Mi tía Flora me recibió en su salita, amueblada con muebles bellos; en las paredes había bellos cuadros de una antigua escuela española, eran heredados. Admiró mi flamante uniforme, —lo vestía por primera vez—, y me dijo al darme un beso leproso con sus labios flácidos y cansados:
—Estás muy guapo, Fermín. ¡Vas a hacer muchas conquistas!
Y como si comprendiese inmediatamente que algo más era necesario, se levantó, abrió un escritorio en que brillaban bronces, y caída la curva tapa, de un cajoncillo sacó un rollo envuelto en papel de seda. Eran centenes… Me palpitó el corazón. ¡Iba a poder realizar el antiguo capricho, a afrontar la fortuna, a jugar, para perderlo todo o achinarme de una vez! Y tenía seguridad de lo último, ¿por qué? Por esas inexplicables corazonadas que sólo en el juego se presentan con tal lucidez y energía…
Debió de salir a mi rostro algo de mi esperanza, porque mi tía, dándome una bofetadita cariñosa, me preguntó:
—Vamos a hacer grandes cosas con este dinero, ¿eh?, ¿nos vamos a divertir mucho? Y como yo balbucease no sé qué, añadió, maternalmente:
—Los muchachos deben divertirse, ¡estoy conforme! Pero siempre como caballeros… Porque eso no hay que perderlo de vista nunca. Como caballeros, porque tú lo eres; tienes obligación.
—Tía Flora —contesté— me da curiosidad… ¿Qué cree usted que debe y no debe hacer un caballero?
Permaneció un momento indecisa. Para su casuística, el problema era de difícil solución. Hay así, mil cuestiones que resolveríamos bien en cada caso, pero formular su teoría completa, ya es más difícil, otra cosa. Mi tía meditaba, trataba de ver claro en las palabras que acababa de pronunciar.
Al cabo, contrayéndose a lo presente, a lo inmediato, que era el rollo que yo conservaba en la mano y que aún no me había decidido a trasegar al bolsillo, declaró:
—Un caballero, por ejemplo, no malgasta nunca en vicios lo que puede servirle para presentarse con decoro y para disfrutar las diversiones que en su edad son naturales…
Parecía como si la anciana señora me hubiera leído en el corazón. Sonreí forzadamente, y exclamé:
Gracias por el consejo…
—¡No te dejes llevar por el demonio!
Cuando esto decía la hermana de mi madre, sus ojos, apagados por la edad, reflejaban una especie de terror. Yo lo eché todo a broma.
—¡El demonio! Contesté —Pero tiíta, ¿usted cree en el demonio?
Calló, resignada a mi escepticismo. Un suspiro triste brotó de su pecho.
Recordaba, sin duda, pasadas y tristes horas. Por último se decidió.
—Te lo voy a contar, a ver cómo te lo explicas tú —tembló su voz, como hilo gemidor de antigua fuente, casi seca—. Y así que te lo cuente olvídalo, porque se trata de tu padre… ¿Lo oyes? ¡De tu padre! Ya no vive, ni tampoco mi pobre hermana… en vida suya, no me atrevería…
Un poco pálido me senté en una butaca antigua, y aguardé con ansiedad.
—¿Te acuerdas de tu padre? Siempre le habrás visto tan abatido, tan negro de humor… Y tu madre, que parecía que hasta de hablar tenía miedo…
Mi infancia se evocó de pronto. En efecto, así veía reaparecer esas figuras amadas, el padre sentado ante una mesa, leyendo o escribiendo, pero siempre hondamente melancólico, la madre apocada, rondando la habitación, como si temiese grandes desgracias que de un momento a otro pudiesen acaecer; y la casa, con un ambiente de disgusto callado, que se reflejaba en todo, y que me entenebrecía el espíritu.
—Sí, sí te acuerdas… lo que tú no sabes, es la causa de todo ello, porque no la supo casi nadie… Y aunque la supiesen, no la entenderían… ¡Lo que se ve no es sino la cáscara de lo que anda por dentro!
Tu padre era un hombre no malo, pero débil de voluntad, y además había sentido, desde mozo, una afición desmedida al juego.
Me estremecí ligeramente. Esa misma afición, ¿no la llevaba yo en la masa de la sangre? ¿No se perfilaba ya, al través de ella, mi destino futuro?
—Hay que hacerle esa justicia —prosiguió mi tía— que luchó con su tendencia al vicio, y que muy rara vez se dejó dominar por él, hasta que… Aquí empieza lo raro de la historia y es preciso que tú me ayudes a comprenderla. Venían mucho a casa, entonces, unos primos nuestros, y ella… No quiero pensar mal, pero me parece que… En fin, llevaba demasiado lujo, era extravagante en todas sus cosas. Fue el momento en que tu padre jugó de firme y unas tras otras se vendieron muchas fincas. Tu madre estaba aterrada, y creía que el final de todo sería pedir limosna. Un amigo de la casa, persona formal y que se interesaba por nosotros, vino a advertir a tu madre que quien llevaba a tu padre al juego, y le ganaba todas las noches cantidades fuertes, era su propio primo, el marido de Adelfa Ruiz Sánchez. Parecía como si entre los dos se hubiesen establecido un duelo, un duelo a muerte. Y las estocadas iban todas contra tu padre, porque el contrincante ganaba como un loco, y le dejaba reducido poco a poco a una apuradísima situación. Y un día, tu madre me confesó, entre lágrimas, algo que me impidió dormir aquella noche.
—Flora —me dijo— estoy desesperada… No sé qué hacer… Mi hijo va a quedarse sin un pedazo de pan… Andrés juega cada vez con más furia, y ya lleva perdido la mayor parte de lo que tenemos… Yo le he hablado al alma, me he arrodillado pidiéndole que cese de entregarse a esa fatal pasión… Y nada he conseguido, sino que cada vez me profese menos cariño… He hecho ofrecimientos a todos los santos, a todas las devociones que tenemos y ya no para que deje de jugar, sino para que, al menos, gane… porque le veo en un estado tal de ánimo, que hasta por su razón he llegado a temer, ante tal obstinación de la mala suerte… Y como no me han hecho en el cielo caso ninguno, ¿qué dirás que hice hoy? Invocar al Enemigo…
Ante mi horror, tu madre no sabía qué decir. Me confesó que había ido a casa de la bruja, y hecho una oferta a Satanás…
Y, pasado el primer momento, determiné tomarlo a broma…
—Ya verás, ya verás el caso que te hace Lucifer…
Mira, hijo mío… Como si estuviese sucediendo… Todos los pormenores tengo presentes…
—¿Sabes lo que ha pasado? ¿Lo sabes? ¡Qué había yo de saber! Las palabras salían de la garganta de tu madre como desmenuzadas por un cuchillo, roncas y anhelantes.
—Ha ganado, ha ganado, ha ganado disparatadamente. El dinero se le venía a las manos, y se hartaba de coger billetes, de llenarse los bolsillos de oro. Por último, su primo, no teniendo allí más, empezó a perder sobre su hacienda, sobre su palabra, a firmar pagarés. La banca estaba asombrada, todo el mundo acudía a presenciar lo nunca visto. Al terminarse la partida, tu padre era dueño de más de dos mil millones…
Y media hora después de haber vuelto a casa, supo la noticia: el primo se había pegado un tiro de pistola en la sien, y seco, había caído al suelo, sin que le alcanzase ningún género de auxilios. Tu madre se retorcía las manos…
¡Bien se había cobrado el demonio!
Me hizo jurar que nunca nada diría del caso. Y lo cumplí… Si falto hoy a la promesa, es porque los dos, tu padre y tu madre, están ya en el mundo de la verdad, y expiaron sus errores sobradamente. Tu madre me consta que hizo penitencia muy rigurosa y dura; tu padre no volvió a pisar una sala de juego, y se temió hasta por su razón, del disgusto. Debió de abreviarles la vida aquel continuo pesar, que en ambos estaba impregnado de remordimiento.
El único consuelo que les quedaba eras tú. No sabes lo que pensaban en ti, los encargos que me hicieron. Por eso, ahora que empiezas a engolfarte en la vida, quise prevenirte contra el que ronda de noche y nos acecha entre las tinieblas. Áridas lágrimas de vejez cayeron de sus pupilas. Tomé la mano marchita y la besé ardientemente. Dentro de mí, la conciencia emergía, fuerte y desnuda, como un mármol antiguo. Y dije desde el fondo de la voluntad vigilante:
—Pierde cuidado…