No se llamaba así, pero alguien se lo puso de mote, y el mote corrió en el balneario. Su verdadero nombre, o por lo menos el de cristiano, el que había recibido en la pila bautismal, era Francisco Javier. El de Carbón prevaleció porque pintaba con un solo enérgico trazo la cara negrísima del niño catequizado, recogido y prohijado por el buen obispo de R..., a quien acompañaba, como muestra viviente de los frutos del Evangelio en las posesiones lusitanas del África.
Al pronto, Carbón y su obispo fueron muy curioseados y celebrados; después la gente se acostumbró a ellos, y pasaban casi inadvertidos entre la muchedumbre de agüistas. A mí, por el contrario, cada día me interesaban más los dos portugueses, el apóstol y el catecúmeno. Aunque por lo general los obispos dan alto ejemplo de caridad y de dulzura, el de R... sobrepujaba en esto a cuantos conozco. Veíase en él al misionero que ha vivido en contacto con gente de muy varias creencias, y que siempre tuvo por armas la humildad y el amor, sin apoyo alguno en la autoridad ni en la fuerza. No por eso realizaba el tipo modernista del prelado vividor y cortesano: en medio de su tolerancia, el obispo respiraba una fe ardiente, tanto, que era refrigerante para el espíritu acercarse a él, escucharle. Cuando refería sus campañas y aventuras de soldado de la fe y los mil riesgos de que le había salvado casi milagrosamente la Providencia, su rostro amarillento y desecado por terrible enfermedad hepática parecía irradiar luz, y en sus pupilas pálidas y amortiguadas se encendía un resplandor celeste. Sólo el movimiento de su mano extendida sobre la cabeza de Carbón, sólo su sonrisa al decir al negro: «Hijo mío», bastaban para revelar el ardor de la bondad en su alma, y para probar que la sangre de Cristo florecía en ella, como los rojos granados en los oasis del desierto sahariano.
La donosa geta de Carbón realzaba el macilento rostro del prelado. Carbón era de ese negro azulino de las ciruelas ya maduras; sus ojuelos parecían dos cuentas de vidrio, y su dentadura, entre los gordos bezos, deslumbraba de puro blanca. La testa, chica y esférica, se cubría de lanosa vedija mate, y las manos, de descoloridas uñas y clara palma, eran fuertes y algo mayores de lo que pedían la corta estatura y los pocos años de Carbón. La faz del negrito expresaba sumisión e inocencia, esa inocencia de los perros buenos y jóvenes, que no muerden ni gruñen. Los días en que a Carbón se le permitía sacar del fondo del baúl sus galas y lucir la corbata de seda y el chaleco de piqué y la cadena de níquel, no cabía en su pellejo de vanidad y se pavoneaba cuando exclamábamos: «¡Ay, qué reguapo viene hoy Francisquiño!». A diario solía poner un gesto triste.
—¿Tienes saudades de tu país? —le pregunté, mientras él, solícito, como de costumbre (Carbón se perecía por servir de algo), me presentaba mi abanico, olvidado sobre un banco de piedra.
—No, señora, saudades no; Francisco está muy contento aquí; la tierra, preciosa, si no hiciese tanto frío...
Es de advertir que al pronunciar Carbón estas palabras mediaba una tarde de las últimas de agosto, y el sol parecía infiltrarse por cada poro de nuestra piel, traspasar el follaje de los árboles, impregnar el vibrante suelo y envolvernos en una atmósfera de oro derretido.
—Pero ¿sientes frío en este momento, criatura? —dije al negrito, que, sin sombrero, recibía los rayos del astro.
—Ahora, no —chilló, lanzando una carcajada impetuosa y fresca (a Carbón le hacía reír así la menor cosa)—; pero ¡al anochecer! En R..., en tiempo de invierno..., me ponen sobre la cama mantas, muchas mantas..., colchas, muchas colchas..., y frío siempre, ¡frío como si nevase! ¡Francisco soplando así en los dedos!
Al hacer el ademán correspondiente a las palabras, Carbón soltó otro chorro de risa, igual que si hubiese dicho la cosa más divertida del mundo, recobrando inmediatamente su faz la expresión melancólica de costumbre.
Noté que el obispo, al hablar Carbón del incontrastable frío que padecía en R..., también se mostró preocupado.
—Le aseguro a usted —dijo al interrogarle yo— que a veces, a pesar de lo encariñado que estoy con el niño y de lo bien que a mi lado estudia, me dan ganas de mandarlo al África otra vez, a nuestro Colegio. ¡Se pasa el invierno empalmando catarros y tiritando! No hay fuego, no hay abrigo que le baste. Le nieva en las venas; crea usted que sí. Pero ya se ve: les tomamos ley a estos pobrecillos...
Al decir así el obispo miró a Carbón, y éste, por una percepción de su vehemente sensibilidad, más viva acaso en las razas incultas, comprendió de lo que se trataba, tomó carrera y vino a recostar la frente en el pecho del apóstol, a la altura del corazón (porque Carbón era chiquito), como si gritase: «No quiero separarme de ti.».
Había en el balneario muchos niños, algunos de la misma edad de Carbón, otros más pequeños, que corrían por el jardín retozando y llamándose al través de los macizos de arbustos. Carbón no estaba excluido de los juegos; hasta se le acogía bien. Él era ágil, forzudo, complaciente, y sin duda por alguna misteriosa ley atávica a que obedecía sin darse cuenta de ello, se prestaba siempre a llevar la peor parte, a pandar, a ser gallina ciega, a todo lo que no querían hacer los niños blancos. Quizá por esto mismo, o por otras razones que demuestran la innata malignidad e ingratitud del hombre, terminado el juego, los chicos no hacían pizca de caso de Carbón. No era que le rechazasen, sino que prescindían de él, como se prescinde del perro amaestrado así que acaba de saltar por el aro o de hacer el ejercicio. Y el negro se quedaba solo, llamando tímidamente a sus compañeros de una hora, invitándolos a jugar más, ofreciéndose a servir el pandote..., con tal de verse rodeado, de que no le abandonasen, de que no se rompiese aquella solidaridad fortuita. Pero cada cual se iba por su lado; las niñas, especialmente, se apartaban cuchicheando, desdeñosillas, muy púdicas. Carbón las seguía con los ojos tiernamente, discurriendo qué podría serlas agradables, dónde encontraría flores para juntar un ramilletito y obsequiar a aquellas criaturas de distinta especie que él, destacadas sin duda del coro de los ángeles, puesto que eran blancas y rubias y de labios diminutos, ¡de un carmín tan lindo!
Un día encontré a Carbón empuñando un haz de rosas, y más cabizbajo que nunca.
—¿Para quién son? —le pregunté, acariciándole el lanoso pelo como acariciaría a un perrillo.
—Se las doy —me contestó evasivamente.
—¿Que me las das? Mil gracias; sólo que no eran para mí, tunante.
Gran carcajada repentina de Carbón, promovida por el calificativo.
—Pues no, que eran para Julianiña y para Concha... No las quisieron, y Concha me pegó con la sombrilla..., ¡así!
Carbón volvió a reírse, celebrando la gracia del sombrillazo.
—Y tú, ¿lo sentiste mucho?
—Ya me pasó.
—¿Volverás a ofrecer rosas a las chiquillas?
—Hoy no, ni mañana; cuando abran los capullos que quedan en el rosal.
—¿Tú estudias para cura, Francisco? —pregunté, deseando sorprender algún ensueño de aquel alma primitiva—. ¿No te gustaría ser como el señor obispo, que bendice a todos, y volver a tu país predicando, y decir misa con una casulla de seda?
Carbón alzó los ojos, y orgullosamente contestó:
—Quiero ser militar.
—¡Militar! —dije sorprendida.
—Sí, señora; militar..., y muy bueno, muy bueno.
—Vamos, ¿muy valiente?
—Muy valiente y muy bueno..., porque también hay santos militares.
—¿Y para qué quieres tú ser santo?
—Para ir al cielo..., porque en el cielo... —y aquí Carbón se echó a reír con tal fuerza que se le saltaron las lágrimas—, en el cielo, Francisquiño será blanco... ¡En el cielo son blancos todos!
Al año siguiente, el obispo de R... volvió al balneario, pero sin su negrito. Cuando le pregunté por él, suspiró hondamente.
—Culpa mía —murmuró—, que debí enviarle al África; sino que ya se ve, después que a una criatura de Dios la sacamos de la idolatría, la traemos a casa, la enseñamos, la cuidamos..., se nos pega a las entrañas. Nada; no pudo luchar con el frío del invierno en el Alemtejo. Una pleuresía...
Y en la cara del obispo se pintó el sufrimiento.
—¡Pobre Carbón! —exclamé—. Ahora ya será blanco... ¿No se acuerda, señor obispo, de que decía él que en el cielo se volvía blanco todo el mundo?
Consolado con la idea de la bienaventuranza, el apóstol sonrió y exclamó persuasivamente:
—¡Es verdad!