Sangre Romañola

Edmundo de Amicis


Cuento infantil


Aquella tarde la casa de Federico estaba más tranquila que de costumbre. El padre, que tenía una pequeña tienda de mercería, había ido a Forli a compras; su madre le acompañaba con Luisita, una niña a quien llevaba para que el médico la viera y le operase un ojo malo. Poco faltaba ya para la media noche. La mujer que venía a prestar servicio durante el día, se había ido al obscurecer. En la casa no quedaban más que la abuela, con las piernas paralizadas, y Federico, muchacho de trece años. Era una casita sola con piso bajo, colocada en la carretera y como a un tiro de bala de un pueblo inmediato a Forli, ciudad de la Romaña, y no tenía a su lado más que otra casa deshabitada, arruinada hacía dos meses por un incendio, sobre la cual se veía aún la muestra de una hostería. Detrás de la casita había un huertecillo rodeado de seto vivo, al cual daba una puertecilla rústica; la puerta de la tienda, que era también puerta de la casa, se abría sobre la carreterra. Alrededor se extendía la campiña solitaria, vastos campos cultivados y plantados de moreras.

Llovía y hacía viento. Federico y la abuela, todavía levantados, estaban en el cuarto donde comían, entre el cual y el huerto había una habitación llena de muebles viejos. Federico había vuelto a casa a las once, después de pasar fuera muchas horas; la abuela le había esperado con los ojos abiertos, llena de ansiedad, clavada en un ancho sillón de brazos, en el cual solía pasar todo el día y frecuentemente la noche, porque la fatiga no la dejaba respirar estando acostada.

El viento azotaba la lluvia contra los cristales; la noche era obscurísima. Federico había vuelto cansado, lleno de fango, con la chaqueta hecha jirones y con un cardenal en la frente, de una pedrada; venía de estar apedreándose con sus compañeros: llegaron a las manos como de costumbre, y por añadidura jugó y perdió sus cuartos, extraviándosele, además, la gorra en un foso.

Aun cuando la cocina no estaba iluminada más que por un pequeño velón de aceite, colocado en la esquina de una mesa que estaba al lado del sillón, sin embargo, la pobre abuela había visto en seguida en qué estado miserable se encontraba su nieto, y en parte adivinó, en parte le hizo confesar sus diabluras a Federico.

Ella quería con toda su alma al muchacho. Cuando supo todo, se echó a llorar: “¡Ah, no!—dijo luego al cabo de largo silencio—; tú no tienes corazón para tu pobre abuela. No tienes corazón cuando de tal modo te aprovechas de la ausencia de tu padre y de tu madre para darme estos disgustos. ¡Todo el día me has dejado sola! No has tenido ni tan siquiera compasión. ¡Mira, Federico! Tú vas por un pésimo camino, el cual te conducirá a un fin triste. He visto otros que comenzaron como tú y concluyeron muy mal. Se empieza por marcharse de casa para armar camorra con los chicos y jugar los cuartos; luego, poco a poco, de las pedradas se pasa a los navajazos, del juego a otros vicios, y de los vicios... al hurto”.

Federico estaba oyendo, derecho, a tres pasos de distancia, apoyado en un arca, con la barba caída sobre el pecho, con el entrecejo arrugado, y todavía caldeado por la ira de la riña. Un mechón de pelo castaño caía sobre su frente, y sus ojos azules estaban inmóviles. “Del juego al robo—repitió la abuela, que seguía llorando—. Piensa en ello, Federico; piensa en aquella ignominia de aquí, del pueblo, en aquel Víctor Monzón, que está ahora en la ciudad siendo un vagabundo; que a los veinticuatro años ha estado dos veces en la cárcel y ha hecho morir de sentimiento a aquella pobre mujer, su madre, a la cual yo conocía, y ha obligado a huir a su padre, desesperado, a Suiza. Piensa en este triste sujeto, al cual su padre se avergüenza de devolver el saludo, que anda en enredos con malvados peores que él, hasta el día que vaya a parar en un presidio. Pues bien: yo le he conocido siendo muchacho, y comenzó como tú. Piensa que llegarás a reducir a tu padre y a tu madre al extremo que él ha reducido a los suyos”.

Federico callaba. En realidad sentía contristado el corazón, pues sus travesuras se derivaban más bien de superabundancia de vida y de audacia que de mala índole; su padre le tenía mal acostumbrado precisamente por esto; porque considerándolo capaz, en el fondo, de los más hermosos sentimientos, y esperando ponerle a prueba de acciones varoniles y generosas, le dejaba rienda suelta, en la confianza de que por sí mismo se haría juicioso. Era, en fin, bueno mejor que malo, pero obstinado y muy difícil, aun cuando estuviese con el corazón oprimido por el arrepentimiento, para dejar escapar de su boca aquellas palabras que nos obligan al perdón: “¡Sí, he hecho mal; no lo haré más, te lo prometo; perdóname!”. Tenía el alma llena de ternura, pero el orgullo no le consentía que rebosase. “¡Ah, Federico!—continuó la abuela viéndole tan mudo—. ¿No tienes ni una palabra de arrepentimiento? ¿No ves a qué estado me encuentro reducida, que me podrían enterrar? No debieras tener corazón para hacerme sufrir, para hacer llorar a la madre de tu madre, tan vieja, con los días contados; a tu pobre abuela, que siempre te ha querido tanto, que noches y noches enteras te mecía en la cuna cuando eras niño de pocos meses, y que no comía por entretenerte: ¡tú no sabes! Lo decía siempre: ‘¡Éste será mi último consuelo!’. ¡Y ahora me haces morir! Daría de buena voluntad la poca vida que me resta por ver que te habías vuelto bueno, obediente, como en aquellos días... cuando te llevaba al santuario. ¿Te acuerdas, Federico, que me llenabas los bolsillos de piedrecillas y hierbas, y yo te volvía a casa en brazos, dormido? Entonces querías mucho a tu pobre abuela; ahora, que estoy paralítica y necesito de tu cariño como del aire para respirar, porque no tengo otro en el mundo, una pobre mujer medio muerta... ¡Dios mío!”.

Federico iba a lanzarse hacia su abuela, vencido por la emoción, cuando le pareció oír ligero rumor, cierto rechinamiento en el cuartito inmediato, aquél que daba sobre el huerto. Pero no comprendió si eran las maderas sacudidas por el viento u otra cosa. Puso el oído alerta. La lluvia azotaba los cristales. El ruido se repitió. La abuela lo oyó también. “¿Qué es?”, preguntaba turbada después de un momento. “La lluvia”, murmuraba el muchacho. “Por consiguiente, Federico—dijo la vieja enjugándose los ojos—, ¿me prometes que serás bueno, que no harás llorar nunca a tu abuela...?”. La interrumpió nuevamente un ligero ruido. “¡No me parece la lluvia!—exclamó palideciendo—. ¡Vete a ver! Pero—añadió en seguida—no, quédate aquí”, y agarró a Federico por la mano. Ambos a dos permanecieron con la respiración en suspenso. No oían sino el ruido de la lluvia. Luego ambos se estremecieron. Tanto a uno como a otro les había parecido sentir pasos en el cuartito. “¿Quién anda ahí?”, preguntó el muchacho haciendo un esfuerzo. Nadie respondió. “¿Quién anda ahí?”, volvió a preguntar Federico, helado de miedo. Pero apenas había pronunciado aquellas palabras, ambos lanzaron un grito de terror. Dos hombres entraron en la habitación: el uno agarró al muchacho y le tapó la boca con la mano; el otro cogió a la abuela por la garganta; el primero dijo: “¡Silencio, si no quieres morir!”. El segundo: “¡Calla!”, y la amenazó con un cuchillo. Uno y otro llevaban un pañuelo obscuro por la cara con dos agujeros delante de los ojos. Durante un momento no se oyó más que la entrecortada respiración de los cuatro y el rumor de la lluvia; la vieja apenas podía respirar de fatiga; tenía los ojos fuera de las órbitas. El que tenía sujeto al chico le dijo al oído: “¿Dónde tiene tu padre el dinero?”. El muchacho respondió con un hilo de voz y dando diente con diente: “Allá... en el armario”. “Ven conmigo”, dijo el hombre. Le arrastró hasta el cuartito, teniéndole cogido por el cuello. Allí había una linterna en el suelo. “¿Dónde está el armario?”, preguntó. El muchacho, sofocado, señaló el armario. Entonces, para estar seguro del muchacho, el hombre le arrodilló delante del armario, y apretándole el cuello entre sus piernas para poderlo estrangular si gritaba, y teniendo la navaja entre los dientes y la linterna en una mano, sacó del bolsillo con la otra un hierro aguzado que metió en la cerradura, forcejeó, rompió, abrió de par en par las puertas, revolvió furiosamente todo, se llenó las faltriqueras, cerró, volvió a abrir, y rebuscó; luego cogió al muchacho por la nuca, llevándole donde el otro tenía amarrada a la vieja, convulsa, con la cabeza caída y la boca abierta. Éste preguntó en voz baja: “¿Encontraste?”. El compañero respondió: “Encontré”, y añadió: “Mira a la puerta”. El que tenía sujeta a la vieja corrió a la puerta del huerto a ver si sentía a alguien, y dijo desde el cuartito con voz que pareció un silbido: “Ven”. El que había quedado, y que todavía tenía agarrado a Federico, enseñó el puñal al muchacho y a la vieja, que volvía a abrir ya los ojos, y dijo: “Ni una voz, o vuelvo atrás y os degüello”. Y les miró fijamente a los dos. En el mismo momento se oyó a lo lejos, por la carretera, un cántico de muchas voces. El ladrón volvió rápidamente la cabeza hacia la puerta, y por la violencia del movimiento se le cayó el antifaz. La vieja lanzó un grito: “¡Monzón!”. “¡Maldita!—rugió el ladrón, reconocido—. Tienes que morir”. Y se volvió con el cuchillo levantado contra la vieja, que quedó desvanecida en el mismo instante. El asesino descargó el golpe. Pero con un movimiento rapidísimo, dando un grito desesperado, Federico se había lanzado sobre su abuela y la había cubierto con su cuerpo. El asesino huyó, empujando la mesa y echando la luz por el suelo, que se apagó. El muchacho resbaló lentamente de encima de la abuela, cayó, de rodillas ante ella, y así permaneció con los brazos rodeándole la cintura y la cabeza apoyada en su seno. Pasó algún tiempo; todo permanecía completamente obscuro; el cántico de los labradores se iba alejando por el campo. La vieja volvió de su desmayo. “¡Federico!”, llamó con voz apenas perceptible, temblorosa. “¡Abuela!”, respondió el niño. La vieja hizo un esfuerzo para hablar, pero el terror le paralizaba la lengua. Estuvo un momento silenciosa, temblando fuertemente. Luego logró preguntar: “¿Ya no están?”. “No”. “¡No me han matado!”, murmuró la vieja con voz sofocada. “No... estás salvada, querida abuela. Se han llevado el dinero. Pero padre... había recogido casi todo”. La abuela respiró con fuerza. “Abuela—dijo Federico de rodillas y apretándole la cintura—; querida abuela..., me quieres mucho, ¿verdad?”. “¡Oh, Federico! ¡Pobre hijo mío—respondió aquélla, poniéndole las manos sobre la cabeza—. ¡Qué espanto debes haber tenido! ¡Oh, santo Dios misericordioso! Enciende luz... No, quedémonos a obscuras; todavía tengo miedo”. “Abuela—replicó el muchacho—, yo siempre os he dado disgustos a todos...”. “No, Federico, no digas eso; ya no pienses más en ello; todo lo he olvidado; ¡te quiero tanto!”. “Siempre os he dado disgustos—continuó Federico, trabajosamente y con la voz trémula—; pero os he querido siempre. ¿Me perdonas? Perdóname abuela”. “Sí, hijo, te perdono; te perdono de corazón. Piensa si no te debo perdonar. Levántate, niño mío. Ya no te reñiré nunca. ¡Eres bueno, eres muy bueno! Encendamos la luz. Tengamos un poco de valor. Levántate, Federico”. “Gracias, abuela—dijo el muchacho, con la voz cada vez más débil—. Ahora... estoy contento. Te acordarás de mí, abuela... ¿no es verdad? Os acordaréis todos siempre de mí... de vuestro Federico”. “¡Federico mío”, exclamó la abuela maravillada e inquieta, poniéndole la mano en las espaldas e inclinando la cabeza como para mirarle la cara. “Acordaos de mí—murmuró todavía el niño, con la voz que parecía un soplo—. Da un beso a mi madre... a mi padre... a Luisita... Adiós, abuela...”. “En el nombre del Cielo, ¿qué tienes?—gritó la vieja palpando afanosamente al niño en la cabeza, que había caído abandonada a sí misma en sus rodillas; y luego, con cuanta voz tenía en su garganta gritaba desesperadamente: “¡Federico! ¡Federico! ¡Niño mío! ¡Cielo santo, ayúdame!”. Pero Federico ya no respondió. El pequeño héroe, el salvador de la madre de su madre, herido de una cuchillada en el costado, había entregado su hermosa y valiente alma a Dios.


Publicado el 7 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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