En las cercanías de Toledo, donde prados verdes y grupos de arbustos floridos recuerdan pasajes de novelas pastoriles, hay un huerto con su pozo y noria de traza árabe, y en el huerto, un rincón poblado de clavellinas rojas, plantadas en desorden. Dueño de este huerto ha venido a ser mi amigo el pintor Herrera, que cree descender de los antiguos propietarios, unos Herrera hidalgos como el que más, si bien pobres. Después de la reconquista, los Herrera vegetaban en el ocio, y al cabo pasaron a Indias, donde se perdió su huella. Ignoro por qué mi amigo sostiene que es de esos Herrera, y la casa, de la cual hace siglos ni queda rastro, su solar.
De todos modos, Herrera el paisajista construyó al margen del huerto un sencillo edificio cuadrado —tiene el buen gusto de ser enemigo de chalets y cottages—, al cual adosó una torrecilla mudéjar, hecha con restos de otra auténtica. Ello tiene un aire muy toledano y un tanto artístico, y Herrera vive allí dos o tres meses primaverales, con un hortelano y una vieja criada.
Entusiasta de los recuerdos de aquel pedazo de tierra, me ha referido mil veces que el huerto se llamó siempre del «Cabalgador», lamentando no saber por qué… Y no me extrañó recibir un día un telegrama suyo: «Averiguada leyenda huerto, deseo contártela».
Tomé el tren y acudí, ¡porque un capricho…, es lo más sagrado! Despachamos una ligera merienda y salimos al huerto. El artista me llevó hacia el rincón donde florecían las clavellinas, y nos sentamos en un banco de piedra dorada y gastada; la hora de las revelaciones había llegado… Era una de esas tardes de luz rubia y como esmaltada de tonos rosados y ardientes, que sólo existen en Toledo y, más irisados, en Venecia. Las clavellinas, al rayo solar que moría, eran gotas vivas de fresca sangre.
Herrera, después de mirar alrededor un momento, me dijo lentamente, saboreando el cuento de otros días:
—No sabes lo que yo he revuelto para averiguar por qué se llama este huerto el del «Cabalgador»… Ante todo, ¿qué era un cabalgador? Por lo visto, daban en Castilla ese nombre a ciertos guerrilleros, ocasionales y libres, no afiliados a mesnada ni a pendón, que cuando les venía en gana montaban a caballo y se metían por tierra de moros, no a dar batalla alguna, sino sencillamente a traerse, pendiente del arzón de la silla, una cabeza de moro. Conseguido este trofeo, volvían a su casa (excepto los que no volvían). Generalmente, la atrevida empresa salía bien… El antepasado mío, el Herrera que habitaba con su familia aquí, fue cabalgador famoso. En el intervalo de sus arriesgadas expediciones era un hidalgo labrador, que trabajaba rudamente para sostener a sus hijos con la labranza. Cuatro tenía, ninguno en edad de acompañarle; y, además, el cabalgador iba mejor solo, porque su salvación estaba en el caballo para huir libremente. Entre la familia del cabalgador había una mocita de diecinueve años, dos varones de doce a ocho y una pequeñuela de seis. Y, aunque parezca extraño, el principal móvil de las salidas aventureras del cabalgador eran estas criaturas. Le gustaba traer para ellas despojos de los infieles, sartales de coral de las mujeres, hiladas de perlas barrocas, chales rayados de oro, armas incrustadas —el botín—. Y los hijos esperaban impacientes, porque, a falta de riquezas, preseas y joyas, siempre traería el padre la cabeza del moro muerto, y jugarían con ella a su sabor…
»Hoy horripila esto de dar juguete a un niño la cabeza cortada —advirtió el paisajista—, pero entonces formaba parte de la dura educación de un pueblo en perpetua lucha. No era objeto de horror el despojo del enemigo. Mejor que el padre trajese la testa del moro, que dejar la suya para ludibrio… En aquellos tiempos, la infancia era viril.
»Hacía algún tiempo que el cabalgador no salía a jornada, cuando, una mañana, Inés, la hija mayor, una santita, al bajar al huerto a cortar clavellinas, vio abierta la puerta de la cuadra y vacío el sitio del negro caballo de su padre. Comprendió entonces que éste había salido a caza y, temblando, se acogió a su aposento otra vez y encendió dos cirios delante de una imagen de la Virgen, negra y bizantina, que sonreía con sonrisa inocente.
»La semana entera estuvo ausente el cabalgador. No era extraordinaria la tardanza, pero Inés renovaba los cirios y rezaba y hacía promesas a los santos. Al fin, un torbellino de polvo, en el horizonte, anunció el regreso del padre…
»Cuando entró en el patio, vieron los hijos, ante todo, la caza, la cabeza… Ya no destilaba sangre, porque al trotar del corcel se había desangrado. El cabalgador la desató, dejando sueltos los largos cabellos negros por los cuales venía amarrada, y la arrojó al niño de doce años, que la recogió dando un chillido de gozo. Grave y ufano, el guerrillero explicaba: “Esta vez —dijo— es moro de gran calidad y valiente. ¡Bien se defendía! A poco me degüella. Traigo su rico yatagán de puño incrustado de perlas, y su vestimenta magnífica. La veréis, pero no para jugar. He de venderla al judío, que la pagará aína. Solazaos con la cabeza del perro, y tú, Inés, dame que coma, que estoy rendido”.
»Inés obedeció. Así que su padre quedó saciado y se tendió a dormir, salió al huerto, donde sus hermanos habían puesto la cabeza sobre una piedra y la consideraban, entreteniéndose en tirarle, de vez en cuando, chinitas a la frente. La doncella contempló el trofeo. Siempre eran las cabezas que traía su padre muy feas y negruzcas, de abultados labios, tez morena y narices chatas. Ésta no. Era una faz semítica, de cabal hermosura. Los largos bucles, tupidos por la sangre y pegados con el polvo, parecían finos y sedosos como pelo de hembra. Los ojos se cerraban misteriosamente, y, sin embargo, se adivinaba entre los párpados el vidrioso negror de las anchas pupilas. Las mejillas lívidas tenían un cerco de barba ahorquillada, ondulosa. Los labios cárdenos descubrían una dentadura perfectísima. Era la cabeza de un hombre como de treinta años, y la muerte la embellecía con su romántico sello.
»Inés se volvió hacia las criaturas.
»—No le deis más tormento, harto ha sufrido —suplicó—. ¡Por el amor de Dios y por su santa Madre, que no ofendáis más a esa pobre cabeza! Gilico, Gonzalico, Maricuela, dejadla…
»Los niños, entre confusos y rebeldes, resistían. Inés apretó más.
»—Miradle. Parece la cara de Nuestro Señor Jesucristo… ¡Ea, Gil, tú que eres mayor, hazlo como bueno!… Espérame y trae el azadón, que vamos a darle sepultura…
»Corrió la doncella a su aposento y sacó del arca unos ricos lienzos con randas sutiles; además, trajo el lavamanos, donde vertió agua de olor y vino blanco, a partes iguales. Piadosamente, tomó entre sus blancas manos la cabeza muerta y lavó despacio el polvo y los cuajarones, peinando los rizos de oscura seda, que se extendieron como trágica aureola alrededor del bello semblante lívido. Se vieron las orejas delicadas, de las cuales colgaban dos aretes de oro…
»Inés permaneció largo rato mirando la testa, grabándola en su memoria, en su retina, en su imaginación, mientras lágrimas lentas corrían por sus mejillas, casi tan descoloridas como la cabeza cortada. Al fin, con dulce gesto, la envolvió en el paño delgado y puro, mientras Gilico, que había traído el azadón, decía:
»—¡Loca se ha vuelto la hermana Inés! La sabanilla rica le pone al perro…
»Encima de la sábana, Inés resguardó todavía el precioso despojo con un trozo de brocado y, tomando el envoltorio como se toma el cuerpo de un niño para no hacerle mal, se dirigió a este ángulo…
—¿Aquí? —pregunté involuntariamente.
—Aquí mismo —repitió Herrera—. Gilico, a una orden imperiosa de su hermana, cavó la fosa, honda, ancha, y la misma Inés depositó en ella el despojo. Apenas acababa de hacerlo, oyéronse furiosos ladridos; los mastines que guardaban el huerto y volvían con las cabras habían venteado la cabeza cortada. Ellos solían encargarse de las otras que traía el cabalgador, cuando los niños se cansaban del juego. Inés se volvió, terrible.
»—¡Gilico, por tu vida, encierra esos canes! ¡Enciérralos, Gil, o los mato!
»El niño cumplió la orden, y la hermana fue echando tierra, amorosamente, como quien teme lastimar. Con las manos la extendió, porque el hierro de la azada no hiriese al enterrado. Sus lágrimas volvían a fluir, cayendo sobre el removido terrón. Así que rellenó el hueco, rebuscó por todo el huerto las matas de clavellinas y juntas las plantó aquí…
—¿Son éstas?
—Éstas son… De tiempo inmemorial, para adornar los altares, se viene por ellas a este huerto. Aún hoy me las piden a mí. Dicen que no hay otras ni tan rojas ni tan dobles.
—¿Y qué fue de Inés? —pregunté.
—No se sabe…
Callamos un instante. Después, Herrera se levantó y, asiendo una azada, de dos que había arrimadas a la tapia y dándome la otra, dijo solemnemente:
—Ahora, vamos a encontrar la realidad de la leyenda.
Comprendí. Cavamos en silencio, apartando el cepellón de las clavellinas para volver a colocarlo después. Ahondamos bastante. Dimos un grito. La calavera acababa de aparecer… La cogió Herrera y me señaló la dentadura, intacta y perfectísima…
Y al mismo tiempo, yo recogía un objeto semicircular, oscurecido por el tiempo y las humedades… Era una de las argollitas de oro que adornaban las orejas de la cabeza cortada. La leyenda resucitaba. Un estremecimiento nos sobrecogió. Tal vez fuese porque anochecía entre los esmaltes verdosos de un celaje metálico.