El Molino del Galgo

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Muchos lo recordarán. Era un molino de viento; gran cilindro de material terminado no por un casquete precisamente, sino por un cono aplanado de madera, semejante en su forma y color a las casquillas ásperas y tostadas de criar abejas reinas, estilo de colmeneros, y que a su vez tenía por remate, coronamiento y veleta, un galgo de hierro con sus pies en el vacío y la cola encorvada, todo pintado de negro y los ojos blancos. A juzgar por el símbolo, debe suponerse que el establecimiento no era mediocre, y sí muy superior a todo molinete o molinejo que en los contornos presumiese de muy activo y acelerado en materia de molienda. No poco de verdad había al respecto. La molinería era escasa y la industria se resentía forzosamente de esta deficiencia. Se estaba al tiempo, y a la calidad y cantidad de la materia prima. De los molinos molondros podía llamarse este el rey, aunque como los demás de su categoría dependiese siempre de los caprichos del viento. Harineros eran todos; que arroceros o de chocolates, o de aceites o de papel, nunca han sido conocidos, lo que da una idea del estado floreciente de la industria molinera entre nosotros. Y pues que el del Galgo era de viento, tenía desde luego, en lugar de rodeznos, unas aspas enormes, bien afirmadas y fijas en la extremidad exterior del eje de una de las ruedas del artificio, al aire libre, para que la moviesen las ráfagas fuertes e hicieran funcionar todo el mecanismo.

Ocupaba el punto céntrico de un dilatado terreno llano que circundaban sensibles lomas a todos los rumbos. Los contornos eran agrestes y tristes. Allá en el fondo, a la parte del levante, se divisaba el mar como una línea azul y a veces algunas blancas velas parecidas a gaviotas vagabundas; a un flanco, en pintoresca zona, las quintas de Basáñez y de los horneros llenas de verdes boscajes y árboles frutales; y al norte la plaza de toros, con su aspecto de Spoliarium rebajado.

Los pequeñuelos de ahora cincos lustros miraban con respeto aquellas aspas forradas de lienzo: cruces equiláteras o equis formidables, cuyo velamen ceñido, al ser batido por el viento, producía un rumor sordo e imponente al voltearse los brazos a raíz de la tierra, que parecían rasar, para erguirse enseguida hasta lo alto del casquete, en cuya aguja el galgo jineteaba.

Era el paseo de los días de fiesta. Una cerca de maderos impedía la aproximación peligrosa, y el enganche manchego de algún truhán demasiado alegre.

Para proveer al molino hacíase comúnmente la trilla del “trigo del milagro”, tan poderosa grama de arista recta como la del candeal; y, aunque distinto ese trigo del llamado panizo, denominábase también “barbudo” por su espiga idéntica a la de la cebada.

El trigo del milagro, —como era conocido por las familias canarias dedicadas a la agricultura en la zona comprendida entre la Unión y Carrasco—, brotaba y crecía en excelente costra arable, formando en la época de la siega verdaderos lagos dorados entre alfombras de verdura. Aquellas ondas de espigas producían como un rozamiento de élitros y rumor de abejorros cuando el aura matinal las agitaba; y aun en las horas calurosas del pesado ambiente, solían columpiarse sus millares de penachos, prolongando con el contacto de las aristas su música monótona y plañidera.

La cigarra con su canto, la langosta pequeña con sus zumbidos y otros insectos con sus estridulaciones desde el fondo de las hierbas trigueras, aumentaban esos ritmos; cuando no, dominaba todas las sonoridades alguna bandada de mixtos o tordos, tan nutrida como una nube, abatiéndose famélicos sobre el grano para devorarlo sin demora, al punto de mondar en breves momentos centenares de espigas.

Echarse por esos trigos —como dice el proverbio castizo— era frecuente en los chicuelos y casquilucios de los alrededores, los que, reunidos en grupos o bandas como los pajarillos voraces, se lanzaban a todo correr a lo hondo de la espesa grama, en la misma hora ardiente de la siesta; ya para retozar bulliciosos a modo de chivatos montaraces, ya para perseguir mariposas de alas encendidas con pañuelos y chambergos, ya para acometer al igual de los cuzcos a los mansos bueyes aradores que habían salvado la cerca arrastrando las guascas de la coyunda.

Esa legión de rapazuelos hacía más daño a los cereales que todas las aves y rumiantes; pues, por doquiera que pasaba veloz dejaba como una callejuela de trigos tendidos o aplastados, que iban formando a lo largo del trayecto extravagantes curvas, curiosas serpentales y ceñidas paralelas, según la banda hubiese marchado en pelotón, de a uno, o de a dos en fondo, o por hileras; que en esto de avanzar con increíble osadía en columna, o desplegarse en cazadores, o tenderse en guerrilla sin razón de pelea, el instinto primaba en aquellos tunantuelos de ambos sexos, y lo hacían a la perfección, aunque fuese en simple brega con las espigas y langostas.

Decíanse entre ellos con gravedad, al espantarse del estrago producido por sus propios pies y manos, que: “harto servicio hacían al dueño del trigal ahuyentándole aquellos bichos”.

Verdad que no pensaba así el dueño, y siempre que llegaba a sorprenderlos; pues, si este dueño se llamaba Nepomuceno Rozas arremetíalos a gritos desde lejos, montado en el matalote de la rastra y armado de una picana de carreta, y si se llamaba Gumersindo Pijuán, veníase acompañado de los perros a todo lo que le daban las piernas, con los puños levantados al cielo.

Uno y otro eran oriundos de Tenerife; muy tostados, barbudos, de mirar hosco y estatura formidable, terror de los muchachos.

Estos se escurrían al divisarlos, a través de los trigos con la rapidez de la largatija, hasta ganar campo neutral y ponerse a tiro de honda de sus ranchos.

Una vez en salvo tendíanse boca abajo, en los pastos, hembras y varones, sudorosos, y resollantes; y, así que los dos camperos se volvían a continuar sus siestas, renegando de toda prole vecina, levantábase de súbito la banda de diablillos y a la carrera caía de nuevo en los trigos, tirándose cada uno a lo largo en lo más nutrido de la grama entre grandes algazaras; por manera que, inocentemente y sin quererlo, se enseñaban entre ellos cosas que debían quedar secretas. Algunos se reían sin malicia; otros miraban con atención. Alegrías cándidas y precocidades de la niñez!

Cuando llegaba el tiempo de la siega, la juguetona ronda asistía desde el cerco de agaves a la obra de la hoz.

Veía con pena como, poco a poco, el mar de trigo iba retirándose de sus primitivas riberas, y como iba haciéndose el vacío en el espacio que antes cubrían rubias y hermosas las espigas...

Ya no tenían ellos escondites, ni música de aristas, ni tallos amarillos y flexibles para hacer flautas: la hoz concluía por derribar hasta el último tallo, quedando ante los ojos tristes de los traviesos una grande explanada de color amarillento, moteada de negro y verde, y cubierta de tronquillos duros que lastimaban los pies. A trechos, enormes haces de trigo inmóviles que formaba la horquilla en pausado movimiento; hombres de pecho desnudo y velloso, burdos sombreros de pajilla sobre la nuca y brazos al aire que regaba el sudor de sus rostros ennegrecidos, ora escupiéndose las callosas manos para afirmar mejor el mango de las horquillas, ora deteniéndose para resollar como fuelles, rascándose entre las greñas con los diez dedos; mujeres de vestido arremangado y pantorrilla al viento, que recogían las espigas dispersas acá y acullá, y las iban colocando con cuidado sobre los haces; chicuelos casposos y semi-arropados incomodando por doquier a los que trabajaban, con tortas de harina de maíz o tallos de cardo asnal en sus bocas, masticándolos a dos carrillos como si no hubieran comido en sesenta horas; y, con este motivo, algunos cachetes de aquí y por allá de la gente segadora, para apartarse los granujas de entre las piernas y poder mover a gusto los brazos...

Tal era la escena. Los diablillos merodeadores la miraban atentos, con aire de aflicción: el mismo aire con que hubiesen mirado la destrucción de sus juguetes por una mano despiadada.

“No importa, se decían después. Iremos a la trilla!”

Esa faena realmente, compensaba la amargura de la siega.

Curioso espectáculo era el de una trilla, hace un cuarto de siglo!

Tendida la mies sobre la era, quebrantábase con los pies de las bestias, y separábase a consecuencia el grano de la paja.

En esta trilladura primitiva el trillador era la yegua, pues no existía siquiera el trillo. Cuarenta o más animales yeguares, con sus crías, penetraban en el recinto donde se elevaba la era; y, azuzados por el rebenque y los gritos, daban comienzo a una jira infernal, estrujando bajo sus cascos tallos y espigas. Este movimiento vertiginoso no concluía hasta tanto la era no hubiese sido deshecha poco a poco y quebrantada en lo posible la mies, entre caídas, choques y sudores copiosos, con lo que se desmenuzaba previamente la materia prima para depurarse luego en la molienda, y someterse después a nueva prueba de impureza bajo la planta de los amasadores, al utilizarse como harina. La yeguada arisca o mansa destinada al trillamiento se ocupaba poco como es natural de estilar formas, y en mitad de su torbellino furioso entre nubes de polvo se permitía todo género de licencias como en campo raso, sin inquietarse mucho para ello de los azotes e interjecciones brutales. En tanto las mieses se revolvían bajo sus cascos hechas trizas, algunas mujeres estrenaban sus trigueros —que eran grandes cribas o harneros de piola o alambre— zarandeando los granos a golpes de puño, lo mismo que si hicieran sonar descomunales panderetas.

Gran número de chicuelos hacía coro a la faena, saltando en torno del coral que encerraba la era y dirigiendo descompasadas voces a los yeguares para que apurasen su ronda frenética. Otros formaban círculo, cogidos de las manos, estrechando en el centro a uno que hacía las veces de avestruz “que pedía carne”, y no pocos circulaban ganosos en redor del horno en cuyo vientre entraba a cada instante una palita de madera para dar vuelta los pasteles, palita que manejaban comúnmente las manos rugosas de alguna vieja gruñidora. Antes de empezarse el trillamiento, y cuando aún no había llegado la manada de yeguas, los traviesos se apostaban provistos de lazos confeccionados a su modo a la orilla del camino, “para hacer un tiro a las crías” y quedarse con alguna si eran felices en la empresa y contaban con el beneplácito de los arrieros.

Estos, lejos de contrariarlos, estimulábanlos en la travesura, al solo objeto de apoderarse más tarde de los lazos y argollas de hierro o bronce, convencidos de que el animal de cuatro pies puede más en la puja que el de dos, tratándose de granujas; y a más, porque los gandules hallaban gran divertimiento y contento en este género de episodios.

De aquí que, entre los muchachos del lugar, se formasen parejas —no siempre de varones— con el fin de asegurar mejor el golpe poniendo al unísono los esfuerzos del músculo, que en el fondo venía a constituir el único capital de esta comandita.

Los que arreaban las manadas, solían dejarles como cebo uno que otro potrillo ruin o enfermo; pero, en tratándose de algún “animalito airoso” se apresuraban a poner todo celo para que escapase llevándose la soga.

Distinguíase siempre por su vivacidad y osadía, entre todas las parejas de que hablamos, la de Cecilia y Bruno; al extremo de que eran muy pocos los que los acompañaban en sus atrevidas diversiones, ya porque el carácter de la primera inspirara antipatías, ya porque el precoz ceño adusto del segundo pusiera miedo a sus alegres camaradas.

Cecilia era una doncellita un tanto sucia, de pelo rubio, ojos celestes y labios muy rojos, llena y maciza como una manzana en sazón, ligera y retozona, capaz de andarse entre las breñas y de hacer muecas a los perros bravos con una vara de espinillo en la mano. Así se había criado, creciendo siempre sin conocer la escuela, y aprendiendo apenas algunas rudas faenas domésticas, de las que ella procuraba verse libre cuanto antes para reunirse en las cercanías con las de su estofa y entregarse a sus entretenimientos cotidianos. Entre éstos, eran los principales irse por los trigos, saltar zanjas, azuzar los bueyes viejos con ramas punteagudas, cortar pinchos de pitas para juego de “gallitos”, ver lanzar guijarros a los rapazuelos con la honda y trepar los árboles en busca de nidos. De una malicia singular a su edad y por ello arisca, brusca y respondona, se había impuesto a la banda de tertulianos y hacía cabeza en ciertas correrías, no congeniando entre los diablillos que se asociaban con ella y sus numerosas compañeras, más que con Bruno, el cambado. Bruno tenía once años y decíanle el “cambado” porque andaba por defecto natural con las piernas en arco, sin que este vicio de origen obstase a que él fuese ágil y fuerte, recio de contextura y audaz como pocos. Sus ojillos negros muy vivaces, casi desnudos de pestañas, la tez cobriza con pecas color chocolate, la nariz chata de fosas saltonas, la boca de labios delgados y duros y los pelos erizados de su cráneo, muy alto en el coronal a modo de gran calabaza con verruga, dábanle en conjunto cierto aspecto de fiereza. De ahí que algunos de sus camaradas le creyesen mal entrañado, berrenchín y chúcaro; porque a partir de que los antecedentes condenan, bastaba que él fuese hijo de un tape que había figurado en el regimiento de “Guayaquíes” de Rivera para que todas sus cualidades físicas condijesen con el origen y aumentaran la suspicacia de sus pequeños émulos. “Zorro dañino” solían motejarlo; sin que él hubiese robado nunca una gallina siquiera, y nada más que por tener un remolino en el occipucio, que le volvía hacia fuera las greñas en forma de cola de rapoza. Feo él y hermosa ella, se entendían sin embargo a su manera. Bruno la defendía bizarramente contra las agresiones de sus mismos compañeros y Chela —como a ella la llamaban— daba de puñadas a Bruno o le tiraba de las greñas cuando éste incurría en su enojo. El cambado se dejaba pegar sin protestas e iba a echarse muy mohino en los trigos. Luego de merodear un rato, Cecilia acudía al sitio. Vengábase él entonces, haciéndose el desdeñoso. Ante su silencio y su indolencia, la muchacha prorrumpía en frases de despecho y le llenaba de injurias; en tanto, Bruno se encogía de hombros y entreteníase en fabricar flautas con los tallos de las espigas.

Estas escenas terminaban sentándose ella a su lado de repente, con abandono; y, cambiada así la táctica, hacíale cosquillas con una paja detrás de la oreja. Bruno permitía el juego por largos momentos; hasta que sintiendo al fin muy cerca la respiración de la traviesa, volvíase de pronto, estrujábala entre sus brazos, con arranque brusco y la besaba en la boca. Sin miedo ni violencia, Cecilia dejaba que él la encariñase y se gozara en los contactos de sus labios con los suyos de clavel, concluyendo por abrazarlo a su vez y devolvérselos en silencio. La venganza era muy dulce. Oprimíale Bruno con las dos manos la linda cabeza y la escondía bajo su pecho orgulloso. Después la apartaba con gestillo de señor e ímpetu violento, la contemplaba con deleite y volvía a besarla- Ella suspiraba y dejaba hacer, echándole sus manos de leoncilla al cuello y ofreciéndole en silencio su boca fresca y húmeda, en desagravio de las injurias. En deliquios de esta índole se lo pasaban callados largos momentos: él, ardoroso, casi febril; ella, suave y subyugadora, con los ojos entreabiertos, las mejillas llenas de pintas róseas y las trenzas rubias medio deshechas enredadas con las espigas.

Después se hablaban con palabras cortas, en ese idioma suave y extraño de los que no hablan bien ninguno, se incorporaban al menor ruido, al mismo eco lejano de sus alegres compañeros; y, ya tranquilos, concluían por mirarse en los ojos con una expresión de ternura profunda.

Cecilia se iba arrastrándose sobre las rodillas con pereza, y poníase a arrancar pajillas que juntaba juguetona en una de sus manos, dando la espalda a Bruno. Este permanecía hosco y callado en su sitio, mirando de soslayo cómo se abatían riñendo los tordos en los trigos. Luego se alzaba de un brinco y corría a donde estaba Chela. Sin pronunciar una sola frase, la cogía nervioso entre sus brazos, volvíala a estrechar, llenándola de caricias sus manos, y caían entonces las pajillas, quedándose muy unidos el uno con el otro para besarse cada vez que tropezaban sus labios temblorosos. A esa actitud se arrancaban al fin lentamente, alejándose despacio cada uno por su lado, inquietos, con miedo, como si hubiesen cometido un delito grave en presencia de muchos testigos, mirando a todos rumbos llenos de azoramiento. Horas más tardes volvían a reunirse con otros compañeros que jugaban en grupos; casi fríos e indiferentes, como rumbos llenos de azoramiento.

Horas más tarde, volvían a reunirse con otros compañeros que jugaban en grupos; casi fríos e indiferentes, como si se hubieran olvidado de sus minutos de intimidad y de deliquio, de aquellas tiernas expansiones en el asilo secreto de las espigas, tan propicio al encelamiento infantil, bastante torpe todavía para romper el tenue velo de los pudores y castidades.

Apenas se miraban de reojo, y no se hablaban palabra, ni se ponían cerca. Parecían absolutamente extraños el uno al otro. Cuando se quedaban solos sin embargo, los dos se iban aproximando poco a poco, y así que estaban a un paso, ella, sin dejar de jugar con una varita o una rama cualquiera, recostábase en él y le empujaba colérica, sin mirarle ni sonreirle. El cambado gruñía y toleraba los empellones resignado.

Después Chela terminaba el requiebro pellizcándolo fuerte y huyendo a todo correr por el campo. Bruno se iba muy atufado a su rancho, frotándose la parte dañada.

En una de esas tardes, ella le dijo con tono imperativo:

—Mañana hay trilla, y quiero un potrillo de la manada de Pijuán... Si no me lo agarrás voy a pedírselo a Tomasito, que es baqueano.

Al día siguiente, en realidad, había trilla en la chacra de Mateo el carcamán, que estaba situada en el sitio opuesto al del molino.

Bruno se sintió un tanto humillado, y contestó lleno de un aire de confianza:

—Yo te voy a enlazar uno, aunque me reviente en la cinchada.

—¡Quiero verlo! Siempre te se van hasta los “guachos”, de maula no más.

—Vas a ver que yo los puedo, Chela... Es que los lazos eran los flojos...

—¡Echales la culpa, mentiroso! Es una vergüenza que una vez te arrastrase el doradillo de Martincho como un muñeco, y te hiciera comer polvo...

Bruno la miró con los ojos torcidos y replicó:

—¿A que no me arrastra otro más forzudo que ése, mañana? Ahora tengo un lazo de trenza que aguanta a una yegua.

—¡Hum! De piolín ha de ser.

—No me digas esas cosa tan sin motivo, Chela, porque yo no soy de barro...

—¡Y bien de barro! —prorrumpió ella iracunda—. ¿Qué se te ha figurado, verruga de ombú, que tú te pareces a la demás gente? ¡Toma por atrevido!

Y le dio dos puñadas en la nuca.

Bruno se quedó quieto y triste, sentado en el pasto sin murmurar una palabra.

Chela se fue, muy encendida en cólera.

Pero bien luego volvió al sitio en que permanecía inmóvil y boca abajo el cambado.

Sacudiólo en silencio, y viendo que no se movía, se echó a su lado, poniéndose a pinchar con un palito a uno de esos insectos de coraza y retorcidos cuernos negros, que ellos llamaban vieja.

Trancurridos algunos minutos, Cecilia arrojaba el palito con la vieja enganchada en él a larga distancia; y, atenta a los contornos, por si alguien la veía, pasaba su mano por el pelo de Bruno, como pudiera hacerlo por el lomo de un gato regalón.

Y a la manera del gato somnoliento, que al sentirse acariciado alarga hacia adelante las afelpadas zarpas y bosteza, el cambado estiró sus miembros y volvió la cara angustiosa con los ojos semiabiertos hacia su blonda compañera. Enseguida la puso del otro lado, relamiéndose como el “morrongo”.

Ella le acercó entonces una pajita al oído, y se quedó compungida hipócritamente.

Bruno alargó el brazo al tanteo, y luego que la cogió del hombro la atrajo con rudeza. Sin cambiar de postura incorporóse un poco, puso la cabecita adorable bajo la suya, de modo que su cuello y el de ella formaban cruz, y luego empezó a hacerle cosquillas en la garganta mórbida muy dulcemente. Chela, se reía a ponerse roja, clavábale las uñas en las orejas o pasábale por la nuca cual si pretendiese ahorcarle una de sus trenzas doradas; y cuando esto no bastaba para que no la apurase en el retozo, hincábale sus dientecillos blancos en el carrillo hasta dejarle bien marcadas las huellas. No hacía él caso de esto; y así que Cecilia cedía sofocada por la risa, le llenaba toda la boca con la suya, o le cerraba con los labios los ojos húmedos y alegres.

En medio de estos juegos prohibidos, el rumor de un galope en el camino los hizo levantar de súbito y escaparse, cada uno por su lado...

Al siguiente día, temprano, la grande era estaba lista en la chacra de Mateo el carcamán; los trigueros prontos, el horno caliente para recibir los pasteles de la fiesta, y las muchachas muy engalanadas con sus pañuelos nuevos al pescuezo, sus zapatos flamantes y sus “mates” de relucientes “bombillas” en las manos, a la espera de los forasteros de golilla y “vichará” al brazo.

Todo anunciaba jolgorio en los alrededores. Los chicuelos de la vecindad merodeaban a grupos por los lugares que ocuparon los haces, recogiendo las espigas sueltas para hacer penachos, y poníanse luego a correr en desfilada hacia la era, entre silbos y voceríos.

Bruno no se encontraba en la ruidosa asamblea. Desde las primeras horas había tomado posesión de una zanja que bordeaba la cerca del camino, provisto de su lazo, y al acecho de la manada que no tardaría en llegar para dar comienzo a la trilla.

¡A buen seguro que en la manada venían más de diez potrillos flor, muy alcotanos y lustrosos!

Chela iba y venía por las cercanías, atenta, curiosa, con un dedo en la boca, las crenchas volando, y visibles signos de impaciencia en el rostro. Aquella “yeguada” debía ser de potrancas “pasmadas”, por la tardanza.

—¡Lerdísimos! —murmuraba con rabia Cecilia—. Ni siquiera han de traer yegua madrina.

Pero, al fin sonó claro un esquilón.

La manada avanzaba por el camino entre una nube de polvo, produciendo gran ruido, semejante al de una tronada. A ese ruido sordo uníanse los gritos y silbidos de los conductores, cada vez en aumento, a medida que los cercos de pitas iban presentando mayor número de claros o portillos por donde las yeguas pudieran dispersarse. Para evitar la fuga, algunos de los que arreaban trotaban largo a los flancos, cubriendo las salidas a campo raso, revoleando los rebenques o agitando en alto los ponchos. Al acecho de los potrillos que venían muy ceñidos a sus madres, Bruno agazapado en la zanja, componía su lazo de trenza delgada terminado por una argolla de bronce sujeta con costura de “tientos” y botón fornido.

Cecilia, que se hallaba muy próxima, al ver que un potrillo alazán se dirigía a la cerca, aturdido por el polvo y los gritos, entusiasmóse de súbito, y prorrumpió a grandes voces:

—¡A ese, Bruno, a ese! ¡a ese!... No lo dejes escapar... No lo castiguen ustedes para que se lleve el lazo, que eso no es gracia!

Y saltaba, palmoteando de contento, con la mirada ansiosa y el rostro encendido.

—¡Tirá, Bruno! ¡No errés el tiro, que ese es mansito y orejano! ¡Oh, qué lindo!...

Bruno, callado y jadeante, había arrojado su lazo con tanta suerte, que la armada, entrando por la cabeza del alazán, se había corrido a lo largo del cuerpo, concluyendo por ceñir bien al potrillo de los corvejones, al punto de que éste lanzaba en vano de a docenas los corcovos sin conseguir desasirse ni avanzar un paso.

—¿Ves? ¡De puro goloso! —seguía gritando Chela—. ¿Cómo vas a componértelas ahora? Lo hubieras apretado del pescuezo, maturrango, y entonces se sofoca y se tumba. ¡No aflojar, sonzote, no aflojar!

Bruno se afirmaba sudoroso con los pies en el borde de la zanja, perdiendo a cada instante terreno a medida que el potrillo pujaba estimulado por los azotes y silbidos.

Los conductores se reían a grandes carcajadas; y esta hilaridad tomó mayor incremento cuando Cecilia dirigióse de un salto a la zanja para ayudar a su compañero.

Hízolo con tal empeño, que un paisano dijo amoscado:

—No seas machorra, muchacha... Si no lo largás te va a llevar el arreador.

Cecilia se volvió colérica, sin ceder en la puja, contestando:

—¡Es lo que quisieran ustedes para robarse las guascas, sinvergüenzas!... ¡Tirá Bruno, hasta que reviente!

Bruno se había echado boca abajo y forcejeaba por dos, cogido al lazo con ambas manos, sin disposición alguna de ceder, lo que, visto por el arriero que se había quedado sólo con el potrillo, pues la manada se había entrado ya en el corral de la trilla empezando su gira vertiginosa, indújole a atropellar con su caballo al pequeño alazán para obligarlo a mayor esfuerzo y precipitar el desenlace.

Con esta ayuda poderosa y empujado hasta derrengarse, el potrillo arrastró a Bruno y a Cecilia muchas varas; pero, ya a punto de largar el lazo que se escurría entre sus manos desollándoles la piel, rompióse la presilla de súbito y la argolla de bronce despedida como una bala, saltó silbando.

Chela se llevó la mano a la sien derecha y cayó cual si hubiese sido herida por un rayo.

Rióse el paisano y picó espuelas, arreando el alazán hacia la trilla.

—¡Tomá por zonza! —iba gritando con el sombrero en la nuca, y el poncho “vichará” en movimiento.

Bruno, que se había puesto lívido al observar a su compañera inmóvil, tal vez muerta, sintió como un vértigo y corrió veloz detrás del potrillo sin saber lo que hacía.

El pequeño alazán, espantado por el flanco por donde se deslizaba el cambado furioso, cambió de rumbo y saltó el cerco que separaba el camino del molino y en pos de él brincó a su vez como un gato montaraz el pilluelo.

El paisano sujetó riendas “y se entró en la trilla”, convencido de la ineficacia de su persecución.

El molino funcionaba a impulsos de un viento recio que marcaba el galgo como enclavado en el espacio, giraban crujiendo a toda lona las aspas enormes, esparciendo a los lados ráfagas violentas que parecían atraer con la fuerza de un torbellino.

Al saltar la cerca, el pequeño alazán había caído de lomos, dando tiempo a Bruno para improvisar una lazada escurridiza; por manera que, antes que arrancase de nuevo en rápida carrera, él pudo echarle la soga al cuello, apretándoselo con todas sus fuerzas.

Semi ahorcado el potrillo, se abalanzó ciego al molino entre sacudidas y desesperadas corvetas; pero, prevenido por el instinto de un peligro mayor, ya encima de las aspas mugidoras, sentóse de golpe y dando un volteo rapidísimo, colocó a Bruno en el arranque bajo la equis formidable.

—¡No ahorcarte, bellaco! —gritó el cambado pugnando por aplastarse como un gusano.

Con todo, una de las aspas cogió de las ropas con uno de sus extremos a Bruno, lo levantó a considerable altura, y al romperse la frágil blusa de lienzo en que se había enganchado, lo lanzó como una piedra despedida de la honda al medio del camino. El cuerpo se sacudió un instante, y quedóse inerte, como el de Cecilia en el fondo de la zanja... En tanto, bajo un sol ardiente y una atmósfera de menudo polvo, la manada sudorosa, espumante y despavorida, daba vueltas y revueltas alrededor de la era; llenaban el aire los ruidos del cencerro, los latigazos e interjecciones bestiales; y una banda de traviesos se agitaba junto a los palos del corral entre alegres voceríos.


Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
Leído 1 vez.