Aurora Sin Luz

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Siempre andaba entre los arbustos de arazá, con su cabellera negra al descuido y sus grandes ojos tristes, que al fijarse detenían al transeúnte, como dos luces misteriosas. Era la asidua compañera de la libélula y del tordo, en la zona del despoblado y hierbas duras. Todos cuantos pasaban contemplando con lástima a la pobre Aurora, porque ella miraba, pero no veía. La conducía siempre de la mano Joaquín, su hermano pequeño. En sus hermosos ojos reinaba una noche profunda, la que existe en el boquerón austral del firmamento. ¡Y cuánta ternura en el fondo de aquellos dos abismos formados con la gota serena! Nerviosa y pálida, llena de esos reflejos que da al rostro la temprana juventud, aunque el pesar lacere el seno, había ganado en el sentido del tacto mucho de lo perdido en el otro; y ya en el campo solía desprenderse de su hermanito y caminar a solas, tanteando el suelo con una varilla de junco.

Yo conocí aquella linda Dea silvestre, de cuerpo gentil, pie menudo, manos delgadas y boca encendida, ornada con un bocito semejante a la pelusilla de una fruta deliciosa.

Cuando inclinaba sus ojos al suelo y quedaba como embebida en una cavilación, recordaba a esas vírgenes de los cuadros maestros en actitud de orar, con el cabello en bandas y los labios entreabiertos, lo bastante para dar salida a los soplos íntimos del alma.

Tenía la voz dulce, a modo de ruego. Parecía adivinar en los pasos, en los murmullos, en los rumores más lejanos, quien se aproximaba, hablaba o reía. Escuchaba con unción el canto de los pájaros, especialmente el del zorzal o la calandria. Y así que terminaban sus seductores himnos al abrir de la mañana o al fulgor de las estrellas, permitíase modular a su vez algún aire sencillo, de aquellos que le había enseñado al son de la guitarra su amado Plácido, el gallardo mancebo, antes de irse a la guerra.


Unos lloran penas,
y otros el amor:
yo lloro la ausencia,
que es el mayor dolor!


Pulsaba bien la guitarra, trasmitiendo a sus cuerdas como un fluido la intensidad de su sentir y el encanto de sus ensueños.

Pero, ya todo esto había cesado.

Tiempo hacía que no sabía de él, y los combates se sucedían cruentos e implacables. No pocos del pago habían caído para siempre. Al luto de sus ojos, unía el duelo de su amor. Su pobre amor sin lumbre, sin destellos, sin relámpagos, conocido apenas por las caricias en las manos, y algunos besos en la boca, por las palabras ardientes de su novio, y sus promesas adorables de hacerla su esposa a la vuelta de la batalla y de la gloria!

En aquella guerra terrible, de ahora treinta años, se luchaba sin perdón.

En la honda noche de Aurora, no lucía ni una tenue esperanza. Vivía en absoluto abatimiento.

Y vagando por el campo, sin ánimo ni alegrías, dijo una tarde a Joaquín:

—¿Te acuerdas de Plácido?

—¡Oh, sí! —respondió el pequeño con una explosión de gozo—. Era mi amigo. La tarde que se fue, montaba un oscuro que daba envidia, y más envidia tenía yo de no ser hombre como él para prenderme el sable...

—¡Calla, criatura!... Tenía bigotito negro

¿verdad?

—Sí, Aurora... Tú no lo sabes porque estás ciega.

—¡Ya, ya!... ¿Y cuando me miraba, te parece que me quería, Joaquín? No me engañes...

—Te comía con los ojazos... Una vez que te puso unas flores en las manos juntas, te las besó sí, con ganas!... Y tú le alargaste el pico, ¡yo lo vi!

Por el pálido semblante de la joven pasó una llamarada rápida, ante aquel recuerdo. Y extendiendo el brazo estremecida cual si quisiera palpar una sombra en el vacío, murmuró con su acento de plegaria:

—¿No, volverá más, hermanito? Tú habrás oído decir algo que no me dicen a mí, verdad?... Cuéntame todo, yo te lo ruego.

—¡Eh! —repuso el niño compungido, cogiendo entre las suyas la mano de Aurora.

Y con los ojos húmedos por el llanto que le acometió de súbito, añadió con ingenua vivacidad:

—Cuando abuela lloraba en casa una noche, aquella noche de tormenta, ¿ya te olvidaste?...

—¡No, Joaquín!

—Cuando ella se puso a llorar, era que...

—¡Sí, sí! ¿qué era?

—¡Era que lo habían matado en la guerra, a Plácido!

Aurora se quedó callada y fría, con un gran temblor en todo el cuerpo, y las pupilas fijas, inmóviles, sin el menor pestañeo, vueltas hacia el sol poniente.

El niño se asustó al mirarla, y dio expansión a sus sollozos.

En aquellos lindos ojos sin luz, el alma parecía agolparse desesperada, como quien forcejea por aire y claridad desde el fondo de una tumba.

Pero, bien pronto, ella retuvo a Joaquín, y lo besó con terneza indecible, susurrando a su oído:

—No te aflijas, porque yo sufro... Pronto acabará esta pena horrible.

Y estrechándolo entre sus brazos, lo tuvo así largos momentos, acariciándolo, arrullándolo, como se arrulla a una muñeca, entre lágrimas y sonrisas, con el corazón a saltos. Después, pasándole las manos trémulas por la cabeza y el cuello, dijóle muy bajo, con una expresión de cariño infinito:

—Ya estoy bien, Joaquinito, no llores más... ¡Qué se ha de hacer! Olvidemos todo eso. ¿Quieres llevarme a la orilla del río, allá bajo aquel árbol donde siempre me siento a descansar? Debe ser tarde ya... Un momentito no más... Mientras tú recoges nidos, yo tomo mucho aire junto al agua, y luego nos volvemos.

—¡Ah, el arrayán! —prorrumpió el niño, tornando a la calma—. Allí donde ibas con él... sí... te llevo. ¡Dame la mano!

Aurora ahogó un resuello, y echó a andar vacilante.

El lazarillo, muy junto a ella, le advertía a cada paso que no pisara ortigas y cardos.

El río estaba próximo, con vegetación rala en aquella parte, al borde de alta barranca trabajada por las corrientes.

Cuando llegaron al sitio, los rayos solares herían oblicuos la superficie, y se alzaba en el paisaje un gran rumor de trinos y aleteos.

—Ya llegamos, —observó Joaquín— No te muevas, porque sino perderás el pie. El río es hondo como un pozo de tirar agua...

—No, —repuso Aurora—. No tengas cuidado. Yo me siento aquí, y te espero.

El niño se fue apartando poco a poco, de un árbol a otro árbol, hasta que trepó ágil a un sauce donde había nido de torcazas.

Su hermana había quedado quieta y silenciosa, como atenta al leve ruido de sus pasos en las hierbas

Así que dejó de percibirlo, hincóse de improviso, y se arrastró sobre las rodillas; sus manos temblorosas tantearon el terreno, hasta dar con el borde de la empinada barranca; acercó la cabeza cuanto pudo para sentir el vaho del abismo; y por algunos instantes lo aspiró con cierto deleite, como atraída y dominada.

Un segundo después, dejóse oir un grito débil, como sofocado por la asfixia, y el ruido de la caída en el agua.

En tanto, Joaquín seguía en su faena de persecución de avecilas; y sólo cuando el sol se puso, extrañando no ser llamado como de costumbre para el regreso, vínose presuroso, con varios nidos en las manos a la costa.

Vio recién sorprendido que la ciega no estaba bajo su árbol favorito, y se acercó al borde lleno de confusión...

Las aguas, allí profundas, estaban tranquilas e inmóviles, sin un remolino ni una burbuja; pero el niño notó con espanto entre hojas de camalotes en flor, dos ojos negros, muy negros que le miraban fijos, muy fijos desde el fondo, y le daban el último adiós!


Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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