Idilios Precoces

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento



I

—¡Qué empeño en que ha de estar entre esos cardos, Daniel!

—Te digo que sí, María. ¡Tan porfiada!

—La perdiz voló de esta mata, que tiene un tallo con penacho de tambor mayor; y después que se paró allá del otro lado del cerco, alzó la cabecita, y se puso a mirar triste para acá, sabiendo que le íbamos a atrapar el nido.

—¡Oh, criatura embustera! ¿Ya viste tú, que ella miraba eso?

—¡Ya, ya! Y se puso a silbar como si llorase.

María rompió a reir con un eco argentino y delicioso, y empujó a su compañero en son de burla.

—Sí, ya verás, —dijo él—, cómo está el nido entre estas pencas y espinas muy arrebujado.

Y poniéndose de rodillas, empezó a separar con cuidado las largas y temibles hojas del cardo borriqueño que con otros de la familia junto al cerco se erguía sustentando un enorme borlón azulvioleta en la extremidad de su bastón de fibras.

María, inquieta, y curiosa, se hincó a su lado.

Brillábanle los ojos negros, húmedos y grandes; caíale en parte el cabello oscuro sobre la sien derecha en gracioso desorden, formando al contacto rosas en su mejilla y en sus labios pequeños de aljaba, apenas abierta retozaba esa alegría inocente que condensa todos los candores y estalla en gorjeos de calandria. Sus doce años estaban llenos de encantos, de aromas y de fulgores.

Su compañero, más o menos de su edad, tenía como ella los ojos, las manos nerviosas y finas, el busto gentil, moreno, gracioso y un ceño especial de travesura que hacía levantar el vuelo a los chingólos con sólo hacerles una mueca a la distancia.

Traía siempre en el bolsillo de la blusa una honda por él fabricada, y cinco o seis peladillas, con las que daba diestramente en el blanco cuando se proponía hacerlo y el instante era propicio.

Los mixtos lo conocían bien.

Desde lejos, así que le veían llevar la mano al bolsillo y extraer el instrumento mortífero, todos se incorporaban en banda y en redoblado vuelo iban a abatirse en los trigales.

Ahora lo absorbía todo el nidal de la perdiz, y con las dos manos esbrozaba aquí y allá, hincándose a veces en las espinas.

María lo dejaba hacer muy quieta, como atisbando el momento del hallazgo.

De pronto, Daniel que tenía cogidas dos pencas duras para descubrir el escondite, dio un grito de júbilo.

—¿No ves? ¡Aquí está!...

—¡Ah, que lindos! —exclamó María— Deja que yo los saque.

—Pronto, que me escuecen las espinas!

El nidal tenía dos huevos hermosos de un morado oscuro de ciruela, suaves y calientes.

María introdujo su manita delgada con rapidez, cogidos en el acto con ese tacto exquisito de mujer que preserva de daño lo que ella quiere, por delicado o frágil que sea, e incorporándose sin demora echó a correr hacia el campo, gritando ebria de gozo:

—¡Ya no te los doy! Son míos... míos...

—¡Que no! —exclamó Daniel incomodado—. Míos son los huevos, Maruca, y has de dármelos.

Y corrió a su vez en pos de su compañera, ágil y ligero como un chivato.

II

El aire ardía, y cantaba la cigarra.

Huyendo de la atmósfera densa, los pájaros se entraban como flechas disparadas del arco bajo el ramaje umbrío; y allí al amparo de su bóveda se quedaban inmóviles con el pico abierto y las alas tendidas.

Los trigos no se columpiaban en sus tallos, sino cuando algunas avecillas diminutas se colgaban de sus espigas y se hamacaban como en un balancín aéreo. Los saltos de las langostas pequeñas entre aquella dorada selva de canutillos apenas producían el levísimo rumor de municiones menudas, al rozarse en sus innúmeras aristas. Algunos arpegios dulces y tristes como ecos de flautas suavísimas surgían a veces del seno de aquel paisaje color de oro bañado de intensas claridades, solitario y ardiente.

La cuenca del arroyuelo estaba casi seca, y en las grietas de su limo brotaban hierbas de un verde esmeralda adornadas de copetes de deslumbrante blancura.

En los ribazos el manto era espléndido; allí se entrelazaban el burucuyá con el saúco y los cardos en deforme conjunto de matices, granadillas, alcachofas y racimos negros; manifestaciones de la naturaleza próvida que da belleza y encanto a lo más inconsistente, destruye, asimila, renueva, siempre nutriendo por doquiera la ilusión de la eternidad de la vida.

III

Maruca —como la llamaba Daniel— atravesó estos sitios como una golondrina; cambió de rumbo; se deslizó por un alfalfal; y por fin, cansada y jadeante se acostó sobre la hierba a la orilla de los trigos, sin dejar de reir.

Estaba ya ronquilla.

Su linda cabeza descansó en los nutridos trigos allí acumulados de modo que entre espigas, aparecía coronada con los primores estivales; fresca, lozana, encendida, los ojos muy lucientes, el cabello disuelto en hebras sobre los tallos y briznas que le servían de almohada.

A poco, llegó Daniel muy sofocado.

Pero, en vez de arrebatarle violentamente los huevos de perdiz, como ella suponía, se detuvo y diola la espalda con enfado diciendo:

—¡Te los regalo, hurona!

María volvióse a reir impetuosamente, y luego que le pasó el acceso, replicó en tono de despecho:

—Ahora no los quiero por lo mismo. ¡Tómalos, tontuelo!

Y los puso sobre la hierba.

Enseguida se levantó de un salto con aire arrogante y ceño de enojo, y se marchó a prisa.

Al contemplarla por detrás con su cabellera suelta, que le formaba nidos ondulantes en la blanca nuca: esbelta, gallarda, flexible dentro de su vestido celeste, que apenas le llegaba al tobillo, todo esmaltado hasta el ruedo de pajillas y tréboles, Daniel se apresuró a decir con aire de tierno ruego:

—¡Me dejas, Maruca! ...¡Si yo no quería quitártelos!

—¡No sé nada! —repuso ella sin volver la cabeza—. Tendré mis motivos.

Más, a los pocos pasos se detuvo, a pretexto de sacarse los abrojos que habían hecho presa de su media sobre el empeine de un pie.

También parecía mortificarle mucho una roseta que se había hincado en la corrida.

Daniel se aproximó con aire de humildad, y echóse de bruces, como lo haría un monaguillo delante de una imagen, y púsose a observar con gran solicitud el empeño de su compañera en despojarse de los pinchos.

Se había vuelto tímido de pronto.

María tenía alzado su pequeño pie, apoyándolo en la otra pierna con coquetería, al punto de enseñar con la liga la más torneada pantorrilla que idearse pueda, e inclinada hacia adelante, obstinábase en arrancarse la roseta clavada en el zapato, en difíciles quiebros de equilibrio.

—¡Oh! —murmuró, llena de impaciencia. Y sentando el pie de firme, dio un suspiro de cansancio.

Daniel, con la vista fija en ella, y a la manera del gato que alarga temeroso la zarpa para atraerse alguna golosina, extendió su mano, cogióle suavemente el pie y en un instante extrajo la roseta cruel.

—¡Mira, qué pinchos bravos! —balbuceó enseñándosela con viveza.

Sintióse la niña aliviada. Callada volvió a alzar el pie para mirar el estrago hecho en la prunela; y, luego, dijo bajito, con cierto gestillo de sorna:

—Goyita dice que es tu novia...

—¡Quiá, Maruca! Tan mentira es esa, que yo no la quiero porque siempre se anda mordiendo las uñas y las yemas.

—Sí... Mientras tanto le diste ayer un pañuelo con aromas.

—¿Quién dice?

—Ella, que lo tenía muy envuelto con las dos manos.

IV

Daniel se quedó un momento pensativo, como humillado.

Permanecía de rodillas mirando al suelo.

Su compañera le observaba atentamente, con una sonrisa picaresca que descubría sus dientecillos blancos y afilados con encías muy rojas.

—Tú tuviste la culpa— murmuró Daniel.

—¡No faltaba más!

—Sí, porque me reñiste sin razón. Yo quería que te me acercases más, así como ahora, mi linda Maruca... Mira qué lustrosos los huevos del nidal: son tuyos, yo los busqué para ti. ¡No te vayas y perdóname!

—¡Zalamero!

Al decir esto, ella se inclinó bien y le dio un golpecito en la cabeza que sonó como un coco.

Daniel la cogió de las dos manos, contento, y la atrajo de un envión, besándola en el cuello.

—¡Si te viera Goyita!

—¡Yo no la quiero! ¡A ti sola, sólita a ti, Maruca!...

Y le selló esta vez los labios con los suyos.

Quedóse ella callada, trémula, vergonzosa, y volviendo a un lado el rostro, se puso a peinarle y a ensortijarle con sus dedos la cabellera suavemente.

Estaban los dos muy juntos, casi estrechados, silenciosos a la escasa sombra de un arbusto, sin que ojo alguno observase aquel idilio, mezcla de inocencia y de arranque precoz, cuando de repente, el mastín del tío Gerónimo, dueño de la vecina chacra, apareció por el fondo saliendo del trigal, y persiguiendo a escape a un zorrino, que al huir desesperado barría el suelo con su apéndice hecho plumero.

La pareja se puso de pie como movida por un resorte.

El aire pesado acababa de impregnarse de un efluvio insoportable, desvaneciendo todos los perfumes y emanaciones gratas de los campos.

María escapó a través de los trigos con extrema celeridad.

Perro y zorrino pasaron también veloces, perdiéndose entre las malezas; y Daniel, al verse solo y ya repuesto de la sorpresa, sacó su honda y púsose a disparar sus proyectiles de pedernal a los pajarillos del cerco.


Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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