Junto a la puerta de los leones, y cuando ya había cesado el órgano la envelada, que en la diestra traía un pequeño álbum para enseñarme los sitios en que el drama se desarrolló y tuvo su fin, dio comienzo su relato de un modo vivaz y lleno de colorido, que yo condenso casi en la forma en que lo escribiera más de un cronista, excepción hecha del episodio más novelesco.
El hijo de Yusuf, Amrrú, tenía celos y envidia del noble Adhelar, vencedor en justas y en lides de amor. La bella Elmira era su pasión africada; pero Elmira adoraba a Adhelar, para quien sus manos tejían lauros en su carmen, vecinos a los encantados palacios de Galiana.
El joven adalid recorría por las tardes el camino empinado que lleva al barrio de Montichel, donde los judíos moraban, y era su deleite detener el paso de su caballo negro frente al ajimez de la torre en que asomaba la doncella su cabeza fascinante.
¡Cuántas veces escaló el muro y llegó hasta ella para renovar sus juramentos y oír sus promesas de nunca serle infiel! Pero el tirano vigilaba lleno de lascivia y de odio. La amenaza contra padre y hermanos, y contra su dicha tan fervorosamente acariciada, pendía en forma de yatagán fatídico.
Mas cuando Edelmira tenía delante de sus ojos a Adhelar gallardo y brioso, daba suelta a las esperanzas y ensueños tan grandes y queridos que escondía en el fondo de su corazón. Aquellos momentos tan dulces de contemplaciones hechiceras, compensaban bien sus horas de reclusión y soledad. Lo veía, le expresaba con el brillo de sus luceros lo que por él sentía, y sólo con él soñaba que él era su dueño y señor, y Amrrú, un verdugo con cetro, perverso y vengativo.
Ha más de once siglos que esto ocurría.
Una tarde se supo en el barrio de Montichel que cierto príncipe dueño de enormes tesoros, vástago de Mohamed, rey de Córdoba, doncel de quince años, llamado Abderramán, se encontraba de tránsito para Zaragoza por orden de su padre, al frente de cinco mil jinetes, y que se había hospedado en la huerta del rey, con el fin de dar un respiro a su lujosa cohorte. En esa zona se alzaban las encantadoras mansiones de Galiana con sus magníficos vergeles.
Amrrú fue solítico a su encuentro, suplicando al futuro monarca cordobés que penetrase en "Toleitola" y le hiciera el honor del reposo en su palacio. Abderramán hubo de acceder a la gentileza del hijo de Yusuf, quien, en obsequio del príncipe, ordenó preparar para esa misma noche un festín digno de alcurnia y grandeza, dando solemne a toda la nobleza de la capital.
Esto cuenta la tradición.
Y añade que, a medida que iban compareciendo a la regia morada los representantes más conspicuos de la selecta aristocracia, con la buena fe propia de las almas bien nacidas, los guardias de Amrrú convertidos en sayones, se apoderaban de ellos y los conducían a un recinto subterráneo, donde los pasan sin piedad al filo de la espada.
Se dice que sumaron centenares las víctimas de tan negra felonía.
Cuando abrió el día, vióse con indecible espanto que una multitud de cabezas clavadas en picos ornaban todas las adyacencias de la casa real. El horror cundió por todas partes antes el trágico suceso, consumado durante los deleites y regocijos del festín.
El doncel cordobés, así sorprendido y consternado, reemprendió en el acto la ruta de Zaragoza, seguido de su brillante hueste.
Del barrio de Montichel, ya lugar maldito y presa del pánico, cuentan los cronistas que huyeron los altos dignatarios árabes, abandonando por otra residencia apartada el lúgubre alcázar maculado de modo tan feroz con tanta sangre azul.
Llegado aquí el relato, preguntó con reprimido anhelo:
¿Y qué fue de Elmira y Adhelar?
¡Sus cabezas están también allí!
La mujer del velo, recogióse un momento en sí misma y agregó con acento de quien está segura de lo que informa:
Aquel crimen inaudito tiene un nombre en la historia: se llama "Noche toledana". ¡Aciaga noche!
Por mucho tiempo, los judíos oyeron lamentos en los fúnebres sitios de Montichel, y ellos mismos, aterrados, elevaban sus plegarias en memoria de los muertos, en lo más recóndito de sus hogares. El castillo de Elmira quedó desde entonces mudo y sombrío, las flores se secaron e invadieron los muros plantas salvajes. En ciertas noches negras, ellos creían ver una sombra blanca en el ajimez de la torre, que se mantenía inmóvil, como a la espera de un ser amado, y subir la cuesta un bridón más negro que la noche, sin ruido alguno, como si los cascos no tocasen la tierra. La sombra blanca se desvanecía al romper de la aurora, al igual de un humillo transparente.
En la tarde de uno de esos días, propios de la tierra del sol, vióse con espanto cabalgando en bridón negro de Adhelar, enjaezado a la morisca con anchos estribos y riendas de plata, al jefe de las guardias de Amrrú, que esta vez se dirigía y penetró entre las malezas del que fue jardín de Elmira. Los judíos, semiocultos, observaron que el moro se internaba y desaparecía en el bosque que bordeaba el Tajo y la torre del ajimez, y no le volvieron a ver.
Pero en la hora más alta de la noche, cuando ya dormías los más cercanos a las mansiones de Galiana, despertaron con sobresalto al eco de un relincho agudo como son de una trompeta. Los más animosos entreabrieron ventanillas pudiendo distinguir el corcel de Adhelar que bajaba la cuesta a escape y sin jinete, agrandado por las tinieblas, y alumbrándose el camino con sus ojos de fuego. No se durmieron más esa noche.
En el ajimez del torreón vislumbraron el fantasma blanco, que parecía agitar los pliegues del sudario, en forma de alas de cisne moribundo.
Se supo después que se había encontrado en una vía tortuosa del bosque el cuerpo del jefe de los verdugos, colgante de un árbol añoso, cuyas retorcidas ramas le habían ceñido el cuello y estrangulado, sin duda al asustarse y morder el hierro del bridón negro despavorido.
El terror siguió reinando y pasó un año...
En ese lapso, las parasitarias salvajes habían escalado el muro del torreón hasta esconder sus guías en el ajimez. Y al contemplar desde lejos una noche, cabo de año, un viejo hebreo sentado en el umbral de su vivienda, recordaba a un grupo de oyentes los episodios de la tragedia, cuyo horror perduraba.
Describía el viejo cómo había al fina caído Adhelar, que escudó hasta perder el aliento el cuerpo de su amada, mojando veinte veces su acero en la sangre de los verdugos; y cómo Elmira se abrazó al sayo aún palpitante, y apenas le hubo dado un beso en la boca febril y rugiente, la daga de un sayón le cercenaba de un solo tajo la cabecita de sultana encantadora.
¡Callad! Le interrumpió angustiado uno de los oyentes, que el aire lleva lejos las palabras.
¡Y el aire de las tinieblas tras las sombras blancas!
El que esto había dicho tendía su brazo tembloroso hacia la ardua cuesta que conducía al torreón lúgubre.
Todos miraron al sitio sobrecogidos, mudos, inmóviles como si una aparición milagrosa los hubiese dejado estáticos. Una avecilla noctámbula que gorjeaba en la espesura, cesó en su canto. Entre las lágrimas de luz de las estrellas, pudo distinguirse un grupo extraño que no trazó ningún pincel: era el de sombras blancas abrazadas, blancas, muy blancas, como el turbante de las montañas sobre un caballo negro, muy negro, como el abismo de un martirio que andaba sin el menor rumor con su leve carga, coronaba la cuesta, se introducía siempre sin ruido en el carmen desolado, y se perdía al fin en el seno oscuro del bosque.
Pasada que fue la impresión profunda que esta visión produjo, el ave noctámbula renovó su canto triste y el viejo hebreo dijo:
Son sus almas que vagan por los sitios en que se encendió su grande amor.
Berna, Suiza, 1917.