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Había que decirlo en honor de la verdad: Carmela Méndez guardaba su luto. Al principio supusieron los maliciosos que no tardaría la viudita ni tres meses en romper a divertirse, con todo el arranque de la edad en que la mujer siente más ansias de goces: la treintena. Desmintiose la profecía y, dos años y medio después del fallecimiento del esposo, aún estaba Carmela en el período de los paseos en coche cerrado y por sitios solitarios, y todavía las blancuras del alivio no alegraban el negro mate de sus vestiduras.
¡Fue una sorpresa fulminante la de Nublosa al enterarse de que a la corrida inaugural de la plaza, que se debía a la generosidad del indiano, asistiría su viuda!
Se sabía positivamente. Ella se lo había dicho a sus amigas, a cuantas iban a verla; no hacía misterio alguno. Proclamaba que, habiéndose construido la plaza con dinero de su esposo, y siendo, por tanto, propiedad suya gran parte de las acciones emitidas, encontraba natural ir, como hubiese ido él, y ocupar el palco que se había reservado a perpetuidad el bienhechor. Y ya, de asistir, quería presentarse según corresponde, y había encargado a Madrid el más suntuoso mantón de Manila, blanco sobre negro, y la más rica mantilla de blonda blanca. ¡Al fin! Era previsto. Tanto retiro, y ahora salir por ahí… Sólo dos o tres la defendieron; la mayoría dijérase que la acriminaba por el decoro guardado hasta entonces, peor que si desde el primer día hubiese llevado vida divertida y echando a rodar hasta las apariencias…
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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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