El Arco

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sobre el trozo de firmamento, no siempre despejado ni azul, que se veía desde mi ventana, fantaseo que aún se recorta, ahora que no existe, el gallardo contorno del Arco, que me infundía una especie de orgullo infantil de haber nacido en Arcosa y me dominaba con la sensación de respeto que causa lo que no se comprende.

En los días de sol —que no eran todos en la Arcosa cenicienta y húmeda que baña sus pies en un sacro río, de los infinitos que por la Península corren más o menos ledamente—, cuando salía yo a la calle, gozaba, con una alegría misteriosa, la sombra proyectada por el Arco, y mis ojos no acertaban a separarse de sus relieves, casi aniquilados por el tiempo. Muy desgastado se hallaba el granito, que el paso de los años lo gasta todo; pero aquellas figuras borrosas, a fuerza de contemplarlas, resucitaban dentro de mí, y flotaban las enseñas inmóviles, se plegaban las túnicas que apenas conservaban señales de su forma, y hasta resaltaban las cabezas que sólo eran vago bulto sin facciones. En el gran relieve que decoraba el tímpano y corría por todo el frontón, parecían revivir los personajes y sus actitudes nobles y heroicas, y al verificarse esta resurrección imaginativa, también se alzaba de su tumba secular el hecho de armas, o por mejor decir, los dos hechos conmemorados por el monumento, y tan contrarios, que el uno recordaba la gloria y dominio del Imperio de Roma, y el otro la lucha de independencia que sostuvo toda la Península con otros invasores más modernos. Sobre el tímpano corría la inscripción romana, ilegible ya, y en el dintel había encontrado hueco la otra, que hacía constar el hecho de Arcosa, su resistencia al francés, la página más brillante de sus fastos.

Estas páginas más brillantes suelen ser las más olvidadas. Yo he notado que casi nadie sabe su propia historia. Las naciones, lo mismo que los pueblos y pequeñas localidades, rara vez, en conjunto, pudieran responder a quien les preguntase acerca de lo que un día las formó o las sostuvo en pie. Y el Arco de Arcosa no desmentía esta regla. No existía en Arcosa nada menos conocido históricamente que su Arco.

En cambio, dentro del lenguaje familiar, se le debían algunos giros. Cuando algún arcense salía a la calle con ropas viejas y raídas —y era frecuentísimo el caso—, se decía, aludiendo a lo gastado y borroso de los ropajes de las figuras:

—Parece mismamente un monigote de los del Arco.

La frase era siempre reída, aunque su gracia estuviese ya más gastada que las túnicas de aquellos «monigotes».

Yo, poco a poco, había ido intensificando mi cariño al viejo monumento. Las ausencias obligadas, para cursar mi carrera de abogado, en ciudades universitarias, y mis estudios, tan modestos y distantes de las ciencias arqueológicas, me fueron, con todo, permitiendo estimar, en su valor y con conocimiento de causa, aquel resto de otras edades. No era ya la inexplicable veneración del niño, que no se da cuenta, ni hace falta que se la dé, de por qué venera: había algo más consciente, que me apegaba a las bellas piedras, las hacía algo mío. Llegó un instante en que fuerzas psíquicas todavía poderosas me apegaron al Arco. Fue justamente el año que acababa mi carrera; noté el estado de deterioro del monumento, por culpa del abandono de los ediles, sin duda.

El viento había traído a las junturas del granito, que, según el estilo romano, no unía argamasa alguna, puñados de polvo; las lluvias las fertilizaron, y a la primavera, enredaderas leves y alhelíes de anaranjado color rompieron con gracia por entre las grietas y atacaron la solidez del Arco. Una pieza del coronamiento se vino al suelo. Los chiquillos se apoderaron de ella y se la llevaron a la plaza contigua, aprovechándola como saltadero en las horas de zanganear. A los pocos días, un albañil, que la vio allí dejada por cosa perdida, la aprovechó en una obra. ¡Son tan buenos y tan fuertes estos materiales antiguos para las chapuzas nuevas!…

Me pareció que me habían arrancado a mí algún añico del cuerpo, y me puse hasta de mal humor, por más que me distraían otros pensares. El gran tirano del alma, Amor, se adueñó de la mía, o a decir verdad, ya estaba adueñado, por medio de una muchacha de Arcosa, sobrina de cierto curial intrigante que se llamaba expresivamente Raposada. No podía yo sufrir al tío, que para más se tomaba la libertad de embromarme no con su sobrina, sino con el Arco, en su opinión «una antigualla redícula». «Más redículo es él», gritaba yo sin recatarme. Mi novia me rogaba que me contuviese, porque su tío era grande amigo y paniaguado de cierto personaje político, en cuyas promesas fiaba yo para obtener un trozuelo de lo que antes se llamaba turrón y ahora se llama de modos muy diversos.

La encantadora Aya, mi novia, aunque parecía ángel, era mujer corpórea y real, y comía y se vestía, y para todo eso tendría yo que ganar el día en que nuestros amores fuesen bendecidos. El término de mi carrera, y las esperanzas cada vez más explícitas del magnate «cuando vengamos», me permitían soñar la proximidad de tal dicha. Por lo menos, me consentía formalizar aquellas relaciones hasta entonces reducidas a ojeadas y lejanos suspiros, y hasta a proponer a mi amada algunos paseos por los alrededores de Arcosa, en las tardes veraniegas que nunca se acaban y en que hay, por las orillas del río, moras maduras y pájaros trinadores. Íbamos como embelesados en la dicha, sin anhelar otra más positiva, disputándonos las ramas de los zarzales y las penquitas floridas de la madreselva, y, al regresar despacio, como hubiese salido la luna, nos parábamos bajo el Arco y allí nos despedíamos. Nadie ignora qué mieles hay en estas despedidas «hasta mañana». Y sólo yo sé lo que fue para mí, desde aquellos incidentes sencillos, el Arco secular, en cuyos cimientos, al derribarlo, aparecieron unas monedas de Augusto…

Ya lo he escrito: ¡derribaron el Arco! La cosa sucedió a principios del verano siguiente, cuando yo volvía ya dispuesto a casarme y casi seguro de que iban a cumplirse las halagadoras palabras del magnate político. Y sucedió de la noche a la mañana: había que realizar la «reforma» de la plaza donde se elevaba el Arco, y éste estorbaba al solar donde edificaban un inmueble que, por casualidad, pertenecía al bueno de Raposada, que era de los que intrigan en los ayuntamientos y, desde lo oscuro, ejercen acción casi incontrastable. No se dio tiempo a que se tomase la defensa del Arco, ni que se discutiese ante la publicidad el perjuicio que se causaba a Arcosa, que sufría hasta en su propio nombre, ni a que se sustentase la idea de que, en último caso, al derribar el Arco antiguo, podía erigirse de nuevo en sitio en que no molestase a ningún vividor… Se cometió la profanación a la chita callando, y hasta de noche, ¡a la misma romántica luz de la luna que había alumbrado mis coloquios de amor! Al despertarse Arcosa al otro día, sólo quedaban del Arco despedazados escombros, y ni eso pude ver yo, porque presto desaparecieron de allí. Todo había sido vendido como ripio y cascote… ¡Aquellas piedras sublimes, que desafiaron el paso de las centurias, ahora servían de umbral a alguna cuadra, o de pocilga a los cerdos!

Y por la tarde, en el paseo clásico donde se juntaba lo más selecto de Arcosa, vi al señor Raposada, que venía con la diestra extendida para saludarme. Una de esas impulsiones que suben de lo hondo de nuestro ser me lanzó contra él, como se dispara una pistola cargada al pelo y fuera del seguro. Y aún ahora no cambio tal minuto por el resto de mi vida. Me sentía grande, caballeresco, como los que defendieron a Arcosa invadida; me sentía firme, musculoso, dueño del mundo, como los romanos del relieve. Un goce de fiebre vital me estremecía. Mis puños caían rítmicamente sobre aquel obtuso cráneo, sobre aquel rostro aguzado, donde no cabían casi los bofetones. Me despertaron de mi sueño de vigor y justicia los chillidos de mi novia, que tan malparado vio a su tío. Me detuve. Si no me detengo, creo que le rompo toda la osamenta.

Después pensé: «¿No fuera mejor haber recogido los restos del Arco, como pudiese, y reconstruirlo?…». Porque después de haberlo vengado así, me fue forzoso salir de Arcosa, condenado a destierro por la causa que se me siguió, y mi padrino político, lejos de ayudarme en el trance, me retiró su protección, y se rompió, naturalmente, mi boda. Pero lo que más siento, ahora que han pasado los años, es no poder deternerme a la sombra del Arco unos instantes… Nadie me devolverá el Arco. Sólo lo llevo en las pupilas y en la memoria, y el día en que me derribe a mí el tiempo, irá conmigo, a la tierra, lo único que restaba del monumento glorioso.


Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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