Una corrida en un pueblo, al estrenarse plaza, es un acontecimiento y da que hablar para el año todo; y si se trata de una ciudad del Norte, en la cual no existe ni ambiente ni verdadera afición, el alboroto es mayor aún. Cada cual se cree en el caso de echárselas de entendido, y se arman apuestas y polémicas sin fin.
Tal sucedía en Nublosa, donde desde hacía tiempo se venía procurando atraer en verano gente forastera, y con igual objeto se celebraban festejos, aumentando gradualmente las atracciones y soñando con terminar la famosa plaza mudéjar, de ladrillo, admiración y envidia de las demás ciudades de la región. Merced a la liberalidad de un indiano, don Tomás Corretén, terminose la plaza en menos de dos años; y como el generoso nublosense, que tanto amaba a la ciudad que le vio nacer, falleciese al poco tiempo de haber asegurado la construcción de la plaza con unos cuantos miles de duros, los diarios publicaron necrologías sentidísimas, y se habló de erigirle un monumento.
Dejaba don Tomás una viuda joven y no mal parecida: en opinión general, el mejor partido de Nublosa, pues el indiano la había instituido heredera de su capital, en perjuicio de los sobrinos y demás parentela.
—¡Lo que es la suerte de las personas! —repetían en tono enfático las comadres, recordando que aquella Carmela Méndez, hija de un empleadillo, en otros tiempos iba a la compra con una toquillita al pescuezo y echando los dedos por las botas rotas—. ¡Y ahora, gran casa, cercada de jardín, construida por el indiano en lo mejor de Nublosa; coche reluciente de barniz, forrado de seda, con lacayos enlutados; treinta mil duros de renta, una vida de abadesa; cocinera, capellán!…
No pocas damiselas casaderas del pueblo le envidiaban a Carmela la herencia, y también, con más secreta envidia, la viudez, ¡la libertad! Porque actualmente Carmela, libre de toda presión, de toda traba, iba a poder hacer su gusto: a casarse de nuevo, quizá con el joven vizconde del Pinabete, que era lo más entonado y a la vez lo más atractivo en hombres de Nublosa… Y Carmela Méndez sería vizcondesa y se trataría con lo mejor…
Había que decirlo en honor de la verdad: Carmela Méndez guardaba su luto. Al principio supusieron los maliciosos que no tardaría la viudita ni tres meses en romper a divertirse, con todo el arranque de la edad en que la mujer siente más ansias de goces: la treintena. Desmintiose la profecía y, dos años y medio después del fallecimiento del esposo, aún estaba Carmela en el período de los paseos en coche cerrado y por sitios solitarios, y todavía las blancuras del alivio no alegraban el negro mate de sus vestiduras.
¡Fue una sorpresa fulminante la de Nublosa al enterarse de que a la corrida inaugural de la plaza, que se debía a la generosidad del indiano, asistiría su viuda!
Se sabía positivamente. Ella se lo había dicho a sus amigas, a cuantas iban a verla; no hacía misterio alguno. Proclamaba que, habiéndose construido la plaza con dinero de su esposo, y siendo, por tanto, propiedad suya gran parte de las acciones emitidas, encontraba natural ir, como hubiese ido él, y ocupar el palco que se había reservado a perpetuidad el bienhechor. Y ya, de asistir, quería presentarse según corresponde, y había encargado a Madrid el más suntuoso mantón de Manila, blanco sobre negro, y la más rica mantilla de blonda blanca. ¡Al fin! Era previsto. Tanto retiro, y ahora salir por ahí… Sólo dos o tres la defendieron; la mayoría dijérase que la acriminaba por el decoro guardado hasta entonces, peor que si desde el primer día hubiese llevado vida divertida y echando a rodar hasta las apariencias…
Puede afirmarse que, más que el afán de ver cosa tan completamente nueva para Nublosa como una corrida, arrastró a la gente el deseo de admirar a Carmela con su mantilla y su pañolón…
Y no lo habían previsto todo. No se calculaba la majeza con que se presentó la viuda de Corretén. El tendido se amotinó al entrar ella. Peinada con provocativos rizos; acribillado el moño de brillantes, con peineta magnífica de brillantes y rubíes; agobiada la cabeza por puñado enorme de blancos claveles; vestida con escotado traje de «glasé» negro, sobre el cual caían las ondas de la mantilla; calzada con la mayor coquetería, Carmela representaba seis años menos. ¿Era ella misma, la de los crespones, la del ropaje de lana, la de las sartas de cuentas de madera comprimida? Nadie miraba sino a su palco. Fue tal la impresión de los espectadores, que el primer espada, el ya famoso Ramón Colmenares, «Moreniyo», ávido de aplausos, ansioso de gloria como ninguno, extrañó que la plaza se distrajese, alzó la cabeza, miró:
«¡Valiente cosa! ¡Una mujé como mir mujeres!», pensó para sí.
Pero uno de la cuadrilla, el más sabido, Antoñón er Salao, explicó en dos palabras:
—¡La viuda er dueño e la plasa! ¡Una jembra con má miyone que er Banco, niño! Y dende que enviudó, metía en casa como la monha… Y su primer salía…, por ti, ya ve…
Moreniyo, sonriente, se acercó al palco, llegado el momento de despachar al Concha y Sierra, y con palabras galantes, a su modo, brindó el toro, sacudiendo hacia atrás, de un movimiento de cabeza, la airosa montera, y caminando luego hacia el astado bruto con un desenfado y una gallardía que no siempre, decían los críticos taurinos, demostraba. Porque Moreniyo era un torero justamente elogiado, pero desigual: tenía momentos sublimes y tardes fatales, en que no daba pie con bola. El público le repartía indulgencia y entusiasmo, porque, si desacertaba, de cobarde nunca podía motejársele, y cuando estaba de vena, era realmente un portento. Además, prevenía en su favor la cara de color aceitunado fino, los ojos brillantes y rasgados, la boca, que alumbraba con nacarina luz el resplandor de la intacta dentadura, y aquel garbo suyo, aquel gentil diseño de un cuerpo que ante el peligro no perdía jamás su elegante apostura, y en el cual un escultor genial pudiera personificar «el quiebro».
—¡Hoy etá pa eyo, vaya si etá! —murmuró el mozo de estoques, respondiendo a una ansiosa pregunta que desde la barrera le dirigía «la afición» de Nublosa.
¡Que si estaba! Al terminar el brindis, desde que sus ojos se habían encontrado con los de Carmela, el diestro percibía el extraño y característico síntoma de los días triunfales. Una sensación de calor y un gusto a vino añejo en el paladar. Al menos, él así creía poder definir la excitación gozosa que le impulsaba, infundiéndole seguridad, como la de los grandes capitanes que olfatean la victoria. En tales momentos aseguraba Moreniyo que ni sabía lo que se toreaba, y que, dejándose llevar del instinto, todo le salía como «la propia rosa». Esta vez, por lo menos, así fue. El trasteo, los quites hasta cuadrar a la fiera, la única y limpísima estocada con que lo despachó redondo, metiéndose en la cuna con inverosímil seguridad…, todo parecía faena realizada en sueños, sin el esfuerzo que la realidad siempre impone…
La plaza se venía abajo literalmente. Tabacos, sombreros, volaban al ruedo, entre aclamaciones frenéticas. El hielo del carácter reservado y dormilón de Nublosa se había roto. Ya nadie se acordaba de Carmela y su aparición radiante.
Digo mal… En los palcos había un rumoreo.
—Le ha brindado este toro, y ella no le ha dado nada.
—No sabrá que es costumbre…
—¿No ha de saber?…
—Entonces, es bien raro…
Moreniyo ejecutaba su paseo alrededor del ruedo, agradeciendo, con el ademán característico de la mano y del brazo. Al llegar delante del palco de la viuda, su mirada era insistente, vanidosa, vencedora: «¿Eh? ¿Qué tal? ¿No es jasí como un toro se espabila?».
Al otro día se supo en Nublosa que Moreniyo había estado más de una hora de visita en casa de Carmela, adonde había sido llamado para entregarle una sortija con grueso brillante. La gente se escandalizó un poco, porque el brillante, de fijo, había pertenecido al difunto. No podía ser otra cosa: no había ni tiempo de que Carmela hubiese adquirido la alhaja. Como el torero se fue aquella tarde misma, cesaron pronto los comentarios.
Dos meses después se ausentó también la viuda: su rumbo era a Sevilla y París.
Hasta tres años después no reapareció en Nublosa, casada con un guapo mozo, en quien era difícil reconocer al un día tan célebre Moreniyo. Llevaba bigote y vestía como el más atildado. La cosa se sabía, pero sin detalles.
Y Carmela dijo a una de las pocas amigas antiguas que se arriesgaron a visitarla:
—Estaba resuelta a casarme con el primer pretendiente que me gustase y fuese hombre de bien. Nada más. Y a escoger yo, y que no me escogiesen. Y a no consultar a nadie lo que sólo a mí me importaba. Y a conducirme tan bien con el segundo que yo elegía como me porté con el primero, a quien le estoy agradecidísima, pero que…, a la verdad…, tenía setenta años y un catarro crónico…
Por su parte, Moreniyo había dicho a un confidente:
—¡Sangre del arma ma costao dejá el ofisio! ¡Ya se sabe! Pero, hiho, una día o el otro lo había de dejá de una corná…, ¡y de buena corná lo he dejao!…