Date Lilia...

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Faltaban el chambergo con pluma de águila, la espada de temple fino y gavilanes, el espolín del caballero; y también la fila de casas austeras y silenciosas, la lamparilla frente a una imagen, y la cabeza encantadora y romántica de una heroína en la ojiva del torreón.

No era la escena en una calle de Toledo.

El teatro era distinto.

En cambio, dibujábanse algunas ruinas en lo más alto de la loma, parecidas a gigantes en cuclillas al pálido fulgor de las estrellas; alzábase de la soledad agreste ese vaho de tierra que el rocío genera en las profundas noches estivales, a modo de tenue gasa blanca que encubriese los misterios del campo; y de allá, del fondo de los bosques, salían confusas notas y plañidos, ecos tal vez de odios y de amores.

En un albergue de totoras, que un ombú amparaba con su ramaje espeso, distante algunos metros de las ruinas, se velaba a una niña moribunda.

La madre junto al mísero lecho, atenta al penoso sueño, mostraba su faz rugosa y el párpado duro a la luz de una bujía de cera ordinaria. No gemía; pero en su mismo silencio se notaba la intensa opresión de ese dolor que en la edad madura se manifiesta más cruel, después de haberse anegado juventud y esperanzas en un millón de lágrimas.

¡El dolor que hace muecas en la piel curtida, y estruja a ratos el corazón cansado!

La bujía alumbraba las facciones casi lívidas de la pequeña consumida por la fiebre, a la vez que una tosca lámina coloreada de una santa pegada a la negra pared del fondo. También contemplaba a intervalos esta imagen la pobre mujer, con una expresión de fervor y de humildad infinita.

Acaso aguardaba el ayuda extra-humano, de que habla el tierno cantar español:


Cuando estaba en la agonía, bajó la virgen del Carmen y me dijo: no la yores que yo también soy su mare!


Bajo el ombú, con los brazos cruzados, se encontraba de pie e inmóvil a esas horas, Amelia, la hermana de la enferma.

Con el pensamiento vago y el alma triste, se había ido hasta allí errante, sombra confundida con las sombras, menos feliz que el ave en el monte y que la gama entre los cardos del llano, a solas con dos emociones de angustia: la de la agonía de Gurruma y la de la ausencia de Manuel.

¡La ausencia!...

Nunca se habían dicho nada con Manuel.

Pero él debía haber venido ese día; había sido esperado con más anhelo que otras veces, sin duda porque se sufría bajo el ombú, sin más consuelo que las estrellas del cielo y las luces vagabundas de las ánimas benditas!

Morena rosada de ojos oscuros y lucientes, con dieciocho años en flor, y una boca de rojo ceibo, sentía Amelia en lo interior de su pecho esos ímpetus y arranques propios del corazón virgen, que son ansias nacidas al calor y soledad del campo, como los aromas bravíos de los boscajes; y estas ansias secretas se mezclaban a sus penas conmoviendo su organismo en aquella noche desolada.

Echó a andar hacia las ruinas.

Ya próxima a la tapera sombría, sintió un rumor en el valle.

Era el galope de un caballo.

Quedóse quieta y confusa.

Sus ojos de leona habituados a ver claro en los más lejanos paisajes, distinguieron pronto un jinete que subía la pendiente; luego percibió el ruido de las espuelas y las coscojas, y como si aquellos sus ojos se asemejaran en las tinieblas al reflejo de los luceros en la laguna, el jinete detuvo la carrera, llegó al trote hasta las ruinas con la cabeza inclinada sobre el pescuezo de su caballo y parándose de súbito, dijo:

—¡Buenas noches!

—Se las dé Dios. Apéese.

—¿Es Amelia?...

—La misma. Cuánta tardanza para visitar a los amigos, Manuel!

—Hace días que estaba por llegar —dijo con voz muy temblorosa el joven, al tiempo que ponía manea a su pangaré.

Y aproximándose luego con rapidez, estrechó la mano de Amelia, agregando:

—Diez leguas van corridas, hasta aquí. Y venía caviloso...

—¿Por qué?

—Porque se me hacía triste llegar tarde.

—¡Nunca es tarde! —repuso ella con alguna acritud—. Lo que hay es que estamos afligidos porque Gurruma...

—¡No es tarde nunca! —la interrumpió Manuel con alegría.— Yo venía pensando sólo en verla a mi amiga, tan buena y tan linda, y se me volvía el corazón a saltos...

—Porque Gurruma está muy mala...

—¡Pobrecita! El daño a la cuenta... Y al voltearse el corazón a saltos, yo me acordaba de la flor del pago y me decía que estaba expuesta a que la mordiese...

—Están, que parece, cera la cara y manitos —siguió Amelia con un sollozo.

—La mordiese —continuó Miguel sin oírla—, un gusano venenoso; y apuraba el pangaré con la rodaja y el rebenque para llegar con sol a la tapera...

—Yo creo que sólo vivirá hasta la mañanita, porque ya respira poco, —murmuró la joven toda trémula.

—Y en la tapera estaba: ¿aguaitando a quién estaba la moza que reina en la vidalita y en la prima, antes que suene la bordona?... Pobre Gurruma ¿está tan enferma?

Y en tanto esto decía el mancebo, enardecido en la jornada, y excitado en aquel sitio de misterio, se había puesto bien junto a ella, al punto de sentir el calor de su seno y el fuego de sus labios.

Amelia lo apartó suavemente, tomóle de la mano, y le invitó a andar hacia el rancho, sin balbucear palabra.

El mocetón se la apretó con fuerza, llevándosela a la altura de su pecho, y dieron algunos pasos.

—¡Cómo se mueve! —susurró entonces ella posando la cabeza allí, como para oír mejor.

Algo como un olor de clavel silvestre lozano y fresco, o de miel ardiente de abeja de monte trastornó el sentido del mancebo; porque de súbito se detuvo, la estrechó entre sus brazos robustos y selló con la suya su boca en un transporte de deliquio durable, voluptuoso, intenso.

Con este idilio de sencillez humana y de juventud potente, bajo el inmenso dosel azul sembrado de remotos mundos, coincidían las arpadas notas del zorzal en la selva alzando su himno de medianoche.

Y cuando por un instante los dos enamorados apartaron sus rostros para contemplarse con ahinco el brillar de sus pupilas, un revoloteo de remos afelpados se hizo sentir a poca altura, y sonó el grito de la corneja.

Amelia se estremeció.

El volvió a estrecharla rudamente, y le dijo lleno de pasión:

—Sabe a arazá tu boca, Mela, y yo solo la he de besar!

Entonces ella le rodeó con sus manos el cuello, lo atrajo bien, y le contestó con brusca vehemencia:

—¡Por la vida!

En ese minuto de absorción plena, de olvido de dolores y de ansias desbocadas, dejó oir de nuevo la corneja su grito lúgubre desde la copa del ombú.

—¡Maldito bicharraco! —prorrumpió Manuel colérico.

Esta vez respondió Amelia con otro ahogado, y arrastró a su amante hasta el rancho de totoras, cual si la hubiese asaltado un presentimiento fúnebre.

Cogidos de las manos llegaron a la puerta, clavando la vista en el interior, donde la bujía con gran pábilo hecho ceniza esparcía apenas la claridad de un crepúsculo en que se destacaba la estampa de la virgen.

Gurruma había lanzado su último suspiro, y la madre piadosa le plegaba los párpados, sin una queja; pero con la mano mojada en su propio llanto, irreemplazable agua bendita de tan tristes funerales porque era savia conjunta del amor y del dolor.


Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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