Descargar ePub «Sangre Romañola», de Edmundo de Amicis

Cuento infantil


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  Cuento infantil.
6 págs. / 12 minutos / 73 KB.
7 de mayo de 2024.


Fragmento de Sangre Romañola

o estrangular si gritaba, y teniendo la navaja entre los dientes y la linterna en una mano, sacó del bolsillo con la otra un hierro aguzado que metió en la cerradura, forcejeó, rompió, abrió de par en par las puertas, revolvió furiosamente todo, se llenó las faltriqueras, cerró, volvió a abrir, y rebuscó; luego cogió al muchacho por la nuca, llevándole donde el otro tenía amarrada a la vieja, convulsa, con la cabeza caída y la boca abierta. Éste preguntó en voz baja: “¿Encontraste?”. El compañero respondió: “Encontré”, y añadió: “Mira a la puerta”. El que tenía sujeta a la vieja corrió a la puerta del huerto a ver si sentía a alguien, y dijo desde el cuartito con voz que pareció un silbido: “Ven”. El que había quedado, y que todavía tenía agarrado a Federico, enseñó el puñal al muchacho y a la vieja, que volvía a abrir ya los ojos, y dijo: “Ni una voz, o vuelvo atrás y os degüello”. Y les miró fijamente a los dos. En el mismo momento se oyó a lo lejos, por la carretera, un cántico de muchas voces. El ladrón volvió rápidamente la cabeza hacia la puerta, y por la violencia del movimiento se le cayó el antifaz. La vieja lanzó un grito: “¡Monzón!”. “¡Maldita!—rugió el ladrón, reconocido—. Tienes que morir”. Y se volvió con el cuchillo levantado contra la vieja, que quedó desvanecida en el mismo instante. El asesino descargó el golpe. Pero con un movimiento rapidísimo, dando un grito desesperado, Federico se había lanzado sobre su abuela y la había cubierto con su cuerpo. El asesino huyó, empujando la mesa y echando la luz por el suelo, que se apagó. El muchacho resbaló lentamente de encima de la abuela, cayó, de rodillas ante ella, y así permaneció con los brazos rodeándole la cintura y la cabeza apoyada en su seno. Pasó algún tiempo; todo permanecía completamente obscuro; el cántico de los labradores se iba alejando por el campo. La vieja volvió de su desmayo. “¡Federico!”, llamó con voz apenas perceptible, temblorosa. “¡Abuela!”, respondió el niño. La vieja hizo un esfuerzo para hablar, pero el terror le paralizaba la lengua. Estuvo un momento silenciosa, temblando fuertemente. Luego logró preguntar: “¿Ya no están?”. “No”. “¡No me han matado!”, murmuró la vieja con voz sofocada. “No... estás salvada, querida abuela. Se han llevado el dinero. Pero padre... había recogido casi todo”. La abuela respiró con fuerza. “Abuela—dijo Federico de rodillas y apretándole la cintura—; querida abuela..., me quieres mucho, ¿verdad?”. “¡Oh, Federico! ¡Pobre hijo mío—respondió aquélla, poniéndole las manos sobre la cabeza—. ¡Qué espanto debes haber tenido! ¡Oh, santo Dios misericordioso! Enciende luz... No, quedémonos a obscuras; todavía tengo miedo”. “Abuela—replicó el muchacho—, yo siempre os he dado disgustos a todos...”. “No, Federico, no digas eso; ya no pienses más en ello; todo lo he olvidado; ¡te quiero tanto!”. “Siempre os he dado disgustos—continuó Federico, trabajosamente y con la voz trémula—; pero os he querido siempre. ¿Me perdonas? Perdóname abuela”. “Sí, hijo, te perdono; te perdono de corazón. Piensa si no te debo perdonar. Levántate, niño mío. Ya no te reñiré nunca. ¡Eres bueno, eres muy bueno! Encendamos la luz. Tengamos un poco de valor. Levántate, Federico”. “Gracias, abuela—dijo el muchacho, con la voz cada vez más débil—. Ahora... estoy contento. Te acordarás de mí, abuela... ¿no es verdad? Os acordaréis todos siempre de mí... de vuestro Federico”. “¡Federico mío”, exclamó la abuela maravillada e inquieta, poniéndole la mano en las espaldas e inclinando la cabeza como para mirarle la cara. “Acordaos de mí—murmuró todavía el niño, con la voz que parecía un soplo—. Da un beso a mi madre... a mi padre... a Luisita... Adiós, abuela...”. “En el nombre del Cielo, ¿qué tienes?—gritó la vieja palpando afanosamente al niño en la cabeza, que había caído abandonada a sí misma en sus rodillas; y luego, con cuanta voz tenía en su garganta gritaba desesperadamente: “¡Federico! ¡Federico! ¡Niño mío! ¡Cielo santo, ayúdame!”. Pero Federico ya no respondió. El pequeño héroe, el salvador de la madre de su madre, herido de una cuchillada en el costado, había entregado su hermosa y valiente alma a Dios.


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