Este ebook gratuito del libro de Edmundo de Amicis «Sangre Romañola» en formato ePub es perfecto para ser leído en un lector de ebooks o en tablets y smartphones con las apps adecuadas. ePub es un formato abierto, compacto y compatible, por lo que es el que se recomienda desde textos.info a todos los lectores.
Este texto está etiquetado como Cuento infantil.
o estrangular si gritaba, y teniendo la navaja entre los
dientes y la linterna en una mano, sacó del bolsillo con la otra un
hierro aguzado que metió en la cerradura, forcejeó, rompió, abrió de par
en par las puertas, revolvió furiosamente todo, se llenó las
faltriqueras, cerró, volvió a abrir, y rebuscó; luego cogió al muchacho
por la nuca, llevándole donde el otro tenía amarrada a la vieja,
convulsa, con la cabeza caída y la boca abierta. Éste preguntó en voz
baja: “¿Encontraste?”. El compañero respondió: “Encontré”, y añadió:
“Mira a la puerta”. El que tenía sujeta a la vieja corrió a la puerta
del huerto a ver si sentía a alguien, y dijo desde el cuartito con voz
que pareció un silbido: “Ven”. El que había quedado, y que todavía tenía
agarrado a Federico, enseñó el puñal al muchacho y a la vieja, que
volvía a abrir ya los ojos, y dijo: “Ni una voz, o vuelvo atrás y os
degüello”. Y les miró fijamente a los dos. En el mismo momento se oyó a
lo lejos, por la carretera, un cántico de muchas voces. El ladrón volvió
rápidamente la cabeza hacia la puerta, y por la violencia del
movimiento se le cayó el antifaz. La vieja lanzó un grito: “¡Monzón!”.
“¡Maldita!—rugió el ladrón, reconocido—. Tienes que morir”. Y se volvió
con el cuchillo levantado contra la vieja, que quedó desvanecida en el
mismo instante. El asesino descargó el golpe. Pero con un movimiento
rapidísimo, dando un grito desesperado, Federico se había lanzado sobre
su abuela y la había cubierto con su cuerpo. El asesino huyó, empujando
la mesa y echando la luz por el suelo, que se apagó. El muchacho resbaló
lentamente de encima de la abuela, cayó, de rodillas ante ella, y así
permaneció con los brazos rodeándole la cintura y la cabeza apoyada en
su seno. Pasó algún tiempo; todo permanecía completamente obscuro; el
cántico de los labradores se iba alejando por el campo. La vieja volvió
de su desmayo. “¡Federico!”, llamó con voz apenas perceptible,
temblorosa. “¡Abuela!”, respondió el niño. La vieja hizo un esfuerzo
para hablar, pero el terror le paralizaba la lengua. Estuvo un momento
silenciosa, temblando fuertemente. Luego logró preguntar: “¿Ya no
están?”. “No”. “¡No me han matado!”, murmuró la vieja con voz sofocada.
“No... estás salvada, querida abuela. Se han llevado el dinero. Pero
padre... había recogido casi todo”. La abuela respiró con fuerza.
“Abuela—dijo Federico de rodillas y apretándole la cintura—; querida
abuela..., me quieres mucho, ¿verdad?”. “¡Oh, Federico! ¡Pobre hijo
mío—respondió aquélla, poniéndole las manos sobre la cabeza—. ¡Qué
espanto debes haber tenido! ¡Oh, santo Dios misericordioso! Enciende
luz... No, quedémonos a obscuras; todavía tengo miedo”. “Abuela—replicó
el muchacho—, yo siempre os he dado disgustos a todos...”. “No,
Federico, no digas eso; ya no pienses más en ello; todo lo he olvidado;
¡te quiero tanto!”. “Siempre os he dado disgustos—continuó Federico,
trabajosamente y con la voz trémula—; pero os he querido siempre. ¿Me
perdonas? Perdóname abuela”. “Sí, hijo, te perdono; te perdono de
corazón. Piensa si no te debo perdonar. Levántate, niño mío. Ya no te
reñiré nunca. ¡Eres bueno, eres muy bueno! Encendamos la luz. Tengamos
un poco de valor. Levántate, Federico”. “Gracias, abuela—dijo el
muchacho, con la voz cada vez más débil—. Ahora... estoy contento. Te
acordarás de mí, abuela... ¿no es verdad? Os acordaréis todos siempre de
mí... de vuestro Federico”. “¡Federico mío”, exclamó la abuela
maravillada e inquieta, poniéndole la mano en las espaldas e inclinando
la cabeza como para mirarle la cara. “Acordaos de mí—murmuró todavía el
niño, con la voz que parecía un soplo—. Da un beso a mi madre... a mi
padre... a Luisita... Adiós, abuela...”. “En el nombre del Cielo, ¿qué
tienes?—gritó la vieja palpando afanosamente al niño en la cabeza, que
había caído abandonada a sí misma en sus rodillas; y luego, con cuanta
voz tenía en su garganta gritaba desesperadamente: “¡Federico!
¡Federico! ¡Niño mío! ¡Cielo santo, ayúdame!”. Pero Federico ya no
respondió. El pequeño héroe, el salvador de la madre de su madre, herido
de una cuchillada en el costado, había entregado su hermosa y valiente
alma a Dios.