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Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser niño.
—¡Oh! ¡fresas, fresas! —gritó Ninon saltando una cuneta como una cabra escapada, y removiendo las brozas.
Fresas desgraciadamente, no; sólo freseras, toda una capa de freseras que se extendía por debajo de los espinos. Ninon ya no pensaba en los animales a los que les tenía auténtico pánico. Paseaba osadamente las manos por entre las hierbas, levantando cada hoja, desesperada por no encontrar ni el menor fruto.
—Se nos han adelantado —dijo con una mueca de enojo—. ¡Oh! busquemos bien, aún debe haber alguna.
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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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