Naufragio

Edmundo de Amicis


Cuento infantil


Hace muchos años, cierta mañana del mes de diciembre, zarpaba del puerto de Liverpool un gran buque que llevaba a bordo más de doscientas personas, entre ellas setenta hombres de tripulación.

El capitán y casi todos los marineros eran ingleses. Entre los pasajeros se encontraban varios italianos: tres caballeros, un sacerdote y una compañía de músicos.

El buque iba a la isla de Malta. El tiempo estaba borrascoso.

Entre los viajeros de tercera clase a proa se contaba un muchacho italiano, de doce años aproximadamente, pequeño para su edad, pero robusto: un hermoso rostro de siciliano, audaz y severo. Estaba solo, cerca del palo trinquete, sentado sobre un montón de cuerdas, al lado de una maletilla usada que contenía su equipaje, y sobre la cual se apoyaba.

Tenía el rostro moreno y el cabello negro y rizado, que casi le caía sobre la espalda. Estaba vestido pobremente, con una manta destrozada sobre los hombros y una vieja bolsa de cuero colgada.

Miraba a su alrededor pensativo, a los pasajeros, al barco, a los marineros que pasaban corriendo y al inquieto mar.

Tenía el aspecto de un muchacho que acababa de experimentar una gran desgracia de familia: cara de niño y expresión de hombre. Poco después de la salida, uno de los marineros, un italiano, con el cabello gris, apareció a proa conduciendo de la mano una muchacha y parándose delante del pequeño siciliano, le dijo: “Aquí tienes una compañera de viaje, Mario”. Después se marchó. La muchacha se sentó sobre el montón de cuerdas, al lado del chico. Se miraron. “¿Adónde vas?”, le preguntó el siciliano. La muchacha respondió: “A Malta, por Nápoles”. Después añadió: “Voy a reunirme con mi padre y mi madre, que me esperan; me llamo Julia Fagiani”. El muchacho permaneció callado. Después de algunos minutos, sacó de la bolsa pan y frutas secas; la chica tenía bizcochos; comieron. “¡Alegría!—gritó el marinero italiano pasando rápidamente—. ¡Ahora empieza una danza!”.

El viento crecía y el barco cabeceaba con fuerza. Pero los dos muchachos, que no se mareaban, no tenían miedo. La muchacha sonreía. Representaba casi la misma edad que su compañero; pero era más alta, morena, delgada, algo enfermiza y vestida más que modestamente. Tenía el cabello cortado y recogido, un pañuelo encarnado alrededor de la cabeza, y en las orejas zarcillos de plata.

Mientras comían, se contaban sus asuntos. El muchacho no tenía ni padre ni madre. Su padre, trabajador, había muerto en Liverpool pocos días antes, dejándolo solo, y el cónsul italiano lo había mandado a su país, a Palermo, donde le quedaban parientes lejanos. La muchacha había sido conducida a Londres el año antes con una tía viuda que la quería mucho, y a la cual sus padres (que eran pobres), se la habían dejado por algún tiempo, confiados en la promesa de la herencia; pero pocos meses después la tía había muerto aplastada por un vehículo, sin dejar un céntimo; y entonces también ella había recurrido al cónsul que la había embarcado para Italia. Los dos habían sido recomendados al marinero italiano. “Así—concluyó la niña—mi padre y mi madre creían que volvería rica, y, al contrario, vuelvo pobre. Pero me quieren mucho de todas maneras, y mis hermanos también. Cuatro tengo, todos pequeños; yo soy la mayor de casa, y los visto. Tendrán mucha alegría al verme. Entraré de puntillas... ¡Qué malo está el mar!”. Después le preguntó al muchacho: “¿Y tú? ¿Vas a vivir con tus parientes?”. “¿Sí...? si quieren”, respondió. “¿No te quieren bien?”. “No lo sé”. “Yo cumplo trece años en Navidad”, dijo la muchacha. Luego empezaron a charlar del mar y de la gente que había alrededor. Todo el día estuvieron reunidos, cambiando de cuando en cuando alguna palabra. Los pasajeros creían que eran hermano y hermana. La niña hacía media; el muchacho meditaba. El mar seguía picado. Por la noche, en el momento de separarse, para ir a dormir, la niña dijo a Mario: “Que duermas bien”. “¡Nadie dormirá bien, pobres niños!”, exclamó el marinero italiano, al pasar corriendo llamado por el capitán. El muchacho iba a responder a su amiga: “Buenas noches”, cuando un golpe inesperado de mar lo lanzó con violencia contra un banco. “¡Madre mía...! ¡Que se ha hecho sangre ...!”, gritó la chica, echándose sobre él.

Los pasajeros que escapaban para abajo, no hicieron caso. La niña se arrodilló junto a Mario, que estaba aturdido de la contusión; le lavó la frente, que sangraba, y quitándose el pañuelo rojo, se lo ató alrededor de la cabeza, y al estrechar la frente contra su pecho para anudar las puntas del pañuelo atrás, le quedó una mancha de sangre en el vestido amarillo, sobre el cinturón. Mario se repuso y se levantó. “¿Te sientes mejor?”, preguntó la muchacha. “Ya no tengo nada”, contestó. “Duerme bien”, dijo Julia. “Buenas noches”, respondió Mario. Y bajaron, por dos escaleras próximas, a sus respectivos dormitorios.

El marinero había acertado en su augurio. No se habían dormido aún cuando se desencadenó horrorosa tormenta.

Fué como un asalto inesperado de tremendas olas, que en pocos momentos despedazaron un palo y se llevaron tres de las barcas sujetas a la grúa y cuatro bueyes que estaban a proa, como si hubieran sido hojas secas. En el interior del buque reinaba confusión y espanto indescriptibles: un ruido, una batahola de gritos, de llantos y de plegarias, que hacían erizar el cabello. La tempestad fué aumentando su furia toda la noche. Al amanecer creció más. Las olas formidables, azotando el barco de través, rompían sobre cubierta y destrozaban, barrían, revolvían en el mar todas las cosas.

La plataforma que cubría la máquina se rompió, y el agua se precipitó dentro con estrépito terrible; los fuegos se apagaron, los maquinistas huyeron, grandes arroyos impetuosos penetraron por todas partes. Una voz fuerte gritó: “¡A la bomba!”. Era la voz del capitán. Los marineros se lanzaron a la bomba. Pero un rápido golpe de mar, rompiéndose contra el buque por detrás, destrozó parapetos y escotillas y echó dentro un torrente de agua.

Todos los pasajeros, más muertos que vivos, se habían refugiado en el salón. De allí a poco apareció el capitán. “¡Capitán!, ¡Capitán!—gritaban todos a la vez—. ¿Qué se hace? ¿Cómo estamos? ¿Hay esperanza? ¡Salvavidas!”. El capitán esperó a que todos callasen, y dijo: “Resignémonos”. Una sola mujer lanzó un grito: “¡Piedad!”.

Ninguno pudo hablar. El terror los había petrificado a todos. Mucho tiempo pasó en silencio sepulcral. Todos se miraban con el rostro blanco. El mar, horroroso, se enfurecía cada vez más. El buque cabeceaba pesadamente.

En un momento dado, el capitán intentó echar al mar una lancha de salvación: cinco marineros entraron en ella; pero las olas la volcaron, y dos de ellos se sumergieron, uno de los cuales era el italiano; los otros, con mucho trabajo, consiguieron agarrarse a las cuerdas y volver a salir. Después de esto, los mismos marineros perdieron toda esperanza. Dos horas después, el buque estaba ya sumergido en el agua hasta la altura de la borda.

Un espectáculo terrible se veía entretanto sobre cubierta. Las madres estrechaban desesperadamente entre sus brazos a sus hijos; los amigos se abrazaban y despedían; algunos bajaban a los camarotes para morir sin ver el mar. Un pasajero se disparó un tiro en la cabeza y cayó boca abajo sobre la escalera del dormitorio, donde expiró. Muchos se agarraban frenéticamente unos a otros; algunas mujeres se retorcían en convulsiones horribles. Otras estaban arrodilladas junto a un sacerdote. Se oía un coro de sollozos, de lamentos infantiles, de voces agudas y extrañas, y se veían por algunos lados personas inmóviles como estatuas, estúpidas, con los ojos dilatados y sin vista, con rostro de muertos y de locos. Los dos muchachos, Mario y Julia, agarrados a un palo del buque, miraban al mar con los ojos fijos, como insensatos.

El mar se había aquietado un poco; pero el barco continuaba hundiéndose lentamente. No quedaban más que pocos minutos. “¡La chalupa al agua!”, gritó el capitán. Una chalupa, la última que quedaba, fué botada al mar, y catorce marineros y tres pasajeros bajaron. El capitán permaneció a bordo. “¡Baje con nosotros!”, gritaron de la barca. “Yo debo morir en mi puesto”, respondió el capitán. “Encontraremos un barco—le gritaron los marineros—; nos salvaremos. Baje. Está perdido”. “Yo me quedo”. “¡Todavía hay un sitio!—gritaron entonces los marineros volviéndose a los otros pasajeros—. ¡Una mujer!”. Una mujer avanzó sostenida por el capitán; pero cuando vió la distancia a que se encontraba la chalupa, no tuvo valor de dar el salto y cayó sobre cubierta. Las otras mujeres estaban casi todas desmayadas y como muertas. “¡Un muchacho!”, gritaron los marineros.

A aquel grito, el muchacho siciliano y su compañera, que habían permanecido hasta entonces petrificados por sobrehumano asombro, despertados de pronto por el instinto de la vida, se soltaron al mismo tiempo del palo y se lanzaron al borde del buque, exclamando a una: “¡Yo!”, procurando el uno echar atrás al otro recíprocamente, como dos fieras furiosas: “¡El más pequeño!—gritaron los marineros—. ¡La barca está muy cargada! ¡El más pequeño!”.

Al oír aquella palabra, la muchacha, como herida del rayo, dejó caer los brazos y permaneció inmóvil, mirando a Mario con los ojos apagados.

Mario la miró un momento, la vió la mancha de sangre sobre el pecho, se acordó: el relámpago de una idea divina cruzó por sus ojos. “¡El más pequeño!, gritaron los marineros con imperiosa impaciencia—. ¡Nos vamos!”. Y entonces Mario, con una voz que no parecía la suya, gritó: “¡Ella es más ligera! ¡Tú, Julia! ¡Tú tienes padre y madre! ¡Yo soy solo! ¡Te doy mi sitio! ¡Anda!”. “¡Échala al mar!,” gritaron los marineros.

Mario agarró a Julia por la cintura y la echó al mar.

La muchacha dió un grito y cayó: un marinero la cogió por un brazo y la subió a la barca.

El muchacho permaneció derecho sobre la borda del buque con la frente alta, con el cabello flotando al aire, inmóvil, tranquilo, sublime.

La barca se movió, y apenas tuvo tiempo para escapar del movimiento vertiginoso del agua, producido por el buque que se hundía y que amenazaba volcarla.

Entonces la muchacha, que había estado hasta aquel momento sin sentido, alzó los ojos hacia el muchacho y empezó a llorar: “¡Adiós, querido Mario!—le gritó entre sollozos con los brazos tendidos hacia él—. ¡Adiós, adiós!”. “¡Adiós!”, respondió el muchacho levantando al cielo la mano.

La barca se alejaba velozmente sobre el mar agitado, bajo el cielo obscuro. Nadie gritaba ya sobre el buque. El agua lamía el borde de la cubierta. De pronto el muchacho cayó de rodillas con las manos juntas y con los ojos vueltos al cielo. La muchacha se tapó la cara.

Cuando alzó la cabeza, echó una mirada sobre el mar.

El buque había desaparecido.


Publicado el 7 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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