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Como se pensó se ejecutó. La misma noche fue llevado el tesoro de Sangreiro a una encrucijada y depositado al pie de un árbol secular, entre la maleza que lo rodeaba. Allí esperaba el cazador. Muchacho apuesto, moreno y robusto, no había descuidado traer su escopeta cargada con balines —nadie sabe lo que puede ocurrir— y un azadón, que había de servirle para enterrar los sacos. Un perro perdiguero, echado a sus pies, jadeaba; habían venido muy aprisa. De cuando en cuando, el can mosqueaba las orejas; en asperezas tales, pudieran no andar lejos el raposo ni el lobo.
Entregando al muchacho un apagado farol, se despidieron los monjes, no menos temerosos que el can, y quedó solo Ramón, que al punto dio comienzo a su faena.
Buscó cierto sendero que bajaba hacia el río, y cargando un pesado saco, donde se entrechocaban con ruido metálico candeleros, portapaces y cajas de reliquias, se dirigió al rincón señalado para escondite. Lo formaban dos peñas enormes, que por detrás dejaban hueco a la entrada de una cueva. Ya dentro, echó yesca, encendió el farol, lo puso en el suelo y acabó de transportar los sacos. Hecho lo cual, comenzó a abrir un hoyo profundo. Sudaba, fatigado.
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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