...—respondió titubeando; pero luego, como quien acierta con un argumento incontestable, añadió resucito:

—«Porque tiene V. el libro

¡La Guía que llevaba debajo del brazo! ¿No es cierto que es necesario viajar para oir cosas nuevas? Yo llevaba la Guía; la Guía la llevan los forasteros, los forasteros hacen limosna; luego yo debía mostrarme liberal con el muchacho. Y todo esto en lugar de decir: «¡tengo hambre!»

El razonamiento me gustó, y puse en la mano del filósofo rapaz los pocos cuartos que encontré en mis bolsillos.

En una calle vecina ví la fachada del Convento dominicano de San Gregorio, de estilo gótico puro, más rica y grandiosa que la de San Pablo.

Después de calle en calle, salí á la plaza de la Catedral. Al entrar en la plaza tope con una graciosísima española á quien se hubieran podido aplicar aquellos dos versos de Espronceda:


«Y que yo la he de querer
por su paso de andadura,»


ó el nuestro «no era su andar cosa mortal» gracia suprema de las mujeres españolas. Su caminar resbaladizo, tiene las provocadoras ondulaciones de la serpiente que los ojos no pueden seguir una á una, ni retenerlas la memoria, ni expresarlas la pluma; pero me forman el conjunto más seductor de la mujer.

Me hallé perplejo; en el fondo de la plaza veía la gran mole de la Catedral y la curiosidad me estimulaba á mirar aquella fábrica; y veía también, á pocos pasos de distancia, aquella mujer encantadora, y una curiosidad no menos viva me obligaba á fijar los ojos en aquel pedazo de cielo; y no queriendo perder ni el primer golpe de vista de la iglesia ni la visión fugaz de la encantadora mujer, volaban mis ojos con tan afanosa curiosidad de la cúpula al rostro de la joven y del rostro de ésta á la cúpula, que la bella desconocida creyó sin duda que yo había descubierto alguna analogía de líncas, ó alguna relación misteriosa de simpatía entre ella y el edificio, porque lo miró también y al pasar por mi lado se sonrió.

La catedral de Valladolid, aunque no terminada, es una de las catedrales más grandes de España. Es una imponente masa de granito, que produce en el alma del infiel un efecto semejante al que causa la iglesia del Pilar de Zaragoza.

Al penetrar en ella se vuela con el pensamiento á la Basílica de San Pedro, su arquitectura sencilla y grandiosa recibe del color obscuro de la piedra, como un reflejo de tristeza. Sus desnudas paredes, sus sombrías capillas, los arcos, los pilares, las puertas, todo es gigantesco y severo. Es una de aquellas catedrales que hacen murmurar la plegaria con un sentimiento de terror secreto.

No había visto el Escorial todavía, pero él se me vino á la mente. Y con efecto, ambos edificios son obra del mismo arquitecto. La iglesia fué dejada sin terminar para dar comienzo á la construcción del convento y sucede ahora que visitando éste, se recuerda aquélla.

A la derecha del altar mayor, en una pequeña capilla, se levanta la tumba de Pedro Anzurez, señor y bienhechor de Val lado lid; cuya propia espada se ve sobre el monumento.

Me hallaba solo en la iglesia y oía resonar mis pasos; experimente aquel momento un frío tan intenso y un terror tan infantil, que volví la espalda á la tumba y salí á la calle.

Una vez en ella preguntéle á un cura, dónde estaba la casa que había habitado Cervantes. Díjome que en la calle del mismo nombre, indicándome hacia qué punto debía dirigirme. Díle las gracias; preguntóme si era extranjero; le contesté que sí.

—¿De Italia?

—De Italia.

Me miró de pies á cabeza, se quitó el sombrero y fuese calle arriba. Yo también eché á andar, pero en sentido opuesto, cuando de pronto me acudió una idea.

—Apuesto doble centra sencillo á que se ha parado por ver la facha de un carcelero del Papa.

Volví la cara y, con efecto, inmóvil estaba en mitad de la calle, contemplándome atentamente. No pude contener la risa, aunque procuré disimularla con un: «Beso á V. la mano,» á cual saludo contestó el cura dándome «Los buenos días,» y siguiendo luego su camino, no sin pensar de mí, con extrañeza seguramente, que por más que se trataba de un italiano no tenía yo tipo de un bribón.

Atravesé dos ó tres calles estrechas y silenciosas, y salí á la de Cervantes, larga derecha y fangosa, con casas de mezquino aspecto. Anduve por ella un buen rato,—sin encontrar más gente que soldados, criadas ó algún mulo,—buscando afanoso por las paredes la inscripción: «Aquí vivió Cervantes», etc., etc., pero no dí con ella.

Llegué hasta el extremo de la calle, que sale al campo; no había alma viviente. Mire alrededor y decidí volverme por el mismo camino. Encontró un arriero y le pregunté:

—¿Donde está la casa en que vivió Cervantes?

Por toda respuesta le arrimó un palo al mulo y siguió adelante. Preguntéselo después á un soldado que me mandó ó una tienda. En ésta preguntélo á una vieja que no me comprendió, pues creyendo sin duda que quería comprar el Don Quijote, indicóme una librería. El librero que quería hacer su negocio y no sabía resolverse á decirme que no tenía noticia de la casa de Cervantes, me llenó los cascos, hablándome de la vida y obras del milagroso escritor: en suma, que me marché sin haber visto la dichosa casa.

Y seguramente existirá memoria de aquella casa (que no busqué tal vez corno debía), no sólo porque la habitó Cervantes, sino porque fué teatro de una escena que refieren todos los biógrafos del insigne escritor.

Poco tiempo después de haber nacido Felipe IV, cierta noche, un caballero de la Corte y aun desconocido se trabaron de palabras, no se sabe porqué, y empuñando luego los aceros y tras una breve lucha cayó mortalmente herido el caballero. El desconocido echó á correr, pero el herido bañado en sangre llamó á una casa vecina en demanda de socorro. Vivían en la casa Cervantes con su Lunilla y la viuda de un renombrado cronista, con dos hijos. Uno de éstos salió, levantó del suelo el herido y llamó luego á Cervantes que se había acostado ya. Salió enseguida el autor del Don Quijote y ambos llevaron el herido á casa de la viuda. A los dos días murió el caballero. La justicia tomó cartas en el asunto, quísose descubrir la causa del desafío, se creyó que los combatientes hacían el amor á la hija ó sobrina de Cervantes y toda la familia fué presa. Al poco tiempo se les puso en libertad y no se habló mas del asunto. ¡Sólo esto le fallaba al pobre autor de Don Quijote, para poder decir con razón, que había pasado por todos los sinsabores de la vida!

En aquella misma calle de Cervantes, fuí testigo feliz de una tierna escena, grata compensación del disgusto de no haber hallado la casa.

Al pasar por delante de una puerta, sorprendo al pie de una escalera, á una castellanita de unos doce ó trece años, hermosa como un ángel, que tenía un niño en brazos. No encuentro palabras bastante delicadas y gentiles para describir el acto que estaba ejecutando. Una infantil curiosidad por las dulzuras del amor materno le había tentado, Los botones de su almilla salían poco á poco de sus ojales, uno tras otro, bajo la presión de un dedo tembloroso. Se hallaba sola; no se percibía en la calle ni el rumor más leve; la niña escondió en el seno su blanca mano y se quedó un momento perpleja. Miró luego al niño y sintiendo renacer el valor, hizo un ligero esfuerzo con la mano escondida Y sacó fuera lo que pudo. Entonces entreabriendo los labios del niño con el índice y el medio, le dijo tiernamente: «Tómala», con la cara encendida y sonríendole los ojos. Pero de pronto oyó mis pasos, lanzó un grito y escapó.

En lugar de la casa de Cervantes, halle poco después la que fué cuna de D. José Zorrilla, uno de los más gallardos poetas españoles de nuestra época, que todavía vive, y á quien no sabe confundirse, como hacen muchos en Italia, con el otro Zorrilla, jefe del partido radical, por más que éste tenga también bastante poesía en Ja mollera, prodigándola á manos llenas en sus discursos políticos, con acompañamiento de gritos y gestos furiosos.

Don José Zorrilla ocupa, á mi entender en literatura española, un sitio algo más elevado que Prati en las letras italianas, poro los dos tienen muchos puntos de contacto: el sentimiento religioso, la pasión, la fecundidad, la espontaneidad, y algo ardiente y vago que enardece la fantasía juvenil; y un modo de leer, según se dice, solemne y retumbante, aunque algo monótono, que vuelve loco á los españoles

Creo que, respecto á forma, es más correcta la del poeta español: uno y otro son tal vez un poco prolijos, pero ambos tienen grandes alientos.

Son admirables, sobre todas las demás obras de Zorrilla, Los cantos del Trovador, historias y leyendas llenas de dulcísimos versos amatorios y de descripciones de una verdad incomparable.

Ha escrito también para el teatro; su Don Juan Tenorio, drama fantástico en versos octosílabos, en una de las obras dramáticas más populares en España. Se representa todos los años el día de difuntos, con grandísimo aparato y el público corre al teatro como si se tratara de una fiesta. Algunos trozos de la lírica en que abunda el drama, corren de boca en boca, especialmente la declaración de amor de D. Juan á la robada amante, que es sin duda de lo más suave, tierno y ardiente que haya salido de los labios de galán enamorado al desbordamiento impetuoso de la pasión. Desafío al más glacial de los hombres á que lea aquellos versos sin temblar, quizá aun es más potente la respuesta de la mujer.


«¡Don Juan, don Juan, yo lo imploro
de tu hidalga compasión!
ó arráncame el corazón,
ó ámame, porque te adoro!»


Haced que os diga estos versos una andaluza y comprenderéis que no miento; y de no seros esto posible, leed la balada que lleva por título La Pasionaria, un poco larga, es cierto, pero llena en cambio de una ternura y melancolía que seducen. De mí sé deciros que no puedo recordarla sin que los ojos se me llenen de lágrimas. A todas lloras veo á los dos enamorados, Aurora y Félix, cuando en el desierto campo, á la caída del sol, se alejan por opuestas sendas volviéndose á cada paso para dirigirse un saludo, sin que sus ojos se sacien de mirarse. Está escrita en versos asonantes, como los llaman los españoles, sin rima, pero dispuestos y ordenados de tal modo que la penúltima sílaba de cada verso par ó impar, sobre la cual cae el acento tiene siempre la misma vocal. Es el modo más popular de versificar en España; así está escrito el Romancero y son muchos los que improvisan en este metro con maravillosa facilidad. Un extranjero, sino tiene á ello el oído acostumbrado, no puede comprender la harmonía de esta clase de versos.


—¿Se puede ver el Museo de Pintura?

—¿Por qué no, caballerito?

La portera me abrió la puerta del Colegio Mayor de Santa Cruz, y me acompañó hasta el interior del edificio.

Hay allí muchos cuadros, pero excepción hecha de algunos originales de Rubens, Mascagni, Cárdenas y Vicente Carducci, son los demás lienzos de muy escaso valor, recogidos en los conventos y colocados sin orden en la sala, en los corredores, en la escalera y en la misma galería. Con todo, es un Museo que deja en el alma una profunda impresión, muy parecida á la que se experimenta cuando se ve por la vez primera una corrida de toros: tal es así que han transcurrido seis meses desde entonces y la siento tan viva aun, como si la hubiera recibido hace pocas horas.

Todo lo más triste, sanguinario y horrendo que ha brotado de la paleta de los pintores españoles, se encuentra allí reunido. Imaginaos repugnantes llagas, miembros mutilados: cabezas separadas del tronco, cuerpos extenuados, torturados, quemados, desgarrados con cuantos tormentos haya descrito Guerrazzi en sus novelas, ó la Historia de la Inquisición, y no por ello tendréis una idea justa ni aproximada del Museo de Valladolid.

Pasáis de sala en sala y sólo se ofrecen á vuestras miradas desencajados semblantes de moribundos, poseídos y verdugos, por todas partes sangre y más sangre, como si brotara de las paredes para salpicaros el rostro, por el estilo de Babette del Padre Bresciani, en las prisiones de Nápoles, aquel cúmulo de horrores bastaría por sí sólo á llenar todos los hospitales de un país. Al principio se experimenta un sentimiento de tristeza, después de disgusto, y por último, de indignación contra los artistas sanguinarios que han prostituido de tal modo el arte sublime de Rafael y Murillo.

El cuadro menos repulsivo que ví entre los muchos de aquel Museo, y aun este mismo cuadro de un realismo desapiadamente español, representaba la Circuncisión del Señor, con todos los detalles de la operación y un círculo de espectadores inclinados e inmóviles, como estudiando la clínica quirúrgica torno del profesor.

Vámonos, vámonos,—le dije á la cortés portera,—si me quedo aquí inedia hora más, saldré frito, despellejado, ó descuartizado por lo menos. ¿No puede usted enseñarme algo más alegre?

Hízome ver la Ascensión, de Rubens, grandioso cuadro de mucho efecto, que estaría divinamente en un altar mayor: una Virgen, majestuosa y refulgente que se eleva al cielo rodeada por todas partes de querubes, coronas de flores, alas blancas, cabecitas de oro y rayos encendidos; y todo se mueve y agita, cual bandada de pájaros que fueran á remontar el vuelo y desaparecer de un momento á otro.

Pero estaba escrito que no había de salir del Museo bajo la impresión de aquella imagen agradable. La portera abrió una puerta y me dijo riendo:

—Entre V.

Entré, pero en seguida retrocedí asustado: parecióme que me había metido en un manicomio de gigantes. La sala estaba llena de colosales estatuas de madera pintada, representando todos los actores y comparsa del gran drama de la Pasión; soldados, carceleros, espectadores, cada uno con la ocupación propia de su oficio éste en el momento de azotar, hiriendo aquel, leyendo el otro, escarneciendo el de más allá, con los Horribles semblantes horrorosamente contraídos; las mujeres arrodilladas, Jesús clavado en una enorme cruz, los ladrones, la escalera, los instrumentos todos del suplicio: todo lo necesario, en una palabra, para representar la Pasión, como se hacía antes, en la plaza, con un grupo de aquellos colosos que debían ocupar el espacio de una casa. Y allí también llagas, cabellos empapados en sangre y heridas capaces de hacer temblar á cualquiera.

—¿Ve V. aquel judío?—me dijo la mujer enseñándome una de las estatuas, ó mejor dicho, un tipo patibulario que veo todavía en sueños de vez en cuando.—Pues aquel judío, cuando se presentaba la Pasión en la plaza pública, fué necesario quitarlo del grupo, tan feo es; el pueblo, que lo odiaba á muerte, quería hacerlo pedazos, y como á los guardias les costaba mucho trabajo evitar que se pasara de las amenazas á los boches, se prescindió por fin de la cooperación del judío.

Hermosísima me pareció una Virgen, (no sé si de Berruguete, Juan de Juanes, ó Hernández, porque hay estatuas de los tres), arrodillada, juntas las manos y la mirada al cielo, con tal expresión de desesperado dolor, que mueve á lástima como si fuera un ser viviente, porque en realidad, á poca distancia, parece una estatua animada; tanto es así, que al verla de repente no es posible evitar una exclamación de sorpresa.

—Los ingleses,—me dijo la portera, (porque los cicerones se sirven de los juicios de los ingleses para expresar sus opiniones, aproximándose á veces las ideas mas extravagantes),—los ingleses dicen que no le falta más que el habla.

Me conformé de buen grado con el parecer de los ingleses; díle á la portera los acostumbrados reales, y sal á de allí, llena la cabeza de imágenes sangrientas. Al hallarme en la calle, saludé el alegre cielo con inusitado placer, cual estudiante novicio al dejar la sala anatómica que ha visitado por vez primera.

Ví después el hermoso palacio de la Universidad, la plaza del Campo grande, donde la Santa Inquisición encendía sus hogueras, ancha y alegre, rodeada de quince conventos y algunas iglesias adornadas con pinturas y cuando noté que los recuerdos de todo lo visto se contundían en mi mente, me metí la Guía en el bolsillo y dirigí mis pasos hacia la Plaza Mayor.

Lo mismo hice en las demás ciudades: cuando la imaginación se halla cansada, quererla forzar por el afán pedantesco de no faltar á la Guía; será una hermosa prueba de constancia, pero también es un esfuerzo de poco fruto para el que viaja con el deseo de contar después sus impresiones. Ya que es imposible recordarlo todo, vale mucho más no confundir la memoria de las cosas principales, con una nube de recuerdos vagos de cosas de menor cuantía. A más de que no se conserva nunca grato recuerdo de una ciudad que sólo ha servido para llenaros los cascos sin provecho alguno.

Queriendo ver el aspecto que de noche ofrecía la ciudad, fuíme á pasear por los pórticos, cuyas tiendas empezaban á iluminarse. Era aquello un continuo vaivén de soldados, estudiantes y muchachas que desaparecían bajo las arcadas, daban vueltas al rededor de las columnas, se escurrían de un lado para otro, escapando á las manos atrevidas de sus perseguidores envueltos en sus anchas capas; y bandadas de muchachos que cruzaban la plaza, ensordeciendo los oídos con sus gritos estridentes. Por todas partes grupos de caballeros, en los cuales se oían los nombres de Serrano, Sagasta y Amadeo, alternando con las palabras justicia, libertad, traición, honra de España y otras semejantes.

Entré en un gran café, lleno á la sazón de estudiantes, y satisfice, como diría algún escritor selecto, mí natural apetito, comiendo y bebiendo lo menester. Mas como ardía en deseos de charlar un rato, ví á dos estudiantes que tomaban café con leche en una mesa contigua, y sin preámbulos dirigí la palabra á uno de ellos, cosa muy natural en España, donde podéis estar seguros de que no quedaréis sin cortés respuesta. Los dos estudiantes se me aproximaron y fácil es adivinar de qué se habló: Italia, Amadeo, Universidad, Cervantes, andaluzas, toros, viajes, Dante; en resumen, una excursión al mapa, á la historia literaria y á las costumbres de los dos países; después un vaso de vino de Málaga y un apretón de manos, signo de afectuosa amistad.

¡Oh caballeros de buena voluntad, concurrentes de todos los cafés, mis comensales de todas las mesas redondas, vecinos de butacas en todos los teatros, compañeros de viaje en todos los ferrocarriles de España; vosotros que tantas veces, movidos de generosa lástima hácia un extranjero desconocido, á quien veiais leer con tristes ojos el Indicador de los Ferrocarriles ó La Correspondencia de España, pensando en su familia, en sus amibos, en la lejana patria, le habéis ofrecido con amable espontaneidad el cigarrito, y sostenido con él una conversación que rompía el curso de sus melancólicos pensamientos, poniéndole alegre y sereno: yo os doy las gracias, caballeros, de grata memoria, ya seáis carlistas, alfonsinos, amadeistas ó liberales! ¡Sí! yo os doy las gracias desde el fondo del alma, en nombre de todos los italianos que han viajado ó viajarán por vuestro querido país; y juro por el libro eterno de Miguel Cervantes, que siempre que oiga acusares de ánimo feroz ó de costumbres salvajes por vuestros archicivilizados hermanos europeos, saldré á vuestra defensa con el ímpetu de un andaluz ó la tenacidad de un catalán, gritando con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Viva la hospitalidad!

Pocas horas después, me hallaba en un vagón del tren de Madrid, y aun duraba el silbido de la locomotora, cuando me dí una palmada en la frente. ¡Ay de mí! era tarde. ¡Me había olvidado de visitar en Valladolid la casa donde murió Cristóbal Colón!

V. Madrid

Era ya de día, cuando uno de mis compañeros de viaje me gritó al oido:

—¡Caballero!

—¿Nos hallamos ya en Madrid?—le pregunté despertando.

—Todavía no,—me contestó,—pero mire V.

Miré hacia la campiña y ví como á media milla de distancia, en la falda de un monte, el convento del Escorial iluminado por los primeros rayos del sol.

Le plus grand tas de granit qui existe sur la terre, como ha dicho un viajero ilustre, no me pareció á primera vista el inmenso edificio que el pueblo español considera como la octava maravilla del mundo.

No obstante lancé un: «¡oh!» como los demás viajeros que por primera vez lo veían, reservando toda mi admiración para el día en que le viera con toda calma y sosiego.

Del Escorial á Madrid el ferrocarril atraviesa una árida llanura, que recuerda la de Roma.

—¿V. no ha estado en Madrid?—me preguntó mi vecino.

Le contesté que no.

—¡Parece imposible!—replicó el buen español, mirándome con aire de curiosidad como diciendo:—¡Ahí tienen Vdes. á un hombre que no ha estado nunca en Madrid!

Después, empezó á decirme las grandes cosas que vería: ¡qué paseos! ¡qué cafés! ¡qué teatros! ¡qué mujeres! Para el que tenga cien mil francos de renta, no hay nada como Madrid; es un gran monstruo que devora las más grandes fortunas, los capitales más inmensos.

—De vivir allí, quisiera darme el gusto de ver cómo devoraba el mío.—Estreché con la mano mi escuálido portamonedas, murmurando: ¡Pobre monstruo!

—¡Hemos llegado!—gritó el español.

—¡Mire V.!

Saqué la cabeza por la portezuela.

—Aquello que allí se ve es el Palacio Real.

Y con efecto ví sobre una altura una mole inmensa; pero cerré en seguida los ojos, porque el sol me daba de lleno en la cara.

Todos se levantaron y empezó la acostumbrada confusión.

«Di pastrini, di scialli é d' altri censi,» que impide casi siempre la primera vista de las ciudades.

Paró el tren; bajé y me encontré en una plaza llena de coches, entre una numerosa turba. Cien manos se extendieron para cogerme el equipaje, y cien bocas murmuraron en mis oídos, que aquello era realmente un infierno de faquines, carruajes, cicerones, dependientes de casas de huéspedes, guardias y muchachos. Abrí me paso á fuerza de puños,me metí, en un ómnibus lleno de gente, y en marcha. Se sube por un pasadizo, se atraviesa una gran plaza, se enfila una calle larga y derecha y se llega á la Puerta del Sol.

¡El golpe de vista es soberbio! Es una plaza semicircular, rodeada de altos edificios, en la cual desembocan como otros tantos torrentes, diez grandes calles; en cada calle reina un rumor incesante de pueblo y carruajes. Todo cuanto se ve es proporcionado á la grandiosidad del sitio. Las aceras son anchas como vías, los cafés grandes como plazas y una fuente con un pilón grande como un lago. En todos lados una muchedumbre compacta y movediza, un ruído que ensordece y no sé qué alegre y festivo en los semblantes, en los gestos y en los colores, que hace que no os parezcan extranjeros ni los hombres, ni la ciudad, dándoos tentaciones de confundiros en aquel estrépito, saludar á todos y correr de un lado para otro, como si se tratara no de un pueblo desconocido, sino de gentes y cosas conocidas de antemano.

El coche me dejó en una fonda, pero me eché en seguida á la calle caminando sin rumbo fijo.

No hay en Madrid grandes palacios, ni antiguos monumentos artísticos; pero sí anchas y espaciosas calles, limpias, alegres, con casas pintadas de vivos colores, cortadas por plazas de mil diversas formas, trazadas casi al azar, y en cada plaza un jardín, una fuente y una estatua.

Algunas calles forman pendientes, de modo que al entrar en ellas, se ve el cielo en el fondo, como si fueran á desembocar en campo abierto; pero cuando llegáis al punto más elevado, se abre á vuestros ojos otra calle larguísima.

A cada instante os halláis con una encrucijada de cinco, seis y hasta ocho vías con un continuo movimiento de carruajes y gente. Las paredes, cubiertas á grandes trechos por los carteles de los teatros; en las tiendas, un incesante entrar y salir; atestados los cafés, y en todas partes la animación y la vida de una gran ciudad.

La calle de Alcalá, anchísima que casi parece una plaza rectangular, divide á Madrid por el centro; de la Puerta del Sol, hacia oriente desemboca en una vasta llanura que se extiende á lo largo de todo un lado de la villa, con jardines, paseos, plazas, teatros, plazas de toros, arcos de triunfo, museos, pequeños palacios y fuentes.

Me introduje en un coche, y le dije al cochero:

—¡Vuela!

Pase por cerca de la estatua de Murillo, remonté la calle de Alcalá, enfilé la del Turco, donde fué asesinado el genera! Prim; atravesé la plaza de las Cortes, en la cual se levanta la estatua de Cervantes; llegué á la plaza Mayor, teatro de los horrores de la Inquisición; volví atrás y pasé por delante de la casa de Lope de Vega; llegué á la anchísima plaza de Oriente, frente al Palacio Real, donde se ve la estatua de Felipe IV, en el centro de un jardín rodeado de cuarenta estatuas colosales; dirigí me luego hacia el centro, atravesando otras calles anchas, alegres plazas y encrucijadas llenas de gente, y encontróme por último en la fonda diciéndome;

«Madrid es grande, alegre, rico, populoso y simpático, y quiero verle por completo y gozarle á mis anchas hasta donde me lo permitan los balances de caja y lo adelantado de la estación.»


A los pocos días un buen amigo me encontró una Casa de huéspedes en la cual me instalé. Las tales casas no son más que familias que dan de comer y dormir á estudiantes, artistas y forasteros, á precios que varían, se entiende, según se duerme y según se come, pero siempre á precios más baratos que en las fondas, con la inmensa ventaja de que en tales casas se respira como un aire de familia, se estrechan amistades, y el trato es mucho más cordial y cariñoso.

Era la patrón á una buena señora de unos cincuenta años, viuda de un pintor que había estudiado en Roma, Florencia y Nápoles, y conservando toda su vida un grato y afectuoso recuerdo de Italia. Ella misma sentía por nuestro país una vivísima simpatía, y en verdad, que me la demostró asistiendo todos los días á mi comida para contarme la vida, muerte y milagros de sus parientes y de todos sus amigos, como si en Madrid no tuviera más confidente que yo.

A pocos españoles he oído hablar de una manera tan franca, tan expedita, con tanta abundancia de frases, de modismos, de comparaciones y proverbios. Los primeros días quede desconcertado, pues con dificultad la comprendía, y á cada momento me veía obligado á suplicarla que me repitiera lo dicho, sin que por esto lograra siempre hacerme entender. Entonces caí en la cuenta de que estudiando el idioma en los libros, había perdido el tiempo llenándome la cabeza de frases y vocablos que casi nunca se emplean en la conversación ordinaria, mientras que no había lijado la atención en otros muchos que son indispensables. Debía por lo tanto empezar á recoger, á tomar notas, y sobre todo, á estar siempre con el oído atento para sacar provecho, en cuanto me era dable, de los discursos de la gente. Y me persuadí de esta verdad: se puede permanecer diez años, treinta, cuarenta en una ciudad extranjera, pero si desde el principio no se hace un esfuerzo, si no se estudia siempre, si no se está á cada momento con los ojos abiertos—como decía Giusti—ó no se aprenderá nunca el idioma, ó se hablará siempre mal.

Conocí en Madrid á algunos italianos viejos que se hallaban en España desde niños y que hablaban un español detestable. Porque la verdad es, que la española no es una lengua fácil ni aun para nosotros los italianos, ó mejor dicho, nos presenta las grandes dificultades de las lenguas fáciles, además no tenemos el derecho de destrozarla, puesto que no nos es necesario expresarnos en ella para hacernos entender de los españoles.

Al italiano que quiera hablar español entre gente culta, cuando le entendería todo el mundo si hablase francés, le es necesario justificar su atrevimiento, hablando con galanura y seguridad. El idioma español, por lo mismo que tiene con el nuestro más puntos de contacto que el francés, se nos resiste mucho más á ser hablado con facilidad! ó mejor dicho, de oído, sin incurrir de despropósitos Así se dice mucho más fácilmente propre mortuaire, délice, sin que se os escape pronunciar propio, mortuario, delizie, que decir sin equivocarse propio, mortuorio, delicia. Se va uno con suma facilidad y sin advertirlo, al italiano; se invierte el orden gramatical á cada instante y siempre se tiene el idioma propio en los labios y en el oído, de tal modo que os embaraza, os confunde y acaba por haceros traición.

Ni es menos dura que la francesa la pronunciación española; la jota árabe, tan fácil de pronunciar cuando se presenta sola, es dificilísima cuando en una sola palabra se encuentran dos, ó muchas en una oración; la cía que se debe pronunciar como pronuncian la esse los que cecean, requiere un ejercicio largo y paciente, porque tiene un sonido desagradable y muchos son los que aun pudiendo no quieren acostumbrarse á ello. Si hay una ciudad en Europa donde pueda aprenderse bien la lengua del país, esta ciudad es Madrid seguramente, lo mismo que Toledo, Valladolid y Burgos. El pueblo habla como los literatos escriben, y las diferencias de pronunciación entre las personas cultas y la plebe de los arrabales son ligerísimas. Y aun dejando á un lado aquellas cuatro ciudades, la lengua española es incomparablemente mejor hablada, más común y por lo mismo más determinada; y en consecuencia más eficaz en los diarios, en el teatro y en la literatura popular que la lengua italiana

Existen en España los dialectos valenciano, catalán, gallego, murciano y la antiquísima lengua de las provincias vascongadas; pero se habla español en las dos Castillas, en Aragón, en Extremadura, en Andalucía esto es, en cinco grandes provincias. La frase que gusta en Zaragoza, gusta también en Sevilla, el chiste que arranca aplausos en un teatro de Salamanca, obtiene igual efecto en un teatro de Granada.

Algunos dicen que la lengua española de nuestros días no es la misma de Cervantes, Quevedo y Lope de Vega; que la lengua francesa la ha bastardeado; que si viviera Carlos V, no diría ahora que es el idioma para hablar con Dios: y que Sancho Panza ni gustaría, ni sería comprendido. El que haya pasado algunos ratos en los figones y en los teatruchos de los arrabales, no puede aceptar semejante afirmación.

Pasando de la lengua al paladar fu eme necesario no pequeño esfuerzo para acostumbrarme á ciertos guisos y salzas de la cocina española; pero al fin me acostumbré. Los franceses, que en punto á comer son exigentes como niños mal educados, ponen el grito en el cielo: Damas dice que en España ha padecido hambre; en un libro sobre España que tengo á la vista se dice que los españoles sólo se alimentan con miel, setas, huevos y caracoles. Pero todo ello es falso. Ellos pueden decir lo mismo de nuestra cocina. He conocido españoles cuyo estómago se resolvía al ver comer macarrones en salsa. Abusan, si se quiere, de las grasas; condimentan, quizá, demasiado fuerte; pero pueden, no obstante, satisfacer el apetito de Alejandro Dumas.

Entre otras cosas, son maestros en los platos dulces. Su puchero, es el plato nacional que se come todos los días yen todas las casas. A mí me gustaba tanto, que lo devoraba con una voracidad rosiníana. El puchero es, respecto al arte culinario, lo que la antología respecto á la literatura: un poco de todo y de lo mejor. Un buen pedazo de carne de vaca forma como el núcleo del plato; las alas de un pollo, un pedazo de chorizo, tocino, legumbres, jamón alrededor y garbanzos por encima, por debajo y por todos lados. Las gentes de paladar pronuncian con reverencia la palabra garbanzos. Y son realmente tales, pero más grandes, más blandos, más sabrosos; garbanzos, como diría un aficionado á la hipérbole, caídos de un mundo desconocido en el cual una vegetación igual á la nuestra fuera fecundada por un sol mucho más potente. Ese es el puchero común, que cada familia modifica según el estado de su haber; el pobre se con lenta con la carne y los garbanzos mientras el rico le añade mil detalles exquisitos, en el fondo es más una comida que un plato y muchos son los que no comen otra cosa. Un buen puchera y una botella de Valdepeñas bastan para alimentar á cualquiera. No hablo de las naranjas, de las uvas de Málaga, de los espárragos, de las alcachofas y de otras mil legumbres y frutas, pues sabido es que en España son riquísimas.

Los españoles comen poco: será que en su cocina predomina el pimiento, las salsas fuertes y la carne salada; será que comen chorizoscomo dicen ellos que levantan las piedras ó lo que es lo mismo, que queman los intestinos, pero lo cierto es, repito, que comen poco y beben menos. Después de la fruta, en vez de apurar una buena botella, prefieren una taza de café con leche, y casi nunca beben vino por la mañana.

En la mesa de una fonda, jamás he visto á un español apurar una botella; á mí, porque la apuraba, me miraban con sorpresa como si fuera un borracho escandaloso. Es raro en las ciudades de España, ni aun en los días de fiesta, encontrar un beodo por las calles; y por ello seguramente, á pesar de la fogosa sangre de aquellas gentes y el libre comercio de navajas y puñales; son más raros de lo que se cree fuera de España, los desafíos y asesinatos.

Después de haber encontrado ya la casa y la cocina, no me quedó más trabajo que rondar por la ciudad, con la Guía en el bolsillo y el cigarro de tres cuartos en la boca.

«...mestier fácile é piano»

Los primeros días no sabía alejarme de la Puerta del Sol; allí permanecía horas y horas y me gustaba tanto, que hubiera querido estar todo el día en aquella plaza. Y en verdad que es digna de su fama, no tanto por su grandiosidad y su belleza, como por la gente, por la vida, por la variedad del espectáculo que presenta á todas horas del día.

No es una plaza como las demás; es á la vez un salón, un pasen, un teatro, una academia, un jardín, una plaza de armas, un mercado. Desde que apunta el día, hasta después de media noche, hay allí una turba inmóvil y una muchedumbre que va y viene por las diez grandes calles que á la plaza afluyen, con tal movimiento de coches que aturde y marea.

Allí se encuentran los negociantes, los demagogos desocupados, los empicados cesantes, los viejos rentistas, los jóvenes elegantes; allí se trafica, se habla de política, se hace el amor, se pasea, se leen los diarios, se caza á los deudores, se buscan los amigos, se preparan las manifestaciones contra el ministerio, se inventan las noticias falsas que dan la vuelta á España y se comenta la crónica escandalosa de la ciudad.

Por las aceras, que son tan anchas que podrían pasar por ellas cuatro coches de frente, es necesario abrirse paso á la fuerza. En el espacio que abarca una losa, veréis un guardia civil, un vendedor de fósforos, un corredor, un pobre, un soldado, todos formando un haz. Y pasan grupos de escolares, criados, generales, ministros, gente del pueblo, toreros, damas; pobres vergonzantes que os piden limosna al oído para que nadie les vea; Celestinas que os miran con ojos maliciosos; sombreros que saludan, sonrisas, apretones de manos, frases alegres, voces de: ¡fuera! á los mozos de cuerda, ó á los taberneros que atropellan con el barril á cuestas; gritos de vendedores de periódicos y de aguadores, campanilleo de diligencias, toses de viejo, ruído de sables, punteos de guitarras y cantares de ciego. Luego pasan los regimientos con sus músicas, el Rey después; más tarde se riega la plaza con inmensos chorros de agua que se cruzan en el aire; y llegan los fijadores de los avisos teatrales, y los vendedores de suplementos, y sale un ejército de empleados del Ministerio, y vuelven á pasar las bandas: se iluminan las tiendas, la muchedumbre se hace más compacta, se multiplican los codazos y crece el vocerío, el estrépito y la algazara.

Y no es el rumor de un pueblo ocupado: es la vivacidad de gente dichosa, la alegría de un carnaval, el ocio inquieto, un torbellino, una liebre de placer que os contagia y allí os detiene ú os hace dar vueltas como unas devanaderas sin dejaros salir de la plaza; una curiosidad que no se satisface nunca, un ansia inmensa de no hacer nada, de no pensar en maldita de Dios la cosa, de oir chistes, de bromear, de reir. Tal es la famosa plaza llamada Puerta del Sol

Una hora pasada allí basta para conocer de vista, en sus varios aspectos, el pueblo de Madrid. El pueblo bajo viste como en nuestras grandes ciudades; los caballeros, hecha excepción de la capa que usan en invierno, se arreglan según la moda de París; y todos, del duque al escribano, del barbilampiño al viejo verde, limpios, atildados, con pomadas y cosméticos, siempre enguantados, cual si á todas horas acabaran de salir del tocador. Bajo este aspecto se parecen á los napolitanos; hermosos cabellos negros, barbas muy bien cuidadas, y manos y pies de mujer.

Es raro ver un sombrero hongo, pues casi todos son de copa alta. Bastones, leontinas, alfileres, dijes y bucles sobre la oreja, á millares, has señoras visten también á la francesa, á no ser en ciertos días de fiesta. Las mujeres de la clase media usan todavía las mantillas. Pero los zapatos de raso, la peineta, los colores vivos, el traje nacional, todo ha desaparecido. Con todo, siempre son aquellas las mismas mujeres con sus grandes ojos, con sus manos y pies de niño; de cabellos negros, más bien blancas que morenas, graciosas, esbeltas y vivarachas.

Para pasar revista al bello sexo madrileño, es necesario ir al Prado, que es para Madrid lo que las Cas-cine para Florencia, El Jurado, propiamente dicho, es una ancha avenida, no muy larga, con otras más pequeñas á los lados, que se extiende al oriente de la ciudad, al lado del famoso jardín del Buen Retiro, cerrado en ambos extremos por dos enormes fuentes, adornada la una con una Cibeles colosal, en su carro tirado por caballos marinos, y la otra con un Neptuno de iguales proporciones, y ambas con bonitos juegos de agua que se cruzan y caen produciendo un grato murmullo.

Esta gran avenida, con innumerables sillas á ambos leídos y centenares de mesas de refrescos, es la parte más frecuentada del Prado, y la llaman Salón del Prado. Pero el paseo se prolonga hasta más allá de la fuente de Neptuno, y se encuentran nuevas avenidas, nuevas fuentes y otras estatuas; y por entre árboles y juegos de agua se llega hasta la iglesia de Nuestra Señora de Atocha, la famosa iglesia que la reina Isabel II colmó de donativos después del atentado del 2 de Febrero de 1852, y en la cual el rey Amadeo vió el cadáver del general Prim.

Desde allí se abarca con la mirada el campo árido y desierto de los alrededores de Madrid y las nevadas montañas del Guadarrama.

Si bien el Prado es el Paseo más célebre, no es con todo ni el más hermoso ni el más grande de la villa, En la prolongación del Salón, pasada la fuente de la Cibeles, se extiende como unas dos millas el paseo de Recoletos, á cuya derecha se levanta el vasto y alegre barrio de Salamanca, residencia de los ricos, de diputados y de poetas, y á la izquierda una cadena de pequeños palacios, de teatros y de edificios nuevos, pintados con vivos colores.

Y no es un solo paseo: son diez, uno después de otro y éste más hermoso que aquél, con grandes espacios para los carruajes y jinetes: vías para los que gustan de la gente y el bullicio, caminos para los solitarios, separados por altas vallas de mirto, bordeados y cortados por jardines y pequeños bosques, donde sé elevan estatuas y fuentes, ó se cruzan senderos solitarios y misteriosos.

Los días festivos se goza allí un espectáculo encantador: de un extremo á otro del paseo se forman dos procesiones opuestas de gente, coches y caballos. En el Prado apenas puede darse un paso: los jardines se ven invadidos por millares de niños; se oye la música de los teatros de tarde; por todas partes sé escucha un murmullo de fuentes, un crujir de vestidos, una algarabía de chiquillos, un trotar de caballos, que no es posible describir. Y allí no existe sólo el movimiento, sino la alegría del paseo, el lujo, el ruído, el torbellino, el contento febril de una fiesta.

Durante aquellas horas la ciudad queda desierta. Al oscurecer toda aquella muchedumbre se empuja hacía la calle de Alcalá, y entonces desde la fuente de la Cibeles hasta la Puerta del Sol solo se ve un mar de cabezas, surcado por una fila de carruajes hasta donde alcanza la mirada.

Del mismo modo que por los paseos, es también Madrid, sin duda alguna, por sus teatros y espectáculos una de las primeras ciudades del mundo. Sin contar el teatro de la Opera, que es muy grande y riquísimo; sin hablar de la Comedia, Zarzuela y Circo de Madrid, teatros todos de primer orden por su magnitud, elegancia y concurrencia; prescindiendo de todos estos, digo, tiene infinidad de teatros secundarios para las compañías dramáticas y ecuestres, academias musicales y vaudevilles, teatros todos con su bonita sala de espectáculos, sus palcos y galerías, nobles ó blebeyos, al alcance de todas las fortunas, para todos los gustos y á cualquier hora de la noche, y es de advertir que ni uno tan sólo deja de llenarse todos los días.

Existen además el Circo de gallos, la Plaza de toros, los bailes populares, los juegos. Cada día se ofrecen veinte espectáculos diversos, desde el medio día hasta el amanecer.

El espectáculo de la ópera, que inspira al pueblo español una verdadera pasión, es siempre espléndido, no sólo en la estación de Carnaval, sino en todas las estaciones. Cuando estuve en Madrid, cantaba la Fricci en el teatro de la Zarzuela y Stagno en el Circo, rodeados ambos de artistas de mucho mérito, con excelentes orquestas y grandioso aparato.

Los más célebres cantantes del mundo desean darse á conocer en la capital de España, porque allí los artistas son festejados y queridos. Sólo su pasión por la música puede hacer olvidar su afición á los toros.

Hasta el teatro de la Comedia está en auge. Hartzenbusch, Bretón de los Herreros, Tamayo, Ventura de la Vega, Ayala, García Gutiérrez y otros muchísimos escritores dramáticos, muertos algunos, y en el extranjero otros, han enriquecido el teatro moderno con gran número de comedías, que si bien no tienen aquel profundo sello nacional que hizo inmortales las obras dramáticas del gran siglo de la literatura española, están, con todo, llenas de sabor, de sal y de buen gusto literario, siendo, sin género de duda, mucho más morales que las comedias francesas.

Al representarse las comedias modernas no se olvidan mas antiguas. En los aniversarios de Lope de Vega, Calderón, Moreto. Tirso de Molina, Alarcón, Francisco de Rojas, y las demás lumbreras del teatro español, se representan obras escogidas con pompa inusitada.

Los actores, no obstante, no acaban de gustar á los autores; tienen los mismos defectos que los nuestros: sus gestos, gritos y sollozos nunca son naturales, pero hay quien prefiere á los nuestros todavía, porque encuentran en ellos más variedad de cadencias y acentos.

A más del drama y la comedia, se representa aún un arreglo dramático, esencialmente español, el sainete, en el cual fué gran maestro Ramón de la Cruz. Es una especie de farsa, que por lo común retrata costumbres andaluzas, con personajes del campo y del vulgo. Los actores imitan el modo de vestir, el acento y los modales de esa clase de gente de una manera admirable.

Las comedias se hallan todas impresas, y son leídas con avidez hasta por la gente del pueblo. Los nombres de los escritores son muy populares, y la literatura dramática sigue siendo, como antes, la más conocida y la más rica.

Tienen también los españoles mucha afición á la zarzuela, que por lo común se representa en el teatro que lleva su nombre. Viene á ser una composición intermedia entre la comedia y el melodrama, entre la ópera y el vaudeville, con una agradable alternativa de prosa y verso, de recitado y de canto, de serio y bufo, composición esencialmente española y muy entretenida.

En otros teatros se representan comedias políticas, mixtas de canto y prosa, del género de las revistas de Scalvini; farsas satíricas con argumentos del día; una especie de autos sacramentales , con escenas de la Pasión de Jesucristo, en la Semana-Santa; y por ultimo, danzas, bailes y pantomimas de todo genero.

En los teatros pequeños se dan cada noche tres ó cuatro representaciones, que duran una hora cada una, y los espectadores se renuevan en cada representación.

En el teatro de Capellanes, ya famoso, se baila todas las noches un cancán escandaloso y obsceno sobre toda ponderación, y allá acuden los jóvenes, las mujeres de vida airada, los viejos libertinos de arrugada nariz, armados de lentes, antiparras, gemelos y cuantos instrumentos ópticos sean buenos para aproximar las formas que se muestran en el palco escénico.

A la salida de los teatros se encuentran Henos todos los cales, iluminada la ciudad y llenas las calles de carruajes, como á la caída de la tarde.

La verdad es que en un país extraño, cuando uno sale del teatro, se encuentra un poco de mal humor: ¿se han visto tantas hermosas criaturas y ninguna se dignó mirar al infeliz extranjero!

Pero un italiano en Madrid tiene un consuelo. Se cantan casi siempre óperas italianas y se cantan en italiano; así es que al volver á casa oís tararear con palabras de vuestra propia lengua las arias que os son más familiares desde la infancia; y por aquí oís un palpito, por allí un fiero genitor, una tremenda vendetta mas lejos, y aquellas palabras os producen el mismo efecto que saludos de gente amiga. ¡Pero antes de llegar á casa cuántos escollos debéis evitar! Allí se da la palma á París, y no dudo que la merece; pero no le va Madrid en zaga: ¡qué atrevimiento, y qué palabras de fuego, y qué provocaciones imperiosas!

Por último, llegáis ante la puerta de vuestra casa: pero no tenéis la llave:

—No se apure por tan poco,—os dice el primer transeúnte que encontráis;—¿ve V. á lo último de la calle aquella linterna? Pues el hombre que la lleva es el sereno y los serenos tienen las llaves de todas las casas.

Entonces gritáis con voz muy fuerte:

—¡Sereno!—y la linterna se aproxima y un hombre con un mazo de llaves entre las manos, os dirige una mirada investigadora, os abre la puerta, os alumbra hasta el primer piso y os da las buenas noches.

Y de este modo por una peseta al mes, quedáis libre de la incomodidad de llevar en el bolsillo la llave de vuestra casa.

El sereno es un empleado del Ayuntamiento, que nombra uno por calle; cada cual de ellos tiene un pito, y si se pega fuego en vuestra casa, ó los ladrones hacen saltar la cerradura de la puerta, no hacéis masque salir al balcón y gritar:—¡Sereno! ¡Socorro!—El sereno que está en la calle hace sonar el pito y á los pocos minutos todos los serenos del barrio corren á vuestra ayuda. A cualquiera hora de la noche en que despertéis, oís la voz del sereno que os la anuncia, añadiendo si hace buen tiempo, si llueve, ó si está nublado.

¡Cuántas cosas sabe y cuántas calla ese nocturno centinela! ¡Cuántos callados despidos amorosos escucha! ¡Cuántas cartas ve caer de las ventanas! Y cuántas llaves saltar sobre el empedrado! ¡Y cuántas manos gesticular con misterio! ¡Y cuántos amantes embozados hasta los ojos penetrar en los obscuros portales! ¡Y las iluminadas ventanas obscurecerse por un momento! ¡Y los negros fantasmas disiparse, á lo largo de las paredes, al primer resplandor del alba!...

Pero ahora advierto que sólo he hablado de teatros, cuando en Madrid hay conciertos casi todos los días; conciertos en los teatros, conciertos en las salas académicas, conciertos en las calles, y á más una turba de músicos ambulantes que os dan jaqueca á todas horas. Y después de todo esto justo es preguntar, cómo un pueblo tan pagado de la música, que le es tan necesaria, casi me atrevo á decir, como el aire que respira, no ha dado al arte musical algún gran maestro. A los españoles les mortifica esta idea de una manera horrible.

Sería necesario emborronar mucho papel para describir los grandes barrios de Madrid, las puertas, los paseos lucra de la villa, las plazas y calles históricas; y el que no quisiera olvidar nada, no podría dejarse en el tintero los espléndidos cafés, el Imperial, en la Puerta del Sol; Fornos, en la calle de Alcalá, dos hermosísimas salas, en las cuales, quitadas á as mesas, podrían hacer el ejercicio dos escuadrones de caballería; y otros muchos, innumerables, que se encuentran á cada paso, y en los cuales, bailarían cómodamente más de den parejas; las tiendas espaciosas que ocupan toda la planta baja de los edificios, entre los cuales cabe citar en primer término los almacenes de cigarros habanos, sitios donde se dan cita los señoritos, llenos de cigarros pequeñísimos, grandes, enormes, redondos, aplastados, puntiagudos, arqueados, culebrinas de todas formas, de todos sabores y de todos precios, para contentar la más loca fantasía de los fumadores y embriagar á la más populosa ciudad; los espaciosos mercados, cuarteles, palacio Real, en el cual podrían esconderse el Quirinal y el Pitti, sin temor de ser encontrados; la gran calle de Atocha, que atraviesa la ciudad, el inmenso jardín del Buen Retiro, con su gran lago, sus colinas con hermosos kioskos y su multitud de aves de paso...Pero lo que merece especial atención son los museos de armas, de pintura y de marina, á cada uno de los cuales se podría dedicar un volumen.


La armería de Madrid es una de las más bellas del mundo al entrar en la vastísima sala os da un vuelco el corazón y os quedáis inmóviles. Un ejército entero de caballeros cubiertos de hierro de los pies á la cabeza, con la mano en la empuñadura de á á espada y lanza en ristre, deslumbrador y formidable, se lanza á vuestro encuentro, como una legión de espectros. Es un ejército de emperadores, de reyes, de duques, encerrados en las más espléndidas armaduras que hayan salido nunca de la mano del hombre, sobre las cuales diez y ocho grandes ventanales arrojan un torrente de luz que al quebrarse en un bruñido acero produce mil chispas, rayos y reflejos deslumbradores.

Las paredes están cubiertas de corazas, yelmos, arcos, fusiles, espadas, alabardas, lanzas de torneo, mosquetes enormes, picas gigantescas que llegan hasta el techo. Y de los arcos cuelgan banderas de todos los ejércitos del mundo, trofeos de Lepanto, de San Quintín, de la guerra de la Independencia, de Africa de Cuba, de Méjico; en todas partes una inmensa profusión de insignias gloriosas, de armas ilustres, de maravillosos trabajos de arte, de efigies, emblemas y nombres inmortales.

No sabe la admiración por dónde empezar á despertarse; por de pronto se corre de un lado al otro, mirándolo todo y no viendo nada, y uno se cansa antes de haber principiado-En la mitad de la sala se encuentran las armaduras ecuestres; caballos y caballeros dispuestos en fila, tres á tres, dos á dos, colocados en una misma dirección, como un escuadrón en columna; y se distinguen á primera vista, entre las otras, las armaduras de Felipe II, de Carlos V, de Manuel Filiberto, de Cristóbal Colón. Aquí y allí sobre pedestales, cascos, morriones, yelmos, rodelas pertenecientes á los reyes de Aragón, Castilla y Navarra, con magníficas incrustaciones de plata, que representan batallas, escenas mitológicas, figuras simbólicas, trofeos y dibujos, algunos de inestimable valor, por ser obra de los más insignes artistas de Europa; otros de forma extraña, sobrecargados de adornos, con cimeras, viseras y penachos colosales. También se ven pequeños cascos y diminutas corazas de infantes reales, como espadas y escudos, regalos de papas y reyes.

Entre las armaduras ecuestres se ven estatuas con fantásticas vestiduras americanas, africanas y chinas, adornadas de plumas y cascabeles, con arcos y carcajes; espantosas máscaras guerreras y trajes de mandarines de tisú de oro y seda.

A lo largo de las paredes otras muchas armaduras; la del marqués de Pescara, la del poeta Garcilaso de la Vega, la del marqués de Santa Cruz, la gigantesca de Juan Federico «el Magnánimo», duque de Sajonia, y entre unas y otras, banderas árabes, persas, moriscas, hechas casi girones.

Y en los escaparates una serie de espadas. Al averiguar los nombres de los que las usaron, os sentís estremecer: la espada del príncipe de Con dé, la de Isabel «la Católica,» la de Felipe II, la de Hernán Cortes, la del conde-duque Olivares, la de D, Juan de Austria, la de Gonzalo de Córdoba, la de Pizarro, del Cid, y un poco más allá, el casco del rey Boabdil de Granada, la rodela de Francisco!, la silla de campaña de Carlos V.

A un lado de la sala se ven los trofeos de los ejércitos otomanos, pequeños cascos cubiertos de pedrería, espuelas, dorados estribos, collares de esclavos, puñales, el matar ras con vainas de terciopelo, adornadas de oro y perlas; los despojos de Alí Basciá, muerto sobre la galera capitana en la batalla de Lepanto, con su túnica de brocado de oro y plata, su cinturón y su broquel; los despojos del hijo de aquél y las banderas que ondeaban en las galeras.

En un ángulo de la misma pieza, coronas votivas, cruces y collares de los príncipes godos. En otro departamento, los objetos tomados á los indios de Mariveles, á los moros de Cagayán y Mindanao, y á los salvajes de las más remotas islas de á á Oceanía. Collares de conchas, pipas, ídolos de madera, flautas de caña, adornos hechos con patas de insectos, abrigos de hojas de palmera, hojas escritas que servían de salvo-conducto, flechas envenenadas, hachas de verdugo. Y á donde quiera que dirijís la mirada, sillas reales, cotas de malla, culebrinas, tambores históricos, tahalíes, inscripciones, recuerdos é imágenes de todas las edades y de todos los países, desde la derrota de los godos hasta la batalla de Tetuán, desde Méjico á la China, un emporio de tesoros y de obras, de los cuales uno se aleja aturdido y confuso, para volver después en sí como de un sueño con la memoria fatigada y perpleja.

Si algún día un gran poeta italiano quiere cantar el descubrimiento del Nuevo Mundo, en ningún sitio podrá buscar más potente inspiración que en el Musco naval de Madrid, porque en lugar alguno se siente más profundamente el aura virgen de la América salvaje y la presencia misteriosa de Colón: Hay una sala llamada «Gabinete de los descubridores»; el poeta, al entrar, si tiene realmente alma de poeta, se ha de quitar el sombrero con veneración.

En cualquier punto de la sala donde se fijen los ojos, se ve una imagen que hace palpitar el pecho. Allí no se encuentra uno en Europa, ni en este siglo; se encuentra en la América del siglo XV, se respira aquel aire, se ven aquellos lugares, se vive aquella vida.

En el centro hay otro trofeo de armas tomadas á los indígenas de la tierra descubierta; escudos revestidos con pieles de fieras, dardos de caña con la punta emponzoñada, sables de madera dentó de vainas de mimbre, con las empuñaduras adornadas de crines y cabellos cayendo en grandes guedejas; mazas, hachas, grandes espadas dentadas á modo de sierra, cetros informes, carcajes de gigantes, vestidos de piel de mono, dagas de reyes y verdugos, armas de los salvajes de Cuba, de Méjico, de la Nueva Caledonia, de la Carolina, de las más remotas islas del Pacífico, negras, extrañas, horribles, que dejan en la fantasía visiones confusas de luchas terribles que en la obscuridad misteriosa de los bosques vírgenes, entre los interminables laberintos de árboles desconocidos.

Y en torno de esos despojos de un mundo salvaje, la imagen y la memoria de los vencedores: aquí el retrato de Colón, allá el de Pizarro, más lejos el de Hernán Cortés; en una parte á mapa de América trazado por Juan de la Cosa, en el segundo viaje del Genovés, sobre una ancha tela llena de figuras, de colores, de signos, que debían servir para dirigir las expediciones al interior de aquellas tierras; junto al mapa un pedazo del árbol bajo el cual descansó el conquistador de Méjico en la famosa noche triste después de haberse abierto paso á través del formidable ejército que le esperaba en el valle de Otumba; un vaso hecho con madera del árbol junto al cual murió el célebre capitán Cook; imitaciones de barcos, piraguas y almadías que usaban los salvajes; una corona de retratos de navegantes ilustres; y en la parte del centro un gran cuadro que representa las tres naves de Cristóbal Colón, la Niña,la Pinta y la Santa María, en el momento en que descubren la tierra americana y todos los marineros, de pie sobre la popa, saludan al Nuevo Mundo y dan gracias á Dios.

¡No hay palabras que expresen la sensación que se experimenta á la vista de aquel espectáculo, ni lágrima que valga la que os tiembla entonces en los ojos, ni alma humana que en aquel momento no se sienta más grande!

Las demás salas, que son diez, se hallan como la anterior, llenas de objetos preciosos. En la sala contigua al Gabinete de los descubridores se hallan recogidos los recuerdos del combate de Trafalgar: el cuadro de la Santísima Trinidad, que se hallaba en el camarote de popa de la Real Trinidad, y que fué sacado por los ingleses pocos minutos antes de que el buque se hundiera; el sombrero y espada de Federico Gravina, almirante de la flota española, que murió en aquella jornada; un modelo grande y completo de la nave Santa Ana una de las pocas que se salvaron de la batalla; banderas, retratos de ¿ti miran tes y cuadros representando episodios de aquella lucha terrible. Y junto á los recuerdos de Trafalgar, otros muchos que no hablan al alma menos poderosamente, como un cáliz hecho de la madera del árbol llamado Ceiba, á cuya sombra se celebró la primera misa en la Habana el día 19 de Marzo de 1519; el bastón del capitán Cook; ídolos salvajes, buriles de piedra con los cuales los indios esculpían sus ídolos antes del descubrimiento de la isla.

Y después de ésta, otra gran sala, en la cual uno se encuentra entre una ilota de galeras, carabelas, faluchos, bergantines, corbetas, fragatas, naves de todos los mares y de todos los siglos, armadas, aparejadas, aprovisionadas, tal que no parece sino que esperan que se levante el viento para levar anclas y lanzarse por esos mundos á través de los mares.

Y en las demás salas, un tropel de máquinas, aparatos y armas navales; cuadros representando todas las empresas marítimas del pueblo español: retratos de navegantes, marinos, almirantes; trofeos de Asia, América, Africa, Oceanía, juntos y amontonados, de tal modo, que se han de mirar corriendo, porque no quedaría tiempo de verlos todos antes de la noche. Al salir del Museo Naval se le figura á uno que regresa de un viaje alrededor del globo; ¡tanto se ha visto en aquellas pocas horas!


También existen en Madrid un gran museo de artillería, un hermoso Museo arqueológico, otro de Historia natural y otras mil cosas dignas de ser vistas, pero cuya descripción es necesario pasar por alto para poder hablar del maravilloso Musco de pintura.

El día en que se entra por la vez primera en un museo como el de Madrid, constituye una fecha histórica en la vida del hombre. Es un acontecimiento importante, como el matrimonio, el nacimiento de un hijo, la toma de posesión de una herencia; y sus efectos se experimentan hasta la muerte.

Porque museos como los de Madrid, Florencia y Roma, son un mundo. Un día pasado entre aquellas paredes, es un año de vida, pero de vida agitada por todas las pasiones de la vida real; el amor, la religión el delirio por la patria, la ardiente sed de gloría; un año de vida por lo que se goza, por lo que se aprende, por lo que se piensa, por los recuerdos que se cosechan para el porvenir; un año de vida equivalente á muchos durante los cuales se hayan leído mil volúmenes, experimentando mil sensaciones diversas, corrido mil aventuras.

Tales ideas se agitaban en mí mente cuando con rápido paso me dirigía al Museo de pintura, situado á la izquierda del Prado, para el que venga de la calle de Alcalá. Era tanto el placer que sentía, que al llegar á la puerta me detuve y me dije:

—¡Vamos á cuentas! ¿Qué has hecho en tu vida para merecer el honor de penetrar en este recinto? ¡Nada! Pues bien; el día en que te suceda una desgracia, inclina la cabeza y considera saldada la partida.

Entré, y sin advertirlo me quité el sombrero; el corazón me palpitaba precipitadamente y un ligero temblor agitaba todos mis miembros.

En la primera sala sólo hay algunos cuadros de Ruca Giordano: seguí adelante. En la segunda cominciai á non esser piú io, y en vez de detenerme á mirar cuadro por cuadro, dí la vuelta al Museo casi corriendo. En la segunda sala se encuentran los lienzos de Goya, el último de los grandes pintores españoles; en la tercera, grande como una plaza, se encuentran las obras de los primeros maestros.

Al entrar os encontráis, á un lado la Virgen de Murillo y y veis en otro Los Santos do Ribera; un poco más lejos los teatros de Velázquez; en el centro de la sala los cuadros de Rafael, de Miguel Angel, de Andrea del Sano; en el fondo Ticiano, Tintoretto, Pablo Veronés, Correggio, Domenichino. Guido Reni. Volvéis atrás y entráis en la gran sala de la derecha; veis en el fondo más cuadros de Rafael, y á ambos lados Velázquez, Ticiano, Ribera; junto á la puerta Rubens, Van Dick, Fray Angélico, Murillo.

En otra sala la escuela francesa; Poussin, Duguet, Lorrain; en otras dos grandísimas, las paredes se hallan cubiertas de lienzos de Breughel, Theniers, Jordaens, Rubens, Dürer, Shoen, Mengs, Rembrandt, Bosch; en otras tres no monos grandes, cuadros en profusión de Juan de Juanes, Carvajal, Herrera, Luca Giordano, Carducci, Sal valor Rosa, Menéndez, Cano, Ribera.

Durante una hora andáis de un lado á otro sin haber visto nada, porque en aquella batalla interna que os agita, las obras maestras luchan disputándose vuestra atención. La Concepción, de Murillo, cubre de un torrente de luz el Martirio de San Bartoloméde Ribera; el San Jaime, de Ribera; ofusca el San Sebastián, de Juan de Juanes; el Pasmo de Sicilia, de Rafael, hace que queden ofuscados los cuadros que le rodean; los Borrachos, de Velázquez, lanzan sobre las caras de los príncipes y santos que están á su alrededor un rayo de báquica alegría; Rubens aterra á Van Dick; Pablo Veronés sobrepuja á Tiepolo; Goya aplasta á Madrazo. Los vencidos se vengan en sus inferiores y triunfan á su vez de sus mismos vencedores. Aquel es un concurso de milagros artísticos en el cual nuestra alma vacila como una llama agitada por mil corrientes de aire, y el corazón se hincha de orgullo considerando el poder del genio humano.

Cuando ha pasado el primer entusiasmo, entonces es cuando se empieza á admirar. Ante aquel ejercito de artistas, cada uno de los cuales merece un volumen, me fijé en los españoles, y de entre ellos, en los cuatro que me movieron á más profunda admiración y cuyas telas me han dejado un recuerdo más claro y determinado.

El mas moderno es Goya, nacido á mitad del siglo pasado. Es el pintor más genuinamente español, el pintor de los toreros, de la gente del pueblo, de los contrabandistas, de las brujas, de los ladrones, de la guerra de la Independencia, de aquella antigua sociedad española que iba desapareciendo ante sus ojos. Era Goya un altivo aragonés, apasionado por las corridas de toros, tanto que hallándose en Burdeos durante los últimos años de su vida, iba á Madrid una vez á la semana sólo por presenciar aquel espectáculo, y regresaba á la ciudad francesa, como una flecha, sin saludar á sus amigos. Genio potente, mordaz, absoluto, ardiente en el calor de su vivísima inspiración, cubría en pocos instantes de á ¡guras un lienzo ó una pared, dando las pinceladas de efecto, no ya con los pinceles, sino con cuanto le venía á mano: un bastón un trapo, una esponja, cualquier cosa: pintaba la cara de un personaje odiado, le insultaba, y pintaba un cuadro corno hubiera luchado en un combate.

Dibujaba con sin igual maestría y era colorista original y potente que creó una pintura inimitable de sombras pavorosas, de luces desconocidas, de figuras descompuestas, pero reales. Era gran maestro en la expresión de todos los efectos terribles: la ira el odio, la desesperación, la rabia sanguinaria; pintor atlético, batallador, incansable naturalista como Velázquez, fantástico como Hogart, enérgico corno Rembrandt, último rayo color de sangre despedido por el genio español.

Hay muchos cuadros de Goya en el Musco de Madrid; uno de dios, muy grande, representa toda la familia de Carlos IV; pero donde puso su alma fué en Los soldados franceses fusilando españoles el día 2 de Mayo y en la Lucha del pueblo de Madrid contra los mamelucos de Napoleón I, cuyas figuras son de tamaño natural.

Son dos cuadros que causan horror. Es imposible imaginar nada más terrible, ni dar á la tiranía una forma más execrable, á la desesperación un aspecto mas espantoso y al furor de la muchedumbre una expresión más feroz.

En el primero, un cielo obscuro, la luz de una linterna, un lago de sangre, un montón de cadáveres, una turba de condenados á muerte, una hilera de soldados franceses en el acto de hacer fuego; en el otro, caballos muertos, ginetes desmontados, pisoteados, heridos. ¡Que figuras! ¡que actitudes! Parece que se oyen los gritos y se ve correr la sangre. La verdadera escena no podría causar más horror.

Goya pintó seguramente aquellos cuadros con los ojos fuera de sus órbitas, con la espuma en la boca, con la furia de un loco. Es el último grado á que puede llegar la pintura antes de llegar á la accción: pasado aquel grado, se tiran los pinceles y se coge el puñal. Para hacer algo más terrible que aquellos cuadros, es necesario malar; después de aquellos colores no queda más que la sangre.

De Ribera, que nosotros conocemos bajo el nombre de Spagnoletto, hay tantos cuadros, que se podría formar un Musco. La mayor parte son figuras de santos, de tamaño natural: un Martirio de San Bartolomé, con muchas figuras y un Promoteo colosal, encadenado á un peñasco.

Otros cuadros del mismo autor se encuentran en otros Museos, en el Escorial, en las iglesias, pues fué un artista muy fecundo y trabajador, como casi todos los artistas españoles.

Visto alguno de sus cuadros, se reconocen los demás á la primera mirada, sin necesidad de ser muy experto. Son viejos santos extenuados, con la cabeza descubierta calva, cuyas venas pueden contarse una á una, los ojos hundidos, las mejillas descarnadas, la frente arrugada y el pecho tan enflaquecido que muestra todas las costillas; los brazos y las manos sólo tienen la piel y el hueso; cuerpos raquíticos, miserables, vestidos de harapos, amarillos con la palidez de la muerte, cubiertos de llagas sangrientas. Parecen cadáveres que acaban de salir de sus ataúdes, llevando marcadas en el rostro las huellas de todas las enfermedades, de todas las torturas del hambre del insomnio; figuras de mesa anatómica, en las cuales se pueden estudiar todos los secretos del organismo humano.

Sí; son admirables por la valentía del dibujo, por el vigor del colorido y por otras mil cualidades que dieron á Ribera la fama de pintor potente; pero el arte verdadero y grande ¡ah no! no es aquél. En aquellos semblantes falta la luz celeste, aquel inmortal rayo del alma que revela en el sublime dolor la esperanza sublime, la luz interna y los deseos inmensos, aquella luz que aleja las miradas de las llagas para elevarlas al cielo, no el dolor brutal que causa repugnancia y horror; no el cansancio de los ojos y el presentimiento de la muerte, no la vida humana que huye sin un reflejo de la vida inmortal que llega.

No hay santo alguno de aquellos, cuya imagen se recuerde con placer; al mirarlos se siente frío en el corazón, pero el corazón no late. Ribera no amaba.

Con todo, al reconocer las salas del Musco, por más que fuese muy vivo el sentimiento casi de repugnancia que me inspiraban muchos de aquellos cuadros, veíame obligado á mirarlos sin poder separar de ellos los ojos, tanta es la fuerza atractiva de lo real y verdadero, aunque sea desagradable. ¡Y son tan verdaderos los cuadros de Ribera!

Aquellas caras yo las reconocía, las había visto, en los hospitales, en las salas mortuorias, junto á las puertas de las iglesias; son caras da mendigos, de moribundos, de condenados á muerte, que de noche me salen al encuentro, todavía hoy, en una calle desierta, al pasar junto aun cementerio, al subir á obscuras una escalera desconocida.

Hay algunos que no pueden mirarse: un eremita, desnudo, tendido en el suelo, que parece un esqueleto con la piel; un viejo santo, al cual la consumida carne da las apariencias de un cuerpo desollado; el Promoteo con las entrañas fuera del pecho.

A Ribera le gustaban la sangre, los miembros lacerados, el estrago; debía de gozar al representar dolores; debía de creer seguramente en un infierno más terrible que el soñado por el Dante y en un Dios más implacable que el de Felipe II.

En el Museo de Madrid representa el terror religioso, la vejez, los sufrimientos, la muerte.

Más, alegre, más vario, mas esplendido es el gran Velázquez. Allí se hallan casi todos sus cuadros.

Son un mundo: todo en ellos se encuentra retratado; la guerra, la corte, las encrucijadas, la taberna, el paraíso; es una galería de enanos, de imbéciles, de mendigos, de bufones, de borrachos, de comediantes, reyes, guerreros, mártires, dioses; todos vivos, que hablan, con posturas nuevas, valientes, la frente serena, la sonrisa en los labios llenos de franqueza y vigor: el gran retrato ecuestre del conde-duque de Olivares, el célebre cuadro de las Meninas, el de las Hilanderas, el de los Bebedores, el de la Fragua de Vulcano, el de la Rendición de Breda; grandes telas llenas de figuras que parecen salen del marco, las cuales, vistas una vez, se recuerdan con todos sus detalles, como si fueran personas vivientes que uno acabara de dejar; personas con las cuales parece haberse hablado, y en las cuales se piensa mucho tiempo después, como si fueran conocidos de antigua fecha; gente que respira alegría y que nos arranca con la admiración una sonrisa, haciéndonos dolor únicamente de no poder mezclarnos con ellos y robarles un poco de su exuberante vida. Y todo eso no es electo de la prevención favorable que despierta el nombre del gran artista. Ni es menester, para experimentarlo, ser inteligente en pintura; la mujerzuda, á muchacho se detienen ante aquellos cuadros, aplauden y ríen. Es la naturaleza retratada con una fidelidad superior á toda ponderación; se olvida al pintor, no se piensa en el arte, no se busca á intenta. Se exclama:

—¡Es verdad! ¡Es así! ¡Estas son las imágenes que tenía yo en la mente!

Diríase que Velázquez no ha puesto nada suyo; que ha dejado correr la mano y que ésta no hizo más sino fijar las líneas y los colores sobre la tela de una cámara obscura, reproduciendo personajes reales y verdaderos.

Más de sesenta cuadros suyos hay en el Museo de Madrid, y sí no se viesen más que una vez aprisa, no se olvidaría ninguno.

Sucede con los cuadros de Velázquez lo que con las obras de Manzoni. Después de leídas estas, se mezclan y confunden de tal modo con nuestros propios recuerdos, que nos parece haber vivido lo que en ellas se relata. Así también los personajes de los cuadros de Velázquez se confunden con la muchedumbre de nuestros amigos y conocidos, presentes ó lejanos, de toda la vida; y si acuden á la mente, hablan con nosotros sin que recordemos haberlos visto pintados.

Hablemos ahora de Morillo con el tono más suave que pueda salir de nuestra boca.

Velázquez en el cielo del arte es un águila: Morillo es un ángel; á Velázquez se le admira, á Murillo se le adora. Sus lienzos nos lo dan á conocer como si hubiera vivido con nosotros. Era hermoso, era bueno, era piadoso; la envidia no sabía donde hacer presa en el, alrededor de su corona de gloria resplandecía una aureola de amor.

Había nacido para pintar el cielo. Había recibido un genio apacible y sereno que se elevaba á Dios con las alas de su plácida inspiración.

Sus cuadros mas admirables respiran un aire de modesta dulzura, que despierta simpatía y afecto antes que maravilla.

Una sencilla y noble elegancia en los contornos, una expresión llena de vivacidad y gracia, una harmonía inefable de colores, constituyen to que sorprende á primera vista, pero después se mira con más detención, se descubren nuevas bellezas y la maravilla se transforma poco á poco en un sentimiento dulcísimo de gozo.

Sus santos tienen un aspecto benigno que alegra y consuela, los ángeles, que el artista agrupaba con asombrosa maestría, hacen palpitar en los labios el deseo de los besos; sus Vírgenes, vestidas de blanco y envueltas en un gran manto azul, con grandes ojos negros y con las manos juntas, hacen palpitar el corazón de dulzura y acudir las lágrimas á los ojos.

Murillo une á la verdad de Velázquez, los vigorosos efectos de Ribera, á la harmoniosa transparencia del Ticiano, la brillante viveza de Rubens. España le dió el nombre de Pintor de las Concepciones, porque fué insuperable en el arte de pintar esta divina idea.

En el Museo de Madrid existen cuatro grandes Concepciones. Ante estos cuatro lienzos me pasaban las horas, inmóvil, casi en éxtasis. Me gustaba extraordinariamente aquella Virgen, no terminada, que tiene los brazos cruzados sobre el pecho y la media luna á los pies; muchos la posponían á las demás y á mí me causaba ira cirio decir: era yo presa de una pasión inexplicable por aquella imagen. Más de una vez, mirándola, note que las lágrimas se me saltaban de los ojos. Ante aquel lienzo mi corazón se ennoblecía y mi espíritu se elevaba á un nuevo y desconocido cielo de ideas. No era el entusiasmo de la fe; era un deseo, una inspiración inmensa á la fe, una esperanza que me hacía vislumbrar una vida más noble, más fecunda, más bella que la que había vivido hasta entonces; un nuevo afán de rezar, un deseo de amar, de hacer bien, de padecer por los demás, de expiar mis pasadas culpas, de ennoblecer la mente y el corazón.

Nunca, como en aquellos momentos, estuve tan cerca de la fe y nunca he sido tan bueno y tan afectuoso, Más todavía: creo que nunca ha brillado mi alma de una manera tan refulgente.

La Virgen de los Dolores, Santa Ana enseñando á leer á la Virgen, Cristo Crucificado, la Anunciación, la Sagrada Famila, la Virgen del Rosario, El niño Jesús, son todos cuadros admirables y bellos, de una luz quieta y suave que llega al alma: Es necesario ver en los días festivos á los muchachos, á las niñas, á las mujeres del pueblo ante aquellas imágenes; ver cómo se iluminan sus semblantes y oir las palabras que brotan de aquellos labios.

Para ellos Murillo es un santo, y pronuncian su nombre con una sonrisa, como diciendo:

—¡Es nuestro!—Era español.

Y al pronunciarlo os miran, como para imponeros un acto de reverencia.

No merece á todos los artistas el mismo juicio; pero aun ellos le aman sobre otro alguno y no logran separar la admiración del amor.

Murillo no era sólo un gran pintor: ora un alma grandiosa, y más que una gloria es una afección de España, y más que un maestro soberano de lo bello, es un bienhechor, una fuente de buenas acciones, una querida imagen que se lleva en el corazón toda la vida, os pues de haber admirado sus cuadros, con un sentimiento de gratitud y devoción religiosa.

Es uno de esos hombres á quienes esperamos vagamente volver á ver, porque hay un ssntimiento secreto que nos lo dice, anunciándonoslo como una recompensa; uno de esos hombres de los cuales creemos que no pueden haber desaparecido para siempre, que se hallan todavía en alguna parte, que su vida sólo ha sido el reflejo de una luz inextinguible que un día brillará con todo su esplendor á los ojos de los mortales. Se dirá tal vez: ¡engaños de la imaginación! ¡Pero qué hermosos engaños!

Después de las obras de estos cuatro grandes maestros, son dignos de admiración los cuadros de Juan de Juanes artista íntimamente italiano, al cual la corrección del dibujo y la nobleza de los caracteres valieron el título, aunque proferido en voz baja, de Rafael español. No en el acto, pero sí en la vida, se parece á Fray Angélico, pues su estudio era un oratorio, donde ayunaba y hacía penitencia, y también él antes de ponerse á trabajar iba á tomar la comunión.

Después los cuadros de Alonso Cano; los de Pacheco, maestro de Murillo; de Pareja; esclavo de Velázquez; de Novar rete el Mudo; de Menéndez, gran pintor de flores; de Herrera, de Coello, de Carvajal, de Collantes, de Rizi, de Zurbarán, uno de los más grandes pintores españoles, digno de, estar al lado de los tres primeros, existen pocas obras en el Museo.

De cuadros de otros artistas, de mérito inferior, pero también admirables, se hallan llenos los corredores, las antecámaras, las salas de paso. Pero no es éste el solo Museo de pinturas que hay en Madrid; se hallan centenares de cuadros en la Academia de San Fe manilo, en el Ministerio de Fomento y en otras galerías privadas.

Serían menester meses y meses para verlo todo; ¿y cuánto tiempo necesitaría para describirlo, hasta el que tuviera talento para tanto?

Uno de los mejores escritores de Francia, muy amante de la pintura y gran maestro en el arte de describir, se espantó ante la magnitud de la empresa, y para salir del paso dijo que tendría que decirse mucho. Si á él le pareció lo mejor callarse, á mí debe parecerme que ya he dicho demasiado. Es una de las más dolorosas consecuencias de un hermoso viaje, esto de sentir en la mente una legión de bellas imágenes yen el corazón un cúmulo de grandes efectos, y no poder expresar más que una ínfima parte, ¡Con qué profundo desdén rasgaría estas páginas, cuando pienso en aquellos cuadros! ¡Oh, Murillo! ¡oh, Velázquez! ¡oh, pobre pluma mía!


A los pocos días de hallarme en Madrid, ví por primera vez en la Puerta del Sol al rey Amadeo que venía de la calle de Alcalá. Experimenté un placer vivísimo, como si hubiera visto al más íntimo de mis amigos. Y en verdad que es cosa curiosa hallarse en un país en el cual la única persona que se conoce es el rey. Me dieron tentaciones de correr detrás de el gritando: Oiga vuestra majestad; ¡soy yo, yo que he llegado!

D. Amadeo seguía en Madrid los hábitos paternos. Se levantaba con el alba y daba un paseo por los jardines del Campo del Moro, que se extienden entre el Palacio Real y el Manzanares, ó visitaba los Muscos, atravesando la ciudad á pie con un solo ayudante.

Las criadas, cuando volvían á su casa con la cesta llena, contaban á sus amas soñolientas que le habían encontrado, pasando por su lado casi tocándolas. Si la dueña de la casa era republicana, decía:—así debe ser;—pero si era carlista refunfuñaba entre dientes:—¡Vaya que Rey! ó como oír decir una vez:—quiere á todo trance que le peguen un tiro.

De vuelta á Palacio recibía al capitán general y al gobernador de Madrid, los cuales, según una antigua costumbre, debían presentarse al rey todos los días para preguntarle si tenía algo que ordenar al ejército ó á la noticia. Venían después los ministros, A pesar de verlos todos juntos en Consejo una vez á la semana, Amadeo recibía á uno de ellos todos los días. Al salir el ministro, empezaba la audiencia;las demandas eran innumerables y su objeto fácil de adivinar: cruces, empleos, pensiones, privilegios. El rey recibía á todo el mundo.

También la reina daba audiencia, pero no todos los días, á causa de su estado de salud, que era bastante delicado. A cita correspondían las obras de beneficencia. Recibía á toda clase de gente, acompañada de un mayordomo y una dama de honor, á la misma hora que el rey; y entraban á verla caballeros, trabajadores, mujeres del pueblo, y atendía piadosamente á largas historias de miserias y dolores. Más de cien mil pesetas al mes distribuía en obras de caridad, sin contar las dádivas extraordinarias á hospitales, hospicios y otros establecimientos benéficos. Alguno de ellos fué fundado por la misma reina. Sobre la ribera del Manzanares, á la vista del palacio Real,en un lugar abierto y alegre, se ve un edificio pintado de varios colores, con un jardín que le rodea, y donde al pasar se oyen gritos, carcajadas y juegos de niños. La reina hizo construir esta casa para que fuera albergue de los hijos de las lavanderas, los cuales, mientras sus madres trabajaban, quedaban abandonados en la calle, expuestos á mil peligros. En la casa hay maestras, nodrizas, criadas, que satisfacen todas las necesidades de los niños; es á la vez hospicio y escuela. Los gastos de construcción de la casa y su sostén eran satisfechos con las veinticinco mil pesetas mensuales que el Estado había asignado al duque de Puglia. La reina instituyó también un hospicio de niños desamparados; una casa, especie de colegio, para los hijos de las cigarreras; y dispuso que se distribuyeran raciones de carne y pan entre todos los pobres de la ciudad. Ella en persona asistió algunas veces á la distribución, sin previo aviso, para convencerse de que no se cometían abusos, y como descubriera algunos, dispuso lo conveniente para evitarlos. A más de esto, las hermanas de la caridad recibían todos los meses de la reina treinta mil pesetas, para socorrer á las familias que por sus condiciones sociales no podían asistir á la distribución de raciones.

Es imposible tener noticia de los actos privados de caridad de la reina, porque acostumbraba á realizarlos sin decir nada á nadie. Muy poco se sabía de sus costumbres, porque todo lo hacía sin pompa y sin ruído, y con tal reserva, que podía parecer excesiva hasta en una señora particular. Ni las mismas damas de la corte sabían que iba á la iglesia de San Luís de Francia, á oir la sagrada palabra; una devota la descubrió un día por casualidad entre sus vecinas.

No llevaba nunca distintivo alguno de reina, ni en los días de comida de corte ó gala. La reina Isabel ostentaba un gran manto encarnado con las armas de Castilla, diadema, ornamentos é insignias; doña Victoria, nada. Acostumbraba á vestirse con los colores de la bandera española y con una sencillez que anunciaba su alto rango mejor que el esplendor y el lujo. Ni el oro español podía verse con aquella sencillez: sus propios gastos, los de sus hijos y camaristas todos los satisfacía con dinero de su propio peculio.

Cuando reinaban los Borbones, todo el palacio Real se hallaba ocupado: el rey habitaba la parte izquierda, que da á la plaza de Oriente; doña Isabel, la parte que mira por un lado á la plaza de Oriente y por otro á la de la Armería; Montpensier, la parte opuesta á las habitaciones de la reina, cada uno de los príncipes tenía un departamento hacia la parte del campo del Moro, Durante el tiempo que el rey Amadeo vivió en aquel palacio, permaneció vacía una gran parte de aquel edificio, Amadeo no ocupaba más que tres pequeños departamentos: un saloncito de estudio, una cámara ó alcoba y el tocador. La alcoba daba á un largo corredor que conducía á las dos habitaciones de los príncipes, junio á los cuales se hallaba el departamento de la reina, que no quería separarse nunca de sus hijos. Y después un salón de recepciones, Esta parte del palacio que ocupaba toda la familia real, servía antes únicamente para la reina Isabel. Cuando esta supo que D. Amadeo y doña Victoria se habían contentado con tan reducido espacio, dícese que exclamó maravillada;

—¡Pobres jóvenes! ¡no podrán moverse!

El rey y la reina solían comer con un mayordomo y una dama de la corte. Después del almuerzo el rey fumaba un cigarro Virginia (¡si lo supieran los detractores de este príncipe de los cigarros!) y entraba después en su gabinete para ocuparse en las cosas del Estado. Prestaba mucha atención á los consejos, y con frecuencia consultaba á la reina, especialmente cuando se trataba de poner de acuerdo á los ministros, ó de apaciguar los ánimos divergentes de los jefes de partido. Leía un gran número de diarios de todos los colores, las cartas anónimas amenazándole de muerte, las que le daban consejos, las poesías satíricas, los proyectos de regeneración social, todo cuanto le enviaban. A eso de las tres salía de Palacio á caballo, sonaban las cornetas de la guardia y un lacayo vestido de encarnado le seguía á la distancia de cincuenta pasos. Al verlo se hubiera dicho que no sabía hacer de rey; miraba á los muchachos que pasaban, los avisos de las tiendas, los soldados, las diligencias, las fuentes con una expresión de curiosidad casi infantil. Recorría toda la calle de Alcalá con sin igual lentitud, como un ciudadano desconocido que pensara en sus propios asuntos, y se iba al Prado á gozar su parte de aire y sol. Los ministros rabiaban; los borbónicos, acostumbrados al imponente cortejo de la reina Isabel, decían que Amadeo arrastraba por las calles la majestad del trono de San Fernando. Hasta el lacayo que le seguía, miraba á su alrededor con aire inquieto, como diciendo:—¿Ven ustedes que locura?—Pero dígase lo que se quiera, nunca pudo acostumbrarse á tener miedo. Los españoles, justo es decirlo, le hacían justicia, pues á pesar de la diversidad de criterios con que juzgaban su conducta y modo de gobernar, siempre terminaban diciendo:

—Respecto á valor, lo tiene el mozo de veras.

Todos los domingos había gran comida en Palacio. A ella eran invitados los generales, diputados, profesores, académicos, hombres esclarecidos en las letras y en las ciencias. La reina hablaba de todo con todos, con una seguridad y una gracia, que á pesar de cuanto se supiera de su ingenio y cultura, era fuerza confesar que la realidad superaba á toda ponderación. El pueblo, al hablar de lo mucho que sabía la reina, iba siempre algo más lejos: el griego, el árabe, el sánscrito, la astronomía, las matemáticas, eran para la reina moneda corriente. Lo cierto y exacto era que discurría con mucho ingenio de cosas nada comunes en una señora, y no con este hablar vago y confuso propio de quien no sabe más que títulos y nombres.

Había estudiado profundamente el español y lo hablaba como si fuera su idioma propio: la historia, la literatura, las costumbres de su nueva patria le eran familiares; para ser española de veras sólo le faltaba el deseo de permanecer en España. Los liberales murmuraban, y los borbónicos decían: «No es nuestra reina», pero inspiraba á todos un profundo respeto. Los diarios más furiosos decían todo lo más la esposa de don Amadeo, en lugar de decir la reina. El más violento de los republicanos, al aludirla en uno de sus discursos en las Cortes, no pudo menos de proclamarla ilustre y virtuosa. Era la sola persona de la Casa respecto á la cual nadie se permitía una broma, ni de palabra, ni por escrito; era como una figura en blanco en medio de aquel cuadro de caricaturas maliciosas.

En cuanto al rey, parecía que la prensa española gozaba de una libertad sin límites. Bajo la salvaguardia del calificativo de «Saboyano», de «extranjero», de «el joven de la Corte», los diarios enemigos de la dinastía decían, en substancia, lo que mejor les cuadraba, y en verdad que no se dejaban de decir cosas divertidas.

Cual le imputaba que era feo de frente y de perfil: éste que era flaco y enclenque; aquél se burlaba de su modo de saludar; y otras lindezas increíbles. No obstante, el pueblo de Madrid sentía por el rey, sino el entusiasmo de la Agencia Satefani, por lo menos una muy viva simpatía. La sencillez de sus costumbres y la bondad de su corazón eran ya proverbiales aun entre los chiquillos.

Se sabía que no guardaba rencor á nadie, ni aun á aquellos que se habían portado con el poco dignamente; que no había hecho daño á nadie; que nunca había salido de su boca una palabra amarga para sus enemigos.

Cuando se hablaba de los peligros personales que podía correr, todo buen hijo del pueblo respondía desdeñosamente que el pueblo respeta siempre á quien se fía de el; sus más acérrimos enemigos hablaban del rey con ira, pero no con odio, los mismos que no se quitaban el sombrero al verlo en la calle, se sentían el corazón oprimido al ver que otros tampoco se lo quitaban, y no podían ocultar un sentimiento de tristeza, Hay imágenes de reyes caídos sobre las cuales se extiende un paño negro; pero también hay otras cubiertas con un velo blanco, que tas hace aparecer más bellas y venerables: sobre la imagen de Amadeo, España ha extendido un velo blanco. ¡Y quién sabe si algún día la vista de esta imagen arrancará del pecho de los españoles honrados un suspiro secreto, como el recuerdo de una persona querida á quien se ha ofendido, ó como una voz apacible y dulce que diga con tono de triste reconvención:—¡Francamente...obraste mal!

Un domingo el rey pasó revista á los voluntarios de la libertad á que son una especie de guardia nacional, con la sola diferencia que aquéllos prestan espontáneamente un buen servicio, mientras ésta lo presta malo y á la fuerza.

Los voluntarios debían situarse á lo largo del paseo del Prado. Una inmensa muchedumbre les esperaba. Cuando llegué había ya formados tres ó cuatro batallones. El primero era el batallón de veteranos, hombres ya de unos cincuenta años, algunos más viejos, vestidos de negro con Ros, galones sobre galones y cruces sobre cruces, limpios y brillantes, y de mirada fiera como los granaderos de la Vieja Guardia, y nel mover degli alteri é tardi.

Venía después otro batallón con uniforme distinto: pantalón gris, chaqueta abierta con las vueltas de un rojo subido: el kepis con un penacho azul, y la bayoneta calada.

Otro batallón y otro uniforme; en lugar de kepis, ros; en vez de vueltas encarnadas, vueltas verdes; los pantalones de color diferente, y anchas dagas por bayonetas.

Cuarto batallón y cuarto uniforme: plumeros, colores, armas, todo distinto. Llegaron otros batallones y otros trajes. Algunos lucen el casco prusiano y otros el casco sin punta; ven se bayonetas, sables rectos, sables curvos, sables ondulados, aquí soldados con cordones, allá soldados sin ellos, más lejos, con cordones otra vez, cinturones, hombreras, cuellos, plumas, todo cambia á cada instante.

Todos esos uniformes son pomposos y brillantes, de cien colores, con borlas que penden y voltean. Cada batallón tiene una bandera de forma particular, cubierta de bordados, de cintas y franjas. Vense confundidos entre los demás, algunos milicianos vestidos de paisano, con una banda cualquiera cosida á grandes puntadas en el raído pantalón; algunos sin corbata, otros con corbata negra, chaleco abierto, y camisa bordada. Hay en las filas muchachos de quince y doce años, armados de pies á cabeza; cantineras de falda corta y pantalón rojo, con cestas llenas de cigarros y naranjas.

Por delante de los batallones corren continuamente oficiales á caballo. Cada jefe lleva en la cabeza, en el pecho ó en la silla del caballo adornos de su invención. A cada instante pasa un ayudante, sin que nadie sea capaz de adivinar á qué cuerpo pertenece. Vense galones sobre el brazo, sobre las espaldas, alrededor del cuello; galones de oro, de plata, de lana; medallas y cruces que les cubren la mitad del pecho, puestas las unas sobre las otras; guantes de todos los colores del prisma; sables y espadas grandes y pequeños, pistolas, revólvers; una mezcla, en fin, de todos los uniformes y de las armas de todos los ejércitos, de tal modo que aquella variedad sería capaz de fatigar á diez comisiones ministeriales nombradas para la modificación del uniforme.

No recuerdo ya si fueron doce ó catorce los batallones, cada uno cíe los cuales había escogido á su antojo uniforme diverso, teniendo especial empeño en que se diferenciara por completo de los demás.

Iban mandados por el alcalde, que vestía un uniforme de fantasía. Formaban un total de ocho mil hombres.

A la hora fijada, la llegada de un enjambre de oficiales de estado mayor á caballo y los toques de las cornetas anunciaron la llegada del rey.

Con efecto, don Amadeo venía á caballo por la calle de Alcalá; vestía de capitán general, con botas altas y pantalón blanco. Seguíale un grupo compacto de generales, ayudantes de campo, criados con librea encarnada, lanceros, coraceros y guardias. Después de haber pasado revista á las tropas, que se extendían desde el Prado á la iglesia de Atocha, entre una muchedumbre silenciosa, volvióse por la misma calle de Alcalá, en la cual se movía un océano de gente, produciendo continuas é imponentes oleadas.

El rey y su estado mayor se situaron frente á la iglesia de San José, vuelta la espalda á la fachada. La caballería hizo despejar con mucho trabajo un pequeño espacio para que pudieran desfilar los batallones.

El desfile se hizo por pelotones. A medida que iban pasando y á una señal del comandante gritaban: ¡Viva el rey! ¡Viva don Amadeo primero!

El oficial que primeramente dió este grito, tuvo una idea desdichada. Los vivas dados expontáneamente por los de delante, se hizo ya obligatorio para los demás, y fué causa que el público tomara por una manifestación política la intensidad mayor ó menor con que eran preferidas aquellas voces.

Algunos pelotones dieron los viras con voz tan débil y menguada, que más parecían voces de enfermos pidiendo socorro: el público se echó á reír.

Otros, en cambio, gritaron á más no poder, y aquellos gritos fueron considerados como una manifestación hostil á la dinastía. El público lo comentaba todo á su manera, Decían algunos; «El batallón que ahora viene es republicano; ya veréis como no grita.» Efectivamente, el batallón destiló en silencio y los espectadores tosieron. Otro decía: «Esto es una vergüenza, una falta de educación. A mi tampoco me gusta don Amadeo, pero callo y respetos Y nacieron de aquí varias cuestiones. Un joven con voz de falsete gritó: ¡viva el rey! Un caballero que estaba á su lado le trató de impertinente; enfadóse el otro y pasaron á vías de hecho, hasta que los puso en paz un tercero en discordia.

Entre los batallones pasaban algunos paisanos á caballo, sin que se quitaran el sombrero al cruzar por ante el rey; y entonces se oían voces salidas del público aplaudiendo semejante conducta con un ¡muy bien! ó vituperándola con expresiones de ¡mal criado! Otros, que hubieran saludado, no lo hacían por miedo y pasaban, bajando avergonzados la cabeza. En cambio, otros, enojados por semejante espectáculo, hacían á las barbas del público una valerosa demostración de amadeismo, pasando con el sombrero en la mano y mirando tan respetuosamente al rey como con despreció al público durante algunos minutos. El rey permaneció inmóvil mientras duró el desfile, con una expresión inalterable de sereno orgullo. Así terminó la revista.

Esta milicia nacional, aunque menos destrozada que la nuestra, no es más que un fantasma. El ridículo ha destruído sus bases, pero como diversión, de día festivo, por más que el número de voluntarios ha disminuído mucho (antes eran unos treinta mil), es todavía un espectáculo brillante.

Las corridas de toros

El día 31 de Marzo se inauguró el espectáculo de las corridas de toros. Los que hayan leído la descripción de Baretti, estén convencidos de que no han leído nada. Baretti sólo vió las corridas de Lisboa, que son juegos de chiquillos comparadas con las de Madrid.

En la capital de España se halla el trono del arte; allí se encuentran los grandes artistas, allí los espectáculos llenos de pompa, allí los espectadores delettanti, allí los jueces que sancionan la gloria. La plaza de Madrid es el teatro de la Scala de la tauromaquia.

La inauguración de las corridas de loros en Madrid es mucho más importante que un cambio de ministerio. Un mes antes el anuncio circula por toda España: de Cádiz á Barcelona, de Bilbao á Almería, en el palacio de los grandes y en los tugurios de los pobres, todo el mundo habla de los toros y de las ganaderías. Forman se trenes de recreo entre la capital y provincias. El que se encuentra escaso de dinero economiza cuanto puede por obtener un buen sitio en la plaza el día solemne; los padres prometen á sus hijos aplicados que les llevarán á los toros, y los amantes se lo ofrecen también á sus novias.

Los diarios aseguran que la temporada será magnífica; los toreros contratados, á los cuales ya se ve andar por Madrid, son señalados con el dedo; corre el rumor de que los toros han llegado ya y todos desean verlos. Son de las ganaderías de Veraguas, del marqués de la Merced, de la excelente de la viuda de Villaseca, maravillosos y formidables.

Se abre el despacho de los abonos y á él acuden en tropel los dilettanti; los criados de las familias nobles, los revendedores y los que han recibido encargo de sus amigos ausentes para recogerles las localidades. El primer día el empresario recauda cincuenta mil francos; el segundo, treinta mil; en una semana, cien mil.

Frascuelo, el famoso matador, ha llegado ya, Cuco se halla también entre nosotros, viene por fin Calderón; ¡pero faltan tres días todavía!

Millares de personas se ocupan exclusivamente de las corridas; damas hay que suenan con la plaza, ministros que no tienen la cabeza para los negocios, viejos diletianti á quienes no se les cuece el pan, y obre ros en fin, que no fuman su cigarrito por el afán de tener algunos ochavos más el día del espectáculo.

Por fin, se llega á la víspera:, el sábado por la mañana empiezan á vender billetes en un cuarto bajo de la calle de Alcalá. El público espera largo rato antes que se abran las puertas del despacho; la gente se empuja, se aprieta, se pisa; veinte guardias de policía con el revólver en la cintura sudan agua y sangre por sostener el orden; hasta la noche no cosa el movimiento de ir y venir.

Y llega por fin el deseado día. El espectáculo empieza á las tres: desde el medio día el público se pone en marcha hacia la plaza.

El circo se encuentra en la extremidad del barrio de Salamanca, más allá del Prado, fuera de la puerta de Alcalá; todas las calles que á él conducen se ven invadidas por una multitud inmensa; los alrededores de la plaza parecen un hormiguero.

Allí están los batallones de soldados y voluntarios de la libertad con sus músicas á la cabeza; los expendedores de agua y naranjas llenan el aire con sus gritos: los revendedores de billetes corren de aquí para allá atraídos por mil voces. ¡Desdichado del que no tiene billete todavía! Pagará el doble, el triple; ¿pero qué importa? Se ha dado por un billete cincuenta, ¡hasta ochenta francos!

Se espera al rey y dicen que la reina también vendrá; van llegando los coches de la gente de elevada alcurnia; el duque de Frnán Núñez, el de Abrantes, el marqués de la Vega de Armijo, una muchedumbre de grandes de España, la nata y flor de la aristocracia, los ministros, los generales, los embajadores, cuanto bueno, rico y poderoso encierra la grandiosa villa.

Se entra á la plaza por muchas puertas; pero antes de entrar ya está uno aturdido.

Entré. El circo es inmenso. Visto por la parte exterior nada notable ofrece, es un edificio circular, bajo, sin ventanas y pintado de amarillo; pero una vez dentro se queda uno maravillado. Es un circo para todo un pueblo: puede contener diez mil espectadores y en él podría moverse un regimiento de caballería.

La pista ó arena es circular y de gran diámetro, pudiendo contener diez circos ecuestres de los nuestros: hállase rodeada de una barrera de madera que se eleva hasta la altura del cuello de un hombre; por la parte exterior la recorre una pequeña grada que se eleva poco del suelo, en la cual apoyan el pie los toreros para saltar por encima de la barrera cuando se ven perseguidos por el toro. Detrás de esta barrera hay otra más alta, porque el bicho salta la primera con mucha frecuencia: entre las dos queda un espacio de poco mas de un metro, por donde discurren los toreros antes de la lucha y donde se colocan durante la misma los empleados de la plaza, los carpinteros, dispuestos á reparar cualquiera avería que pueda hacer el toro, los vendedores de naranjas, los diletanti amigos del empresario y la gente de arraigo que puede á mansalva faltar al reglamento.

Detrás de esta segunda barrera se elevan las gradas de piedra; detrás de las gradas, los palcos, y en los palcos una galería ocupada por tres filas de sillas.

En los palcos pueden colocarse cómodamente dos ó tres familias. El del rey es una sala grandiosa. El del Ayuntamiento se halla contiguo al de la real familia, y desde allí el alcalde, ó el que le sustituya, preside la corrida. Tienen también su palco correspondiente el gobernador, los ministros, los embajadores. Cada familia noble tiene el suyo: los jóvenes buontonisti, como diría Giusti, tienen uno en común; y siguen después los palcos de alquiler, que cuestan un ojo de la cara. Todos los puestos de las gradas están numerados, y como cada concurrente tiene su billete, se verifica la entrada sin el menor desorden.

La plaza se halla dividida en dos: la parte donde da el sol y la que queda á la sombra; las localidades de ésta son más caras que las otras, de modo que al sol sólo va el pueblo bajo.

La pista tiene cuatro puertas equidistantes: la puerta por donde salen los toreros, la que da paso á los caballos, la que se abre para dar salida al toro y la reservada á los que anuncian el espectáculo, debajo del palco del rey. Sobre la puerta por donde sale el toro, se levanta una especie de terrado que se llama el toril ¡feliz el que puede hallar un sitio allí! Sobre este terrado, y en un pequeño palco, se colocan los que á una señal del presidente hacen sonar la trompeta y el tambor para anunciar la salida del toro. Frente al toril, en la parte opuesta del circo y sobre las gradas, se halla la banda municipal. Las gradas están divididas en varios compartimientos, cada uno de los cuales tiene su puerta de entrada.

Antes de empezar el espectáculo el público puede pasearse por la arena y recorrer todo el edificio. Van á ver los caballos, encerrados en una cuadra y destinados en su mayoría á morir; ven se también los toros, metidos en obscuros corrales, por los que pasan los bichos hasta salir á un corredor, desde el cual se lanzan á la arena; se visita la enfermería, á la cual son conducidos los toreros heridos. Antes había también una capilla, en la que se celebraba el sacrificio de la misa durante la lucha, y allí iban los toreros á rezar antes de afrontar el peligro. Se visita asimismo la puerta principal, donde se hallan expuestas las banderillas que han de ser clavadas en el cuello del loro y donde se ve una multitud de toreros viejos, cojo éste, sin brazo el otro, estropeado el de más allá; ó artistas jóvenes no admitidos todavía á los honores del circo de Madrid. Se compra un número del diario El Boletín de los toros, que ofrece maravillas para la función del día, se pide á cualquier empleado el programa del espectáculo, que es un papel impreso, dividido en columnas, donde se van anotando las picas, las estocadas, las heridas, los accidentes; se dan unas vueltas por los interminables corredores y las interminables escaleras entre una muchedumbre que va y viene, sale y entra gritando y alborotando de un modo tal, que no parece sino que el edificio tiembla, y por último se vuelve uno á su sitio.

El circo está lleno de bote en bote y ofrece un espectáculo que no puede imaginar quien no lo haya presenciado; es un mar inmenso de cabezas, de sombreros, de abanicos, de manos que se agitan en el aire: en los tendidos de sombra, ocupados por los señores, todo negro: en los de sol, donde se sienta el bajo pueblo, mil vivísimos colores de abigarrados vestidos, sombrillas, abanicos de papel; en fin, una inmensa mascarada. No queda sitio ni para un chiquillo; la muchedumbre, compacta como una falange, se contenta con mover los brazos porque salir de allí es imposible.

Y no es aquel el rumor, el estrépito de los teatros: es muy distinto. Es una agitación, una vida propia de circo únicamente. Todos gritan, se llaman, se saludan con una alegría frenética; los chiquillos y tas mujeres chillan y los hombres más graves bromean como muchachos. Los jóvenes, formando grupos de veinte ó treinta, gritando todos á compás y dando con los bastones en las gradas, anuncian al representante del municipio que ya es la hora. En los palcos hay un movimiento de espectadores digno del gallinero de un teatro de tarde; con la gritería de la muchedumbre se mezclan los gritos de los vendedores, que tiran naranjas por todos lados. Toca la banda, rugen los toros, se oye el rumor de la gente que se ha quedado fuera de la plaza, y antes de empezar la lucha se halla ya el público fatigado, ebrio, perdida la cabeza.

Mas de pronto se oye un grito:—¡El rey!

Y en efecto, el rey ha llegado: ha venido en un coche tirado por cuatro caballos blancos, montados por criados vestidos con el pintoresco traje andaluz. Se abren las vidrieras que cierran el palco real y entra el rey con su cortejo de ministros, generales y mayordomos. La reina no ha venido; se preveía, porque se sabe que este espectáculo le causa horror. Pero no podía faltar el rey: ha venido siempre y hay quien dice que está loco por los toros. Es ya la hora y empiezan. Me acordaré toda la vida del frío que entonces sentí correr por las venas.

Suena el clarín: cuatro guardias del circo, á caballo, con sombrero y plumas á lo Enrique IV, capa negra, jubón, bolas y espada, salen por la puerta de debajo del palco real y con paso lento dan la vuelta á la pista. La gente despeja, cada uno va á su puesto y la arena queda limpia y sin estorbos. Los cuatro caballeros se colocan dos á dos ante la puerta, cerrada todavía, que se halla frente al palco del rey. Diez mil espectadores tienen allí puestos sus ojos y el silencio es general: de allí ha de salir la cuadrilla, todos los toreros de gran gala, que han de presentarse al rey y al pueblo. Suena la música, se abre la puerta, resuena una nutrida salva de aplausos y avanza la cuadrilla. Van á la cabeza de ésta los tres espadas, Frascuelo, Lagartijo, Cayetano, los tres famosos vestidos, con el traje de Fígaro del Barbero de Sevilla, de seda de terciopelo amarillo, encarnado, azul, cubiertos de alamares, franjas, galones de oro y plata que casi cubren todo el vestido y envueltos en anchas capas amarillas ó encarnadas, medias blancas, faja de seda, una trenza en la nuca y un sombrero de pelo.

Vienen después los banderilleros y los capeadores, formando un grupo, y cubiertos también de oro y plata; detrás los picadores á caballo, dos á dos con la larga pica en la mano, con sombrero gris, bajo y de anchísimas alas, una recamada chaqueta y pantalones de amarilla piel de búfalo, forrados por dentro con planchas de hierro; inmediatamente después los chulos, ó servidores, vestidos con sus ropas de gala. Todos atraviesan la arena majestuosamente, dirigiéndose hacia el palco del rey.

No puede imaginarse nada mas pintoresco que aquel espectáculo. Hay allí todos los colores de un jardín, todos los esplendores de un cortejo real, toda la alegría de una banda de máscaras y toda la majestad de un ejército de guerreros. Entornando los ojos sólo se ve una nube de oro y plata.

Todos son hombres bellísimos: los picadores, altos y fornidos como atletas; los otros ligeros, esbeltos, de formas intachables, tez morena y ojos grandes y fieros; figuras de gladiadores antiguos, vestidos con el lujo de príncipes asiáticos.

Toda la cuadrilla se detiene delante del palco del rey, y saluda; el alcalde hace señal de que pueden empezar; desde el palco tira á la arena la llave del toril, donde los toros se hallan encerrados; un guardia del circo la recoje y la entrega al guardián que se coloca junto á la puerta, dispuesto á abrirla.

El grupo de toreros se deshace: los espadas saltan la barrera; los capeadores se distribuyen por la arena agitando sus capas amarillas y encarnadas; los picadores, unos se retiran esperando que les toque el turno, mientras que los otros, espoleando los caballos, se colocan á la izquierda del toril, á la distancia de unos veinte pasos los unos de los otros, dando la espalda á la barrera y lanza en ristre. Aquellos momentos son de agitación, de ansiedad indescriptible: todas las miradas se lijan en la puerta de la cual ha de salir el toro; todos los corazones palpitan; reina en la plaza un silencio profundo; sólo se oye el mugido del toro, que avanza de encierro en encierro, en la obscuridad de su vasta cárcel, gritando así: «¡Sangre!» «¡sangre!» Tiemblan los caballos; palidecen los picadores: transcurre un instante, suena el clarín, se abre la puerta: un toro enorme se lanza á la pista y un grito formidable, salido á la vez de diez mil pechos, le saluda. Empieza la carnicería.

¡Ah! no es necesario ser de pastaflora; en aquel momento se queda uno blanco como un cadáver.

Sólo recuerdo confusamente lo que sucedió en los primeros momentos, porque á decir verdad, ya no sabía dónde tenía la cabeza. El toro se abalanzó contra el primer picador, retrocedió después, volvió á hacer presa y arremetió contra el segundo; si hubo lucha no lo recuerdo: á los pocos instantes el toro se lanzó contra el tercero; después corrió hasta el centro de la plaza, paróse allí y miró. Yo también mire y me cubrí la cara con las manos. Toda la parte de la arena que el toro había recorrido se hallaba cubierta de sangre: el primer caballo yacía en tierra, abierto el vientre y las entrañas fuera; el segundo, con á pecho abierto por ancha herida de la cual manaba un chorro de sangre, iba tambaleándose de un lado para otro, el tercero, tendido en el suelo, hacía inauditos esfuerzos para levantarse; los chulos, presurosos, levantaban del suelo á los picadores, quitaban la silla y las bridas del caballo muerto, procuraban poner de pie al herido, y una gritería infernal salía de todos los ámbitos de la plaza. Así empieza generalmente el espectáculo.

Los picadores son los primeros que reciben el choque del toro; le esperan á pie firme y le clavan la lanza entre cabeza y cuello en el ufo mentó en que la fiera se baja para arremeter y clavar los cuernos al caballo. Es necesario advertir que la lanza sólo lleva una pequeña punta que no puede abrir una profunda herida, y los picadores deben tener una mirada segurísima, un brazo de hierro y un corazón sereno; y no siempre aciertan; es más, lo frecuente es que no acierten, y entonces el toro clava sus cuernos en el vientre del caballo, y el picador da con su cuerpo en tierra. Pero corren los capeadoras, y mientras el toro saca sus pitones de las entrañas de sus víctimas, agitan la capa ante sus ojos, le distraen y hacen que les persiga, dejando seguro al caído para que los chulos le socorran, poniéndole en la silla, si el caballo puede tenerse en pie todavía, ó llevándole á la enfermería, si es que se ha roto la cabeza.

El toro, parado en mitad de la pista, con sus cuernos ensangrentados, mira jadeante á su alrededor, como diciendo: «¿quedan más víctimas todavía?»

Un enjambre de capeadores corre á su encuentro y le rodea: le provocan, le enfadan, le hacen correr de un lado á otro, sacuden la capa ante sus ojos, se la pasan por sobre la cabeza, huyen en rápida carrera para volver á provocarlo, huyendo de nuevo en seguida, y á toro persigue á uno y á otro hasta llegar á la barrera, y allí da cornadas furiosas contra las tablas, escarba el suelo, da unos cuantos saltos, muge, vuelve de paso á clavar los cuernos en el vientre de los caballos muertos, se esfuerza en saltar la barrera y recorro la arena en todas direcciones. Durante este tiempo han entrado otros picadores para reemplazar á los que se han quedado sin caballo, colocándose á distancia unos de otros, á ambos lados de la música y del toril, esperando que el toro les embista. Los capeadores le llaman hacia ese lado; el toro, al ver el primer caballo, corre hacia él con la cabeza baja. Pero esta vez su ataque no tiene éxito; la lanza del picador le hiere en la espalda y le detiene, el toro se obstina, empuja, pero en vano: el picador se mantiene firme, el toro retrocede, el caballo se ha salvado, y resuena una tempestad de aplausos, saludando al salvador. El otro picador no fué tan afortunado: el toro le atacó, sin que tuviera tiempo de clavar la lanza; los formidables cuernos penetran en el vientre del caballo con la rapidez de una espada, se ensaña con la víctima y al poco rato se retira; los intestinos del pobre animal salieron y quedaron pendientes como un saco hasta tocar el sucio; el picador queda montado, huí lugar de desmontarse, el picador, viendo que la herida no era mortal, espoleó el caballo y fué á colocarse más lejos, esperando un segundo ataque. El caballo atravesó la pista con los intestinos colgando, pisándolos al andar y estorbando con ello su propia marcha. El toro le siguió algunos instantes y después se detuvo. En aquel momento sonó el clarín: era la señal de retirarse los picadores. Abrióse una puerta y desaparecieron al galope uno tras otro; quedaron en la arena dos caballos muertos y aquí y allá charcos de sangre que los chulos cubrían de arena.

Después de los picadores vienen los banderilleros. Para los profanos esta es la parte mas divertida del espectáculo, porque es la menos cruel. Las banderillas son dos hechas de cerca dos charlas de largo, adorna-has con papel de color y armadas de una punta de metal fabricada de tal modo, que una vez ha penetrad o en el cuerpo es imposible arrancarla; el toro, al agitarse sacudirla, hace que penetre más y más.

El banderillero coge dos flechas de esas, una en cada mano, se coloca á unos quince pasos delante del toro y lo provoca, levantando las manos y gritando. El toro se lanza contra el; el banderillero á su vez corre al encuentro de la fiera; ésta baja la cabeza para clavarle los cuernos en el vientre, y el torero aprovecha este movimiento para plantarle las banderillas en el cuello, una á cada lado, y se pone en salvo saltando apresuradamente de lado. Si se detiene, si le falta el pie, sin duda un solo instante, queda ensartado como un sapo. El toro muge, resuella, se enfurece y persigue á los banderilleros con espantosa furia; en un instante todos han saltado la barrera, la arena queda vacía. La bestia salvaje, con la boca llena de espuma, los ojos inyectados en sangre, destrozado el cuello, escarba la tierra con furor, se tira contra la barrera, pide venganza, quiere matar, necesita carne. Nadie se atreve á desafiarla; los espectadores gritan;

—¡Adelante! ¡Valor! ¡Otro banderillero!

Y este se adelanta y clava sus flechas; después un tercero, y de nuevo el primero. Aquel día le clavaron ocho. La infortunada bestia, cuando sintió la dolo-rosa impresión de las dos últimas, dió un mugido prolongado, espantoso, terrible, y lanzándose á la persecución de uno de sus enemigos le acosó hasta la barrera, la saltó y cayó con el en el corredor antes citado. Los diez mil espectadores se levantaron á la vez, exclamando: «¡Está herido!» Pero el banderillero había salido de la suerte sin un rasguño. El toro corrió adelante y atrás entre las dos barreras, recibiendo una lluvia de palos y puñetazos, hasta que dió con una puerta abierta; salió á la arena y la puerta se cerró tras él.

Entonces banderilleros y capeadores volvieron á rodearlo; uno de ellos, pasando por detrás, tiróle con violencia de la cola y desapareció como el rayo; otro, corriendo, le enredaba capa en los cuernos; un tercero es tan audaz, que le coge con la mano la ensangrentada divisa; un cuarto, el más temerario de todos, planta una lanza en el suelo en la misma línea que ha de seguir el toro, corre y da un salto por encima de la fiera, cae al otro lado y tira la lanza entre las piernas del animal estupefacto. Y hacen todo esto con una rapidez de prestidigitador y una gracia de danzante, como si jugaran con una oveja. Durante este tiempo la muchedumbre hace retemblar el circo con carcajadas, aplausos, gritos de alegría, admiración y terror.

El clarín suena de nuevo; los banderilleros han terminado su suerte. Tócale el turno al espada. Este es el momento solemne, el desenlace del drama. El público se calla, las damas sacan la cabeza del palco y el rey se levanta.

El célebre Frascuelo, teniendo en la mano la espada y la muleta, que es un pedazo de trapo colorado sostenido por un pequeño palo, pisa la arena, se adelanta hasta el palco real, se quita la montera y ofrece al rey en frases poéticas, el toro que va á matar; tira luego su montera al aire como diciendo. «¡Venceré ó moriré en la lucha!» Y con su brillante cortejo de capeadores, avanza resueltamente Inicia el toro. Entonces es cuando empieza una verdadera lucha cuerpo á cuerpo, digna de un canto de Homero. De un lado la bestia con sus terribles cuernos, su fuerza prodigiosa, su sed de sangre, fuera de sí por el dolor, ciega de cólera, horrible, espantosa; de otra un joven de veinte años, vestido como un bailarín, á pie firme, sin otra defensa más que una ligera espada. ¡Más de diez mil miradas están fijas en él! El rey le prepara un regalo. ¡Su querida está allí, en un palco, y le mira ansiosa! ¡Mil damas tiemblan por su vida!

El toro se para y le mira: él á su vez mira al toro y agita ante sus ojos el trapo colorado. El toro baja la cabeza para arremeter, el espada se Jadea, los formidables cuernos rozan su chaqueta, levanta la muleta y el bicho hiere en el vacío. Una tempestad de aplausos resuena en tendidos, gradas y palcos. Las damas miran con sus gemelos y exclaman: «¡Ni siquiera está pálido!»

Se restablece el silencio: no se oye ni una palabra, ni un murmullo. El audaz torero juega con la muleta ante el furioso animal; se la pasa por sobre la cabeza, alrededor del cuello, por entre los cuernos; hace que el toro adelante, retroceda, salte; se hace embestir diez veces y otras tantas escapa de la muerte por un ligero movimiento; deja caer la muleta y la recoge á la vista del animal; se ríe en sus propias barbas, le insulta, le provoca, juega con él. Mas de repente se para, se pone en guardia, levanta la espada y calcula un golpe: el toro le mira; permanecen quietos un instante y se lanzan uno contra otro al mismo tiempo. Uno de los dos ha de morir. Diez mil miradas corren con la rapidez del rayo de la punta de la espada á las puntas de los cuernos; diez mil corazones se agitan con ansiedad y terror; los rostros todos están inmóviles; no se ove ni respirar; la inmensa muchedumbre parece petrificada...¡Usté es el instante terrible! El toro arremete y el torero hiere. Un solo grito agudo, seguido de inmensos aplausos, se oye de todas partes; la espada ha penetrado hasta la empuñadura en el cuello del toro; la fiera tambalea, y echando por la boca un río de sangre, cae de repente al suelo.

El tumulto es entonces indescriptible: la multitud parece frenética. Todos se levantan, gesticulan y dan voces furiosas; las damas agitan sus pañuelos, aplauden y saludan al torero con su abanico; suena la música; el espada vencedor se acerca á la barrera y da la vuelta á la plaza. A su paso, de las gradas, palcos y tendidos, los espectadores, locos de entusiasmo, le tiran á puñados los cigarros y arrojan á la arena carteras, bastones, sombreros, todo cuanto les viene á mano. Pocos instantes después, el afortunado torero tiene el brazo lleno de regalos y pide auxilio á los capeadores. Devuelve los sombreros á los admiradores, da las gracias, responde como puede á los saludos, á los elogios, á los nombres gloriosos que le tributan de todas partes y llega por fin ante el palco del rey. Este saca del bolsillo una petaca llena de billetes de banco y se la tira, el torero la coge en el aire y el público prorrumpe en entusiastas aplausos.

Durante este tiempo la música ejecuta la marcha fúnebre del toro; se abre una puerta y salen por ella al galope cuatro soberbias midas con herniosos penachos, borlas y cintas amarillas y encarnadas, guiadas por unos cuantos chulos. Son las mulas de arrastre que se llevan uno á uno los caballos muertos, y por último, el toro, para dejarlo en una pequeña plaza vecina, donde le espera una horda de pilletes que mojan los dedos en su sangre, siendo después desollado, despedazado y vendido.

La pista queda libre, suena el clarín y retumba el tambor. Un segundo loro sale de su encierro, ataca á los picadores, revienta caballos, ofrece su cuello á los banderilleros y muere á manos del espada; y así un tercero, y un cuarto, hasta seis.

¡Cuántas emociones, temblores y sobresaltos durante el espectáculo! ¡Cuántas veces palidece uno de repente! Pero vos, extranjero, vos sois el único que allí tembláis: el muchacho que junto á vos se encuentra ríe de carcajadas; la joven sentada fronte á vos está loca de alegría; la dama del palco vecino dice que nunca se ha divertido tanto...

Necesario es ir á la plaza para aprender el idioma. ¡Oh, qué gritos y que exclamaciones! Mil distintas voces saludan la aparición del toro: «¡Hermosa cabeza!...¡Qué preciosos ojos!...¡Este sí que hará correr sangre!... Anda que vales un tesoro! Y le dedican palabras de amor. Si ha muerto un caballo: ¡Bueno! le dicen. ¡Ved lo que le ha sacado del vientre! Un picador yerra el golpe, pone la pica donde no debía ó le falta valor para recibir el empuje: ¡infeliz! más le valiera no haber nacido, porque aquello es un diluvio de injurias que ha de escuchar impasible. «¡Gandul!...¡Embustero!...¡Anda á la cuadra!...¡Asesino, hazte matar!...» Y todos se levantan para señalarle con el dedo y amenazarle con los puños cerrados. Pero no para aquí la cosa, pues no falla quien pase á vías de hecho arrojándole á la cara cáscaras de naranja y puntas de cigarro.

Cuando el espada mata el toro de primer intento, escucha palabras de enamorado delirio: «¡Ven aquí, ángel mío! ¡Dios te bendiga, Frascuelo!» y otras por el mismo estilo. Y le tiran besos, y le llaman, y le tienden los brazos como para abrazarle. ¡Qué profusión de epítetos, de palabras galantes, de proverbios! ¡Cuánto fuego y cuánta vida.

Pero sólo he narrado la muerte de un toro, y la verdad es que durante la corrida suceden mil distintos accidentes-Aquel mismo día, un toro metió los cuernos en el vientre de un caballo, levantó en alto cabalgadura y ginete, los paseó en triunfo por la plaza y los arrojó por último al suelo como un saco de patatas. Otro toro hirió á cuatro caballos en pocos instantes; un tercero se revolvió con tanta furia contra caballo y picador, que éste al caer dió con la cabeza contra la barrera, perdiendo el sentido. Lo llevaron á la enfermería. Pero no por esto, ni por una herida grave, ni por la muerte de un torero, se interrumpe la corrida. El programa lo dice y no se falta á él por nada del mundo: si uno muere queda otro para reemplazarle.

El toro no ataca siempre: hay algunos cobardes ó recelosos, que llegan hasta el picador, se detienen y huyen después de un rato de indecisión; otros, de carácter tierno y bondadoso, no responden á las provocaciones, dejan que el picador llegue hasta ellos para plantarles la pica en el cuello y retroceden moviendo la cabeza como diciendo: «¡Sí á mí no me gustan esos juegos!» Y al huir, se vuelven de pronto para mirar con aire de sorpresa el grupo de capeadores que le persiguen, y no parece sino que exclama: «Pero ¿qué demonios quieren ustedes de mí? ¿Les he hecho acaso algún daño? Entonces, ¿por qué no me dejan en paz?

Mas el público, que no se ablanda tan fácilmente, se desata en imprecaciones contra la sensible bestia, contra el empresario y contra los toreros. Y algún dilettanti del toril da la voz de: ¡Banderillas de fuego! y los espectadores de sol responden á la consigna, y luego los de sombra, y las damas de los palcos, y toda la plaza en peso, y ya" no se oye más voz que: «¡Fuego! ¡Fuego!» Aquel grito va dirigido al alcalde, que es quien manda y dispone. Banderillas de fuego sirven para enfurecer al toro; son banderillas con un cohete que estalla cuando la punta del dardo penetra en las carnes del toro y quema la herida, causando un dolor atroz que enardece e irrita al animal, haciendo que de cobarde se vuelva temerario y de tranquilo furioso.

Como he dicho ya, es necesario el permiso del alcalde para clavar las banderillas de fuego; si el alcalde niega el permiso, todos los espectadores se levantan y entonces la plaza ofrece un golpe de vista curioso. Vense diez mil pañuelos que se agitan, como las banderolas de diez regimientos de lanceros, y desde los palcos hasta la arena se forma una línea blanca que ondula, Y resuenan con mayor fuerza que antes las voces de «Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!» Entonces cede el alcalde; pero si se obstina, desaparecen los pañuelos y se levantan los puños y los bastones, desatándose el público en injurias. ¡No sea usted necio! ¡No se burle usted del mundo! ¡Banderillas al alcalde! ¡Fuego al alcalde!

La agonía del toro es horrible, porque á veces el torero no sabe ó no puede precisar el golpe y la espada penetra hasta la empuñadura, pero desviándose del camino que debía seguir para llegar al corazón. Y entonces el toro corre por la plaza con la espada metida en el cuerpo, regando el suelo con su sangre, lanzando espantosos mugidos, saltando y dando mil vueltas atribuladas por verse libre de aquel martirio. En aquella carrera impetuosa la espada se desprende de la herida alguna vez; pero en otras penetra más en ella causando la muerte de la fiera.

Muy á menudo el espada ha de dar una segunda estocada, á veces una tercera, y por acaso una cuarta. El toro pierde un torrente de sangre, manchando las capas de los capeadores; y de sangre se llena el espada y se baña la barrera, y la sangre corre por todos lados, y los espectadores, indignados, cubren de injurias al torero. Alguna vez el toro, gravemente herido, cae al suelo, pero no muere y allí se queda inmóvil, erguida la amenazadora cabeza, como si dijera; «¡Venid, asesinos, si os atrevéis!» La lucha ha terminado entonces: un hombre misterioso salta á á barrera, se acerca con paso furtivo, se coloca detrás del toro, y aprovechando el momento oportuno, le clava un puñal en la cabeza que le penetra hasta el cerebro y el animal muere El golpe no siempre es acertado; el hombre misterioso debe repetirlo dos, tres, hasta cuatro veces; pero si tal sucede, la indignación del público estalla como una tempestad y le llaman ladrón, gandul, asesino, y le desean la muerte, y si lo tuvieran entre manos lo estrangularían como á un perro.

A veces el toro, herido de muerte, vacila un instante antes de morir, y vacilando se aleja á paso lento del lugar donde ha sido herido; para ir á morir en otro sitio apartado: los toreros le siguen paso tras paso copio un cortejo fúnebre, á cierta distancia. El público sigue con la mirada todos aquellos movimientos, cuenta sus pasos y mide el progreso de la agonía. Un profundo silencio acompaña sus últimos momentos y su muerte tiene algo de solemne y misteriosa. Hay toros indomables que no doblan la cabeza hasta el momento de dar el último suspiro; toros que echando por la boca torrentes de sangre, amenazan todavía; toros que, heridos por diez estocadas, y casi sin sangre en las venas, levantan aún el cuello con soberbio movimiento y hacen retroceder á sus perseguidores hasta el centro de la plaza; toros que tienen una agonía más espantosa que su primer furor, que se ensañan con los caballos muertos, sacan astillas de la barrera, pisotean con ira las capas esparcidas por la arena, saltan al callejón y dan vueltas á la plaza con la cabeza enhiesta, desafiando con la mirada á los espectadores, cayendo por último para levantarse de nuevo y morir rugiendo.

La agonía de los caballos, menos larga, es más dolorosa. Algunos salen de la brega con una pierna rota; á otros el toro les atraviesa el cuello de parte á parte; otros heridos en el pecho, mueren instantáneamente sin perder una gota de sangre; otros, ciegos de espanto, echan á correr en línea recta, van á dar de cabeza contra la barrera y caen muertos; otros se agitan por largo espacio en un lago de sangre antes de morir; otros, heridos, desangrándose, perdiendo las entrañas, destrozados, galopan aún con desesperada furia, se lanzan contra el toro, caen, se levantan y luchan todavía, hasta que los sacan del circo desgarrados, pero vivos: y entonces les meten los intestinos dentro, les cosen la herida y sirve la pobre bestia para otra vez. Otros, cobardes, cuando ven que el loro se dirige á ellos, tiemblan de pies á cabeza, retroceden, se impacientan, relinchan, resistiéndose á la muerte: ¡y éstos son los que más lástima inspiran! A veces un solo toro mata cinco; á veces también en una sola corrida mueren más de veinte, y los picadores se cubren de sangre, el circo queda sembrado de entrañas humeantes, y los toros se fatigan de tanto matar.

También los toreros tienen sus momentos fatales. Los picadores, á veces, en lugar de caer bajo el caballo, caen entre el caballo y el toro, y este entonces se precipita sobre ellos para matarlos; el público lanza un grito; pero un capeador arriesgado cubre con la capa los ojos de la bestia feroz y con riesgo de su propia vida salva la de su compañero. Con frecuencia en vez de arremeter contra la muleta, más avisado el toro, arremete contra el espada, le busca, le embiste, le persigue, le obliga á tirar el arma y ponerse en salvo, sallando la barrera, pálido y tembloroso. Alguna vez le empuja con la cabeza y le tira al suelo; el espada desaparece entonces entre una nube de polvo y la muchedumbre exclama: «¡Lo ha matado!» Pero el toro pasa; ¡el espada se ha salvado! A veces el bicho llega de improviso hasta él, lo levanta con la cabeza y lo tira á un lado. Y no es raro que el loro no deje que el hombre pueda precisar la estocada; el matador nunca lo encuentra de frente, y como, según el reglamento, sólo puede herir en tal dirección y de tal manera, el torero se fatiga por mucho tiempo inútilmente, y al fatigarse se expone y corre cien veces el peligro de hacerse matar. Durante este tiempo el público alborota, silba, le insulta, hasta que el pobre hombre, desesperado, resuelve matar ó morir, y dirige la estocada como puede. Entonces, ó sale con bien, y es levantado hasta las nubes, ó le falta el golpe y se ve vilipendiado, escarnecido y ha de sufrir que le tiren cáscaras de naranja, así sea el más intrépido, el más hábil, el más célebre torero de España.

También en el público se suceden mil pequeños incidentes durante el espectáculo. De tiempo en tiempo ocurre una riña entre dos espectadores. Como la gente se halla allí muy apretada, los vecinos reciben algún palo; estos á su vez levantan el bastón y descargan garrotazo de ciego; el círculo de los golpes se extiende y pronto la riña se hace general en todo un tendido.

En pocos momentos los sombreros vuelan por el aire, las corbatas se rompen, manan sangre las narices y una confusa gritería ensordece el espacio. Toda la gente se levanta, los guardias se mueven y los toreros de actores se convierten en espectadores.

Algunas veces es un grupo de jóvenes alegres que se vuelven todos á la vez, gritando: «¡Ya esta ahí!...»—¿Quién?—Nadie; pero todos los vecinos se levantan, los que están más lejos se suben á los bancos, las damas se asoman á los palcos, y en un abrir y cerrar de ojos toda la plaza se halla en movimiento. Entonces los bromistas se ríen sonoramente; sus vecinos, por no pasar plaza de engañados, les hacen eco, se ríe en los palcos, en los tendidos, en las gradas, y diez mil personas rien.

Otras es un extranjero que ve por vez primera una corrida de toros y se desmaya. La noticia corre de boca en boca con indecible celeridad; todo el mundo busca, todo el mundo grita y se produce una confusión de todos los diablos. O bien un gracioso saluda á un amigo, sentado al otro lado del circo, con una bocina; lo que hace el efecto de un trueno. La inmensa muchedumbre de la plaza experimenta en pocos instantes mil sentimientos contrarios: pasa, sin transición alguna, del terror al entusiasmo, del entusiasmo á la compasión, de la compasión á la cólera, de la cólera á la broma, al enojo, á una alegría desenfrenada.

En resumen; es inexplicable la impresión que este espectáculo deja en el alma. Es una mezcla, una confusión de sentimientos de la cual es imposible sacar nada en claro. Hay momentos en que, dominado por el terror, uno quisiera salir de la plaza, jurando no volver á ella en los días de la vida; pero hay momentos también en que, reanimado, maravillado, ebrio, uno quisiera que el espectáculo no terminara nunca. A lo mejor os parece que os vais á desmayar; pero de repente, lo mismo vos que vuestros vecinos, os echáis á reir y prorrumpís en gritos y aplausos. La sangre no circula por vuestras venas, pero os exalta el maravilloso valor del hombre; el peligro os oprime el corazón, pero la victoria os causa inmensa alegría; poco á poco esa fiebre que agita á la muchedumbre se apodera de vosotros, hasta el extremo de que os desconocéis, porque sois otro, porque vosotros mismos sentís accesos de cólera, de ferocidad, de entusiasmo; y os sentís fuerte y audaz, y la lucha enardece vuestra sangre y el brillo de la espada os causa temblor. Y después osos millares de caras, ese ruído, osa música, esa sangre, esos profundos silencios, esos tumultos súbitos; el espacio, la luz, los colores, ese no sé qué grandioso, fuerte, cruel, magnífico, os enardece, os aturde, os transforma

Es hermoso ver salir á la gente: diez torrentes se precipitan por las diez puertas y llenan en algunos minutos el barrio de Salamanca, el Prado, el paseo de Recoletos, la calle de Alcalá. Millares de coches esperan en los alrededores del circo; por espacio de una hora, por cualquier lado que uno se vuelva, no ve más que un hormiguero. Todo el mundo camina en silencio, porque todos están impresionados; no se oye más que el ruído de las pisadas, como si la gente desapareciera furtivamente; una especie de tristeza ha venido á reemplazar la pasada alegría. De mí sé deciros que la primera vez que salí de aquel circo, apenas tenía fuerzas para caminar; la cabeza me daba vueltas como unas devanaderas, me zumbaban los oídos y por todas partes veía cuernos, ojos inyectados en sangro, cabal!os muertos, espadas relucientes. Seguí el camino más corto para llegar á casa y tina vez en ella me eché en la cama, quedándome profundamente dormido. Al día siguiente, la dueña de la casa vino presurosa á preguntarme:

—¿Qué tal? ¿Qué le parecieron á usted los toros? ¿Se divirtió usted mucho? ¿Volverá usted á la plaza?

—No sé,—le contesté;—me parece que he soñado; más tarde le hablare á usted de eso, porque necesito pensarlo.

Llegó el sábado, víspera de la segunda corrida

—¿Irá usted?—me preguntó la patrona.

—No,—le respondí, pensando en otra cosa.

Salí de casa y tomé la calle de Alcalá. Sin pensarlo me encontré ante el despacho de billetes. Había allí mucha gente.

—¿Iré?...¿Sí?...¿No?...

—¿Quiere usted una entrada?—me preguntó un muchacho.—Un asiento de sombra, tendido número seis, barrera, quince reales.

Y le contesté:

—¡Dámela!

Mas para comprender el carácter de semejante espectáculo, es necesario conocer su historia. No se sabe á punto fijo cuándo tuvo lugar el primer combate de toros. Cuenta la tradición que fué el Cid Campeador el primero que descendió á la arena con la lanza y desde su caballo mató la terrible bestia.

Después los jóvenes de la nobleza se entregaron con ardor á este ejercicio; en todas las fiestas solemnes había corridas de toros, y sólo la nobleza podía tomar parte en aquellas luchas. Los mismos reyes bajaron al circo.

Durante la Edad medía fué el espectáculo favorito de la corte y el ejercicio predilecto de los guerreros, no sólo en España, sí que también entre los árabes; unos y otros rivalizaban en la arena como en el campo de batalla.

Isabel la Católica quiso prohibir las corridas de toros, porque una que había visto le causó inmenso horror; pero los numerosos y elevados partidarios de ese espectáculo le hicieron abandonar el proyecto.

Después del reinado de Isabel, las corridas tomaron mucho incremento. El mismo Carlos y mató con su propia mano un toro en la plaza de Valladolid; Fernando Pizarro, el célebre conquistador de Perú, era un arrogante torero; el rey don Sebastián de Portugal conquistó muchos laureles en la pista; Felipe III hizo embellecer la plaza de Madrid; Felipe IV luchó en ella; Carlos II fué gran protector de la tauromaquia; bajo el reinado de Felipe y se construyeron muchos circos por orden del gobierno. Pero el honor de torear ha correspondido siempre á la nobleza; sólo se toreaba á caballo, y con hermosísimos caballos, sin que se derramara mas sangre que la del toro.

Hacía la mitad del último siglo fué cuando el espectáculo del torco se extendió al pueblo, apareciendo los toreros propiamente dichos, artistas de profesión que combatían á pie y á caballo.

Desde entonces el espectáculo se hizo nacional y el pueblo acudió á él con entusiasmo.

El rey Carlos III lo prohibió; pero su prohibición no hizo más que cambiar el entusiasmo popular, como dice un cronista español, en una afición epidémica.

El rey Fernando VII, apasionado por los toros, instituyó una escuela de tauromaquia en Sevilla; Isabel fué más entusiasta que Fernando II, y Amadeo primero, según se dice, no lo fué menos que Isabel.

Al presente el toreo se halla en España más floreciente que nunca, hay más de cien propietarios que crían toros para los espectáculos; Madrid, Sevilla, Barcelona, Valencia, Jerez, Puerto de Santa María tienen circos de primer orden. Existen más de cincuenta circos pequeños capaces para contener de tres á nueve mil espectadores. En los pueblos donde no hay circo, se verifica la corrida en la plaza pública.

En Madrid se celebran todos los domingos; en los demás puntos con tanta frecuencia como pueden, y en todas partes atraen un inmenso concurso de gente de los pueblos vecinos, villas, campos, montañas, islas y hasta del extranjero.

No todos los españoles, á decir verdad, se vuelven locos por este espectáculo: muchos no asisten jamás á ellos: y otros muchos, no sólo lo desaprueban y condenan, sino que quisieran verlo desterrado de España. Algún periodista lanza de vez en cuando un grito de protesta; algún diputado, al día siguiente de la muerte de un torero, habla de interpelar al gobierno; pero todos son enemigos débiles y tímidos al contrario, se escriben apologías de las corridas de toros, se construyen nuevos circos, se renuevan los antiguos y se hace burla de los extranjeros que declaman contra la barbarie española.

Las corridas de toros no se celebran sólo en verano; pero fuera de esta estación el espectáculo no es el mismo. Durante el invierno en la plaza de Madrid hay función todos los domingos: no son los fogosos toros del verano, ni los grandes artistas que toda España admira: son toros pequeños, de poco coraje, y toreros inexpertos. Siempre, con todo, es un espectáculo, y aunque á él no acudan ni el rey ni la alta sociedad, no por ello queda la plaza vacía. Se vierte poca sangre sólo se matan dos toros y termina el espectáculo con fuegos artificiales; es una diversión, como dicen con desprecio los taurófilos apasionados, propia de criadas y chiquillos. Pero esos espectáculos de invierno ofrecen un episodio sumamente divertido. Cuando los toreros han despachado á los toros de muerte, la pista queda á disposición de los dilettanti de todas partes salta gente á la arena y en un minuto se encuentran en ella un centenar de toreros, estudiantes y pilletes, los cuales, éste con una capa, aquél con un tapabocas y el de más allá con un trapo cualquiera, se colocan á derecha e izquierda del toril. La puerta se abre, un toro con los cuernos embolados se lanza á la pista y entonces comienza un tumulto indescriptible. La muchedumbre rodea al toro, le persigue, le tira de acá y de allá, le capea con mantas y tapabocas, le provoca y atormenta de mil maneras, hasta que no pudiendo más el pobre animal, se le retira de á á arena, saliendo otro en su lugar.

Increíble parece la audacia con que los pille tes se lanzan sobre el toro, le tiran de la cola y le saltan encima, y la maestría inexplicable con que evitan los golpes de la bestia. Alguna vez el toro, volviéndose de improviso, coge á alguno, lo derriba, lo arroja en alto, levantándolo con los cuernos; á veces también, de una sola arremetida, besan el santo suelo media docena de aficionados, y entonces hombres y bicho desaparecen envueltos en una nube de polvo, y el espectador cree por un instante que alguno ha sido muerto. ¡Pero, no hay peligro! Los valientes capeadores se levantan con los huesos molidos y la cara cubierta de polvo, se sacuden y vuelven al ejercicio.

No es este el más bonito episodio de los espectáculos de invierno. Algunas veces, en lugar de toreros, son toreras las que luchan con el toro; mujeres vestidas como bailarinas callejeras; figuras ante las cuales no los ángeles, sino el mismo Lucifer


Haría de sus alas
una visera.


Las picadoras van montadas en asnos; la espada (la que yo ví era una vieja de sesenta años, llamada la Martina), la espada á pie, con el arma y la muleta, lo mismo que el más intrépido matador del sexo feo; y toda la cuadrilla, acompañada de un cortejo de chulos con grandes pelucas y sendas gibas. ¡Por cuarenta pesetas esas desdichadas arriesgan la vida! Un toro, cierto día que asistí á ese espectáculo, rompió un brazo á una banderillera y destrozó la ropa de otra, si bien la dejó en mitad del circo con lo necesario para no quedar al descubierto lo que necesariamente debe estar siempre tapado.

Después de las mujeres, las bestias feroces. En distintas épocas se ha hecho luchar el toro con leones y tigres; una de esas luchas tuyo lugar en Madrid no hace muchos años, Notable fué la que el conde-duque de Olivares hizo verificar, si mal no recuerdo, para celebrar los días de don Baltasar Carlos de Austria, príncipe de Asturias. El toro luchó con un león, un tigre y un leopardo y los venció á todos.

En combates recientes, el tigre y el león llevaron también la peor parte: uno y otro se arrojaron impetuosamente sobre el toro; pero antes de llegar á él para hacer presa, fueron traspasados por los terribles cuernos del bicho, cayendo en tierra bañados en un mar de sangre.

Sólo un elefante, un elefante enorme que vive toda—vía en los jardines del Retiro, alcanzó la victoria. Le atacó el toro, pero el elefante no hizo más que aplicarle á á trompa sobre á espinazo y apretar un poco: la presión fué tal, que á infortunado combatiente quedó aplastado.

Fácil es imaginar, por consiguiente, cuánta destreza necesita el hombre y cuánto valor y fuerza de espíritu imperturbable, para desafiar con una espada á un animal que mata al león, ataca al elefante y que desgarra, rompe, destruye y ensangrienta cuanto toca. ¡Y hay hombres que le desafían todos los días!

No se crea que los toreros sean artistas que se puedan confundir con los saltimbanquis y por los cuales el pueblo no sienta otra cosa que admiración. El torero es respetado fuera de la plaza; goza á á protección de los jóvenes de la aristocracia; va al teatro en palco, frecuenta los cafés más elegantes y le saludan atentamente por las calles las personas de calidad.

Los espadas ilustres, como Frascuelo, Lagartijo y Cayetano, ganan la bicoca de algunas decenas de miles de francos al año, tienen casa propia y hoteles, visten con lujo, gastan un dineral en sus trajes, cubiertos de oro y plata, viajan como príncipes y fuman cigarros de la Habana.

Su traje, fuera de la plaza, es sumamente curioso: un sombrero de terciopelo negro, una ajustada chaqueta desabrochada que no les llega hasta el pantalón; un chaleco abierto hasta la cintura que deja ver una camisa blanca y sumamente fina: la corbata con un nudo; una faja de seda encarnada y azul; unos pantalones apretados como mallas de bailarín; unos zapato de piel marroquí, con bordados; una pequeña trenza ó cola que les cae sobre la espalda; y botones de oro, cadenas, diamantes, sortijas, una tienda de bisutería sobre su persona.

Muchos tienen caballo de montar, algunos coche, y cuando no matan, se pasean siempre por el Prado, la Puerta del Sol por los jardines de Recoletos, con su mujer ó su querida espléndidamente vestidas

Sus nombres, sus fisonomías, sus aventuras los conoce el pueblo mejor que los nombres y las aventuras de los ministros del Estado.

Toreros en las comedias, toreros en los cuadros, toreros en los escaparates de los vendedores de estampas; estatuas que representan toreros, abanicos con retratos de toreros, pañuelos con efigies de toreros uno les ve, les entrevé y los vuelve á ver por todas partes.

El oficio de torero es el más lucrativo y honroso á que puede aspirar un hijo del pueblo. Muchos lo siguen, con efecto, pero pocos sobresalen; en su mayor parte sólo llegan á medianos capeadores; pocos logran ser banderilleros hábiles, y mucho menos todavía picadores de fama.

Sólo por raro privilegio de la naturaleza y de la suerte se llega á ser un buen espada: es necesario venir al mundo con este destino. Se nace espada como se nace poeta.

Son pocos los que han sido muertos por el toro, tan pocos, que se pueden contar con los dedos; pero en cambio son numerosos los estropeados, los mutilados, los que han quedado inútiles para torear. Y se les ve por la villa, apoyados en bastones ó muletas, este sin un brazo, aquél sin una pierna.

El famoso Tato, que fué el primero de los toreros contemporáneos, perdió una pierna; durante los pocos meses que permanecí en España, un banderillero fué casi muerto en Sevilla, un picador herido gravemente en Madrid. Lagartijo mal parado, y tres capeadores aficionados, muertos en un pueblo. Apenas habrá un torero que no haya regado la arena con su sangre.

Antes de salir de Madrid, quise hablar con el célebre Frascuelo, el príncipe de los espacias, el ídolo del pueblo madrileño, la gloria del arte. Un genovés, capitán de buque, que le conocía, se encargó de la presentación; lijamos día y nos encontramos en el café Imperial de la Puerta del Sol. Me río ahora al recordar la emoción que experimenté cuando ví al diestro aparecer á lo lejos y dirigirse hacia nosotros. Iba vestido con mucho lujo, cargado de dijes y resplandeciente como un general en día de gala. Atravesó el café, mil cabezas se volvieron, mil miradas se fijaron en él, en mí, en mi compañero; me sentí palidecer.

—El señor Salvador Sánchez (Frascuelo es su apodo). Y después, presentándome á Frascuelo;

—El señor de tal, vuestro admirador.

El ilustre matador se inclinó, saludóle yo, nos sen tamos y empezamos á hablar.

¡Qué hombre más singular! Al oirle nadie le creería capaz de traspasar una mosca con un alfiler. Es un joven de veinticinco años, de estatura regular, delgado, moreno, guapo de mirada penetrante y sonrisa de, hombre distraído. Preguntéle mil cosas referentes á su arte y á su vida; me contestaba con monosílabos y era necesario arrancarle una á una las palabras de la boca, á fuerza de preguntas.

Respondía á los elogios mirando modestamente la punta de sus pies.

Preguntéle si había sido herido alguna vez. Tocóse una rodilla, una pierna, el pecho y la espalda, y díjome;

—Aquí, y luego aquí, y más tarde aquí, y no hace mucho aquí,—y se sonreía con la sencillez de un niño.

Me escribió la dirección de su casa; rogándome que fuera á verle, me ofreció un cigarro y se marchó.

Tres días después, en la corrida, me hallaba sentado junto á la barrera; pasó por delante de mí recogiendo los cigarros que le habían tirado los espectadores. Yo le tire un cigarro de Milán, de esos que tienen una paja dentro; tomólo, lo miró, sonriéndose y buscó quién se lo había tirado. Yo le hice una seña, me vió y exclamó: ¡Ah! ¡El italiano! Me parece que lo estoy viendo: llevaba un traje gris cubierto de oro y tenia una mano manchada de sangre...

¡Vaya, en resumen, un juicio final sobre las corridas de toros!—exclamarán mis lectores.

—¿Son una cosa bárbara, indigna de un pueblo civilizado? ¿Es un espectáculo que endurece el corazón?—¡Decidlo sin arribajes!—¿Sin ambajes?—Yo no quiero, contestando negativamente, atraer sobre mi cabeza un diluvio de invectivas; ni quiero tampoco, al responder afirmativamente, poner en manos de nadie el látigo con que haya de ser fustigado; pero debo confesar que fuí á los toros todos los domingos. He narrado y descrito: el lector, por tanto, conoce el espectáculo como yo: que él sea juez, y déjeme á mi tranquilo.


Ví en Madrid la famosa ceremonia fúnebre que se celebra todos los años el día 2 de Mayo, en honor de los españoles que murieron combatiendo y de los que fueron pasados por las armas por los soldados franceses, hace sesenta y cinco años en esa espantosa jornada que llenó de horror á Europa, y que hizo estallar la guerra de la Independencia.

Al amanecer, el cañón hace salvas, y en todas las parroquias de Madrid y ante un altar levantado junto al monumento fúnebre, se rezan misas por el alma de los que murieron por la patria. La ceremonia consiste en una procesión solemne que por lo regular sale del palacio Real: la comitiva oye un sermón en la iglesia de San Isidro, donde reposan, desde 1840, los restos de las víctimas, y se dirige después al monumento para oir misa.

En las calles que ha de seguir la procesión, se hallan formados en parada batallones de voluntarios, regimientos de infantería, escuadrones de coraceros, guardias civiles de á pie, artilleros y cadetes. Por todas partes resuenan cometas, tambores y músicas militares; vese á lo lejos, por entre la muchedumbre, un continuo vaivén de sombreros de generales, plumas de ayudantes, banderas, espadas; vense los coches del Senado y del Congreso, grandes como carros de triunfo, dorados hasta las ruedas, adornados de terciopelos y sedas, sobrecargados de franjas y borlas, y tirados por soberbios caballos con penachos. Las ventanas de todas las casas están adornadas con tapicerías y flores; todo el pueblo de Madrid se halla en movimiento.

Ví pasar la procesión por la calle de Alcalá. Iban primero los cazadores de la milicia ciudadana, á caballo; después los alumnos de todos los colegios, de todos los asilos, de todos los hospicios, de Madrid, dos á dos; había millares de ellos; después los inválidos del ejército, unos con muletas, otros con la cabeza vendada, otros sostenidos por sus compañeros y otros decrépitos, casi llevados en andas: soldados; generales con uniformes de antaño, cubierto el pecho de condecoraciones y cintas, largas espadas y sombreros con plumas; después una muchedumbre de oficiales de todos los cuerpos, relucientes de oro y plata y vestidos de mil colores; detrás los altos funcionarios del Senado, los diputados, provinciales, los diputados del Congreso; los Senadores; los heraldos del municipio y de las Cámaras con anchas togas de terciopelo y broches de plata; todos los empleados del municipio, todos los alcaldes de Madrid, vestidos de negro; con sus medallas; por último el rey, en traje de general, á pie, acompañado del primer alcalde, del capitán general del distrito, de generales, ministros, diputados, oficia-les de órdenes, ayudantes, todos con la cabeza descubierta.

Cerraban la marcha cien guardias á caballo, deslumbradores como guerreros de la Edad Media; la guardia real á píe, con un gran sombrero de piel, al estilo de la guardia imperial, casaca con faldones de golondrina, pantalón blanco, dos largos tahalís cruzados sobre el pecho y polainas negras hasta las rodillas, espada, cordones, franjas, broches y borlas; más voluntarios después, soldados de infantería y artillería, y pueblo.

Todos marchan lentamente; repican las campanas, suenan las músicas, el pueblo esta silencioso; y esta reunión de niños, de pobres, de curas, de prelados, de magistrados, de veteranos inválidos, de grandes de España, ofrece un aspecto noble y magnífico que inspira á un mismo tiempo ternura y respeto.

La procesión desemboca en el Prado y se dirige al monumento. Un gentío inmenso invade paseos, campos, jardines. Las señoras están de pie en los coches, sobre los asientos y en los bancos de piedra; con sus hijos en brazos; muchos curiosos se suben á los árboles y á las azoteas. A cada paso banderas, inscripciones fúnebres, listas de las víctimas del Dos de Mayo, poesías fijadas en los troncos de los árboles, estampas representando episodios sangrientos, guirnaldas, crucifijos: mesas con bandejas para recibir limosnas, cirios encendidos, retratos, estatuas, juguetes de niños figurando el fúnebre monumento; por todas partes recuerdos de 1808, emblemas, señales de luto, de fiesta, de guerra. Casi todos los hombres van vestidos de negro, las mujeres elegantísimas, arrastrando los vestidos y con la clásica mantilla. Numerosos forasteros acuden de todos los pueblos en traje de fiesta; y en medio de todo esto se escuchan los atronadores gritos de los vendedores de agua, de los guardias y de los oficiales.

El monumento del Dos de Mayo, que se levanta en el mismo sitio donde mayor número de españoles fueron fusilados, por más que no tenga un valor artístico igual á su reputación, es, (sirviéndome de una expresión vulgar), impotente, muy sencillo, y, según opinión de muchos, pesado y sin gracia; pero en él se fijan los ojos y el pensamiento, hasta sin saber lo que representa; á primera vista se comprende que en aquel sitio debió haber ocurrido algo terrible.

Sobre una base octógona de granito, con cuatro gradas, se eleva un grandioso sarcófago cuadrado, adornado de inscripciones, blasones y un bajo relieve que representa á los dos oficiales españoles muertos el día 2 de Mayo defendiendo el parque de artillería. Sobre el sarcófago se alza un pedestal de orden dórico que sostiene cuatro estatuas simbolizando el Patriotismo, el Valor, la Constancia y la Virtud. Entre las estatuas se levanta un alto obelisco, con esta inscripción en letras de oro: Dos de Mayo.

En torno del monumento hay un jardín circular, cortado cu ocho alas que convergen en el centro; en cada ala crecen muchos cipreses. El jardín está cerrado por una verja de hierro, rodeada de gradas de mármol. Aquel bosque de apreses, aquel jardín cerrado y solitario en mitad del paseo más alegre de Madrid, es como una imagen de la muerte en medio de las locuras de la vida. No se puede pasar por aquel sitio sin mirarlo, y no se puede mirar sin reflexionar. De noche, cuando la luna lo ilumina con sus reflejos, semeja una aparición fantástica, y á su alrededor se respira una tristeza solemne.

Llega el rey, se reza la misa, los regimientos desfilan, la ceremonia ha terminado. De este modo se celebra desde 1814 el aniversario del Dos de Mayo, con una dignidad, un amor, una veneración, que honra 110 sólo al pueblo español, sino también al corazón humano. Es la verdadera fiesta nacional de España. el sólo día del año en que se olvidan los rencores políticos y todos los corazones se unen en un sentimiento común. Y en este sentimiento no hay, como se puede creer, mezcla alguna de odio hacia Francia. España ha hecho responsables dé la guerra y de las matanzas á Napoleón y á Murat; los franceses son acogidos con cariño, como todos los demás extranjeros. Sólo se habla de las infaustas jornadas de Mayo para honrar á los muertos y á la patria; todo en esta ceremonia es noble y grande, y ante aquel monumento sagrado, España, solo tiene palabras de paz y de perdón.


Hay otra cosa en Madrid digna de verse; las riñas de gallos.

Leí un día el siguiente anuncio en La Correspondencia:

En la función que se celebrará mañana en el circo de gallos de Recoletos, habrá entre otras dos peleas, en las que figurarán gallos de los conocidos aficionados don Francisco Calderón y don José Diez, por lo que se espera será muy animada la diversión.

El espectáculo empezaba á las doce, allá me fuí. Llamóme la atención la gracia y la originalidad del teatro.

Diríase que es un kiosco con jardín, pero caben en él cómodamente más de mil personas. La forma del edificio es exactamente cilíndrica. En el centro se eleva un estrado circular, alto de poco más de tres cuartas; cubierto con un paño verde, y rodeado de una balaustrada de la altura de un balcón: es el campo de batalla de los gallos. Entre los barrotes de la balaustrada se extiende una ligera red de alambre para que no puedan salir los luchadores. Alrededor de esta especie de jaula, cuyo suelo es ancho como una mesa grande de comer, hay un círculo de divanes y detrás del primero otro un poco más alto; las dos filas tapizadas de un paño encarnado. En muchos asientos de delante se ve escrito con grandes caracteres: Presidente, Secretario y otros títulos de los personajes que componen el tribunal del espectáculo. Después de los divanes se elevan bancos dispuestos en gradas hasta las paredes, en las cuales se abre una galería sostenida por diez ligeras columnas. Recibe la luz del techo.

El vivo encarnado de los divanes, las flores pintadas en los muros, las columnas, la luz, el aspecto, en una palabra, del local, tiene un no sé qué de nuevo y pintoresco, que agrada y alegra. Al primer momento más parece que allí se deba oir una bonita música que presenciar una lucha de animales.

Cuando entré había ya en el circo más de cien personas.

—¿Qué género de gente es ésta?—me pregunté.

Y realmente, el público del circo de gallos no se parece al de ningún teatro: es una mezcla sui generis, que sólo se ve en Madrid. Allí no hay mujeres, ni chiquillos, ni soldados, ni obreros, porque es día laborable y la hora intempestiva. Por lo mismo se nota una variedad de aspectos; de trajes y de actitudes más marcada que en otra cualquiera reunión popular.

Las gentes que allá van, son gentes que nada tienen que hacer en todo el día; cómicos de cabello largo y mugriento sombrero; toreros (Calderón, el famoso picador estaba allí); estudiantes, en cuyas caras se notan las huellas de una noche pasada alrededor del tapete verde; negociantes de gallos, jóvenes elegantes, viejos messieurs aficionados, vestidos de ne -gro, con guantes negros y una gran corbata, listos están siempre junto á la jaula. Más lejos, rari nantes, algún inglés, algún tonto de esos que se ven por todas partes, los empleados del circo, una mujer equívoca y un guardia civil. Excepto los extranjeros y el guardia, los demás, messieurs, toreros, cómicos, se conocen todos y hablan entre sí de las cualidades de los gallos que figuran en el programa, de los que salieron el día antes, de los accidentes de la lucha, de las patas, de las plumas, de los espolones, de las alas, de los picos, de las heridas, acabando con la rica terminología de su arte, y citando reglas, ejemplos, gallos de riñas anteriores, luchas, victorias y derrotas famosas.

La función empieza á la hora señalada. En hombre se presenta en el circo con un papel en la mano y comienza á leer; todo el mundo se calla. Da lectura de una serie de nombres que indican el peso de los gallos que van á luchar, porque es de saber que los gallos no pueden pesar más de lo que señala el código del arte. Las conversaciones se reanudan para cesar de repente al poco rato. Otro hombre se adelanta cargado con dos cajas; abre una puerta de la balaustrada, sube al estrado y pone las cajas en los platos de una balanza que pende del techo. Dos testigos aseguran que las cajas tienen igual peso; todo el mundo se sienta; el presidente se va á su sitio, el secretario grita: ¡silencio! el pesador y otro empleado toman cada uno una caja, y llevándolas á las dos aberturas opuestas de la barrera, las abren á un mismo tiempo. Salen los gallos, se cierran las puertas y los espectadores guardan por algunos instantes un profundo silencio.

Eran dos gallos andaluces de raza inglesa, sirviéndome de la extraña definición que me dió un espectador; altos, flacos, tiesos como dos husos, con un largo cuello completamente desplumados de las partes posteriores del pecho para arriba; sin cresta, la cabeza pequeña y con un par de ojos que revelaban su espirita guerrero, Los espectadores los estudian atentamente sin decir una palabra.

Los aficionados, en estos cortos instantes, juzgan por el color, la forma y los movimientos de los dos animales, cuál es el probable vencedor; después se cruzan las apuestas. Es, como se comprende fácilmente, un juicio muy incierto; pero precisamente esta misma incertidumbre da vida al juego. De repente una explosión de gritos interrumpe el silencio.

—¡Un duro por el derecho!—¡Un duro por el izquierdo!—¡Tres duros por el negro!—¡Cuatro duros por el pardo!—¡Una onza por el chico!—¡Va!—¡Va por el negro!—¡Va por el pardo!

Todos gritan, agitan las manos, se señalan unos á otros con los bastones y las apuestas se cruzan en todos sentidos; en pocos momentos se han cruzado mas de mil pesetas.

Los dos gallos, al principio, no se miran. Uno se vuelve de un lado, otro de otro, cantan y alargan el cuello hacia los espectadores como preguntándoles:—«¿Qué queréis?» Poco á poco, como si no se hubiesen visto, se van mutuamente acercando; diríase que cada uno quiere coger al otro de sorpresa. De repente, con la rapidez del rayo, dan un salto abriendo las alas, se encuentran en el aire y caen esparciendo en torno una nube de plumas. Después del primer choque se quedan plantados el uno enfrente del otro, casi tocándose los picos, como si quisieran arrojarse veneno por los ojos. Luego se lanzan de nuevo uno contra otro con gran violencia, y desde aquel momento se suceden los asaltos sin interrupción. Se hieren con las patas, con los espolones, con el pico, se oprimen con las alas, de modo tal que parecen un solo gallo con dos cabezas; se suben el uno sobre el vientre del otro, se tiran contra las barras de la balaustrada, se persiguen, caen, voltean; poco á poco los golpes son más frecuentes, las plumas de la cabeza vuelan á lo lejos los cuellos se enrojecen y corre la sangre. Se pican en la cabeza, alrededor de los ojos, en los ojos mismos, y se desuellan con la ira de dos furiosos que temen verse separados. Diríase que saben que uno de los dos ha de morir. No sueltan un grito, ni un gemido; no se oye más que el ruído de las alas al agitarse, plumas que se rompen, picos que se clavan en el hueso. Y ni un instante de tregua; es una rabia que no cesará hasta la muerte.

Los espectadores siguen con mirada atenta todos sus movimientos, cuentan las plumas arrancadas, las heridas y el murmullo de las voces aumentan siempre y las apuestas también.—¡Cinco duros por el chico!—¡Ocho duros por el pardo!—¡Veinte duros por el negro!— ¡Va!—¡Va!

Pero llega el momento en que uno de los dos gallos hace un movimiento que revela la inferioridad de sus fuerzas y empieza á dar señales de fatiga. Aunque resiste todavía, sus picotazos son menos frecuentes, sus espolonazos más raros, sus saltos menos elevados; di ríase que va comprendiendo que se halla en peligro de muerte. Ya no lucha por matar, sino por no ser muerto; retrocede, huye, cae, se levanta, vuelve á caer y vacila cual si le faltara la cabeza. Entonces el espectáculo empieza á ser horrible. Ante el enemigo que cede, el vencedor se vuelve feroz; sus picotazos son más fuertes, llenos de rabia, implacables, dirigidos á los ojos de la víctima, con la regularidad de la aguja de una máquina de coser; su cuello se alza y se baja como si lo moviera un resorte; su pico busca la carne y se recrea arrancándola á pedazos y destrozándola; después profundiza en la herida y se afana y lucha, cual si buscara fibras rotas; luego pica con pertinaz insistencia en la cabeza, como si quisiera abrir el cráneo y sacar los sesos. No hay palabras que puedan expresar el horror de esos picotazos continuos, infatigables, inexorables. El vencido se afana, se escapa, corre de aquí para allá en su cárcel y el otro detrás de él y sobre él, inseparable como su sombra, la cabeza inclinada sobre la del fugitivo, lo mismo que un confesor, siempre picando, ensañándose y destrozando. Hay algo del asesino, del verdugo en aquella insistencia; tiene el aire de hablar al oído de su víctima, y diríase que acompaña cada golpe de un insulto. «¡Toma! ¡sufre! ¡muere!—¡Todavía no! ¡Toma ese golpe! ¡y ese! ¡y otro más!» Un poco de esa rabia sanguinaria se insinúa en vuestras venas; esa cobarde crueldad os inspira deseos de venganza; quisierais ahogarle entre vuestras manos, aplastarle la cabeza con los pies. El gallo vencido, lleno de sangre, sin plumas, vacilante, intenta de vez en cuando algún ataque, de algún picotazo, huye, y se esconde entre los barrotes de la balaustrada, buscando un asilo.

Los jugadores se enardecen y gritan cada vez más fuerte. Ya no pueden apostar sobre la lucha, pero apuestan sobre la agonía.

—¡Cinco duros á que no tira tres reces!-¡Tres duros á que no tira cinco!—¡Va!—¡Va!

En aquel momento oí unas palabras que me hicieron temblar. «¡Es ciego!»

Me acerqué á la barrera, miré al vencido y volví en seguida la cabeza con horror. No tenía piel, ni ojos; su cuello no era más que un hueso sangriento; su cabeza no era más que un cráneo; sus alas reducidas á tres ó cuatro plumas, semejaban dos andrajos; parecía imposible que pudiera aún vivir y caminar, pues no tenía forma de gallo. Y esa ruina, ese monstruo, ese esqueleto manando sangre se defendía aún, se batía en las tinieblas, sacudía sus alas destrozadas, alargaba su cuello hecho girones, agitaba su cráneo al azar, aquí y allá, como los perros recién nacidos. Estaba sangriento y horrible; entorné los ojos para verlo confusamente. Y el verdugo seguía picoteando las llagas, ahondando en las vacías órbitas de los ojos, picando el desnudo cráneo. Aquello no era una lucha; le roía y se hubiera dicho que le quería despedazar sin matarlo. Alguna vez, cuando la víctima quedaba inmóvil, se bajaba para contemplarla con la atención de un anatomista; á veces se hacia un paso atrás y la miraba con la indiferencia de un sepulturero; pero luego volvía, ávido como un vampiro, á picotear, herir, destrozar, con más fuerza y vigor que la primera vez. Por último el moribundo, parándose de repente, deja caer la cabeza sobre el suelo, cual si le rindiera el sueño, y el verdugo, mirándole atentamente, también se para.

Entonces redóblanse los gritos; ya no puede apostarse sobre las convulsiones de la agonía, pero se apuesta sobre los síntomas de la muerte: ¡Cinco duros á que no le canta más la cabeza!—¡Dos duros á que la levanta.—¡Tres duros á que la levanta dos veces!—¡Va!—¡Va!

El gallo moribundo levanta lentamente la cabeza; el verdugo descarga rápidamente sobre él una tempestad de picotazos: los gritos se repiten de nuevo. La víctima hizo todavía un ligero movimiento: nuevos picotazos. Echó sangre por el pico, vaciló y cayó por último. El vencedor, como un cobarde, se echó á cantar. Salió un empleado y se llevó al vencedor y al vencido.

Todos los espectadores se levantaron y empezó entonces una acalorada conversación. Los afortunados» radiantes de alegría: los que salen perdiendo blasfeman: unos y otros discuten sobre el mérito de los gallos y los incidentes de la lucha: «¡Buena pelea! ¡Buenos gallos!¡Gallos malos!—¡No valen nada!No lo entiende usted!—¡Cállese usted—¡Buenos!¡Malos!»

¡Sentarse, caballeros—gritó el presidente. Todos se sentaron y empezó otra lucha.

Eché una mirada al campo de batalla y salí del circo, Tal vez no seré creído: este espectáculo me causó más horror que la primera corrida de toros. No tenía idea de una ferocidad tan cruel; nunca hubiera creído, antes de verlo, que un animal, después de haber reducido á otro á la impotencia, pudiese torturarle, martirizarle, destrozarlo de aquel modo, con el encarnizamiento de la hiena y la voluptuosidad de la venganza. Yo no creía que el furor de un animal pudiese llegar al extremo de presentar el carácter de la maldad humana más acentuada. Todavía, hoy, después del largo espacio del tiempo transcurrido, cada vez cine me acuerdo de semejante espectáculo; vuelvo la cabeza involuntariamente como huyendo de la horrible vista del gallo moribundo; y nunca pongo la mano en una balaustrada sin que baje la vista con la idea de ver al suelo sembrado de plumas y ensangrentado. Si vais á España, seguid mi consejo; State contente, umane genti ai tori

El convento del Escorial

Antes de partir para Andalucía, visité el famoso Monasterio del Escorial, el Léviathan de la arquitectura, la octava maravilla del mundo, la masa más grandiosa de granito que hay sobre la tierra, y si queréis epítetos más expresivos, imaginadlos, que no encontraréis ninguno que no se le haya aplicado.

Salí de Madrid por la mañana. El pueblo del Escorial, que da nombre al convento, se halla á ocho leguas de la villa, á poca distancia del Guadarrama. El camino atraviesa un campo árido y despoblado, cuyo horizonte lo forman montañas cubiertas de nieve.

Cuando llegué á la estación del Escorial caía una lluvia finísima y fría, que me calaba hasta los huesos. De la estación al pueblo hay como una media milla de subida; tomé asiento en un ómnibus y á los pocos momentos me dejó en una calle solitaria, limitada á la izquierda por el convento y á la derecha por las casas del pueblo y cerrada al fondo por montañas.

De momento, uno no comprende nada; espera ver un edificio y se halla con un pueblo. No sabe si se encuentra ya en el convento ó si está todavía lucra; por ningún lado se ve otra cosa más que paredes. Se avanza y se encuentra una plaza; se mira alrededor y se ven calles; no habéis entrado todavía y ya os rodea el convento; habéis perdido la brújula y no sabéis de qué lado volveros.

El primer sentimiento que experimentáis es de tristeza: todo el edificio es de piedra color de tierra y todas las juntas de las piedras marcadas con un surco blanco; los techos se hallan cubiertos de plomo. Diñase que es un edificio de tierra. Las paredes desnudas, muy altas y con muchas ventanas que semejan troneras. Más parece cárcel que convento. Por todas partes el mismo color sombrío; ni un alma viviente; un silencio de fortaleza abandonada. Más allá de los tochos negros, la negra montaña que parece suspendida sobre el edificio y le da un aire de misteriosa soledad. El sitio, las formas, los colores, parecen escogidos por el fundador, con el deseo de ofrecer á los ojos un espectáculo triste y solemne.

Antes de entrar habéis perdido la alegría: ya no son reís; meditáis. Os detenéis á la puerta del Escorial con cierto temblor, como á la entrada de una ciudad muerta. Os parece que el terror de la Inquisición reina todavía en aquel rincón del mundo, dentro de aquellas paredes, y que allí veréis su último trance y escucharéis su último eco

Todo el mundo sabe que la basílica y el monasterio del Escorial fueron fundados por Felipe II, después de la batalla de S. Quintín, en cumplimiento del voto que hizo á San Lorenzo durante el sitio; cuando los sitiadores se vieron obligados á disparar cañonazos contra una iglesia consagrada á este santo.

Don Juan Bautista de Toledo empezó la obra y Herrera la terminó; los trabajos duraron veinteún años.

Felipe II quiso que el edificio tuviese la forma de unas parrillas en memoria del martirio de San Lorenzo, y tal es, en efecto, su forma. La base es un paralelogramo rectangular. En los cuatro ángulos se elevan cuatro torres cuadradas, con los techos puntiagudos, que representan los cuatro pies de las parrillas; la iglesia y el palacio Real, que se alejan por un lado, representan el mango; los edificios interiores que ponen en comunicación las partes laterales del edificio, figuran las barras transversales. Otros edificios más pequeños se elevan fuera del paralelógramo, á poca distancia del convento, sobre uno de los lados mayores y sobre otro de los menores, formando dos grandes plazas; á los otros dos lados hay jardines. Fachadas, puertas, vestíbulos, todo se halla en harmonía con la grandiosidad y carácter del edificio, y es inútil amontonar descripción sobre descripción.

El palacio Real es espléndido, y por no confundir impresiones distintas, es necesario verlo antes de entrar en el convento y en la iglesia. El palacio ocupa el ángulo nordeste del edificio. Algunas salas se hallan llenas de cuadros, otras de tapices desde el pavimento al techo, con pinturas que representan corridas de toros, danzas populares, juegos, fiestas, costumbres españolas, dibujados por Goya. Otras se hallan regiamente adornadas y amuebladas; el pavimento, las puertas, las ventanas están cubiertos de preciosos mosaicos y dorados resplandecientes. Pero entre todas las salas sobresale la de Felipe II. Es una celda desnuda y sombría, cuya alcoba comunica con el oratorio real de la iglesia, de tal manera que desde el lecho, abriendo las-puertas, se puede ver al sacerdote que celebra la misa.

Felipe II dormía en esta cámara, en la cual pasó su última enfermedad y murió. Allí ¡e ven todavía algunas sillas de su uso, dos bancos pequeños, sobre los cuales apoyaba la pierna atormentada por la gota, y un escritorio. Las paredes son blancas, el cielo-raso unido y sin adornos y el pavimento de piedra.

Cuando se ha visto el palacio, se sale del edificio, se atraviesa la plaza y se vuelve á entrar por la puerta principal. En guardia se os acerca, atravesáis un grandioso vestíbulo y os encontráis en el patio de los reyes. Allí podéis tormaros una idea aproximada de la inmensa estructura del edificio. El patio se encuentra completamente cerrado por paredes, en el lado opuesto á la puerta, se halla la fachada de la iglesia. En lo alto de una espaciosa escalera se elevan seis enormes columnas; cada una de ellas sostiene un pedestal, y cada pedestal una estatua. Son las seis estatuas colosales de Bautista Monegro, representando á Josafat, Ezequías, David, Salomón, Josías y Manasés. El patio está empedrado; es sumamente húmedo y crece en él una espesa yerba. Las paredes parecen cortadas á pico; todo es allí rígido, macizo, pesado, ofreciendo el aspecto fantástico de un edificio arrancado por los titanes de alguna montaña de piedra y capaz de desafiar los temblores de tierra y el rayo. Allí se empieza á comprender el Escorial.

Subís aquella escalera y penetráis en la iglesia.

El interior es triste y sombrío; cuatro enormes pilares de granito gris sostienen las bóvedas, pintadas al fresco por Luca Giordano; á los lados del grandioso altar, esculpido y dorado á la española, y debajo de los dos oratorios reales se ven diez grupos de estatuas de bronce, arrodilladas, con las manos juntas y de cara al altar; á la derecha Carlos V., la emperatriz Isabel y muchos príncipes; á la izquierda Felipe II y sus mujeres. Encima de la puerta de la iglesia, á treinta pasos del suelo y en el fondo de la grandiosa nave, se eleva el coro (de los frailes) con dos líneas circulares de sillas, de orden corintio sumamente sencillas. En un ángulo, junto á una puerta secreta, la silla de Felipe II. El rey recibía por esta puerta las cartas y mensajes importantes, sin que lo vieran los monjes que cantaban en el coro.

Esta iglesia, que parece pequeña para aquel inmenso edificio, es, no obstante, una de las más vastas de España. Y aunque en apariencia pobre en adornos, encierra inmensos tesoros en mármoles, oro, reliquias, cuadros, que la obscuridad oculta en gran parte, y en los cuales el viajero no para mientes, gracias á la tristeza del edificio.

Entre las mil obras de arte que se ven en las capillas, en las salas contiguas á la iglesia, en las escaleras que suben á las tribunas, hay, en un corredor situado detrás del coro un admirable crucifijo de mármol blanco, de Benvenuto Cellini, con esta inscripción:

«Benvenutus Zelinus, civis florentinus facebat 1562.»

En otros sitios se ven cuadros, de gran valor artístico, debidos al pincel de Navarrete y Herrera. Pero la tristeza apaga todo sentimiento de admiración. El color de la piedra, la escasa y dudosa luz, el profundo silencio que os rodea, hacen que vuestro pensamiento se dirija á lo inesperado, buscando los sitios misteriosos y ocultos en aquellas sombrías soledades; todo placer y admiración se hacen imposibles. El aspecto de aquella iglesia despierta en el ánimo una inquietud inexplicable, Adivinaríais, si no á o supierais ya que fuera de aquellas paredes no hay más que granito, obscuridad y silencio; sin ver el gigantesco edificio, lo presentís, y una voz misteriosa os advierte que os halláis en medio de un pueblo inhabitado. Quisierais apresurar el paso para acabar pronto, para libraros de aquel misterio, para buscar la luz, el ruído, la vida, si luz, ruído y vida existen en el mundo todavía.

De la iglesia se pasa á la sacristía, atravesando muchas cámaras frías y desnudas. Es una gran sala abovedada, uno de cuyos lados se halla completamente oculto tras los armarios de madera esculpida, de un trabajo variado y exquisito, en los cuales se guardan los ornamentos sagrados. En la pared opuesta se ven cuadros de Ribera, Giordano, Zurbarán, Tintoretto y otros autores españoles; en el fondo, el famoso aliar de la Santa Forma, con el célebre cuadro del pobre Claudio Coello, que murió de pena cuando Luca Giordano fué llamado al Escorial. El efecto de este cuadro está muy por encima de toda ponderación. Representa, con figuras de tamaño natural, la procesión que llevó la Santa Forma á aquel mismo sitio. La sacristía y el altar se hallan presentados en el lienzo; el prior está arrodillado sobre el pavimento, con la hostia sagrada entre los dedos; á su alrededor los diáconos; á un lado Carlos II, de rodillas también; más lejos monjes, clérigos, seminaristas y otros fieles. Las animadas figuras parece que hablan; la perspectiva es real y la luz bien distribuida, de tal manera que al penetrar en la sacristía tomaríais el cuadro por un espejo que refleja alguna ceremonia religiosa que se celebra en aquel momento en alguna sala vecina. Después desaparece la ilusión de las figuras, pero queda la del fondo del cuadro, y es necesario aproximarse á él hasta tocarlo para convencerse de que uno tiene delante una tela pintada y no otra sacristía. Durante las grandes fiestas se quila el cuadro, lo cual deja ver en medio de una capilla un magnífico tabernáculo que guarda la hostia sagrada. Hállase enriquecido con diez mil rubíes, diamantes, amatistas y granates, dispuestos en forma de rayos que deslumbran.

De la sacristía bajamos al panteón. Un guardia me precedía con una antorcha encendida, descendimos por una larga escalera de granito y llegamos á una puerta subterránea gue no daba paso al menor rayo de luz. Sobre esta puerta se lee en letras de bronce dorado:


«¡DIOS ES GRANDE Y TODOPODEROSO!

LUGAR CONSAGRADO POR LA PIEDAD DE LA DINASTÍA AUSTRIACA, Á LOS DESPOJOS MORTALES DE LOS REYES CATÓLICOS. QUE ESPERAN EL DESEADO DÍA DEBAJO DEL GRAN ALTAR CONSAGRADO AL REDENTOR DEL GENERO HUMANO. CARLOS V ¡EL MAS ILUSTRE DE LOS CÉSARES, DESEÓ ESTE LUGAR DE REPOSO PARA SÍ Y PARA SU LINAJE, FELIPE II, EL MÁS PRUDENTE DE LOS REYES, MANDO QUE SE ERIGIESE EL PANTEÓN; FELIPE III, MONARCA SINCERAMENTE PIADOSO, HIZO EMPEZAR LOS TRABAJOS; FELIPE IV, GRANDE POR SU CLEMENCIA, SU CONSTANCIA Y SU DEVOCIÓN, LO AUMENTÓ, EMBELLECIÓ Y TERMINÓ EN EL AÑO DEL SEÑOR DE 1654»


El guarda entró. Yo le seguí y me encontré entre sepulcros, o mejor dicho, en un sepulcro, obscuro y frío como la gruta de una montaña. Es una reducida sala octógona, toda de mármol, con un pequeño altar en el fondo, frente á la puerta de entrada; en lo demás de la sala, desde el suelo hasta la bóveda, nichos dispuestos los unos sobre los otros, que se distinguen por sus adornos de bronce y sus bajo-relieves. A la bóveda corresponde al gran altar de la iglesia. A la derecha del altar se hallan sepultados Carlos V, Felipe II, Felipe III, Felipe IV, Luís I, los tres Carlos, Fernando VII; á la derecha las emperatrices y reinas. El guarda acercó la antorcha á la tumba de doña María Luisa de Saboya, mujer de Carlos III, y me dijo con aire de misterio; «¡Leed!»—El mármol está rayado en distintas direcciones; con un poco de atención pude descifrar cinco letras que forman el nombre de Luisa, escrito por la misma reina con la puma de sus tijeras.

De repente el guarda apagó la antorcha y nos hallamos en las tinieblas. La sangre se me heló en las venas,—«¡Alumbrad!»—le grité. El guarda soltó una carcajada lúgubre y prolongada, que me hizo el efecto del gemido de un moribundo, y me dijo:—«¡Mirad!» Miré, con efecto: un débil rayo de luz descendía de una abertura junto á la bóveda, á lo largo de la pared, iluminando algunas tumbas de reinas, haciéndolas visibles á duras penas; parecía un rayo de luna, y los bajos-relieves y los bronces de las tumbas brillaban á esa extraña claridad como sí estuviesen mojados. En aquel momento sentí por primera vez el hedor de aquella atmósfera sepulcral y me estremecí. Con la imaginación penetré en aquellas tumbas y ví aquellos carcomidos cadáveres; busqué un refugio bajo aquella bóveda y me encontré solo; salí mentalmente de la iglesia y me perdí en el laverinto del convento, volví á contemplarme entre aquellas tumbas y sentí que realmente me hallaba en el corazón de aquel edificio monstruoso, en la parle más profunda, en el departamento más glacial, en el santuario más formidable. Parecíame que me hallaba prisionero, sepultado bajo aquella montaña de granito; que todo daba vueltas á mi alrededor, cerrándome la salida. Y pensé en el cielo, en el campo, en el aire libre, camo en un mundo lejano, con un inefable sentimiento de tristeza.

—¡Señor!—me dijo solemnemente el guarda, antes de salir y señalándome la tumba de Carlos V;—el emperador se halla allí, tal como estaba cuando lo sepultaron, con los ojos abiertos todavía; parece que vive y habla, Es un milagro de Dios que tiene su razón de ser. ¡Quien viva lo verá!—Y diciendo estas últimas palabras, bajó la voz, como si creyese que el emperador podía oírle, y haciendo la seña! de la cruz, me precedió en la escalera

Después de la iglesia y la sacristía, visité el museo de pinturas, que contiene muchos cuadros de artistas de todos los países, no de los mejores, pues los lienzos de más valor artístico fueron trasladados al museo de Madrid, pero dignos, con todo, de una visita de casi un día. Del museo de pinturas se va á la biblioteca pasando por la ancha escalera principal, sobre la cual se levanta una bóveda inmensa, pintada al fresco por Luca Giordano. Forman la biblioteca una grandiosa sala adornada con pinturas alegóricas,—conteniendo más de cincuenta mil volúmenes, todos de mucho valor, de los cuales cuatro mil fueron cedidos por Felipe II,—y otra sala que guarda una rica colección de manuscritos.

De la biblioteca pasé al convento.

Aquí se pierde la imaginación humana. Si alguno de mis lectores conoce El Estudiante de Salamanca, de Espronceda, que recuerde á este infatigable mancebo, cuando siguiendo á la dama misteriosa que encontró al pie de un altar, corrió de calle en calle, de plaza en plaza, de senda en senda, y volviendo y revolviendo, llegó por fin á un extremo donde no conocía ya las calles de Salamanca, cual sí se hallara en una ciudad desconocida; volvió á doblar esquinas, á recorrer calles á atravesar plazas; y á medida que avanzaba, le parecía que la ciudad se engrandecía, que las calles se alargaban y que se multiplicaban las sendas; y siguió adelante y anduvo sin reposo, sin saber si dormía ó sí se hallaba despierto, si estaba borracho ó loco, y el terror empezó á penetrar en su corazón de hierro y los más raros fantasmas se aparecieron á su exaltada imaginación. Pues lo mismo le pasa al extranjero que visita el convento del Escorial.

Enfiláis un largo corredor subterráneo, tan estrecho que tocáis las paredes con los codos, tan bajo que con la cabeza llegáis á la bóveda, y tan húmedo como una bóveda submarina; llegáis á lo último y os encontráis con otro corredor. Adelantáis, encontráis puertas y miráis; otros corredores se alejan hasta perderse de vista. En el fondo de algunos percibís una débil claridad y en el fondo de otros una puerta abierta que deja ver una serie de cuartos. De vez en cuando oís ruído de pasos; os paráis y el ruído cesa; después lo oís de nuevo; no sabéis si ha resonado sobre vuestra cabeza, á la derecha, á la izquierda, delante ó detrás de vosotros. Miráis por una puerta y retrocedéis con espanto; en el fondo del corredor donde habéis mirado habéis visto un hombre inmóvil como un fantasma que os miraba también. Seguís adelante, llegáis á un patio estrecho, lleno de yerba, sonoro, iluminado por una luz pálida que parece venir de un sol desconocido, como los patios de los hechiceros de que os hablaban en vuestra niñez. Salís del patio, subís una escalera, llegáis á una galería y miráis abajo; hay allí otro patio silencioso y desierto. Tomáis otro corredor, bajáis por otra escalera y os encontráis con otro patio, después más corredores, y más escaleras, y largas series de salas vacías, de patios estrechos; y por todos lados granito, yerba, una luz pálida y el silencio de la muerte. Por algún rato os parece que sabréis volver sobre vuestros pasos, pero después vuestra memoria se turba y ya no os acordáis de nada; os parece que habéis caminado diez leguas, que os encontráis en aquel laberinto hace ya un mes y que no podréis salir de él Llegáis á un patio y exclamáis; ¡ya lo he visto! Pero no es cierto, porque es otro. Pensáis hallaros en el lado tal del edificio y os encontráis en el opuesto. Preguntáis al guarda dónde está el claustro y os contesta: «Aquí mismos, pero camináis todavía durante media hora.


Creéis estat soñando; veis al vuelo largas paredes pintadas al fresco, adornadas de cuadros, de cruces, de inscripciones; lo veis y lo olvidáis enseguida, y os preguntáis: tí ¿Dónde me encuentro?Os rodea una luz de otro mundo, una luz que no tiene semejante, ¿Es acaso el reflejo del granito? ¿Es la claridad de la luna? No, es el día; pero un día mas triste que las tinieblas, una luz falsa, siniestra, fantástica. Adelante, de corredor en corredor, de patio en patio; miráis á vuestro frente con desconfianza; esperáis ver, al doblar el ángulo, una hilera de frailes descarnados con el capuchón sobre los ojos y los, brazos en cruz; pensáis en Felipe II; os parece oir su lento paso perderse por aquellos ámbitos obscuros; recordáis todo cuanto habéis leído de aquel rey, de sus terrores, de la Inquisición, y todo aparece á vuestros ojos iluminado con tétrica luz. Comprendéis por primera vez que el Escorial es trasunto fiel de Felipe II, y veis al monarca á cada paso, y percibís su aliento, porque allí está todavía, viviente y poderoso, y con él la imagen de su terrible Dios.

Entonces quisierais rebelaros, elevar vuestro pensamiento al Dios de vuestro corazón y de vuestras esperanzas, y vencer el misterioso terror que aquel lugar os inspira; pero no podéis; el Escorial os envuelve, os rodea, os aplasta. El frío de sus paredes penetra hasta vuestros huesos; la tristeza de sus laberintos sepulcrales os oprime el alma. Si vais en compañía de un amigo, le decís: «¡Salgamos!» si allí os halláis con la mujer amada, la oprimís contra vuestro corazón con una especie de terror misterioso; si os encontráis solo, echáis á correr. Por último, subís una escalera, entráis en una cámara, os asomáis á una ventana, y saludáis con un inexplicable reconocimiento y alegría las montañas, el sol, la libertad, ese Dios bienhechor y grande que ama y perdona.

¡Que bien se respira en aquella ventana!

Desde allí se ven los jardines, que ocupan un reducido espacio, y que son sumamente sencillos, pero elegantes y bellos, si así puede decirse, y en completa harmonía con el edificio. En ellos se ven doce hermosas fuentes, rodeados de cuatro cuadros de boj que representan los escudos reales, dibujados con exquisito talento y cortados con tanta precisión, que al mirarles desde la ventana parecen tapices de peluche y terciopelo, que resaltan sobre el blanco fondo de arena. Ni árboles, ni flores, ni glorietas; en todo el jardín no se ven más que fuentes, cuadros de boj y de dos colores únicamente, verde y blanco. Y es tal la belleza de esta noble simplicidad, que no puede apartarse de allí la mirada, y cuando de allí se aparta el pensamiento, allí vuelve y se detiene con un placer acompañado de una dulce melancolía.

En una sala contigua á la que da al jardín, me enseñaron una colección de reliquias, que miré procurando que el guarda no adviertiese mis ocultas dudas: una astilla de madera de la Santa Cruz, regalada por el Papa á Isabel II; un pedazo de madera manchado con sangre de San Lorenzo, cuya mancha se ve todavía; un tintero de Santa Teresa, y otros efectos, entre los cuales descuellan un pequeño altar portátil de Carlos V, una corona de espinas y unas tenazas para dar tortura, halladas no sé dónde. De allí subí á la cúpula de la iglesia, desde la cual se goza de un panorama inmenso.

Por un lado la mirada se extiende por todo el campo montañoso que separa el Escorial de Madrid; por otro, se ven las montañas nevadas del Guadarrama; se abarca con la mirada todo el inmenso edificio, los techos de plomo, las torres; en el interior los claustros, pórticos, galerías y pueden seguirse otra vez con el pensamiento las mil revueltas de los corredores y escaleras, y exclamar:—«Hace una hora yo estaba allí abajo, aquí, allá, allí arriba, más lejos, y extrañarse de haber caminado tanto y de haber salido de aquel laberinto, de aquellas tumbas, de aquellas tinieblas y de poder volver á la ciudad y ver otra vez á los amigos.»

Un viajero ilustre ha dicho que después de haber pasado un día en el convento del Escorial, debe uno sentirse feliz toda su vida, al pensar que podía ha-liarse todavía entre aquellas paredes, y no obstante se halla en libertad Realmente es así. Todavía hoy, después de tanto tiempo, en los días lluviosos, cuando la tristeza se apodera de mí, pienso en el Escorial, miro después las paredes de mi cuarto y la alegría renace en mi corazón. Cuando estoy enfermo y me duermo con fatigoso y turbado sueño, se me figura que estoy vagando de noche por aquellos corredores, solo, perseguido por el fantasma de un viejo monje, gritando y llamando á todas las puertas, sin encontrar salida, hasta dar de cabeza en el panteón, cuya puerta se cierra con estrépito detrás de mí, dejando-me sepultado entre las tumbas.

¡Con qué placer volví á ver las mil luces de la Puerta del Sol, los cafés llenos de gente y la grande y bulliciosa calle de Alcalá! Al entrar en mi casa armé tal algazara, que la criada, una buena y sencilla gallega, fué corriendo en busca de la patrón á exclamando: «¡Me parece que el italiano se ha vuelto loco!»


Los diputados en las Cortes me divertieron más que los gallos y los toros. Pude lograr un sitio en la tribuna de periodistas, y allí iba todos los días, donde me quedaba hasta terminar la sesión, pasando un rato delicioso.

El Parlamento español parece más joven que el nuestro, no porque los diputados sean más jovenes, sino porque son más cuidadosos y elegantes. No se ven esas cabelleras despeinadas, esas barbas incultas, esos fraques de color indefinido que dan carácter á nuestra Cámara; allí no hay más que barbas y cabellos bien peinados y alisados, camisas bordadas, levitas negras, pantalones claros, guantes amarillos, bastones con puños de plata y flores en los ojales. El Parlamento español transige con las exigencias de la moda. Y el lenguaje corre parejas con el modo de vestir: es alegre, vivo, florido y resplandeciente. Nosotros nos lamentamos de que nuestros diputados se preocupen de la forma más de lo que conviene á los oradores políticos; pero los diputados españoles cuidan de ella todavía más, y hay que confesarlo, con mejor éxito.

No sólo hablan con pasmosa facilidad, hasta el punto de que es muy raro que un diputado se interrumpa buscando una frase, sino que no hay uno que no se esfuerce por hablar correctamente y dar á su discurso un giro poético, un poco de gusto clásico; un ligero tinte de grandioso estilo oratorio. Los ministros más graves, los más tímidos diputados, los hacendistas más severos, hasta cuando tratan asuntos que en nada se rozan con la retórica, esmaltan sus discursos con un jardín de flores, de epigramas, anécdotas picantes, citas y apóstrofes á la civilización, á la libertad y á la patria. Y hablan aprisa, como si recitaran oraciones aprendidas de memoria, con entonación siempre mesurada y harmoniosa, y una variedad de gestos y actitudes que no da lugar al cansancio ni al fastidio

Y los diarios, al juzgar sus discursos elogian la elevación de estilo, la pureza de la frase, y los rasgos sublimes, cuando hablan de sus amigos, se sobrentiende, pues en caso contrario dicen con desprecio que el estilo es ramplón, la frase incorrecta, la forma ¡dichosa forma! inculta, ruin, indigna de las grandes tradiciones de la oratoria española

Este culto por la forma y esta gran facilidad en la palabra degeneran en vanidad ampulosa. Con efecto: no deben buscarse en el Parlamento español los modelos de la verdadera elocuencia política; pero también es cierto como se dice universalmente, que este Parlamento es el más rico de Europa en oradores fecundos, en el sentido vulgar de la palabra ¡Es cosa de oir una discusión sobre un asunto de alta política que mueva las pasiones! Es una verdadera batalla. Ya no son discursos; son diluvios de palabras para volver locos á los taquígrafos y marcar á los oyentes de las tribunas. Aquellas voces, aquellos ademanes, aquellos giros oratorios y aquella inspiración, traen á la memoria la Asamblea francesa en los días turbulentos de la Revolución. Allí se oye á un Ríos Rosas, orador violento, que domina cualquier tumulto con sus rugidos; un Martos, orador escogido, que mata con la espada del ridículo; un Pí y Margal, venerable anciano, que espanta con sus siniestros pronósticos; un Collantes, hablador incansable, que aplasta á la Cámara con un alud de discursos; un Rodríguez, que con su maravillosa fluidez de razonamientos y rodeos persigue, envuelve y aturde á sus adversarios; y entre otros cien, un Castelar, que seduce y encanta á amigos y adversarios con un torrente de harmoniosa poesía. Y Castelar conocido de toda Europa, es en verdad la más completa expresión de la elocuencia española. Siente el culto por la forma hasta la idolatría; su elocuencia es una música; sus razonamientos son esclavos de su oído; dice una cosa ó no la dice, ó la dice en éste ó aquél sentido, según convengan al período; tiene la harmonía metida en la cabeza y la sigue, la obedece y le sacrifica todo aquello que pueda ofenderla. Sus períodos son estrofas; es necesario oírle para creer que la palabra humana, sin ritmo poético y sin canto, pueda llegar de aquel modo hasta la harmonía del canto, y de la poesía. Es más artista que hombre político, y tiene de artista no sólo el espíritu, sí que también el corazón: un corazón de niño, incapaz de odiar ni de enemistarse con nadie.

En todos sus discursos no se encuentra una injuria; en las Cortes nunca ha provocado una sería discusión personal, jamás recurre á la sátira, y nunca empica la ironía; en sus más violentas filípicas nunca derrama una gota de hiel; y la prueba es que,—republicano, adversario de todos los ministros, periodista de lucha, acusador perpetuo de cualquiera que ejerza un poder, y de cualquiera que no sienta el fanatismo de la libertad,-no se ha hecho odiar de nadie. Por ello es que sus discursos se gozan y no se juzgan; su palabra es demasiado bella para ser terrible, y harto sincero su carácter para que pueda ejercer influencia alguna política; no sabe disputar, maquinar, ni conducir su barca; no hace más que deleitar y brillar; su elocuencia es tan grande como tierna, y sus más bellos discursos hacen llorar. Para el la Cámara es un teatro. Como los poetas improvisadores, para que su inspiración sea robusta y serena, necesita hablar á determinada hora, sobre tal ó cual punto escogido de antemano, y tener el tiempo necesario de que poder disponer. Tal es así, que el día en que debe hablar se pone de acuerdo con el presidente de la Cámara. El presidente se las compone de manera que le concede la palabra cuando las tribunas se hallan llenas, y todos los diputados se encuentran en sus sitios; los diarios anuncian la víspera, por la noche, que Castelar ha de consumir turno el día siguiente, para que las señoras puedan procurarse billetes. Tiene necesidad de ser escuchado. Antes de hablar está inquieto, nervioso, no puede parar en parte alguna, entra en el salón de sesiones, sale, vuelve á entrar y salir, se pasea por los pasillos, hojea un libro de la biblioteca, entra en el café para tomar un vaso de agua, cual si la calentura le devorase; cree que no podrá articular dos palabras, que hará reir, que le silbarán; no tiene idea clara de nada, lo confunde todo, todo lo olvida.

—¿Cómo tiene usted el pulso?—le preguntan sonriendo sus amigos.

Llega el momento solemne; se va á su sitio, con la cabeza baja, tembloroso, pálido como un condenado á muerte, resignado á perder en un día la gloria conquistada después de tantos años y á costa de tantas fatigas. En aquellos momentos hasta sus amigos le compadecen. Pero se levanta, lanza una mirada á su alrededor, y exclama: ¡Señores! Está salvado ya: el valor le anima, su espíritu se esclarece, y su discurso se va hilvanando en su cabeza como un canto olvidado. El presidente, los diputados, las tribunas desaparecen; no ve más que sus ademanes, no oye más que su voz, sólo siente la llama irresistible que le enciende y la fuerza misteriosa que le impulsa. Da gusto oírle decir: «Yo no veo las paredes del salón; veo pueblos y países lejanos, nunca vistos.»

Y habla durante horas y horas, y ni un diputado sale, nadie se mueve de las tribunas, ni una voz le interrumpe, ni un gesto le distrae: hace brillar á su placer la imagen de su república vestida de blanco y coronada de rosas, y ni los monárquicos se atreven á protestar, porque vestida de aquel modo, hasta ellos la encuentran hermosa.

Castelar es dueño de la Asamblea; truena, resplandece, canta, brilla como un fuego de artificio, hace re ir; arranca gritos de entusiasmo, termina entre salvas de atronadores aplausos

Tal es el famoso Castelar, catedrático de historia en la Universidad central, escritor fecundo en cuestiones políticas, artísticas y de regilión, publicista que gana cincuenta mil francos al año en los diarios de América, académico de la Española elegido por unanimidad, señalando con admiración en las calles, ídolo del pueblo, querido hasta de sus propios enemigos políticos, joven, bello, algo vanidoso, generoso y feliz.


Puesto que estamos en la elocuencia política, demos una rápida ojeada á la literatura. Representémonos una sala de Academia llena de confusión y ruído. Un tropel de poetas, de novelistas y de escritores de todos los géneros, teniendo casi todos cierto empaque francés en la figura y en las maneras, por más que quieran ocultarlo, declaman sus propias obras, procurando apagar la voz de los demás, para hacerse oir del público, de las tribunas, el cual, á su vez, se ocupa en leer los diarios y discutir sobre política.

De en vez en cuando una voz harmoniosa y vibrante domina el tumulto, y entonces cien voces gritan desde un ángulo de la sala. «¡Es un carlista!»—y una salva de silbidos sucede á los gritos, ó bien: «¡fes un republicano!»—y otra salva de silbidos, que resuena en otro rincón de la sala, apaga aquella voz vibrante y harmoniosa. Los académico se tiran los diarios estrujados y hechos proyectiles, y aullan, mejor gritan;—«¡Ateo!—¡Jesuíta!—¡Demagogo,—¡Neo-católico!—¡Traidor!—Veleta!»

Si se atiende á los lectores, se oyen estrofas sublimes, redondeados periodos, frases sonoras; el primer efecto es agradable; aquello es realmente poesía y prosa llenas de calor, de vida, de rayos de luz, de comparaciones felices, sacadas de cuanto brilla y se mueve en el cielo, en la tierra y en el mar; y todo esto vagamente animado con colores orientales y ricamente vestido de harmonía italiana. Pero ¡qué diablos! esto no es más que literatura para los ojos y para los idos; música y pintura, y rara vez la musa, entre aquella nube de flores, deja caer la piedra preciosa de un pensamiento; y de esta lluvia luminosa sólo queda un ligero perfume en el aire y el eco de un liviano arrullo en el oído.

Al mismo tiempo se oyen en la calle los gritos del pueblo, tiros y redobles de tambor; á cada instante un artirta abandona el palenque y se va á tremolar una bandera entre la turba; desaparecen de dos en dos, de tres en tres, en grupos, para aumentar la muchedumbre de periodistas el ruído y las variaciones continuas de la cosa pública dan el traste con las obras más tenaces y de más aliento; en vano algún solitario grita á la turba:—«¡En nombre de Cervantes, deteneos!»—Algunas voces potentes responden á ese grito, pero son voces de hombres que viven en el apartamiento, muchos de ellos próximos á emprender el viaje del cual no se regresa. Y aquella es la voz de Hartzembuch, el príncipe del drama, de Bretón de los Herreros, el príncipe de la Comedia; de Zorrilla, el príncipe de la poesía; de un orientalista que se llama Gayangos, de un arzobispo que se llama Guerra, un pintor de costumbres que se llama Fernán Caballero, un crítico que se llama Amador de los Ríos, un novelista que se llama Fernández y González, y un batallón de otros espíritus ardientes y lecundos, entre los cuales vive todavía la memoria del gran poeta de la revolución, el celebre Quintana; del Bryon de España, Espronceda; de un Nicasio Gallego, de un Martínez de la Rosa, de un duque de Rivas. Pero el tumulto y la discordia lo arrastran y envuelven todo, como devastador torrente. Para salir de la alegoría: la literatura española se encuentra en condiciones muy parecidas á las que influyen en la nuestra; un grupo de hombres ilustres que están en el ocaso, pero que sentían dos grandes inspiraciones, ó la religión ó la patria, ó ambas á la vez; y que dejaron un vestigio duradero y que les es propio; y un ejército de jóvenes que van tras ellos á tientas, preguntando lo que han de hacer, antes que hacer algo, fluctuando entre la fe y la duda, ó teniendo fe, pero sin valor, ó no teniéndola, y fingiendo no obstante que la tienen; inseguros de su propia lengua y perplejos entre los académicos que gritan: ¡Pureza! y el pueblo que exclama: «¡Verdad!»; dudosos entre la ley de la tradición y las exigencias del presente; olvidados de los hombres que dan fama y despreciados de los pocos que la confirman, obligados á pensar de un modo y escribir de otro; á no expresar todos sus pensamientos, á perder el presente por no desprenderse del pasado, y á conducir su nave por entre escollos opuestos. ¡Y es gran honor para ellos si logran hacer flotar sus nombres durante algunos años, sobre el torrente de libros franceses que inundan el país! De aquí nace la desconfianza en sus propias fuerzas y la muerte del genio nacional; de aquí la imitación, que nunca traspasa los límites de la medianía, ó el abandono de la literatura, que pide altos estudios y da grandes esperanzas, por el fácil provecho que se encuentra escribiendo en los diarios.

En medio de tanta ruina, sólo el teatro se sostiene en pie. La nueva literatura dramática no tiene de la antigua ni la invención maravillosa, ni la forma espléndida, ni ese sello especial de grandeza que era propio del pueblo que dominaba á Europa y al Nuevo Mundo; menos todavía aquella fecundidad increíble y aquella variedad sin límites; pero tiene en cambio, y como en compensación, una doctrina más sana, una observación más profunda, más exquisita delicadeza, y se halla más adecuada á la verdadera misión del teatro, que no es otra que corregir las costumbres y ennoblecer los corazones y las almas. En fin, tanto en las obras literarias como en el teatro, lo mismo en las novelas que en los cantos populares, historias y poemas, se encuentra vivo y dominante el sentimiento que caracteriza á la literatura española más profundamente, sin duda, que á otra alguna, y ello ya desde las primeras tentativas líricas de Barceo, hasta los enérgicos himnos guerreros de Quintana; el orgullo nacional.

Y al llegar aquí, ya es hora de que hablemos del carácter de los españoles. Su orgullo nacional es tal, que hoy todavía, después de tamos descalabros y de tan profunda caída, hace dudar á los extranjeros que viven entre ellos si son los mismos españoles de hace trescientos años, ó los españoles del siglo diez y nueve. Pero es un orgullo que nada tiene de ofensivo, un orgullo inocentemente retórico. No denigran á las demás naciones para parecer más grandes; no, las respetan, las elogian, las admiran, pero dejando adivinar el sentimiento de una superioridad que á su parecer, arroja de esa misma admiración, precisamente, una luminosa evidencia. Y son benignos con las demás naciones, pero con esa benignidad que, según dice muy bien Leopardi, es peculiar á los hombres, que es-tan convencidos de su propio mérito; creyéndose admirados de todo el universo, aman á sus pretendidos admiradores, porque creen que todo ello es debido á la superioridad con que les ha favorecido la suerte. No hay, ni puede haber en el mundo un pueblo más orgulloso de su historia que el pueblo español; es increíble. El muchacho que os limpia el calzado, el faquín que carga con vuestro equipaje, el mendigo que os pide una limosna, levantan la cabeza y os muestran sus ojos brillantes á los nombres de Carlos V, Felipe II, Hernán Cortés, don Juan de Austria, como si fuesen héroes de su tiempo y les hubiesen visto entrar triunfantes en la ciudad. Pronuncian la palabra España con el mismo tono que los romanos debían pronunciar Roma en los tiempos más gloriosos de la república. Cuando se habla de España, la modestia desaparece hasta en los hombres más modestos, sin que en su semblante aparezca el menor indicio de exaltación, compañera casi siempre de la intemperancia en el lenguaje. Cantan himnos á la patria, por costumbre y sin notario. En los discursos del Parlamento, en los artículos de los periódicos, en los escritos de las academias, se llama al pueblo español, sin perífrasis, un pueblo de héroes, la gran nación, la maravilla del mundo, la gloria de les siglos. Es raro oír ó leer cien palabras cualquiera que sea el que hable y cualquiera que sea el auditorio, sin que salga á plaza el obligado tema de Lepanto, el descubrimiento de América, la guerra de la Independencia, arrancando siempre una explosión de aplausos.

Y precisamente la tradición de la guerra de la Independencia constituye para el pueblo español una Tuerza interior inmensa. Quien no haya vivido poco ó mucho en España, no podrá creer que una guerra, por gloriosa y afortunada que haya sido, pueda prestar á un pueblo una fe tan profunda en su valor nacional. Bailen, Vitoria, San Marcial, son para España tradiciones más conmovedoras y de mayor fuerza que Marengo, Jena y Austerlitz para Francia. La misma gloria militar de los ejércitos de Napoleón, vista á través de la guerra de la Independencia, que lanzó sobre ella la primera nube, aparece á los ojos de España mucho menos esplendorosa que á los de cualquier pueblo de Europa. La idea de una invasión extranjera arranca á los españoles una sonrisa de indignado desprecio: no creen posible que puedan ser vencidos en su propio país. ¡Era cosa de oir con qué tono hablaban de Alemania, cuando corrió el rumor de que el emperador Guillermo estaba decidido á sostener con las armas el trono del duque de Aosta! Y no hay duda que si tuvieran que sostener otra guerra de independencia lucharían tal vez con menos éxito, pero con la misma constancia y el mismo valor de que entonces hicieron alarde, 1808 ha sido el 93 de España; es una fecha que cada español tiene ante los ojos escrita con caracteres de luego; todo el mundo la glorifica. las mujeres, los adolescentes, los niños que empiezan á hablar. Es el grito de guerra de la nación.

Y están también orgullosos de sus escritores y artistas. Los mendigos, en lugar de decir España, dicen alguna que otra vez; la patria de Cervantes. Ningún escritor del mundo ha gozado en su país de la popularidad que tiene en España el autor de Don Quijote. Creo que no hay campesino, un pastor, desde los Pirineos á Sierra Nevada, desde la costa de Valencia á las montañas de Extremadura, que al preguntarle quién era Cervantes, no conteste con una sonrisa de satisfacción: El inmortal autor del Quijote.

España es tal vez el país donde más se celebran los aniversarios de los grandes escritores. Desde Juan de Mena hasta Espronceda, cada uno tiene su fiesta, en la cual se rinde á su tumba un tributo de cantos y de flores. En las plazas, en los cafés, en los coches de ferrocarril, por todas partes se oyen citar por toda clase de gentes, versos de poetas ilustres; el que no sabe leer, repite la cita como un proverbio, por habérsela oído á otro. Y cuando alguien dice un verso, todo el mundo aguza el oído. Cuando uno conoce un poco la literatura española, puede hacer un viaje por el país, seguro de que encontrará siempre con quien hablar y de inspirar simpatía á cualquiera que se dirija yen cualquier sitio donde se halle. La literatura nacional es realmente nacional.

El defecto de los españoles, que desde luego llama la atención de los extranjeros, es que en la apreciación de las cosas, de los hombres y de los acontecimientos, de los tiempos y de su país, traspasan siempre la medida. Todo lo agrandan de un modo desmesurado y ven las cosas como á través de una lente que dilata los con tornos más allá de toda proporción. Como no tienen, hace ya tiempo, intervención directa en la vida general, de Europa, les ha faltado ocasión y lugar para compararse con otros Estados y para juzgarse á sí propios después de la comparación, Esta es la razón por qué las guerras civiles, las guerras de América, de Africa, de Cuba, son para ellos lo que para nosotros, no la breve guerra de 1860 y 61 contra el ejército papal ó la misma revolución de 1860, sino la misma guerra de Crimea, la de 1859, la del 66, Hablan de combates, sangrientos sin duda, pero sin importancia, que dieron lustre á sus armas en aquellas guerras, como los franceses hablan de Solferino, los prusianos de Sadowa, los austriacos de Custozza. Prim, Serrano y O'Donnell son generales que ponen al lado de los más célebres de otros países. Me acuerdo del ruído que hizo en Madrid la victoria del general Moriones sobre cuatro ó cinco mil carlistas. Los diputados en el salón de conferencias de las Cortes, exclamaban con énfasis: ¡Eh! ¡la sangre española! Algunos llegan hasta el extremo de decir que si un ejército de trescientos mil españoles se hubiese encontrado en el puesto de los franceses en 1870, hubiera corrido en línea recta hasta Berlín, Cierto, que no puede dudarse del valor de los españoles, tantas veces puesto á prueba; pero séame permitido suponer que entre los carlistas sin disciplina y los prusianos reunidos en cuerpos de ejército, entre los soldados de Europa y los soldados de África, entre las batallas regulares en las cuales la metralla corta las vidas á millares y los encuentros donde no figuran más que diez mil hombres de una y otra parte puede existir alguna diferencia, Y de todo hablan lo mismo que de la guerra; y no se crea que éste sea único achaque de la gente del pueblo, sino que también lo es de las gentes cultas. Se prodigan á los escritores elogios desmedidos; se da el dictado de grandes poetas á muchos cuyos nombres no han pasado la frontera; los epítetos de incomparable, sublime, maravilloso, son moneda corriente que se da y recibe sin que nadie se pregunte ni por asomo si es de buena ley. Se diría que España mira y juzga todas las cosas, más bien como un pueblo americano que como un pueblo europeo, y que en vez de los Pirineos es un Océano el que la separa de Europa, mientras que un istmo la une á América.

Por lo demás, ¡cuán parecidos á nosotros! Al oir al pueblo hablar de política, cualquiera se creería en Italia. No se discute, se juzga; no se censura, se condena. Un argumento basta para cada cuestión, y es suficiente el menor indicio para formar un argumento.—¿Tal ministro? Un bribón.—¿Tal otro? Un cobarde,—¿Tal otro? Un hipócrita. Todos, un ejército de ladrones. Uno ha hecho vender los jardines de Aran juez; aquel se ha llevado los tesoros del Escorial; éste ha vaciado las cajas del Estado; el de más allá ha vendido su alma por un saco de doblones. No tienen la menor le en los hombres que manejan la política de treinta años á esta parte, hasta en la plebe se insinúa un desfallecimiento tan grande, que se expresa en cada instante con estos ó parecidos términos: ¡Pobre España! ¡Desgraciado país! ¡Desdichados españoles!

Pero el encono de las pasiones políticas y el furor de las luchas intestinas no ha cambiado el fondo del antiguo carácter español. Es tan sólo la parte de la sociedad que se llama inundo político la que está corrompida; el pueblo, aunque inclinado todavía á esas cegueras y salvajes excesos de pasión que revelan la mezcla de la sangre árabe y latina, es bueno», leal, capaz de sentimientos magnánimos y de rasgos sublimes de entusiasmo. La honra de España es una palabra que hace palpitar todavía los corazones.

Tienen palabras francas y cariñosas, menos refinadas tal vez, pero más graciosamente ingenuas que aquellas que tanto se elogian en los franceses. En vez de son reíros os ofrecen un cigarro, en lugar de deciros una fineza ó galantería os estrechan la mano y son más hospitalarios en sus acciones que en sus ofrecimientos.

No obstante, las fórmulas de sus saludos conservan el sello de la más retinada cortesía; un hombre dice á una mujer: «A los pies de usted;» y la mujer dice al hombre: «Beso á usted la mano;» los hombres entre sí firman las cartas con un que besa sus manos, como un esclavo á su dueño; los amigos no se dicen más que «adiós,» y el pueblo tiene el saludo afectuoso de «vaya usted con Dios, que vale nías que todos los besos en las manos.

Con esa naturaleza ardiente y expansiva de las gentes, es imposible permanecer un mes en Madrid sin haberse conquistado más de cien amigos, aun cuando no se hayan buscado. ¡Figuraos cuantos no tendrá quien los busque! Y este caso es el mío. Yo no di re amigos, pero conocidos tenía tantos que no parecía extranjero. Los mismos hombres ilustres son de fácil trato y no es necesario, como antes, para llegar á ellos, ir acompañado de numerosas cartas y embajadas de amigos. Tuve el honor de conocer á Tamayo, Hartzembusch, Guerra, Saavedrá, Valera, Rodríguez, Castelar y muchos otros, ilustres todos en tas letras ó en las ciencias, y á todos encontré iguales: hombres que peinan canas, con la voz y los ojos de jóvenes de veinte años; apasionados por la poesía, por la música y por la pintura; alegres, vivarachos, riendo con risa fresca y sonora, la cuántos he visto leyendo versos de Quintana ó de Espronceda, palidecer, llorar, levantarse súbitamente como electrizados y dejar ver toda su alma cu sus miradas fogosas! ¡Oh, almas juveniles! ¡Oh, corazones ardientes! ¡Cómo me alegraba yo, al verles y escucharles, de pertenecer á osa raza latina tan vilipendiada hoy; y al pensar que todos somos cortados por un mismo patrón y que si acabamos por amoldarnos al carácter de los demás, al menos nunca perderemos el nuestro!


Después de tres meses de permanecer en Madrid, fué necesario salir para que no me sorprendiera el verano en el mediodía de España.

Me acordaré siempre de aquella hermosa mañana de Mayo, en que abandoné, tal vez para siempre, á mi querido Madrid. Salí para Andalucía, la tierra prometida de los viajeros, la fantástica Andalucía, cuyas maravillas había oído celebrar tanto en Italia como en España, por novelistas y poetas. Aquella Andalucía por lo cual puedo muy bien decir que había emprendido el viaje, ¡Y no obstante, estaba triste. Había pasado en Madrid días tan felices! Dejaba allí amigos tan queridos!

Para ir á la estación del mediodía atravesé la calle de Alcalá, saludé de lejos los jardines de Recoletos, pasé por delante del Musco de pintura, me detuve á contemplar una vez más la estatua de Murillo y llegué á la estación con el corazón oprimido.

—¿Tres meses?...—me preguntaba yo, poco antes de emprender el tren su rápida marcha,—¿hace ya tres meses? ¿No ha sido un sueño?

¡Sí, era en efecto, como si hubiera soñado!

—¡Ya no veré más á mi buena patrón a, ya no volveré á ver á la nieta de Saavedra, ni la cara dulce y tranquila de Guerra, ni á los amigos del café de Hornos, ni á tantos conocidos como allí dejaba!—¡Volver!—¡Oh, no harto sé yo que no podré volver! Así, pués...¡adiós, amigos míos! ¡adiós! Madrid! ¡adiós, mi cuartito de la calle de la Aduana! ¡Me parece que en este moto en to me arrancan una libra del corazón y me veo obligado á esconder el rostro!...

VI. Aranjuez

Lo mismo cuando se llega por la parte del Norte, que cuando se sale de Madrid por el camino del Mediodía, se recorren campos solitarios que recuerdan las provincias más pobres de Aragón y Castilla la Vieja. Son vastas llanuras amarillentas y estériles; diríase que si se golpeara la tierra, ésta ha de resonar como una caja vacía ó quebrarse como la corteza de una torta quemada. Vense pocos y miserables pueblos, del mismo color de la tierra, que parece han de encenderse como un montón de hojas secas, sólo al aproximar á ellas un fósforo encendido. Después de una hora de viaje, mi espalda buscó la pared del vagón, mi codo buscó también un apoyo y caí en un profundo letargo, como un miembro del Ateneo d' ascoltazione, de Giocomo Leopardi. Poco después de haber cerrado los ojos, cuando fuí despertado por unos gritos espantosos de mujeres y niños, y me puse en pie, preguntando á mis vecinos qué había sucedido. Apenas había formulado la pregunta, me sorprendió una carcajada general. Varios cazadores dispersados por el campo, al ver llegar al tren, se habían puesto de acuerdo para dar un bromazo á los viajeros. Hablábase entonces de la aparición de una partida de carlistas en los alrededores de Aranjuez; los cazadores, fingiendo ser la vanguardia de la partida, habían dado grandes voces al pasar el tren, como si dieran aviso al grueso del ejército, haciendo al mismo tiempo ademán de apuntar á los viajeros; y de aquí la algazara y los gritos. Pero en seguida levantaron al aire las culatas, para dar á entender que todo había sido una broma. Pasado el pánico, del cual participé también, volví á caer en mi letargo académico; pero desperté de nuevo á los pocos minutos, aunque esta vez por un motivo mucho más agradable.

Miré á mi alrededor: aquellos campos desiertos se habían transformado, como por encanto, en un inmenso jardín lleno de preciosos bosquecillos, cortado en todos sentidos por largos paseos, sembrados de casitas campestres y de cabañas cubiertas de verdura; aquí y allá alegres fuentecillas, retiros umbrosos, prados floridos, viñedos, sendas, y un verdor, una frescura, un olor de primavera, un ambiente de dicha y de placer que os transporta el alma á un paraíso. Habíamos llegado á Aran juez. Descendí del tren, seguí una hermosa calle sombreada por dos hileras de árboles gigantescos y me hallé á los pocos instantes frente al palacio Real.

El ministro Gaste lar ha escrito recientemente en su memorandum, que á á caída de la monarquía española se dejó prever y se pudo predecir desde el día en que una turba del populacho, la injuria en los labios y la cólera en el corazón, invadió el palacio de Aranjuez para turbar la tranquila majestad de sus soberanos. Me hallaba precisamente en aquel sitio donde el 17 de Marzo de 1808 tuvieron lugar los acontecimientos que fueron el prólogo de la guerra civil y como la primera palabra de la sentencia que condenó á muerte ó la antigua monarquía. Busqué enseguida con la mirada las ventanas del departamento del príncipe de la Paz; me representé en la imaginación la escena de cuando aquel favorito huía de sala en sala, pálido y demudado, en busca de un escondrijo, al eco de los gritos de la multitud que subía la escalera; ví al pobre Carlos IV colocar con manos temblorosas la corona sobre la cabeza del príncipe de Asturias; todos los cuadros de aquel drama terrible aparecieron ante mis ojos; y el silencio profundo de aquel sitio, y la vista de aquel palacio cerrado y abandonado, me hicieron sentir frío en el corazón.

El palacio tiene la forma de un castillo-fortaleza; es de ladrillo, con los ángulos de piedra blanca y el lecho de pizarra. Es ya sabido que Felipe II lo hizo construir por el célebre arquitecto Herrera, y que todos sus sucesores lo embellecieron, habitándolo durante la estación calurosa.

Entré. El interior es espléndido: tiene una sala brillantísima para la recepción de los embajadores, un hermoso gabinete chino de Carlos III, un magnífico gabinete tocador de Isabel II y una profusión de preciosos adornos.

Los jardines de Aranjuez (Aranjuez es el nombre del pequeño pueblo que está á poca distancia del palacio Real) parecen haber sido hechos por una familia de reyes titanes, para los cuales los parques y jardines de nuestros reyes hubieran parecido parterres de terrado ó pequeños parques de ovejas.

Senderos hasta perderse de vista, bordados de árboles de una altura desmesurada, que unen sus ramas inclinándose unos hacia otros, como doblados por contrarios vientos, y forman un bosque cuyos límites no alcanza la vista; y á través de este bosque, el ancho y caudaloso Tajo describe una curva majestuosa, dando vida aquí y allá á cascadas y fu en tes, y á una vegetación rica y apiñada que florece en un laberinto de sendas y encrucijadas. Por todas partes estatuas, surtidores, columnas, elevados juegos de agua que cae formando cascadas; y todas las flores posibles de Europa y América; y al murmullo majestuoso de la corriente del Tajo se une el canto de innumerables ruiseñores que lanzan sus trinos en la sombra misteriosa de los solitarios senderos. En el fondo de los jardines se levanta un pequeño palacio de mármol, de modesta apariencia, que encierra todas las maravillas de la más magnífica residencia real, y donde se respira todavía la atmósfera íntima de la vida de los reyes de España. Allí se encuentran los gabinetes secretos, cuyo cielo raso se toca con las manos, la sala de billar de Carlos IV, los almohadones bordados por manos de las reinas, los relojes con música que alegran la ociosidad de los niños, las angostas escaleras, las estrechas ventanas, que guardan den tradiciones de los caprichos de los príncipes, y en fin, el más rico retrete de Europa, debido á un capricho de Carlos IV, y que encierra por sí solo riqueza bastante para edificar otro palacio, sin que perdiera la noble primacía de que está orgulloso por encima de todos los gabinetes destinados al mismo uso. Más allá de este palacio, y rodeados de bosques, se encuentran viñedos, olivares, plantaciones de árboles frutales y alegres praderas, es un verdadero oasis rodeado de un desierto; que Felipe II escogió un día de buen humor para dulcificar con una imagen alegre la negra melancolía del Escorial al volver del palacio de mármol al palacio grande, por esas largas sendas, á la sombra de esos árboles grandiosos, en esa profunda paz del bosque, pensé los espléndidos cortejos de damas y caballeros que en otros tiempos siguieron el paso de jóvenes y alegres monarcas y de reinas caprichosas y sin freno, arrullados por los cantos de amor y los himnos que celebraban la grandeza y Ja, gloria de España invencible, y repetía melancólicamente con el poeta de Recanati:


«...Todo es paz y silencio
Ya de ellos no habla nadie...»


Y mirando á los bancos de mármol medio escondidos bajo el ramaje, ó siguiendo con los ojos algunos senderos que se pierden en lontananza; pensando en aquellas reinas, en aquellos amores, en aquellas locuras, no pude contener un suspiro, que no era por cierto un suspiro de piedad, y cierta amargura se apoderó de mi corazón. Me preguntaba como el pobre Adán, en el poema El diablo mundo: «¿Cómo son hechas esas damas?—¿Cómo viven?—¿Que hacen?—¿Hablan, aman, juegan acaso como nosotros?» y salí para Toledo, soñando en el amor de una reina, como un joven aventurero de las Mil y una noches.

VII. Toledo

Cuando nos acercamos á una población desconocida, necesitaríamos tener junto á sí alguien que la hubiese visto y que pudiera advertirle en el momento oportuno, para que se asomara á la ventanilla y abarcara todo el aspecto de la población en una sola mirada. Un viajero me dijo:—«Ahí tiene V. á Toledo.»—Saqué la cabeza por la ventanilla y lancé un grito de admiración.

Toledo se halla construído sobre una altura de rocas escarpadas, al pie de la cual corre el Tajo describiendo una ancha curva. Desde abajo sólo se ven rocas y más rocas y muros de fortaleza, y sobre los muros las cimas de los campanarios y de las torres. Las casas quedan Ocultas; la ciudad os parece cerrada é inaccesible, y más bien presenta el aspecto de una ciudadela abandonada, que el de una ciudad habitable. Desde las murallas á la orilla del río no hay una cusa, ni un árbol; todo es desnudo, seco, abrupto, escarpado; no se ve alma viviente; diríase que para subir será necesario escalar, é imagináis que en cuanto aparezca un hombre al pie de aquella rápida pendiente, lloverá sobre el desde lo alto de las murallas tina tempestad de flechas. Bajáis del tren, tomáis un coche y llegáis á la entrada de un puente. Es el lamoso puente de Alcántara, sobre el Tajo, con una hermosa puerta árabe en forma de torre, que le da un aspecto severo. Pasado el puente, os encontráis en una larga senda, que sube serpenteando á hasta lo alto de la montaña. Aquí, os parece realmente que os encontráis ante una plaza fuerte de la Edad media y que vais vestidos con el traje de un árabe ó de un godo, ó de un soldado de Alfonso VI.

De todos lados penden por encima de vuestras cabezas rocas escarpadas, muros derruidos, torres, ruinas de viejos baluartes; y más arriba la última muralla que ciñe la ciudad, negra, coronada de enormes almenas, abierta por distintas brechas y por entre las cuales se ven las casas prisioneras. A medida que subís os parece que la dudad se esconde y estrecha. A la mitad de la cuesta, encontráis la Puerta del Sol, una joya de la arquitectura arabo, compuesta de dos torres almenadas, que se unen sobre una graciosa puerta de doble arco, por la cual pasa la calle antigua; y desde allí, si volvéis la cabeza, veis hacia abajo el Tajo, la llanura y las colinas. Seguís adelante y encontráis otras murallas y ruinas, y por fin las primeras casas de la ciudad.

Pero ¡qué ciudad! En el primer instante me sentí faltar el aliento. El coche había entrado por una calle tan estrecha, que los botones de las ruedas casi tocaban las paredes de las casas.

—¿Por que pasáis por aquí?—le pregunté al cochero.

Este se echó á reir y me dijo:

—Porque no hay otra calle más ancha que ésta.

—¡Cómo! ¿Toda Toledo es así?

—Ni más ni menos,—respondióme.

—¡Pero eso es imposible!

—Ya lo verá usted, señor.

A la verdad, yo no lo creía.

Entré en una fonda, dejé mi equipaje en el cuarto y bajé corriendo la escalera, porque deseaba con ansia ver aquella ciudad tan singular. Al llegar á la puerta, un mozo de la fonda me detuvo y me preguntó sonriendo;

—¿A dónde va usted, caballero.

—A ver á Toledo,—le respondí.

—¿Solo?

—Solo: ¿qué tiene de particular?

—¿Ha estado usted en Toledo otras veces?

—Nunca.

—Entonces no puede usted salir solo.

—¿Y por qué, vamos á ver?

—Porque se perderá usted.

—¿Dónde?

—Apenas salga de casa:

—¿Y por qué razón?

—La razón la tiene usted aquí.

Y me enseñó un plano de Toledo que en la pared colgaba. Me acerqué á mirarlo y ví una confusión de líneas blancas sobre un fondo negro, que tenía el aspecto de uno de esos garabatos que los muchachos de las escuelas dibujan sobre el encerado para consumir el yeso, haciendo rabiar el profesor.

—No importa,—contesté,—quiero ir solo. Si me pierdo, alguien me encontrará.

—No andará usted cien pasos sin perderse,—dijo el mozo.

Salí y tomé la primera calle, tan reducida y estrecha, que al extender los brazos tocaba las paredes. A los cincuenta pasos me encontré otra calle más estrecha que la primera; de ésta pasé una tercera y así sucesivamente.

Me parecía que iba andando, no por las calles de una ciudad, sino por los corredores de una casa, y caminaba siempre con la idea de salir á un lugar abierto.

—Es imposible,—pensé yo,—que toda la ciudad sea así, porque de serlo, sería inhabitable, Pero á medida que caminaba, me parecía que las calles se iban haciendo más estrechas y cortas; á cada instante doblaba una esquina; después de una calle torcida venía otra en zig-zag, después de ésta otra en forma de gancho, que me conducía á la primera, y así daba vueltas por un buen rato, en torno siempre de las mismas casas. De vez en cuando salía á una encrucijada, donde se cruzaban varias sendas en opuesto sentido; una se perdía en lo profundo de un pórtico; otra terminaba á los pocos pasos en las paredes de una casa; otra descendía rápidamente como para ir á perderse en las entrañas de la tierra; otra subía por una escarpada pendiente; algunas eran tan estrechas que sólo podía pasar un hombre de frente por ellas; otras encerradas entre paredes sin puertas ni ventanas; todas limitadas por edificios tan altos, que apenas dejan traslucir por entre los tejados un pedazo de cielo; raras ventanas guarnecidas de gruesas barras de hierro, grandes puertas adornadas con enormes clavos y patios obscuros y estrechos.

Anduve mucho tiempo sin encontrar á nadie: llegué por fin á una de las calles principales; tenía tiendas y estaba llena de hombres, mujeres y niños, pero no era tan ancha como un corredor ordinario. Todo está allí en proporción con la calle; las puertas parecen ventanas, las tiendas tienen el aspecto de nichos y desde fuera se ven todos los puntos secretos de la casa: la mesa puesta, los niños en sus cunas, la madre que se peina, el padre que se muda la camisa, todo da á la calle; nadie se figuraría estar en una ciudad, sino en una casa habitada por una sola y numerosa familia.

Tomé otra calle menos frecuentada: no se oía en -ella ni el volar de una mosca y retumbaban mis pasos hasta el cuarto piso de las casas. Las viejas me miraban, escondiéndose tras de las ventanas. Pasó un caballo y se hubiera creído que era un escuadrón y todo el mundo salió á ver lo que ora abuelo. El más ligero rumor resuena por todos lados; un libro que cae en un cuarto del segundo piso, un viejo que tose en un patio, una mujer que se suena no se sabe dónde, todo se oye. En algunos puntos todo ruído cesa de repente; os encontráis completamente solo, sin vestigio de vida. Son casas de hechiceros ó brujas, encrucijadas para una conspiración, callejones para una traición, antros para crímenes, ventanas hechas para conversaciones de amantes criminales, puertas siniestras que hacen sospechar, escaleras manchadas de sangre.

Pero en este laberinto de calles no hay dos que se parezcan. Cada una de ellas tiene un algo particular: aquí un arco, allá una columna, más lejos una escultura. Toledo es un emporio de tesoros de arte; por poco que se escarben las paredes, se descubren en todas partes recuerdos de todos los siglos; bajo-relieves arabescos, ventanas moriscas, estatuas.

Los palacios tienen las puertas adornadas con placas de metal cincelado, llamadores históricos, clavos con la cabeza de labor finísima, escudos, emblemas, y forman un contraste chocante con las casas modernas, llenas de medallones, guirnaldas, amores, urnas y animales fantásticos. Pero estos adornos no perjudican al aspecto severo de Toledo.

Por donde quiera que volváis los ojos, veréis algo que os recordará la ciudad fuerte de los árabes. Por poco que se afane vuestra imaginación, podréis reconstruir con los vestigios allí esparcidos todo el conjunto de aquel borroso cuadro, y entonces la ilusión será completa; veréis la gran Toledo de la Edad media, y olvidaréis la soledad y el silencio de sus calles. Pero será una ilusión de pocos instantes, pasada la cual caeréis en una triste meditación y no veréis más, que el esqueleto de la ciudad antigua, la necrópolis de tres imperios, el gran sepulcro de la gloria de tres pueblos.

Toledo os recuerda vuestros sueños de la juventud después de haber leído las románticas aventuras de la Edad media. Habréis visto muchas veces en vuestros sueños ciudades obscuras rodeadas de fosos profundos, de altas murallas, de peñascos inaccesibles; habréis pasado por cien puentes levadizos; os habréis perdido por las calles de la ciudad tortuosas y llenas de hierba y habréis respirado ese aire húmedo de cárcel y tumba. Pues bien; habéis soñado con Toledo.

Lo primero digno de verse, después del aspecto general de la dudad, es la catedral, considerada muy justamente como una de las más bellas del mundo. La historia de esta catedral, según la tradición popular, se remonta á los tiempos del apóstol Santiago, primer obispo de Toledo, que señaló el sitio donde debía erigirse; pero la construcción del edificio, tal cual la admiramos ahora, empezó en 1227, bajo el reinado de San Fernando, y terminó después de doscientos cincuenta años de un trabajo casi continuo.

El exterior de esta inmensa iglesia ni es tan rico ni tan bello corno el de la catedral de Burgos.

Frente á la fachada se extiende una pequeña plaza y es el solo punto desde el cual puede abarcarse con la mirada una buena parte del edificio. La rodea una calle estrecha, aun levantando la cabeza no puede verse desde ella mas que el alto muro que cine la iglesia corno una fortaleza. La á adiada tiene tres grandes puertas: llamada la primera del Perdón, la segunda cid Infierno y la tercera del Juicio con una robusta torre que termina en una bella cúpula octógona. Pero por más que al dar la vuelta á la iglesia se haya convencido uno de que es inmensa, la verdad es que al penetrar en ella se queda maravillado ante tanta grandeza; el ánimo se siente de pronto sobrecogido por un vivo sentimiento de placer, que nace de aquella frescura, de aquella paz; de aquella sombra suave y de una luz misteriosa que penetra por los innumerables ventanales y se quiebra en mil rayos azules, verdes, amarillos, encarnados, que se deslizan como iris celestes, á lo largo de los arcos de las bóvedas y de las columnas.

Forman la iglesia cinco grandes naves separadas por ochenta y ocho enormes pilares, compuesto cada uno de diez y seis columnas unidas y apretadas como un haz de lanzas. Una sexta nave corta, forma ángulo recto con las cinco primeras, pagando entre el gran altar y el coro; y la bóveda de la nave principal se eleva majestuosamente por sobre las demás, cual si las humillara para pedirles homenaje. La luz prismática y el color claro de la piedra dan á la iglesia corno un aspecto de recogida alegría, que suaviza el tono melancólico de la arquitectura gótica, sin quitarle nada de su gravedad austera y meditabunda. Pasar de las calles de esta ciudad á las naves de la catedral es corno pasar de un calabozo á una plaza; uno mira á su alrededor, respira y vive.

Para examinar todos los detalles del altar mayor, se necesitaría mas tiempo que para estudiar la iglesia entera, Es una nueva iglesia; un conjunto de columnas, de estatuas, de hojas, se elevan por encima de los arquitrabes, serpentean en torno de los nichos, unos sostienen á los otros, se encaraman éstos sobre aquéllos, se ocultan, presentan por todos lados mil perfiles y grupos, escorzas, dorados, colores adornos de todos géneros, formar: un conjunto y un golpe de vista de una magnificencia llena de majestad y de gracia. El coro tiene tres líneas de sitiales maravillosamente esculpidos por Felipe de Borgoña y Berruguete, con bajo-relieves que representan hechos históricos, alegóricos y sagrados; son tenidos por uno de los más bellos monumentos del mundo. En el centro, en forma de trono, está la silla del arzobispo; alrededor un círculo de grandes columnas de jaspe; á los dos lados enormes facistoles de bronce, sosteniendo misales gigantescos; y dos órganos inmensos, uno enfrente del otro, y de los cuales se creería que va á brotar de un momento á otro un torrente de notas capaces de hacer temblar las bóvedas del templo.

El placer de la admiración, en estas grandes catedrales, se ve casi siempre turbado por importunos ciceroni, que se empeñan en que disfrutéis á su manera y antojo. Y por desgracia, os aseguro que los ciceroni españoles son los mas pertinaces del mundo. Cuando á uno de esos tipos se les pone entre ceja y ceja que habéis de pasar el día con él es ya como cosa hecha. Será en balde que les deis la callada por respuesta, que les dejéis charlar sin mirarles siquiera, que os paséis por vuestra cuenta como si no lo hubierais visto: todo es inútil. En un momento de entusiasmo, ante un cuadro ó una estatua, os escapa una palabra, un gesto, una sonrisa. Pues ya estáis cogidos, ya sois presa de ese inexorable pieuvree humano que, como dice Víctor Hugo, no deja en paz á su víctima sino cortándole la cabeza.

Mientras contemplaba las estatuas del coro, ví con el rabo del ojo á uno de esos pieuvres, un vejete de traza lastimosa, que con paso lento se me iba aproximando dando rodeos, como un ladrón, y mirándome con un aire que quería decir:

—¡Caiste en el garlito!

Yo seguí mirando las estatuas; el viejo se acercó á mí y las miró también. Y me preguntó de repente:

—¿Queréis que os acompañe?

—No,—le respondí yo;—no lo necesito.

Pero él, sin desconcertarse, añadió:

—¿Sabe V. quién fué Elpidio?

La pregunta era tan singular, que no pude por menos que preguntarle á mi vez:

—¿Quién habéis dicho?

—Elpidio,—respondió,—fue el segundo obispo de Toledo.

—¿Y qué?

—¿Y qué? Que el obispo Elpidio fué quien tuvo la idea de consagrar esta iglesia á la Virgen, y á ello se debió que la Virgen visitara la iglesia.

—¿Y cómo se sabe?

—¿Cómo se sabe? Porque se ve.

Seguramente querréis decir que la vieron.

—Quiero decir que se la ve todavía; tened la bondad de venir conmigo.

Diciendo esto se puso en marcha, y yo, movido á curiosidad por saber en qué consistía esa prueba visible del descendimiento de la Virgen, le seguí. Nos detuvimos ante una especie de tabernáculo, junto á uno de los grandes pilares de la nave central. El cicerone me mostró una piedra blanca enclavada en el muro, cubierta con una reja de hierro, con esta inscripción alrededor:


Cuando la Reina del cielo
Puso los pies en el suelo.
En esta piedra los puso.


—Entonces,—pregunté yo,—¿la santa Virgen ha puesto realmente sus pies en esta piedra?

—Realmente, sobre esta piedra,—me respondió el vejete; y pasando su dedo por entre los hierros de la reja tocó la piedra, besó su dedo, hizo la señal de la cruz y me hizo una seña que quería decir: «Ahora, usted»

—¿Yo?—le dije.—¡Oh! amigo mío, yo no puedo.

—¿Por qué?

—Porque yo no me siento digno de tocar esa piedra divina.

El cicerone me comprendió, y mirándome á la cara muy seriamente, me dijo:

—¿Usted no cree?

Yo miré á un pilar. Entonces el viejo me hizo seña de que le siguiera y se dirigió hacia un ángulo de la iglesia, murmurando: Cada uno es dueño de su alma ,Un monaguillo, que estaba cerca de nosotros y que había adivinado de qué se trataba, lanzóme una mirada penetrante como una hecha y murmurando yo no sé qué, se fué por el lado opuesto.

Las capillas, son lo que deben ser para tal iglesia. Casi todas encierran algún hermoso monumento; en la capilla de Santiago, detrás del altar mayor, se hallan dos magníficas tumbas de alabastro que guardan los restos del condestable Alvaro de Luna y su mujer; en la capilla de San Ildefonso, la tumba del cardenal Gil Carrillo de Albornoz; en la capilla de los Reyes nuevos, las tumbas de Enrique II, de Juan II y Enrique III ; en la capilla del Sagrario, un magnífico circuito de estatuas y bustos de mármol, de plata marfil y oro, una colección de cruces y reliquias de inestimable valor, los restos de Santa Leocadia y Santa Eugenia, guardados en dos cajas de plata cincelada, del más delicado trabajo.

La capilla Mozárabe, que corresponde á la torre de la iglesia, y que fué construida para perpetuar la tradición del rito cristiano primitivo, es tal vez la que merece mayor atención, Una de sus paredes se halla completamente cubierta de una pintura al fresco, gótica, representando un combate entre los moros y los habitantes de Toledo, perfectamente conservada hasta en sus más delicadas tintas. Es una pintura que vale por un libro de historia. En ella se ve Toledo tal cual antes era, con todas sus murallas y habitaciones; los campos ce los dos ejércitos, las armas, las caras, todo ejecutado de un modo tan acabado y perfecto, y no sé qué belleza en las líneas, que responde perfectamente á la idea vaga y fantástica que nos hemos formado de aquellos siglos y de aquellos pueblos. Otros dos frescos laterales representan los navíos que llevaron los árabes á hispana, y ofrecen también mil detalles de la marina de la Edad media, y ese aire del tiempo, si me es dable expresarme así, que hace sonar y ver mil cosas que en los lienzos no están representadas, como una música lejana cuando se mira un paisaje.

Después de las capillas se visita la sacristía, donde se hallan acumuladas riquezas que bastarían á poner á flote la hacienda de España, Hay, entre otras, una gran sala cuya bóveda está adornada con un fresco de Luca Giordano, que representa una visión del paraíso, con una miriada de ángeles, santos, figuras alegóricas que no tan en el aire ó que se elevan, cual si salieran de la cornisa en mil actitudes atrevidas, y movimientos y giros capaces de haceros perder la cabeza.

El cicerone, al mostrarme aquel prodigio de imaginación y de trabajo, que, al decir de todos los artistas y para servirme de una feliz expresión española, es de un mérito atroz, os ruega que miréis atentamente el rayo de luz que desciende del centro de la bóveda y se quiebra contra la pared. Miráis con efecto, y dáis, mirando, una vuelta alrededor de la sala; en cualquier sitio de la misma en que os halléis, os parece que aquel rayo de luz os cae verticalmente sobre la cabeza.

De esta sala pasáis á un cuarto vecino, pintado admirablemente al fresco por el sobrino de Berruguete, y de éste á un tercero, donde su sacristán expone á vuestros ojos todos los tesoros de la catedral: los enormes candelabros de plata, los copones resplandecientes de rubíes, la custodia, cuajada de diamantes, los ornamentos de damasco bordados de oro, los ropajes de la Virgen, cubiertos de arabescos, flores y estrellas de perlas, que á cada movimiento os deslumbran con rayos de mil colores, que fatigan la mirada. No basta tina hora para ver de pasada todo ese conjunto de tesoros, que bastarían á satisfacer la ambición de diez reinas y á enriquecer los altares de diez basílicas. Cuando el sacristán, después de habéroslo mostrado todo, busca en vuestros ojos una muestra de admiración, sólo la encuentra de estupor y aturdimiento; vuestra imaginación está lejos; vaga por las regiones fabulosas de las leyendas árabes, en las cuales los genios bienhechores acumulan todas las riquezas soñadas por la ardiente fantasía de un sultán enamorado.

Era la víspera del Corpus, y en la sacristía se preparaba todo para la procesión. No puede haber nada más desagradable y que menos se avenga con la tranquila y noble majestad de la iglesia, que esos preparativos de comedia en ocasiones semejantes. Diríase que son los bastidores de un teatro el día de un ensayo general. De una sala á otra iban y venían los monaguillos, cargados de sobrepellices, estolas y capas pluviales; aquí un sacristán mal humorado abría y cerraba con estrépito las puertas de un armario; allá un cura de rostro colorado llamaba con voz impaciente á un muchacho del coro que no le oía; otros curas atravesaban la sala corriendo, los hábitos mitad ajustados y mitad arrastrando: unos reían, hablaban otros y otros se comunicaban en voz alta de un cuarto á otro, por todas partes se oía el roce de las sotanas, respiraciones fatigosas un escándalo, un movimiento imposible de expresar

Fuí á ver el claustro, y como la puerta de la iglesia que á él conduce estaba abierta, lo ví antes de penetrar en él. Desde el centro de la iglesia se descubre una parte del jardín del claustro, un espeso grupo de grandes árboles, un bosquecillo, una gran masa de rica verdura, que parece cerrar la puerta y mostrarse como encuadrada dentro de un arco elegantísimo, entre dos esbeltas columnas del pórtico que lo rodea. Es una vista deliciosa que hace pensar en los jardines orientales, vistes por entre las columnas de una mezquita. El claustro es vasto y está rodeado de un pórtico de estilo ligero á la par que severo; las paredes están todas adornadas con grandes pinturas al fresco. El cicerone me recomendó que descansara un poco para prepararme á subir al campanario; me apoye en un pequeño muro, á la sombra de un árbol, y así estuve hasta que me sentí con ánimo de emprender la ascensión, Durante este tiempo, el guía celebraba con frases ampulosas las glorias de Toledo, llegando su imprudente patriotismo hasta el extremo de llamar á su ciudad una gran ciudad comercial, que podía rivalizar con Barcelona y Valencia, y una fortaleza capaz de dejar burlados á diez ejércitos alemanes y á un numero indefinido de baterías de cañones Krupp. Yo asentía á sus habladurías y el buen hombre se despachó á su gusto con un placer infinito ¡Cómo me reí de aquella tonta vanidad!

Por último, cuando estuvo hinchado de orgullo hasta no caber en el claustro, díjome:—Podemos ir—y se adelantó hacía la puerta del campanario.

Al llegar á la mitad, nos detuvimos para tomar aliento. El cicerone llamó á una pequeña puerta, por la cual salió un sacristán que nos abrió otra, y me hizo entrar en un corredor, donde ví una hilera de maniquís muy bien vestidos.

—Cuatro de ellos,—me dijo el guía,—representan Europa, Asia, América y Africa, y otros dos: la Ley y la Religión. Están hechos de manera que un hombre puede esconderse debajo y levantarlos del suelo.

—Se sacan,—díjome el sacristán,—en ocasión de las fiestas realesy los pasean por la ciudad.

Y para mostrarme cómo se hacía, escondióse debajo de las ropas de Asia. Condújome después á un ángulo de la sala, donde había un enorme monstruo. Pero no supo decirme lo que significaba aquella máquina extraña, que al tocarla, no se por dónde, alargaba el cuelloo y movía la cabeza, haciendo un ruído infernal; quiso que admirara la maravillosa imaginación española, que crea tantas cosas nuevas, capaces de sorprender á todos los mundos que navegan por el infinito. Admiré, pague, y seguí mi ascensión con mi pieuvre de Toledo.

Desde lo alto del campanario se goza de un panorama admirable; la ciudad, á as montañas, el río, un vasto horizonte, y debajo la inmensa mole de la catedral, que parece una montaña de granito. Pero á poca distancia hay otra elevación desde la cual todo se ve mejor; así, pues, sólo permanecí algunos instantes en el campanario, tanto más cuanto á aquellas horas brillaba un sol ardiente que confundía todos los colores de la ciudad y del campo en un océano de luz.


Al salir de la catedral mi cicerone me llevó á ver la famosa iglesia de San Juan de los Reyes, construida á las orillas del Tajo. Mi cabeza se confunde todavía al recordar las vueltas y rodeos que tuvimos que dar antes de llegar al renombrado templo. Era medio día; las calles estaban desiertas, y á medida que nos apartábamos del centro de á á ciudad, la soledad se iba haciendo mas triste; no se veía ni una puerta, ni una ventana abiertas, ni se oía el más insignificante ruído. Por un momento supuse que mi guía podía estar de acuerdo con algún asesino, para llevarme á un sitio á par nido y despojarme de cuanto llevaba encima. Tenía una facha sospechosa, y miraba de un lado para otro, como quien medita un crimen.

¿Hemos de andar mucho todavía?—le preguntaba á cada instante; y me contestaba siempre;

—Hemos llegado ya.

Pero lo cierto era que no llegábamos nunca.

Al llegar á cierto punto mí inquietud se trocó en espanto; en una callejuela tortuosa se abrió una puerta, aparecieron dos hombres barbudos, saludaron con una sena á mi pieuvre y fueron siguiéndonos. Sólo había para mí un medio de salvación: arrimarle un puñetazo al cicerone, que diera con su cuerpo en tierra, pasar por encima de su cadáver y tomar carrera. ¿Pero por dónde? Y por otra parte me acordaba de los elogios que prodiga M. Thiers á las piernas españolas en su Histoire de la guerre de l'indépendence, y pensé que la fuga no me proporcionaría más ventaja que recibir las puñaladas en la espalda, en lugar de recibirlas en el pecho. ¡Ay de mil ¡Morir sin ver Andalucía! ¡Morir después de haber hecho tantos preparativos! ¡Después de haber dado tantas propinas! ¡Morir con los bolsillos llenos de cartas de recomendación, con un portamonedas lleno de doblones, con un pasaporte lleno de firmas! ¡Morir traidoramente! Pero Dios no lo quiso. Al doblar la primera esquina, los dos barbudos desaparecieron y me ví en salvo. Entonces, tocado de arrepentimiento por haber supuesto á aquel pobre viejo capaz de un crímen, pasé á su izquierda, le ofrecí un cigarro y le dije que Toledo vaha dos veces más que Roma, y oirás mil finezas; Por fin llegamos á San Juan de los Reyes.

Es una iglesia que tiene todo el aspecto de un palacio Real. La parte más alta se halla cubierta por una terraza, rodeada de un parapeto tallado y esculpido, sobre la cual se eleva una línea de estatuas de reyes; y en medio se levanta una hermosa cúpula exagonal que completa armoniosamente el edificio. De las paredes penden largas cadenas de hierro, que fueron quitadas á los cristianos prisioneros después de la conquista de Granada y que dan á la iglesia, con el color sombrío de la piedra, un aspecto severo y pintoresco. Entramos y atravesamos dos ó tres salas desnudas y sin baldosas, sembradas de montones de tierra y de ruinas: subimos por una escalera y nos encontramos sobre una alta tribuna, en á Interior de la iglesia que es uno de los más bellos y distinguidos monumentos del arte gótico. Es una nave grandiosa, dividida por cuatro bóvedas cuyos arcos se cruzan formando ricos rosetones. Los pilares se hallan cubiertos de guirnaldas y arabescos; los muros adornados con profusión de Bajorrelieves, con enormes escudos de Aragón y Castilla, águilas, cimeras, animales heráldicos, follajes ó inscripciones emblemáticas; la tribuna, esculpida con rica elegancia, da la vuelta á la iglesia, y el coro se halla sostenido por un atrevido arco. El color de la piedra es gris pálido y todo se halla acabado ó intacto, como sí la iglesia hubiese sido construida recientemente, en lugar de haberlo sido á últimos del siglo XV.

De la iglesia bajamos al claustro, que es una verdadera maravilla de escultura y arquitectura. Columnas esbeltas y elegantes, que podrían quebrarse de un solo martillazo, parecidas á troncos de arbustos, sostienen capiteles sobrecargados de estatuas y adornos, de donde se destacan, como ramas inclinadas, arcos adornados con flores, pájaros y animales grotescos.

Las paredes se hallan cubiertas de inscripciones en caracteres góticos, confundidas con follajes y arabescos de una gran delicadeza. A cualquier parte que uno mire, halla la gracia y la riqueza reunidas con una armonía que encanta; no podría pintarse en más reducido espacio, con un arte más exquisito mayor abundancia de cosas ricas y hermosas. Es un frondoso jardín de esculturas, es una gran sala adornada de bordaduras, de encajes y tapicerías de mármol, un gran monumento majestuoso como un templo, magnífico como un palacio de reyes, delicado como una joya, gracioso como un ramo de flores.

Después del claustro, puede verse un museo de pinturas que sólo contiene cuadros de escaso valor; luego el convento con sus largos corredores, sus escaleras estrechas, sus celdas vacías, pronto á arruinarse en algunos puntos y en otros arruinado ya, y todo desierto y triste como un edificio incendiado.


No lejos de San Juan de los Reyes hay otro monumento digno de ser visto; un curioso resto de la época judaica, la sinagoga llamado hoy Santa Maria la Blanca.

Entráis en un jardín inculto y llamáis á la puerta de una casa de aspecto miserable; la puerta se abre...Es un sentimiento de extrañeza, una visión oriental, la revelación imprevista de otra religión y de otro mundo. Se ven cinco naves estrechas, separadas por cuatro hileras de pilares octógonos, que sostienen otros tantos arcos turcos apoyados sobre capiteles estucados, de distintas formas; el techo es de madera de cedro, dividido en secciones iguales. Por todas partes arabescos é inscripciones árabes: la luz cenital; todo es allí blanco. La sinagoga fué transformada en mezquita por los árabes, la mezquita convertida en iglesia por los cristianos, de manera que no es ninguna de las tres cosas. Pero guarda en todas partes su carácter de mezquita; la mirada vaga por allí con indecible placer y la imaginación sigue de arcada en arcada las fugitivas imágenes de un voluptuoso paraíso.

Vista Santa María la Blanca, no me sentí con fuerzas para ver nada más; y rehusando todas las tentadoras proposiciones del cicerone, le pedí que me guiara á la fonda. A ella lleguemos después de un largo viaje á través de un laberinto de callejuelas solitarias. Puse una peseta y media en la mano de mi inocente asesino, que encontró la suma mezquina y me pidió todavía (me río de la palabra) una pequeña gratificación; entré en el comedor para devorar una chuleta.


Por la tarde fuí á ver el alcázar. El nombre hace esperar un palacio árabe, pero, de tal, sólo le queda el nombre; el edificio que hoy se admira fué construído bajo el reinado de Carlos V. sobre las ruinas de un castillo que existía allí desde el siglo VIII, del cual sólo se encuentran vagas referencias en las crónicas de aquel tiempo. Este edificio se eleva en una altura que domina la ciudad, de suerte que se ven sus muros y sus torres de todos los puntos algo descubiertos de las calles y puede servir al extranjero para no perderse en aquel laberinto. Yo gané la altura por una muy larga senda que serpentea como la que desde abajo conduce á la ciudad, y me encontré á la puerta del alcázar. Es un inmenso edificio cuadrado, en cuyos ángulos se levantan cuatro gruesas torres que le dan un aspecto formidable de fortaleza. Delante de la fachada se extiende una vasta plaza y alrededor una cadena de bastiones almenados á la manera oriental. Todo el edificio es de un vigoroso tono calcáreo, de mil variados matices, debido al pincel de ese poderoso pintor de monumentos, el sol tórrido del Mediodía, y que resalta con más vigor por la nitidez del cielo, sobre el cual destacan los majestuosos contornos de las murallas. La fachada está llena de arabescos, con un gusto lleno de distinción y elegancia. El interior del palacio responde al exterior: tiene un ancho patio, rodeado de dos órdenes de graciosas arcadas sobrepuestas, sostenidas por ligeras columnas, con una monumental escalera de mármol, que se eleva frente á la puerta y se divide á poca distancia del suelo en dos parles que se desvían, la una por la derecha y á á otra por la izquierda, hasta el interior del palacio. Para juzgar mejor de la belleza de éste es necesario colocarse en la bifurcación de la escalera; desde allí se domina con la mirada toda la armonía del edificio, que os causa una sensación de placer, como os lo produciría un gran concierto, cuyos músicos estuvieran dispersos y escondidos.

A excepción del patio, las demás partes del edificio, las escaleras, las cámaras, los corredores, todo se agrieta ó está ruinoso. Se trabaja hoy día para convertir el palacio en escuela militar; blanquean las paredes, levantan tabiques para hacer grandes dormitorios numeran las puertas y se cambia el palacio en cuartel. Lo que resta intacto son los grandes subterráneos que servían de caballerizas en tiempo de Carlos V. y que pueden contener todavía muchos miles de caballos; el guía me hizo mirar por una guardilla, desde donde ví un abismo. Subimos después á una de las cuatro torres por una serie de escaleras poco sólidas; el guarda abrió con unas tenazas y un martillo una ventana cerrada y me dijo, con la expresión de quien va á mostrar una maravilla:

—¡Mire usted!

Es un panorama inmenso. La ciudad de Toledo se ve á vista de pájaro, calle por calle, casa por casa, como se vería su plano extendido sobre una mesa; aquí la catedral, que se eleva por encima de la ciudad como una ciudadela desmesurada, y hace que parezcan todos los edificios que la rodean, casas juguetes de niños; allá la terraza rodeada de estatuas de San Juan de los Reyes; por otro lado las torres almenadas de la Puerta Nueva; la Plaza de toros; el Tajo que corre á los pies de la ciudad entre dos riberas de piedras; más allá del río, fuera del puente de Alcántara, sobre un peñasco escarpado, las ruinas de la antigua fortaleza de San Servando más lejos una vasta llanura, y más allá rocas, colinas y montes, hasta perderse de vista, y encima un cielo puro y el sol poniente que dora las cumbres de los viejos edificios y hace brillar el río como una inmensa cinta de plata.

Mientras contemplaba este magnífico espectáculo, el guarda que había leído la historia de Toledo y que quería demostrármelo, me contó todo género de anécdotas con ese lenguaje medio poético y medio fastidioso que es peculiar de los españoles del Mediodía. Ante todo quiso darme á conocerla historiado los trabajos de la fortificación, y como no viera nada donde él me decía verse distintamente algo, me resigné á no entender ni una palabra.

Me dijo que Toledo había sido tres veces fortificada y que se veian todavía los vestigios de las tres fortificaciones.

—Mirad,—me decía;—seguid la línea que describe mi dedo: aquella es la fortificación romana, la más estrecha y de la cual se ven los restos todavía. Mirad ahora más lejos: aquella de allá, mas vasta, es la fortificación goda. Ahora seguid con la mirada una curva que abarque las dos primeras: esta es la fortificación árabe, la más reciente. Pero los árabes levantaron una pequeña muralla sobre las ruinas de la fortificación romana; la veréis fácilmente. Observad ahora la dirección de las calles que convergen en el punto más elevado de la ciudad: veréis que todas las calles suben en zig-zag; se construyeron así expresamente para á á defensa de la ciudad, aun después que se hubiesen perdido las murallas, y se han construído las, casas unas junto á otras para poder sallar de techo en techo. Esto está á la vista; además los árabes lo dejaron por escrito. Así, pues, me hacen re ir los señoritos de Madrid que vienen aquí y exclaman: «¡Qué calles!» Se ve que no saben una palabra de historia, porque por poco que supieran, si leyeran, en vez de pasar el día en el Prado ó en Recoletos, comprenderían que en las calles de Toledo tienen su razón de ser y que Toledo no es una ciudad para los ignorantes.

Yo me eché á reir.

—¿Usted no cree?—prosiguió el guarda.—Pues es un hecho evidente. No hace más allá de una semana, para citaros un hecho, que vino aquí un caballero de Madrid con su mujer. Ya al subir la escalera habían dicho algo de la ciudad, de las calles estrechas y de las casas negras. Cuando miraron por esa ventana y vieron esas dos viejas torres allá abajo, en la llanura, sobre la orilla izquierda del Tajo, me preguntaron qué era aquello y yo les contesté: Los palacios de Galiana.—¡Oh! ¡qué hermosos palacios—exclamaron ellos; y se echaron á reír y miraron á otro lado. ¿Por qué? Porque no saben la historia. Sin duda que tampoco usted la sabrá; pero usted es extranjero y es muy distinto. Sepa, pues, que el gran emperador Carlo magno vino á Toledo cuando era joven todavía el rey Galafro reinaba entonces y habitaba en aquel palacio. Galafro tenía una hija que se llamaba Galiana, herniosa como un ángel; y como Cario magno fué huésped del rey y veía todos los días á la princesa, se enamoró de ella con toda su alma y ella de él.

Pero tenía un rival, y era éste el rey Guadalaxara, un moro gigantesco, de una fuerza de Hércules y de un valor de león. Este rey, por ver á la princesa sin ser visto, hizo construir una gruta subterránea que iba nada menos que desde la ciudad de Guadal al ara hasta los fundamentos del palacio. Pero lo bueno del caso era que la princesa no podía verle ni en pintura, y cuantas veces él llegaba, le mandaba ella á paseo. El rey enamorado no se desanimaba por esto, y tantas y tantas vueltas dió á su alrededor, que Carlomagno, que, como se comprende fácilmente, no era hombre que se dejara imponer de nadie, perdió la paciencia y por último le desafió. Se batieron; la lucha fué terrible, pero el moro quedó vencido, por más que fuera un gigante. Una vez muerto, Carlomagno le cortó la cabeza, que depositó á los pies de su amada; ella agradeció la delicadeza de la ofrenda, se hizo cristiana, se casó con el príncipe y partió con él para Francia, don -de fué proclamada emperatriz.

—¿Y la cabeza del moro?

—Usted se ríe; pero éstos son hechos indudables. ¿Vé usted allá abajo, en el punto más elevado de la ciudad, ese viejo edificio? Es la iglesia de San Ginés. ¿Sabe usted lo que hay dentro? Nada menos que las puertas de un subterráneo que se extiende á tres leguas de Toledo. ¿No lo cree usted? Escuche, pues. En el lugar donde se eleva ahora la iglesia de San Ginés había, antes de que los moros invadiesen la España, un palacio encantado. Ningún rey había tenido nunca el valor de penetrar en él, y los que tal vez se hubieran sentido con ánimo para ello, no entraron tampoco, porque, según la tradición, el primero que lo verificara causaría la pérdida de España. Por fin el rey Rodrigo antes de partir para la batalla de Guadalete, esperando hallar allí dentro tesoros que le proporcionasen el medio de rechazar la invasión árabe, hizo derrumbar la puerta, y precedido de los guerreros que le franquearon la entrada, penetró en el subterráneo. Con mucha pena, combatidas las antorchas por el viento furioso que soplaba en aquellos conductos subterráneos, llegaron á una cámara misteriosa, donde hallaron un cofre sobre el cual había escritas estas palabras: «El que me abra verá maravillase El rey ordenó que lo abrieran y así se hizo después de esfuerzos inauditos; pero en vez de oro y diamantes, sólo se encontró una Lela arrollada, con esta inscripción: «España será bien pronto destruída por éstos». Aquella misma noche estalló una violenta tempestad, el palacio encantado quedó hecho un montón de ruinas y poco tiempo después los árabes entraron en España. ¿Paréceme que usted no lo cree?

—¿Qué dice usted? ¡Pues no he de creerlo!

Pero esta historia va unida á otra. Usted sabe sin duda alguna que el conde Julián, comandante de la fortaleza de Ceuta, hizo traición á España, dejando pasar á los árabes, á quienes hubiera podido cerrar el camino. Pero lo que usted no sabe seguramente, es el motivo de la traición. El conde Julián, tenía una hija en Toledo, la cual iba todos los días á bañarse en el Tajo, con otras jóvenes, amigas suyas. Quiso la desgracia que el sitio donde se bañaba, y que se conoce hoy día por Los baños de la Cava, estuviera junto á una torre á la cual el rey Rodrigo iba á pasar las horas ardientes del día. Una vez, la hija del conde Julián, que se llamaba Florinda, fatigada de jugar en el aguarse sentó á la orilla y dijo á sus amigas:—¿Vamos á ver cuál de nosotras tiene la pierna más bonita?—¡Vamos á verlo!—contestaron ellas; y dicho y hecho, se sentaron todas en torno de Fio rinda, mostrando cada una sus bellezas. Pero Florinda ganó á todas; y desgraciadamente, en el momento precioso en que decía á sus amigas: «¡Mirad: el rey Rodrigo miraba también, escondido tras de una ventana. Joven y libertino, naturalmente, se encendió como un fósforo, hizo el amor á la bella Florinda, la sedujo y después la abandonó; y de ahí vino el furor vengativo del conde Julián y de ahí nacieron la traición y la invasión.

Al llegar aquí comprendí que tal vez había escuchado demasiado tiempo; dile al guarda dos reales, que se metió en el bolsillo con un gesto lleno de dignidad, y dando á Toledo una última mirada bajé de la torre.

Aquella era la hora del paseo: la calle principal ancha apenas para que por ella pudiera pasar un coche, estaba llena de gente: hallábanse tal vez allí unas cien personas, pero producían el efecto de una muchedumbre; la noche se venía encima, se iban cerrando las tiendas, y alguna luz empezaba á brillar acá y acullá. Fuí á comer y salí en seguida por no perder el espectáculo del paseo.

Era ya de noche; no había más claridad que la de la luna y no se veía la cara de las personas. Me pareció que me paseaba entre una procesión de espectros y fuí presa de la melancolía.

Pensar que estoy solo,—me decía,—que en toda la ciudad no hay un alma que me conozca, que si muriera aquí repentinamente no habría un perro que dijera:—;Pobre muchacho, era un buen chico!—Ví pasar jóvenes alegres, padres de familia con sus hijos, novios, ó que lo parecían por el aspecto, con una hermosa joven del brazo; todos iban en compañía, hablaban, reían y se paseaban sin dedicarme una mirada. ¡Qué triste me sentía! ¡Y cuán dichoso hubiera sido si un muchacho, un pobre, un agente de policía me hubiera dicho:—¡Caballero, me parece que conozco á usted!—Pero es imposible, soy extranjero, nunca había estado en Toledo, no puedo hablar con nadie: ¡estoy solo!

Pero recordé en aquel entonces que en Madrid, me habían dado una carta para un vecino de Toledo; corrí á la fonda cogí la carta y volé á casa del vecino. En ella se hallaba y me recibió muy cortesmente. Al oirle pronunciar mi nombre, me asaltó tal alegría que de muy buena gana le hubiera dado un abrazo. Era don Antonio Camero, autor de una historia de Toledo muy apreciada. Pasamos la noche juntos; le pregunté cíen cosas á la vez, díjome él mil, me leyó algunas hermosas páginas de su libro que me hicieron conocer á Toledo mejor que la hubiera era conocido en un mes de permanecer en ella.

La ciudad es pobre, y más pobre, muerta: los ricos la han abandonado para ir á vivir en Madrid y los hombres de talento han seguido á los ricos. No hay comercio alguno; la industria de lanas, única de la ciudad, sostiene á algunos centenares de familias, pero no basta; la instrucción popular se halla descuidada, y el pueblo es indolente y miserable. Pero no ha perdido su antiguo carácter. Como todos los pueblos de una ciudad celebre caída, el pueblo de Toledo es noble y caballeresco: aborrece las acciones bajas; cuando puede hace justicia por su propia mano, castigando á los ladrones y asesinos; y por más que el poeta Zorrilla le llamó un día, sin metáfora, un pueblo imbécil, no es seguramente tal: es atento y valiente. Participa de la gravedad de los españoles del Norte y de la vivacidad de los del Mediodía, el justo medio entre el castellano y el andaluz, habla el español con elegancia, con más variedad de acento que el pueblo de Madrid, con menos descuido que el de Córdoba y Sevilla; ama la poesía y la música y está orgulloso de haber albergado en su seno al dulce Garcilaso de la Vega, reformador de la poesía española, al ingenioso Francisco de Rojas, autor de García del Castañar; como también de haber dado albergue dentro de sus murallas á artistas y sabios de todos los países del mundo que van á estudiar allí la historia de tres pueblos y los monumentos de tres civilizaciones.

Pero cualquiera que sea el carácter de su pueblo, Toledo ha muerto: la ciudad de Wamba, Alfonso el Bravo y Padilla no es más que una tumba. Desde que Felipe II le quitó la corona de capital, ha ido de día en día en decadencia, y declina todavía, va quedando destruida poco á poco, sola sobre la cumbre de su triste montaña, como un esqueleto abandonado sobre un islote en medio del mar.

Llegué á la fonda poco después de media noche, y aunque brillaba la luna, tuve que andar á tientas como un ladrón, porque aun cuando brille la luna, Toledo queda en la sombra, ya que los rayos del astro de plata no penetran hasta sus calles estrechas. Tenía la cabeza llena de baladas fantásticas, en las cuales se describen las calles de la ciudad imperial, recorridas de noche por caballeros envueltos en sus anchas capas, que cantan al pie de las ventanas de sus bellas, se baten, se matan, escalan los palacios y roban á las doncellas; así me imaginaba que iba á oír el puntear de las guitarras, el ruído de las espadas y los gritos de los moribundos. Pero nada de eso: las calles estaban desiertas y silenciosas y las ventanas obscuras; apenas se oía al revolver de una esquina y en las encrucijadas, algún ligero ruído ó murmullo fugitivo, cuya procedencia nadie hubiera sido capaz de descubrir. Llegue á la fonda sin haber robado ni una sola dama, lo cual era algo desagradable, pero sin haberme nadie abierto un ojal en el vientre, lo que sin duda no dejaba de ser una consoladora compensación.


Al día siguiente por la mañana visité el hermoso edificio del hospital de Santa Cruz, la iglesia de Nuestra Señorea del Tránsito, antigua sinagoga, los restos de un anfiteatro y de una naumaquia romana, y la famosa fábrica de armas, donde compre un hermoso puñal con mango plateado y hoja adamascada, que en este momento tengo sobre la mesa, y que me hace creer cuando le tengo entre las manos con los ojos cerrados, que me encuentro todavía allá, en el patio de la fábrica, á una milla de distancia de Toledo, en medio de un grupo de soldados y de una nube de humo de cigarritos.

Me acuerdo que, al volver á pie á Toledo, al atravesar un campo solitario como un desierto y mudo como unas catacumbas, una formidable voz me gritó:

—¡Fuera el extranjero!

La voz procedía de la ciudad. Me detuve. El extranero era yo; aquel grito iba dirigido á mí, la sangre se heló en mis venas; la soledad y el silencio de aquel sitio aumentaban mi temor. Anduve más á prisa, y la voz gritó de nuevo:

—¡Fuera el extranjero!

—¿Es esto un sueño?—me pregunté á mí mismo deteniéndome,—¿Estoy despierto? ¿Quién es ese que grita? ¿De dónde? ¿Por que?

Eché á andar, y la voz por tercera vez gritó: Detúveme una tercera vez, y como lleno de turbación mirase á mi alrededor, ví un chiquillo tumbado á la bartola, que mirándome y riendo me dijo:

—Es un loco que cree vivir en el tiempo de la guerra de la Independencia. Mire usted allí esta la casa de locos.

Y me enseñó el hospital de locos. Di un suspiro de alivio, capaz de apagar una antorcha encendida.

Por la tarde salí de Toledo con el disgusto de no haber tenido tiempo de ver y admirar todo lo antiguo y admirable que la ciudad encierra; disgusto que venía atenuando por el ardiente deseo de ver Andalucía, que no me dejaba un instante de reposo. ¡Pero cuánto tiempo tuvo á Toledo ante los ojos! ¡Cuánto tiempo ví y volví á ver sus rocas escarpadas, sus enormes murallas, sus calles obscuras, y aquel aspecto fantástico de ciudad de la Edad media! Todavía hoy me la represento muy á menudo, con cierta tristeza placentera y austera melancolía, y su imagen trae á mi espíritu mil extraños pensamientos de lejanos tiempos y de maravillosos acontecimientos.

VIII. Córdoba

Llegado á Castillejo, tuve que esperar hasta media noche el paso del tren de Andalucía; comí huevos duros y naranjas, con algunos tragos de Valdepeñas; me recite una poesía de Espronceda, charlé un poco con el carabinero (el cual, entre paréntesis, me hizo su profesión de fe política: Amadeo, libertad, aumento de paga á los carabineros, etc., etc.,) hasta que se oyó el suspirado silbido, y entré en un vagón, lleno de mujeres, niños y guardias civiles, cajas, almohadas y mantas. Y salimos con una rapidez no acostumbrada en los ferrocarriles de España.

La noche era hermosa. Mis compañeros de viaje hablaban de toros y de carlistas; una hermosa joven, que más de cuatro devoraban con los ojos, fingía estar durmiendo para dejar admirar á las gentes una muestra de sus actitudes nocturnas; uno liaba cigarritos, otro mondaba naranjas, otro tarareaba un aire de zarzuela. Quédeme dormido á los pocos minutos. Creo que estaba soñando con la mezquita de Córdoba y el Alcázar de Sevilla, cuando me despertó una voz ronca que gritaba:

—¡Puñales!

—¿Puñales? ¿Cómo? ¿Para quién?

Y antes de que viera al que había gritado, una hoja larga y aguda brilló ante mis ojos, y el desconocido me preguntó:

—¿Le gusta á V.?

Es necesario confesar que hay mil maneras más agradables de despertarle á uno. Miré las caras de mis compañeros, con tal aire de estupefacción que les hizo reir á todos. Me dijeron entonces que en algunas estaciones había vendedores de navajas y puñales, que ofrecían su mercancía á los viajeros, como se ofrecen en nuestro país diarios y refrescos. Asegurada ya mi vida, compré mi espantajo; cinco francos, un hermoso puñal de tirano de tragedia, con el mango cincelado, inscripciones en la hoja y una vaina de terciopelo bordado. Me lo puse en el bolsillo, pensando que podría servirme en Italia para terminar las cuestiones con los editores. El vendedor llevaba más de cincuenta en el cinturón. Otros viajeros también compraron; los guardias civiles elogiaron á un vecino mío por su elección: los niños gritaron: «¡Yo también quiero uno!» Las mamás respondieron: «Ya os compraremos después uno más largo.»

—¡Oh, bienaventurada España!—exclamé yo. Me acorde con ira de nuestras bárbaras madres, que nos niegan el juguete de una hoja bien afilada.

Atravesamos la Mancha, la famosa Mancha, teatro inmortal de las aventuras de Don Quijote. Es tal como me la había imaginado: grandes llanuras desiertas, largos espacios de arenosos terrenos, algunos molinos de viento, escasos pueblos y miserables, solitarias sendas y viejas casas abandonadas. Al ver aquellos sitios, experimenté el sentimiento de melancolía que despierta en mí todavía la lectura del libro de Cervantes. Este no puede hacer reír sin que la sonrisa arranque lágrimas. Don Quijote es una figura triste y solemne; su locura es una lamentación; su vida es la historia de los sueños, de las ilusiones, de los desencantos, de las aberraciones de todos; la lucha de la razón con la imaginación, de la verdad contra la mentira, del ideal contra lo real; todos tenemos algo de Quijotes, todos tomamos los molinos de viento por gigantes, todos nos dejamos levantar por un arranque de entusiasmo y somos arrojados al sucio por una carcajada burlesca; todos somos una mezcla de solemnidad y locura; todos sentimos con profunda amargura el contraste perpetuo entre la grandeza perfecta de nuestras aspiraciones y la flaqueza de nuestras facultades. ¡Bellos sueños de la infancia y de la adolescencia, generosos alientos de consagrar nuestra vida á la defensa de la virtud y de la grandeza, caras imágenes de peligros afrontados, de luchas aventureras, de grandes acciones y amores sublimes, caídos uno á uno como los pétalos de una flor, sobre el estrecho y uniforme sendero de la vida, cómo os hace revivir en nuestra alma, y cuán provechosas y dulces enseñanzas os da el generoso y desdichado caballero de la ¡Triste figura!

Pasa el tren por Argamasilla del Alba, donde Don Quijote nació y murió, y donde el pobre Cervantes, colector del gran priorazgo de San Juan, en nombre del magistrado especial de Consuegra, fué arrestado por los deudores irascibles y retenido prisionero en una casa que, según dicen, existe todavía, y en la cual se supone que concibió el plan de su obra. Pasamos cerca de Valdepeñas, que da nombre á uno de los vinos más exquisitos de España, negro, algo picante, el solo tal vez que permite al extranjero del Norte frecuentes libaciones; y llegamos por último á Santa Cruz de Mudela, población celebre por sus fábricas de navajas, y donde el camino comienza á elevarse dulcemente hacia la montaña.

Había salido el sol; las mujeres y niños habían bajado del vagón, y sido reemplazados por paisanos, oficiales y toreros que iban á Sevilla. Se veía en tan reducido espacio una variedad de trajes que apenas se ve en nuestro país durante las ferias: sombreros altos de los habitantes de Sierra Morena; pantalones encarnados de soldados, grandes sombreros de picadores, tapabocas de gitanos, mantas catalanas, hojas de Toledo clavadas en las paredes, capuchones y ropas de todos los colores de Arlequín.


El tren penetra entre las rocas de Sierra Morena que separan el valle del Guadiana del Guadalquivir, célebre por los cantos de los poetas y las fechorías de los bandidos. El camino se desliza por entre dos murallas de piedras cortadas á pico, tan altas que para ver la cumbre me fué necesario sacar toda la cabeza fuera de la portezuela y torcer el cuello cual si quisiera ver el techo del vagón. Después las rocas se alejan y se elevan las unas sobre las otras, las primeras en forma de enormes masas hundidas, las últimas derechas, esbeltas, semejantes á torres erguidas sobre bastiones desmesurados, en medio de montones de masas dentelladas, ó formando escaleras, crestas, curvas, algunas como suspendidas en el aire, ó separadas por profundas cavernas y espantosos abismos, que presentan una confusión de formas caprichosas, siluetas de edificios fantásticos, de figuras gigantescas, de ruinas, ofreciendo á cada paso mil perfiles y aspectos inesperados. Y sobre esta infinita variedad de formas una variedad infinita de colores, sombras, reflejos y luces.

Durante mucho tiempo, á derecha é izquierda y á lo alto, no se ve más que piedra, sin una casa, sin una senda, sin un poco de tierra donde pueda asentarse la planta del hombre, y á medida que se avanza, rocas, barrancos, precipicios, todo se agranda, se cruza, se eleva hasta el punto culminante de la sierra, donde la soberana majestad del espectáculo os arranca un grito de admiración.

Allí el tren se detiene algunos minutos y todos los viajeros se asoman á las portezuelas.

Aquí,—dice alguno en voz alta;—iba saltando de risco en risco el Roto de la mala figura, para cumplir su penitencia (Cardenio, uno dé los personajes principales de Don Quijote, que saltaba en camisa por las rocas de la sierra, haciendo penitencia por sus pecados.)

—Yo,—añade el viajero,—quisiera que obligaran á hacer lo mismo á Sagasta

Todo el mundo se ríe y empiezan á buscar cada uno por su cuenta un hombre político conocido á quien imponer con la imaginación la misma penitencia: uno propone á Serrano, otro á Topete, y otros muchos sin reparar que á los pocos minutos de verse satisfechos aquellos deseos, se hubiera visto la sierra poblada de ministros, generales y diputados en camisa, saltando de roca en roca como la famosa piedra de Alejandro Manzoni.


Parte el tren, las rocas desaparecen y el valle delicioso de Guadalquivir, el jardín de España, el edén de los árboles, el paraíso de pintores y poetas, la venturosa Andalucía se desarrolla ante vuestros ojos. Experimento todavía la fruición de gozo infantil con que me abalancé á la portezuela, diciéndome á mí mismo; «¡Gocemos!»

Durante un largo espacio el campo no ofrece nuevo aspecto á la ardiente curiosidad del viajero. En Vilches se extiende una vasta llanura, más allá el campo raso de Tolosa, donde Alfonso VII, rey de Castilla alcanzó sobre los ejércitos musulmanes la famosa victoria de las Navas.

El cielo estaba límpido y se veían á lo lejos los montes de Sierra Segura. En un momento dado hice uno de esos rápidos movimientos que responden á un grito interior de sorpresa: los primeros aloes, de anchas hojas carnosas, mensajeros precursores ó inesperados de la vegetación del trópico, se presentaban, á un lado del camino. Más allá empiezan á aparecer los campos esmaltados de flores. Los primeros tienen algunas, los que siguen están ya cubiertos de ellas, pues hay vastas extensiones de terreno, vestidas enteramente de margaritas, amapolas, jazmines, belloritas, ranúnculos, de suerte que la campiña se presenta como una sucesión de inmensos tapices de púrpura, de oro y de nieve; y más lejos, entre los árboles, innumerables cintas azules, verdes, blancas, amarillas, hasta perderse de vista; y muy pronto, en el borde de los fosos, sobre los declives, en el mismo camino, flores agrupadas en espesuras, matorrales, unas sobre otras, formando ramos, temblando en los tallos, casi al alcance de la mano. Después ondulantes, campos de trigo con enormes espigas, rodeados de grandes rosales luego pequeños bosques de naranjos, plantaciones de olivares, colinas variadas por cien tonos de verde, con viejas torres moriscas, y casas de color vario, y entre ellas puentes blancos y ligeros echados sobre riachuelos escondidos por los árboles. En el horizonte aparecen las blancas cimas de Sierra Nevada; debajo de esta blanca cinta, otras cintas azules, onduladas, de más cercanas montañas: la campiña cada vez más variada y florida, Arjonilla, en medio de un bosque de olivares cuyos términos no se ven; Pedro Abad, en una llanura cubierta de viñedos y árboles frutales; Ventas de Alcolca, sobre las últimas colinas de Sierra Morena, pobladas de casas de campo y jardines. Se aproxima Córdoba; el tren vuela; se ven las pequeñas estaciones, medio ocultas entre árboles y llores: el viento introduce hojas de rosa en los vagones, grandes mariposas voltean tocando las portezuelas, un perfume delicioso se esparce en el aire, los viajeros cantan, se atraviesa un jardín hechizado, el aloe, los naranjos, las casas de campo se multiplican, Se oye un grito: «¡Allí esta Córdoba!»


¡Cuántas bellas imágenes y grandes recuerdos despierta en la memoria el eco de este nombre!

¡Córdoba, la antigua perla del Occidente, como la llaman los poetas árabes, la ciudad de las ciudades; Córdoba, con sus treinta barrios y sus treinta mil mezquitas, que encierra dentro de sus muros el templo mas grande del Islam. Su nombradla se extiende por todo el Oriente, obscureciendo la gloria de la antigua Damasco. De las más lejanas regiones del Asia, los fieles se trasladaban á las riberas del Guadalquivir, para prosternarse ante el Mihrab maravilloso de su mezquita, á la luz de mil lámparas de bronce, hechas con las campanas de las catedrales de España. Los artistas, los sabios, los poetas iban de todas las partes del mundo musulmán á llenar sus escuelas florecientes, á visitar sus inmensas bibliotecas, á aumentar la magnífica corte de sus califas. Los ricos y las hermosas allí acudían atraídos por la reputación de su esplendor. Y desde allí se esparramaban, ávidos de saber, á lo largo de las costas de Africa, visitaban las escuelas de Túnez, Cairo, Bagdad, y marchaban de la India á la China, para recoger libros, inspiraciones y recuerdos; y las poesías cantadas sobre las cumbres de Sierra Morena volaban de cítara en citara hasta los valles del Cáucaso, para animar el ardor de los peregrinos. La bella, la poderosa, la sabia Córdoba, coronada de treinta mil aldeas, mostraba orgullosamente sus blancos minaretes en medio de los bosques de naranjos y se respiraba á su alrededor, en aquel valle divino, un aliento voluptuoso de gloria y alegría.


Bajo del tren, atravieso un jardín, miro en torno y me hallo solo: los viajeros que han bajado conmigo han desaparecido por distintos lados; oigo todavía el rumor de un coche que se aleja; después todo calla. Es medio día; el cielo limpísimo, el aire embalsamado. Veo dos casas blancas que forman la entrada de una calle; penetro por ella. La calle es estrecha; las casas, pequeñas como las cabañas que se elevan sobre las colinas artificiales de los jardines, son casi todas de un solo piso, con ventanas á poca distancia del suelo, techos que se alcanzarían con el bastón y paredes resplandecientes de blancura. La calle da la vuelta; miro; no veo á nadie, no oigo ni un paso, ni el menor rumor. Y me digo: «ésta debe ser una calle abandonada.» Me meto en otra calle; casitas blancas, ventanas cerradas, soledad, silencio.

—¿Dónde estoy?—me pregunto.

Avanzo, con todo; la calle, tan estrecha que no podría pasar por ella un coche, serpentea, y á derecha é izquierda se ven otras calles desiertas, otras casas blancas, otras ventanas cerradas. Mis pasos retumbaban como en un corredor; es tan brillante el blanco de las paredes, que me obliga á caminar con los ojos medio cerrados: me parece que camino entre nieve. Llego á una pequeña plaza; todo está cerrado, nadie aparece. Entonces empieza á penetrar en mi corazón una sensación de vaga melancolía como nunca la había experimentado; una mezcla de placer y de tristeza, parecida á la que experimentan los niños cuando después de una larga carrera llegan á un hermoso sitio campestre y se alegran, pero con el temor de haberse alejado demasiado de su casa. Por encima de muchas azoteas se elevan las palmeras de los jardines de las casas. ¡Oh fantásticas leyendas de odaliscas y califas! Avanzo de calle en calle, de plaza en plaza; empiezo á encontrar alguien, pero el transeúnte se aleja y desaparece como un fantasma. Todas las calles se parecen; las casas no tienen más allá de tres ó cuatro ventanas; y ni una mancha, ni grieta en las paredes, que son limpias y lisas como una hoja de papel. De vez en cuando ola un ligero ruído detrás de una persiana y veía al mismo tiempo una cabeza morena con una flor entre los cabellos. Me acerque á una puerta...

¡Un patio! ¿Cómo describir un patio? No es un palio propiamente tal, ni un jardín, ni una sala: es á la vez estas tres cosas. Entre el patio y la calle hay un vestíbulo. A los cuatro lados del patio se elevan cuatro columnas que sostienen á la altura del primer piso una especie de galería cerrada por grandes vidrieras; sobre la galería se extiende una tela que da sombra al patio. El vestíbulo se halla embaldosado de mármol y la puerta con columnas que rematan en bajo-relieves, cerrada por un ligero enverjado de hierro de bonito dibujo. En el fondo del patio, frente á la puerta, se levanta una estatua; en el centro una fuente y alrededor sillas, mesas de labor, cuadros y macetas de flores. Corrí á otra puerta: otro patio, paredes cubiertas de yedra, y un círculo de nichos con estatuas, bustos, urnas. Miré por una tercera puerta: un patio con paredes adornadas de mosaicos, una palmera en el centro y al rededor una mesa compacta de flores. Una cuarta puerta: después del patio otro vestíbulo, después de éste un segundo patio, en el cual se ven otras estatuas, otras columnas, otras fuentes. Y todos estos atrios y estos jardines son tan hermosos y limpios, que se podría pasar la mano sin ensuciarla por las paredes y el suelo; y frescos, perfumados é iluminados con una luz incierta y vaga que aumenta la belleza y el misterio.

Seguí caminando de calle en calle, á la ventura. A medida que iba caminando aumentaba mi curiosidad y aceleraba el paso. Me parecía imposible que toda la ciudad fuera así: esperaba dirigirme á una casa ó llegará una calle que recordase otras ciudades á mi espíritu, disipando mi hermoso sueño. Pero no; el sueño dura. Todo es pequeño, gracioso y lleno de misterio. A cada cien pasos una plazuela desierta, donde me detenía para tomar aliento; de distancia en distancia una encrucijada, pera sin alma viviente; y siempre el color blanco, y más blanco todavía, y ventanas cerradas, y silencio. A cada puerta un nuevo espectáculo: arcadas, columnas, flores, saltos de agua y palmeras; una maravillosa variedad de dibujos, de tintas, de luces, de perfumes, aquí de rosas, allí de azahar, más lejos de violetas. Y con el perfume un soplo de aire fresco, y con el aire un dulce murmullo de voces de mujer, de cantos de pájaro, de hojas arrulladoras; una armonía suave y variada que, sin turbar el silencio de la calle, recrea el oído como un eco de música lejana. ¡Ah! ¡No es esto un sueño! ¡Madrid, Italia, Europa, están lejos de aquí! Aquí se vive otra vida, se respira el aire de otro mundo. ¡Estoy en Oriente!


Recuerdo que en cierto momento me detuve en medio de la calle, y yo no sé por qué, noté de repente que estaba triste e inquieto, y había en mi corazón un vacío que no bastaban á llenar la admiración y el placer. Experimenté un deseo irresistible de penetrar en aquellas casas y en aquellos jardines, de descorrer el velo del misterio que envolvía la vida de los seres desconocidos que las habitaban; de participar de aquella vida, de estrechar una mano, de lijar mi mirada en dos ojos compasivos, y decir: «Soy extranjero, estoy solo y también quiero ser feliz; dejadme descansar en medio de vuestras flores, dejadme conocer todos los secretos de vuestro paraíso; decidme quién sois, cómo vivís; ¡sonreídme, tranquilizadme, que mi cabeza se abrasa!» Y esta tristeza llegó á tal extremo, que me dije á mí mismo: «¡No puedo permanecer en esta ciudad! ¡Sufro aquí demasiado y me marcho!»

Y me hubiera marchado, á no acordarme en aquellos momentos, y muy oportunamente por cierto, de que tenía en mi bolsillo una carta de recomendación para dos jóvenes de Córdoba, hermanos de uno de mis amibos de Florencia. Dejé á un lado pues, mi proyecto de marcha, y fuí me en seguida al encuentro de aquellos sujetos.

¡Cómo se rieron de todo corazón, cuando les expliqué la impresión que me había causado Córdoba! Propusiéronme que fuéramos en seguida á ver la catedral; tomamos por una callejuela y en marcha.

La mezquita de Córdoba, que fué transformada en catedral cuando la expulsión de los árabes, y que es por lo tanto mezquita todavía, fué erigida sobre las ruinas de la catedral primitiva, no lejos del Guadalquivir, Abd-el-Rhaman empezó la construcción el año 785 ó 786. «¿Construyamos una mezquita—dijo,—que sobrepuje á la de Bagdad, la de Damasco y fa de Jerusalén que sea el templo mayor del islamismo, que sea la Meca del Occidente.» Y puso manos á la obra con ardor; los esclavos cristianos llevaban á los cimientos las piedras de las iglesias destruidas. Abd-el-Rhaman trabajaba personalmente en aquellas obras una hora al día; la mezquita fué construida en pocos años; los califas sucesores á Abd-el-Rhaman la embellecieron y quedó completamente terminada después de un siglo de trabajos contínuos.

—Estamos ya—me dijo uno de mis acompañantes, parándose de repente ante un vasto edificio.

Creí que era una fortaleza. Es el muro que rodea la mezquita, un viejo muro agrietado, en el cual se abrían antes veinte grandes puertas de bronce, rodeadas de graciosos arabescos y de ventanas ojivales sostenidas por ligeras columnas. Actualmente se halla cubierto por una triple capa de cal. Dar la vuelta al circuito de la pared, es cuestión de un paseo para después de haber comido: juzgúese de la extensión del edificio.

La puerta principal del circuito está situada al Norte, por la parte donde se elevaba el minarete de Abd-el-Rhamán, en cuya cúspide ondeaba el estandarte musulmán.

Entramos. Creí ver en seguida el interior de la mezquita, y me encontré en un jardín lleno de naranjos, cipreses y palmeras, rodeado de pórticos de una extremada ligereza y cerrado por la fachada de á á mezquita. En medio de este jardín había en tiempo de los árabes una fuente para las abluciones, y los fieles se recogían á la sombra de los árboles antes de entrar en el templo. Me detuve allí algunos instantes mirando á mí alrededor y respirando el aire fresco y embalsamado con un vivo placer. El corazón me palpitaba á la idea de que la famosa mezquita estaba junto mí, y me sentía á la vez arrastrado hacía la puerta por una inmensa curiosidad y retenido por no sé qué temblor infantil.

—Entremos,—me dijeron mis compañeros.

—Un momento todavía,—respondí yo.—Dejadme saborear el placer de la espera.

Por último me puse en marcha, y sin mirar la maravillosa puerta que me mostraban mis compañeros, entré.

Lo que dije ó lo que hice apenas estuve dentro, lo ignoro; pero seguramente se me debió de escapar alguna extraña palabra, ó hice algún gesto extraordinario, porque varias personas que estaban á mi lado en aquellos momentos se echaron á reír y se volvieron mirando á todos lados, para darse cuenta y explicarse la profunda emoción que yo había manifestado.

imagináos un bosque y suponed que estáis en su parte más espesa y que no veis más que troncos de árboles; asimismo en la mezquita, de cualquier lado que uno se vuelva, no ve más que columnas. Es un bosque de mármol cuyo término no se distingue. Se siguen con la mirada una á una las largas lilas de columnas, que se cruzan á cada paso con otras filas innumerables, y se llega á un fondo semi-oscuro donde parece que se ven brillar aún otras columnas. Hay diez y nueve naves que se alejan ante el espectador; se hallan cruzadas por otras treinta y tres y el todo se halla sostenido por más de nuevecientas columnas de pórfido, jaspe y mármol de todos colores. Cada columna na lleva un pilar; los arcos se cimbrean catre las columnas y entre los pilares, este segundo orden por encima del primero y todos en forma de herradura; de modo que si uno imagina que las columnas son troncos de árboles, los arcos representan las ramas lo cual hace más exacta la comparación de la mezquita con un bosque. La nave central, mucho más ancha que las demás, llega hasta frente de la Maksurah, que es la parte más sagrada del templo, donde se leía el Corán. Aquí un pálido rayo de luz, que ilumina una hilera de columnas, desciende de lo alto de las ventanas; allá una espesa sombra: más lejos desciende otro rayo de luz que esclarece otra nave. Me es imposible expresar el sentimiento de mística admiración que aquel espectáculo despertó en mi alma. Es como la revelación súbdita de una religión, de una naturaleza y de una vida ignoradas, que conduce vuestra fantasía á través de las delicias de ese paraíso lleno de amor y de voluptuosidad, donde los bienaventurados á la sombra de los plátanos de espeso follaje y de rosales sin espinas, beben en vasos de cristal vinos cuyas gotas brillan corno piedras preciosas, vertidos por vírgenes inmortales, y reclinada la cabeza en los brazos de las hurís de grandes ojos negros! Todas las imágenes de los placeres eternos que el Corán promete á los creyentes, acuden en tropel á vuestra imaginación á la primera vista de la mezquita, vivas, ardientes, seductoras, y os causan un dulce vértigo que deja en el alma no sé que muelle melancolía Una confusión en el espíritu, una rápida llama que os recorre las venas, tal es la primera sensación que se experimenta al entrar en la catedral de Córdoba.

Anduvimos de nave en nave, examinándolo todo en detalle. ¡Cuánta variedad en aquel edificio, que parece uniforme á primera vista! Las proporciones de las columnas, los dibujos de los capiteles, la forma de los arcos cambian, por así decirlo, á cada instante. La mayor parte de las columnas son antiguas y fueron robadas por los árabes de la España del Norte, de la Galia y del Africa romana; y algunas, dicen pertenecieron al templo de Jano, sobre las ruínas del cual fué construída la iglesia que los árabes destruyeron para edificarla mezquita. En muchos capiteles Ase distinguen todavía las trazas de las cruces que tenían esculpidas y que los árabes borraron á golpes de escoplo. En algunas columnas se hallan fijas argollas de hierro, á las cuales se dice que los árabes ataban á los cristianos. En particular se enseña una, á la que, según la tradición popular, estuvo atado un cristiano durante muchos años, y durante este tiempo, á fuerza de escarbar con las uñas, acabó por grabar en la piedra una cruz que los guías os enseñan con profunda veneración.

Llegamos á la Maksurah, que es la obra más completa y la más maravillosa del arte de los árabes en el siglo X, En la parte delantera hay tres capillas contiguas con bóvedas ó arcos dentellados y paredes cubiertas de soberbios mosaicos que representan grupos de horas y reproducen versículos del Corán. En el fondo de la capilla del centro está el Nihrab principal, el lugar sagrado donde residía el espíritu de Dios. Es un nicho de base octógona cerrado en lo alto por una colosal concha de mármol. En el Mihrab se guardaba el Corán, escrito de mano del califa Othmán, cubierto de oro, guarnecido de perlas, y sostenido por un escabel de madera de aloes; y los creyentes le daban por siete veces la vuelta de rodillas. Al acercarme á la pared sentí que el pavimento faltaba á mis pies: ¡el mármol forma allí un verdadero surco!.

Después del nicho, me detuve á contemplar por largo espacio de tiempo la bóveda y paredes de la capilla principal, la sola parte de la mezquita que se ha conservado casi intacta. Es un centelleo de cristales de mil colores, un entrelazamiento de arabescos que confunden la imaginación, una combinación de relieves, adornos, dorados, detalles de dibujo y de color de una delicadeza, una gracia, una perfección, capaces de causar la desesperación del pintor más paciente. Es materialmente imposible recordar con claridad cosa alguna de ese prodigioso trabajo; podéis volver á comtemplarlo cien veces y no os quedará ante los ojos al pensar en él, mas que una inmensa confusión de puntos azules, rojos, verdes, dorados, luminosos, ó uña bordadura complicada, cambiando contínua y rápidamente de dibujos y colores. Un milagro de arte como aquél, sólo puede brotar de la imaginación ardiente é infatigable de los árabes.

Y empezamos otra vez á recorrer la mezquita, examinando aquí y allá, sobre las paredes, los arabescos de las antiguas puertas que se entreveen algo, bajo á detestable embardunamiento cristiano. Mis compañeros me miran, se ríen y murmuran no sé qué al oído;

—¿Usted no lo ha notado todavía?—me dijo uno de ellos.

—¿Qué?

Se miraron de nuevo y se sonrieron

—¿Usted cree haber visto toda la mezquita?—replicó el que había hablado.

—¿Yo? Vaya que sí,—respondí mirando en torno mío.

—Pues bien: no lo ha visto usted todo; lo que le falta ver es una iglesia, no otra cosa

—¿Una iglesia?—exclamé estupefacto.

—¿Pero dónde ésta?

—Mirad,—díjome el otro compañero, enseñándomela;—se halla precisamente en á centro de la mezquita.

—¡Poder de Dios! !Y no lo había visto!

Por ello se podrá juzgar de la magnitud del edificio:

Fuímos á ver la iglesia. Es una hermosa y rica iglesia, con un altar mayor espléndido y un coro digno de figurar al lado de los de á as catedrales de Burgos y Toledo; pero como todas las cosas que no se hallan en su sitio, más que causar admiración, molesta. El mismo Carlos V, que dió al cabildo permiso para construirla, se arrepintió de haberlo dado cuando vió á templo musulmán. Junto á la iglesia se halla una especie de capilla árabe, admirablemente conservada, rica en mosaicos no menos bellos y variados que los de la Maksurah: dícese que allí se reunían los doctores del islamismo para leer el libro del Profeta.

Tal es la mezquita en el día de hoy. Pero, ¡qué no sería en tiempo de los árabes! No se hallaba circuída por un muro, sino abierta, de modo que por todos lados se veía el jardín, y desde éste, el fondo de las naves. El viento llevaba hasta las bóvedas de la Maksurah el perfume de los naranjos y de las flores. Las columnas, que ahora no llegan á mil, eran entonces mil cuatrocientas; el techo era de cedro y alerce, esculpido ó incrustado, de un trabajo exquisito; las paredes revestidas de mármol; la luz de ochocientas lámparas, llenas de aceite perfumado, hacía centellear como diamantes los cristales de los mosaicos, y producía sobre el pavimiento, sobre los arcos y sobre las paredes, un juego maravilloso de colores y reflejos. Un océano de esplendor, como dijo un poeta, llenaba el misterioso recinto; el tibio ambiente estaba impregnado de aromas y armonía, y el pensamiento de los creyentes erraba y se perdía en el laberinto de las columnas refulgentes como lanzas heridas por el sol.

Federico Schack, autor de una preciosa obra intitulada: Poesía y arte de los árabes en España y en Sicilia, describe la mezquita de un día de gran fiesta, dando una curiosa idea del culto musulmán, y completa el cuadro del monumento.

A ambos lados del almimbar ó púlpito, ondean dos estandartes, para significar que el islamismo ha triunfado del judaísmo y del cristianismo, y que el Corán ha vencido al antiguo y nuevo Testamento. Los almedani salen por la galería del alto minarete y entonan á selam, ó saludo al Profeta. Entonces las naves de la mezquita se llenan de creyentes que, vestidos de blanco y con festivo aspecto, acuden á la oración. En pocos momentos, en toda la extensión del edificio, sólo se ven las gentes arrodilladas. Por el conducto secreto que une el templo al alcázar llega el califa y se sienta en elevado sitio. Un lector del Corán lee una Sura desde el púlpito. La voz del muezzin resuena de nuevo, invitando á la oración del medio día. Todos los fieles se levantaban y murmuran sus plegarias, inclinándose profundamente. Un servidor de la mezquita abre las puertas del púlpito y empuña una espada, con la cual, volviéndose hacia á á Meca, amonesta á los creyentes para que sea alabado Mahomet, mientras es celebrado en la tribuna cantando los mubaliges. Entonces el predicador sube al púlpito y toma de la mano del servidor la espada que recuerda y simboliza la sumisión de España al poder del Islam. Es el día en que debe proclamarse el Djihad ó la guerra santa, el llamamiento á todos los hombres útiles para que partan á luchar contra los cristianos. La muchedumbre escuchaba con silenciosa devoción el discurso, lleno de pasajes del Corán, que empieza así:

«Alabado sea Alá, que ha extendido la gloria del Islam, gracias á la espada del campeón de la fe, y que en su libro santo ha prometido á los creyentes ayuda y victoria.

»Alá esparce sus beneficios por la tierra.

»Si no animase á los hombres á lanzarse armados contra los hombres, la tierra se perdería.

»Alá ha ordenado que luchemos contra los pueblos, hasta que éstos reconozcan que sólo hay un Dios.

»El fuego de la guerra no se extinguirá hasta el fin del mundo.

»La bendición divina caerá sobre la crin del caballo guerrero hasta el día del juicio.

»Armados de pies á cabeza, ó armados ligeramente, ¡alzaos y partid!

»¡Oh creyentes! que será de vosotros si cuando se os llame á la batalla permanecéis con la cabeza baja?

»¿Preferís la vida de este inundo á la vida futura?

»Creedme: las puertas del paraíso se hallan á la sombra de las espadas.

»El que muere en la batalla por la causa de Dios, lava con su sangre las manchas de sus pecados.

»Su cuerpo no será lavado como los demás cadáveres, porque el día del juicio sus heridas esparcirán un perfume como el de almizcle.

»Cuando los guerreros se presentarán á la puerta del paraíso, una voz les preguntará desde el interior: ¿Qué habéis hecho durante vuestra vida?

»Y ellos responderán: hemos esgrimido la espada en la lucha por la causa de Dios.

»Entonces las puertas eternas se abrirán y los guerreros entrarán cuarenta años antes que los demás.

»Alzáos, pues, creyentes: ¡dejad vuestras mujeres, vuestros hijos, vuestros hermanos, vuestros bienes y marchad á la guerra santa!

»¡Y tú: oh Dios, señor del mundo presente y del futuro, combate por las armas de aquellos que reconocen tu unidad! ¡Aterra á los incrédulos, á los idólatras, á los enemigos de la santa fe! ¡Rompe sus estandartes y entrégalos en botín á los musulmanes, con lo demás que tengan los infieles!»

El predicador, al terminar su discurso, grita, volviéndose hacia los congregados: «¡Rogad á Dios!» y reza en silencio. Todos los creyentes siguen su ejemplo y golpean el suelo con la frente. Los mubaliges cantan: «¡Amén! ¡Amén! ¡oh Señor de todos los seres!»

Ardiente como el calor que procede á las tempestades, el entusiasmo de la multitud, contenido hasta entonces y silencioso, estalla en sordos murmullos que,levantándose como las olas é inundando el templo, hacen, por último, retumbar las naves, las capillas, las bóvedas, con el eco de mil voces unidas en un solo grito: «¡No hay otro Dios que Alá!»

La mezquita de Córdoba es todavía hoy, según opinión universal, el más hermoso templo musulmán que existe, y uno de los más admirables monumentos de la tierra.


Cuando salimos de la mezquita,la hora de la siesta, que todo el mundo ha de hacer en la España meridional, á causa del calor del medio día, era ya pasada y las calles empezaban á verse un tanto concurridas.

—¡Y qué mal efecto produce,—dije yo á mis compañeros,—en las calles de Córdoba, el alto sombrero de felpa! ¿Cómo tenéis valor para profanar con figurines á la moda ese cuadro oriental? ¿Por que no os vestís de árabes?

Pasaban pisaverdes, obreros y niños, y les miraba á todos con curiosidad, esperando hallar alguna de esas figuras de fantasía que nos presenta Doré como ejem- píos del tipo andaluz, con tez morena, labios gruesos y grandes ojos. No encontré ni uno al adelantar hacia el centro de la ciudad, ví las primeras andaluzas, señoras, señoritas, mujeres del pueblo, casi todas pequeñas, ligeras, bien formadas, algunas hermosas, muchas simpáticas, la mayor parte ni chicha ni limoná, como en todos los países. En el modo de vestir, hecha excepción de la llamada mantilla, no se diferencian de las mujeres francesas y de las nuestras: una gran masa de cabello postizo en trenzas, mechones, largos rizos; vestidos ceñidos, con pliegues, y botitas con el tacón á punta de puñal. El antiguo traje andaluz desapareció de las ciudades.

Por la noche creía que las calles estarían más concurridas; pero ví muy poca gente y aun ésta en los barrios principales; los demás estaban desiertos como en las horas de la siesta, Y es necesario pasar por estas calles desiertas, para saber lo que es Córdoba de noche. Vese brillar la luz en los patios; en los ángulos obscuros, las parejas amorosas unidas en íntimo coloquio; la joven por lo regular á la ventana, la mano muelle mente abandonada fuera de la reja, y el joven apoyado contra la pared en actitud poética y la mirada alerta, pero no tanto que tenga tiempo de apartar los labios de aquellas manos antes de que le vea el transeúnte impertinente; y se oye el puntear de las guitarras, el murmullo de las fuentes, suspiros, risas de chiquillos, rumores misteriosos...

A la mañana siguiente, turbado todavía por los sueños orientales de la víspera, fuíme á pasear por la ciudad. Sería necesario un volumen para describir cuan tú de notable encierra, es un verdadero museo de antigüedades romanas y árabes; se encuentran con profusión columnas miliares con inscripciones en honor de los emperadores; restos de estatuas y bajo-relieves; seis antiguas puertas; un gran puente sobre el Guadalquivir, del tiempo de Octavio Augusto, reconstruído por los árabes; ruinas de torres y murallas; casas que pertenecieron á los califas, en las cuales se ven todavía las columnas y los arcos subterráneos de las salas de baño; y por todas partes puertas, vestíbulos, escaleras, que harían las delicias de una legión de arqueólogos.

A eso del mediodía, pasando por una calle solitaria, ví escrito sobre la parca de una casa, junto á una inscripción romana:


CASA DE HUÉSPEDES. ALMUERZOS Y COMIDAS.


Al leer esto me sentí el aguijón de un hambre tal, que me decidí á satisfacerla en aquel bodegón, al que me había conducido la suerte. Entré por una pequeña puerta y me encuentro en un patio. Es un patio miserable, sin mármoles ni fuentes, pero blanco como la nieve y fresco como un jardín. No viendo ni sillas ni mesas, creí que había equivocado la puerta y ya iba á volverme, cuando una vieja, saliendo de no sé dónde, me detuvo.

—¿Se come aquí?—le pregunté:

—Sí, señor y—me respondió.

—¿Qué tienen ustedes?

—Huevos, chorizo, chuletas, pescado, naranjas y vino de Málaga.

—Muy bien; tráigame usted todo lo que tenga.

Empezó por traerme una mesa y una silla; me senté y esperé. A los pocos instantes oí que se abría una puerta detrás de mí y me volví. ¡Angeles del cielo, lo que ví! La más hermosa de todas las hermosas andaluzas, no tan sólo de las que había visto en Córdoba, sino de todas las que ví después en Sevilla, Cádiz y Granada; una joven, permitidme la expresión, capaz de asustar, de poner en fuga, ó de hacer cometer una barbaridad; una de esas caras que hacían gritar: «¡Cuidado conmigo!» á José Baretti, cuando viajaba por España, Permaneció algún tiempo inmóvil, fijos en mí los ojos como diciéndome: «¡Admírame!» después se volvió hacia la cocina y gritó: ¡Tía, despáchate! lo que me ofreció ocasión de darle muchas gracias, con voz turbada, y á ella pretexto para acercarse y responder: No hay de qué, con una voz tan suave que me obligó á ofrecerle una silla, en la que se sentó.

Era joven de unos veinte años, alta, derecha como una palmera, con grandes ojos dulces, brillantes y húmedos, que parecía que habían llorado poco antes, una negra y ondulada cabellera, y una rosa en las trenzas. Se la hubiera creído una de las vírgenes árabes de la tribu de los Usras, que hacen morir de amor.

Ella empezó la conversación:

—¿Usted es extranjero, me parece?

—Sí.

—¿Francés?

—Italiano.

—¿Italiano? Paisano del rey.

—Sí.

—¿Le conoce usted?

—De vista.

—Dicen que es un buen mozo.

No respondí. Ella se echó á reir y me preguntó:

—¿Qué mira usted?—y riéndose, escondió su pié, que había adelantado al sentarse, para que yo le viese. ¡Oh! no hay en este país una mujer que no sepa que los pies andaluces son célebres en todo el mundo.

Aproveché la ocasión: púseme á hablar de las mujeres andaluzas y expresé mi admiración por ellas con las palabras más calurosas de mi vocabulario. Ella me dejó hablar, mirando con mucha atención una hendidura de la mesa; después levantó la cabeza y me preguntó:

—¿Y en Italia, cómo son las mujeres?

—¡Oh! hermosas también.

—Pero...serán frías.

—No por cierto,—me apresure á responder;—pero...en cada país las mujeres tienen un no sé qué diferente de las de los demás países, y entre todas, el no sé qué de las andaluzas para un pobre viajero que no tiene todavía canas, es tal vez el mas peligroso de todos; y no encuentro palabras para decir lo que pienso; pero si usted no se ofende, yo se lo diré: Señorita, usted es la andaluza más...

¡Salada!... exclamó la joven cubriéndose la cara con las manos.

—¡Salada!...la andaluza más salada de Córdoba.

Salada...picante, salada: tal es la palabra que se emplea en Andalucía para designar á una mujer bella, seductora, amable, ardiente, todo lo que se quiera: una mujer cuyos labios os dicen: ¡Bebedme! y cuyos ojos os obligan á morderos el labio inferior.

—Usted es italiano ¿ha visto usted al Papa?

—No; y lo siento.

—¿Es posible? Un italiano que no vió al papa! Y diga usted, ¿por qué le hacen sufrir tanto los italianos?

¡Cómo! ¿Ha dicho usted sufrir?

—Si. Dicen que le han encerrado en su casa y que á tiran piedras á las ventanas.

—No, hija, no: no crea usted nada de eso, porque en tales cuentos no hay una palabra de verdad.

—¿Ha visto V. Venecia?

—¡Ya lo creo!

—¿Es verdad que es una ciudad que sobrenada sobre el mar?

Instóme para que le describiera Venecia, y yo le expliqué cómo era el pueblo de esa extraña ciudad, lo que hace durante el día, cómo se viste, Y mientras hablaba, con el esfuerzo que hacía por expresarme con alguna elegancia y tragar los huevos mal cocidos y el chorizo rancio, ví que se iba acercando poco á poco, tal vez inadvertidamente, para mejor escucharme, aproximándose tanto, que pude recibir el olor de la rosa que tenía en sus cabellos y el aliento de su respiración; y debía hacer tres grandes esfuerzos á la vez: uno con mi cabeza, otro con el estómago y otro con todo mi sér oyéndome decir de voz en cuando: ¡Qué bonito! cumplido que iba dirigido al Gran Canal, pero que me producía el mismo efecto que le causaría á un hombre arruinado un saco de escudos que le hiciera sonar en las narices un banquero impertinente.

¡Ah señorita!—le dije por último,—empezando á perder la paciencia;—después de todo, ¿qué importa que las ciudades sean hermosas? El que ha nacido en ellas no les presta atención; y el viajero...tal vez. He llegado ayer á Córdoba: es una hermosa dudad, no hay duda; pues bien, créame usted si quiere; he olvidado ya todo lo que he visto, no quiero, ni deseo ver nada más y ni tan sólo sé en qué ciudad me encuentro. ¿Los palacios, las mezquitas? Nada me importa todo eso. Cuando uno siente en el alma un fuego que le consume, ¿qué va á buscar en las mezquitas? Cuando seáis presa de una locura que os haga rechinar los dientes, ¿iréis á contemplar los palacios? ¡Creedlo!...es una triste vida la del viajero; una dura penitencia, un suplicio, un...El prudente abanico me tapó la boca que iba demasiado, lejos, Ataqué la chuleta.

—¡Pobrecito!—murmuró riendo la andaluza, después de haber mirado á su alrededor.—¿Son todos ardientes como usted los italianos?

—¡Qué se yo! ¿Y todas las andaluzas son tan hermosas como usted?

La joven extendió una mano sobre la mesa.

—Por caridad, esconda usted esa mano,—le dije.

—¿Ypor qué? —me preguntó.

—Porque quiero comer en paz.

—Pues coma usted con una mano sola—¡Ah!

Me pareció que estrechaba la mano de una niña de seis años; mi cuchillo cayó al suelo, y un espeso velo se extendió sobre mi chuleta.

De pronto sentí la mano vacía, abrí los ojos, ví turbada á la joven, miré á mi alrededor: ¡oh cielos! estaba allí un guapo joven, con la chaqueta bordada, el pantalón colant, el sombrero de terciopelo, ¡oh terror! ¡un torero! Temblé cual si me hubiera sentido en el cuello un par de banderillas de fuego.

—¡Comprendí á media palabra!—me dije,—como aquel personaje de la comedia Mujeres y bueyes.

La joven, un poco turbada, hizo la presentación: «Un italiano de paso por Córdoba,» y añadió en seguida; «que desea saber á qué hora sale el tren para Sevilla.»

El torero, que al verme había arrugado el entrecejo, se serenó al oir aquellas palabras, díjome la hora de salida, se sentó, y entablamos una amistosa conversación. Pedíle noticias de la última corrida que se había verificado en Córdoba; como era banderillero, me contó punto por punto todas las peripecias de la jornada. La joven, en tanto, cogía flores de la maceta. Termine mi almuerzo, ofrecí al torero un vaso de vino de Málaga, brindé á la dichosa plantación de todas las banderillas, del porvenir, satisfice el gasto (tres pesetas, los hermosos ojos iban también comprendidos, se sobrentiende), y después con un arranque de audacia para disipar hasta la sombra de una duda en el espíritu de mi formidable adversario, dije á la joven:

—¡Señorita! Nada se niega á quien se marcha; soy para usted como un moribundo; nunca volverá usted á verme, ni oirá jamás pronunciar mi nombre; puede usted por tanto dejarme un recuerdo; déme usted ese ramo de flores.

—Tómelo usted, que para usted lo había hecho.

Y miró al torero; éste hizo un signo de asentimiento.

—Le doy gracias con toda la fuerza de mi corazón,—respondí; y me levanté para salir, á os dos me acompañaron hasta la puerta.

—¿Hay corridas de toros en Italia?—me preguntó el joven.

—¡Oh! no. No las tenemos todavía.

—¡Que lástima! Procuren ustedes ponerlas de moda en Italia y yo iré á banderillear á Roma.

—Por mi parte haré lo que pueda. Señorita, tenga usted la bondad de decirme su nombre para poderla saludar.

—Consuelo.

—¡Quédese usted con Dios, Consuelo!

—Vaya usted con Dios, señor italiano.

Y tomé la solitaria calle.

En los alrededores de Córdoba no hay monumentos árabes dignos de ser vistos. Antes, todo el valle estaba sembrado de soberbios edificios. A tres millas al Norte de la ciudad, sobre la pendiente de una montaña, se eleva Medina-Az-zahra, la ciudad de las flores, una de las obras arquitecto ricas más maravillosas del califato de Abder-Rhamán III, dedicada por el mismo califa, como homenaje, á una de sus favoritas, llamada Az-zhara. Las primeras piedras fueron echadas el año 936 y diez mil obreros se ocuparon en las obras durante veinticinco años. Los poetas árabes celebraron Medina-Az-zahra como la más esplendida de las residencias reales y el más delicioso jardín de la tierra. Más que un edificio era un vasto conjunto de palacios, jardines, patios, pórticos y torres. Allí se veían árboles traídos de la Siria, fuegos fantásticos en altas fuentes, riachuelos bordeados de palmeras, grandes estanques que brillaban al sol como lagos de fuego; puertas de ébano y marfil incrustadas de diamantes, millares de columnas del más precioso mármol, grandes terrazas arenosas, y entre la innumerable multitud de estatuas, doce animales de oro macizo resplandecientes de perlas, que echaban aguas perfumadas por boca y narices.

. En este inmenso palacio discurrían millares de servidores, esclavos, mujeres, y los músicos y los poetas acudían á él de todos los ámbitos de la tierra¡Y no obstante, ese gran Ab-der-Rhamán III, que vivió en el seno de tantas delicias, que reinó cincuenta años, que fué potente, glorioso y afortunado en todas sus empresas, escribió antes de morir que durante su largo reinado sólo había tenido catorce días de felicidad! Y su encantadora ciudad de flores, sesenta y cuatro años después de haber puesto en ella la primera piedra, fué invadida, saqueada é incendiada por una horda bárbara y salvaje. Hoy sólo quedan de ella algunas piedras que apenas recuerdan su nombre. De otra ciudad magnífica, llamada Zahira, que se elevaba á Oriente de Córdoba, fundada por el poderoso Almanzor, gobernador del reino, sólo quedan también algunas ruinas, un puñado de rebeldes la redujo á cenizas, poco tiempo después de la muerte de su fundador.

«Todo vuelve á su antigua madrea En lugar de dar un pasee en coche por los alrededores de Córdoba, preferí andar errante de aquí para allá, echando cálculos sobre los nombres de las calles, lo que para mí constituye uno de los mayores placeres que puedo disfrutar en una ciudad desconocida. Córdoba, alma ingeniorum parens debió escribir en el ángulo de cada calle un nombre de artista ó de sabio ilustre nacido dentro de sus muros; y sea dicho en su honor, se ha acordado de todos con maternal gratitud. Encontráis la plaza de Séneca y la casa, si es que es aquélla, donde nació; la calle de Lucano; la de Ambrosio de Morales, el historiador de Carlos Y, y continuador de la Crónica general de España, comenzada por Florián de Ocampo; la calle de Wiblo Céspedes, pintor, arquitecto, escultor, arqueólogo y autor de un poema didáctico, El arte de la pintura, sin terminar por desgracia, y sembrado de maravillosas bellezas. Ardiendo en entusiasmo por Miguel Angel, cuyas obras había admirado en Italia, le dirigió en su poema un himno laudatorio, que es uno de los trozos más bellos de la poesía española. A pesar mío, los últimos versos de ese himno acuden á la punta de mi pluma. Italia toda, hasta sin conocer la lengua hermana, puede entenderlos y admirarlos. No es necesario creer, dice al lector que se pueda descubrir la perfección de la pintura en otra parte:


«Que en aquella excelente obra espantosa.
Mejor de cuantas se han jamás pintado.
Que hizo de Buonarrota de su mano
Divina en el errusco Vaticano


Cual nuevo prometeo en alto vuelo

Alzándose, extendió las alas tanto.
Que puesto encima el estrellado vuelo
Una parte alcanzó del fuego santo.
Con que tornando enriqueció al suelo

Con nueva maravilla y nuevo espanto.

Dió vida con eternos resolandores

A mármoles, á bronces, á colores

¡Oh más que mortal hombre! ¿Angel divino

O cuál te nombraré? No humano cierto

Es tu ser, que del cerco empíreo vino

Al estilo y pincel, vida y concierto:

Tú mostraste á los hombres el camino

Por mil edades escondido, incierto

De la reina virtud: á ti se debe

Honra que en cierto día el sol renueve»


Y murmurando estos versos llegue á la calle de Juan de Mena, el Eunio español, como le llaman sus conciudadanos, autor de un poema fantasmagórico, intitulado El Laberinto imitación de la Divina Comedia, que alcanzó en sus tiempos una gran reputación, pues tiene realmente algunas páginas de poesía inspirada y profunda, pero que es al propio tiempo frío y henchido de un misticismo pedantesco, Juan II, rey de Castilla, gozaba tanto con este Laberinto, que lo tenía en su gabinete sobre su pupitre y se lo llevaba á la caza. Pero ¡oh capricho real! el poema no tenía más que trescientas estrofas y Juan II decía que eran pocas. ¿Sabéis por qué? Porque el año tiene trescientos sesenta y cinco días y le pareció que el poema debía haber tenido tantas estrofas como días el año. Y le suplicó al poeta que compusiera sesenta y cinco más. El poeta le obedeció, dichoso, el muy cortesano, de que se le ofreciera un motivo de lisonjear más todavía, pues había adulado al rey hasta el extremo de pedirle que corrigiera sus versos. De la calle de Juan de Mena pasé á la de Góngora, Marini de la España, no menos grande que éste por su talento, pero más corruptor tal vez de su literatura que lo fué Marini de la nuestra, pues corrompe, estropea y bastardea su idioma de mil maneras. Por ello Lope de Vega dice en un soneto, refiriéndose á un poeta gongoriano:


—¿Entiendes, Fabio, lo que voy diciendo?
—¡Pues vaya si lo entiendo!—Mientes, Fabio.
Que yo soy quien lo di ¿o y no lo entiendo.


Pero el mismo Lope no se hallaba de todo punto exento de gongorismo, cuando tuvo el valor de decir que el Tasso no fué más que la aurora del sol de Marini. Ni tampoco el mismo Calderón ni otros, todos famosos. Pero basta ya de poesía.

Después de la siesta fuí á buscar á mis dos compañeros, que me llevaron á los arrabales de la ciudad, en los cuales ví por primera vez mujeres y hombres de tipo realmente andaluz, tal como me los había figurado, con ojos, color y actitudes árabes. Oí por primera vez el dialecto particular del pueblo de Andalucía, más movido y musical que el de las dos Castillas, y al propio tiempo más alegre y sembrado de imágenes y acompañado de gestos más vivos.

Pregunté á mis acompañantes sí era realmente cierto lo que se dice de Andalucía, esto es, que la precocidad en el desenvolvimiento físico es causa de la precocidad en los vicios y que las costumbres son voluptuosas y los amores sin freno.

¡Harto verdadero!—me respondieron; y diéronme sobre esto detalles y haciéndome descripciones que no brotarán de mi pluma.

Volvimos á la ciudad y me llevaron á un magnífico casino, con jardines y salas espléndidas. En una de estas salas, la más rica, que adornan los retratos de todos los hombres célebres nacidos en Córdoba, se eleva un estrado al cual suben los poetas para leer sus poesías en las fiestas solemnes destinadas á las publicas luchas del ingenio; los vencedores reciben coronas de laurel de manos de las más jóvenes é ilustradas señoritas de la ciudad, sentadas en semicírculo en sillas adornadas con guirnaldas de rosas.

Por la tarde tuve el gusto de conocer á muchos jóvenes de Córdoba ardientemente afectos, como dicen en español, al cultivo de las masas, francos, corteses, vivos, con un mundo de versos en la cabeza y un baño de literatura italiana, de modo que desde el anochecer hasta después de media noche, en las misteriosas y reducidas calles que me habían hecho perder la cabeza la noche antes, hubo un cambio ardiente y continuo de sonetos, himnos y baladas en los dos idiomas, desde el Petrarca á Prati; desde Cervantes á Zorrilla, y una alegre conversación sellada y terminada con cordiales y numerosos apretones de mano y ardientes promesas de escribir, de mandar libros, de irá Italia, de volver á España, etc.; palabras y nada más, como siempre, pero muy dulces palabras, sin duda alguna.

Al día siguiente salí para Sevilla. En la estación ví á Frascuelo, Lagartijo y el Cuco, y toda la compañía de toreros de Madrid, que me saludaron con una cariñosa mirada de protección, Me metí en un coche lleno de polvo, y cuando el tren se puso en marcha y Córdoba apareció por ultima vez á mis ojos, la saludé con los versos de un poeta árabe, un poco voluptuosos, si se quiere, para paladares europeos, pero, al fin y al cabo, muy puestos en situación.

«¡Adiós, Córdoba! Para morar siempre dentro de tu recinto quisiera vivir más tiempo que Noé; quisiera tener los tesoros de Faraón, para gastarlos con tu vino y tus mujeres de dulces ojos, que brindan á los besos,»

IX. Sevilla

El camino de Córdoba á Sevilla no excita la admiración, como el de Toledo á Córdoba, pero es más bello, si cabe. Siempre bosques de naranjos, olivares enormes, prados cubiertos de flores.

A poca distancia de Córdoba se ven las torres arruinadas del formidable castillo de Almodóvar, colocado sobre un elevado peñasco que domina un espacio inmenso; en Hornachuelos otro viejo castillo en la cumbre de una colina, en medio de un paisaje solitario y melancólico; más lejos la blanca ciudad de Palma, escondida entre un espeso bosque de naranjos, circuida de hortaliza y jardines. Corre el tren por entre campos de doradas espigas, ceñidos por higueras de la india, pequeñas palmeras, bosques de pinos y espesas plantaciones de árboles frutales, Y á cada instante se ven castillos, colinas, torrentes, esbeltos campanarios de pueblos escondidos entre los árboles y azuladas cumbres de lejanas montañas.

Pero lo que más llama la atención son las pequeñas casas de los campesinos esparcidas á lo largo del camino. No recuerdo haber visto una tan siquiera que no fuese blanca como la nieve. La casa es blanca, los pozales blancos, blanca la pequeña tapia que rodea el jardín, blancos los aleros y las puertas, Y todo parece haber sido blanqueado el día antes de vuestra visita.

Algunas de esas casas tienen una ó dos ventanas de forma morisca, otras tienen algunos arabescos sobre la puerta, otras cubierto el techo con tejas de diverso color, como las casas árabes. Por un lado y otro se ven mantas encarnadas y blancas de los campesinos, sombreros de terciopelo entre la yerba, fajas de todos colores.

Los campesinos que se ven frente á sus casas; ó los que corren para ver pasar el tren, van vestidos como nos los representan los cuadros de hace cuarenta años. Llevan un sombrero de terciopelo con grandes alas un poco levantadas, y de copa pequeña y en forma de pilón de azúcar, una chaqueta corta, chaleco abierto, pantalones que llegan sólo á las rodillas, como los de los curas, polainas que suben hasta el pantalón y una faja alrededor de la cintura. Esta moda, molesta, pero bonita, sienta á maravilla á las formas esbeltas de esos hombres, que prefieren mucho más estar hermosos, aun á costa de su comodidad, á vestir más holgadamente, pero sin gracia. Y pasarán sin duda su media lio rila todas las mañanas, componiéndose para lograr que su pantalón haga resaltar las caderas y la bien torneada pierna. Nada tienen de común con nuestros campesinos del Norte, de fisonomía dura y apagados ojos. Estos fijan sonriendo sus ojos en vosotros, cual si dijeran: «No me conoce V.?» Lanzan miradas atrevidas á las señoras que asoman por las ventanillas del vagón; corren á ofreceros un cigarro antes que se lo hayáis pedido; alguna vez responden en verso á vuestras preguntas, y son capaces de reirse para mostraros sus blancos dientes.

Al llegar á Rincorada se empieza á ver, siguiendo la vía terrea, el campanario de la catedral de Sevilla, y á la derecha, al otro lado de Guadalquivir, las hermosas colinas cubiertas de olivares, á cuyos pies yacen las ruinas de Itálica.

El tren volaba y yo me hablaba á mí mismo á media voz, y á medida que las casas se aproximaban, con esa ansiedad llena de deseo y de dicha que se experimenta al subir la escalera de una mujer querida.

¡Sevilla! ¡Sevilla! ¡Allí está! ¡Allí está la reina de Andalucía, la Atenas española, la Madre de Murillo, la ciudad de los poetas y de los amores, la famosa Sevilla, cuyo nombre pronuncio desde la infancia con un sentimiento de viva simpatía! ¡Quién me había de decir, hace algunos años que yo la vería! Y sin embargo esto no es un sueño. ¡Aquellas casas son de Sevilla, aquellos hombres que allí se ven son sevillanos, aquel campanario que miro con mis propios ojos os la Giralda! ¿Yo en Sevilla? ¡Es extraño! Me asaltó una verdadera pasión de risa. ¿Qué hará mí madre en estos, momentos? ¡Si ella estuviera aquí! ¡Si aquí estuvieran fulano y mengano! ¡Qué lástima hallarme solo! Pero he aquí las casas blancas, los jardines, las callejuelas..Ya nos apeamos..¡Ah! ¡cuán hermosa es la vida!

Llegue á una fonda, abandonó en un patio mí equipaje y empecé á dar vueltas por la ciudad. Me parecía ver á Córdoba más grande, enriquecida y embellecida; las calles son más anchas, las casas más altas, los patios mayores, pero el aspecto general de la ciudad es el mismo. Es la misma blancura, la misma red de callejuelas; ese perfume de azahar esparcido por todas partes, esa apariencia oriental que despierta en el corazón un sentimiento de tierna melancolía y en el espíritu mil sueños, deseos y visiones de un mundo lejano, de una vida nueva, de un pueblo desconocido, de un paraíso terrestre lleno de amor, de delicias y de paz.

En aquellas calles se lee la historia de la ciudad; cada balcón, cada fragmento, cada escultura, cada encrucijada solicitaría recuerda la aventura nocturna de un rey, las inspiraciones de un poeta, la historia de una hermosa, un amor, un duelo, un rapto, una fábula, una fiesta. Aquí un recuerdo de María Padilla, allá de don Pedro, mas lejos de Cervantes, de Colón, de Santa Teresa, de Velázquez, de Murillo.

Una columna recuerda la dominación romana; una torre el esplendor de la monarquía de Carlos V; un alcázar la magnificencia de la corte de los árabes. Junto á modestas y pequeñas casas blancas se elevan suntuosos palacios de mármol; las pequeñas y tortuosas calles desembocan en anchas plazas plantadas de naranjos; desde una encrucijada desierta y silenciosa se llega con un corto rodeo á un á cal le llena de una brillante multitud. Y por todas partes se ven, á través de las graciosas verjas de los patios, flores, estatuas, fuentes, salas, paredes cubiertas de arabescos, pequeñas ventanas árabes y ligeras columnas de mármol precioso. Y en cada ventana, en cada jardín, mujeres vestidas de blanco, medio escondidas, como ninfas tímidas, entre ramas y botones de rosa.

De calle en calle llegué á la orilla del Guadalquivir paseo de Cristina, que es para Sevilla lo que el Lugarno para Florencia. Se goza en aquel punto de un espectáculo delicioso.

Me acerqué á la famosa torre del Oro, porque allí se encerraba el oro que los barcos españoles traían de América, ó porque el rey don Pedro guardaba en ella sus tesoros, es octógona, formada de tres pisos escalonados, coronada de almenas y bañada por el río.

La tradición cuenta que la torre fué construida en tiempo de los romanos y que la favorita de don Pedro vivió en ella mucho tiempo, cuando la torre estaba unida al alcázar por un edificio que fué derribado al construirse el paseo de Cristina.

Este paseo se extiende desde el palacio del duque de Montpensier hasta la torre del Oro, y se halla completamente sombreado por plátanos de Oriente, encinas, cipreses, saúcos, álamos y otros árboles del Norte, que los andaluces admiran, como admiramos nosotros las palmeras y los aloes en los campos del Piamente y de la Lombardía.

Un gran puente echado sobre el río, conduce al barrio de Triana, cuyas primeras casas se ven en la orilla opuesta.

Una larga hilera de buques, goletas y barcas están anclados en el río, y entre la torre del Oro y el palacio del duque hay un continuo vaivén de embarcaciones. Una multitud de señoras pasea por las calles de árboles, turbas de obreros cruzan el puente, se trabaja activamente en los buques, el río tiene reflejos de color de rosa, el aire está embalsamado por las flores y el cielo parece fuego.

Entre en la ciudad y goce del maravilloso espectáculo de Sevilla de noche. Los patios de todas las casas estaban alumbrados; los de las casas modestas no tenían mas que una media claridad, que añadía á su gracia natural la belleza del misterio; los de los palacios, llenos de luces que hacían resplandecer los espejos y centellear los juegos de agua de ¡as fuentes como si fuesen de bruñida plata, y brillar con mil reflejos los mármoles de los vestíbulos, los mosaicos de las paredes, los cristales de los candelabros.

Y se percibía en el interior un murmullo de mujeres, se oía por todas partes un resonar de carcajadas y ecos de música, que parecía que uno al revesaba por una crujía de salas de baile.

De cada puerta salía una onda de luz y de perfumes. Las calles estaban Lenas de gente; entre los arboles de las plazas, bajo los pórticos, en los fondos de los caminales, al pie de los balcones, en todas partes se veían ondular blancos vestidos, aparecer y desaparecer en la sombra. Cabezas adornadas con flores sonreían en las ventanas; grupos de jóvenes atravesaban por entre la muchedumbre lanzando alegres gritos; la gente se saludaba y hablaba de la calle á la ventana; y por todos lados se notaba un movimiento, una algazara y una alegría dignos de Carnaval, Sevilla no es más que un inmenso jardín donde juguetea un pueblo enardecido por la juventud y el amor.

Estos instantes son para un extranjero sumamente tristes. Recuerdo que me dieron tentaciones de dar con mí cabeza contra las paredes, iba de aquí para allá, turbado, con la cabeza baja y el corazón oprimido, cual si toda aquella gente se divirtiera para insultar mi soledad y mi melancolía, Era demasiado tarde para presentar mis cartas de recomendación y demasiado temprano para meterme en la cama. Era esclavo de aquella muchedumbre y de aquella alegría y debía sufrirla por espacio de algunas horas todavía. Quise para consolarme, no mirar la cara de las mujeres, pero no siempre salía con la mía, y cuando mis ojos se encontraban por casualidad con dos negras pupilas, el golpe era tanto mas violento cuanto más inesperado y mucho más fuerte que si hubiese arrostrado el peligro con el corazón tranquilo.

¡Me hallaba entre aquellas sevillanas, peligrosamente famosas! ¡Las veía pasar, colgadas del brazo de sus maridos ó de sus amantes, rozaba sus vestidos, respiraba su perfume, oía el rumor de sus delicadas palabras y la sangre se me subía á la cabeza como una oleada de fuego!

Afortunadamente me acorde entonces de haberle oído decir en Madrid á un sevillano, que el cónsul de Italia acostumbraba á pasar á á velada en la tienda de un hijo suyo, industrial; busqué aquella tienda, encontré en ella al cónsul, y presentándole una carta de un amigo suyo:

—Queridísimo señor.—le dije con un tono dramático que le hizo reir,—hágame el favor de socorrerme por caridad: ¡Sevilla me causa miedo!


A medía noche no había cambiado todavía el aspecto de la ciudad, la misma muchedumbre discurría por sus calles y tas mismas luces brillaban en las casas. Volví me á la fonda y me metí en mi cuarto con la sana intención de acostarme. Peor que peor. Las ventanas de mi cuarto daban á una plaza, donde se agitaba una compacta muchedumbre que daba vueltas alrededor de una banda de música que no cesaba de tocar; termina la música, empezaban las guitarras, los gritos de los aguadores, las carcajadas y los cantos; aquello fué toda la noche una bacanal capaz de enloquecer á cualquiera mortal.

Tuve un sueno delicioso y fatigoso al mismo tiempo, pero más pesado que alegre. Me parecía que me tenía sujeto á la cama una larguísima trenza negra enroscada en mil vueltas y con infinitos nudos; que sentía sobre mis labios una boca de fuego que me cortaba la respiración y alrededor de mí cuello dos diminutas pero vigorosas manos que me golpeaban la cabeza contra el mango de una guitarra.

A la mañana siguiente fuí á ver la catedral.

Para describir cual se debe este inmenso edificio, necesario sería tener á mano una colección de todos los adjetivos más gráficos y de todas las comparaciones más atrevidas que huyan brotado de las plumas de los muñidores de hipérboles de todos los países, cada vez que se vieron obligados á describir algo prodigiosamente alto, monstruosamente ancho, espantosamente profundo é increíblemente grandioso. Cuando hablo de aquella catedral con los amigos, sin darme cuenta de ello, hago como el Al á rabean de Víctor Hugo, un colosal movimiento de espaldas, hincho los carrillos, voy ahuecando la voz poco á poco, á semejanza de Tomás Salvini, en la tragedia Sansone, cuando con un acento que hace estremecer á las butacas, dice que siente crecer el vigor de sus nervios. Hablar de la catedral de Sevilla cansa como sonar un instrumento muy grande ó sostener una conversación de un lado á otro de una cascada.

La catedral de Sevilla está aislada en medio de una vastísima plaza, de modo que puede abarcarse su grandeza de una sola mirada. En el primer momento pensáis en las palabras famosas que profirió el capítulo de la primitiva iglesia, al decretar el día 8 de Julio de 1401 la construcción de la catedral; «Levantemos un monumento tal, que haga exclamar á las gentes futuras que nosotros éramos locos.» Aquellos reverendos canónigos lograron por cierto su intento. Pero para cerciorarse de ello es necesario penetrar en aquella iglesia. Su aspecto externo es grandioso y magnífico, pero no puede compararse con su interior. Falta la fachada: un alto muro circuye todo el edificio á modo de fortaleza. Por más vueltas que se le den y por más que se mire, no se logra fijar en la mente un contorno único que, semejante al epígrafe de un libro, os dé una clara idea del plan de la obra.—¡Es inmenso—pero no se queda satisfecho; y entra uno en la iglesia cautelosamente, deseando experimentar un sentimiento de maravilla más completo.

Al principio uno queda aturdido y perdida la cabeza, cual si se hallara en un abismo. Por algunos instantes no hace más que describir con la mirada inmensas curvas por aquel inmenso espacio, para asegurarse de que la vista no le engaña y la fantasía no se alucina. Después os acercáis á uno de los pilares, los medís, y miráis los otros más lejanos. Son grandes como torres; Y parecen, no obstante, tan sutiles que uno tiembla á la idea de que sostienen todo el edificio. Se recorren todos, uno á uno, con mirada rápida, desde el pavimento hasta la bóveda, y parece que se pueden contar los momentos que en ello empica la mirada. Hay cinco naves, en cada una de las cuales cabría una gran iglesia, En la del centro podría pasearse otra catedral con la cabeza erguida, su cúpula y su campanario. Forman un total de sesenta y ocho bóvedas, tan atrevidas, que cuando se miran, parece que lentamente se ensanchan y se elevan.

Todo es enorme en esta catedral. El altar principal, situado en el centro de la gran nave, tan alto que casi llega á la bóveda, parece un altar construído para curas gigantes, á los cuales los demás altares no llegan á la rodilla. El cirio pascual parece un palo de navío; el candelabro de bronce que lo sostiene, es un musco de escultura y cincelados, merecedor por sí solo de la visita de todo un día.

Las capillas son dignas de la iglesia: se han prodigado en ellas las obras maestras de sesenta y siete escultores y de treinta y ocho pintores. Montañés, Zurbarán, Murillo, Valdés, Herrera, Bodón, Roclas, Campana, han dejado allí mil huellas de sus manos inmortales. La capilla de San Fernando, que guarda las sepulturas de este rey, de su esposa Beatriz, de Alfonso el Sabio, del célebre ministro Floridablanca, y de otros personajes ilustres, es una de las más bellas y esplendidas.

El cuerpo del rey Fernando, que libró á Sevilla de la, dominación de los árabes, vestido con su traje de guerra, con la corona y el manto real, descansa en una caja de cristal cubierta con un velo; á un lado tiene la espada que llevaba el dia que entró en Sevilla; al otro el bastón, emblema de mando.

En esta misma capilla se conserva una pequeña Virgen de marfil, que el rey santo llevaba consigo á la guerra, y otras reliquias de gran valor y estima.

En las demás capillas hay grandes altares de mármol, tumbas de estilo gótico, estatuas de piedra, de madera, de plata, encerradas en grandes cajas de cristal, con la cara y las manos cubiertas de diamante y rubíes, Y cuadros maravillosos que por desgracia no reciben bastante claridad de la débil luz que desciende de los altos ventanales, y no pueden por lo mismo ser admirados en toda su belleza.

Pero después de un examen detallado de las capillas, cuadros, esculturas, se vuelve siempre á admirar la catedral por sí misma, en su grandioso ó por mejor decir, en su formidable aspecto. Después de haberse lanzado á esas alturas vertiginosas, la mirada y la inteligencia vuelven al suelo fatigadas, para tomar aliento y remontarse de nuevo. Las imágenes responden á la grandiosidad de la basílica: ángeles desmesurados, monstruosas cabezas de querubes, con las alas grandes como á as velas de un navío, ó inmensos mantos azules y flotantes.

La impresión que produce esta catedral es puramente religiosa, pero no triste. Es un sentimiento que transporta el espíritu á espacios sin fin y á aquellos misteriosos silencios en los cuales se anegaba el alma de Leopardi. Un sentimiento lleno de deseo y valentía; el vértigo voluptuoso que se siente al borde de un abismo, el tumulto y confusión de grandes pensamientos, el divino terror de lo infinito.

Como es la catedral más variada de España (pues la arquitectura gótica, la germánica, la greco-romana, la árabe, y la que se llama vulgarmente plateresca han dejado en ella sus huellas impresas), es también la más rica y la más privilegiada. En la época del mayor poderío del clero se quemaban en ella veinte mil libras de cera al año; se celebraban, en veinticuatro altares, quinientas misas al día; el vino que se consumía en los sagrados sacrificios subía á la increíble cantidad de diez mil setecientos cincuenta litros. Los canónigos tenían una servidumbre que hubieran deseado algunos monarcas, iban á la iglesia en soberbias carrozas tiradas por magníficos caballos y se hacían abanicar por los clérigos, mientras decían la misa, con abanicos adornados de plumas y perlas, derecho que les había sido otorgado por el papa, y que algunos aprovechan todavía hoy. Es inútil hablar de las fiestas de la Semana Santa, pues son todavía famosas en todo el universo, y acuden á ellas gentes de todos los puntos de Europa.

Pero el más curioso privilegio de la catedral de Sevilla, es la danza llamada de los seises, que se efectúa todas las tardes al anochecer, durante ocho días consecutivos, después de la fiesta del Corpus.

Como estaba en Sevilla en aquella época, fuí á verla, y me parece digna de ser descrita. Por lo que me habían dicho me causaba el efecto de una payasada escandalosa, y entré en la iglesia dispuesto á indignarme por la profanación del santo lugar.

La iglesia estaba sombría: sólo el altar mayor se veta iluminado, rodeado de una muchedumbre de mujeres arrodilladas. Algunos sacerdotes estaban sentados á derecha é izquierda del altar; sobre las gradas había un gran tapiz extendido; dos hileras de chiquillos de ocho á doce años, vestidos de caballeros españoles de la Edad media, con el sombrero de plumas y la media blanca, estaban alineados unos delante de otros, enfrente al altar. A una señal que hizo un sacerdote, una suave música, ejecutada por violines, rompió el profundo silencio de la iglesia y los dos bandos de niños se pusieron en movimiento, con un paso de contradanza, separándose, entrelazándose y reuniéndose de nuevo con mil vueltas graciosas. Después entonaron todos á la vez un canto melodioso y alegre, que resonó en la vasta catedral como un coro de ángeles. En instante después acompañaron su canto y su danza con el ruído de las castañuelas. Ninguna ceremonia religiosa me ha emocionado nunca tanto como aquella. Es imposible describir el electo que producen aquellas voces infantiles retumbando por aquellas bóvedas; aquellos pequeños seres al pie de aquel enorme altar; aquella danza modesta, hasta humilde, aquellos trajes antiguos, aquella muchedumbre arrodillada y aquellas tinieblas que lo envuelven todo. ¡Al salir de la iglesia tenía el alma serena como si hubiera rezado!

A propósito de esta danza me contaron una anécdota curiosa. Hace dos siglos, un arzobispo de Sevilla, á quien pareció que no se veneraba de un modo muy conveniente á Dios por medio de este rito de contradanzas y castañuelas, quiso prohibir la ceremonia. Aquella determinación produjo mucho ruido: el pueblo se rebeló, los canónigos pusieron el grito en el cielo, y el arzobispo se vió obligado á recurrir al Papa, Este, picado de curiosidad, quiso ver con sus propios ojos aquel baile infantil, para juzgar después con conocimiento de causa. Los niños fueron llevados á Roma con sus trajes de caballeros, entraron en el Vaticano y fueron presentados al Papa, en cuya presencia cantaron y bailaron. Su Santidad se rió, sin desaprobar el baile, y queriendo comentar á tirios y troyanos, esto es, á los canónigos y al arzobispo, decidió que los niños pudiesen seguir su-baile hasta que hubiesen estropeado los trajes y que después se considerase abolida aquella ceremonia. El arzobispo se rió, los canónigos se rieron también, como gentes que tenían pensado el ardid para burlar á la vez al arzobispo y al Padre Santo. Y con efecto: renovaron cada año una parte del vestido de los niños, de modo que nunca pudiera decirse que todo el traje estaba usado, y el arzobispo, que como hombre escrupuloso, tomo al pie de la letra la sentencia de Su Santidad, no pudo nunca oponerse á la celebración de la solemnidad. Se siguió bailando, se baila y se bailará mientras plazca á los canónigos y á Dios.

Cuando iba á salir de la iglesia, un sacristán me hizo seña, me llevó á la parte trasera del coro y me ensenó una piedra del pavimento en la cual leí conmovido una inscripción. Bajo aquella piedra están sepultados los huesos de Fernando Colón, hijo de Cristóbal Colón, nacido en Córdoba y muerto en Sevilla el día 12 de Julio de 1636, á la edad de cincuenta años. Bajo la inscripción se leen algunos dísticos latinos, cuya traducción es como sigue:

«¿Qué importa que yo haya regado con mis sudores el universo entero, que haya recorrido tres veces el nuevo mundo descubierto por mi padre, que haya embellecido las orillas del tranquilo Betis, y preferido mi sencilla vida á las riquezas, para reunir á tu alrededor las divinidades de la fuente de Castalia y ofrecerte los tesoros recogidos antiguamente por Ptolomeo, si tú pasando en silencio por sobre esta piedra, no tienes un saludo para mi padre y para mí un amistoso recuerdo?»

El sacristán, más enterado que yo, me explicó esta inscripción. Fernando Colón fué paje de Isabel la Católica y del príncipe don Juan; viajó por las Indias con su padre y su hermano, el almirante don Diego; siguió al emperador Carlos V en sus campañas; hizo otros viajes al Africa, Asía y América; y recogió por todas partes, á fuerza de fatigas y de dispendios, libros sumamente curiosos con los cuales formó una biblioteca que después de su muerte pasó á manos del cabildo de la catedral, donde se encuentra todavía bajo el pomposo título de biblioteca Colombina. Antes de morir escribió los dísticos latinos que se leen en la losa de su tumba, manifestando el deseo de ser enterrado en la catedral. En los últimos momentos de su vida pidió ceniza, se cubrió con ella el rostro, pronunciando las palabras de la Santa Escritura: «Memento homo, quia pulvis es,» entonó el Te-Deum, sonrió y exhaló el último suspiro, con la tranquilidad de un santo. Experimenté enseguida ardientes deseos de verla biblioteca, y salí de la iglesia.

Un cicerone me de tuvo preguntándome si había visto el Patio de los Naranjos, y como le dijese que no, me llevó á verlo. Este patio se halla situado en la parte norte de la catedral, circuido por un almenado muro. En el centro se eleva una fuente, rodeada de un bosque de naranjos, y á un lado, junto al muro, se ve un púlpito de mármol, donde predicaba San Vicente Ferrer, según cuéntala tradición. En el emplazamiento de este patio, que es muy grande, se hallaba la antigua mezquita, que fu ó construída á últimos del siglo u, según se cree.

A la sombra de los naranjos y junto á la fuente, los buenos de los sevillanos van á tomar el fresco en las ardientes siestas del estío. Allí no se siente piedad; allí tan sólo se recuerda el voluptuoso paraíso de Mahoma, al aspecto de la espléndida verdura, al suave Oreo del aire embalsamado y al influjo de alguna beldad de grandes ojos que de cuando en cuando pasa por allí, lanzándoos una ardiente mirada á través de los lejanos árboles.

La famosa Giralda de la catedral de Sevilla es una antigua torre árabe, construida, según afirman, el año 1000, con arreglo al plano del arquitecto Heuver, inventor del álgebra. Fué modificada en su parte superior, después de la expulsión de los árabes, y convenida en campanario cristiano, si bien conserva todavía el aspecto árabe y recuerda más el desaparecido estandarte de los vencidos que la cruz que en vano le han impuesto los vencedores.

Es un monumento que causa un efecto de nueva especie: hace sonreir. Es desmesurado é imponente como una pirámide de Egipto, y al propio tiempo alegre y gracioso como un kiosko. Es una torre de ladrillo, cuadrada, de un hermoso color de rosa, sin adornos hasta cierta altura y adornada después hasta lo alto con pequeñas ventanas moriscas, abiertas aquí y allá, como al azar, y guarnecidas con pequeños balcones que producen un hermoso efecto.

En el piso donde descansaba antiguamente un techo de diversos colores, rematado en una cúpula de hierro que sostenía cuatro enormes bolas doradas, se eleva el campanario cristiano, de tres pisos, el primero ocupado por las campanas, el segundo circuito de una balaustrada y el tercero formado por una especie de cúpula, sobre la cual da vueltas como una veleta, una colosal estatua de bronce dorado, representando la Fe, teniendo en una mano una pal pía y en la otra un estandarte, visible á una gran distancia de Sevilla y que cuando el sol la hiere, brilla como un enorme rubí engastado en la corona de un rey titán que gobernase con la mirada todo el valle de Andalucía.

Subí hasta la cúpula, quedando plenamente pagado de las fatigas de la ascensión. Sevilla, blanca como una ciudad de mármol, rodeada de una guirnalda de jardines, de bosques y paseos, en medio de un campo sembrado de casas de campo, aparece á vuestros ojos con toda la pompa de su belleza oriental. El Guadalquivir, surcado por infinitos barcos, la atraviesa y abraza, describiendo una ancha curva. Aquí la torre del Oro dibuja sus formas graciosas sobre las azules aguas del río; allá el Alcázar ostenta sus torres austeras; más lejos los jardines del duque de Montpensier, vistos por sobre los lechos, tiende una inmensa sábana de verdura. La mirada penetra en la plaza de toros, en los jardines de los palacios, en los patios de las casas, en los claustros de las iglesias, en todas las calles que desembocan alrededor de la catedral. En lontananza se ven los pueblos de Santi-Ponce. Algaba y otros que aparecen sobre la colina; á la derecha del Guadalquivir el gran barrio de Triana, de un lado, muy lejanas, las dentelladas crestas de Sierra Morena; de otro, nuevas montañas que ofrecen infinitas tintas azules; y por encima de este maravilloso panorama, el cielo más puro, más transparente, más encantador que haya jamás sonreído á la mirada del hombre.

Al bajar de la Giralda fuí á ver la Biblioteca Colombina; instalada en un antiguo edificio, cerca del Patio de los Naranjos. Después de haber visto una colección de misales, biblias, manuscritos preciosos, uno, sobre todo, atribuído á Alfonso el Sabio, intitulado; El Libro del Tesoro, escrito con mucho cuidado en la antigua lengua española; después de haber visto todo eso, ví, —permitidme que lo repita,—vi con mis propios y humildes ojos, y conteniendo con la mano mi corazón, que parecía querérseme salir del pecho, un tratado de cosmografía y astronomía en latín, con los márgenes cubiertos de notas escritas por la propia mano de Cristóbal Colón. Había estudiado este libro, mientras alimentaba su grandioso deseo en el alma; había velado sobre aquellas páginas, las había tocado. Tal vez su divina frente en las vigilias fatigosas se había reclinado con el abandono del cansancio sobre aquel pergamino y lo había regado con su sudor. ¡Es una idea que os transporta y conmueve!

Pero también hay otra cosa. Ví un escrito de la mano de Colón, donde se hallan reunidas todas las profecías de los historiadores profanos y sagrados que hicieron referencia al descubrimiento de un nuevo mundo; escrito del cual se servía, á lo que parece, para obligar á los soberanos de España á proporcionarle los medios necesarios al intento de su empresa. Hay, entre otros, un pasaje de la Medea, de Séneca, que dice:

«Venient annis sæcula seris, quibus oceanus vincula rerum laxet, et ingens pateal tellus,»

Y en el volumen de Séneca, que se encuentra también en la biblioteca, se encuentra, junto al pasaje citado, una llamada de Fernando Colón, que dice: «Esta profecía fué realizada por mi padre, el almirante Cristóbal Colón el año 1492.» Mis ojos se llenaron de lágrimas; hubiera querido hallarme solo en aquel sitio para besar aquellos libros, para manosearlos hasta fatigarme, para rasgar un pequeño pedazo y llevarlo conmigo como una cosa santa

¡Cristóbal Colón! ¡Yo he visto su escritura! ¡Yo he tocado las hojas que él tocó! ¡Yo lo he sentido jumo á mí!

Al salir de la biblioteca, ¡yo no sé!...me hubiera arrojado entre las llamas para salvar á un niño, me hubiera despojado de todo para socorrer á un pobre, hubiera hecho con alegría cualquier enorme sacrificio. ¡Me sentía tan rico!


Después de la biblioteca el Alcázar. Pero antes de llegar al Alcázar, con todo y hallarse en la misma plaza que la catedral, pude saber lo que era el sol de Andalucía. Sevilla es la dudad más calurosa de España; aquella era la hora más ardiente del día y me encontraba en el sitio más sofocante de la ciudad. Estaba sumergido en un océano de luz. Ni una puerta, ni una ventana abierta, ni un ser viviente fuera de las casas; si me hubiesen dicho que Sevilla estaba despoblada, lo hubiera creído.

Atravesé lentamente la plaza entornando los ojos, haciendo visajes, con el sudor que me resbalaba por cara y pecho y con las manos mojadas cual si las hubiese sacado de una jofaina de agua. Junto al Alcázar hallé una especie de kiosko de vendedor de refrescos, y allí me lancé con la presteza del hombre que se pone al abrigo de una granizada. Después de haber tomado aliento, me dirigí al Alcázar.


El Alcázar, antiguo palacio de los reyes moros, es uno de los monumentos de España mejor conservados. Visto de fuera parece una fortaleza. Se halla completamente rodeado de altas murallas, de torres almenadas y de viejas casas, que forman delante la fachada dos cuerpos espaciosos. La fachada es severa y limpia como las demás partes exteriores del edificio. La puerta se halla adornada de arabescos dorados y pintados, entre los cuales se ve una inscripción gótica, que indica la época en que fué restaurada por orden del rey don Pedro.

Con efecto: por más que el Alcázar sea un palacio árabe, mejor es obra de los reyes cristianos que de los monarcas moros. Fundado no se sabe que año precisamente, fué reconstruído por el rey Abdelasis hacia fines del siglo XII, conquistado por el rey Fernando hacia la mitad del siglo XIII, reedificado segunda vez por el rey don Pedro, habitado en seguida, durante el espacio de muchos años, por casi todos los reyes de Castilla, y elegido, por fin, por Carlos y para celebrar su matrimonio con la infanta de Portugal. El Alcázar fué testigo de los amores y crímenes de tres razas de reyes; cada una de sus piedras despierta un recuerdo y guarda un secreto.

Se entra; se atraviesan dos ó tres piezas, que sólo tienen de ambo el techo y algunos mosaicos en los rodapiés, y se llega á un patio donde uno se para lleno de admiración. Un pórtico coa elegantes arcos se desarrolla á lo largo de los cuatro costados, sostenido por columnas de mármol, unidas dos á dos; arcos, paredes, ventanas, puertas, se hallan cubiertos de esculturas, mosaicos, arabescos complicados, de extremada delicadeza, trabajados, ya como finísimo encaje, ya como bordados tapices, ó bien volados y pendientes, como ramos ó guirnaldas de dores. Y hecha excepción de los mosaicos de color, todo es blanco, claro, luciente como el marfil.

A los cuatro lados se hallan las cuatro puertas que dan entrada á las salas reales. Aquí la admiración se cambia en entusiasmo, Todo lo que la imaginación más exaltada pueda soñar más rico, más variado, más espléndido en el más ardiente de los sueños, se encuentra reunido en aquellas salas

Del pavimento á la bóveda, alrededor de las puertas, á lo largo de los marcos de las ventanas, en los ángulos más escondidos, en cualquier parte que se fijen los ojos, hay un hormigueo tal de adornos de oro y piedras preciosas, una red tan espesa de arabescos e inscripciones, una tan maravillosa profusión de dibujos y colores, que apenas se dan veinte pasos sin que uno quede aturdido y confuso, mientras los ojos fatigados buscan un pedazo de pared donde puedan refugiarse y descansar.

En una de estas salas, el guarda os muestra una mancha rojiza que cubre un largo trecho del pavimento de mármol y os dice con voz solemne:

—Esta es la mancha de sangre de don Fadrique, gran maestro de la Orden de Santiago, muerto en este mismo sitio el año 1368, de orden del rey don Pedro, su hermano.

Me acuerdo que al oir esto miré cara á cara al guarda, con un aire que quería decir:—«Vamos andando,»—que hizo al pobre hombre contestarme con tono áspero:

Caballero, si os pidiera que me creyerais bajo mi palabra, podríais dudar con razón; pero cuando podéis verlo con vuestros propios ojos, me admira, pero...me parece...

—Sí, sí,—me apresuré á contestar:—esto es sangre: lo creo, lo veo, pero no hablemos mas del asunto.

Alas si uno puede reírse de la mancha de sangre, no puede hacerlo de la tradición del crimen á que se atribuye. El aspecto de aquel lugar despierta en el alma todos los detalles de aquel funesto suceso. Parece que uno oye retumbar por aquellas vastas salas doradas los pasos de don Fadrique, persiguido por los arqueros armados de mazas; el palacio se halla envuelto en las tinieblas y no se oye mas ruído que el que producen los verdugos y su víctima. Don Fadrique quiere penetrar en el patio y Lope de Padilla le detiene. Fadrique puede escapar, ya se halla en el patio, saca su espada...¡maldición! la cruz de la empuñadura se ha enredado con el manto de la Orden de Santiago, los arqueros llegan, no tiene tiempo que perder, huye á tientas de un lado al otro; Fernández de Roa le alcanza y lo derriba de un hachazo; acuden los demás y también le hieren...Fadrique espira en medio de un lago de sangre...

Pero este triste recuerdo se pierde entre las mil imágenes que recuerdan la vida deliciosa de los reyes árabes. Esas graciosas y pequeñas ventanas, donde se espera ver de un momento á otro la cara lánguida de una odalisca; esas puertas secretas ante las cuales os detenéis aun á pesar vuestro, como si hubieseis oído el roce de un vestido; dormitorios de los sultanes, envueltos en una oscuridad misteriosa, donde os parece escuchar, confundidos en uno, los suspiros de amor de todos los monarcas; esa prodigiosa variedad de colores y bordados, que, parecida á una sinfonía animada y varia, os lanza á no se qué delirio fantástico y os hace creer que estáis soñando; esa arquitectura delicada y ligera, columnas que parecen brazos de mujer, pequeños y caprichosos arcos, reducidos gabinetes, bóvedas cubiertas de adornos que penden en frágiles estalactitas, en racimos pintados y de variado color, como floridos parterres; todo eso os inspira el deseo de sentaros en medio de una de esas salas y de permanecer allí, sintiendo sobre vuestro corazón el peso de una hermosa cabeza morena, de andaluza, que haga olvidar el mundo y el tiempo, y con un beso os adormezca para siempre.

La más hermosa sala de la planta baja es la de embajadores, formada por cuatro grandes arcos, que sostienen una galería de cuarenta y cuatro arcos de bóveda más pequeña y en lo alto una preciosa cúpula esculpida, pintada, dorada, bordada con gracia inimitable y lujo fabuloso.

En la estancia superior, donde se hallan los departamentos de invierno, no queda más que un oratorio de Fernando e Isabel y una pequeña cámara, en la cual dicen que dormía el rey Don Pedro. Desde allí se baja por una escalera estrecha y misteriosa al departamento que habitaba la famosa María Padilla, favorita del rey Don Pedro, á la cual la tradición popular acusa de haber conducido al rey hasta el fratricidio

Los jardines del Alcázar no son ni muy grandes ni muy hermosos, pero los recuerdos que despiertan valen más que la grandeza y la hermosura.

A la sombra de aquellos naranjos y de aquellos cipreses, al murmullo de aquellas fuentes, cuando en ese cielo purísimo de Andalucía brillaba la plateada tuna y reposaba allí la turba de cortesanos, ¡cuántos prolongados suspiros de ardientes cortesanas! ¡cuántas humildes palabras de soberbios reyes! ¡cuántos amores formidables!

—¡Hermosa Itimad! ¡amor mío!—murmuraba yo, soñando con la amante famosa del rey Al-Motamid, y errando de sendero en sendero como en persecución de un fantasma.—¡Itimad, no me dejes solo en este paraíso silencioso! ¡Detente! ¡Dame todavía la felicidad de esta noche!...¿Te acuerdas? Viniste á mí y tu rica cabellera me envolvía lo mismo que un manió; como un guerrero abraza su espada, así abracé yo tu cuello, más blanco y flexible que el del cisne! ¡Cuán hermosa eres! ¡Mi corazón abrasado extinguía su ardiente sed en tus labios color de sangre! Tu hermoso cuerpo aparecía por entre los pliegues de tu ropa espléndidamente bordada, como una hoja de espada tersa y brillante sale de la vaina; y yo oprimí á con mis dos manos tu flexible talle y toda la perfección de tu belleza.¡Cuánto te quiero, Itimad! ¡Tu beso es dulce como el vino, y tu mirada, como el vino, hace perder la razón.

Mientras liada así mi declaración de amor con expresiones é imágenes robadas á los poetas árabes, y en el momento en que seguía una senda llena de flores, sentí de pronto un juego de agua entre las piernas; híceme atrás y recibí otro en la cara; volví me á la derecha y lo sentí en el cuello; me eché á la izquierda, y en la nuca; apreté á correr, agua por debajo, por aquí, por allá, por todas partes; en hilos, en chorros, en lluvia, de modo que en un instante quede completamente mojado, como si me hubieran metido en un cubo. Abrí la boca para gritar; pero todo cesó en aquel momento y oí en el fondo del jardín un estallido de sonoras carcajadas. Volvíme y ví á un joven apoyado en una pequeña pared queme miraba con una expresión que quería decir: «¿Os ha gustado eso?» Cuando salí me enseñó el resorte que había tocado para jugarme aquella broma, y me consoló diciendo que el sol de Sevilla no me dejaría por mucho tiempo en aquel estado de esponja empapada al que había pasado bruscamente; ¡infeliz de mil...desde los brazos cariñosos de mí sultana


Por la tarde, á pesar de las voluptuosas imágenes que el Alcázar había evocado en mi alma, gozaba de calma suficiente para admirar la belleza de fas sevillanas sin necesidad de buscar un asilo en los brazos del cónsul.

No creo que existan en ningún país mujeres mas capaces que las andaluzas de inspiraros la idea de un rapto; no sólo porque excitan la pasión que inspira locura, sino porque parecen hechas exprofeso para ser tomadas, empaquetadas y escondidas; tan pequeñas son y tan ligeras, regó aletas, elásticas y flexibles. Sus pequeños pies cabrían perfectamente los dos en el bolsillo de vuestro paleto; las cogeríais por la cintura con una sola mano, como muñecas, y haciendo un pequeño esfuerzo con un solo dedo, las haríais doblegar como un junco. A su belleza natural añaden el arte de caminar y de mirar de un modo tal, que vuelven loca la cabeza mejor sentada. Vuelan, resbalan, ondulan; en un mínino pasan cerca de vos, os muestran su pie pequeñísimo, os hacen admirar su brazo, os ponen en evidencia su delgada cintura, os descubren dos hileras de blancos dientes, os lanzan una mirada prolongada y encubierta que os penetra hasta vuestra alma y allí muere; y después se marchan con un aire triunfal, seguras de haberos hecho perder el sentido

Para tener una idea aproximada de la belleza de las mujeres del pueblo y de sus hábitos, fuí al día siguiente á visitas la fabrica de cigarros, que es una de las más grandes de Europa, y que no cuenta menos de cinco mil obreras. El edificio se halla frente al vasto jardín del duque de Montpensier. Las obreras están casi todas en tres grandes salas divididas en tres partes por tres hileras de columnas. El primer golpe de vista es sorprendente: veis á la vez ochocientas jóvenes, formando grupos de cinco ó seis, sentadas alrededor de unas pequeñas mesitas, agrupadas á montones, las primeras como envueltas en una niebla y las últimas apenas visibles: todas jóvenes, algunas niñas todavía. Ochocientas cabelleras negras, y ochocientas caras morenas, de todos los puntos de Andalucía, desde Jaén á Cádiz, desde Granada á Sevilla, Se oye un ruído como en una plaza llena de gente. Las paredes, desde la puerta de entrada hasta la de salida, se hallan cubiertas de sacos, chales, pañuelos, zapatos; y ¡cosa extraña! este conjunto de prendas, que bastarían á llenar cien traperías, ofrecen dos colores dominantes, los dos continuos, uno sobre otro, como los colores de una larga bandera; el negro de los chales encima, el rosa de las ropas debajo, y mezclados con el rosa, el blanco, el violeta y el amarillo. Parece que se está viendo una inmensa tienda de disfraces ó una inmensa sala de baile donde las bailarinas hubiesen colgado en las paredes todo lo que no les es absolutamente necesario para salvar el decoro.

Las jóvenes se aliñan al salir; para trabajar se ponen ropa vieja, pero rosa y blanca del mismo modo. Como el calor es insoportable, se aligeran cuanto pueden, y por esto apenas hay una cincuentena que no dejen al descubierto brazos y hombros, que el visitante puede contemplar á su sabor, sin hablar de los casos extraordinarios que se ofrecen de improviso, al pasar de una sala á otra, detrás de las puertas y columnas en el fondo de los ángulos lejanos.

Hay allí caras preciosas, y hasta las que no son guapas tienen algo que llama la atención y se graba en la memoria: el color, los ojos, las pestañas, la sonrisa. Muchas de ellas, sobre todo las gitanas, son de un moreno obscuro, como las mulatas, y tienen los labios hermosos. Otras tienen los ojos tan grandes, que si se hiciera fielmente su retrato parecería una exageración monstruosa. La mayor parte son pequeñas y bien formadas, y todas llevan una rosa, una violeta, un ramo de flores campestres entre las trenzas. Son pagadas en razón al trabajo que hacen; las más hábiles y las más trabajadoras ganan hasta tres pesetas al día; las holgazanas duermen con los brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza apoyada en los brazos. Las que son madres, trabajan moviendo una pierna, en la cual tienen atado un cordel que hace balancear una cuna.

De la sala de los puros se pasa á la de cigarrillos, de esta á la de picadura, de la de picadura á las de las cajas, y en todas se ven rosas rosadas, trenzas negras y ojos rasgados. Cuando se sale de esta fábrica parece por un largo espació que sólo se ven ojos negros por todas partes, ojos que os miran, con mil expresiones diversas de curiosidad, de enojo, de simpatía, de alegría de tristeza, de sueño.

El mismo día fuí á ver el museo de pintura.

El museo de Sevilla no posee muchos cuadros, pero los que tienen valen por un gran museo. Allí se encuentran obras maestras de Murillo, entre otras, á inmortal San Antonio de Padua, que goza lama de ser, la más divinamente inspirada de sus creaciones y una de las más grandes maravillas del genio humano. Visité el Museo con el señor don Gonzalo Segovia y Ardinsón, uno de los más ilustres jóvenes cíe Sevilla y quisiera que se hallara aquí junto á mi mesa, para atestiguar con su firma que en el momento en que ví el citado cuadro lancé un grito, agarrándome á su brazo.

Una vez, una sola vez en á á vida he experimentado una conmoción del género de la que sufrí á la vista de aquel cuadro. Era una hermosa noche de verano; el cielo refulgente de estrellas; el vasto campo, que se abarcaba de una sola mirada: desde el lugar elevado en que me hallaba, se dormía sumido en una paz profunda. Una de las más hermosas criaturas que he conocido en la vida se hallaba junto á mí. Pocas horas antes habíamos leído algunas páginas de un libro de Humboldt. Mirábamos el cielo y hablábamos del movimiento de la tierra, de los millones de mundos, de lo infinito, con ese tono bajo, cual si fuera una voz lejana que uno emplea espontáneamente cuando de noche habla de cosas semejantes en un lugar silencioso. De pronto nos callamos y cada uno se abandonó, los ojos fijos en el cielo, á sus recuerdos. Yo no sé cuáles fueron los pensamientos que cruzaron por mi mente; yo no sé que misterioso impulso de sentimientos experimenté en mi corazón; yo no se lo que ví, ni lo que pasó por mi ser tan sólo sé que de pronto me pareció que se descorría un velo ante mi alma, sentí dentro de mí una seguridad completa de aquello que hasta entonces más había deseado que creído; mi corazón se dilató en un sentimiento de suprema dicha, de dulzura angélica, de esperanza sin limites; un río de ardientes lágrimas brotó impetuosamente de mis ojos, y estrechando la mano amiga que buscaba la mía, grité desde lo profundo de mi alma: «¡Es verdad! ¡es verdad! ¡es verdad!» y me eché á llorar como un chiquillo

El San Antonio de Padua me hizo experimentar la misma emoción, El santo se halla arrodillado en medio de su celda; el Niño Jesús, rodeado confusamente de una luz vaga y vaporosa, atraído por la fuerza de su plegaria, desciende hasta sus brazos; San Antonio, arrebatado en éxtasis, se lanza hacia el en cuerpo y alma, echando atrás la cabeza radiante en el arrobo de una felicidad sobrehumana. La sacudida que me causó este cuadro fué talque algunos minutos de contemplación me dejaron fatigado como si hubiese recorrido un gran musco, y me sobrecogió un temblor que me duró todo el tiempo que permanecí en aquella sala.

Ví después otros grandes cuadros de Murillo: una Concepción, un San Francisco abracando á Cristo, otra Visión de San Antonio y otros, en número de unos veinte, entre ellos la preciosa y célebre Virgen de la servilleta, pintada por Murillo sobre una verdadera servilleta, en el convento de capuchinos de Sevilla, por satisfacer el deseo del lego que le servía. Es una de sus más delicadas creaciones, en la cual prodigó toda la magia de su inimitable colorido. Pero ninguno de esos cuadros que son la admiración de todos los artistas del mundo, apartó mi pensamiento y mi corazón de aquel divino San Antonio.

Hay además en oí museo cuadros de los dos Herrera, de Pacheco, de Alfonso Cano, de Pablo Céspedes, de Valdés, del Mulato, que que criado de Murillo y supo imitar hábilmente la manera del maestro. Y en fin, el famoso gran cuadro La apoteosis de Santo Tomas de Aquino, de Francisco Zurbarán, uno de los más eminentes artistas del siglo XVII, llamado el Caravage español, superior tal vez á éste por la verdad y la expresión naturalista, potente, colorista vigoroso, pintor inimitable de monjes austeros, de santos extenuados por las maceraciones, de ermitaños pensativos, de sacerdotes terribles, y poeta incomparable de la penitencia, de la soledad y de la meditación.


Después de enseñarme el Museo de pintura, el señor don Gonzalo Segovia me condujo, por un laberinto de pequeñas calles, á la de Francos, que es una de las principales de la ciudad. Deteniéndose ante la tienda de un comerciante en paños, me dijo sonriendo:

—Esta tienda ¿no os hace pensar en nada?

—En nada, á decir verdad,—contesté yo.

—Mirad el número.

—Es el número quince; ¿y qué?

—¡Qué demonio!—exclamó entonces mi amable cicerone,—Y se puso á cantar:


Número quindici.
A mano manca...


—La tienda del Barbero de Sevilla,—exclamé yo entonces.

—Efectivamente: la tienda del Barbero de Sevilla. Pero un momento: hablaréis de esto seguramente en Italia, más os prevengo que no respondo del hecho. Las tradiciones son con frecuencia engañosas, y yo no quisiera cargar con la responsabilidad de una afirmación histórica de tanta importancia.

En aquel momento el tendero apareció en la puerta, y adivinando lo que allí nos retenía, se echó á reir y nos dijo:—No está. (Fígaro no está en casa), y saludándonos metióse dentro.

Rogué entonces al señor Segovia que me hiciera ver un patio, ó uno de esos patios encantadores que mirados desde la calle me hacían soñar tantas delicias.

A menos quiero ver uno,—le dije;—penetrar una vez hasta el centro de sus misterios, tocar sus paredes y lograr el convencimiento de que es una realidad y no una visión.

Mi deseo fué enseguida satisfecho. Entramos en un patio de uno de sus amigos. El señor Segovia dijo al criado cuál era nuestro deseo y nos quedamos solos.

La casa no tenía más que un piso. El patio no era mayor que un salón ordinario, pero era todo mármol y flores, con un juego de agua en el centro, enlomo cuadros y estatuas, y de un techo á otro un toldo que libraba de los rayos del sol. En un ángulo había una pequeña mesa de labor, y aquí y allá cajas y taburetes donde se habían apoyado seguramente los pies de una andaluza que nos estaba observando á través de una persiana. Miró cada cosa en detalle, como lo hubiera hecho con una casa abandonada por las hadas. Me senté, cerré los ojos, y me imaginó que era el dueño de la casa. Me levantó después, me bañó la mano en el agua de la fuente, toque una columna, me apoyé contra la pared, cogí una flor, levantó los ojos hacía las ventanas, sonreí, suspire y dije:

—¡Cuán dichosos deben ser los que aquí viven!

En aquel momento oí que se reían, volví la cabeza y ví brillar detrás de una persiana dos ojos negros que desaparecieron en seguida.

—Es verdad,—dije yo,—no creía que sobre la tierra se pudiese vivir tan poéticamente. ¡Y pensar que gozáis de semejantes caras toda la vida y que tenéis ánimo todavía de devanaros los sesos con la dichosa política!

Don Gonzalo me explicó los secretos de la casa.

—Todos esos muebles,—me dijo,—esos cuadros, esas macetas de flores, desaparecerán de aquí en el otoño y serán trasladadas al primer piso, que es la habitación de invierno y de primavera. Al acercarse el verano, camas, armarios, mesas, cajas, todo es transportado á los cuartos de la planta baja y la familia duerme aquí, come, recibe á los amigos y aquí trabaja, entre las flores y los mármoles, al dulce murmullo de la fuente. Y como durante la noche se dejan las puertas abiertas, desde las alcobas se ve á patio iluminado por la luna y y se respira el perfume de las rosas.

—¡Oh!¡basta ya!—exclamé yo.—¡Basta señor Señoría. Tenga usted compasión de los extranjeros!

Y riéndonos de todas veras, salimos de allí para ir á ver la famosa Casa de Pilatos.

Al pasar por una callejuela solitaria ví en los escaparates de una quincallería un surtido de cuchillos espantosamente anchos, y largos extravagantes que me animaron á deseo de comprar uno. Entré; me pusieron á la vista más de veinte, que hice abrir uno tras otro. A cada hoja que se abría daba un paso atrás. Yo creo que se pueda imaginar un amia de un aspecto más horrible ni más bárbaro. De un mango de cobre, latón ó cuero, un poco encorvado y con calados en los que se incrustan pequeñas placas de talco de diversos colores, sale rechinando una hoja ancha como la palma de la mano, larga de dos cuartas, aguda como un puñal, en forma de pescado, adornada con cinceladuras rojas, que parecen líneas de sangre cuajada, y de inscripciones amenazadoras y feroces. No me saques sin razón, ni me cierres sin honor. En otra: Cuando hiero todo ha terminado. En una tercera:Cuando muerde esta serpiente, nada puede hacer el médico, y otras galanterías del mismo genero.

El nombre especial de esos cuchillos es el de navaja, y la navaja es el arma de desafío del pueblo. Hoy día se halla algo olvidada ó descuidada, pero antes estaba muy en boga; había profesores de navaja; cada uno tenía su estocada secreta: se verificaban los desafíos con todas las reglas del arte.

Compré la mayor de todas y proseguimos nuestro camino.


Después del Alcázar, el más hermoso monumento de arquitectura árabe que existe en Sevilla, es la Casa de Pilatos. Se llama Casa de Pilatos porque su fundador. Enriquez de Ribera, primer marqués de Tarifa, la hizo construir, según parece, á imitación de la casa del pretor romano que había visto en Jerusalén á donde fué en peregrinación.

El aspecto exterior del edificio es modesto; el interior maravilloso. Se entra desde luego en un patio, no menos bello que el patio encantador del Alcázar, rodeado de una doble línca de arcos sostenidos por magníficas columnas de mármol, que forman dos ligeras galerías superpuestas y tan delicadas, que parece han de romperse al primer soplo del viento. En el centro hay una graciosa fuente, sostenida por cuatro delfines de mármol y coronada por una cabeza de Jano. Los muros, en su parte inferior, se hallan adornados de brillantes mosaicos, y más arriba cubiertos de toda clase de caprichosos arabescos, con nichos acá y allá, en los cuales se ven los bustos de varios emperadores romanos. En los cuatro ángulos del patio se elevan cuatro estatuas colosales. Las salas son dignas del patio; lechos, paredes, puertas, se hallan esculpidos y se ven en ellos follages, flores y otros dibujos con tal delicadeza hechos que parecen trabajos en miniatura. En una vieja capilla, cuya arquitectura es una mezcla de estilo gótico y árabe, de forma muy elegante, se conserva una pequeña columna de un poco más de dos pies de altura, regalada por Pío y á un descendiente del fundador del palacio, virey de Nápoles en aquel entonces. La tradición supone que Jesucristo fué atado á aquella columna para ser azotado, lo cual, de ser verdad, probaría que Pío y no lo creería así de ningún modo, pues no hubiera cometido tan á la ligera la incalificable enormidad de privarse de un objeto tan precioso, para hacer un regalo al primer recién venido. Todo el palacio está lleno de recuerdos sagrados. En el primer piso el guardián os enseña una ventana que corresponde á aquella junto á la cual San Pedro se hallaba sentado cuando renegó de Jesús y la lucerna desde la cual le reconoció la criada.

Desde la calle se ve otra ventana con un balcón de piedra, que ocupa el mismo sitio de aquel desde el cual Jesús, coronado de espinas, fué presentado al pueblo. El jardín está lleno de fragmentos de estatuas antiguas, traídas de Italia por el mismo don Pedro Afán de Ribera, virey de Nápoles, Entre otras fábulas que se refieren sobre esté misterioso jardín, se dice que don Pedro Afán de Ribera, había colocado allí una urna, traída de Italia, que contenía las cenizas del emperador Trajano, y que un curioso sin educación la volcó un día, perdiéndose las cenizas del emperador entre la yerba, sin que nadie pudiera recogerlas. De este modo el augusto monarca, nacido en Itálica, volvió por azar extraordinario junto á su ciudad natal, no tan bien equipado, justo es decirlo, que pudiera detenerse á meditar sobre las ruinas de su ciudad natal; pero de todos modos, allí volvió.


Cuando se ha visto todo cuanto he descrito, puede decirse, no que se ha visto Sevilla, sino que se ha empezado á ver. Me detengo aquí, no obstante, porque todo ha de tener su fin. Dejo á un lado los paseos, plazas, puertas, bibliotecas, palacios públicos, casas de grandes jardines, é iglesias. Diré tan sólo que después de haber paseado durante muchos días desde la salida hasta la puesta del sol, víme obligado á salir de Sevilla con muchos remordimientos de conciencia. No sabía donde tenía la cabeza. Llegué á tal extremo de fatiga, que el anuncio de algo nuevo que me quedaba por ver, me producía más miedo que alegría. El bueno de don Gonzalo me animaba, me confortaba, por así decirlo, y me acortaba las distancias con su amable compañía; pero, á pesar de esto, sólo conservo un recuerdo sumamente confuso de cuanto ví en los últimos días.


Sevilla, aunque no merezca ya el dictado de Atenas española, como en tiempo de Carlos y y de Felipe II, cuando, madre y señora de una falange numerosa y escogida de poetas y pintores, era el asiento de la civilización y de las artes del vasto imperio de sus monarcas, es todavía, después de Madrid, la ciudad de España donde la vida artística se mantiene más floreciente, por la abundancia de talentos, por el saber de sus Mecenas, y por el carácter del pueblo, apasionado por las bellas artes.

Posee una brillante academia literaria, una sociedad protectora de las artes una universidad famosa y una familia de sabios y escultores que gozan en España de una honrosa reputación. Pero la más legítima gloria literaria de Sevilla es una mujer. Catalina Bohl, autora de las novelas que llevan el nombre de Fernán Caballero, sumamente apreciadas en España y en América, traducidas á casi todos los idiomas de Europa y conocidas en Italia.—donde acaban de ser publicadas algunas de ellas,—por casi todas las personas que siguen el movimiento de la literatura extranjera. Son admirables cuadros de costumbres andaluzas, llenos de verdad, de gracia, de ternura, y por encima de todo de una fe tan potente, de un entusiasmo religioso tan intrépido, de una ardiente caridad cristiana tan ardorosa, que el hombre más escéptico se siente, al leerlos, turbado y conmovido. Catalina Rohl es una mujer que sufriría el martirio con la firmeza y serenidad de San Ignacio, y la conciencia de su fuerza se revela en cada una de aquellas páginas: no se limita á defender la religión y predicarla; ataca, amenaza y desafía á sus enemigos, no sólo á los enemigos de la religión, sino á todos los hombres y ú todas las cosas que se hallan animados, como ella dice, del espíritu del siglo. Y no perdona nada de cuanto se ha hecho en el mundo con posterioridad á la época de la Inquisición; es mas inexorable que el Syllabus. En ello estriba, seguramente, su mayor defecto, pues que sus predicaciones religiosas y sus invectivas son exageradas, tanto que cuando sublevan, perjudican á lo menos el propósito de la autora, y hacen su lectura enojosa. Sin embargo, no hay en el alma de aquélla una gota de hiel; se muestra en sus libros tal cual se muestra en su vida, amable, buena, caritativa. En Sevilla es venerada como una santa. En ella nació, en ella se casó muy joven y al presente se encuentra viuda por tercera vez. Su último marido, que fué embajador de España en Londres, se suicidó y desde entonces no ha dejado el luto. Tiene más de setenta años; ha sido muy hermosa y su aspecto noble y sereno guarda el sello de su pasada belleza. Su padre, que era un hombre de espíritu radiante y cultivado, le hizo aprender muchos idiomas en la infancia: conoce á fondo el latín y habla con maravillosa facilidad el italiano, el alemán y el francés. Hoy, á pesar de que los diarios y los editores de Europa y América le hacen las más ventajosas ofertas para obligarla á coger la pluma, ya no escribe; pero no por esto vive en la inacción. Lee desde la mañana hasta la noche toda clase de libros, y mientras lee hace calceta ó borda, pues tiene establecido que sus estudios literarios no deben privarla de sus ocupaciones femeniles. No tiene hijos: vive sola en una casa de la cual ha cedido la mejor parte á una familia pobre y emplea en limosnas una gran parte de su haber.

Un rasgo curioso de su carácter y de la viva afección que siente por los animales: su casa está llena de pájaros, gatos y perros y su sensibilidad llega á tal extremo en este punto que nunca ha querido subir á un coche, de miedo que por su causa se diera un latigazo al caballo. Todos los dolores la afligen cual si fueran sus propios dolores: la vista de un ciego, de un enfermo, de un desgraciado cualquiera la tiene turbada todo un día. No puede dormir sí no ha consolado á alguien y daría alegremente toda su gloria por evitar la desdicha de un desconocido. Antes de la revolución vivía menos retraída; los duques de Montpensier la recibían con grandes distinciones y las más ilustres familias-se disputaban el honor de su presencia. Hoy vive sola con sus libros y algunas amigas.

En tiempo de los árabes, Córdoba tenía la supremacía en la literatura y Sevilla en la música, Averrhoes decía: «Cuando en Sevilla muere un sabio y quieren vender sus libros, los mandan á Córdoba pero si muere un músico en Córdoba, sus instrumentos, para ser vendidos, se envían á Sevilla». En la actualidad Córdoba ha perdido la preeminencia literaria y Sevilla tiene las dos. Sin duda que nuestros tiempos no son aquellos en los cuales un poeta, al cantar las bellezas de una dama, hacía acudir alrededor de ella y de todos los puntos del reino una turba de enamorados; ó en los que un príncipe sentía envidia de otro porque se había escrito en elogio de éste un verso mejor que cuantos él había inspirado en toda su vida; ó en los cuales un califa recompensaba al autor de un hermoso himno; haciéndole presente de cien camellos, unas cuantas esclavas y un vaso de oro; ó en los que una ingeniosa estrofa, improvisada á propósito, rompía las cadenas de un esclavo ó salvaba á un reo de muerte; ó en los que los músicos se paseaban por las calles de Sevilla llevando un cortejo de monarcas; ó en los que el favor de los poetas era tan buscado como el de los reyes y la lira más considerada que la espada. Pero el pueblo sevillano es todavía el pueblo más poeta de España. La frase picante, las palabras de amor, la expresión de la alegría y del entusiasmo brotan de sus labios con una espontaneidad y grada que seducen.

El pueblo de Sevilla improvisa versos: cuando habla se diría que canta; cuando gesticula se diría que declama; ríe y juguetea como los chiquillos.

No se envejece en Sevilla. Es una ciudad en la cual la vida pasa en una perpetua carcajada, sin otro pensamiento que disfrutar de un hermoso cielo, de bellas habitaciones y de jardines voluptuosos.

Es la ciudad más pacífica de España; es la única que después de la revolución no se ha visto abitada por esos movimientos que han trastornado á las demás. La política sólo ocupa al menor número: su grande ocupación es el amor. Lo demás se toma riendo; todo lo echan á broma, dicen de los sevillanos los demás españoles. Pero á decir verdad, con aquel aire embalsamado , sus callejuelas de ciudad oriental y sus ardientes mujeres, ¿pueden allí entretenerse en hacer revoluciones?

En Madrid dicen pestes de ellos: dicen que son vanos, falsos, inconstantes, charlatanes; pero todo es efecto de celos. Les envidian su feliz carácter, la simpatía que inspiran á los extranjeros, sus mujeres, sus poetas, sus pintores, sus oradores, su Giralda, su Guadalquivir, su vida, su historia. Así lo dicen los sevillanos poniéndose una mano sobre el pecho y lanzando al aire una nube de humo de su inseparable cigarrito, Y sus mujeres se vengan de los madrileños y de todas las mujeres de la tierra, hablando con maliciosa piedad de los pies grandes, de las cinturas anchas y de los ojos muertos, que en Andalucía no recibirían ni el honor de una mirada ni el homenaje de un suspiro. Bondadoso y estimable pueblo, es verdad, pero al cual hay también que considerar según el reverso de la medalla, pues de ella hasta ahora sólo conocemos á anverso. Reina en Sevilla la superstición y faltan escuelas, como en casi toda la España meridional.


El día fijado para mi marcha llegó sin que me diera cuenta de ello. Es sumamente raro: no recuerdo ningún detalle de la vida que hice en Sevilla, y harto es que pueda recordar dónde comía, de qué hablaba con el cónsul, cómo pasaba las noches y por qué decidí marcharme de día.

Vivía como enajenado y fuera de mi, si es dable expresarme de este modo, y aun algo atontado. A no ser por lo que hablamos en el Museo y en el patio, muy mala idea hubiera formado de mis conocimientos mi amigo Segovia. Hoy pienso en aquello como si hubiera sido un sueño. En los actuales momentos, mientras estoy seguro de haber estado en Zaragoza, Madrid y Toledo, me asalta la duda de haber estado en Sevilla. Me parece que es una población mucho más lejana que el resto de España, que para volver á ella me sería necesario viajar durante meses y meses, y atravesar tierras desconocidas, océanos y pueblos muy distintos de los nuestros.

Pienso en las calles de Sevilla, en ciertas casas, cual si pensara en las manchas de la luna. A veces la imagen de esa ciudad se aparece ante mis ojos como una blanca visión y se disipa sin que mi mente pueda retenerla ni un instante. Ea vuelvo á ver cuando huelo una naranja con los ojos cerrados; al aspirar el aire, á ciertas horas del día, desde las puertas de un jardín, y al tararear una canción que oí cantar á un muchacho en las gradas de la Giralda.

Y no puedo explicar este misterio; pienso en Sevilla como una ciudad que he de visitar todavía y gozo al contemplar las láminas y los libros que en ella compré, porque estas cosas me dan la seguridad de que en ella estuve.

Hace un mes recibí una carta en la que me decían: «¡Volved entre nosotros!» Causóme un grato placer, pero me reí al mismo tiempo, cual si me hubieran escrito: «¡Id á dar un paseo por Pekín!»

Seguramente, este será el motivo porque Sevilla me es más querida que las demás ciudades de España; la amo como á una bella desconocida que al atravesar un bosque misterioso me hubiese lanzado una mirada, dándome al propio tiempo una flor. Algunas veces, cuando un amigo me apura preguntándome: «¿En que piensas?» ya sea en el vestíbulo del teatro, ya en el café, necesito, para atenderle, salir de la cámara de María Padilla, ó de una barca que vuela á la sombra de los plátanos de la Cristina, ó de la tienda de Figaro, ó del vestíbulo de un patio lleno de flores, de juegos de agua y de luces.

A la una de la tarde me embarqué en un buque de la compañía Segovia, junto á la torre del Oro, cuando Sevilla entera estaba sumida en un profundo sueño y un sol ardiente la bañaba en un océano de luz. Recuerdo que pocos momentos antes de la salida vino un joven á encontrarme á bordo y me entregó una carta de Gonzalo Segovia, en la cuál había este escrito un soneto, que guardo como uno de los más preciosos recuerdos de Sevilla.

Había á bordo una turba decantantes españoles, una familia inglesa, obreros y niños. El capitán, un andaluz de pura sangre, tenía para todos una palabra cortes. Entablé en seguida conversación con él. Mi amigo Gonzalo es hijo del propietario del buque; hablamos de la familia Segovia, de Sevilla, del mar, de mil cosas. ¡Ah! el infeliz estaba muy lejos de pensar que pocos días después el desgraciado barco que mandaba sucumbiría en alta mar, víctima de un horrible siniestro. Era el Guadaira, cuya caldera de vapor reventó junto á Marsella, el 16 de junio de 1872.

A las tres partimos con dirección á Cádiz.

X. Cádiz

Fué aquella tarde la más deliciosa de mi viaje.

Poco después que el buque se había puesto en marcha, comenzó á soplar una de esas ligeras brisas que juegan, como una mano de niño, con vuestros cabellos y vuestra corbata. Y de la popa á la proa se levantó un alegre murmullo de voces de mujer y de niño, como sucede en la comitiva de una gira, al primer chasquido del látigo que anuncia la salida para el campo.

Todos los pasajeros se reunieron en la popa á la sombra de un gran toldo de colores, como un pabellón chino, y unos se sentaron sobre los rollos de cuerdas, otros se tendieron sobre el puente, otros se apoyaron en la borda, de cara á la torre del Oro, para gozar del espectáculo encantador y famoso de Sevilla, cuando se aleja y desaparece.

Algunas mujeres tenían todavía la cara bañada en lágrimas vertidas durante el reciente ¡adiós! Los niños no habían vuelto aún del aturdimiento que les causara la trepidación de la máquina; varias señoras altercaban aún vivamente con los faquines que les habían conducido el equipaje. Pero á los pocos instantes se calmó todo el mundo: empezaron á mondar naranjas, á encender cigarros, á hacer circular botellas de licor, á trabar conversación con los desconocidos, á tararear, á reir. Al cuarto de hora todos éramos amigos. El buque volaba dulcemente, como una góndola, por sobre las aguas tranquilas y límpidas que reflejaban como un espejo los blancos vestidos de las damas, y el aire nos traía de las orillas, pobladas de quintas, el agradable olor de los naranjos.

Sevilla se había ocultado detrás de su cinturón de jardines, y no veíamos más que un inmenso montón de árboles verdes, y por encima la masa negra de la catedral, y la Giralda, color de rosa, con su estatua refulgente como una lengua de fuego. A medida que nos alejábamos, la catedral parecía más grande y majestuosa, como si fuera siguiendo al buque y ganando terreno: ya parecía que persiguiéndonos se alejaba de la orilla, ya que se ponía á horcajadas sobre la corriente del río; hubo un momento en que pareció que se había vuelto al sitio, pero un momento después creímos que se acercaba tanto al buque como si éste hubiera vuelto atrás.

El Guadalquivir serpentea formando curvas sumamente pronunciadas, y según el buque se inclina de un lado á otro, Sevilla aparece ó desaparece. Ya se presenta de improviso sobre un lado, lo mismo que si se hubiera alejado de su circuíto; ya aparece sobre los bosques, resplandeciente de blancura como un tejado cubierto de nieve; ora deja ver aquí y allá, entre la verdura, algunas fajas blancas, ora se oculta de nuevo, haciendo toda clase de giros y coqueterías, como una mujer caprichosa. Desaparece por último, y no se la ve más, quedando sólo al descubierto la catedral. Entonces uno no se ocupa más que de mirar las orillas. Parece el viaje por el estanque de un parque. Aquí una colina revestida de cipreses; allá una florida eminencia, más lejos un pueblo tendido á lo largo de la orilla; y por sobre los emparrados de los jardines y desde las quintas, muchas cabezas de curiosas damas que nos miraban, siguiéndonos con la ayuda de anteojos. Acá y acullá grupos de familias de campesinos con sus trajes de vivos colores, embarcaciones á la vela, chiquillos en cueros que se sumergían en el agua, que nadaban, que daban volteretas, gritando y, agitando sus manos hacia las señoras del buque, que se cubrían la cara con el abanico.

A algunas millas de Sevilla encontramos tres vapores que navegaban á poca distancia uno de otro el primero, en una revuelta del río llegó de improviso sobre nosotros, y como yo carecía de experiencia en esta clase de navegación, creí por un momento que no tendríamos tiempo de evitar el abordaje. Los otros dos pasaron casi tocándose, y sus pasajeros se saludaron tirándose cigarros y naranjas y encargándose mutuamente misivas y saludos para Cádiz y para Sevilla.

Mis compañeros de viaje eran casi todos andaluces; tanto es así, que al cabo de una hora de conversación los conocía desde el primero al último, ni más ni menos que si todos hubiesen sido amigos míos desde la infancia. Cada uno de ellos participaba acto seguido á quien quería ó no quería oírlo, quién era, qué edad tenía, qué hacía, á dónde iba, cuántas queridas había tenido y cuántas pesetas llevaba en el bolsillo.

Me tomaron por un cantante, lo que no es maravilla, si se considera que en España el pueblo cree que las tres cuartas partes de los italianos viven cantando, bailando ó declamando.

Un caballero, viendo en mis manos un libro italiano, me preguntó sin encomendarse á Dios ni al diablo:

—¿Dónde ha dejado usted la compañía?

—¿Que compañía?—le pregunté.

—Pues, ¿no cantaba usted con la Fricci en el teatro de la Zarzuela?

—Lo siento, pero nunca he puesto los pies sobre las tablas de un teatro.

—¡Ah! entonces es necesario confesar que el segundo tenor y usted se parecen como dos gotas de agua.

—Podrá ser,—le dije.

—Usted perdone.

—No hay de qué.

—¿Pero usted es italiano?

—italiano, sí, señor.

—¿Y usted canta?

—Lo deploro, pero no he cantado nunca.

—¡Es extraño! A juzgar por la complexión de su pecho y cuello, hubiera jurado que tenía usted una magnífica voz de tenor.

Toquéme el pecho y la garganta, y le respondí:

—Es posible que tenga esa voz, pero yo no lo sé. Ensayaré, no obstante, porque tengo dos de las condiciones necesarias: soy italiano y tengo cuello de tenor. ¡Y qué demonios! he de tener voz necesariamente

En aquellos momentos, la prima donna de la compañía que había oído nuestro diálogo, se mezcló en la conversación, y toda la compañía después.

—¿Es usted italiano, caballero?

—Para servir á usted, señora.

—Se lo he preguntado porque deseo que me haga usted un favor. ¿Qué quieren decir estos versos del Trovatore?


Non pue nemmen un Dio,
Donna, raparti á me


—¿Es usted casada, señora?

Y todos se echaron á reir.

—Sí,—respondió la prima donna;—pero ¿por que me lo pregunta usted?

—Porque...un Dio non puo nemme raparti, significa lo que su marido, si tiene ojos en la cara, le dirá á usted todas las mañanas al levantarse y todas las noches cuando se acueste: «Ni Dios mismo podría arrancármela.»

Los demás se rieron, pero á la prima donna se le hizo tan en extremo extravagante la arrogancia de su marido, sintiéndose tan seguro hasta contra un Dios,—siendo así que tal vez sabía ella que no siempre lo había estado ni aun de los mortales,—que apenas se dignó sonreír á mi cumplido. Pidióme en seguida la explicación de otro verso, y después de ella el barítono, y después de éste el tenor, y después del tenor la tiple ligera, y así todos los demás, de modo que no hice más durante mucho rato que ir traduciendo malos versos italianos en detestable prosa española, con gran contentamiento de aquellas buenas gentes, que por primera vez podían decir que comprendían algo de lo que tantas veces habían cantado, dándose aires de entenderlo.

Cuando cada cual hubo satisfecho su curiosidad, la conversación se enfrió. Quedóme un rato con el barítono, que me tarareó un aire de zarzuela; después me acerqué á un corista, el cual me contó que el tenor hacía la corte á la prima donna; me llevé luego aparte al tenor, cuyas confidencias me dieron á conocer los secretos íntimos de la mujer del barítono; finalmente conversé con la prima donna, de cuya boca salieron pestes para toda la compañía. Pero todos eran íntimos amigos, y cuando se encontraban al ir y venir por el puente, los hombres se hacían cosquillas, las mujeres se enviaban besos y unos y otros cambiaban miradas y sonrisas, que eran mortal indicio de secretas inteligencias.

Este vocalizaba por aquí, aquél tarareaba por allá, un tercero hacía un gorgorito en un rincón, un cuarto ensayaba un do de pecho que terminaba por un hipo, y al mismo tiempo hablaban todos á la vez, profiriendo mil necedades.

Por último sonó la campana y corrimos todos á la mesa, con la impetuosidad de invitados oficiales á un gran banquete ciado por la inauguración de un monumento

Durante la comida, entre gritos y cantos de todo género, bebí por primera vez un vaso puro de ese formidable vino de Jerez, cuyas alabanzas se cantan en los cuatro ángulos de la tierra. Apenas lo hube bebido, cuando sentí que una chispa de fuego recorría todas mis venas, y se inflamó mi cabeza cual si á á hubiera tenido llena de pólvora. Los demás también bebieron y fueron en seguida presa de una alegría desenfrenada y de una comezón de charlar irresistible. La prima donna se puso á hablar en italiano, el tenor en francés, el barítono en portugués, los otros en distintos dialectos y yo en todas las lenguas; y después brindis, canciones, miradas, apretones de manos por sobre la mesa, pisadas por debajo y declaraciones de simpatía que se cruzaban en todos sentidos, como las impertinencias de un parlamento cuando la derecha y la izquierda se tiran los trastos á la cabeza.

Después de la comida subimos todos al puente, encendidos, hinchados, jadeantes, envueltos en una nube de humo de cigarritos. Y allí, á la claridad de la luna que plateaba el ancho río y cubría de luz misteriosa el bosque y las colinas, las conversaciones se hicieron más animadas y á las conversaciones siguieron los cantos, pero no ya aires de zarzuela, sino que la emprendieron con las óperas, y allí era cosa de oir los dúos, tercetos, coros, con acompañamiento de mímica teatral, mezclados con declamaciones en verso, recitados, anécdotas, risas frenéticas y aplausos estrepitosos.

Por último, rendido, y sin aliento, se callaron todos: los unos se durmieron con la cara al aire, los otros fueron á acomodarse bajo cubierta, la prima donna se sentó en un rincón y comtempló la luna.

El tenor roncaba y yo aproveché la ocasión para hacerle que cantase á media voz una arieta de la zarzuela, El sargento Federico. La graciosa andaluza no se hizo de rogar y la cantó; pero á lo mejor se calló, dejando caer la cabeza. La miré: estaba llorando. Le pregunte qué tenía y me respondió melancólicamente:

—Pienso en un perjuro.

Después rompió á reir y volvió á cantar. Tenía una voz harmoniosa y delicada, y cantaba, con sentimiento de tierna tristeza. El cielo estaba estrellado y el buque resbalaba tan dulcemente sobro las aguas del río, que parecía no moverse: pensé en los jardines de Sevilla, en el Africa que estaba cercana, en una persona querida que me esperaba en Italia. Cuando la cantante se calló yo le dije:

—¡Proseguid cantando!...y...


Lingua mortal non dice
Quel ch'io sentiva, in seno.
(No hay lengua mortal que exprese
Lo que sentía en mi pecho.)


Al apuntar el día el buque se hallaba próximo á desembocar en el Océano. El río era inmenso, la orilla derecha á duras penas se veía en lontananza, como una legua de tierra más allá de la cual brillasen las olas del mar. Algunos instantes después el sol aparecía en el horizonte y el buque salía del río. Entonces se ofreció á nuestras miradas un espectáculo tan hermoso, que si la pintura, la poesía y la música pudiesen fundirse en un solo arte, creo que el Dante con sus más grandes imágenes, el Ticiano con sus más brillantes colores y Rossini con sus mas potentes harmonías no lograrían, los tres á la vez, expresar toda aquella magnificencia y encanto. El cielo tenía un maravilloso color de záfiro, sin que lo manchase una sola nube, y el mar se dilataba tan mansa, que parecía un inmenso tapiz de terciopelada seda: brillaba al movimiento de las suaves ondulaciones que producían una ligera brisa, cual sí se hallara cubierta de piedras preciosas; formaba espejos y rayas luminosas; mostraba en lontananza relámpagos de plateada luz y ofrecía aquí y allá altas y blancas velas, parecidas á flotantes alas de gigantescos ángeles caídos. No había visto nunca semejante viveza de colores, una tal pompa de luz, tanta frescura, tanta transparencia y tanta diafanidad de las aguas y del cielo. Se hubiera dicho que era una de esas auroras de la creación, pintadas por la fantasía de los poetas, tan puras y brillantes que las nuestras en su comparación no son más que un pálido reflejo. Era algo más que el despertar de la naturaleza y de la vida: era como una fiesta, un triunfo, como una alegría de las cosas creadas, un nuevo soplo de Dios que se esparcía por el infinito.

Bajé á mi camarote para tomar mi anteojo; cuando volví á subir Cádiz estaba á la vista..

La primera impresión que me causó fué la duda de si era ó no una ciudad; luego me eché á re ir y en seguida me volví hacia mis compañeros de viaje con el aire de aquél que busca seguridades contra lo que le parece un engaño.

Cádiz parece una isla de plata. Es una gran mancha blanca en medio del mar, sin un tinte más obscuro, sin un punto negro, sin una sombra; una mancha blanca, limpia y pura como una colina cubierta de nieve intacta, que se destaca sobre un cielo color turquesa, en medio de una vasta llanura inundada. Una larga y estrecha faja de tierra la une al continente; por los demás lados la baña el mar, como un barco pronto á hacerse á la vela al que sólo detiene una cadena.

Poco á poco se distinguen las siluetas de los campanarios, los perfiles de las casas, las entradas de las calles. Y todo esto parecía más blanco á medida que nos íbamos acercando. A pesar de mirar con el anteojo, no pude descubrir en aquella blancura la mas pequeña mancha ni sobre los edificios, ni alrededor del puerto, ni en los barrios más apartados.

Llegamos al puerto, en el cual sólo había un insignificante número de buques, á gran distancia el uno del otro; descendí á un bote, sin llevar conmigo el qeuipaje, porque debía salir aquella misma tarde para Málaga. Mi deseo de ver la ciudad era tan ardiente, que por saltar á toda prisa cuando el bote atracó, caí en tierra como un cuerpo muerto¡ pero un cuerpo que experimenta, y de veras, todos los dolores de un cuerpo vivo.


Cádiz es la ciudad más blanca del mundo; y no bastará que se me objete que yo he visto todas las ciudades, pues tengo para mí que no puede haber otra que lo sea más que una que ya es completa y superlativamente blanca. Nada hay que decir de Córdoba y Sevilla: son blancas como el papel; pero Cádiz es blanca como la leche.

Para formarse de ello una idea, nada hay mejor que escribir mil veces seguidas la palabra «blanco» con un lápiz del mismo color, sobre un papel azul, y poner al margen: «Impresiones de Cádiz

Cádiz es uno de los más graciosos y más extravagantes caprichos humanos, y no sólo son blancas las paredes de las casas: las escaleras son blancas, los patios blancos, las paredes de las tiendas blancas, los tabiques blancos, los pilares blancos, y blancos son también los ángulos más escondidos y sombríos de las casas más pobres y de las calles más retiradas. Todo es blanco, desde los techos hasta los sótanos, cualquier espacio donde pueda penetrar la punta de un pincel, los agujeros, las grietas, hasta los nidos de los pájaros. En cada casa hay una provisión de cal y de color blanco, y cada vez que la mirada escudriñadora de los inquilinos descubre una pequeña mancha, se apresuran estos á tomar el pincel para hacerla desaparecer. Los criados no son recibidos en las casas si no son buenos blanqueadores. Un tizne de carbón sobre una pared es un escándalo, un atentado contra la paz pública, un acto de vandalismo. Podéis recorrer toda la ciudad, mirar detrás de todas las puertas, meter la nariz en todos los rincones; no encontrareis más que blanco, siempre blanco, eternamente blanco.

A pesar de ello, Cádiz no recuerda, ni con mucho, las demás ciudades andaluzas. Las calles son largas y rectas, las casas altas y no tienen los patios de Córdoba y Sevilla. Pero no por ello el aspecto de la ciudad es menos agradable á los ojos del extranjero. Las calles son rectas, pero completamente rectas, y como son también muy largas, pues algunas de ellas atraviesan toda la ciudad, se ve al final de ellas, como por el quicio de una puerta, una estrecha faja de cielo que produce el mismo efecto que si la ciudad hubiese sido levantada en la cumbre de una montaña cortada á pico por todos lados.

Por otra parte, las casas tienen muchas ventanas, y cada ventana se halla guarnecida, como en Burgos, de una especie de vidriera saliente que se apoya en la ventana inferior y sostiene la de la superior; en muchas calles las casas se hallan por completo cubiertas de cristales, de modo que apenas se ve algún pedazo de pared; á uno le parece que cruza por un corredor de un inmenso musco. Aquí y allá, entre dos casas, se elevan las ramas elegantes de una palmera; en todas las plazas hay una masa de verdura frondosa, y en todas las ventanas gran espesura de yerbas y de flores.

En verdad que estaba lejos, muy lejos de figurarme tal cual es á esta terrible y desdichada Cádiz, quemada por los ingleses en el siglo XVII, bombardeada á últimos del siglo XVIII, devastada por la peste, albergue después de las flotas de Trafalgar, asiento de la junta revolucionaria durante la guerra de la independencia, teatro de matanzas horribles durante la revolución de 1820, objetivo de las bombas francesas en 1823, portaestandarte de la revolución que arrojó á los Borbones del trono; siempre inquieta y turbulenta, y la primera entre todas en lanzar el grito de guerra.

De tantos acontecimientos, he tantas luchas, no quedan más que balas de cañón empotradas en los muros, pues todas las demás huellas de la destrucción han desaparecido, gracias al inexorable pincel que cubre toda vergüenza con un velo blanco. Y así como no quedan vestigios de las últimas guerras, tampoco los hay ni de los heñidos que la fundaron, ni de los cartagineses y romanos que la engrandecieron, embelleciéndola á la par, á menos que no quiera considerarse como un vestigio la tradición que dice; «Aquí se eleva un templo de Hércules, allá un templo de Saturno». Pero el tiempo ha hecho algo más que robar á Cádiz sus monumentos antiguos; le ha quitado su comercio y sus riquezas, desde que España ha perdido sus posesiones de América. En la actualidad Cádiz vive inerte sobre su escollo solitario, esperando en vano los mil navíos que venían antes, brillantes y empavesados, á traerle los tributos del Nuevo Mundo.

Yo tenía una carta de recomendación para nuestro cónsul; fuí á llevársela y me condujo con cortesía á lo alto de una torre, desde donde pude abarcar toda la ciudad de una mirada. Aquello fué una nueva y más viva admiración. Cádiz, vista desde lo alto, es blanca, tan blanca como vista desde el mar; no se ve un tejado en toda la ciudad; cada casa se halla cubierta por una terraza rodeada de un parapeto blanqueado. Y sobre cada terraza se eleva una pequeña torre, también blanca, rematada con otra pequeña terraza, cópula ó garita, pero todo esto blanco. Todas esas pequeñas cúpulas, almenas y puntas, quedan á la ciudad contornos variados y hermosos, se destacan y parecen más blancos sobre el vivo azul del mar. La mirada recorre todo el istmo que une á Cádiz con el continente, abraza un ancho espacio de la lejana costa, sobre la cual aparecen las ciudades de Puerto Real, Puerto de Santa María, villas, iglesias y casas de recreo, y vaga por el puerto, sobre el Océano y por el hermoso cielo que lucha en limpieza y esplendor con el brillantísimo mar.

No me cansaba de contemplar aquella extraña población. Entornando los ojos se la entrevé como si la cubriera un inmenso paño blanco. Cada casa parece construida para servir de observatorio astronómico. Toda la población, si el mar inundase la ciudad como en los tiempos antiguos, podría reunirse en los terrados ó azoteas y vivir allí á sus anchas, salvo el miedo natural. Me dijeron que algunos años antes, con ocasión de no se qué eclipse, se había visto este espectáculo en pleno día. Los setenta mil habitantes de Cádiz subieron á las azoteas para observar el fenómeno. La ciudad, de suyo blanca tomó entonces mil colores; todos los terrados estaban cubiertos de cabezas; se veía con una mirada, barrio por barrio, toda la población. Un murmullo confuso se elevaba hacia el cielo como el mugido del mar, y un movimiento inmenso de brazos, de abanicos, de anteojos dirigidos á lo alto, podían hacer creer que se esperaba la bajada de algún ángel procedente del sol. En un momento preciso, el silencio fué profundo; pero apenas cesado el fenómeno, toda la población levantó un clamor semejante al ruído de un trueno. Pocos instantes después la ciudad volvió á aparecer toda blanca.


Al descender de la torre fuí á visitar la catedral, vasto edificio del siglo XVI, que no puede en verdad compararse con las catedrales de Burgos y Toledo, pero que es, no obstante, de una arquitectura noble y valiente, y rica, como todas las iglesias españolas, en toda suerte de tesoros.

Fui á ver el convento en el cual Murillo, pintando un cuadro sobre el altar mayor, se cayó del andamio, produciéndose la herida que le ocasionó la muerte. Me detuve un poco en el Museo de pintura, que contiene algunos hermosos cuadros de Zurbarán. Entré en la plaza de toros, que es toda de madera y que fué construida en pocos días para ofrecer un espectáculo á la reina Isabel.

Por la tarde fuí á dar una vuelta por un delicioso paseo á la orilla del mar yen el cual me mostraron, una Iras otra, las más elegantes bellezas de la capital. Cualquiera que sea el juicio de los españoles, el tipo femenino de Cádiz no me parece menos hermoso que el tan ponderado de Sevilla. Las mujeres son un poco mas altas, más metidas en carne y más morenas. Algunos conocedores en la materia han creído poder afirmar, yo no sé por qué, que se aproximan bastante al tipo griego. Yo no ví, excepto el talle, mas que el tipo andaluz, y éste bastó para arrancarme cada suspiro que hubiera empujado un buque, y para hacerme volver lo más pronto posible á mi vapor, como un lugar de refugio y de paz.

Cuando puse los pies á bordo, ya era de noche. Las estrellas centelleaban en á cielo y el aire nos traía en sus ráfagas los acordes de una música que tocaba en el paseo de Cádiz. Los cantantes dormían; me hallaba solo. La vista de las luces de la ciudad, aquella música y el recuerdo de las hermosas caras que acababa de ver, me pusieron triste; no sabía que hacer de mí. Bajé á mi camarote, tomé el álbum y empecé la descripción de Cádiz, Pero sólo pude escribir una docena de veces las palabras «blanca,» «azules,» «esplendor.» Después dibujé una figura de mujer, y luego cerré los ojos y soñé con Italia.

XI. Málaga

A la caída de la tarde del día siguiente, el buque atravesaba el estrecho de Gibraltar.

Hoy, cuando miro sobre el mapa este último punto, me parece tan próximo á mi casa que no dudaría ni un instante, si me diera tal antojo y el balance doméstico me lo permitiera, en hacer la maleta y correr á Génova, para embarcarme é ir á gozar una segunda vez del magnífico golpe de vista de los dos continentes.

Pero entonces me parecía estar tan lejano de mi tierra, que después de haber escrito una carta á mi madre sobre el puente del buque, con intención de darla á alguno de los que se quedaban en Gibraltar, para que la echara al correo, me reí de mi confianza al poner la dirección, cual si hubiera sido imposible que mí carta llegase á su destino.

—¡Desde aquí—pensaba yo,—desde las columnas de Hércules!—y decía eso de las columnas de Hércules, como hubiera podido decir del cabo de Buena Esperanza ó del Japón.

«...Me hallo sobre el Guadaira; tengo detrás de mí el Océano y delante el Mediterráneo; á la izquierda Europa, á la derecha Africa. A un lado veo el cabo de Tarifa y al otro las montañas de la costa africana, que se aparecen confusamente como una nube gris. Veo á Ceuta, un poco más lejos Tánger, como una mancha blanca, y á la proa del buque el peñasco de Gibraltar. La mar se halla tranquila como un lago y el cielo es de color de rosa y oro. Todo se presenta sereno, bello, magnífico y siento en mi alma una dulce é inexplicable contusión de grandes ideas que si pudieran traducirse en palabras, se resumirían en una plegaria llena de dicha, empezada y terminada con tu nombre...»


El buque se detuvo en el golfo de Algeciras; toda la compañía de cantantes bajo á una gran barca venida de Gibraltar y se separó, agitando abanicos y pañuelos, en señal de saludo y despedida. Cuando el barco volvió á moverse, el día declinaba. Pude entonces medir por todos lados, con la mirada, el inmenso peñón de Gibraltar. Me pareció que en pocos minutos le dejaríamos detrás de nosotros, pero le estuvimos viendo durante algunas horas. A medida que nos aproximábamos, se iba engrandeciendo, y á cada instante nos ofrecía un nuevo aspecto; ya nos parecía el perfil de un monstruo descomunal, va la fábrica de una escalera inmensa, ya un castillo fantástico, ya una masa informe, como de un tremendo aerolito caído de un mundo deshecho en una batalla con otros mundos. Y nos mostraba alternativamente una punta alta como una pirámide de Egipto, un promontorio grande como una montaña, y precipicios, peñascos cortados á pico, largas curvas que se perdían en la línca del sol

Se hizo noche; el peñasco dibujaba sus sombríos y limpios contornos, destacándolos sobre el cielo iluminado por la luna, como un pedazo de papel negro y recortado sobre una lámina de cristal. Veíanse las ventanas alumbradas de los cuarteles ingleses, las garitas de los centinelas sobre las alturas aéreas, y algunos vagos contornos de árboles que parecían apenas montones de hierba, sobre los peñascos más cercanos.

Durante mucho tiempo pareció que el buque no se movía ó que le seguía el islote, tan cerca se hallaba siempre de nosotros; después empezó á disminuir poco á poco, pero nuestros ojos se cansaron de mirar antes que el escollo hubiese cesado de amenazarnos con sus fantásticas transformaciones. A media noche dirigí mí último saludo á aquel formidable centinela avanzado de Europa, y fuíme á descansar á mi camarote.

Desperté al apuntar el día y á pocas millas del puerto de Málaga.

La ciudad de Málaga, vista desde el puerto, presenta un aspecto agradable y majestuoso. A la derecha una alta montaña pedregosa, en cuya cima y pendiente se ven las gigantescas y negras ruinas del castillo de Gibralfaro, famoso por la resistencia desesperada que opusieron los árabes en él encerrados, al ejército de Fernando é Isabel; y al pie de la montaña la catedral, que se eleva majestuosamente por encima de los demás edificios que la rodean y lanza hacia el cielo, como diría un poeta atrevido, dos hermosas torres y un altísimo campanario.

Entre el castillo y la iglesia, ante la montaña y sobre sus lados, una multitud, una canalla, hablando en el estilo de Víctor Hugo, de viejas casas ahumadas, construídas en desorden unas sobre otras, cual si hubieran sido arrojadas al azar desde lo alto, como guijarros.

A la izquierda de la catedral y á lo largo de la playa una hilera de casas grises, moradas, amarillentas, con ventanas y puertas rodeadas de una faja blanca, que recuerdan los pueblos de la ribera de Génova. Mas allá un círculo de colinas verdes y rojizas, que cierran la ciudad como las murallas de un anfiteatro; á derecha é izquierda, al borde del mar, altas montañas, colinas y peñascos hasta perderse de vista. El puerto estaba casi desierto, la playa tranquila, el cielo puro y sin nubes.

Antes de desembarcar, me despedí del capitán, que debir seguir su viaje hasta Marsella, saludé á los pasajeros, diciendo á todos que llegaría á Valencia el día en que el vapor anclara en aquel puerto y sería otra vez su compañero de viaje hasta Barcelona y Marsella, Díjome el capitán:

—Esperaremos á usted,—y el criado me ofreció reservarme mi camarote.

¡Cuántas veces me he acordado después, de las últimas palabras de aquellas pobres gentes!

Desembarqué en Málaga con el intento de salir para Granada aquella misma tarde. El interior de la población no ofrece nada de particular. A excepción de la ciudad nueva, que se levanta en el sitio ocupado antes por el mar, y que se halla construída á la moderna, con calles anchas y rectas y casas grandes y unidas, el resto es un laberinto de feas y tortuosas callejuelas y una aglomeración de casas sin color, sin patios y sin gracia. Hay algunas plazas espaciosas con jardines y fuentes, algunas columnas y algunos arcos de edificios árabes, algún monumento moderno, mucha inmundicia y poca población. Los alrededores son muy hermosos y el clima más dulce que el de Sevilla.

En Málaga tenía un amigo, á quien fuí á buscar, y pasamos el día juntos. Supe por él una cosa curiosa. Hay en Málaga una academia literaria, con más de ochocientos socios, en la cual se celebran los aniversarios de todos los grandes escritores y donde se dan dos veces á la semana lecturas públicas sobre un asunto de ciencias ó literatura. Aquella noche se debía celebrar en la Academia una fiesta solemne. Algunos moses antes se habían ofrecido tres premios, que consistían en tres flores de oro esmaltadas de diversos colores, para los tres poetas que compusieran la mejor oda al progreso, el mejor romance á la conquista de -Málaga y la mejor sátira contra uno de los vicios más comunes de la sociedad moderna. Habíase enviado una convocatoria á todos los poetas de España, las poesías habían llovido como granizo, el jurado las había juzgado en secreto y aquella misma noche debía proclamarse la sentencia.

La ceremonia se celebraba con gran pompa: debía verse honrada con la presencia del obispo, del gobernador, del comandante del puerto, de los cónsules todos con uniforme, y un gran número de señoras en traje de baile. Las tres más bellas musas de la ciudad debían presentarse sobre un estrado adornado con guirnaldas y banderas, abrir cada una el pliego que contenía la poesía premiada y proclamar por tres veces el nombre del autor. Si este contestaba, debían invitarle á que leyera sus versos y ofrecerle la flor; si no contestaba debían leerlos ellas.

En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa que de la Academia, se hacían conjeturas sobre los nombres de los vencedores; decían maravillas de las tres poesías y se alababa mucho la decoración de la sala. Esta fiesta poética, que llaman Juegos florales, hacía diez años que no se celebraba.

Juzguen otros si esas luchas y ceremonias ceden en provecho de la poesía y de los poetas. Según mi sentir, por más que encuentro dudosa y fugitiva la gloria literaria que pueda dispensar la sentencia de un jurado, el homenaje de un obispo y los plácemes de un gobernador, creo que el placer de recibir una flor de oro de las manos de una mujer hermosa á la vista de quinientas andaluzas, al son de una música suave y entre el perfume de jazmines y rosas, es un placer más vivo y más profundo que el que da la gloria verdadera y durable.—¿No?—¡Vamos! ¡sed sinceros y reconozcámoslo así!


Uno de mis mayores deseos, fué gustar un poco del verdadero vino de Málaga, sólo por indemnizarme de los dolores de cabeza y estómago debidos al detestable brebaje que se vende en muchas ciudades de Italia, bajo la recomendación de este nombre. Pero sea que no supe pedirlo, sea que no quisieron comprenderme, lo cierto es que el vino que me dieron en la fonda, me quemó las entrañas y me trastornó la cabeza.

Pude, no obstante, ir en línea recta hasta la catedral y desde la catedral al Castillo de Gibralfaro y otros puntos, y formarme una idea de la belleza de las mujeres de Málaga sin verlas dobles ó triples, como pudiera suponer cualquier malicioso.

Mientras íbamos andando, mi amigo me habló del pueblo de Málaga, famoso por su republicanismo y que hacía de las suyas á cada instante. Es un pueblo muy ardiente, pero vario y dócil, como todos los pueblos que piensan poco y sienten mucho, y que se mueven más por alientos apasionados que por la fuerza de la convicción. Por una bagatela se reúne una inmensa turba y se levanta en la ciudad un tumulto de todos los demonios; pero casi siempre basta la palabra resuelta de un hombre investido de alguna autoridad, un rasgo de valor ó de elocuencia, para apaciguar y dispersar á la muchedumbre.

El carácter del pueblo es en el fondo bueno, pero el apasionamiento y la superstición, le extravían. La superstición, sobre todo, se halla más arraigada en Málaga que en las demás ciudades de Andalucía á causa de la extrema ignorancia. En suma, Málaga es la ciudad de Andalucía menos andaluza que he visto, y aun la misma lengua se habla allí muy bastardeado; hablan peor que en Cádiz, donde ya no se habla bien.

Me hallaba en Málaga todavía, cuando mi imaginación vagaba ya por las calles de Granada y por los jardines de la Alhambra y del Generalife. Pocas horas después del medio día me marché de aquella población, y, á decir verdad, Málaga fué la única ciudad de España que abandoné sin enviarle un suspiro. Cuando salió el tren, en vez de volverme hacia ella para saludarla, como lo había hecho con todas sus hermanas, murmuré los versos dirigidos por Giovanni Prati á Granada cuando el duque efe Aosta salió para España:


No vive sola Granada
En sus silenciosos muros
En las podrás de la Alhambra
Resuena el eco de las liras moriscas.


Y al presente, al escribirlos, pienso que la música de la guardia nacional de Turín inspira la paz y la alegría mucho mejor que las liras moriscas y que el pavimiento y los pórticos de Pó, mudo también, es mas unido y compacto que los guijarros de Granada.

XII. Granada

El viaje de Málaga á Granada fué el más Heno de aventuras y el más desgraciado que hice en España.

Para que los lectores competentes puedan compadecerme tanto como yo lo deseo, es necesario que sepan (siento haber de entretener al lector con semejantes nimiedades,) que en Málaga almorcé ligeramente á la andaluza, almuerzo del cual me quedaba apenas un confuso recuerdo al tiempo de la partida. Pero había salido seguro de poder bajar en cualquiera estación donde hubiera alguna de esas cantinas, ó cortagaznates públicos, donde uno entra al galope, come á la carrera y paga aceleradamente, para entrar de nuevo en el vagón, maldiciendo del reloj, de los viajes y del ministro de Obras públicas que ha hecho traición al país. Partió el tren, y durante las primeras horas aquello fué una delicia.

La campiña formaba ondas de colinas y campos verdes sembrados de pequeñas quintas coronadas de palmeras y cipreses; y en el vagón, entre dos viejos que cerraban los ojos, había una joven andaluza que miraba á su alrededor con una sonrisa picaresca, que parecía decir:

—¡Vamos! ¿Diríjame V. una miradita lánguida?

El tren iba con la lentitud de una diligencia desvencijada, y sólo se detenía breves instantes en las estaciones. A la puesta del sol mi estómago empezó á pedir socorro, y para que fueran más agudos los acicates del hambre, tuve que andar á pie un buen trecho. El tren se detuvo ante un puente frágil; todos los viajeros descendieron y fueron dos á dos á esperar los coches en la otra orilla del río. Nos hallábamos entre los peñascos de Sierra Nevada, en un sitio desierto y salvaje, lo que nos daba el aspecto de gentes detenidas en rehenes por una partida de bandidos. Cuando nos hallamos otra vez en los coches, el tren volvió á marchar con la misma impetuosidad de antes, y mi estómago empezó á desfallecer más lastimosamente. Llegamos, después de mucho tiempo, á una estación llena de trenes, y un gran número de viajeros se precipitaron fuera de los coches, antes de que yo hubiese puesto el pie en el estribo:

—¿A dónde va usted?—me preguntó un empleado del ferrocarril al verme bajar.

—¡A comer!—le contesté yo.

—¿No va usted á Granada?

—Sí, señor, á Granada.

—Entonces no tiene usted tiempo; el tren sale en seguida.

—Pero los demás han bajado.

—Ya verá usted dentro de un instante como vuelven corriendo.

Los trenes de mercancías que estaban delante no me dejaban ver la estación: creí que estaba lejos y no bajé. Pasaron dos minutos, cinco, ocho, los viajeros no volvían y el tren no se movía. Me precipité fuera del vagón, corrí á la estación, ví un café; entré en una gran sala...¡Justo Dios! Cincuenta hambrientos estaban sentados alrededor de una mesa servida, la barba sobre el plato, los codos en el aire, los ojos en el reloj, devorando y gritando. Y otras cincuenta personas estaban en el buffet llenándose los bolsillos de panes, frutas, dulces, mientras el dueño y los criados, jadeantes como caballos fatigados, y bañados en sudor, corrían, se afanaban, revolvían cajones chocaban con los recién llegados, derramaban aquí y allí chorros de caldo y salsa; y una pobre señora, que sería seguramente la dueña del café, prisionera en un nicho detrás del buffet sitiado, se arrancaba los cabellos en señal de desesperación.

Ante semejante espectáculo dejé caer los brazos desalentado. Pero hice en seguida un llamamiento á todas mis fuerzas, y me lancé al pillaje. Rechazado por un codazo en el pecho, volví al asalto: echado atrás por un golpe en el vientre, recobré todo mi valor para intentar una nueva arremetida. En este momento sonó la campana. Aquélla fué la señal que produjo una explosión de imprecaciones y caídas de sillas, un alboroto de locos, un escándalo, una confusión de todos los diablos. Uno, devorando precipitadamente los últimos bocados, se pone lívido y le salen los ojos de la cabeza como si fuera un ahorcado; otro, estirando el brazo para coger una naranja, empujado por su vecino, que había despachado ya, la deja caer en un plato de crema; un tercero corre afanoso por la sala buscando su equipaje, con un gran pintarrajo de salsa en un carrillo; aquél, por haber bebido demasiado deprisa, y con la cara vuelta, tose desesperadamente, con peligro de desarticularse el pecho, los empleados gritaban desde la puerta: «¡aprisa!...» y los viajeros les respondían: «¡así te mueras!» Los camareros perseguían á los que se marchaban sin pagar, al paso que los que querían pagar no daban con los camareros, y las señoras parecían próximas á desmayarse, y los chiquillos gritaban, y era aquello una confusión y un estrépito indescriptibles.

Gran suerte fué la mía, puesto que pude entrar en mi vagón antes de que el tren echara á andar.

Pero allí me esperaba un nuevo suplicio, Los dos viejos y la linda andaluza, que debía ser hija del uno y sobrina del otro, habían podido lograr su botín en aquel saqueo del buffet, y comían á dos carrillos. Me puse á mirarlos con ojos melancólicos, contando los bocados y las dentelladas, como el perro junto á la mesa de su dueño. La andaluza lo notó, y mostrándome algo que parecía un embutido, hizo con la cabeza un gracioso movimiento, como preguntándome si quería.

—¡Oh! ¡muchas gracias!—le contesté con una sonrisa de moribundo;—¡he comido ya!

¡Angel mío!—añadí para mi capote;—¡si tú supieses que en este momento preferiría tu embutido á las manzanas amargas; como diría noblemente maese Nicolás Machiavello, cogidas en el famoso huerto de las Hespérides.

—¿Aceptará usted al menos un sorbo de licor?—dijo el tío.

Yo no sé por qué pueril majadería contra mí ó contra aquellas pobres gentes, majadería de que acostumbran á dar prueba los hombres en casos semejantes, respondí también á la invitación del viejo:

—No, gracias; me haría daño.

El buen viejo me miró de pies á cabeza, cual si quisiera decir que no le parecía yo un hombre al que una gota de licor pudiera hacer daño; sonrióse la andaluza, y yo me avergoncé con pena.

Sé hizo noche y el tren siguió andando al paso de la cabalgadura de Sancho Panza, durante no sé cuántas horas. Aquella noche hice conocimiento, por primera vez en mi vida, con los tormentos del hambre, que imaginaba haber experimentado ya en la famosa jornada del 24 de Junio de 1866. Para dulcificar esos tormentos pensé obstinadamente en todos los alimentos que más me repugnaban: patatas crudas, caracoles en sopa, cangrejos fritos, pescado blanco en ensalada. ¡Y lo que son las cosas! Una voz me gritaba con desprecio desde el fondo de las entrañas, que á tener á mano todo aquello que tanto me repugnaba, me hubiera dado con un canto en los pechos y chupado los dedos de gusto. Entonces me entretuve haciendo mezclas imaginarias de platos fantásticos, como por ejemplo, crema y pescado rociado con vino, con su poco de pimienta y una cucharada de confitura de enebro. Proponíame con esto mantener á raya el estómago. ¡Desdichado! Aquella mezcla le parecía á mi estómago un maná delicioso. Entonces hice un supremo esfuerzo; imaginé hallarme sentado á la mesa en una fonda de París, en la época del sitio, y levantar suavemente por la cola una rata con salsa picante, que, resucitando repentinamente, me mordía en el pulgar y me miraba á la cara con dos ojitos abiertos; yo con el tenedor levantado dudaba entre soltarla ó herirla sin piedad. Pero, gracias á Dios; antes de salir de dudas y decidirme á consumar un acto sin ejemplar en la historia de los sitios, detúvose el tren y la luz de la esperanza alentó mi desfallecido ánimo.

Habíamos llegado á no sé qué pueblo. Mientras asomaba la cabeza por la portezuela, una voz gritó:

—¡Qué bajen los viajeros para Granada!

Salté del vagón y me encontré cara á cara con un hombróm barbudo que me tomó el equipaje de las manos, diciéndome que iba á colocarlo en la diligencia, pues que desde ese pueblo hasta no se cuántas millas de la imperial Granada, no hay ferrocarril.

—¡Un momento!—dije gritando al desconocido, con voz suplicante:—¿tarda mucho en salir la diligencia?

—Dos minutos,—me respondió.

—¿Hay aquí una fonda?

Corrí á la fonda, engullí un huevo duro y volví corriendo á la diligencia, preguntando:

¿Cuánto tiempo tengo todavía?

—¡Otros dos minutos!—me respondió la voz de antes.

Volé de nuevo á la fonda, comí un segundo huevo y volví de nuevo á la diligencia, preguntando:

—¿Salimos ya?

—Dentro de un minuto.

Eché á correr hacia la fonda; devoré un tercero y cuarto huevo, bebí una botella de vino, y me dirigí corriendo hacia la diligencia. Pero no había dado diez pasos, cuando la respiración me faltó y me ahogaba. En aquel momento oí el chasquido del látigo y exclamé:

—¡Detenéos!—moviendo y agitando los brazos como un hombre que se ahoga.

—¿Qué hay?—preguntó el cochero.

No pude contestar.

—¡Se le ha quedado un huevo en la garganta!—respondió por mí un desconocido.

Los viajeros se echaron á reir; el huevo siguió su camino, reíme también yo, alcance la diligencia, y cuando hube tomado asiento hice á mis compañeros de viaje la historia de mis desgracias, que les conmovió más de lo que podía esperar, dadas las carcajadas que mi extrangulación había motivado.

Pero no acabaron allí mis desgracias. Uno de aquellos sueños irresistibles que se apoderaban de mí á traición y de repente, en las largas marchas nocturnas entre soldados, me acometió de improviso, atormentándome hasta llegar á la estación del ferrocarril, sin eme pudiera dormir ni un segundo. Creo que una bala de cañón suspendida por una cuerda del techo de la diligencia hubiera causado menos molestia á mis infortunados compañeros de viaje que mi pobre cabeza, volteando de un lado á otro, como si sólo hubiese estado unida á mi cuello por un solo nervio. Tenía á un lado una monja, al otro un niño, delante un campesino y durante todo el trayecto no hice mas que dar cabezadas á aquellas tres víctimas, con el monótono vaivén del badajo de una campana. La monja, pobrecilla, me dejaba y se callaba, tal vez en expiación de sus pecados mortales, pero el niño y el campesino murmuraban de vez en cuando:

¡Es una barbaridad! no se puede estar! ¡Tiene una cabeza de piorno!

Por fin una broma de un viajero nos libró á los cuatro de este suplicio. Como el campesino acentuase al cabo sus quejas con mayor esfuerzo, una voz gritó desde el fondo de la diligencia:

—¡Consoláos! Si hasta ahora no os ha roto la cabeza, tened la seguridad de que esto no ha de suceder, porque la tenéis á prueba de martillo.

Todo el mundo se rió; yo me despavilé en seguida, pidiendo mil perdones, y las tres víctimas quedaron tan contentas y satisfechas de verse libres de aquel martirio, que en lugar de vengarse con palabras amargas, dijéronme con voz cariñosa:

—¡Pobrecito! ¡Ha descansado usted muy mal! ¡Se ha lastimado usted la cabeza!

Llegamos, por último, al ferrocarril, y ¡ved que suerte la mía, tan aciaga! Solo en un vagón, donde hubiera podido dormir como un sultán, no llegué á pegar los ojos. Sentía como una espina en el corazón al pensar que había hecho aquel viaje de noche, que no había visto nada, y que no podía gozar de lejos la vista de Granada. Recordé la dulce salutación de Martínez de la Rosa:


Amada patria mía.
Al fin te vuelvo á ver...
Tu hermoso suelo.
Tus campos de abundancia y de alegría.
Tu claro sol y tu apacible cielo...
Sí; va miro magnífica extenderse
De una y otra colina á la llanura.
La famosa ciudad; descollar torres
Entre jardines de eterna) verdura;
Besar sus muros cristalinos ríos.
Sus vegas circundar erguidos montes,
Y la nevada sierra,
Coronar los lejanos horizontes
No en vano tu memoria
Doquiera me seguís;
Turbaba mi placer, mi paz, mi gloría
EL corazón y el alma me oprimía
Del Támesis y el Sena
En la aterida margen, recordaba
Del Darro y del Genil la orilla amena;
Y triste suspiraba;
Y al ensayar tal vez alegre canto.
Doblábase mi pena,
Mi voz ahogaba el reprimido llanto.
Mi Arno delicioso
Me ofreció en balde su feraz recinto
Esmaltado de flores.
Asilo de la paz y los amores:
«Más florida es la vega
Que el manso Genil riega.
Más grata la morada
De tu hermosa,Granada...
Y tan sentidas voces
Murmuraba con triste desconsuelo;
Y el hogar de mis padres recordando
Los mustios ojos levantaba al cielo...
¿Cuál es tu magia, tu inefable encanto.
Oh patria, oh dulce nombre
Tan grata siempre al hombre?
El tostado Africano.
Lejos tul vez de su nativa arena
Con penas y desdén los prados mira.
Y por ella suspira:
Hasta el rudo Lapón, si en hora infausta
Se vió arrancado del materno suelo.
Envidia y ansia las eternas noches.
Los yertos campos y el perpetuo hielo;
Y yo, á quien diera la benigna suerte
Nacer, Granada, en tu feliz regazo.
Y crecer en tu seno
De tantos bienes lleno;
Yo triste, ausente de la patria mía.
De ti me olvidaría!


Cuando llegué á Granada era noche obscura y no pude ver ni las siluetas de las casas. Una diligencia, tirada por dos caballos tísicos, «...anzi due cavallette di quelle di mos é lá dell' Egitto» me dejó en una fonda, donde tuve que esperar una hora á que me dispusieran la cama, y, por ultimo, poco antes de las tres de la madrugada, pude reposar la cabeza en las almohadas. Pero no habían terminado mis desgracias. Cuando empezaba á pillar el sueño, sentí un confuso murmullo en un cuarto vecino, y después una voz masculina que dijo claramente; «¡Qué piececito tan hermoso!» Juzgue el que tenga entrañas humanas. La almohada estaba algo descosida; arranqué un poco de su algodón, me lo introduje en los oídos, y pensando en las desdichas de mi viaje, quedóme dormido con un sueño desesperado.

Por la mañana salí temprano y me paseé por las calles de Granada, esperando la hora conveniente para ir á sacar de su casa á un joven granadino que había conocido en Madrid, en casa de Fernández Guerra; llamábase Góngora, hijo de un arqueólogo ilustre, y descendiente de Luís Góngora, el famoso poeta de Córdoba, del cual he dicho algo de pasada.

Lo que entonces ví de la ciudad no respondió á lo que esperaba. Creía encontrar misteriosas callejuelas y pequeñas casas, como en Córdoba y Sevilla, y encontré grandes plazas, algunas hermosas calles rectas y otras, á decir verdad, estrechas y tortuosas, pero formadas por altos edificios, pintadas en su mayoría de bajo-relieves imitados, con amores y guirnaldas, y toldos y cortinas flotantes, de todos colores, sin el aspecto oriental de otras ciudades andaluzas. La parte más baja de Granada se halla casi toda construída con la regularidad de una ciudad moderna. Al pasar por esas calles me asaltó el despecho y hubiera seguramente exhibido al señor Góngora una facha endiablada, si por fortuna, al caminar así á la ventura, no hubiese llegado á la famosa Alameda, que pasa por ser el más hermoso paseo del mundo, y que me compensó plena-mente de la odiosa regularidad de las calles que á él conducen.

Imaginen mis lectores una larga vía, tan ancha que cincuenta coches pueden pasar por ella de frente, teniendo á ambos lados otras vías más pequeñas, bordeadas de largas hileras de árboles enormes que forman á una gran altura una inmensa bóveda de verdura tan compacta que no deja pasar un rayo de sol, y á los dos extremos de la vía central dos fuentes monumentales, de las cuales manan grandes chorros de agua que se descomponen en fina y vaporosa lluvia; entre las vías, riachuelos cristalinos, y en el centro un jardín de rosas, mirtos y jazmines, con surtidores de un lado corre el Genil entre orillas pobladas de bosques, de laureles, y á lo lejos tas montañas cubiertas de nieve, sobre fas cuales dibujan las palmeras su cabellera fantástica. Y por todos lados una verdura viva, compacta, de una extremada riqueza, que deja ver á trechos alguna faja del cielo, de un hermoso color de zafiro.

Al volver de la Alameda encontré un gran número de campesinos que salían de la ciudad, dos á dos ó en grupos, con sus mujeres y niños cantando y chanceando. Su traje me pareció el mismo de los campesinos de Córdoba y Sevilla. Llevaban sombreros de terciopelo, los unos con grandes alas, los otros con las alas retorcidas, una pequeña chupa con franjas de diversos colores, una faja encarnada ó azul, un pantalón ajustado, con botones á lo largo del muslo, y polainas abiertas por un lado, que dejaban ver las piernas. Las mujeres van vestidas como en las otras provincias y su fisonomía no ofrece diferencias muy marcadas.

Fuí á ver á mi amigo, á quien encontré sumido en sus estudios arqueológicos, delante de un montón de viejas medallas y de piedras esculpidas. Me recibió con un placer y cortesía realmente andaluces, y después de los primeros saludos, pronunciamos ambos á una la palabra mágica que en todas las partes del mundo arranca suspiros á las almas grandes y despierta secretos deseos; esa palabra da el último impulso hacía España, á cualquiera que haya alimentado el propósito de visitarla y no se ha decidido todavía á ponerse en camino; esa palabra, en fin, que hace palpitar el corazón de los poetas y resplandecer los ojos de las mujeres: ¡la Alhambra!

Nos lanzamos á la calle.


La Alhambra se halla construída sobre una alta colina que domina la ciudad y ofrece, vista de lejos el aspecto de una fortaleza, como casi todos los palacios orientales. Pero cuando me puse en camino con Góngora por la calle de los Gomeles para ir á visitar el célebre palacio, no había visto todavía las paredes de lejos y no hubiera podido decir por lo mismo dónde se encontraba de la ciudad.

La calle de los Gomeles es escarpada y describe una ligera curva; ésta es la razón por qué, durante mucho rato, uno no ve ante sí más que casas, y puede creerse que la Alhambra se halla lejos todavía.

Góngora no decía una palabra, pero yo leía en su semblante el goce que experimentaba en el fondo de su alma, pensando la sorpresa y el placer que yo recibiría. Miraba al suelo sonriendo y respondía á mis preguntas con un signo que quería decir:—Luego, luego, hablaremos,—y de tiempo en tiempo levantaba los ojos casi furtivamente para medir el camino que nos faltaba todavía. Y yo gozaba tanto con su placer, que le hubiera abrazado para darle las gracias.

Llegamos ante una gran puerta que limitaba la calle; Góngora me dijo:

—Hemos llegado ya.

Entramos.

Halléme en un gran bosque de árboles de una altura descomunal, inclinados los unos hacia los otros, á los lados de una avenida que sube por la colina y se pierde en la sombra. Son tan espesos que apenas podría un hombre pasar entre ellos y por todas partes donde se mira se ven troncos tan unidos que parecen cerrar el camino como una pared interminable. Los árboles entrelazan sus ramas por encima de las vías; ni un rayo de sol penetra en el bosque; la sombra es sumamente opaca y por todos lados murmuran mansos arroyos y cantan los ruiseñores. Se respira una frescura primaveral.

—Nos hallamos ya en la Alhambra,—me dijo Góngora;—vuelva usted la cara y verá las torres y las murallas almenadas que la rodean.

—¿Pero dónde está el palacio?—preguntéle.

—Es un secreto,—me respondió.—Sigamos andando á la ventura.

Subimos por una alameda que bordea la gran vía central y se eleva hacía lo alto de la colina. Los árboles se entrelazan; produciendo un techo de verdura que no deja ver el cielo, y la yerba, las malezas y las flores forman por su lado dos bonitas espalderas embalsamadas y hermosas, que se inclinan un poco una sobre otra, como atraídas por la belleza de sus colores y la suavidad de sus perfumes.

—Detengámonos aquí un momento,—dije:—Quiero respirar un buen rato este aire. Me parece que debe contener yo no sé qué gérmenes secretes que, introduciéndose en la sangre, prolongan la existencia; se respira en el aire juventud y vida.

—¡Vea usted la puerta!—exclamó Góngora.

Me volví como sí me hubieran pisado y ví á algunos pasos delante de mí una gran torre cuadrada, de un rojo obscuro, coronada de almenas, con una puerta rematada en forma de herradura, sobre la cual se ven esculpidas una llave y una mano.

Interrogue á mi guía y me dijo que aquella era la entrada principal de la Alhambra y que la llamaban la puerta de la Justicia, porque los reyes árabes tenían la costumbre de pronunciar sus sentencias bajo aquel arco.

La llave significa que aquella puerta es la llave de la fortaleza y la mano simboliza los cinco principales preceptos del Islam: rezo y ayuno, caridad, guerra santa y peregrinación á la Meca.

Una inscripción árabe atestigua que el edificio fué construído hace cuatro siglos por el sultán Abul Hagag Yousouf, y otra, que se lee todavía sobre las columnas, dice así:

«No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta—Fuera de Alá no hay poder ni fuerza»

Pasamos por bajo el arco y empezamos á subir por una senda estrecha; por último, llegamos á lo alto de la cuesta, en medio de una esplanada rodeada de un parapeto y sembrada de arbustos y flores. Volvíme hacía el valle para gozar en seguida del panorama; pero Góngora me cogió por el brazo y me hizo mirar por el lado opuesto. Tenía delante un gran palacio del estilo del Renacimiento, medio arruinado, rodeado de algunas casas pequeñas y de miserable apariencia.

—¿Qué broma es ésta?—le dije.—Usted me conduce hasta aquí para que vea un palacio árabe y encuentro el camino cerrado por un palacio moderno, ¿Quién tuvo la desdichada idea de construír este edificio en medio de los jardines de los califas?

—Carlos V.

—Fué un vándalo. No le he perdonado todavía la iglesia gótica que construyó en el centro de la mezquita de Córdoba; y hoy esta barraca acaba de hacérmele odiar á él, á su corona y á toda su gloria. Pero en nombre del cielo, ¿dónde está la Alhambra?

—Está allí.

—¿Dónde?

—En esas casas viejas.

—Déjese usted de chanzas.

—Doy á usted mi palabra de honor.

Le cogí por el brazo y le miré; él se echó á reir.

—Pues entonces,—exclamé yo,—esa gran nombra-día de la Alhambra no es más que una hipérbole de charlatanes y de poetas. ¡Yo, Europa, el mundo entero, hemos sido indignamente engañados! Por Dios que vale la pena de soñar con la Alhambra durante trescientas sesenta y cinco noches seguidas, para acabar por ver un grupo de casuchas viejas con algunas columnas truncadas y algunas inscripciones borrosas!

—¡Cómo me divierte usted!—replicó Góngora riéndose á carcajadas.—Vamos venga usted á convencerse de que el mundo no ha sido burlado: entremos en esas casuchas viejas.

Entramos por una puertecita, atravesamos un corredor y nos hallamos en un patio. Movido por un vivo impulso, estreché la mano de Góngora, y díjome éste con un aire de triunfo:

—¿Se ha convencido usted?

No le respondí, pues ni siquiera le veía.

Me encontraba separado de él por una distancia de mil leguas. La Alhambra había empezado á ejercer sobre mí esa fascinación misteriosa y profunda, de la cual nadie escapa y que nadie puede explicar.

Nos hallamos en el patio llamado de los Arrayanes, que es el mayor del edificio, y que presenta á la vez el aspecto de una sala, de un patio y de un jardín. Un gran receptáculo rectangular, lleno de agua, rodeado de una hilera de mirtos, se extiende de un lado á otro del patio reflejando como un espejo los arcos, arabescos é inscripciones de las paredes. A la derecha de la entrada se ven dos hileras superpuestas de arcos moriscos, sostenidos por ligeras columnas, y del lado opuesto al patio se eleva una torre con una puerta, por la cual se entrevén las salas interiores medio obscuras, las pequeñas ventanas con sus ajimeces, y por entre las ventanas el azul del cielo y las cumbres de las lejanas montañas. Las paredes se hallan adornadas hasta cierta altura de espléndidos mosaicos, y desde éstos hasta arriba de arabescos de delicado dibujo; que parecen moverse y cambiar á cada paso. Aquí y allá, entre los arabescos y á lo largo de los arcos, serpentean y se enlazan como guirnaldas de inscripciones árabes que encierran, saludos, proverbios y sentencias.

Junto á la puerta de entrada se lee en gruesos caracteres «!Salud eterna!»—«¡Bendición!»«¡Prosperidad!»—«¡Felicidad!»—¡Alabado sea Dios por el beneficio de Islam!»

A otro lado se ve escrito: «Yo busco mi refugio en el Señor de la Aurora,—¡Oh, Dios! A que se deben acciones de gracias ciernas y alabanzas imperecederas.»

En otras partes se ven versículos del Corán y poesías enteras en alabanza de los califas.

Estuvimos mucho rato mirando sin decir palabra.

No se sentía el ruído de una mosca. De tiempo en tiempo Góngora hacía además de dirigirse hacia la torre; yo le retenía por el brazo y veíale tremolar de impaciencia.

—Es necesario despachar,—me dijo por último,—ó no entraremos esta tarde en Granada.

—¿Y yo qué sé de Granada,—le contesté,—ni de la tarde ó la mañana, ni de mí mismo? ¡Me encuentro en Oriente!

—Pero usted solo se halla en la antecámara de la Alhambra, mi querido árabe,—díjome Góngora, impeliéndome hacia adelante.—Venga usted, venga conmigo, y ahora sí que va usted á creerse en Oriente.

Y, á pesar de mi resistencia, me llevó hasta el umbral de la puerta de la torre. Allí volví para ver una vez más el patio de los mirtos, y dí un grito de sorpresa. Entre dos columnas de la galería con arcadas que se hallan frente á la torre del lado opuesto del patio, apareció una joven, una hermosa y morena cara de andaluza, con un velo blanco que la envolvía la cabeza y espaldas. Estaba apoyada en el parapeto, en actitud melancólica, fijos los ojos en nosotros. No puedo expresar el efecto fantástico que me produjo aquella figura en semejante lugar; la gracia que le prestaban los arcos que se doblaban por encima de su cabeza, las dos columnas que la encerraban como un tu arco, y la hermosa armonía que daba á todo el patio, como si hubiera sido un adorno necesario á aquella arquitectura, concebido por el arquitecto al tiempo de trazar el plano. Hubiérase dicho que era una sultana que esperaba á su señor, pensando en otro cielo y en otros amores. Seguía mirándonos: el corazón comenzó á latirme apresuradamente, e interrogue á mi amigo con una mirada para convencerme de que no estaba soñando. De repente rióse la sultana, bajó su blanco velo y desapareció.

—Es una criada,—me dijo Góngora.

Se me cayó el alma á los pies.

Era con efecto una criada del administrador de la Alhambra, que tenía la costumbre de jugar esta broma á los extranjeros.

Entramos en la torre llamada vulgarmente de los embajadores.

El interior de la torre forma dos salas. La primera se llama la sala de la Barca; y dicen algunos que se llama así porque tiene la forma de una barca, y otros porque los árabes la llamaban sala de la barata, ó bendición, palabra que el vulgo ha convertido en «barca», Esta sala no parece una obra humana, no es más que un prodigioso ensalzamiento de bordaduras en forma de guirnaldas, rosetones, ramos, follajes, que cubren el techo, los arcos, las paredes, de todos lados y en todos sentidos, juntos, entrelazados, formando redecillas unos sobre otros, y combinados de tal manera que se presentan á la mirada todos unidos y de golpe, ofreciendo un aspecto de magnificencia que sorprende y una gracia que cautiva,

Me acerqué á una de las paredes, miré un arabesco desde su origen y quise seguirle con la mirada en sus vueltas y revueltas. ¡Imposible! la mirada se pierde, la mente se turba, y todos los arabescos, desde el pavimiento hasta la vuelta, parecen moverse y confundirse para haceros perder el hilo de sus incomprensibles redes. Podéis esforzaros por no mirar á vuestro alrededor, fijar toda vuestra atención en un solo pedazo de pared, meter allí las narices, seguir el dibujo con el dedo; es inútil; al cabo de un minuto los dibujos se embrollan, un velo se extiende entre vosotros y la pared, y vuestro brazo cae fatigado. La pared os parece tejida como el paño; dibujada como un brocado, con calados como un encaje, acuchillada como una hoja: no se la puede mirar de cerca, ni fijar en la mente su dibujo, porque sería igual que querer contar las hormigas de un hormiguero.

Uno se ha de contentar con seguirlas paredes con mirada vaga, después descansar, mirar de nuevo, y al reposar, pensar en otra cosa.

Después de haber mirado un poco á mi alrededor, como el hombre á quien da vueltas la cabeza, más que un hombre poseído de admiración, volví me hacia Góngora para que leyera en mi cara lo que quería decirle.

—Entremos en la otra casuca,—me dijo sonriendo.

Y me llevó á la gran sala de Embajadores, que ocupa todo el interior de la torre, pues la sala de la Barca pertenece en realidad á un pequeño edificio, que si bien se halla unido á la torre no forma parte de ella.

La sala es de forma cuadrada, espaciosa, recibe la luz por nueve grandes ventanas en forma de puertas y que presentan la traza de alcobas. Cada una de ellas está dividida en dos por una columnita de mármol que sostiene dos pequeños y elegantes arcos, sobre los cuales se abren á su vez dos pequeñas ventanas también arqueadas. Las paredes se hallan cubiertas de mosaicos y arabescos de una delicadeza y variedad de formas indescriptibles, y de innumerables inscripciones que se extienden como largas cintas bordadas sobre los arcos de las ventanas, sobre los frisos y alrededor de los nichos, donde se colocaban vasos llenos de flores y aguas perfumadas. El techo, que se eleva á una gran altura, está compuesto de pedazos de madera de cedro, blancos, dorados, azules, unidos y formando círculos, estrellas y coronas. Forma un gran número de bóvedas, celdas, ventanas arqueadas, de las cuales desciende una vaga luz; y de la cornisa que une las paredes al techo penden pedazos de estuco cortado en forma de macetas y trabajados á modo de estalactitas y mazos de flores.

El trono se halla situado ante la ventana del centro, en el lado opuesto á la puerta de entrada. Desde las ventanas de este lado se goza de la vista magnífica del valle del Darro, profundo y silencioso cual si se hallara también fascinado por la magestad de la Alhambra. Por las ventanas de los otros dos lados se ven los muros del circuito y las torres de la fortaleza; y por el lado de la entrada, un poco lejos, los arcos ligeros de 1 patio de los mirtos y las aguas del estanque que reflejan el azul del cielo.

—Y dígame usted,—me preguntó Góngora:—¿vale esto la pena de soñar con la Alhambra durante trescientas sesenta y cinco noches seguidas?

—Es extraño,—le contesté,—lo que en estos momentos me pasa por la cabeza. Ese patio, tal como desde aquí se ve, esta sala, esas ventanas, esos colores, todo cuanto me rodea, no me parece nuevo; se me figura que responde á una imagen que tenía en la mente, no sé cuándo ni sé cómo, confundida entre otras mil, nacida tal vez en sueños. ¡Qué sé yo! Cuando tenía diez y seis años, cuando estaba enamorado y nos mirábamos fijamente una pobre niña y yo, solos en un jardin, á la sombra de una cabaña, dejábamos escapar, sin notarlo apenas, un grito de dicha que nos hacia estremecer cual si hubiera salido de la boca de una tercera persona que hubiese descubierto nuestro secreto. Pues bien; entonces deseaba con frecuencia ser un rey y tener un palacio; al dar forma á este deseo mi imaginación no se fijaba nunca en los grandes y dorados palacios de mi país, sino que volaba á lejanas tierras, y allá, en la cumbre de una alta montaña se construía un palacio á su gusto, en el cual todo era pequeño y lleno de gracia y alumbrado por una luz misteriosa. En él se veían largas series de salas, enriquecidas con mil adornos caprichosos y delicados con ventanas á las cuales sólo nosotros dos nos hubiéramos podido asomar, y pequeñas columnas detrás de las cuales ella hubiera podido apenas esconder su cara para jugarme una chanza de amor, cuando hubiera oído mi paso acercarse de sala en sala, ó resonar mi voz, confundida con el murmullo de las fuentes del jardín. Sin saberlo, al construir el castillo de mis sueños, construía la Alhambra; en aquellos momentos imaginaba algo parecido á sus salas, á sus ventanas, á los patios, que aquí se ven, algo de una semejanza tal á esto, que cuanto más miro á mi alrededor más lo recuerdo y más bien parece que reconozco su estructura, y no que la veo por primera vez. Cuando uno está enamorado, siempre sueña un poco con su Alhambra, y si pudiera traducir este sueño en líneas y colores, formaría cuadros que causarían la admiración de todos por su semejanza con lo que aquí se ve. Esta arquitectura no expresa el poder, la gloria, la grandeza expresa el amor y la voluptuosidad; el amor con sus misterios, sus caprichos, sus efervescencias y sus impulsos de reconocimiento hacia Dios; la voluptuosidad con sus melancolías y sus silencios. Existe, pues, un lazo, una relación intima entre la belleza de esta Alhambra y el alma de diez y seis años, la edad en la cual los deseos se transforman en sueños y visiones. Y de aquí nace la inexplicable fascinación que ejerce esta belleza, y por esto la Alhambra, aunque desierta y destrozada, es todavía el palacio más encantador del mundo, y al cual no dirigen su adiós, los extranjeros, sin derramar una lágrima. Al despedirnos de la Alhambra, nos despedimos de nuestros más hermosos sueños de la juventud, que reviven por última vez entre estas paredes. Y damos también el postrer adiós á las imágenes queridas que han vencido por un instante el olvido de muchos años, para aparecer por última vez entre las columnas de estas ventanas. ¡Adiós, todos los fantasmas de la juventud! ¡adiós, ese amor que no ha de renacer jamás!

—Es verdad,—respondió mi amigo;—¿pero que dirá usted después de haber visto el patio de los Leones?

Salimos de la torre á paso rápido, atravesamos el patio le los Mirtos, y llegamos ante una pequeña puerta situada frente á la de entrada.

—Deténgase usted,—me dijo Góngora.

Me paré.

—Hágame usted un favor.

—Ciento.

—Sólo uno: cierre usted los ojos y no los abra hasta que yo se lo diga.

—Va están cerrados.

—Pero no los abra, porque me causaría un disgusto.

—Quede usted tranquilo.

Góngora me cogió de la mano y me guió hacia adelante. Yo temblaba como una hoja en el árbol.

Dimos seguramente unos quince pasos y nos detuvimos. Góngora me dijo con voz emocionada:

—Ya puede usted mirar.

Miré, y, lo juro sobre la cabeza de mis lectores, sentí correr las lágrimas por mis mejillas.

Nos hallábamos en el patio de los Leones.

Si en este momento me hubieran hecho salir por donde había entrado, no sé si hubiera podido decir lo que acababa de ver. Un bosque de columnas, un laberinto de arcos y bordaduras, una elegancia indefinible, una delicadeza que no puede imaginarse, una riqueza prodigiosa, un no se qué aéreo, transparente, ondulante, como un grandioso pabellón de encajes; la apariencia de un edificio que un soplo puede arruinar, una variedad de luces, de perspectivas, de obscuridades misteriosas; una confusión, un desorden caprichoso de nimiedades; una majestad de palacio real, una alegría de kiosko, una gracia amorosa, una extravagancia, una delicia, una fantasía de joven apasionada, un sueño de ángel, una locura, una cosa sin nombre; tal es el efecto que produce el patio de los Leones.

Es un patio más grande que una sala de baile, de forma rectangular, con paredes altas como las de una casa andaluza de un solo piso. En derredor del patio un ligero pórtico, sostenido por delgadas columnas de mármol blanco, agrupadas con simétrico desorden, en dos, en tres, casi sin base, que parecen troncos de árboles brotando de la tierra, y guarnecidas de capiteles variados, altos, delgados, en forma de pequeños pilares, sobre los cuales se doblegan ó encorvan pequeños arcos de la más graciosa forma. Estos arcos parecen, no apoyados, sino suspendidos por encima de las columnas; diríase que son cortinas colocadas sobre estas columnas, como cintas ó guirnaldas, flotantes, De en medio de los lados más estrechos, avanzan dos grupos de columnas que forman como dos templetes cuadrados, de nueve arcos cada uno, rematados en una pequeña cúpula multicolor. Las paredes de estos templetes y el muro exterior del pórtico constituyen un verdadero encaje de estuco: se hallan adornados, bordados, ribeteados, tallados, calados de parte á parte, transparentes como una malla, y cambiando de dibujo á cada paso; aquí flores embutidas en los arabescos, allá estrellas, más lejos broqueles, tableros, figuras poligonales llenas de adornos de una delicadeza incomparable. Todo esto termina en dientes, festones, cintas que flotan en torno de los arcos, estalactitas, franjas, almendras de cristal, de diamantes, borlas, que parece han de ondular al menor soplo del aire.

Extensas inscripciones árabes corren á lo largo de las paredes, sobre los arcos, alrededor de los capiteles y sobre los lados de los templos, en medio del patio se eleva una gran fuente de mármol, sostenida por doce leones y rodeada de un canal empedrado al que afluyen otros cuatro canales pequeños, los cuales, describiendo una cruz entre los costados del patio, atraviesan el pórtico, penetran en las salas vecinas y se reúnen á otros conductos de agua que surcan todo el edificio.

Detrás de los templetes y en medio de los otros dos lados se abren dos crujías de salas con grandes puertas abiertas, que dejan ver un fondo sombrío, sobre el cual se destacan las blancas columnas cual si resaltaran sobre la boca de una gruta. A cada paso que se da por el patio, este bosque de columnas parece moverse y cambiarse para formar nuevas combinaciones; detrás de una columna que parece levantarse sola, se ven aparecer dos, tres, toda una hilera; otras desaparecen, otras se acercan, otras se separan. Al mirar hacia el fondo de una de las salas, se ve todo cambiado. Los arcos de la parte opuesta parecen hallarse en lontananza, las columnas parecen salirse de su sitio, los templetes toman otra forma. Se mira á través de las paredes, se descubren nuevos arcos y nuevas columnas, aquí á plena luz, más allá en la sombra, más lejos apenas iluminados por la escasa claridad que se cuela por entre los agujeros de las esculturas, y mas lejos todavía casi perdidos en la obscuridad. es una mudanza continua de perspectivas, de horizontes, de errores, de misterios, de juegos de luz que producen el sol y la arquitectura y la magnación sobrexcitada y ardiente.

—¡Lo que debía ser este patio.—me dijo Góngora.,—cuando las paredes interiores del pórtico estaban relucientes de mosaicos, los capiteles llenos de refulgentes cintas de oro, los techos y las bóvedas pintados de mil colores, las puertas guardadas de tapicerías de seda, los nichos llenos de dores; cuando por los templos y las salas corrían las aguas olorosas; cuando de los fauces de los leones salían doce chorros de agua que caían en la fuente, y cuando el aire estaba impregnado de los más deliciosos perfumes de la Arabia.

Permanecimos en el patio más de una hora, que pasó como una centella; y también yo hice lo que nacen todos los visitantes, españoles y extranjeros, hombres y mujeres, sean ó no poetas. Pasé la mano por las paredes, toqué todas las columnas y las oprimí una tras otra con las dos manos como el talle delgado de un niño, me escondí entre ellas, las conté, las mire desde cien puntos diversas, recorrí el patio en todas direcciones, probé si era verdad que diciendo muy quedo una palabra en la boca de uno de los leones, se oye clara y distintamente en la boca de los demás; busqué sobre el mármol las manchas de sangre de las leyendas poéticas y fatigué la mente y los ojos en los arabescos.

Había allí muchas señoras. Estas, en el patio de los Leones, hacen toda clase de niñerías: introducen sus caras entre dos columnas gemelas, se esconden en los rincones obscuros, se sientan en el sucio, permanecen inmóviles durante horas enteras, apoyada en la mano la cabeza y soñando. Y las que entonces allí se hallaban seguían el mismo proceder.

Una había vestida de blanco que, pasando por detrás de las columnas lejanas cuando creía no ser vista, tomaba cierta actitud muelle y majestuosa sultana melancólica y después se reía con una amiga. Estaba seductora. Mi amigo me dijo:

—¡Marchemos!

Y le contesté:

—¡Vamos, pues!

Pero no podía moverme.

No era lo que había experimentado una mera y dulce admiración; sino que temblaba de placer y sentía un ansia loca de tocar, tentar, ver el interior de los muros y las columnas, como si hubiesen sido de un material desconocido y pudiese descubrir en sus partes escondidas la causa primitiva de la fascinación que ejercía aquel lugar.

Yo no he pensado, ni he dicho, ni diré jamás en toda mi vida tantas locuras, tan hermosas chiquilladas tantas trivialidades, tan bonitas ocurrencias, sin rima ni razón, como dije y pensé durante aquella hora.

—Es necesario venir aquí,—me dijo Góngora,—al levantarse el sol; es necesario venir cuando se pone, y de noche, cuando la luna brilla, para ver tantas mara villas de colores, sombras y luz que hacen perder la cabeza.

Fuímos á ver las salas. En el lado de Levante hay una sala llamada de Justicia, á la cual se llega pasando por tres grandes arcos, cada uno de los cuales corresponde á una puerta que da al patio. Es una sala prolongada y estrecha, de una arquitectura rica y valiente, cuyas paredes se hallan cubiertas de arabescos sumamente complicados, de mosaicos, preciosos, y cuya bóveda se ve inundada de puntos, montones, eminencias de estuco pendientes de los arcos, á lo largo de los muros, y que aquí y allí se juntan, se bajan, salen los unos de los otros, se oprimen y superponen como si se disputasen el espacio, y presentan todavía en muchos puntos los vestigios de los colores antiguos, que debían dar á la bóveda el aspecto de un pabellón cubierto de flores y frutas suspendidas.

La sala tiene tres pequeñas alcobas y en cada una de ellas se ve una pintura árabe, á la cual el tiempo y la extrema rareza de las pinturas que quedan de los árabes dan un inmenso valor Las pinturas fueron hechas sobre cuero y el cuero pegado en las paredes. En el nicho del centro se hallan representados sobre un fondo obscuro diez hombres que se suponen ser diez reyes de Granada, vestidos de blanco, con capuchón á la cabeza, la mano en la cimatarra, y sentados sobre los almohadones bordados. Las otras dos pinturas representan castillos, damas y caballeros, escenas de caza y amor, cuyo significado es difícil descifrar. Las caras de los diez reyes responden perfectamente á la idea que tenemos formada de su pueblo: tienen ese color aceitunado, esas bocas sensuales; esos ojos negros de mirada atenta y misteriosa que uno cree ver brillar todavía en los ángulos obscuros de las salas de la Alhambra.

Al lado Norte del patio hay otra sala llamada de las Dos Hermanas, por dos tablas de mármol que se ven en su pavimiento. Es la sala más graciosa de la Alhambra. Es una sala pequeña, cuadrada, cubierta de esas bóvedas en forma de cúpulas que los españoles llaman medias naranjas, sostenidas por columnas y arcos dispuestos en círculo, trabajado todo de tal modo, que parece una gruta de estalactitas, con una infinidad de puntos y de cruces, pintados y dorados, y de un conjunto tan ligero á la vista, que parece suspendido en el aire. Se creería que al tocarla ha de moverse corno una tienda ó disiparse como una nube, ó bien desvanecerse como pompas de jabón. Las paredes, revestidas de estuco como la de las otras salas, y cubiertas de arabescos de un dibujo increíblemente, compacto y delicado, son uno de los más sorprendentes Lutos de la fantasía y de la paciencia humanas. Cuanto uno más mira, más se estrechan y cruzan las innumerables líneas; de una figura brota otra y de ésta otra tercera y las tres ofrecen otra que se había escapado á vuestras miradas; ésta se divide de pronto en otras diez que tampoco habíais visto, para recomponerse y transformarse Juego, sin que se acabe nunca de descubrir nuevas combinaciones, pues cuando las primeras se vuelven á presentar, se tenían ya olvidadas y uno se encuentra tan al cabo de la callo como la primera vez. Sería cuestión de perder la vista y el juicio, si se quisiera hallar el hilo de ese laberinto; se necesita una hora para, ver los contornos de una ventana, los adornos de un pilar, los arabescos de un friso, y una hora no basta para imprimir en la memoria el dibujo de una de aquellas maravillosas puertas de cedro. A ambos lados de la sala hay dos órdenes de nichos; en medio una pequeña fuente con un tubo para el agua que se une al pequeño canal que atraviesa el patio y va á la fuente de los Leones. Frente á la puerta de entrada y al lado opuesto, hay otra puerta, por la cual se entra en una sala estrecha y larga llamada la sata de los Naranjos. De esta sala, por una pequeña puerta, se entra en un gabinete de Lindaraja, sobrecargado de adornos y cerrado por una hermosa ventana con dos arcos, que da sobre un jardin.

Para gozar de toda la belleza de esta mágica arquitectura, es necesario salir de la sala de las Dos Hermanas, atravesar el patio de los Leones y entrar en la sala de los Abencerrajes, que se encuentra á la parte de Mediodía, frente á la de las Dos Hermanas, con la cual tiene perfecto parecido en la forma y en los adornos. Desde el fondo de esta sala la mirada atraviesa el patio de los Leones la sala de las Dos Hermanas, la de los Naranjos, el gabinete de Lindaraja y penetra en el jardín cuya espesa verdura aparece bajo los arcos de aquella ventana, que es realmente un dije. Las dos á ver tu ras de esta ventana, achicadas por la distancia, y que se aparecen luminosas en el fondo de esta serie de salas obscuras, parecen dos grandes ojos abiertos que os envían sus miradas haciéndoos pensar en un más allá que existe yo no sé dónde, en una región de misteriosos paraísos.

Después de la sala de los Abencerrajes fuímos á ver los baños, que se encuentran entre la sala de las Dos Hermanas y el patio de los Mirtos. Descendimos por una escalerilla, pasamos por un estrecho corredor y llegamos aúna sala magnífica, llamada de los Divanes, donde las favoritas de los reyes iban á descansar sobre tapices de Persia, al son de los instrumentos, después de haberse bañado en las salas vecinas.

Esta sala ha sido reconstruída sobre las ruinas de la antigua y dorada, pintada y adornada con arabescos por artistas españoles, como aquélla debía estarlo, de tal modo que puede ser considerada como una sala de tiempo de los árabes que ha quedado intacta en todas sus partes. En el centro hay una fuente, en las dos paredes opuestas dos especies de alcobas donde las mujeres descansaban, y más arriba las tribunas en las cuales se colocaban los músicos. Las paredes se hallan galoneadas, manchadas, abigarradas con lunares de mil vivos colores, y presentan el aspecto de una tapicería de ropas chinas, bordadas con torzales de oro, trazando interminables lacerías que volverían loco al más paciente fabricante de mosaicos de la tierra.

¡Y no obstante, un pintor trabajaba en aquella sala! ¡Hacía tres meses que estaba copiando las paredes! Era un alemán, Góngora, que le conocía, le preguntó:

—Es un trabajo enojoso; ¿no es cierto?

El otro le contestó:

—No me cansa;—y se inclinó de nuevo hada su cuadro.

Yo le miré como hubiera mirado á un sér del otro mundo

Entramos en las salas de baño, pequeñas, abovedadas, que reciben la luz de arriba por medio de algunos agujeros esparcidos por las paredes en forma de estrellas ó de flores, Las pilas son de un solo canto de mármol, tan grandes que llenan el espacio entre las paredes. Los corredores que conducen de un gabinete á otro, son tan bajos y estrechos, que á duras penas puede pasar por ellos un hombre; reina allí una frescura deliciosa. Al entrar en uno de esos gabinetes, un triste pensamiento me sobrecogió de improviso.

—¿Qué es lo que le ha dejado á usted atónito?—me preguntó mi amigo.

—Pienso,—le respondí,—en el modo como vivimos, tanto en verano como en invierno, en esas casas que tienen todo el aspecto de cuarteles, en esos cuartos de tercer piso, ó demasiado obscuros, ó inundados de torrentes de luz, sin mármoles, sin agua-, sin flores, sin columnas; pienso que hemos de vivir y morir así, sin haber probado una sola vez las voluptuosidades de este palacio encantado, pienso que en esta miserable vida moderna se puede gozar inmensamente, y que yo no gozaré nada! Pienso que hubiera podido nacer hace cuatro siglos, rey de Granada, y que en vez de esto soy un pobre hombre!

Mi amigo se rió, y cogiéndome el brazo con el dedo meñique y el pulgar, como para pellizcarme, me dijo:

—No piense usted en eso. Piense en todo lo que habrán visto estas pilas, de gracioso, hermoso y secreto; en los pequeños pies que han jugado en sus aguas perfumadas; en las largas cabelleras que se han suspendido en sus bordes; en los grandes y lánguidos ojos que han mirado al cielo á través de las aberturas de esta bóveda, mientras bajo los arcos del patio de los Leones resonaban los pasos de un califa impaciente. Piense usted en los cien chorros de agua que se soltaban por el palacio, diciendo con su murmullo:—¡Ven!...¡ven!...ven!...—Y piense usted en el salón embalsado, donde un esclavo, temblando de respeto, cerraba las ventanas, corriendo las cortinas de color de rosa...

¡Ah! por favor: ¡deje usted que mi alma viva en paz!—respondíle yo encogiendo los hombros.

Atravesamos el jardín del gabinete de Lindaraja, después un patio de aspecto misterioso, llamado el patio de la Reja, y por una galería que mira al campo llegamos á la cúspide de una de las últimas torres de la Alhambra, bajo un pequeño pabellón abierto, llamado Tocador de la Reina, que parece suspendido sobre un abismo con el nido de un águila.

El espectáculo que desde allí se goza,—bien puede decirse sin temor de que nadie lo desmienta,—no tiene igual en la tierra.

Imaginaos una inmensa llanura, verde como un prado cubierto de yerba nueva, atravesada en todos sentidos por interminables hileras de cipreses, pinos, encinas, álamos, sembrada de espesos bosques de naranjos, que á tal distancia parecen árbol á líos enanos, y de grandes huertas y jardines Henos de árboles frutales, que parecen colinas revestidas de verdura. Atravesando esa inmensa llanura el Genil brilla entre los bosques y los jardines, como una inmensa cinta de plata; alrededor verdes colinas y más allá de éstas altos peñascos de formas fantásticas, que se extienden como un circuito de murallas y torres titánicas, para separar aquel paraíso terrestre del resto del mundo. Después, bajo nuestros ojos precisamente, la ciudad de Granada en parte extendida sobre el fondo del valle, y en parte levantándose sobre la pendiente de una colina, sembrada toda de grupos de árboles, de manchas, de masas informes de verdura que se elevan y ondulan sobre los techos de las casas como enormes penachos y parecen dispuestas á esparcirse, reunirse y cubrir la ciudad entera. Y más abajo aún, el valle profundo del Darro, no solamente cubierto, sino henchido, colmado de un prodigioso amontonamiento de verdura que se eleva como una montaña, y de donde deriva un bosque de álamos gigantescos, que agitan sus cimas bajo las ventanas de la torre, pudiéndose casi tocar con la mano.

A la derecha, más allá del Darro, sobre una colina que se eleva al cielo, valiente y esbelto como una cúpula, ef palacio del General á fe, coronado de jardines aéreos y casi oculto en un bosque de laureles, álamos y granados al lado opuesto un espectáculo maravilloso, una cosa increíble, la visión de un sueño: Sierra Nevada, la más alta cordillera de Europa, después de los Alpes, blanca de nieve, blanca á algunas millas de distancia de Granada, blanca hasta en las colinas donde crecen los granados y las palmeras, y donde se desplega con toda su pompa una vegetación casi tropical. Imaginad después, sobre este inmenso paraíso, que encierra las cariñosas y alegres gracias de Oriente y las severas bellezas del Norte, que une á Europa con Africa, llevando en tributo á este himeneo las más sublimes maravillas de la naturaleza, y que envía al suelo todos los perfumes de la tierra confundidos en uno solo; imaginad, digo, sobre este valle afortunado, el cielo, y el sol de Andalucía, el sol que, al ponerse, pinta de un divino color de rosa todas las cimas y de los colores del iris y de los reflejos de las perlas más limpias los flancos de las montañas de la sierra; que descompone sus rayos en mil tintas de oro, de púrpura y cinabrio sobre los peñascos que coronan la llanura, y que bajando en medio de un incendio, deja á guisa de recuerdo ó despedida una corona de luz alrededor de las torres melancólicas de la Alhambra y de las cimas encantadoras del Generalife. Y dígase después si puede existir en el mundo algo más solemne, más glorioso, más embriagador que esta amorosa fiesta del cielo y de la tierra, ante la cual, por espacio de nueve siglos, Granada se estremece de voluptuosidad y palpita de orgullo.

El techo del Mirador de la Reina está sostenido por pequeñas columnas moriscas, entre las cuales se extienden arcos elípticos que dan al pabellón un aspecto raramente caprichoso y lleno de gracia. Las paredes están pintadas al fresco y á lo largo de los frisos se ven las iniciales de Isabel y Fernando entrelazadas, con amores y flores. Junto á la puerta de entrada queda todavía una piedra del antiguo pavimiento, llena de agujeros, sobre la cual, dicen, se ponían las sultanas para envolverse en la nube de perfumes que brotaban de abajo. Todo en este Jugar canta amor y dicha. Se respira un aire puro como en la cumbre de una montaña, se percibe un vago olor de mirto y rosa y no llega otro rumor que el murmullo del Darro, quebrándose en las guijas de su pedregoso lecho, y la harmonía de millares de pájaros escondidos en las espesuras del valle. Es un verdadero nido de amor, un apacible retiro donde poder soñar, un escondrijo aéreo para dar desde allí infinitas gracias á Dios por sus bondades.

—¡Ah, Góngora!—exclame, después de haber contemplado algunos instantes aquel espectáculo encantador,—daría diez años de mi vida por poder transportar aquí, por virtud de una varita mágica, á todas las personas queridas que me esperan en Italia.

Góngora me mostró un largo pedazo de la pared, completamente ennegrecido por las inscripciones de fechas y nombres puestos allí con lápiz y carbón; otras hay grabadas con la punta de un cortaplumas. Son recuerdos de los visitadores de la Alhambra.

—¿Qué dice aquí?—me preguntó.

Acerquéme y lancé un grito.

—¡Chateaubriand!

—¿Y aquí?

—¡Byron!

—¿Y aquí?

—¡Víctor Hugo.


Al descender del Mirador de la Reina creí haber visto ya toda la Alhambra y cometí la imprudencia de decírselo así á mi amigo. Si éste hubiera tenido un bastón entre;as manos, seguro estoy de que me hubiera descargado un palo: pero como no lo tenía, se contentó con mirarme cual se suele mirar á un loco.

Volvimos al patio de los Mirtos y visitamos las salas situadas al otro lado de la torre de Comares, la mayor parte medio arruinadas, otras transformadas, algunas completamente desnudas, sin pavimiento y sin techo, pero todas dignas de ser visitadas, por los recuerdos que encierran y para comprender al propio tiempo la estructura del edificio.

La antigua mezquita fué transformada en capilla por Carlos V, un gran salón árabe en oratorio, y por todas partes se ven vestigios de arabescos y techos de cedro esculpido. Las galerías, los patios, los vestíbulos, parecen restos de un palacio devastado por las llamas.

Esta vez pensó que realmente ya no me quedaba nada más por ver, y de nuevo cometida imprudencia de decírselo á Góngora. Entonces sí que no pudo contenerse, y llevándome al vestíbulo del patio de los Mirtos, ante un plano del edificio, fijado en la pared, me dijo:

—Míre usted y verá que todas las salas, todos los patios, todas las torres que hemos visitado hasta ahora sólo ocupan la vigésima parte del espacio que limitaban los muros de la Alhambra. Verá usted que no hemos visitado todavía los restos de otras tres mezquitas, las ruinas de la sala de los Cadís, la torre del Agua, la de los infantes, la de la Prisionera, la del Candil, la de los Picos, la de los Puñales, la de los Siete Suelos, la del Capitán, la de la Hechicera, la de las Cabezas, la de las Armas, la de los Hidalgos, la de las Gallinas, la del Dado, la del Homenaje, la de la Vela, la del Polvo, los restos de la casa de Mondejar, los cuarteles mili gires de Puerta de Hierro, los muros interiores, las cisternas, los paseos...Porque os necesario saber que la Alhambra no es un palacio, sino una ciudad, y que sería cosa de pasar allí la vida buscando arabescos, leyendo inscripciones, descubriendo cada día nuevas perspectivas de montañas y colinas y extasiarse una


Vez á lo menos; cada hora de las veinticuatro que tiene el día

¡Y yo, infeliz, que creía haber visto la Al fiambra!


Por aquel día no quise saber más, y sólo Dios sabe cómo tenía la cabeza cuando llegue á la fonda. A la mañana siguiente, al levantarse el sol, allí volví otra vez; y por la tarde también, y estuve volviendo cuantos días permanecí en Granada, con Góngora, con otros amigos, con guíos, ó bien solo. Recorrí de nuevo patios y salas; pasé horas y horas sentado entre las columnas ó apoyado en las ventanas, con un placer cada día más intenso, descubriendo á cada momento nuevas bellezas y abandonándome á los vagos y deliciosos sueños que me asaltaron el primer día.

Ignoro por dónde me hacían pasar mis amigos para entrar en la Alhambra; sólo recuerdo que todos los días descubría nuevas paredes, y torres, y caminos desiertos que no había visto, pareciendo me que la Alhambra había cambiado de situación, ó que se había transformado, ó que, como por encanto, habían surgido entorno de ella nuevos edificios que alteraban su primitivo aspecto

¡Quién es capaz de describir la belleza de aquellos sitios al ponerse el sol! ¡Y aquel bosque fantástico á la claridad de la luna! ¡Y la llanura inmensa, y las montañas cubiertas de nieve en las noches serenas! ¡Y los contornos grandiosos de aquellos enormes muros, de aquéllas soberbias torres, de aquellos árboles descomunales, bajo aquel cielo refulgente de estrellas! ¡El prolongado murmullo de aquellas inmensas capas de verdura que esmaltan los valles y cubren las colinas, cuando sopla la brisa!

Es un espectáculo ante el cual mis compañeros, nacidos en Granada y acostumbrados á él desde la infancia, se quedaban sin palabras; tanto es así, que recorríamos largos trayectos en silencio, sumergidos en nuestros pensamientos, el corazón oprimido por una dulce tristeza que algunas veces nos humedecía los ojos y nos hacía mirar el cielo por un impulso de amor y reconocimiento.

El día de mi llegada á Granada, cuando entré en la fonda á media noche, en lugar de silencio y tranquilidad, hallé el patio iluminado como una sala de baile, gentes que bebían sentadas á las mesas, y otras en las galerías que iban y venían, charlando y riendo. Fuéme necesario esperar más de una hora antes de poderme acostar. Pero este rato lo pasé muy agradablemente. Mientras miraba un mapa de España fijado en la pared, un hombre regordete, con la cara color de remolacha y una barriga que le caía sobre las rodillas, se me acercó quitándose el casquete preguntóme si era italiano. Díjele que sí, y añadió sonriendo:

—También yo. Soy el dueño de la fonda.

—Pues me alegro, y tanto más cuanto veo que los negocios os marchan á pedir de boca.

—¡Dio buono!—me respondió con tono que quería ser melancólico,—sí...no me quejo...pero creedme, querido señor, por más que los negocios vayan bien, cuando uno se encuentra lejos de su país (y puso la mano sobre su enorme tórax), siente aquí un vacío...

Yo miré á su panza.

¡Un gran vacío!—añadió el fondista. La patria jamás se olvida. ¿De qué provincia sois, caballero?

—De la Liguria, ¿Y vos?

—Del Piamonte. ¡La Liguria! ¡El Piamonte! ¡La Lombardía! ¡Esos son países!

—Cierto que son hermosos países; pero en resumidas cuentas, no podéis quejaros de España; vivís en una de las más bellas ciudades del mundo; sois dueño de una de las mejores fondas de la población, recibís todos los años una turba de extranjeros y por las trazas gozáis de una salud envidiable.

—¡Pero el vacío!...

Miré de nuevo á su abdómen

¡Ah! os comprendo, querido señor; pero os engañáis, creedlo, si juzgáis por las apariencias. No podéis imaginar lo que experimento cuando llega aquí un italiano. ¡Qué queréis! Es una debilidad...Yo no sé, pero quisiera verle todo el día sentado á la mesa, y veo que si mi mujer no me llevara la contraria, sería capaz de enviarle por mi cuenta una docena de platos de entremeses.

—¿A qué hora comeremos mañana?

—A las cinco, Pero...aquí se come poco...en los países cálidos...todo el mundo vive con sobriedad...sea cual fuere su patria...Eso es ya sabido...¿Pero no habéis visto á otro italiano que se encuentra aquí?

Mientras iba hablando miraba á su alrededor. Un hombre que se hallaba en un rincón del patio se acercó á nosotros. El fondista después de algunas palabras, nos dejó solos. Era el del rincón un hombre como de unos cuarenta años, pobremente vestido que hablaba apretando los dientes y crispando continuamente las manos con un movimiento convulsivo, cual si hiciera un esfuerzo por no emprenderla á puñetazo limpio contra su interlocutor. Me dijo que era de Lombardía, corista, llegado á Granada el día anterior con otros cantantes, contratados en el teatro de la Opera para la estación de verano.

—¡Maldito país!—exclamó sin más preámbulos y mirando en derredor como si fuera á pronunciar un discurso.

—¿No vivís en España á gusto?—le pregunté.

—¿En España? ¿Yo? ¡Vamos hombre! Es como si me preguntarais:—¿estáis á gusto en galeras?

—Pero ¿por qué?

—¿Por que? ¿Pues no conocéis qué ralea de gente son los españoles, ignorantes, supersticiosos, orgullosos, sanguinarios, impostores, ladrones, charlatanes, infames?

Quedóse un momento inmóvil como interrogándome; las venas de su cuello se hincharon, lo mismo que si estuvieran á punto de reventar.

—Perdonad,—le respondí,—pero vuestro juicio no me parece muy puesto en razón. Respecto á ignorancia, no somos nosotros, los italianos que tenemos todavía ciudades en las cuales se apedrea á los maestros de escuela, ó se da de puñaladas á los profesores que reprueban á los alumnos; no somos nosotros, repito, los llamados á criticar á los demás. Por lo que hace á supersticiosos, ¡qué diablos! ¿podemos nosotros levantar el dedo, cuando vemos en las poblaciones de Italia donde la instrucción primaria está mas descuidada, producirse un alboroto inmenso por una milagrosa madonna, hallada por una mujer en mitad de la calle? En cuanto á crímenes, declaro francamente que si tuviera que hacer un paralelo con la estadística en la mano, en presencia de un auditorio español, mucho temería que...No pretendo decir que á pesar de todo esto no naveguemos por mejores aguas que las de España; quiero decir tan sólo que un italiano, al juzgar á los españoles, ha de ser indulgente si quiere ser justo.

No soy de vuestra opinión. ¡Un país sin dirección política! ¡un país entregado á la anarquía! ¡un país!...Vamos á ver: citadme un español contemporáneo que sea célebre.

—No sé...pocos grandes hombres hay en todas partes.

—¡Citadme un Galileo!

—¡Oh! en verdad que ninguno tienen.

—¡Citadme un Ratazzi!

—Tampoco.

—Citadme...pero es inútil, no tienen nada, ¿Y es verdad que encontráis el país hermoso?

—¡Ah! lo que es en eso no cedo un ápice. Andalucía, por citaros una sola provincia, es un paraíso; Sevilla, Cádiz, Granada, son ciudades magníficas.

—¿Cómo? ¿Os gustan las casas de Sevilla y Cádiz? Uno no puede arrimarse á las paredes sin quedar pintarrajado de blanco de los pies á la cabeza. ¿Os gustan aquellas calles por las cuales se pasa á duras penas cuando se ha comido bien? ¿Y las mujeres andaluzas con esos ojos de locas? Vamos, sois en extremo indulgente; este no es un pueblo serio. Llamaron á don Amadeo y ahora va no le quieren; y esto sucede porque son indignos de ser gobernados por un hombre civilizado. (Textual,)

—¿De manera que no encontráis en España nada bueno?

—¡Nada!

—¿Pues por qué permanecéis en ella?

—Permanezco...porque en ella como.

—Que ya es algo.

—¿Pero de qué manera como? Lo mismo que un perro, porque bien sabe todo el mundo lo que es la cocina española.

—Decidme, y perdonad. ¿Por qué no os marcháis á Italia á comer como un hombre, en lugar de comer en España como un perro?

Al oir esto el pobre artista se quedó algo turbado; pero yo, por no hacerle sufrir, le ofrecí un cigarro, que aceptó y encendió en seguida, sin decir una palabra.

Y no fué éste el solo italiano en España que me habló en semejantes términos de ese país y sus habitantes, negando hasta la limpieza del cielo y la gracia de las andaluzas. No comprendo qué placer se puede experimentar viajando de este modo, cerrando el corazón á todo sentimiento de benevolencia y dedicándose á censurare injuriar sin tregua ni reposo, como si todo lo bueno ó bello que se encuentra en un país extranjero, hubiera sido robado al nuestro, y como si no pudiéramos alabar alguna cosa sino á condición de que se confiese que todas las demás no valen nada. Las gentes que viajan con tales disposiciones me inspiran más lástima que otra cosa, porque la verdad es que se privan voluntariamente de muchos placeres. Y pienso de tal modo juzgando por mí á los demás, pues donde quiera que yo voy, el primer sentimiento que me inspiran las gentes y las cosas es de simpatía, un deseo de no hallar nada que me fuerce á criticar, una necesidad de embellecer á mis propios ojos las cosas hermosas, de disimularme las desagradables, de excusar los defectos, de poder decir coa verdad á los demás y á mí mismo que estoy satisfecho de todos y de todo. Y para obtener semejante resultado no necesito hacer esfuerzo alguno: cada cosa se presenta espontáneamente á mis ojos bajo su más agradable aspecto, y mi imaginación pinta benévolamente los demás aspectos, de una ligera tinta de color de rosa. Bien sé que de este modo no se estudia un país; que no se escriben Ensayos críticos, que no se adquiere la reputación de hombre profundo; pero sé también que se viaja alegremente y que los viajes os aprovechan más de lo que á primera vista se presume.

Al siguiente día fuí á ver el Generalife , que era como la quinta de los reyes árabes, y cuyo nombre va unido al de la Alhambra, como el de la Alhambra al de Granada, por más que no quede del antiguo Generalife más que algunos arabescos y algunos arcos. Es un pequeño palacio, sencillo, blanco, con pocas ventanas, con una galería de arcadas que concluye en una terraza, y medio escondido entre un bosque de laureles y mirtos, en la cima de una montaña completamente florida que se eleva sobre la ribera derecha del Darro, frente la cumbre de la Alhambra. Delante de la fachada del palacio se extiende un jardincito, y otros jardines se elevan uno encima de otro, como una vasta gradinata, hasta la meseta del monte, donde se levanta una alta galería de columnas que forma el límite del Generalife. Las calles, de árboles de los jardines, las anchas escaleras que conducen de uno á otro y los parterres llenos de flores, se hallan bordeados por altas espalderas, rematadas en arcos y separadas por cabañas de mirtos encorvados y entrelazados formando graciosos dibujos. Y en cada rellano se elevan casitas blancas que los emparrados sombrean y grupos de naranjos y apreses dispuestos con pintoresca simetría. El agua se muestra pródiga todavía como en tiempo de los árabes, dando á este lugar una gracia, una frescura y una vida indescriptible. Por todas partes se oye el murmullo de los arroyos y de las fuentes: siguiendo una calle de árboles se encuentra un surtidor; os asomáis á la ventana y veis otro que llega hasta la cornisa; se entra en un grupo de árboles y se recibe en el rostro los salpicones de una cascada; por cualquier lado que uno se vuelva encuentra el agua que surge ó se filtra, ó que cae como una lluvia murmuradora y reluciente en la verba y en los zarzales.

Desde lo alto de la terraza la mirada se fija en todos esos jardines que descienden formando pendientes, gradas y escaleras; se sumerge en el abismo dé vegetación que separa las dos montañas abarca todo el recinto de la Alhambra, con las cúpulas de sus templos, con sus lejanas torres, con las sendas que serpentean entre sus ruinas; se extiende sobre la ciudad de Granada, sobre la llanura, sobre las colinas y recorre de una ojeada todas las cimas de Sierra Nevada, que parecen tan cercanas que uno cree que podría llegar á ellas en una hora, Y mientras contempláis ese espectáculo, acarician vuestro oído el murmullo de cíen surtidores y el apreciable son de las campanas de la ciudad, que flota dilatándose por el aire, y lo percibís á intervalos, con olor misterioso de paraíso terrestre que produce estremecimientos de voluptuosidad y os hace palidecer.

Más allá del Generalife, en la cumbre de una montaña más alta, hoy día triste y desnuda, se elevaban en tiempo de los árabes otros palacios reales, rodeados de otros jardines unidos entre sí por grandes vías bordeadas de mirtos. Hoy todas esas maravillas de arquitectura, coronadas de bosques, de fuentes y de flores, esos aéreos palacios de adas, esos nidos espléndidos y perfumados de amor y de delicias, han desaparecido y apenas algún montón de piedras ó algún pedazo de pared, «dan fe de ellos y los recuerdan al pasajero.» Pero esas ruinas, que en otra parte despertarían un sentimiento de melancolía, no lo despiertan en modo alguno ante el espectáculo de aquella admirable naturaleza, á cuya belleza parece que las obras más maravillosas del hombre nunca han podido añadir grado alguno.


Al entrar en la ciudad me detuve en un extremo de la Carrera del Darro, ante una casa ricamente adornada de bajo-relieves que representan broqueles, armaduras, querubines y leones, con un balconcito en el ángulo, donde ví escrita, mitad sobre una pared, mitad sobre la otra, la misteriosa inscripción siguiente, trazada con grandes caracteres:


ESPERANDO LA DEL CIELO


Deseaba conocer el sentido oculto de semejantes palabras, y tome notas de ellas, con el intento de interrogar á este propósito al sabio padre de mi amigo. Dióme dos explicaciones: una seguramente cierta, pero poco romántica; la otra, romántica, pero muy dudosa. Ahí va.

La casa pertenecía á don Fernando de Zafra, secretario de los Reyes Católicos y padre de una joven hermosísima. Un joven hidalgo, de familia rival ó inferior en nobleza á la familia de Zafra, se enamoró de la joven, ella correspondió á sus amores, la pidió el en matrimonio y su pretensión fué rechazada. La negativa del padre encendió más y más el amor de los jóvenes; las ventanas de la casa son bajas, y el enamorado, una noche, logró escalarlas y entrar en la cámara de la joven. Sea que al entrar hubiese volcado una silla, sea que hubiese tosido, ó que lanzara un grito de alegría al ver á la hermosa ir á su encuentro con los brazos abiertos y la cabellera suelta (la tradición nada dice y nadie, lo sabe), lo cierto es que don Fernando de Zafra oyó un ruído, corrió al dormitorio de su hija, descubrió al doncel amante y, ciego de furor, se «abalanzó sobre éste para quitarle la vida. Pero el joven logró escapar; don Fernando, persiguiéndole, topó con uno de sus propios pajes, confidente de aquellos amores y que había ayudado al hidalgo á penetrar en la casa; le tomó en desquite ó ó trueque del seductor, y, sin escuchar explicaciones ni súplicas, lo hizo colgar del balcón de la casa. Cuenta la tradición que mientras la pobre víctima gritaba: «¡piedad! ¡piedad!» el ofendido padre respondíale mostrándole á balcón:—«Allá te quedarás, esperando la del cielo»,—respuesta que hizo grabar en una piedra del muro, para perpetuo espanto de seductores y de los que les sirven.

Consagré el resto del día á las iglesias y conventos.

La catedral de Granada merece mejor que la de Málaga, que también es hermosa y rica, ser descrita detalladamente; pero estoy ya cansado de describir iglesias. Fué fundada en 1529 por los Reyes Católicos sobre las ruinas de la mezquita principal de la ciudad; pero está aún sin terminar. Tiene una gran fachada con tres puertas, adornada de estatuas y bajo-relieves; fórmanla cinco naves separadas por veinte enormes pilares compuestos de un lío de columnitas. La capilla encierra cuadros de Bocanegra, esculturas de Torrigiani, tumbas y ornamentos preciosos. Lo que hay de más admirable es la capilla principal, sostenida por veinte columnitas corintias en dos hileras; sobre la primera se elevan las estatuas colosales de los doce apóstoles y sobre la segunda descansa una gran cornisa cubierta de guirnaldas y cabezas de querubines. Por la parte superior hay un círculo de hermosas ventanas con vidrios de colores que representan la pasión, y del friso que las corona salen diez atrevidos arcos que forman la bóveda de la capilla. En los arcos que sostienen las columnas se admiran seis grandes pinturas de Alonso Cano; que gozan fama de ser la más bella y más acabada de sus obras.

Y puesto que he nombrado á Alonso Cano, natural de Granada, y uno de los mejores pintores españole del siglo XVII,—el cual, aunque discípulo de la escuela de Sevilla, más que fundador de una escuela particular como algunos pretenden, no es menos original que sus más grandes contemporáneos,—quiero dar á conocer aquí algunos rasgos de su carácter y de su vida, poco conocidos fuera de España, pero singularmente notables. Alonso Cano ha sido el más pendenciero, el más colérico, el más violento de los pintores españoles. Su vida fué un continuo proceso. Había sido eclesiástico. Desde 1652 hasta 1658, durante seis años consecutivos, pleiteó contra los canónigos de la catedral de Granada, de los cuales era deudor, porque no quiso, como estaba estipulado, ser subdiácono. Antes de salir de Granada hizo pedazos con sus propias manos una estatua de San Antonio de Padua que había esculpido por encargo de un auditor de la cancillería, porque éste se permitió observarle que el precio que por ella le pedía era algo desmedido. Nombrado profesor de dibujo del príncipe real, que á lo que parece no había nacido para la pintura, le fastidió tanto que se ví ó obligado á recurrir al rey por verse libre de sus manos. Llamado á Granada por un especial favor, junto al capítulo de la catedral, guardó tan profundo recuerdo de sus pasadas desavenencias con los canónigos, que en su vida quiso dar por ellos una pincelada. Pero esto es poco. Alimentaba un odio ciego, bestial, inextinguible hacia los judíos, y se había metido en la cabeza que tocará un judío ó siquiera un objeto que alguno de ellos hubiese tocado debía acarrearle desgracias. Con semejante idea siempre fija, hizo las más locas extravagancias del mundo. Si al pasar por la calle se rozaba con algún judío, tiraba en seguida las ropas infestadas y se iba á su casa en mangas de camisa. Si por casualidad llegaba á descubrir que, estando ausente, algún criado había recibido algún judío en su casa, echaba al criado, tiraba el calzado con el cual había pisado las huellas del circuncidado y hacía limpiar, y algunas veces renovar el pavimiento. Y encontró medio de no desmentir su carácter ni en los últimos momentos. Como su confesor le presentara un feo crucifijo tallado á hachazos, le rechazó la mano y le dijo:—Padre mío, deme usted una cruz sencilla para que pueda adorar á Jesucristo tal cual es y tal cual le contemplo en mi alma.—A pesar de todo esto tenía un corazón delicado, caritativo, que sentía horror hacia toda acción vulgar y amaba con orgullo y profundo amor al arte que le hizo inmortal.

Volvamos á la iglesia. Cuando hube recorrido todas las capillas y me disponía á salir, asaltóme de pronto la idea de que me quedaba algo por ver. No lo había leído en la Guía, ni nadie me había dicho nada, pero sentía en mi interior una voz que me decía; «¡Busca!.» Busqué, en efecto por todos lados con investigadora mirada, sin saber lo que buscaba: Un cicerone me observó, se acercó á mí con la traza de todos ellos, cabizbajo, como un asesino, y me preguntó con aire misterioso:

—¿Quiere usted algo?

—Quisiera que me diéjseis,—respondí yo,—si hay por ver en esta catedral alguna cosa más que lo que se ve desde aquí.

—¡Cómo!—exclamó el cicerone!—¿todavía no ha visto usted la Capilla Real?

—¿Y qué hay en la Capilla Real?

—¿Qué hay? ¡Caramba! Nada menos que los sepulcros de Fernando é Isabel la Católica.

¡Esto es lo que yo me quería decir! ¡Tenía en el alma un sitio destinado á esa idea y la idea no estaba en él! Los Reyes Católicos debían seguramente ser enterrados en Granada, donde hicieron la última guerra caballeresca de la Edad media y donde dieron á Cristóbal Colón la orden de armar los barcos que debían conducirle al Nuevo Mundo! Corrí, más bien que otra cosa, hacia la Capilla Real, con el cicerone , que me seguía dando saltos; un viejo sacristán nos abrió la puerta de la sacristía, y antes de dejarme pasar á ver á las tumbas, me llevó ante una especie de armario con vidrieras de cristales, lleno de objetos preciosos, y me dijo:

—Usted sabe sin duda que Isabel la Católica, por facilitar á Cristóbal Colón el dinero que necesitaba para armar sus navíos, no sabiendo dónde hallarle porque las arcas del Estado estaban vacías, empeñó sus joyas.

—Sí; ¿y qué?—pregunté yo con viveza; y presintiendo la respuesta, sentí palpitar mi corazón.

—Pues bien,—respondió el sacristán;—la caja donde la reina encerró sus joyas para empeñarlas, está aquí.

Abrió el armario, cogió la caja y me la presentó ¡Oh! que digan lo que quieran los hombres fuertes ó de temple; pero á mí esas cosas me hacen temblar y llorar. ¡Yo he tocado la caja que guardó los tesoros gracias á los cuales Colón pudo descubrir la América! ¡Cada vez que repito estas palabras la sangre se me enciende! Y añado:—La he tocado con estas manos,—y las contemplo.

Este armario guarda á más la espada del rey Fernando, la corona y el cetro de Isabel, un libro de rezos y muchos ornamentos del rey y de la reina.

Entramos en la capilla, entre el altar y una gran verja de hierro que la separa del espacio restante, ante dos grandes mausoleos de mármol, adornados con estatuas y bajo-relieves de gran valor. Sobre uno de los dos se ven las estatuas yacentes de Fernando e Isabel, vestidos con sus hábitos reales, con la corona, la espada y el cetro; sobre el otro, las estatuas de otros dos príncipes; y en derredor estatuas, leones, ángeles, escudos y variados adornos que presentan un aspecto realmente, austero y magnífico.

El sacristán encendió una antorcha, y mostrándome una especie de trampa situada en la línea de paso que separa los dos monumentos, me rogó que la levantara para bajar al subterráneo. El cicerone me ayudó; alzamos la trampa, bajó el sacristán y yo le seguí por una escalerilla estrecha, hasta una cámara subterránea donde se hallan cinco ataúdes de plomo, cinchados de hierro y señalado cada uno con dos iniciales rematadas con una corona. El sacristán bajó la antorcha, y tocando con la mano los cinco ataúdes, uno después de otro, me dijo con una voz lenta y solemne;

»—Aquí descansa la gran reina Isabel la Católica.

»Aquí descansa el gran rey Fernando V.

»Aquí descansa el rey Felipe I.

»Aquí descansa la reina Juana la Loca.

»Aquí descansa su hija doña María, muerta á la edad de nueve años.

»¡Que Dios les tenga á todos en su santa paz!»

Y dejando la antorcha en el suelo, cruzó los brazos y cerró los ojos, como para que pudiera entregarme á mis meditaciones con entera libertad.

Podría llenarse un libro, si se quisieran describir, todos los monumentos religiosos de Granada: la maravillosa Cartuja, del Monte Sagrado, que encierra las grutas de los mártires; la iglesia de San Jerónimo, donde se halla enterrado el Gran Capitán Gonzalo de Córdoba; el convento de Santo Domingo, fundado por el inquisidor Torquemada; el del Angel, que contiene pinturas de Cano y de Murillo, y muchos otros; pero supongo que el lector se halla ya más cansado que yo y le hago gracia de todo un monte de descripciones, que seguramente sólo le darían una idea confusa de las cosas descritas.

No obstante, pues que he hablado de la tumba del Gran Capitán Gonzalo de Córdoba, no puedo menos de traducir un curioso documento que á él se refiere, y que me dió precisamente en la iglesia de San Jerónimo un sacristán admirador de los altos hechos de aquel héroe.

El documento se halla redactado á modo de anécdota, en los siguientes términos:

«Cada paso del Gran Capitán Gonzalo de Córdoba fué un asalto, y cada asalto una victoria; su tumba, en la iglesia de los Jerónimos de Granada, fué adornada con doscientas banderas que el conquistó. Sus émulos envidiosos, y en particular los tesoreros del reino de Nápoles, 1506, indujeron al rey á pedir cuenta á Gonzalo del uso que había hecho de las gruesas sumas recibidas de España para los gastos de la guerra de Italia; y el rey fué bastante débil para acceder á ello y hasta para asistir á la conferencia.

»Gonzalo acogió esta demanda con orgulloso desprecio y se propuso dar una severa lección á los tesoreros y al rey, para que aprendieran á tratar y considerar á un conquistador de reinos.

«Respondió con gran indiferencia y serenidad que tendría las cuentas preparadas para el día siguiente y por ellas se vería cuál de los dos era deudor, si el fisco ó él. El fisco le reclamaba ciento treinta mil ducados que le habían sido enviados la primera vez, ochenta mil escudos por la segunda, tres millones por la tercera, once millones por la cuarta, trece por la quinta, y así siguió leyendo el grave, gangoso y estúpido secretario que autorizaba un acto tan importante.

»El gran Gonzalo mantuvo su palabra: se presentó á la segunda audiencia, y abriendo un libro voluminoso en el cual había escrito su justificación, empezó á leer con voz alta y sonora las siguientes palabras:

«Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales, á los monjes, religiosos y pobres para que rogasen á Dios por el triunfo de las armas españolas.

«Cien millones en picos, palas y azadones.

«Cien mil ducados en pólvora y balas.

»Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar á los soldados de la pestilencia de los cadáveres de los enemigos, en el campo de batalla.

«Ciento setenta mil ducados en refundir las campanas destruídas con el continuo tocar por las nuevas victorias alcanzadas sobre los enemigos.

«Cincuenta mil ducados en aguardiente para los soldados, los días de batalla.

«Millón y medio de ducados para sostener á los prisioneros y heridos.

«Un millón en misas, en acción de gracias y Te-Deum al Todopoderoso.

«Trescientos millones en sufragios por los muertos.

«Setecientos mil cuatrocientos noventa y cuatro ducados á los espías, etc.

«Cien millones por la paciencia que ayer demostré, escuchando que el rey pidiese cuentas á quien le había dado un reino.

» Estas son las famosas cuentas del Gran Capitán, cuyo original se halla en poder del conde de Altamira.

»Una de las cuentas originales, con la firma autógrafa del Gran Capitán, existe en el museo militar de Londres, donde la guardan con gran cuidado.»

Después de leído este documento, me fuí á la fonda, haciendo comparaciones maliciosas entre Gonzalo de Córdoba y los generales españoles de nuestros días; comparaciones que la razón de Estado, como se dice en las tragedias, me impide transcribir.

Todos los días veía algo nuevo en aquella fonda. Encuéntrame en ella muchos estudiantes procedentes de Málaga y otras ciudades de Andalucía, que van á examinarse en Granada, sea porque aquí tengan la manga más ancha, sea por otra razón. Comen todos en la mesa redonda. Una mañana, á la hora de almuerzo, uno de ellos, un joven que no tendría más allá de veinte años, dijo que á las dos de la tarde debía examinarse de derecho canónico y que no estando muy seguro del resultado, había decidido beber un vaso de vino para reanimar los manantiales de su elocuencia. Estaba acostumbrado á beber el vino aguado y cometió la imprudencia de beberse de un trago una copa de Jerez. Su fisonomía se alteró al instante de tan extraña manera, que si con mis ojos no hubiese visto el cambio, nunca creyera que aquella cara fuese la misma de poco antes.

—¡Basta ya!—le gritaron sus amigos.

Pero el joven, que se sentía en aquellos momentos fuerte, ardiente y temerario, lanzó sobre sus compañeros una mirada de lástima y ordenó al mozo que le sirviera otro vaso.

—¡Te emborracharás!—le dijeron aquéllos.

Por toda respuesta se echó al cuerpo el segundo vaso.

Entonces fué presa de un espantoso acceso de locuacidad. Estaban en la mesa unas veinte personas; á los pocos minutos había trabado conversación con todos, haciendo mil revelaciones sobre su vida pasada y sus proyectos futuros. Dijo que era de Cádiz, que tenía ocho mil pesetas de renta al año, y que quería seguir la carrera diplomática, porque con aquella renta, ítem más lo que le dejaría su tío, podría hacer un buen papel en todas partes; que había decidido casarse á los treinta años y escoger una mujer alta como él, porque creía que la mujer debía tener la misma estatura que el marido para evitar que cualquiera de los dos dominase al otro; que cuando muchacho se había enamorado de la hija de un cónsul americano, hermosa como una flor y sólida como una peña, pero que tenía la marca colorada de un antojo detrás de la oreja, cosa que la afeaba mucho, por más que sabía ocultarla divinamente con la mantilla, (Y mostraba con la servilleta cómo hacía la hija del cónsul para esconder el antojo) Dijo también que don Amadeo era un hombre demasiado ingenuo para gobernar á España; que entre Zorrilla y Espronceda había preferido siempre al último; que era una torpeza ceder la isla de Cuba á los americanos; que se reía del examen de derecho canónico y que quería beber todavía cuatro dedos mas de Jerez, que es el primer vino de Europa.

Bebióse la tercera copa, á pesar de los buenos consejos y la desaprobación de sus amigos, y después de decir algunas barbaridades más que hicieron reir al auditorio, miró fijamente á una señora que tenía delante, bajó la cabeza y se quedó dormido. Yo creía que no podría presentarse al examen, pero me engañé. Una hora después le despertaron; subió á su cuarto para lavarse la cara, corrió á la Universidad medio dormido, sufrió el examen y salió aprobado, para mayor gloria del vino de Jerez y de la diplomacia española.

Empleé los días siguientes en visitar los monumentos, ó por mejor decir, las ruinas de los monumentos árabes que, aparte de la Alhambra y el Generalife, dan testimonio del antiguo esplendor de Granada. Como el último baluarte del islamismo. Granada es la ciudad de España que guarda más recuerdos de aquella dominación.

Sobre la colina que se llama Dinadamar (fuente de las lágrimas) se ven todavía las ruínas de cuatro torres elevadas sobre los cuatro ángulos de una gran cisterna, á la cual afluyen de la sierra las aguas que sirven para el uso de la ciudad. Había allí baños, jardines y quintas de recreo, de los cuales no quedan vestigios. Desde aquel sitio se abarca de una ojeada la ciudad con sus minaretes, sus terrazas y sus blanquecinas mezquitas entre las palmeras y cipreses. Próximo al mismo sitio se ve todavía una puerta árabe, llamada puerta de Elvira, formada por un gran arco coronado de almenas. Más lejos las ruinas de los palacios de los califas. Contigua al paseo de la Alameda se levanta una torre cuadrada, que contiene una sala grandísima, adornada con inscripciones árabes vulgares. Junto al convento de Santo Domingo se ven restos de jardines y de palacios, que antes estaban en comunicación con la Alhambra por medio de una senda subterránea.

Dentro de la ciudad está la Alcaicería, mercado árabe casi intacto, formado por muchas callejuelas rectas y estrechas como corredores, bordeadas de dos líncas de tiendas unidas entre sí, que presentan un extraño aspecto de bazar asiático. En fin, no puede darse un paso por Granada sin encontrar un arco, un arabesco, una columna, un montón de piedras, que recuerdan su fantástico pasado de sultana.

¡Cuántas vueltas y revueltas di por aquellas calles tortuosas, en las horas más ardientes del día, bajo un sol que me abrasaba la cabeza, y sin encontrar alma viviente! En Granada, como en las demás ciudades de Andalucía, sólo se vive de noche; por la noche se desquitan de haber estado encerrados todo el día, juntándose y mezclándose en los paseos públicos con el anhelo y la furia de una turba cuya mitad buscara á la otra para dilucidar negocios urgentes.

La muchedumbre más compacta se ve en la Alameda; por eso pasaba las veladas en aquel paseo con mi amigo Góngora, que me hablaba de monumentos árabes, un periodista que me hablaba de política y un joven que me hablaba de mujeres; á veces conversaba con los tres á un tiempo, con gran gusto y alborozo mío, pues aquel esparcimiento de escolares, en su tiempo y lugar me refrescaba el alma, como la yerba (por robar una hermosa comparación) con la lluvia de verano que cae presurosa, lo mismo que sí fuera por un estremecimiento de alegría que experimenta la tierra.

Si me viese en la necesidad de hablar del pueblo de Granada, veríame ciertamente en un compromiso, porque ese pueblo yo no lo he visto. De día no encontraba á nadie por las calles, de noche, no se ve. Los teatros no estaban abiertos y á las horas en que hubiera podido hallar á alguien por la ciudad, me paseaba por las salas ó jardines de la Alhambra. Además, tenía tanto que ver en el espacio de tiempo que me había fijado para mi estancia en Granada, que no me quedaba un momento libre para trabar conversación, como lo había hecho en otros puntos, en mitad de las calles, y en los cafés, con las buenas gentes del pueblo que encontraba.

Pero por lo que me dijeron personas que se hallaban en condiciones de poderme dar noticias ciertas, el pueblo de Granada no goza de una excelente reputación en España. Dicen que es muy malicioso, violento, vengativo, muy inclinado á esgrimir la navaja, lo que no viene desmentido por las crónicas de los diarios de á á ciudad; y aunque éstos no lo digan, se sabe que la instrucción primaria se halla más descuidada que en Sevilla y que en otras ciudades españolas de mucha menos importancia. En general, todo lo que no hagan el sol y la tierra, que tanto hacen, anda sumamente mal, ya sea por indolencia, por ignorancia ó por desorden.

Granada no se halla unida por vías férreas á ninguna ciudad importante; vive sola en medio de sus jardines, dentro del círculo de sus montañas, satisfecha con los frutos que produce la tierra á manos llenas, meciéndose muellemente en la vanidad de su belleza y el orgullo de su historia, descansando, sonando, fantaseando, y contentándose con bostezar y responder á los que le echan en cara su estado;—«Yo dí á España el pintor Alonso Cano, el poeta Fray Luís de León, el historiador Fernando del Castillo, el orador sagrado Fray Luis de Granada, el ministro Martínez de la Rosa; he satisfecho mi deuda; conque, dejadme ahora en paz.» Y ésta es la respuesta que dan casi todas las ciudades meridionales de España, mucho más bellas ¡ay! que sabias y laboriosas, y mucho más altivas que civilizadas. ¡Ah! El que las ha visto nunca se cansa de exclamar; «¡qué lástima!»

—Ahora que ha visto usted todas las maravillas del arte árabe y de la vegetación tropical, es necesario que vea, para que pueda vanagloriarse de conocer á Granada, el barrio de Albaicín. Dispóngase á ver un mundo nuevo, ponga la mano sobre su portamonedas y haga el favor de seguirme.

Así me dijo Góngora el último día de mi estancia en Granada. Venía con nosotros un periodista republicano, llamado Melchor Almagro, director de La Idea, un joven simpático y distinguido, que sacrificó por acompañarnos su comida y un artículo de fondo que meditaba desde la mañana. Nos pusimos en marcha y llegamos hasta la plaza de la Audiencia. Una vez allí Góngora me mostró un camino tortuoso que subía por una colina, y me dijo:

—Aquí empieza el Albaicín.

Y don Melchor, tocando una casa con el bastón, añadió;

—Aquí empieza el territorio de la república.

Tomamos aquella senda, que dejamos luego para seguir otra, y de esta segunda pasamos á una tercera, y siempre subiendo, sin que yo viera nada de extraordinario, por más que mirase con gran curiosidad por todos lados. Calles estrechas, casas miserables, viejas dormidas en el umbral de las puertas, madres peinando á sus hijos, perros ladrando, gallos cantando, pilletes andrajosos corriendo y disputándose y otras cosas que se ven en todos los barrios.

No obstante, á medida que uno sube, el aspecto de las casas y de las gentes cambia algo: los techos son más bajos, las ventanas más raras, las puertas más pequeñas, los habitantes más andrajosos. En mitad de la calle corre un arroyuelo por un canal emparedado á la moda árabe; fuentes en los ángulos de las plazas y pozos del tiempo de los árabes.

A cada cien pasos me parecía retroceder cincuenta años hacia la era de los califas. Mis compañeros me tocaban á cada instante, diciéndome:

—Mire usted esa vieja. Mire esa joven. Mire ese hombre.

Y yo miraba y preguntaba.

—¿Qué gente es esa?

Si me hubiera hallado de improviso en aquel punto, habría creído, viendo aquellos hombres y aquellas mujeres, que me hallaba en una población africana; tan distintos eran, á tan poca distancia de Granada, de todo cuanto yo había visto hasta entonces, aquellos hombres y aquellas mujeres, aquel modo de vestir y aquellas maneras de andar, de expresarse y de mirar. A la vuelta de cada esquina me detenía á mirar á mis compañeros; pero ellos me decían:

—Esto no es nada; aquí nos hallamos en la parte civilizada de Albaicín. Este es un barrio parisién de las afueras; adelantemos.

Adelantamos. Las calles parecían lechos de torrentes ó caminos abiertos en las rocas. Hoyos, bajadas, piedras; algunas cuestas tan rápidas que era imposible hacer subir por ellas una muía, otras tan estrechas que apenas podría pasar un hombre; unas llenas de mujeres y niños sentados en el suelo, otras desiertas y sembradas de yerba, todas de un aspecto triste, salvaje, agreste, de los cuales no pueden dar idea nuestros pueblos más miserables, porque esta miseria lleva el sello de otra raza y los colores de otro continente.

Atravesamos otro laberinto de calles, pasando de tiempo en tiempo por bajo un gran arco árabe, ó por una plazuela elevada desde la cual se abarca de una mirada el valle inmenso, los bosques cubiertos de nieve y una parle de la ciudad que abajo se extiende, y llegamos por último á una calle más resbaladiza y estrecha que las que habíamos recorrido hasta entonces. Nos detuvimos para tomar aliento.

—Aquí,—me dijo el joven arqueólogo,—empieza el verdadero Albaicín. ¡Mire usted esta casa!

Era una casa baja, ahumada, medio arruinada, con una puerta que más parecía ventana de cantina, ante la cual se veía moverse bajo puñados de harapos, un grupo, ó mejor, un montón de viejas y niños, que al aparecer nosotros levantaron los ojos soñolientos y con las descarnadas manos apartaron del umbral de la puerta yo no sé que inmundicias que impedían el paso.

—Entremos, me dijo mi amigo.

—¿Entrar?—le pregunté.

Sí me hubiesen dicho que más allá de aquella pared vería una copia del famoso patio de los Milagros, que describe Víctor Hugo, no me hubiera resistido á creerlo. Jamás puerta alguna me había dicho más imperiosamente que aquella; «¡Aléjate!» Sólo podría compararla á la boca abierta de una gigantesca bruja, que despidiera un hálito preñado de miasmas pestilentes. Cobré valor y entré.

¡Oh maravilla! Era el patio de una casa árabe, rodeado de graciosas columnitas, con ligeras arcadas y esas indescriptibles bordaduras de la Alhambra, en torno de las puertas y ventanas, con las vigas y correas del techo esculpidos y dorados, con sus nichos para los vasos de flores y las urnas de los perfumes, con el baño en el centro, con todos los vestigios y todos los recuerdos de la vida deliciosa de una familia opulenta.

Salimos de aquella morada y entramos en otras: en todas hallé algún fragmento de la arquitectura y escultura de los árabes, Góngora me decía de vez en cuando.

-Aquí existía un harem; allí los baños de las mujeres; allá arriba la cámara de una favorita.

Y yo fijaba mi ávida mirada en todos los lienzos de las paredes, cubiertas de arabescos, y en todas las columnas de las ventanas, como para pedirles la revelación de algún secreto, un nombre, una palabra mágica con la cual pudiera reconstruir en un momento el edificio derruído y evocar las bellezas árabes que lo habían habitado. Pero ¡oh desgracia! entre las columnas y bajo los arcos de las ventanas no veía más que harapos y caras groseras!

Entre otras nos introducimos en una casa donde encontramos un grupo de jóvenes que cosían á la sombra de un árbol del patio, vigiladas por una vieja. Trabajaban todas alrededor de una gran pieza de paño á rayas negras y grises que me pareció un tapiz ó una colcha.—Me acerqué y pregunté á una de las costureras:—¿Que es eso?

Levantaron todas la cabeza y con movimiento rápido extendieron el paño para que pudiera ver su labor. Apenas lo hube visto, exclamé:

—¡Lo compro!

Todas se echaron á reir. Era una manta de montañés andaluz, hecha para montar á caballo, de forma rectangular, con una abertura en medio para pasar por ella la cabeza. Estaba bordada con lanas de vivos colores, á lo largo de los dos lados más estrechos y alrededor de la abertura. El dibujo de los bordados, que representan flores y pájaros fantásticos, verdes, azules, blancos, amarillos y encarnados, todo amontonado, es grosero y corno lo podría hacer un niño: la belleza del trabajo estriba en la armonía realmente maravillosa de los colores.

Sólo podré expresar el efecto que causa esa manta, diciendo que hace reir y alegra y que me parece imposible poder imaginar nada más bonito, más festivo, más gracioso y más puerilmente caprichoso. Es un objeto que hay que mirar para alegrarse cuando uno esté de mal humor, ó cuando se quiera escribir una bonita estrofa en el álbum de una cama, ó bien cuando se espera á una persona á quien se quiere recibir con la más amable de las sonrisas.

—¿Cuándo quedarán terminados esos bordados?—pregunté á una de las jóvenes.

—Hoy mismo.—respondieron todas á coro.

—¿Y cuánto vale esa manta?

Cinco...—balbuceó una de ellas.

La vieja le lanzó una mirada que quería decir «¡Imbécil!»—y añadió con viveza:

—Seis duros.

Seis duros son treinta francos. No me pareció mucho dinero y metí la mano en el bolsillo.

Góngora me miró á su vez como diciéndome; «¡Ah bobo!» y deteniéndome por el brazo dijo:

—¡Un momento! ¡Seis duros! Eso es mucho dinero.

La vieja le miró como diciendo: «¡Bribón!» y replicó en seguida:

—No puedo darla ni un céntimo menos.

Góngora, con otra mirada que significaba «¡Embustera!» replicó:

—Vamos que ya la darás por cuatro duros. No pedís más á las gentes del país.

La vieja insistió y seguimos algún tiempo cambiándonos con la mirada los títulos de necio, tramposo, asno, embustero, avaro, malvado, hasta que por fin me fué cedida la manta por cinco duros. La pagué, dejando la dirección de mi casa, y salimos bendecidos y encomendados á Dios por la vieja, y seguidos mucho rato por los ojos negros de las bordadoras.

Continuamos marchando de calle en calle, entre casas cada vez más miserables, caras cada vez más negras y harapos cada vez más sucios. Y jamás llegábamos al término de nuestro viaje y decía á mis compañeros:

—Háganme el favor de decirme: ¿si Granada tiene límites, dónde están? ¿Se puede saber á dónde vamos y cómo lo haremos para volver á casa?

Mis compañeros se reían y seguían avanzando.

—¿Pero nos queda por ver algo más raro que todo lo que llevamos visto?—pregunté al llegar acierto punto

—¿Más raro?—me contestó uno de los dos.—Sepa usted que esta segunda parte del arrabal pertenece todavía al mundo civilizado; es el barrio, si no parisién madrileño por lo menos del Albaicín. ¡Más lejos ya es diferente! Vamos andando.

Recorrimos una larga calle llena de mujeres medio desnudas, que nos miraban como si hubiésemos caído de la luna; atravesamos una plazuela, en la cual se hallaban confundidos en amigable consorcio chiquillos y marranos; pasamos por otras dos ó tres callejuelas, ya subiendo, ya bajando, por entre casas ruinas, árboles, rocas, y llegamos por fin á un lugar solitario, en flanco de una colina, desde donde se veía de frente el Generadle, á la derecha la Alhambra y bajo nuestros ojos un profundo valle cubierto de un espeso bosque.

Empezaba el día á declinar; no se veía á nadie ni se escuchaba una sola voz.

—¿Acaba aquí el arrabal?—pregunté yo.

Mis dos compañeros me contestaron Viendo:

—Mire usted por ese lado.

Volví me, y ví á lo largo de una calle que se perdía en el lejano bosque una interminable hilera de casas...¿de casas? mejor diré de cubiles medio enterrados, con un pedazo de pared delante, agujeros por ventanas, grietas por puertas y plantas salvajes encima y alrededor; verdaderas guaridas de bestias feroces, en las cuales á la claridad de escasa y menguada luz hormiguean por centenares los gitanos: un pueblo bullicioso en las entradas de los montes, más negro, más pobre y más salvaje que todo cuanto había visto hasta aquel momento: otra ciudad, desconocida de la mayor parte de los granadinos, inaccesibles á los agentes de policía, cerrada á los empleados del fisco, que desconoce toda ley y todo gobierno, que vive no se sabe cómo y cuyo nombre se ignora, extraña á la ciudad, á España, á la civilización moderna, con su idioma, sus leyes y sus usos particulares; superticioso, falso, ladrón, mendicante y feroz.

—Abróchese usted el sobretodo, vigile su reloj,—me dijo Góngora,—y ¡andando!

No habíamos dado cien pasos, cuando un pillete medio desnudo, negro como las paredes de un barracón, nos vió, lanzó un grito, y haciendo señas á los demás pilletes, vino hacia nosotros; detrás de los chiquillos corrieron las mujeres; detrás de las mujeres los hombres; y después viejas y viejos, y otros chiquillos, y en menos tiempo del que es menester para decirlo, nos vimos rodeados de una turbamulta chillona y desarrapada. Mis dos amigos, reconocidos como granadinos, lograron ponerse fuera de tiro; yo solo quedé comprometido. Todavía me parece estar viendo aquellos hocicos, escuchar aquellas voces, sentir aquellas manos sobre mí. Gesticulando, gritando, diciendo mil cosas que yo no comprendía, tirándome de los faldones, de las mangas, del chaleco, se apiñaron á mi alrededor como una turba hambrienta; me soplaban á la cara, me cortaban la respiración. Eran en su mayoría flacos, iban medio desnudos, con camisas que caían en girones, con las greñas revueltas y llenas de polvo, horribles á la vista. Me creí convertido en don Rodrigo entre los apestados, en su famoso sueño de la noche de Agosto.

—¿Qué quieren estas gentes?—me preguntaba;—¿dónde me he dejado conducir? ¿Y cómo saldré de aquí?

Casi sentía miedo y miraba á mi alrededor con inquietud. Poco á poco fuí comprendiendo algo.

—Tengo una llaga en la espalda,—me decía uno.

—Yo una pierna rota,—decía otro.

—Yo he tenido una larga enfermedad.

—Yo tengo un brazo paralizado.

—¡Un cuarto, señorito!

—¡Un real, caballero!

—¡Una peseta para todos!

Esta palabra fué acogida con un grito general de aprobación;

—¡Una peseta para todos!

Saqué el portamonedas con algún recelo; todos se levantaron sobre la punta de los pies; los más cercanos metieron en el las narices; los que estaban detrás dieron con las narices en la cabeza de éstos y los más lejanos extendieron los brazos.

—Un momento,—grité yo.—¿Quién de vosotros tiene más autoridad?

Todos, extendiendo el brazo hacia una sola persona, respondieron unánimes;

—¡Esa!

Era una espantosa vieja, toda nariz y barba, con un gran tupé de cabellos blancos á manera de penacho, con una boca que parecía un buzón, sin más vestido que una camisa, negra, apergaminada, momificada, que se me acercó indinándose y sonriendo, y tendiéndome las manos para coger las mías.

—¿Qué queréis?—le pregunté dando un paso atrás.

La buena ventura ,—gritaron todos.

—Decidme, pues, la buena ventura,—respondí, tendiéndole la mano.

La vieja apretó, no diré entre sus diez dedos, sino entre sus diez huesos informes, mi pobre mano, puso encima su nariz puntiaguda, levantó la cabeza, me miró fijamente, extendió su dedo hacia mí, y balanceándose y deteniéndose á cada palabra, cual si recitara versos, me dijo con inspirado acento:

Tú has nacido en un día señalado, ...

Y el día que morirás será un día señalado también ...

Tú tienes un caudal asombroso ...

Aquí murmuró no sé qué de amantes, de matrimonio, de felicidad, de todo lo cual deduje que me creía casado, y después añadió:

El día que te casaste, hubo en tu casa muchos da es y tornares ...

Y otra se quedó llorando ...

Y cuando tú la ves se te abren las alas del corazón ...

Y así continuó por el mismo estilo, diciendo que yo tenía queridas, amigos, tesoros y placeres, que me esperan todos los días del año y en todos los países del mundo.

Mientras la vieja hablaba, los demás estaban callados, cual si creyeran que profetizaba de veras. Terminó por último su profecía con una fórmula de despedida y terminó la fórmula extendiendo el brazo y dando un salto con un gesto de danzante. Dí la peseta y la turba prorrumpió en gritos, aplausos y cantos, haciendo á mi alrededor mil gestos, dando extraños saltos, saludándome, tocándome y golpeándome como á un antiguo amigo, hasta que, á fuerza de empujar á uno y otro, logré abrirme paso y juntarme á mis dos compañeros.

Pero un nuevo peligro nos amenazaba. La noticia de la llegada de un extranjero se había esparcido; las tribus se habían puesto en movimiento, y la ciudad de los gitanos era todo algazara. De las casas vecinas, de los techos lejanos, de lo alto de las colinas, del fondo del valle, acudían los pilletes, las mujeres con los niños de pecho en brazos, los viejos con bastones, los falsos enfermos, los falsos lisiados, las profetisas septuagenarias que querían decir la buena ventura. Un ejército de mendigos se nos venía encima de todas partes. Era ya de noche; no podíamos descuidarnos; corrimos hacía la ciudad como doctrinos asustados. Entonces estallaron detrás de nosotros gritos diabólicos y los más ágiles decidieron perseguirnos. Gracias al cielo, después de galopar un buen rato nos hallamos en seguridad, fatigados, jadeantes, cubiertos de polvo, pero sanos y salvos.

—A toda costa debíamos escapar,—me dijo riendo don Melchor;—de lo contrario, hubiéramos llegado á casa sin camisa.

—Y tenga usted en cuenta,—añadió Góngora,—que sólo hemos visto la entrada del arrabal de los gitanos la parte civilizada, no ya el París, ni el Madrid, pero si el Granada del Albaicín. ¡Sí llegamos á ir más adelante! ¡Si llega usted á ver el resto!

—¿Pero son muchos millares esa gente?—pregunté yo.

—Lo ignoro.

—¿De qué viven?

—Nadie se lo explica.

—¿Qué autoridad reconocen?

—Una sola: la de los reyes, jefes de las familias y de las casas y que son los que tienen más edad y más dinero. No salen jamás de su arrabal, nada saben, viven en la ignorancia más absoluta de todo cuanto pasa fuera de las paredes de sus casas. Las dinastías caen, cambian los gobiernos, los ejércitos se baten; pues es un milagro si la noticia llega á oídos de esa gente. Pregúnteles usted si Isabel está todavía en el trono; lo ignoran por completo. Pregúnteles quién es don Amadeo: no han oído jamás pronunciar semejante nombre. Nacen y mueren como las moscas y viven actualmente como vivían hace ya siglos, multiplicándose sin salir de sus límites. Ignorantes é ignorados, no ven durante toda su vida más que el valle que se extiende á sus pies y la Alhambra que se eleva por encima de sus cabezas.

Recorrimos de nuevo todas las calles por las cuales habíamos pasado. Estaban ya obscuras y desiertas y me parecía que no habían de acabarse nunca con sus cuestas arriba, sus cuestas abajo, sus vueltas y revueltas. Llegamos, por fin, á la plaza de la Audiencia, en el centro de Granada, en el mundo civilizado. A la vista de los cafés y almacenes iluminados, experimenté el mismo goce que si hubiese regresado á una ciudad, después de un año de permanencia en un arenal inhabitado.

En la tarde del siguiente día salí para Valencia. Me acuerdo de que pocos momentos antes, al pagar la cuenta de la fonda, hice observar al dueño que me hacía pagar un bujía de más y le pregunté riendo:

—¿Me la rebaja usted?

El fondista cogió la pluma, y borrando veinte céntimos del total de la suma, respondió con una voz que quería parecer conmovida.

—¡Qué diablo! ¡Entre italianos!...

XIII. Valencia

El viaje de Granada á Valencia, hecho todo de un tirón, como dicen en España, es una de esas diversiones que las personas razonables sólo deben intentar una vez en la vida. Desde Granada á Menjíbar, villa situada sobre la orilla izquierda del Guadalquivir, entre Jaén y Andújar, se pasa una noche eterna en diligencia; de Menjíbar hasta Alcázar de San Juan había medio día de diligencia, en un coche sin cortinillas, en una llanura rasa como la palma de la mano, bajo un sol tropical; y desde Alcázar de San Juan á Valencia, contando con una noche que entera pasé en la estación de Alcázar esperando el tren, hay otra noche y otra mañana, después de las cuales se llega á la deseada ciudad, precisamente á medio día, en la época en que la naturaleza, como diría Emilio Praga, tiembla al pensar que tiene todavía ante sí cuatro meses de verano.

Pero preciso es confesar que el país que se recorre desde el principio hasta el fin de aquel viaje es tan bello, que si uno fuera capaz de algún dulce sentimiento cuando le rinde el sueño y el calor le liquida, tendría mil motivos para quedarse extasiado. Es un viaje que abunda en inesperados puntos de vista, en cambios súbitos, en contrastes extravagantes, en efectos teatrales, por así decirlo, de la naturaleza en transformaciones maravillosas y fantásticas, que dejan en el alma no sé qué vaga ilusión de haber recorrido, no una parte de España, sino todo un meridiano de la tierra á través de los países más diversos.

De la Vega de Granada, que atravesáis á la claridad de la luna, abriéndoos casi camino por entre bosques y jardines, en medio de una rica vegetación que parece precipitarse á vuestro alrededor como un hinchado mar para envolveros y sumergiros en sus olas de verdura, paséis á una serie de montañas áridas y escarpadas en las cuales no se ve traza alguna de habitación humana; rozáis el borde de precipicios, costeáis las orillas de los torrentes, corréis al fondo de los barrancos, y parece que os habéis extraviado entre un laberinto de peñascos. Más allá os encontráis de nuevo en medio de las colinas verdes y de los campos floridos de la alta Andalucía; después, de golpe, campos y colinas desaparecen: os halláis entre los promontorios de piedra de Sierra Morena, que avanzan por todos lados sobre vuestra cabeza y os cierran el horizonte, como las paredes de un abismo inmenso.

Al salir de Sierra Morena, la desiertas llanuras de la Mancha se extienden ante vuestros ojos; después de la Mancha entráis en la florida llanura de Almansa, cuyos diversos cultivos le dan un aspecto vario, parecido al de un vasto tablero pintado con todos los tonos de verde que pueden brotar de la paleta de un paisajista.

En fin, después de la llanura de Almansa, se abre un oasis delicioso, una tierra bendita de Dios, un verdadero paraíso terrenal: el reino de Valencia, Desde aquellos límites hasta la ciudad se viaja entre jardines, viñedos, espesos bosques de naranjos, blancas quintas coronadas de terrazas, alegres aldeas pintadas con vivos colores, grupos, hileras, bosques de palmeras, granados, aloes, cañas de azúcar, grandes setos de higueras de la India, largas cadenas de colinas y alturas de forma cónica, cultivadas formando huertas, jardines, parterres divididos en cuadrados cuidadosamente descritos, y de tan diversos y mezclados matices, que parecen grandes ramos de yerbas y de flores. Y por todas partes una vegetación llena de fuego, que ocupa todos los vacíos, que cubre todas las alturas, que reviste toda prominencia, que se eleva, que pende, que envuelve, que se entrelaza, que se amontona, que os ciega los ojos, que os cierra el camino, que deslumbra con tanta verdura, que os cansa á fuerza de belleza, que os confunde con sus caprichos y locuras, y que os parece brotada repentinamente de la tierra, encendida en voluptuosa liebre por el fuego de un volcán secreto.


El primer edificio que os llama la atención al entrar en Valencia, es una inmensa plaza de toros situada á la derecha de la vía férrea. Está formada por cuatro líneas de arcadas superpuestas, sostenidas por gruesos pilares. Es de ladrillo y de lejos recuerda el Coliseo. En esta plaza, el día 4 de Septiembre de 1871, el rey Amadeo, en presencia de diez mil personas, dió la mano al célebre torero cojo, el Tato, director del espectáculo, que pidió permiso para irá ofrecerle sus respetos.

Valencia está llena de recuerdos del duque de Aosta. El sacristán de la catedral posee un cronómetro de oro con sus iniciales en diamante y una cadena guarnecida de perlas que aquél le regaló cuando fué á rogar á la capilla de Nuestra Señora de los Desamparados.

En el hospicio de este nombre los pobres se acuerdan de haber un día recibido de su mano el pan cuotidiano. En el taller de mosaicos de Nolla se conservan dos ladrillos en los cuales grabó de su propia mano su nombre y el de la reina. En la plaza de Tetuán el pueblo enseña la casa del conde de Cervellón donde recibió hospitalidad: es la misma casa donde Fernando VII confirmó en 1814 los decretos que anulaban la Constitución, donde la reina Cristina abdicó en 1840, y donde la reina Isabel pasó algunos días en 1858. Por último, no hay un rincón de la ciudad donde no pueda decirse: «aquí dió la mano á un hombre del pueblo:»—«aquí visitó una fábrica, por aquí pasó á pie, separado de su escolta, rodeado por la muchedumbre, confiado sereno y sonriente.»

Y puesto que estoy hablando del duque de Aosta, he de decir que en Valencia fué donde una niña de cinco años, recitando unos versos, trató ese terrible asunto del Rey extranjero con las palabras más nobles y sensatas que se hayan pronunciado en España de muchos años á esta parte.

Si España toda hubiera acogido y meditado aquellas palabras, se hubiera tal vez librado de muchas calamidades que han caído sobre ella y de otras que todavía la esperan. Quizás un día algún español las recordará llorando, pues ya los acontecimientos han lanzado sobre ellas una luz maravillosa de verdad y belleza.

La poesía se titulaba Dios y el Rey y era como sigue:


Dios, en todo Soberano
Creó un día á los mortales.
Y á todos nos hizo iguales
Con su poderosa mano.
No reconoció naciones.
Ni colores, ni matice?;
Y en ver los hombre felices
Cifró sus aspiraciones.
El Rey, que su imagen es,
Su bondad debe imitar.
Y el pueblo no ha de indagar
Si es Alemán ó Francés.
¿Por qué con ceño iracundo
Rechazarle siendo bueno?
Un Rey de bondades lleno.
Tiene por su patria el inundo.
Vino de nación extraña
Carlos V emperador.
Y conquistó su valor
Mil laureles para España
Y es un recuerdo glorioso
Aunque en guerra cimentado.
El venturoso reinado
De Felipe el Animoso.
Hoy el tercero sois Vos
Nacido en extraño suelo.
Que viene á ver nuestro cielo
Puro destello de Dios.
Al rayo de nuestro sol
Sed bueno, justo y leal
Que á un Rey bueno y liberal
Adora el pueblo español.
Y á vuestra frente el trofeo
Ceñid de perpetua gloria.
Para que diga la historia:
«Fué grande el rey Amadeo»


¡Pobre niña! ¡cuántas cosas sabias han dicho y cuántas cosas insensatas han hecho los demás!


La ciudad de Valencia, si uno entra en ella pensando en los versos de los poetas que han cantado sus maravillas, no parece responder á las bellas imágenes que ha inspirado. Y por otra parte, tampoco ofrece el aspecto siniestro que se espera, si se para mientes en su justa reputación de ciudad turbulenta, batalladora, instigadora de guerras civiles y más deseosa del olor de la pólvora que del perfume de sus bosquecillos de naranjos. Es una ciudad construída en una vasta y florida llanura, sobre la orilla derecha del Turia, que la separa de sus arrabales, y algo lejana de la rada que le sirve de puerto. Las calles son tortuosas, con casas altas, sin gracia y de muchos colores, faltas de aquel agradable aspecto que ofrecen las calles andaluzas y exentas por tanto de la vaga apariencia oriental que mueve tan dulcemente la fantasía. Sobre la orilla izquierda del río se extiende un magnífico paseo, con hermosos jardines y majestuosas vías; se llega á él saliendo de la ciudad por la puerta del Cid, que tiene á los lados dos grandes torres almenadas, y que lleva el nombre del héroe, porque pasó por allí en el año 1094, después de haber derrotado á los moros de Valencia.

La catedral se halla construída en un solar sobre el cual en tiempo de los romanos se elevaba un templo á Diana, después, en la época goda, una iglesia á San Salvador, más tarde una mezquita árabe transformada en iglesia por el Cid, vuelta á ser mezquita en 1101, y convertida segunda vez en iglesia por el rey don Jaime, cuando los invasores fueron definitivamente arrojados de Valencia. Es un vasto edificio sobrecargado de adornos y lleno de tesoros, pero que no puede ser ventajosamente comparado con la mayor parte de las catedrales españolas.

Hay en la ciudad muchos palacios dignos de vistos el como el de la Audiencia, hermoso monumento del siglo XVI, en el cual se reunían las Cortes del reino de Valencia; la Casa del Ayuntamiento, construída entre el siglo XV y el XVI, en la cual se guardan la espada de don Jaime, las llaves de la ciudad y las banderas de los moros; y sobre todos!a Lonja, por su célebre sala, formada por tres grandes naves separadas por veinticuatro columnas salomónicas, sobre, las cuales se inclinan atrevidamente los arcos ligeros de las bóvedas; aquella arquitectura produce á la vista una agradable impresión alegre y armoniosa. En fin, tiene un museo de pintura que no es de los últimos de España.

Pero, á decir verdad, durante lo pocos días que permanecí en Valencia esperando un buque, la política me ocupó más que el arte. Y comprendí cuánta verdad encerraban las palabras que antes de salir de Italia le había oído á un italiano, quien conocía á España como su propio casa.

«El extranjero que vive en España, aunque sea por poco tiempo, se ve arrastrado poco á poco, hasta sin notarlo, á enardecer su sangre y volverse loco á causa de la política, ni más ni menos que si España fuera su propio país ó los destinos de su país dependiesen de los de España. Las pasiones son tan ardientes, la lucha tan encarnizada, el porvenir, la salud, la vida de la nación se hallan tan empeñadamente puestos en juego en esa lucha, que nadie que tenga un poco de imaginación y sienta correr por sus venas sangre latina, puede ser espectador indiferente de semejante espectáculo. Es necesario agitarse, hablar en los corrillos, tomar en serio las elecciones, confundirse con la muchedumbre que se entrega á demostraciones políticas, disputar con los amigos, formarse una sociedad de personas que piensen de igual manera que nosotros, y hacerse, en fin, español hasta las uñas. Y á medida que uno se va haciendo español, no se acuerda del resto de Europa para nada, cual si viviera en los antípodas, y acaba por no acordarse más que de España, como si la gobernase y tuviese en sus manos los intereses de la nación.»

Yes tan cierto esto, como que á mí precisamente me sucedió. En aquellos momentos había caído el ministerio conservador y los radicales navegaban viento en popa. España toda estaba en ebullición; se cambiaban gobernadores; generales, empleados de todas categorías y de todas las administraciones; una inmensa turba invadía los despachos de los ministerios dando gritos de alegría. Zorrilla debía inaugurar una nueva era de prosperidad y de paz, Don Amadeo había tenido una inspiración del cielo, la libertad había vencido, España estaba á salvo. También yo, al escuchar la música que daba una serenata al nuevo gobernador, bajo un hermoso cielo estrellado, en medio de un pueblo dichoso, concebí la esperanza de que el trono de don Amadeo podría al fin echar raíces y me eché en cara mi precipitación en hacer pronósticos pesimistas. Y aquella comedia representada por Zorrilla en su casa de campo, cuando no quería á ningún precio aceptar la presidencia del ministerio, sin hacer caso de amigos ni comisiones, hasta que al fin, no pudiendo ya negarse, consintió en dar el sí, me daba una alta idea de la firmeza de su carácter, moviéndome á augurar muy bien del nuevo gobierno. Y acariciaba ya la idea de regresar á Madrid, para tener la satisfacción de mandar á Italia noticias consoladoras que hicieran perdonable mi imprudencia contumaz, de no referir á los míos de allá otra cosa más que tonterías. Y repetía los versos de Prati:


«Oh, qual destin t'aspetta,
Aquila giovinetta!»


que salvo un poco de hinchazón en los epítetos, me parecían encerrar una profecía: y ya imaginaba ver al poeta en la plaza Colonna, de Roma, y correr á su encuentro para estrecharle la mano y regocijarme con él...


Lo más hermoso que puede verse en Valencia es el mercado. Los campesinos valencianos son los que visten más artística y graciosamente de toda España. Para figurar ventajosamente entre las máscaras de nuestros bailes, les bastaría entrar en la sala tal cual se encuentran los días de fiesta y de mercado, en las calles de Valencia y en los caminos del campo. De pronto, cuando se les ve así vestidos, dan ganas de reir y no se cree que sean campesinos españoles. Tienen no sé que aspecto de griegos, de beduinos de bailarines de cuerda, de comparsas de tragedia á medio vestir, de mujeres medio desnudas para acostarse, de gente alegre que á su costa quiere hacer reir á los demás. Llevan una ancha camisa blanca que hace las veces de chaqueta, un chaleco de terciopelo de diferentes colores, abierto por el pecho, unos pantalones de tela, como los zuavos, que no les llegan á las rodillas, semejantes á calzones de mujer, y que mueve el viento como un faldellín de bailarina; una faja encarnada ó azul, alrededor de la cintura; dos especies de polainas de lana blanca, bordadas y que dejan al descubierto las desnudas rodillas, sandalias de cuerda como los campesinos catalanes, y á la cabeza, que llevan casi siempre á rape como los chinos, un pañuelo colorado, azul, amarillo ó blanco, doblado al través y atado sobre las sienes ó sobre la nuca y encima del cual se ponen alguna vez un sombrero de la misma forma que los que se usan en las demás provincias de España.

Cuando van á la ciudad llevan casi todos sobre los hombros ó al brazo, ya á guisa de chal, ya á manera de mantilla ó banda, una manta de lana larga y estrecha, á rayas de color vivísimo, blancas y encarnadas comunmente, adornada de borlas, franjas y lazos de cintas.

Fácil es imaginar el aspecto que ofrece una plaza donde estén reunidos cien hombres vestidos de esa manera: es una escena de carnaval, una fiesta, un tumulto de colores, que os causa alegría como una banda musical, un espectáculo charlatanesco, gracioso, ridículo y pomposo al mismo tiempo. Y los semblantes altivos y las actitudes majestuosas que distinguen á los campesinos del reino de Valencia, añaden á lo dicho un matiz de gravedad que realza aquella extravagante belleza.


Si hay un proverbio insolente y falso, es seguramente el antiguo proverbio español que dice: «En Valencia la carne es yerba, la yerba agua, los hombres mujeres y las mujeres nada.» Dejando aparte la historia de la carne y la yerba, que no es más que un juego de palabras, los hombres, sobre todo los del pueblo, son altos y fuertes, y tienen un aire animoso ó audaz, como los catalanes y aragoneses, con un no sé que en la mirada más vivo y brillante; y en cuanto á las mujeres, según opinión de todos los españoles y de los extranjeros que han viajado por España, son las más clásicamente hermosas del país.

Los valencianos que saben que la costa oriental de la península fué ocupada antiguamente por los griegos y los cartagineses, dicen:

—¡Es claro! Aquí se quedó el tipo de la belleza griega.

No lo afirmare ni negaré, porque definir la belleza de las mujeres de un país en el cual sólo se han pasado algunas horas, me parecería una licencia de compilador de Guías. Pero es sumamente fácil notar una diferencia notable entre las bellezas de las andaluzas y la de las valencianas. La valenciana es más alta, más gruesa, menos morena, tiene los rasgos más regulares, los ojos más dulces y las actitudes más graves. No es excitante como la andaluza, que os hace experimentar la necesidad de morderos un dedo para apaciguar la insurrección repentina y desordenada de deseos caprichosos que á su vista se levantan en nuestra cabeza; es una mujer que se contempla con una admiración más tranquila, y al mirarla nostre tete se releve, notre maintien s'ennoblit, como dice La Harpe, del Apolo de Belvédère; y en vez de desear una casita andaluza para esconderla á los ojos de todo el mundo, se desea un palacio de mármol para recibir á las damas y caballeros que vengan á rendirle homenaje.


De dar crédito á los demás españoles, el pueblo de Valencia es feroz y cruel sobre toda ponderación. Cualquiera que tenga necesidad de deshacerse de un enemigo, encuentra un hombre dispuesto que por algunos escudos se encarga de ello con la misma indiferencia con que iría á echar una carta al correo. Un valenciano que se encuentra con un fusil entre manos mientras un desconocido pasa por una calle solitaria, dice á su compañero:—Voy á ver si acierto,—apunta y dispara.

Se cuenta lo siguiente que según me aseguran que es histórico. El hecho sucedió hace algunos años. En las ciudades y villas de España los niños y los jóvenes tienen la costumbre de jugar á los toros, como dicen. Uno de ellos hace el toro y ataca dando cabezadas; otro con un bastón bajo el brazo á modo de lanza y montado sobre otro que hace el caballo, rechaza los ataques del primero. Un día, una turba de jóvenes valencianos idearon la manera de introducir en aquel juego una innovación que le diera alguna mayor semejanza con las verdaderas corridas de toros y que causara á espectadores y artistas mayor emoción que el juego habitual; la innovación consistió en sustituir el palo por un largo cuchillo afilado y puntiagudo, una de esas formidables navajas que hemos visto en Sevilla, y aplicarse el hombre que representa el papel de toro otros dos cuchillos algo más cortos atados sólidamente á ambos lados de la cabeza á manera de los cuernos del bicho. ¡Es increíble, pero es verdad! Así se jugó con los cuchillos; se derramó un mar de sangre, muchos fueron muertos, otros heridos mortalmente, otros descalabrados, sin que el juego degenerara en pendencia, sin que se violaran una sola vez las reglas del arte, y sin que se levantara una sola voz para poner fin á la carnicería. Relata refero.

Estoy bien lejos de creer todo lo que se dice de los valencianos, pero lo cierto es que en Valencia, si la seguridad pública no es un mito, como dicen poéticamente nuestros diarios al hablar de la Romana y de la Sicilia; no es el primer beneficio que se disfruta, después del de la vida. Me convencí de ello la primera tarde de mi permanencia en aquella dudad. No conocía el camino del puerto, pero creía no hallarme lejos de él; pregunté á una tendera por dónde debía pasar.

La mujer dió un grito de extrañeza.

—¿Quiere usted ir al puerto, caballero?

—Si, al puerto.

—¡Ave María purísima! ¿Al puerto á estas horas?

Y volviéndose hacia un grupo de mujeres que estaban sentadas junto á la puerta, les dijo en dialecto valenciano:

—Señoras, respondan ustedes por mí: este caballero me pregunta por dónde ha de pasar para ir al puerto.

Las mujeres respondieron á la una:

—¡Que Dios le proteja!

—Pero ¿de quién?

—¡Que no se fíe usted!

—Pero ¿por qué?

—Por mil razones.

—Dígame una.

—Pueden asesinarle.

Me contenté con esta sola razón, como se comprende, y desistí de mi curiosidad por saber el camino del puerto.


Por lo demás, en Valencia, como en todas partes, en el escaso trato que tuve con las gentes, no encontré más que cortesía como extranjero, y como italiano una amigable acogida, aun por parte de aquellos que no querían oír hablar de reyes extranjeros en general y de los príncipes de la casa de Saboya en particular, y éstos eran los más numerosos, pero tenían la delicadeza de decirme:

—No toquemos esa cuerda.

Al extranjero que al preguntarle de dónde es, contesta: «soy francés»—le sonríen delicadamente, como diciendo:—«nos conocemos.»—Si contesta:—«soy alemán, ó inglés,»—inclinan ligeramente la cabeza, como diciendo:—«¡Servidor!»—Pero al que contesta:—«soy italiano» le tienden en seguida la mano, cual si quisieran decirle:—«somos amigos;»—y le miran con aire de curiosidad, como se mira por primera vez á una persona de quien se ha dicho que tiene con nosotros algún parecido y se sonríen satisfechos al oir hablar la lengua italiana, como uno se sonríe escuchando á quien, sin querer parodiarnos imita nuestra voz y nuestro acento.

En ningún país del mundo se encuentra un italiano menos alejado de su patria que en España. Todo se la recuerda: el cielo, la lengua, las caras, las costumbres, la veneración con que se pronuncia el nombre de nuestros grandes poetas y de nuestros grandes pintores; la curiosidad amable y solícita conque nos hablan de nuestras ciudades célebres, el entusiasmo que tienen por nuestra música, el ardor de sentimientos, fogosidad del lenjuaje, el ritmo de la poesía, los ojos de las mujeres, el aire, el sol.

¡Oh! poco amor ha de tener á su patria el italiano que no experimente un impulso de simpatía por ese país, que no se sienta dispuesto á excusar sus errores, que no deplore sinceramente sus desdichas y que no le desee el bien.

¡Hermosas colinas de Valencia! ¡Alegres orillas del Guadalquivir! ¡Jardines encantados de Granada! ¡Blancas casas de Sevilla! ¡Torres soberbias de Toledo! ¡Ruidosas calles de Madrid! ¡Venerables muros de Zaragoza! ¡Y vosotros mis huéspedes afectuosos y mis amables compañeros de viaje, que me hablábais de Italia como de una segunda patria y disipásteis con vuestra alegría mis errantes melancolías: siempre tendré en el fondo del corazón un sentimiento de agradecimiento y de cariño por vosotros, guardaré vuestra imagen en mí alma como uno de los mas caros recuerdos de mi juventud y pensaré siempre en vosotros como en uno de los más hermosos sueños de mi vida!

Así decía entre mí contemplando á media noche á Valencia iluminada, apoyado en la orla del vapor Genil, que estaba á punto de levar anclas. Habíanse embarcado conmigo algunos jóvenes españoles que iban á Marsella, para desde allí dirigirse á las Antillas, donde debían permanecer muchos años. Uno de ellos lloraba apartado de los demás. De pronto se levanta; mira hacia la orilla por entre dos buques anclados y exclama con desesperado acento:

—¡Oh, Dios mío! ¡Creí que no vendría!

Algunos instantes después un bote se acerca al Genil y una figura blanca seguida de un hombre envuelto en su capa sube con presteza la escalera y se echa sollozando en los brazos del joven, que había corrido á su encuentro.

En aquel mismo momento el capitán gritó:

—¡Señores! ¡Vamos á salir!

Entonces se produjo una escena dolorosa. Fué necesario separar á la fuerza á los dos jóvenes y llevar á la mujer casi desmayada al bote, que se alejó un poco, y se quedó después inmóvil

El vapor salió.

Entonces el joven se abalanzó como un desesperado hacia la barandilla y gritó, sollozando, con una voz que partía el corazón:

—¡Adiós, amada mía! ¡adiós! ¡adiós!

La figura blanca le tendió los brazos y le respondió tal vez, pero su voz no pudo oirse. El bote se alejó y desapareció.

Uno de los jóvenes me dijo al oído:

—Están casados.

Era una noche hermosa pero triste. Valencia desapareció muy pronto á nuestros ojos; pensé que tal vez no volvería á ver á España y lloré.


Publicado el 30 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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