En un rincón del Ateneo. Mesas con servicios de café, unos ya consumidos y que un mozo retira, otros que trae para señores ateneístas que leen periódicos o discuten a media voz. En un rincón, ocupando el ángulo de un diván y una butaca contigua, Teolindo y Galo conversan, sintiéndose perfectamente solos entre el rumor de charlas. Su diálogo parece continuación de otros anteriores. De esos temas que, entre amigos, salen a relucir una vez, cuando menos, por semana.
—Galo: No me cabe en la cabeza ese empeño tuyo de que somos libres y podemos hacer lo que nos dé la gana.
—Teolindo: ¡Qué quieres! ¡No me siento piedra ni vegetal!… Tengo mi conciencia.
—También la tendremos los demás… Sólo que, ante lo imposible, la conciencia se limita a darnos tormento, sin sacarnos del pantano.
—Galo: Bah.
—Teolindo: ¡Bah! A todas horas te ves en situaciones que te permiten afirmar la conciencia. A cada paso luchan tu honradez y tus apetitos. No querrás decir que vencen siempre estos últimos, ¿eh?
—Galo: Qué diantres. También yo tengo mi propia estimación. Y no es la honradez solamente. Es el buen sentido. Mira aquello que más me fastidia es no probar lo que me gusta… Y lo sigo.
—Pues me das la razón.
—Galo: No. Ésas son cosas que podemos hacer, sin más que unas miajas de entendimiento para discernir entre lo que está en nuestra mano y lo que no está, y escoger, como egoistones, lo que más nos conviene… porque, al fin, es el egoísmo el que nos mueve, en eso y en todo. Eso no me lo negarás.
—Teolindo: Según como se entienda… el supremo egoísmo sería virtud absoluta.
—Galo: No lo dudes ni un momento. No hay nada que se parezca a la felicidad tanto como esa virtud que llaman heroica… Lo único que he querido dejar sentado, es que las circunstancias nos mandan y hacen de nosotros lo que se les antoja. Te contaré la historia de un golfillo… historia fantástica, dirás… Fíjate y la verdad te saltará a los ojos.
Este golfillo, por uno de esos contrastes frecuentes entre el nombre y la persona, se llamó Félix. No pudiera ningún científico explicar por qué, desde el mismo instante en que se animó, en el claustro materno, el germen de lo que había de ser Félix en la pila bautismal, aquel germen poseyó lo que muchos no adquieren después de hallarse en el mundo años y años: conciencia clarísima de su existir y de lo que ese existir influiría y pesaría, antes y después de salir al mundo. Milagro parece, y acaso no fuese sino uno de esos arcanos que la naturaleza se permite, sin pedir permiso al hombre.
En suma, el embrión de Félix sabía ya que era embrión, y que tardaría pocos meses en ser un niño. Sabía más, y esto sí que asombra: sabía que los autores de su vida era una infeliz lavandera y un albañil sin trabajo porque era alcohólico. Y el germen en su oscura prisión materna, empezó a protestar y renegar. ¿Por qué no era la amorosa unión de dos seres jóvenes, hermosos y ricos lo que le traía a este mundo perro? (El germen no dudaba de la perrería del mundo).
En fin, de buena o mala gana, tuvo que desarrollarse el germen y salir, convertido en bebé que sale a la luz, con la fatalidad de que un brazo se le estropeó en el momento de nacer, y siempre quedó defectuoso. El mamoncillo comprendía que la comadrona era una pazguata, sin conocimientos ni habilidad, y que le dejaba así el brazo, ya para toda la vida; pero de buena gana gritaría «venga un médico, y arrégleme este brazo»; pero sus inarticulados quejidos no respondían a los avisos de su conciencia racional… y el brazo quedó atrofiado, delgado como un hilo y sin movimiento.
Toda la niñez de Félix respondió a su menguado nacimiento. La criatura veía claramente que no comía lo bastante para nutrirse; que se iba esmirriando; que su padre le daba puntapiés; que su madre se mataba a trabajar sin conseguir alejar el espectro del hambre… Y bien quisiera hacer algo por mejorar de suerte, pero no se le alcanzaba en qué. La conciencia le iluminaba; pero, sin embargo, como sus medios de expresión no alcanzaban a revelar lo que le sugería esa conciencia, sufría cruelmente, incapaz de evitar lo que entendía allá dentro. Notaba que su madre tosía cada vez más, y que el único remedio para ella hubiese sido no ir al río a mojarse, y que ya no tenía fuerzas; notaba que su padre iba degenerando en alcohólico furioso, y malos tratos y roncas amenazas acompañaban a las forzosas negativas de dinero; notaba que otros niños iban a la escuela y él no, y por último notó que le enviaban a pedir, en voz lastimera o con timitos humorísticos, «pá ayuda de un panecillo…». Aquello debía de ser malo, humillante; pero… ¿y si no había otro medio de vivir? La conciencia, desde el fondo de su espíritu, le dijo entonces a Félix que tal vez el vivir no fuese cosa muy buena en condiciones tales. Y añadió que no era él quien había pedido la vida; que vivía por fuerza. Si le consultan… Bueno: el caso es que vivía, y hasta juntaba perros, con los cuales compraba rebojos de bacalao, para telas, rancios cacahués y castañas. La indigna de la conciencia le gritaba: «Trabaja». ¿En qué? Aprende un oficio. Era manco…
Un día, fue para su madre el último. A la semana siguiente, su padre, en riña de beodos, dio un navajazo. Le prendieron. Félix quedó solo, con un pequeñín de cuatro meses, su hermanito, que por ironía se llamaba Ventura: Turín. Le cogió en brazos y salía con él a pedir limosna. Pero su conciencia le avisaba: el niño, que unas veces bebía leche y otras roía una corteza, que iba sucio, enfrascado en porquería, iba a morirse. Entonces Félix le depósito en el torno de las Inclusas. Allí lo cuidarían, al menos. Y siguió su vagancia. Había discurrido una fórmula deprecatoria, que repetía maquinalmente.
—¡Señorito… tómeme de criado! ¡He de servirle muy bien!
Hubo un caprichoso, algo filántropo, que accedió en un arranque de piedad hacia «el manquito», Félix fue desinfectado, lavado, rapado, hasta perfumado, y se convirtió en un gracioso «botones». Se propuso ser bueno, leal, querer mucho a su amo obedecerle ciegamente.
Los demás del servicio le tenían su poco de envidia, porque el amo le trataba con mayor dulzura que a nadie; y aprovechando el tiempo de Carnaval, trajeron botellas de licores, y consiguieron que Félix aceptase copa y más copa. Es de notar que la conciencia de Félix protestaba; sólo que algo del alcoholismo paterno había en su sangre de muchacho, que, probado el Bizard, no Mono, le fue imposible resistir y siguió bebiendo. Se sentía indulgente con el recuerdo de su padre, y casi se acusaba de haberle acusado. Una alegría física le inundaba… y le inundó hasta que cayó de bruces bajo la mesa…
El amo desde aquel día le trató severamente. La conciencia más. —¡Bruto, borracho!— Félix borracho, bruto… lo peor era que el tántalo del comedor, que guardaba vigilante y celoso los licores, le hacía bizcar. A pesar suyo miraba hacia las botellas de colorines. «¡Bruto, borracho, golfo!». —No importa: seguía bizcando… La propina del día del santo de su amo le perdió. «Tira a la alcantarilla ese duro —decíale la conciencia— Dalo si no a un pobre». Y lo que hizo fue comprar una botella que ocultó entre su jergón y que apuraba, cada noche un sorbo.
Ya le gustaban las muchachillas que encontraba en la calle. Siempre la previsora conciencia le había dicho: «Huye de las mujeres como del fuego». Aquella conciencia, avispada, desengañada, embebida de realidad, clamaba: «Mira que te darán nueve mil penas por cada momento de ilusión… Ojo. Félix… Peor es el amor que ningún gas asfixiante…». Y mientras pensaba así, iba detrás de una modistuela de nariz respingada, chula madrileña viciosamente candorosa… La seguía por la calle, para obtener una ojeada llena de malicia, de reto, de coquetería populachera… El crujir de la falda de percal y de los zapatos relucientes de tacón altísimo, le enloquecía. ¡Bah la conciencia! ¡Qué sabe la conciencia de estas cosas! Los compañeros le daban coba, sabedores de las correrías de Félix tras la Quiteria, a la cual conocían todos. Por «hacer de rabiar» al chico, a quien siempre tenían entre ceja y ceja, el lacayo dio en rondar habitualmente a la Quiteria, no bastándole, se lo «refregó» al muchacho, burlándose de él.
—¿Te has creído tú que va esa barbiana a querer a un manco, a un golfo?
Le aseguro a usted, Teolindo, que fue aquél el momento en que la conciencia habló más alto dentro del ánimo de Félix… Le dijo que las burlas cobardes se desprecian; que las mujeres no se ganan a puñadas; que vale más reír lo que no hay modo de castigar; que cuando los más fuertes atacan a los débiles, los débiles no tienen otra defensa que la pasividad y el silencio… Todo esto lo voceó la conciencia, sí; pero una especie de hierro ardiendo de vergüenza estaba clavado en el sentir del chico, y le abrasaba las carnes y el corazón. Estaban en la cocina; asió un hacha, la de partir los huesos, y con el brazo sano, el derecho, la asestó a la cabeza del lacayo. Éste, vigoroso mocetón, de treinta años, paró el brazo en el aire, exclamando: «¿hola, hola?, ¿sales por ahí?», y derribando al chico, le pateó muy a su sabor el pecho, a taconazos…
Intervinieron. Aquello pasaba de broma. Alzaron a Félix, le dieron agua, le cuidaron, le acostaron. No se llamó al médico, por ocultar el lance. Aquel día, el muchacho no tuvo fuerzas, se arrastró para hacer el servicio. Lo que más le afligía era la tal conciencia, repitiéndole que cuanto le pasaba, era por culpa suya y rogó a Dios, en sus sueños febriles:
—¡Quítamela! ¡Para lo que me ha servido!
Se la quitó la misericordia divina, y entonces, Félix sufrió muchísimo menos. Fue extinguiéndose dulcemente inconscientemente hasta que se disolvió en los elementos…
—Teolindo: ¿Y qué prueba esta conseja, Galo?
—Galo: Tú dirás, hijo…
—Teolindo: Tu héroe pudo, pudo… Realmente, no pudo dejar de nacer como nació, ni de tener esos padres… Lo confieso. Pero pudo perfectamente, desde que entró en casa del filántropo, portarse bien, y no seguir modistas, ni beber Mono, ni…
—Galo: Es cierto… Ahora, sácame de una curiosidad. ¿Sigues fumando? Teolindo: No debiera…
—¿Te acuerdas de la influencia de la nicotina en las lesiones cardiacas?
—Sí, hombre, te entiendo… Desde mañana (sacando la petaca) voy a renunciar al vicio…