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La donosa geta de Carbón realzaba el macilento rostro del prelado. Carbón era de ese negro azulino de las ciruelas ya maduras; sus ojuelos parecían dos cuentas de vidrio, y su dentadura, entre los gordos bezos, deslumbraba de puro blanca. La testa, chica y esférica, se cubría de lanosa vedija mate, y las manos, de descoloridas uñas y clara palma, eran fuertes y algo mayores de lo que pedían la corta estatura y los pocos años de Carbón. La faz del negrito expresaba sumisión e inocencia, esa inocencia de los perros buenos y jóvenes, que no muerden ni gruñen. Los días en que a Carbón se le permitía sacar del fondo del baúl sus galas y lucir la corbata de seda y el chaleco de piqué y la cadena de níquel, no cabía en su pellejo de vanidad y se pavoneaba cuando exclamábamos: «¡Ay, qué reguapo viene hoy Francisquiño!». A diario solía poner un gesto triste.
—¿Tienes saudades de tu país? —le pregunté, mientras él, solícito, como de costumbre (Carbón se perecía por servir de algo), me presentaba mi abanico, olvidado sobre un banco de piedra.
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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