Cada cuatro años, hacia el fin del otoño, vienen a la ciudad y se anuncian dando mil vueltas por sus calles los rusos traficantes en pieles, que buscan manera de colocar su mercancía, y, para conseguirlo, ejercitan la ingeniosidad insinuante de los mercaderes de Oriente. Cargados con diez o doce pieles de las malas —las ricas no las enseñan sino cuando descubren un marchante serio—, aguardan a que desde un balcón se les haga una seña, y suben a vender a precios módicos el visón lustrado, el rizoso astracán y la nutria terciopelosa. Si se les ofrece una taza de café y una copa de anisado, no la desprecian, y si se les interroga, cuentan mil cosas de sus largos viajes, de los remotos y casi perdidos países donde existen esas alimañas cuya bella y abrigada vestidura constituye la base de su comercio. Son pródigos en pintorescos detalles, y describen con realismo, tuteando a todo el mundo, pues en su patria se habla de tú al padrecito zar.
Por ellos supe interesantes pormenores de la existencia de los pueblos que nos surten de pieles finas, de ese armiño exquisito que parece traído de la región de las hadas. Son los hombres quizá más antiguos de la tierra; apegadísimos a sus ritos y costumbres, miserables hasta lo increíble, alegres como niños y próximos a desaparecer como las especies animales que acosan.
—El armiño ha encarecido mucho en estos últimos tiempos —decía Igor, el más elocuente de los tres traficantes—, y es porque el animalito se acaba; pero tú deja pasar un siglo, y verás que una piel de esquimal es más rara que la del armiño, desde el mar de Baffin a las costas islandesas. ¡Es una gente! —repetía Igor en torno enfático—. ¡No se ha visto gente tan rara! Y siempre que estuve allí trabajando, a las órdenes del enviado de la Compañía que compra al por mayor toda piel, creí morir de asco de tanta suciedad. ¡Oh! ¡Los muy sucios!
Reprimimos una sonrisa, porque los rusos, en general, no gozan fama de aseados, y para que un ruso se horripile de la suciedad de algo o de alguien, ¿cómo será y qué abismos de inmundicia encerrará la vida de los cazadores de pieles del país del armiño inmaculado? ¿Y quién sabe si un holandés que estuviese presente —ellos que lavan las fachadas— sonreiría, a su vez, de nuestro sonreír?
—¡Es una gente! —repetía Igor, en cuya cara pomulosa y barbuda se leía una repugnancia antigua, evocada de nuevo—. ¡Cualquiera se asombra de lo que comen! ¡No es comer; es como si un saco tuviese la boca abierta y en él echásemos todo, crudo, medio cocido, medio perdido ya..., o perdido enteramente, que yo lo he visto! ¡Delante de mí hirieron a un reno y se comieron pedazos de su carne antes que expirase! ¡Y luego devoraron la papilla, a medio digerir, de las hierbas que el reno tenía en el estómago!
—Si esa gente no come lo mismo que fieras, no resiste el clima —observé.
Igor no apreció la excusa. Hacía gestos de desagrado, muecas de horror, y acabó por referirme un episodio que traslado, de su lenguaje semiespañol, falto de vocabulario y abundante en exclamaciones y onomatopeyas, al habla corriente.
—No son hombres como nosotros, no... Aparentan mucho afecto a sus niños; nunca les riñen ni les castigan; pero si abundan, los depositan en una cuna de hielo, al borde del mar, y allí los dejan morir de frío... El respeto a los padres es exagerado; delante de ellos no alzan la voz: ¡y he aquí lo que ocurrió a mi vista; lo que no pudimos impedir, y el jefe de la factoría me dijo que sucedía siempre y que anda escrito en los libros de los sabios!
En la ranchería de los Inuitos, donde adquirimos muchos lotes de pieles magníficas, conocí a un viejo, llamado Konega, que dirigía las ventas, por ser el mejor cazador y pescador de la tribu. Esta especie de patriarca, venerado en la tribu como si fuese adivino o mágico, ejercía verdadero mando entre una gente que no tiene forma de gobierno alguna. El mejor trozo de foca era siempre para él, y no se le escatimaba el aceite de ballena, que bebía a grandes tragos.
Un día, Konega cayó enfermo. Todos, y especialmente sus nueras y sus hijos, se desvivían por cuidarle, con tal celo, que empecé a estimar a los bárbaros por su ternura filial. Aunque nada sé de Medicina, con tanto viajar he tenido que aprender algunos remedios, y les ofrecí dos o tres drogas de que disponía. Poco después pregunté a los de la tribu que vinieron a la factoría a vender pieles y plumas de aves de mar, y supe que mis medicinas habían sentado bien al paciente.
—Lo sabemos, sin que quepa duda —me dijeron—, porque la piedra que Konega tiene debajo de su cabecera disminuye de peso, señal de que la enfermedad mengua también.
Pasó algún tiempo sin noticias del viejo pescador. No me decidí a visitarle en su cabaña o cueva subterránea, construida con pieles de foca y costillares de ballena, porque, a la verdad, aquel ambiente y aquel olor eran para tumbar de espaldas, por recio que se tenga el estómago. Llegó, sin embargo, un momento en que nos acercamos a la ranchería a fin de contratar a alguno de los esquimales más robustos y diestros en la caza, que nos acompañasen con sus trineos y sus perros en una expedición que proyectábamos, y entonces quise informarme del estado de Konega. Sin indicios de aflicción me respondieron que, ahora, la piedra pesaba más, indicio evidente de que el enfermo empeoraba...
¡Y vuelta con la piedra! ¿Quién se pone a discutir con esquimales? ¿Qué decirles a gentes que comen, a manera de confituras, el sebo y la vaselina y, cuyas mujeres os abrazan si les regaláis una pastilla de jabón, que saborean, quitándole el papel de plata, lo mismo que si fuese un marron glacé?
Al desviarnos un poco de la ranchería, vi que acababan de construir una cabaña nueva, hecha por el sistema, usual en estos pueblos del círculo polar, de emplear como materiales de construcción grandes bloques de hielo. Estos sillares transparentes son sólidos y duran mucho. Y la cabaña de hielo, al principio, es bonitísima. Un templete de cristal. Al través de hielo pasa una luz misteriosa, una claridad dulce, de infinita calma; y si el sol, al ponerse hiere los muros, les arranca reflejos de fuego y pedrería y juega con luces peregrinas, como si todo el edificio ardiese. Algunos esquimales se ocupaban en amueblar la nueva habitación con lujo: tendían cuidadosamente en el suelo pieles de reno, de oso y de perro polar, mulliendo una cama; colocaban sobre un poyo de hierro una jarra de agua de nieve derretida, y una lámpara de las que ellos usan, donde arde un puñado de musgo seco alimentado con aceite de ballena o de foca. ¿Y qué imaginé yo? Como acababa de dejar en una aldeíta, cerca de Moscú, a mi novia, y me acordaba bastante de ella en aquellas soledades, creí que la cabaña era para unos desposados, y sentí envidia, porque, aun en tierra de mujeres tatuadas y que llevan a sus hijos dentro de las botas, siempre es cosa buena el amor...
Aquella noche nos convidaron en la ranchería a un banquete. Rehusamos políticamente, porque sabíamos que se trataba de devorar cuartos de perro marino y morsa, y de beber aceite congelado; ofrecimos dos o tres botellas de aguardiente, y prometimos ir un momento, como el que dice, a los postres. Aun esto requería valor. Nos brindarían algún asqueroso regalo... Grande fue mi sorpresa al ver al anciano Konega presidiendo el festín. Estaba tan demacrado que daba miedo, y no comía, mientras los demás tenían la cara roja de indigestión; les salía por los ojos la comilona. Al final le fue presentada a Konega —supremo obsequio— una pipa rellena de tabaco, y el patriarca la apuró con voluptuosidad lenta, tragándose el humo para no perder nada del goce... Su cara expresaba perfecta beatitud.
Al otro día salimos a la expedición, en la cual hicimos una matanza regular de morsas y focas, y regresamos a los dos días, exhaustos de cansancio y habiéndosenos agotado los víveres. Para los esquimales había hartura, porque ellos devoran la foca fresca y podrida con igual deleite... Nosotros sentíamos necesidad, y la cabaña de la factoría, un poco más decente que las de ellos, nos pareció un paraíso.
Mi primera salida fue para rondar la nueva residencia, por curiosidad de ver a los novios, a quienes suponía comiendo el pescado crudo de la boda. Un silencio absoluto reinaba alrededor. Dentro se oía un gemido estertoroso, y se veía un bulto informe. Desvié el sillar de hielo que cerraba la puerta, y encontré al viejo Konega en el trance de morir. La lámpara estaba apagada, la cántara vacía. Me incliné para socorrerle; el moribundo abrió a medias los ojos y, sin articular palabra, se volvió hacia la pared. Fue como si me dijese: «Déjame irme en paz; mi hora ha llegado...»
En la factoría me enteraron luego de la costumbre. Cuando se prolonga el padecimiento, el enfermo es abandonado dentro de una cabaña, cuya puerta se cierra. Ni él protesta, ni titubea la familia. El cariño es una cosa y esto es otra...
—¿Verdad que es un pueblo extraño? —añadió Igor, que aún parecía sentir la horripilación de la cabaña que creyó tálamo y era ataúd.
—No es pueblo —respondí—. Es una plaza sitiada por hambre... ¡Sobran las bocas inútiles...!
«Blanco y Negro», núm. 991, 1910.