La Cueva del Tigre

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Como que nunca había conocido el freno en el largo transcurso de tres siglos, la hueste charrúa allá por los años 1832 se hacía sentir de vez en cuando con terrible violencia.

Por donde pasaba su manada de potros, el rastro era profundo.

La hueste, como el tigre cebado, escogía las mejores presas. Caballos hermosos, novillos suculentos, esbeltas yeguas, nutridos rebaños de ovejas, tributos cuantiosos de dinero; todo era para colmar sus apetitos. ¡Eran los dueños de la tierra! Los propietarios los veían llegar cual una nube negra preñada de piedras; siniestros, temibles, gruñendo un idioma gutural y agitando las lanzas adornadas de plumas con un gesto de dureza implacable. Había que complacerlos y permitirles que corrieran el ganado para escoger. Derribaban las reses flor y les sacaban con cuero el costillar de arriba, pues no se tomaban la pena de desollarlas o volverlas del otro lado. Arreaban lo que les convenía. Por días enteros oíase en el campo invadido el silbido de las "boleadoras” y estremecíase el suelo bajo frenéticas carreras de la gama y el avestruz. El grito charrúa solia alzarse por encima del bramar de los toros, como nota aguda de un himno bravio. Los despojos se aglomeraban en el valle junto a las viviendas, y antes de blanquearse los huesos, del mismo terreno así abonado surgían las fieras pútridas. De este mal se veían en el caso de alegrarse los ganaderos. Con las miasmas mefíticas se aparecía en la tarde calurosa o en callada noche, el genio malo,y matando invisible aquí y acullá y ponían en fuga a la horda. Los caciques adelante, luego la hueste; después las mujeres con sus carguíos de criaturas, pieles y andrajos. En el llano cubierto de esqueletos, podredumbres y ranchejos ornados de guiñapos, quedaban tan sólo agitándose en torbellino bajo ios rayos candentes del sol estival, gusanos en el suelo,y en el aire millones de mosquitos, tábanos y abejorros. La horda sombría se perdía en el horizonte y aún ya lejos, persistía en la retina del ganadero como fantástica legión de enormes aves de rapiña de garras como cuchillas y plumajes nauseabundos. “Se van, murmuraba con fruición. ¡Que otros lomos los aguanten!”.

Y así era. Sobre otras espaldas se desplomaban, allí donde crecía la verde gramilla, en dehesa feraz regada por aguas cristalinas y llena de piaras de engorde. Clavadas las lanzas de los caciques, tendíase el campamento. La infusión de yerbas circulaba por los grupos en aspas de toro, alternada con el aguardiente y el tabaco; las curanderas revolcaban sus enfermos en la ceniza todavía ardiendo o les chupaban con fuerza en el ombligo; los mocetones jugaban a las carreras sobre ágiles potros o tiraban a la estaca sus boleadoras de dos ramales; y después repetían escenas estrepitosas con el ganado, los venados y ñandúes. Este otro ganadero les sonreía aunque en el fondo les deseara cien “gualichos”. En ningún idioma podía hablársele de razón y buen derecho a la banda formidable, sin que sus guerreros contestasen con la moharra, la macana, la bola o la flecha certeras. El caso exigía resignarse y dejar hacer. En sentir del ganadero “serían peores que baguales”.

Con sus brazos y piernas desnudos y fornidos, sus “cuya-pies" de piel de yaguareté o sus "chepies” de aguará, sus greñas cerdunas recogidas en parte y en parte sueltas al viento como crines llenas de abrojos, coronadas en mitad del cráneo por un pulmón de loro, de ñandú o de chajá, sus ojillos semi cerrados de una fosforescencia felina y sus pechos salientes como enormes bustos de bronce oxidado, seguidos de mujeres capaces de ahuyentar a un muermoso, de perros tigreros confundidos en el enjambre y de matalotes cargados con racimos de rapazuelos color cobre, los indómitos charrúas provocaban fácilmente el pavor apenas los denunciaba una ráfaga de viento. “No es necesario ser perro —decían los estancieros— para olfatear a media legua a estos demonios.” Precedíalos en verdad cierto olor de fiera que era como trasudor de sus instintos. Sus rostros rayados con pedernal, hierro o espina de mangrullo humedecidos en alguna savia o pringue especial, dábales un aspecto imponente.

A su sola presencia había que ceder. Únicamente las pestes podían ahuyentarlos, ¡y ellas venían al fin!... Seguían entonces su marcha vagabunda.

En medio de esa vida errante llegaron un día a sus toldos varios emisarios del General D. Fructuoso Rivera, Presidente de la República, para invitarlos a una guerra con el Brasil. Se les prometía, en cambio de ayuda, los mejores despojos del triunfo.

La oferta era halagadora y decidiéronse a dejar sus soledades, sus bosques y sus espesuras llenas de criaderos de calandrias y cardenales blancos con penacho rojo, de madrigueras de tigres, pumas, aguaraes y ñandúes de prados cuajados de venados e inmensos pabellones vírgenes a las márgenes del Arapey y del Cuareim.

Tratándose de pelea y de botín espléndido, ¿qué más ambicionar? Ellos habían nacido para la lucha y en la lucha tenían fatalmente que concluir, sin reconocer nunca, ni aun en la hora de morir, superioridad en el adversarlo. Eran los señores del suelo y a nadie temían bajo la luz del sol.

Una guerra con el Brasil les pareció buen partido, una campaña sembrada de victorias y de innúmeras recompensas.

No alcanzaban ellos, por entonces, a trescientos mocetones de armas; pero creían que unidos a las tropas de Frutos eran de sobra para derrochar valor en campos y ciudades. El último emisario les dijo que urgía su incorporación al ejército, a fin de proporcionarles trajes militares, raciones abundantes y armamento escogido, con todo lo cual constituirían una vanguardia insuperable, capaz de intimidar al Imperio y de abrir camino a las tropas a través de multitudes, pueblos y desiertos. Como despojos les correspondería la mayor porción de los inmensos rebaños arrebatados al país por los ejércitos brasileños en otros tiempos; y para el pastoreo de tantos miles de animales vacunos se les cederla, hecha la paz, las hermosas y fecundas tierras que el gobierno poseía entre los dos Arapey. Por encima de ésos, tendrían ellos derecho proporcionalmente, a los tesoros de metal y carne que dan el triunfo y el saqueo (oro, mujeres, plata y negros).

Con estas reglas de jies jentium y este plan de campaña tan aceptables, la horda bravía aderezó sus caballos de guerra, hizó cantar a su mujeres un himno tradicional —mezcla de quejas, de plañideras y silbidos de tormenta—; estúvose atenta a la arenga de sus caciques que les recordaba las viejas luchas y glorias; y listas lanzas y flechas, se marchó.

El punto de cita era el de la costa del Queguay, frente a la cueva del Tigre.

Frutos tenía allí reunidos hasta mil hombres. Entre éstos se encontraba una fuerza sin armas al mando del mayor Luna, la que tenía instrucciones concisas y terminantes. El coronel D. Bernabé Rivera, hermano del famoso caudillo, y jefe del segundo regimiento de caballería, fue el guía de la hueste que encabezaban los caciques Venado y Polidoro.

Ya en el campo, los charrúas, recelosos y ariscos, parecieron vacilar un momento.

No tenían memoria de haberse confundido nunca con ejército alguno, pues siempre habían acampado lejos, a un flanco, como las manadas de linces al acecho de los rebaños, en los tiempos de Artigas.

Viéndolos perplejos, huraños y ceñudos, Frutos llamó a Venado y púsose a conversar con él marchando muy juntos al paso de sus caballos.

El cacique iba mudo, observando el cuadro.

Los clarines lanzaban la nota de atención.

Los soldados se movían en silencio, con aire siniestro, prendidos los sables y colgadas al cinto las pistolas de pedernal..

Bernabé, tendiendo el brazo hacia un vallecito respaldado por nutrida vegetación, dijo a Polidoro; “Allí pueden desmontar”.

Movióse el cacique y con él la horda, con ese andar lento, indeciso y desconfiado de los gatos monteses fuera de la espesura.

Eso de desmontar, en medio de las tropas, parecíales sin duda una grave exigencia.

Sus nalgas de ñandubay formaban parte integrante de los lomos equinos, y se sentían demasiado bien en esos lomos para abandonarlos en aquella hora.

Pero Frutos llamaba en voz alta de “amigo” a Venado y reía con él, marchando un poco lejos; y Bernabé que nunca les había mentido, brindaba a Polidoro con un chifle de aguardiente en prueba de cordial compañerismo. En presencia de tales agasajos, la hueste avanzó hasta el sitio señalado, y a un ademán del cacique todos los mocetones echaron pie a tierra.

Apenas Frutos, cuya astucia se igualaba a su serenidad y flema, hubo observado el movimiento, dirigióse a Venado, diciéndole con calma: “Empréstame tu mangorrera para pical el naco”.

El cacique desnudó la cuchilla que llevaba en la cintura y se la dio de buen talante.

Al cogerla, Rivera sacó una pistola y disparó con ella sobre Venado.

Era la señal de matanza.

El cacique, que se apercibió con tiempo de la acción, tendiéndose sobre el cuello de su caballo dio un aullido; la bala se perdió en el espacio.

Venado partió a escape.

Entonces la horda se arremolinó y cada charrúa precipitóse a su caballo.

Pocos, sin embargo, lo consiguieron en medio del espantoso tumulto que se produjo instantáneamente.

El escuadrón de Luna se lanzó veloz sobre las armas de los indios, lanzas y algunas tercerolas, apoderándose de su mayor parte y arrojando por el suelo, bajo el tropel, varios hombres; el segundo regimiento buscó su formación a retaguardia en batalla con el coronel Rivera a su frente; y los demás escuadrones, formando una gran herradura erizada de moharras y sables, estrecharon el círculo y picaron espuelas al grito de “¡Carguen!”. Los clarines tocaron a degüello.

Bajo aquella avalancha de aceros y aun de balas, la horda se revolvió desesperada, cayendo unos tras otros sus mocetones bravíos como toros heridos en la nuca.

El archicacique Venado, atravesado por muchas lanzas, fue derribado en el centro de la feroz refriega; Polidoro sufrió su misma suerte; otros quedaron boca abajo entre rojos charcos, con las astillas del rejón clavadas en los pulmones. De algunos cuellos bronceados y macizos saltaron coágulos negros bajo el filo de las dagas, pues no había sido vano el toque sin cuartel, y al golpe repetido de los sables sobre el duro cráneo indígena, voló envuelta en sangre y sesos la pluma de ñandú, símbolo de la libertad salvaje.

No fueron pocos los que se defendieron, arrebatando las armas a las propias manos de sus victimarios. El teniente Máximo Obes y ocho o diez soldados pagaron con sus vidas la cruel resolución del general Rivera.

El cacique Plrú, al romper herido el círculo de hierro, le gritó al pasar, con fiero reproche: “Mirá, Frutos, tus soldados matando amigos”. Su compañero Sepe, indómito y ruginte, cargó en dispersión con ochenta mocetones, y a su embestida de toro quebróse el cerco, rompiéronse lanzas y abierto el camino entre regueros de sangre, aquel resto de tribu heroica coronó la loma, para desaparecer en medio de terribles alaridos rumbo a las soledades.

Para estos charrúas —pues todos los demás habían sucumbido—, quedaba reservado el desagravio.

¡La venganza fue espantosa!

Poco después de la bárbara hecatombe de sus hermanos, el cacique Sepe es perseguido de una manera tenaz en sus lejanos refugios del Cuareim por el coronel Rivera.

Este jefe, osado e intrépido, que fiaba a sus espaldas más de lo que debía, hostiliza infatigable a sus enemigos.

Alcanzado Sepe cerca del cerro de las Tres Cruces, deja un grupo a la espera del perseguidor, y con el resto de sus fuerzas se oculta más adelante en lo intrincado de un monte provisto de grandes potriles.

El Coronel Rivera carga sobre el grupo que le aguardaba al pie del cerro, con todo su escuadrón; el grupo cede y huye rumbo a la emboscada; Bernabé no desmaya, aunque sus soldados van quedándose a retaguardia con los caballos rendidos, y los sigue sin descanso.

Pero al enfrentar la espesura, lo sorprende de improviso el salto del tigre.

Sepe le sale al flanco entre alaridos, y Rivera vuelve bridas con desgracia, pues rueda su caballo. Sus compañeros, el comandante Bazán, el alférez Viera y todos los soldados, menos un sargento que se internó herido en el bosque, se defienden inúltimente en desesperados lances individuales; uno tras otro, caen acribillados a lanzadas.

Prisionero el coronel Rivera y herido en la cabeza por golpes de bola, Sepe dispuso que sus guerreros cubriesen las moharras con piel de vaca, dejándose apenas a la vista la extermidad de los hierros.

Luego ordenó que lo lacearan.

Por largas horas soportó Bernabé el suplicio y los gritos terribles con que lo acomañaban: “¡Queguay! ¡Venado! ¡Matando amigos!”.

Promesas, ruegos, todo fue en vano...

El oído del cacique era sordo al perdón. Vagaban ante sus ojos las sombras de sus hermanos muertos en la Cueva del Tigre.

Consumado el sacrificio, Sepe hizo cubrir con algunos nervios del cadáver el extremo de la moharra de su lanza. Enseñábala más tarde con deleite feroz.

Esta fue la última hazaña charrúa, provocada por un acto de barbarle del presidente Rivera.

Después, el resto de la tribu formidable, desapareció para siempre.


Publicado el 10 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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