El Clavo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Leocadio Retamoso era lo que se llama un muchacho excelente: hasta unas miajas insignificante, pues no se metía con nadie, no discutía jamás en público, no se le conocían amoríos, no tenía vicios, no se enfrascaba en lecturas, no escribía ni soñaba en lanzarse a conferenciar. Así es que los juicios acerca de él fluctuaban entre cierta indiferencia benévola y cierta indulgencia sin calor. Pertenecía al número de los que no tienen enemigos y de quienes la gente se olvida a los dos minutos de verles.

En realidad, Leocadio era un enfermo del alma. Sus padres —una señora desequilibrada de los nervios y un señor agotado por la vida de juerga constante a que se entregan tantos hombres de acomodada posición entre los cuarenta y los sesenta— le habían transmitido ésa melancolía sorda, ese desasimiento de todo, que en otros tiempos conducían al claustro, donde encontraban alivio y hasta curación: porque el claustro, que nuestra ignorancia llama «soledad», no fue sino compañía, y compañía de personas muy cultivadoras de la amistad, muy amigas de la conversación y muy bienhumoradas generalmente —hablo de los conventos en su período de esplendor, de los conventos que formaban parte de un estado social en el cual eran bien vistos y familiares.

Leocadio, para quien, como para la mayoría de nuestros contemporáneos, la idea del convento tenía algo de penal, había llegado, sin embargo, a desear el retiro, a percibir una oscura sensación de enfado de vivir con sus semejantes, atribuyendo a esta convivencia el tedio congénito. Al ver a aquel joven de treinta años, bien vestido, de figura agradable, nadie creyera que era una víctima del fastidio vital; no sólo no sabía en qué emplear sus horas, sino que ni aun sentía el deseo de emplearlas en algo. «¿Y el amor, supremo interés de la existencia?», —preguntarán los que todo lo arreglan con la palabra «amor»—. ¿Por qué no amaba Leocadio, vamos a ver?. Habría que responder: «¡Por lo mismo!». El amor es energía, y Leo cadio no la encontraba en sí. No llamaba amor a devaneos breves y sin huella. No llamaba amor a la sensualidad. Y la sensualidad redoblaba su tristeza, vaga e indefinible. No creía que el amor, un amor grande y fuerte, fuese provocable a voluntad. Esas cosas vienen cuando no se buscan. Leocadio no era rico; su padre había despabilado alegremente lo más sólido de la fortuna patrimonial, dejando a su hijo una renta muy escasa, que no le permitía lujos ni gastos extraordinarios. No podía Leocadio intentar, para distraerse, largos viajes al extranjero, que, con el cambio de impresiones, le sacasen del encierro de sí mismo. Este medicamento es para los opulentos… Leocadio, resignado a su modestia, pensó en algo accesible a sus medios: una temporada de campo.

De verdadero campo, se entiende. No la temporadita de San Sebastián, que se reduce a hacer, con canotier de paja y zapatos blancos, la misma vida que en Madrid, con botas negras y sombrero de copa. Un sitio donde se viviese como viven los animales, que son felices porque no son civilizables ni progresivos. Un sitio en que se pensase poco y se durmiese y comiese mucho. Un sitio en que fuese lícito, en mangas de camisa, echarse sobre la hierba y pasarse las horas muertas cara al sol, protegido por el follaje de algún árbol, y oyendo correr el agua del río, que, como nuestros días, fluye sin cesar, a perderse en algo muy hondo, sin límites.

Y este sencillo, humilde ensueño, logró interesar a Leocadio. Se sintió casi dichoso cuando pudo descubrir, no muy lejos de Madrid, a pocas horas de tren, lo que buscaba. Era no una quinta —las quintas no abundan en Castilla—, sino una especie de casa de labor, pero arreglada por sus dueños para habitarla durante los meses de primavera. Alrededor, labradíos y alcornocales se extendían hasta perderse de vista, y la graciosa industria de los colmenares rodeaba la casa de campo de espliego, romero y flores silvestres. No había río, pero sí un arroyuelo que desde unas peñas abruptas bajaba al valle, desempeñando su viejo oficio de murmurar. Todo ello componía un paisaje bastante pintoresco, y de la soledad del lugar baste decir que no lejos se alzaba un convento de Carmelitas, con los pisos y las paredes de las celdas forradas de corcho. Quien no ignore cómo procuran estos monjes el desierto, comprenderá que Leocadio había acertado si quiso aislarse.

Le hacía la comida la mujer del guarda, la señá Sempronia, humilde comida de jornaleros: sopas de ajo y gazpacho, huevos pasados por agua y algún embuchado picón. Con esto y unas latas de conserva, y la miel de los panales, encontrábase muy a gusto el solitario. Empezaba a experimentar que la vida tenía un sabor claro y atractivo, como el de los sencillos manjares.

Su habitación, grande y encalada, no le desplacía. Algo dura la cama, algo desvencijada la mesa…, pero aire y luz. Lo único que desde el primer instante le descontentó fue un clavo, un clavazo enorme, de negra cabeza, que justamente asomaba sobre su cabecera. El tal clavo —en que no reparó los primeros días— empezó a obsesionarle desde que se hubo fijado en que estaba allí, resaltando sobre la albura de la cal, como gigantesco escarabajo sombrío, y preguntó a la señá Sempronia:

—¿Qué hace ahí ese clavo? ¿Sirve de algo, mujer?

—¡Ay, señorito! —contestó la paleta—. ¡Como servir, de ná sirve! Yo no cuelgo ná en él, ni mi marío tampoco. Ahí está desde los años témpora: ¿lo ve usté? Y, amos, no sabemos por qué está ahí el demónchico del clavo.

A los dos días de la luminosa explicación, como el desasosiego de Leocadio hubiese ido graduándose, dirigió a la Sempronia —cuando ésta entraba cargada con un jarro de agua fresca para aquel señorito de Madrid, que tan sucio debía de ser, cuando tanto necesitaba lavotearse y tanta agua consumía— una pregunta anhelosa:

—Oiga, Sempronia: ¿no podría quitarse de ahí ese clavo?

La guardesa, del susto, casi dejó caer el jarro, derramando parte del agua por el suelo.

—Señorito, ¿qué? ¿Arrancá el clavo, dice? ¡Buena me esperaba con el señó y la señora, di cuando viniesen! Que no toque a ná, es la orden. Y menos a ese clavo.

—¿Menos a ese clavo? ¿Por qué?

La Sempronia se puso grave.

—¿Qué quié usté que le iga, ñorito? ¡Cosas! ¡Cosas! Ca uno tié las suyas…, y los probes, con obeecer…

Fue cuanto logró Leocadio saber del misterio del clavo negro, de cabeza formidable, igual a los que se ven en los cuadros de la Crucifixión. Y esto, poco y confuso, que insinuó la paleta, hizo meditar al solitario. ¿Por qué encargaron tanto los señores que no se tocase al clavo aquél? ¿Señalaría un escondrijo, el lugar donde hubiesen ocultado algún tesoro, algunos papeles de extrema importancia? ¿Sería más bien un capricho, una orden de tantas como se dan, por dejar detrás de sí una huella de voluntad, el respeto a la memoria del amo y señor? ¿O era grosero ardid de Sempronia para que él no insistiese en su demanda?

Fuese lo que fuese, Leocadio no podía apartar un instante de su pensamiento el clavo dichoso, el clavo maldito. De noche, en la vaguedad del primer sueño, la figura del clavo, que no veía, se transformaba: tan pronto era un gran murciélago negro, de ojos fosforescentes, como un zumbón escarabajo, de alas de charol, de patas armadas de pinchos, que se disponía a caerle sobre la cabeza, con ruido de birimbao. Mudó de sitio la cama, con sus manos mismas; pero el resultado fue nulo, o mejor, contraproducente: el clavo, que antes no veía, lo estaba viendo continuamente ahora. Se acostaba, cerraba los ojos, mataba la luz, y seguía viéndolo, como si en vez de ser negro fuese rojo, de tonos de lumbre, un foco ardiente, infernal, que iluminaba el aposento de modo siniestro y extraño. Y al notar que la obsesión se acentuaba, y que perdía ya aquel apetito recobrado, aquel sueño apacible, Leocadio se levantó una mañana con una gran resolución: extraería el clavo, ¡vaya si lo extraería! Ni una noche más resistía tal estorbo; no se reiría de él un hierro condenado; lo vería en sus manos, y sabría que era cosa sin ningún valor, vil y vulgar ferranchillo… En efecto, despierto al amanecer por sus ansias, Leocadio se empinó sobre una silla, y con toda su fuerza tiró del clavo, pesando sobre la cabeza martillada. Ni una línea lo vio ceder, ni señales dio de desquiciamiento. Firme, inconmovible, como si fuese de una pieza con la pared, resistió al tirón, al arranque desesperado del joven. Anheló, se despellejó las manos… Nada conseguía. Recordó haber visto en la cocina, entre otros chismes herrumbrosos, unas tenazas; bajó por ellas furtivamente; agarró con la boca férrea el tronco del clavo… Igual. Ni aun se movía…

El suceso hirió la imaginación del mozo neurasténico —será preciso ya dar a Leocadio este nombre—. ¿No hay algo de fatídico en un clavo que no se deja arrancar? ¿Acaso —porque nos encariñamos con nuestras manías— no hubiese creído a quien le dijese que todo lo natural por lo natural se explica, y que si el clavo no era arrancable, consistía, sencillamente, en que en él terminaba la barra de hierro que aseguraba una viga, sostén del tejado, y que para facilitar la reparación o la sustitución de la barra si se oxidase o rompiese habían ideado terminarla en la gruesa, desproporcionada cabeza que tanto le daba que hacer? Lejos de imaginar esta cosa tan vulgarísima, Leocadio pensó en todo menos en ella… Era aquel clavo la fatalidad, su fatalidad, que se le ponía delante, color de noche, color de piel diabólica, color de abismo… La soledad, que pudiera curarle, le había enfermado más, de un modo más intenso, reconcentrando sus pensamientos y uniéndolos en una sola idea fija, espantosa. «Mi destino lo quiere…», repitió la víspera de la noche última.

Con esa astucia que poseen los maniáticos y que les hace tan temibles, sustrajo una cuerda a Sempronia; una soga recia y fuerte, de amarrar bueyes y cabras. Con igual cautela hurtó sebo, y la ensebó. Hasta estuvo diestro en hacer el nudo corredizo, el consabido nudo…, y en sujetar el extremo al clavo… Y en un movimiento de esos que son perfectos porque son ciegos, porque los guía el instinto, saltó sobre la silla, pasó al cuello el nudo, y despidiendo la silla de un puntapié, quedó balanceándose a media cuarta del suelo…


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
Leído 42 veces.